La mujer báltica
El ascensor es moderno y va del subsuelo al octavo piso y, por supuesto, viceversa. Su mecanismo de funcionamiento está regulado de tal modo que una vez abierta la puerta y apretando simultánea o sucesivamente todos los botones numerados, se detiene en cada piso el tiempo necesario al ascenso o descenso de pasajeros antes de cerrar y/o abrir también automáticamente la puerta y reanudar la marcha en forma no menos automática. Pasó así y a las seis y media de la tarde:
Entré al ascensor en la planta baja para subir a mi apartamento, quinto piso, y los patines con rueda no me sorprendieron, a cada rato veía por la calle y hasta en los supermercados, en las escaleras mecánicas y en las aceras al borde del lago, en los parques, realmente una epidemia. Es probable que la mujer hubiese entrado al edificio detrás de mí sin que me diera cuenta porque ahí estaba, en el pasillo frente al ascensor y tratando de entrar, altísima sobre sus patines, sonriente, quizás disculpándose por no tener la edad adecuada, pelo castaño y corto, T-shirt ajustado y de color naranja, pantalones blancos y sorprendentes, eso sí, sorprendentes guantes de cuero en ambas manos.
Hubo el primer desequilibrio, algo que yo tomé por una vacilación y que se concretó en la desarmonía de la figura que avanzó y retrocedió algunos centímetros sobre su eje hasta encontrar el impulso suficiente para introducirse definitivamente en el ascensor. Pasó a mi lado con ruido sordo de pequeñas ruedas sobre el plástico encerado del piso, detuvo su breve desplazamiento con las dos manos enguantadas apoyadas en el plano vertical del fondo del cubo y, de espaldas a mí y volviendo la cabeza, dijo octavo piso por favor. La puerta se cerró luego de que yo apretara sucesivamente los botones cinco y ocho.
Cuando el ascensor dejó la planta baja la mujer inició con cierta precaución los movimientos habituales para girar 180 grados y abandonar la posición incómoda y descortés de ofrecer la espalda al único y desconocido acompañante en ese vehículo doméstico: desplazamiento de los pies en su lugar y giro del cuerpo en la misma dirección y aproximadamente el mismo ángulo. Operación que en general no ofrece grandes dificultades de equilibrio ni solicita suplementaria ayuda de las manos. No obstante nada, en el cuerpo de la mujer, parecía indicar la realización de su propósito, porque antes de que pudiera despegar del piso cualquiera de sus pies y apenas sugerido ese movimiento en sus rodillas, las manos enguantadas en el plano vertical del cubo debieron soportar el peso de la parte superior del cuerpo que se inclinaba hacia adelante porque la inferior, involuntariamente, se estaba desplazando sobre las ruedas de los patines hacia atrás, hasta detenerse cuando los talones encontraron la resistencia de la puerta cerrada. Ahora el cuerpo tenso trazaba una diagonal incongruente en ese severo espacio ortogonal, posición que la mujer intentó modificar un par de veces resbalando alternativamente uno y otro pie hacia adelante pero era evidente que se requerían los dos y al mismo tiempo para lograr la vertical, algo que no podía escapar a su comprensión pues luego de ese fracaso momentáneo no insistió, limitándose a mostrarme un rostro algo perplejo y pecoso y en el cual creí asomaba un cierto desamparo. Le sonreí, como para ofrecerle una mayor seguridad, y ella quizá interpretó erróneamente el sentido de mis intenciones, se sostuvo con una sola mano y movió la otra en mi dirección con un gesto vago e impreciso. En ese momento vi una enorme mancha oscura de sudor en su axila izquierda y tuve ganas de tocarla, uno nunca sabe si esa humedad está fría o tibia. La mano enguantada siguió moviéndose en mis proximidades, y si en ese momento no hubiese sonado el breve timbre que anunciaba la inminente llegada del ascensor al quinto piso, habría tenido que adoptar una decisión respecto a ella. Pero el timbre fue como un repentino llamado a mi responsabilidad. El rostro torcido hacia mí expresaba ahora una especie de súplica. Tenía que actuar con rapidez, porque la puerta se abriría automáticamente y el cuerpo de la mujer, sin el apoyo en los talones, resbalaría inevitablemente hacia el piso del ascensor y todo sería entonces más difícil. Además, una cortesía elemental me impedía dejar que el ascensor se llevara el cuerpo extendido boca abajo hasta el octavo mientras yo entraba tranquilamente en mi apartamento. De modo que agarré la mano enguantada sin tener aún la menor idea de lo que debía hacer con ella. Pero esos segundos eran decisivos; y el efecto posterior del gesto, imprevisible. Este, en un orden estrictamente sucesivo, se expresó de la siguiente manera:
a) con la mano vino el brazo y todo lo demás de la mujer, la otra mano y el peso completo del cuerpo inclinado;
b) el ascensor se detuvo; la puerta se abrió hacia los costados;
c) desapareció el apoyo de los talones y de las ruedas posteriores de los patines;
d) los brazos de la mujer me rodearon el cuello con fuerza;
e) mis manos, tratando de sostener el cuerpo que seguía resbalando junto al mío, se apoyaron en sus axilas: el sudor no era seco sino activo, húmedo y caliente;
f) los pies siguieron resbalando hacia afuera del ascensor y el peso del cuerpo de la mujer, multiplicado, me arrastró hacia el piso;
g) me arrodillé, el rostro de la mujer se apoyó en mi hombro derecho y su cuerpo, extendido en una suave aunque forzada curva, dejó súbitamente de pesar;
h) miré por encima de su espalda: las tres cuartas partes de sus piernas estaban extendidas hacia afuera, en el pasillo;
i) no veía su cara pero no creí necesario consultarla;
j) aún arrodillado y apretando sus axilas, giré su cuerpo hasta depositarlo en el piso, de espaldas;
k) su rostro pasó fugazmente junto al mío y los brazos lo siguieron, liberando mis hombros;
l) me incliné hacia adelante y con las palmas de mis manos separé sus muslos del piso;
m) sus rodillas avanzaron hacia mí, las ruedas de los patines cruzaron el umbral de la puerta justo en el momento en que ésta se cerraba;
n) aún hincado, y con mis manos sucias de sudor ajeno, sujeté sus rodillas dobladas y esperé a que el ascensor se pusiera automáticamente en marcha.
Habíamos franqueado con relativo éxito esa parte del trayecto. Ahora había que aguardar, inmóvil, la llegada al octavo. Momento propicio para hacer un balance provisorio y encarar una estrategia adecuada. Salvo un creciente dolor en la rodilla izquierda y los dos libros que traía yaciendo desordenadamente en un rincón del ascensor, ningún otro perjuicio visible de mi parte. Respecto a la mujer, y siempre ateniéndome al insuficiente testimonio visual, una costura abierta en su pantalón exponía un fragmento interior del muslo, cosa que no parecía preocuparle en absoluto pues seguía concentrada en frotarse el codo derecho con la palma de cuero de su mano izquierda en un gesto que izaba aún más sobre su busto el borde del T-shirt naranja y contribuía de este modo a la exhibición de la parte inferior de un sostén blanco. Ahora bien: entre éste y el borde superior del pantalón, nada, como era previsible. O sí: un par de leves pliegues de grasa atravesando la cintura y circunvalando el orificio profundo del ombligo.
Luego de este examen rápido y superficial, encaré el inminente arribo al octavo. Ella parecía excesivamente confiada en mis recursos, lo que me intranquilizaba. Pero no podía perder tiempo en consideraciones de este tipo. Yo debía pararme antes, era no solamente justo sino también una táctica correcta. Si abría las piernas apoyándome contra el plano vertical del ascensor y lograba que ella girase apenas unos grados en el piso, quedaríamos en posición propicia para que:
- ella pudiera apoyar las ruedas de sus patines en el ángulo formado por la vertical y el piso del ascensor, entre mis pies separados;
- yo pudiera derivar en ese apoyo parte del esfuerzo requerido para incorporarla mientras concentraba el mayor volumen de energía en mis dos manos sujetas a las suyas para lograr una completa verticalidad de los dos cuerpos.
Elemental ley física.
Sonó el breve timbre de advertencia y me preparé para esta primera etapa que no parecía ofrecer dificultades mayores. Cuando el ascensor se detuvo, me incorporé con un movimiento ágil y resuelto, decidido a liquidar rápidamente todo eventual problema que se presentara.
Al tiempo en que la puerta se abría deslizándose hacia los costados, comencé, con la voluntaria complicidad de la mujer, los gestos ya previstos. La atraje hacia mí mientras ella colaboraba afirmándose con los patines en el ángulo que le servía de apoyo entre mis pies. La icé hacia mí desde nuestras manos enlazadas, guantes de por medio, y ella fue creciendo hasta alcanzar esa estatura que había declinado desde el momento mismo en que entrara al ascensor pero que ahora me imponía debido a que la mía se reducía unos centímetros por mis piernas separadas y la suya aumentaba visiblemente por nuestros cuerpos paralelos. Por nuestros cuerpos pegados uno al otro, el suyo aplastándome contra la pared del ascensor, en realidad manteniéndose precariamente en esa vertical por la presencia física del mío, por mis manos que habían buscado instintivamente su cintura y habían encontrado con alguna sorpresa la base de sus nalgas mientras el mentón se hundía entre sus senos blandos. La situación amenazaba permanecer incambiada si ella no daba un paso atrás para crear ese espacio imprescindible que me permitiera un desplazamiento a la derecha o a la izquierda. Abrí la boca para darle alguna instrucción verbal precisa pero yo mismo escuché unos sonidos ininteligibles que se ahogaron contra el algodón del T-shirt. Si aflojaba mis manos, su cuerpo se inclinaría hacia atrás con riesgo de romperse la nuca contra la pared o el piso del ascensor; si no lo hacía, ella quizás se decidiera a buscar su propio equilibrio moviendo los pies sobre los patines y hacia atrás.
La puerta automática cumplió su ciclo de espera y se cerró por su propia cuenta.
Ella comenzó a mover los pies, a resbalar unos milímetros los pies. Lo supe por un leve movimiento interno de sus nalgas, una tensión, tal vez el lejano reflejo de algún músculo. Hubo un momento en que sentí, transmitido desde las nalgas a mis manos, que el cuerpo de la mujer se independizaba en su equilibrio justo. Todavía seguía pegado al mío, y no tenía la menor idea de lo que hacían sus manos en algún lugar por encima de mi cabeza o de mis hombros. Era improbable que hubieran encontrado algún asidero en la austera superficie lisa de las paredes del cubo, pero de todos modos fui separando las mías poco a poco al tiempo que sentía alejarse de mis labios y de mi nariz la aspereza del algodón naranja. El cuerpo de la mujer se separó unos centímetros del mío y amagué desplazarme hacia un costado justo en el momento en que alguien debe de haber llamado el ascensor desde un piso inferior. Carajo. Hubo un breve sacudimiento antes del descenso, no tuve tiempo de cerrar las piernas y las manos enguantadas de la mujer reaparecieron súbitamente sobre mis hombros mientras sus pies se deslizaban hacia el centro del ascensor en una lentitud proporcional a la reducción de la diferencia de nuestras respectivas estaturas.
Todo amenazaba repetirse. Cuando tuve su rostro a la altura del mío tomé una decisión, despegué mi espalda y mis nalgas de la pared del ascensor y empujé hacia adelante con los hombros. Sabía que el gesto resultaría eficaz sólo si continuaba el impulso hasta que los talones de la mujer chocaran con la pared de enfrente y su cuerpo se adosara a la misma progresivamente y desde abajo, como una cinta scotch adherida con el dedo de abajo-arriba. Cruzamos el ascensor a toda velocidad y sin accidente alguno. De nuevo hundí el mentón entre sus pechos pero ahora era yo quien disponía de los movimientos de ambos, lo que me otorgaba una compensación honorable y me restituía la iniciativa perdida.
Seguíamos bajando, pero la situación me parecía dominada. Para convencerme, di un paso atrás y por las dudas mantuve la palma de mi mano derecha apoyada en esa zona imprecisa entre el estómago y el vientre de la mujer y luego de una vacilación porque el zipper de su pantalón se había abierto y el T-shirt seguía obstinadamente recogido y arrugado más arriba de su nivel normal. Tuve la impresión de que por primera vez tomaba una cierta distancia con la situación, como viéndola desde fuera, lo que también me permitía una rápida y neutra ojeada a la mujer. Pensé que si algún día llegaba a escribir de mi estadía en Ginebra no podría prescindir de este episodio y en ese caso mencionar que la mujer, ésta, andaba por los cuarenta años y quizás de origen báltico, que se depilaba las cejas y ojeras profundas sobre pómulos altos y afilados. Datos a completar. Pero ahora se trataba de que no debía mover los pies, sobre todo no mover los pies, mi mano se encargaba del resto.
El ascensor se detuvo en el cuarto piso y entró una pareja de niños africanos, entre 10 y 12 años. El varón apretó el botón que indicaba planta baja y luego se quedó mirándome fijo, y aunque le guiñé alternativamente ambos ojos no logré arrancarle expresión alguna. Todos permanecimos inmóviles y callados durante el descenso y no hubo ningún suceso digno de atención a no ser un pequeño detalle que me concernía personalmente pues la niña, medio asustada en un rincón del ascensor, había pisado sin premeditación uno de mis libros arrugando irremediablemente algunas hojas.
La puerta se abrió, los niños desaparecieron raudos y sin mirar hacia atrás, la puerta se cerró. Yo miraba tristemente el libro pisoteado, y sin dejar de sostener el cuerpo de la mujer con la mano derecha me agaché y estiré al máximo el brazo izquierdo para tratar de alcanzarlo. Escasos centímetros lo separaban de la punta de mis dedos. En esa posición, apoyado en mi rodilla dolorida y con los brazos abiertos en una línea inclinada, el libro resultaba inalcanzable. Desde allá abajo miré a la mujer, que seguía mi maniobra con evidente interés, para tratar de saber si podía confiar unos segundos en sus propios recursos. Con el ascensor inmóvil pensé que el riesgo era menor. Entonces me incliné hacia la izquierda alejando mi mano del cuerpo de la mujer y recogí el libro dañado y estaba por incorporarme cuando vi que sus pies se deslizaban lentamente hacia adelante y no había un segundo que perder, el cuerpo ya estaba resbalando por la pared del ascensor hacia el piso y estiré la pierna derecha para trabar con el zapato las ruedas de los patines. Por un instante la caída se detuvo, pero la presión que el peso muerto del cuerpo de la mujer ejercía sobre la parte externa de mi pie derecho acabaría por vencer esa insuficiente resistencia. Desde el piso, medio hincado sobre una rodilla dolorida y con la otra pierna doblada, terminaría por ceder. Pensé que si actuaba con rapidez al menos podía bloquear la situación. Luego se vería. De modo que en un solo movimiento giré sobre mí mismo, me senté en el piso y apoyé la espalda en la pared contraria a aquella en que la mujer había empezado a deslizarse; estiré la pierna izquierda en una línea paralela a la derecha y el pie correspondiente se reunió a los otros tres. El único problema, ahora, consistía en que desde nuestras respectivas posiciones era imposible alcanzar los botones del ascensor para ponerlo en marcha.
Estábamos en el exacto punto de partida de hace un rato, a la misma, exacta distancia del objetivo, ocho pisos, pero nuestras posibilidades de llegar a él se habían comprometido considerablemente. Débiles lágrimas surcaban el rostro pecoso de la mujer y yo no encontraba ninguna palabra de consuelo. Así que me dediqué a alisar minuciosamente las páginas arrugadas del libro pisoteado.
Debo admitir que la posición de su cuerpo resultaba más incómoda que la del mío, pero bueno, era cuestión de hacerse cargo, yo también podía aducir mi rodilla y los pobres libros. Además, no era para tanto, alguien terminaría por llamar el ascensor desde algún piso, alguien tendría que subir o bajar en ese edificio de mierda.
La respuesta a esta muda invocación fue casi inmediata y adoptó la forma física de una señora con bolso de supermercado y vestido negro que nos enfrentó, vacilante, cuando se abrió la puerta, porque aunque dos personas no fuesen una cifra exorbitante para este tipo de ascensores modernos, como constaba en una placa adosada a la pared con recomendaciones varias, todo dependía de su distribución en el espacio interno, aspecto sobre el cual no había indicación alguna. La señora vaciló pero no mucho. Primero pasó su bolso por encima de mis piernas y lo depositó entre estas y la pared del fondo; luego, ágiles zancadas para trazar el mismo recorrido con su cuerpo. La evidente ventaja de su verticalidad le permitía elegir cómodamente cualquiera de los botones numerados y cuando avanzó el brazo le dije desde abajo octavo piso por favor, y era una forma de reanudar el ciclo.
De reanudarlo en condiciones más precarias, es cierto, pero con una reciente experiencia nada desdeñable. Yo no había podido ver el botón que apretara la dama de negro, y su destinación incierta, mientras ascendíamos, me distrajo de otras incertidumbres que me esperaban allá arriba, cuando tuviéramos que movernos para descender en el octavo. Así que comprobé con alivio los gestos de la mujer báltica para secarse las mejillas con el reverso de los guantes y el esbozo de sonrisa que penosamente le iluminó los fragmentos visibles del rostro. Estimé necesario hacerle un par de inclinaciones significativas con la cabeza.
Habíamos atravesado ya dos o tres pisos y la dama de negro, inmóvil, continuaba mirando enérgicamente hacia adelante en actitud de dignidad ofendida. Tal vez mañana o pasado mañana debería golpear a su apartamento y ofrecerle un lindo ramo de flores como desagravio. No conocía las costumbres del país, pero ese gesto queda bien en todas partes. Decidido. Lo cual me aportó una tranquilidad adicional inmediatamente desmentida porque la propia interesada, en forma por completo inopinada y simultáneamente al sonido del timbre que anunciaba la llegada al sexto piso, comenzó un discurso cuyos destinatarios, supuse con razón, teníamos que ser nosotros. Las palabras, que coincidieron con la inmovilidad del ascensor y la apertura automática de la puerta, ratificaron esa sospecha: «Sería un error confundir comprensión con tolerancia, tolerancia con resignación. Nuestra historia es vieja en siglos y en esfuerzos, en derrotas, y si finalmente hemos llegado a la edad de la prudencia no podemos permitirnos el menor descuido, la menor desidia, la más mínima puñetera complicidad. No olvidemos que el Señor ciega a los que quiere perder». Y cuando la puerta amagó cerrarse nuevamente, la dama de negro salteó hábilmente mis rodillas, bolso en mano, y se precipitó al exterior. A través de la puerta y cuando se alejaba por el pasillo, atiné a gritarle que cualquiera de estos días tenía la intención de llevarle un ramo de flores.
Algo abrumado por esa patriótica requisitoria, miré en silencio y con rencor a la mujer báltica. No era el mejor estado de ánimo para encarar esa última etapa del periplo pero mala suerte, ya estábamos llegando al octavo y antes de que el ascensor se detuviera comencé a aflojar las rodillas y a doblarlas mientras la mujer, carente del apoyo de mis pies, resbalaba lentamente y sorprendida hasta quedar sentada en el piso. La puerta se abrió. Antes de incorporarme encajé los dos libros de canto en cada uno de los extremos del riel liberado por el desplazamiento de la puerta con el fin de trabar su mecanismo automático de cierre y mantener el ascensor inmóvil. Logrado esto, lo que siguió no resultó difícil, sobre todo porque la mujer no opuso resistencia. Algo intimidada por el carácter repentinamente autoritario de mis gestos, giró sobre sí misma hasta quedar sentada frente a la salida del ascensor, plegó obedientemente las rodillas e inclinó el busto hacia atrás. Agachándome detrás de ella, la tomé por las axilas sudorosas y despegué su trasero del suelo. Su cuerpo trazaba una curva en el aire que culminaba en los patines sólidamente apoyados en el piso y que comenzaron a desplazarse hacia afuera mientras yo seguía ese movimiento con pasos breves y aferrado a las axilas de la mujer.
Sus piernas ya estaban en el octavo piso, pero al atravesar el umbral a la altura de su cintura hubo ese gesto torpe de sus manos que a cada lado del cuerpo tropezaron con los libros que se volcaron hacia el pasillo y destrabaron la puerta. El mecanismo automático se puso en marcha y tuve tiempo de empujar el resto del cuerpo de la mujer hacia el octavo. La puerta amenazaba cerrarse sobre mis codos y retiré rápidamente los brazos hacia atrás, hacia el interior del ascensor, que llamado desde algún piso inferior comenzó a descender.
La mujer báltica se había quedado con mis dos libros.