Últimas horas en Weimar

Mira las cosas que se van.
      Recuérdalas
porque no volverás
     a verlas nunca.

José Emilio Pacheco

W

La tradición de la sociedad fáustica, heterodoxa y refinada que autoriza el presente relato, se remonta al comienzo de siglo que el historiador Eric Hobsbawm llamó short. Aquellos eran momentos históricos de fervor social revolucionario en simultáneo a la soberbia científica donde todo era posible, nada del azar quedaba sin explicación; al conocimiento definitivo de los hombres le faltaban apenas el ajuste de unos pocos detalles -casi insignificantes- para dar por concluidos los misterios del Universo y la Materia. Los primeros anales del desorden, refieren una cena iniciática en los lujosos vagones del Transiberiano durante el trayecto de los Montes Urales a las ciudades soleadas del sur de Francia, compartida por un banquero vienés, más afortunado en las finanzas de lo que él se había propuesto en su primera especulación y un noble italiano, apasionado de las monarquías decadentes, empobrecido por amoríos vividos con varias diosas del music hall europeo y clarividente hasta la enajenación. Un cruce fortuito durante el último servicio del vagón restaurante al tercer día de viaje; lo curioso, fue que antes del encuentro y desde que el tren partió de la estación ambos hombres ni siquiera habían intercambiado los buenos días.

Desde el comienzo de la plática coincidieron en la llegada inminente de una era apocalíptica sin profecías, destructora eso sí de altísimos valores tradicionales en los cuales ellos creyeron desde antes de nacer. Tenían educación suficiente para rechazar formas de reacción violentas, eso de bombas molotov en los teatros lo complotaban los otros advenedizos y deseaban salir del siglo –si bien abatidos por la lógica enfermiza de los acontecimientos- sin perder la compostura. Una vez instalada la confianza aprensiva barajaron diversas opciones, el exotismo podría ser un camino adecuado casi altruista, pero eran hombres demasiado mayores para aventuras entre insectos voraces, vegetación tupida hasta el sofoco y alimañas venenosas.

Durante el juego de los posibles, cada uno reconoció en el otro su entusiasmo similar anhelando un proyecto utópico; menos estaban proclives a entregarse al culto ególatra del pasado personal o reclutando si ello fuera necesario a sus ancestros muertos, que los confundieran con depuestos príncipes sifilíticos en el exilio melancólico. Luego de ensayar aperturas a planes disparatados siguiendo el ceremonial de la cena, variantes que al mínimo análisis mostraban carencias evidentes, hallaron sin embargo una devoción compartida por la fuerza ejemplar de Goethe; motivo entusiasta para pedir al camarero la segunda, acaso una tercera botella de vino. Uno después del otro argumentó -con tino y brillo creciente- que toda pasión persistente por conocer una vida ajena, venerando reliquias, recordando sin error un fárrago de fechas y más cuando se olvidan los aniversarios de familiares próximos, tiene algo de malsana transferencia; similar a la porfía de recuerdos “traumáticos”, tal como lo dedujo con la ayuda de la cocaína un ilustrísimo compatriota del banquero.

De igual manera aceptaban la gracia de un cruce fugaz de experiencias, sin conceder por ello una identificación condenada al pastiche, caricatura y ridículo forzoso. Al ritmo de las copas de vino, ellos insinuaron la existencia de una vivencia del pasado que les resultaba grato recordar, ligera evocación dejándolos a las puertas de una empresa incierta, acaso tenebrosa y desafiante en su apariencia de irrealizable. Más atentos a los detalles, noble donjuanesco y banquero -que de niño subió a la Wiener Riesenrad del Prater, como lo habían hecho Harry Lime y Holly Martins- eludieron cabildeos simples, aplicándose más bien a definir su sentir en la menor cantidad de palabras; al fin de cuentas, lo irrefutable era la insistencia de similitudes con un tramo de la vida de Goethe, residual en la memoria junto a incalculables recuerdos personales. Conjeturaron que algo similar debía suceder con otras personas desconocidas, al menos una vez en la vida; eran pocos quienes poseían información cierta del antecedente (podía corresponder a Simón Bolívar, el emperador Adriano, Leopardi o Rasputín) y menos quienes concordaban con la existencia de Goethe.

Ese encuentro, paralelo a la vida como los rieles por los que se desplazaba a todo vapor la locomotora del Transiberiano, comprendía una hermandad secreta en la vertiente de valores positivos. Aceptada esa proposición era sencillo deducir la formulación consecuente: cuando alguien aísla y asume tal intersección de planes disímiles, lo calla por temor a la burla, lo silencia por prudencia mezclándolo con otros encuentros banales. Incitados por el vino, ellos atribuyeron al azar las consecuencias de una cena informal fértil en confesiones y una vez distendidos, se atrevieron a teorizar sobre los términos de una delicada conjura inofensiva. En el epílogo que imponía la copa de coñac, se supo que uno sintió la emoción de haber sido nombrado ministro de Carlos Augusto; el otro, una atracción irracional por el reino vegetal que lo condujo, contrariando leyes clorofílicas de la Botánica, a sostener la existencia de la “proto planta” localizada entre el musgo junto a vitrales conventuales y los bosques de la Selva Negra. Fue así que debieron sucederse los eventos en la superficie del relato; si hasta parece un argumento atildado de novelista inglés… siendo por mi parte narrador de la periferia, igual intentaré guardar el tono inicial y hasta el final del relato. Ello tampoco me impide dejar en medio de trayecto un par de líneas sinuosas de sospecha, decir que más allá de los juegos mentales de clases poderosas, la razón de Goethe como modelo mimético, responde acaso a la persistencia de mitos arcaicos afectando la evolución de los hechos. La tentación de todo hombre con Fe de que al menos una vez en la vida, el Mal absoluto le proponga alguno de sus pactos sensuales; que al sentir en el cuerpo soñando que la muerte comenzó su tarea, por un prodigio maléfico retorne a los abriles de la juventud, no a todos sino a unos pocos unidos a la única mujer inolvidable que bien vale una apostasía asumida.

Esa primera noche la euforia abusiva por tan poco era apenas el inicio, mientras que lo intrigante del plan fue la magnitud futura inconmensurable de lo iniciado; estaban convencidos –sin terminar de perdonarse no haberlo intuido en las horas previas- que en provincias recorridas por la locomotora había individuos que sintieron semejante llamado del espectro de Goethe. Era hora de convocar a esos predestinados errantes quienes, sumándose faustos a la conjura en ciernes, conformarían el renovado tiempo inmortal del hombre llamado Goethe, que cruzó como cometa incandescente épocas decisivas de la historia moderna. Viajando en el tren, ellos eran la prueba de que el tiempo vicario de Goethe seguía existiendo y de manera tangente a la inmortalidad.

A diferencia de lo otro teatral que el mundo proponía, su plan contra el tiempo rechazó el influjo del poder mercantil, supeditándose a factores sin capricho estaba recostado en la distracción, más que en la apertura y cierre de las Bolsas de Occidente. Decidieron que eran iniciadores de una tarea que los diluía en el presente ingobernable y ligándolos en una aventura con principio pero sin final; las últimas palabras cuando el vagón comedor estaba vacío, mientras un camarero aguardaba que se retiraran de la mesa para levantar el servicio, fueron la promesa de encontrarse en un restaurante de nombre ruso de Niza, en una noche precisa del próximo verano; fecha que ambos juraron retener en la memoria con una condición: haber resuelto la primera tarea que ponía a prueba lo conversado, consistente en el hallazgo, por lo menos de otro instante de Goethe cada uno.

Llevados por el amor a lo imposible que incita el Romanée-Conti, una convicción extravagante -al punto de cumplir lo supuesto en un apretón de manos antes de dirigirse a sus respectivos compartimentos- y los adioses en un tiempo oscilante de vagón restaurante, inmune al frío de la intemperie, ese enroque derivó a los meses en una cena para cinco comensales en los salones del restaurante de Niza, regenteado por una familia oriunda de San Petersburgo. La tradición quiere convencer a los continuadores que el camarero simuló su asombro esa noche al escuchar: “Señores, un brindis de emocionada alegría por los primeros cinco Minutos”, como si ese fuera el banquete celeste de divinidades cósmicas satisfechas por la invención de otro universo efímero.

Lo que luego sucedió fue urdido con la colaboración de servicios postales y entregas en propia mano cuyo contenido era ignorado por los mensajeros; tramado en clave de esquelas sugerentes que, entre datos sobre el valor bursátil del aluminio e incidentes raciales violentos en el sur de África, daban noticias de la incorporación del nuevo Minuto reclutado en tabernas de Leipzig, interesantísimo en algunos casos. Según cuentan, uno entre tantos quedó petrificado de emoción delante de una estatua de mármol romana, expuesta en un museo de provincia luego de la expedición de rapiña arqueológica con justificación científica. Otro aspirante, un tanto exaltado (lo excepcional de la empresa obligaba al criterio lato para el reclutamiento) insistía en la conveniencia de firmar pactos oscuros y se aceptó, con sentido práctico discutible y las reservas del caso, incorporaciones de rudos campesinos alpinos, seductores de muchachas rubias cuyo trágico final de embarazo era previsible.

La organización de inofensivos objetivos al cotejarla con los sacudones vividos en lo que va del siglo, descartó atribuirse símbolos exteriores de identificación y rituales pomposos de logia enciclopédica. Dentro de la humildad de protocolo tuvo dificultades para sortear la guerra del catorce y por milagro sobrevivió la del treinta y nueve; la mayoría de los Minutos reunidos eran personajes clave en uno u otro bando y algunos de los dos. El sentido de especie trascendiendo la historia contingente y voluntad de pocos miembros sin resentimiento, hizo posible una refundación frágil facilitando la continuidad. Promediando la década de los años cincuenta en Bonn, propuesto para recuperar el espíritu de cuerpo apremiado de urgentes cicatrizaciones, el evento pantalla, la actividad cortina de humo designada en coartada fue un congreso en memoria de Goethe. La camarilla secreto permaneció alejada de eventos sociales, camuflada en viajes de negocios ficticios; en esa ocasión, estudiosos venidos del mundo entero se despacharon sobre lecturas nuevas de episodios biográficos del escritor, sin sospechar que ante sus porfías rondaban verdades repetidas de momentos doblados de los cuales pretendían dar la versión rutilante. La tarea de identificación inmanente al grupo era más ambiciosa que las polémicas universitarias de anfiteatro, concluyentes la mayoría de las veces en un intercambio de separatas dedicadas, con avales de los estudios germánicos de Facultades famosas, la grabación en cinta de litigios que rara vez terminan impresos.

La Hora como se denominó sin mucha imaginación a esa comunidad trashumante, fue sensible sin llegar al paralelismo mecánico a inquietudes del mundo militar financiero, pasaje obligado por la condición estratégica de sus componentes; ello hizo admisible el ingreso de interesantes personalidades oriundas de Boston, Milán, Nueva Delhi y otros puntos expansivos del mundo. La pesquisa de oportunas coincidencias culturales, el hallazgo de excusas creíbles que logren entusiasmarlos, obligando cada trienio a un encuentro encubierto en lugares de Goethe. Así fueron las olimpíadas en Roma, una temporada de curas termales en Marienbad y actividades promovidas por la UNESCO para la restauración de Florencia cuando la inundación. El grupo, queriendo ser fiel a la memoria de los iniciadores vive y crece en la confusión paralela creada por otros eventos, lo bastante promocionados para que su presencia quede fuera de toda suspicacia. En principio podría pensarse que el minucioso conocimiento de la vida y obra de Goethe es el factor aglutinante del heterodoxo conjunto. Razón primera y única que explica el movimiento a lo largo de la historia, es la coincidencia e identificación de cada uno de los integrantes con un episodio de la vida del genial alemán, incluyendo la segunda vida de los manuscritos; la superposición de instantes creando una mecánica diabólica delicada, que sólo puede ser puesta en marcha por gente con mucho capital. 

En tales ocasiones y sin exponerlo los integrantes de La Hora se evalúan unos a otros, buscando vaticinar quién de entre ellos faltará a la próxima cita dentro de tres años. Ningún componente de la maquinación es autor de una obra de referencia sobre Goethe, dominando debilidades pasajeras tampoco condescienden a la crónica ocasional en suplementos culturales, ni asisten a congresos con apertura y ritual de intervenciones, afiches con letras góticas, conferencias plenarias en traducción simultánea. Se contentan con ser espectadores en las sombras, como debe hacerlo un colectivo discreto y que cada tanto exige a sus integrantes la invención de artilugios sociales. Los dos Minutos iniciales de La Hora murieron hace años y con ello el proyecto se sacudió autoritarismos creciendo libre de reglamentaciones estrechas; otros Minutos sobrevivientes, celosos de una conjura cercada de realidad, aceptaron que lo prudente para seguir perdurando como proyecto era coincidir cada tanto cuatro o cinco días, reuniendo Minutos aleatorios, conformando la inexistente biografía fragmentada. Se desplazaban por campiñas, copaban ciudades, infiltraban coloquios, sabiéndose puntos infinitos de una recta imaginaria que en cada encuentro modificaba su extensión. En los primeros decenios de La Hora y época de máximo esplendor de la maquinación, se estableció en Frankfort la distancia mayúscula que fue de cuarenta años y siete meses; demostración de la crisis presente, en los últimos encuentros era una suerte llegar a cubrir veinte años de la vida del inspirador.

E

Este año la coincidencia entre La Hora y el evento sostén de la simulación se acercó a la perfección. La sola mención a Weimar misteriosa era suficiente; nunca se avergonzaron por evocar lugares rituales de apoteosis goethianas, erigidos con féretros en paralelo dentro de cementerios parecidos a parques, junto a parques que recuerdan ilustraciones de libros antiguos y estudios trascendentales de Liszt, manuscritos corregidos y tinteros de cristal guardados en vitrinas bajo llave; casas de piedra y madera, sumando años de labor con pasión intelectual difícil de concebir en el presente. Se respiraba un aire de complicidad, pertenencia alejando la evocación dando a las caminatas recogimiento sacro preludiando la inminencia de espectros domésticos. La presencia se disfrazaba -como si llegaran enmascarados en góndolas negras a un baile de palacio veneciano- por un congreso sobre Shakespeare que convidó especialistas venidos de todo el globo. Era seguro que ellos por mandato de contar con máscaras, público y actuación con técnicas corporales no concebían la existencia de una pieza tragicómica coral como La Hora.

A mí me abordó por primera vez un gerente regional de la muy próspera, en otro tiempo, línea de vapores entre Génova y Buenos Aires. Ello sucedió durante el festival de cine de Punta del Este del año cincuenta, locura irrepetible del Uruguay en pantalones cortos y concebible dentro de un ilusorio reino efímero, donde toda limitación era desechada, hasta que la historia se encargó de poner el péndulo en hora con nuestro mozalbete de país. Tampoco era yo hombre de caminar mientras los crepúsculos por la orilla de playa Mansa, con un ejemplar encuadernado de las cuitas del joven Werther subrayadas en ciertos pasajes, ni pasaba las tardes de febrero recostado en divanes orientales y occidentales tapizados de seda china. De la misma manera que luego me correspondió a mí tomar la iniciativa, el primer conocimiento supuso en el iniciador un ejercicio de sutileza cómplice, igual de tenue si se quiere que el apercibimiento sexual proustiano. Un juego elaborado en una segunda cuando no tercera potencia, dependiendo del lamento filosófica referido al destino de Alemania, de la luz indirecta proveniente de una cita de Whilhelm Meister, recordada sin intención de lucimiento ni buscando en el interlocutor una asimilación complaciente. Sin que lo supiera hasta entonces y como enfermedad incurable (herencia lejana de tierras de labranza) ellos descubrieron que yo era un Minuto en potencia. Una ley sin redactar establece que luego de esa identificación nunca puede dejarse de ser Minuto y se lo es hasta la muerte, aunque en el resto de la vida se ejerza la libertad evitando límites osados o imprudentes.

A la sorpresa de ser descubierto la acompañó una risa afectada restándole importancia al incidente, siguió el interés insinuado en la fórmula “supongamos que haya algo de cierto”, la curiosidad por conocer detalles que ignoraba, la felicidad de saber a otros contemporáneos viviendo algo similar que pudo ser preludio riesgoso a la pérdida de la razón. El Minuto con el cual me identificaba lo hallé en una carta que narraba el encuentro de Goethe con una muchacha en Weimar, que parecía sublimar un intenso deseo de mi vida afectiva y nunca concretado. Durante años la dicha prestada fue el patrón sentimental para medir mi infortunio con las mujeres que encontraba en la vida, soñé la escena un número infinito de veces y reaparecía en los momentos inesperados; la persistencia subliminar es lo que otorga a La Hora un sentido único y solidario. 

Sin descuidar deberes familiares cada año más complejos por la situación del país, dediqué varias horas semanales a intentar comprender algo de alemán; por lo distinto a cualquier otra experiencia recordada, fue enorme la emoción al leer en la lengua original la escena con la que me identificaba, escrita hacía más de un siglo atrás. Ella representaba mi esencia dentro del proyecto, su poder era la visualización del momento y silenciar detalles que lo rodeaban; si bien todos admitimos reglas básicas de convivencia cada uno sabe que el significado decisivo de su Minuto excluye la narración por ser incomunicable. Algunos miembros necesitan descargarse aportando información general, a nadie se le exigen detalles por la sustancia misma de lo común marcada por orígenes diversos, el Minuto es algo soñado, imaginado, recordado, entrevisto en una rêverie (esa variante de la ensoñación es la palabra adecuada), el insomnio cercano a la fatiga nocturna por la lectura y desmayo de barreras por el champagne.

Con unos pocos marcos, este annus horribilis quedé acreditado para todas las actividades del congreso de Weimar, mi aspecto prolijo y venerable les hizo suponer a los jóvenes organizadores del evento (tan altaneramente jóvenes) que era el Coriolano de la función del domingo; tal vez el ponente sobre asuntos tales como nuevos manuscritos de Oxford, relaciones entre historia y literatura, la vigencia del equívoco cisne calvo de barbilla, inclinado a manipular dagas fratricidas y sonetos de oscuro destinatario. Con satisfacción fui arrastrado por un torrente de cauces poderosas; el primero fue un remolino llevándome varias veces al día a la casa de Goethe, el segundo un arrastre sumiso a grupos bulliciosos, yendo de un lado a otro tras las epifanías de tantos dramatis personae. Fue el silencio lo que se quebró en esas horas, borronear es comenzar a hablar y resta esta consolación antigua del monólogo escrito, pensar que la carga de traición del gesto se diluye por la certeza de que son palabras que nadie oirá: sucede que irrumpió algo más poderoso que la promesa de callar. Si por alguna falla del sistema se filtra la existencia de La Hora, cada minuto nuestro pasará al círculo ridículo de estar en evidencia; si escapan detalles delicados, nuestra cofradía sería una invención tonta que en nada concierne a los extraños, mutándonos en gibosos leprosos con calderilla.

¿Qué otra cosa puedo hacer cuando de la lectura pasé a ver el Minuto con el cual me identificaba? Faltaré al próximo encuentro y a los subsiguientes si es que antes no muero, dejaré espacios libres para que otros Minutos jóvenes implanten la renovada fe en su condición de insustituibles. La ruptura de mi pacto conectado por la lectura al pasado anterior tuvo un prólogo en el teatro; la invasión de Shakespeare en los dominios de Weimar generó un temporal escenográfico; además de asistir a funciones convencionales se nos permitía a los abonados el acceso a preparativos preliminares. El sábado pasado llegué con atraso a un ensayo -me entretuve en una cafetería escuchando al holandés del grupo departiendo sobre los cristales de aumento-, cuando ingresé al teatro, desde la puerta de la platea fui atrapado por lo sucedido en escena escuchando enredos de noches de verano, duendes de tempestades; para mi asombro expresándose en un castellano que asocié, por modulación y música de las palabras a la región del Caribe. En el escenario del Teatro Nacional de Weimar, donde se celebró el segundo congreso del Partido Nacionalsocialista y era palpable la disciplina de intendencia, había el desparpajo de desplazamientos latinoamericanos; cosa extraña, fuera del continente hallo un sentido de proximidad sensorial sureña incompatible en tierras de América. Siendo ignorante de los protocolos teatrales sería incapaz de juzgar con objetividad virtudes y defectos de lo visto, era claro que el grupo tenía el poder de llegar con su vitalidad a todos los rincones. Permanecí sentado por allí en la sombra de las últimas butacas y mi atención fue de inmediato a la directora, mujer hermosísima de piel morena con pechos apenas cubiertos por una camisa bien abierta. Como parte de su concepción escénica ella nos invitó a seguirlos al guardarropa y ayudar a los actores a encontrar el vestuario apropiado a la obra. El llamado, creí entender respondía a las repetidas razones del teatro pobre, la consabida participación del público en la concepción y armado conjunto del espectáculo, para dinamitar así barreras alienables entre trabajadores de la escena y la visión del espectador burgués pasivo, que se limita a la merecida digestión; la tontería habitual, pero fueron enarbolados esos estandartes con tal firmeza, que parecía ser la primera vez que se proclamaban.

Con tino, tres Minutos que reconocí en la platea huyeron ante la propuesta de la mujer; yo permanecí seducido por las maneras de la directora, habiendo perdido el instante confuso para escapar fui trasegado por el tropel de y me dejé llevar con curiosidad adolescente. De pronto descendía escaleras torneadas esquivando poleas, sorteando telones cayendo en planos paralelos desde un techo altísimo; pasamos por Elsinor, Atenas, Londres y Verona, Roma y el Nilo. El orden de las telas pintadas respondía a la ilusión del programa de representaciones para la semana entrante, distinto era lo sucedido con ropas y adornos en el sótano, que cumplía funciones de vestuario. La puerta pequeña permitiendo apenas el pasaje de una persona a la vez daba a un depósito. Allí varios espejos enfrentados reproducían percheros, ropajes, vestidores y baúles en abierta incitación a infinitas combinaciones; atraídos por un néctar irresistible los actores se abalanzaron sobre capas con broches de flor de lis, plumas pretenciosas, armas blancas de asalto, zapatos con hebillas plateadas y sombreros de todo tipo. Sayos multicolores cubrieron a golpe animoso de brazo hombros y espaldas de comediantes, máscaras pétreas de rituales cretenses y sutiles sedas de bautas venecianas eran sostenidos con gracia por manos diestras en la pantomima. Entre tanto alboroto de asalto final al palacio de invierno yo caminaba, rondaba escuchando, disfrutando ocurrencias de jóvenes actores, palpando tímido telas que juzgué adecuadas para vestir personajes que me atrajeron a lo largo de la vida. Era un rosario de encajes amarillentos, sedas estampados descoloridas, tricornios para rondas nocturnas, guantes de cuero remendados, olores a taller de sastre de cuento con duendes y naftalina sin fuerza para matar polillas, terciopelos horadados por insectos sin ideología, panas verdes estropeadas de algún Papageno de entre guerra. Cada prenda, después de una quietud de añares revivía en los cuerpos elásticos de muchachos venidos de tan lejos. Los funcionarios del teatro, celosos del orden habitual y la rutina de temporadas programadas con anticipación, seguían de cerca a la troupe insolente buscando ropajes en ese sótano de Weimar. En el vestido que pensé más apropiado para doña Elvira una muchacha halló la solución para su Miranda nocturna; a pesar de lo dudoso de su elección, era grato observarla moverse entre dos espejos y mirar crecer su convicción en cada gesto, hasta que se apropió decidida de trapos elegidos para salir de escena.

En lo que supuse sería la inminencia del vacío, después de evaporarse la muchacha surgió ella y como Alicia del otro lado del espejo; en un primer momento creí estar ante un engaño de los sentidos, a lo que estaba proclive en ese recinto de ilusión aprisionada. Ver a pocos metros una mujer que recordaba un tiempo pasado, evidenció la fragilidad de mi estado de ánimo debiendo ser aviso de la crisis cercana. La mujer idéntica a esa era parte esencial de mis deseos de ser un goethiano en penumbras, habiendo preservado durante años con celo paciente coincidencias privadas y recuerdos fosilizados, estaba obligado a aceptar un contratiempo. Maldije la decisión de bajar al plano de disfraces cuando comencé a escuchar un reloj parado hace añares y haciendo avanzar hacia mí otro tiempo impetuoso: comenzaba el fin de mi inmortalidad.

I

Desde la primera mirada que crucé con ella confirmé las coincidencias. Mientras los actores buscaban telas para su arte de simulación un fantasma ingenioso se materializó ante mí, imagen imborrable de una mujer amada y perdida cuando yo era muy joven; la creía a ella envejeciendo a mi cadencia misma detrás de ventanales encalles otoñales del Prado y se aparecía en Weimar sin reconocerme por fortuna para mí, sería humillante que me reconociera viejo y ella en cambio recordara. La escena era de una excesiva crueldad, escenificaba la distancia insalvable alejándome de mi juventud, la belleza intacta de la única mujer que asocié al Minuto goethiano y con la que soñé llegar enamorados una mañana a Weimar. Luego la perdí, me autorizo apenas releer la escena que la incluye y hallar consuelo en esta empresa demencial de la que huyo como asesino cercado esta misma noche. El juego de La Hora perdió sentido para mí; en ese momento fue todo extraño y yo sin terminar de creerlo, la vivencia ofrecía el dudoso privilegio de remontar los años hasta encontrar la mujer que más amé. Estaba excitado entre desgarrón por los años perdidos y euforia de haberla encontrado; decidido a hacer lo que fuera para retenerla, dispuesto a no perderla una segunda vez.

En este abril es difícil extraviarse en Weimar, la movilidad de las actividades del coloquio provocaba encuentros casuales y confiado en esa certeza dejé de lado el seguirla a la salida del teatro. Estaba seguro que en los próximos días nos cruzaríamos para solucionar juntos un enigma curioso. El grupo activo y dependiente una vez fuera del campo magnético de los disfraces se dispersó, algunos comediantes marcharon al segundo ensayo vestidos con las ropas adecuadas, los menos afectos a la disciplina buscaron cafeterías para intimar con nuevos conocidos. Por mi parte, una vez en la calle sin espejos ni escaleras caracol me crucé con viejos Minutos que venían del Correo y visitar aulas del Conservatorio. Intercambiamos comentarios sobre lo visto en el día, pero todo lo relativizó el dolor por la muerte del encuentro de Goethe con Florencia, un corredor de bolsa de Lisboa, caballero lusitano que conoció a Fernando Pessoa en persona que era conocer a Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Bernardo Soares, Vicente Guedes, tantos otros y nos enseñó el misterio del oporto.

Preferí regresar al hotel Elefante para aguardar la conjunción propicia de ciertos astros y que pudieran algo contra el desasosiego. Más tarde fui un adolescente impaciente sentado en los sillones de la recepción; estando la mayoría de los participantes del congreso alojados en el Elefante yo miraba hacia la entrada del hotel. Lo supuse el mejor método para acelerar el encuentro que podría producirse al escucharla pedir una copa en el bar o al recepcionista la llamada internacional, avisar al periódico para el que cubría el evento que un sobre llegaría en pocos días, con notas estupendas llenas de interés para el público.

Así fue que ella apareció en la mañana del sábado, caminando grabador en mano interesándose por la opinión de actores, combinando para la tarde una entrevista con la directora de pechos firmes, camisa blanca abierta y ansiosa por recibir la estocada mortal al alba en un claro de los bosques vecinos. Debí escapar hasta más entrado el día para encontrarla y fue después de aguardar una hora en la recepción; salí confuso por consentir una impaciencia impropia para mi edad y tomé otros rumbos.

Después del almuerzo con dieta de convaleciente, fue en las primeras horas de la tarde que viví un segundo prólogo a cielo abierto. Las calles de Weimar insinuaban la ironía del tiempo sin tabiques, por momentos estaba en veredas angostas viniendo de siglos anteriores, los comercios tenían el recato de tiendas ocultas detrás de ventanales con polvo sin sacudir desde los años treinta. En ese dificultoso trasluz de opacidad había botellas de bebidas azules y violetas, paquetes de tabaco ilustrados con estrellas, con bisontes, mercaderías anteriores a la noción de plusvalía revestidas de belleza inmune a cualquier velocidad de producción, a toda fecha de caducidad. Los integrantes de La Hora éramos los menos apropiados para teorizar sobre virtudes de la modernidad; de la confusión que mantenemos firme entre bambalinas obtenemos beneficios para otorgarnos el privilegio de recaer en el pasado por simple debilidad. Apropiarse del ayer para modificarlo a nuestro capricho es de las tareas más arduas para los vencedores; nunca hay poder sin anticuarios. Por esa razón me negué a visitar Buchenwald siendo insoportable concebir la proximidad entre horror y belleza.

En Weimar hay un río, el río corre en las afueras de la ciudad cerca del límite de las casas, el río está en el corazón de la ciudad sin que Weimar pueda terminar en ninguna parte y siendo más que el espacio que nombra una ciudad. Al río se llega caminando, para cualquier lado que se camine siempre se termina llegando al río; a uno y otro lado de la mansa corriente de agua se extiende un parque. En el parque, recostada sobre una de las orillas y nada sencillo de distinguir desde lejos, escondida por la vegetación -guardia pretoriana de árboles y plantas- está la casa donde Goethe pasó muchos veranos. En los alrededores se impone el silencio exceptuando los patos surcando la corriente; allí la gente se siente compelida a hablar en voz baja, el paisaje induce a caminar a marcha tranquila, como si en ese rincón del macrocosmos la mecánica se hubiera decelerado, cada conversación sobre sucesos de las patrias lejanas tomara coloratura solemne, diplomática.

La felicidad conquistada de algunas mujeres se desvela en la risa, escuché la suya antes de divisar el grupo y la recordé instalada en su juventud. El fluir del río en Weimar me daba la ocasión de remontar la circunstancia que pudo cambiarme la vida; son infinitas las veces que pensé cómo hubiera sido mi existencia de haber vivido junto a ella todos estos años y estaba turbado por la incidencia del encuentro en el futuro. Creía poder olvidar la evidente vejez, imaginar que en una intersección del tiempo de Weimar ella me esperó como no sucedió en Montevideo. Llevaba el pantalón ajustado, vestía chaqueta amplia de cuero negro, bolso enorme, bufanda roja cubriéndola del frío que atrasaba su ingreso en Turingia aguardando que amainaran las ventiscas shakesperianas en la región. El pelo lo tenía largo como debía ser y podía adivinarle el olor a lavanda del cuello; la distancia saltó sin pensarlo la diferencia de edad para evidenciarse en una sustancia interna de seres diferentes. Ella ignoraba (¿lo ignoraba realmente?) que hace años nos amamos y vivimos episodios que creímos eternos; lo eterno fue el abandono y su consuelo recurrente leer una página de Goethe en Weimar recreando la escena que nunca vivimos juntos. Yo era el último Minuto del adiós en la confitería de una Montevideo englutida el verano de hace cincuenta años. Dolor ante lo irrepetible, tentación acobardada del suicidio y cuando vuelvo a verla cuando en el parque de Weimar, yo viejo y solitario, ella joven y acompañada me resigno a que la memoria fue pretexto al faltarme coraje.

Nada de argumentar alucinaciones, delante mío pasaba esa mujer, pude reconocerla mirándola con insistencia; cuando nos acercamos bajé la mirada, podría excusarme de haber habido un sol pegándole de frente. Lo cierto es que era insoportable mirarla a los ojos, retenerla con la mirada era salvarme y preservarla a ella de la vejez que doblega el cuerpo. Verla sin insistir evitaría el desencanto del paso de los años, la destrucción de ilusiones buscando a ciegas ser feliz; del desgaste de ser mujer, aceptar como yo sujetar cualquier situación siendo mascarada aligerándola de claudicar a solas. Lo intenté varias veces con amantes jóvenes, pero a cierta edad ellas tienen en la mirada el poder de devolver aquello que pretendemos rechazar, coleccionar sellos y monedas me pareció un atajo aburrido de espera; ella se adhirió al álbum sin imágenes reclutándome con agrado en una aventura inservible. Digna del mundo intolerable con excentricidades ingeniosas, droga consumida en solitario que convertimos en fumadero de opio. Las descripciones de clandestinidad resultan viejas; una inesperada actualización revivió el espíritu crítico y supe que a fuerza de repetirlo mis sesenta segundos perdieron brillo. En su desgaste aparecen como lo que son en realidad: gesto egoísta como lo es la vida, cobardía por negarme a vivir las oportunidades que luego se me presentaron.

Soy un hombre tibio contemplando el paso de los granos de arena por la garganta del reloj transparente, conocedor de las formas que dibuja la arena cayendo el abismo inferior del pasado, miles de formas e infinitas ordenaciones, secuencias irrepetibles, el mismo tiempo entre el primero y el último grano. Tal vez percatarme tarde que el tiempo nunca fue arena sino cristal circular afinándose hasta el ahogo que se ensancha al morir; si la violencia de un instante destruye el vidrio la arena persiste dispersa por el suelo, sin que los granos inicien una marcha hacia ninguna parte, resignados a que alguien los barra.

M

Fue en Weimar y hace unas pocas horas, una corriente de aire penetró por una puerta mal cerrada y partió el cristal de mi cronología. Estoy confuso sin saber si debe juntar la arena arrastrándose por el piso o tantear de ojos cerrados hasta cortarme la piel con pedazos de vidrio. Reconstruir el pasado reabre heridas y hace las nuevas; ella se metió en mi corazón con los cristales rotos buscando cauces bajo tierra. La ciudad se vuelve tranquila después que cae el sol, el resto de los huéspedes del hotel, la mayoría vinculados al congreso visible en Weimar estaban pendientes de la renovación de sus nupcias con otro fantasma; parecían angustiados por la verosimilitud del códice hallado en excavaciones rutinarias en una abadía de la Escocia profunda y juntos en un extremo opuesto al nuestro en el gran comedor. Esa coincidencia introducía en lo vivido un clima de edición en papel biblia encuadernada y podía escucharse el roce de los cubiertos contra la vajilla, las palabras de indignación sonora en sajón antiguo. ¿Cómo confesar que mi ser en el grupo, con una respetable tradición, estaba confundido por sueños que lo afectaban poniéndolo en situación crítica? Había rondando a la joven mujer de verdad un peligro latente; a nadie le agrada aceptar un signo débil contrariando su Minuto y menos en sus orígenes. La referencia a una verdad lejana reblandecía la ternura que puse protegiendo mi lectura de Goethe, así hasta mutar durante la cena en farsante encubierto y burlador repudiable. Ese tipo de crisis era inadmisible entre nosotros, nunca se conversó ni se llegó a discutir sobre el efecto de la realidad infiltrando una construcción que, si algo tiene que pueda ser motivo de orgullo, es la influencia de la entelequia. Nosotros imaginamos que un Minuto de nuestra vida se pareció a uno de Goethe, ese es el principio original y aceptábamos las consecuencias: que fueran deformados por el recuerdo o el orgullo de personajes, equívocos de mediación y fabulaciones de afiebrados biógrafos de Goethe, desde detalles del parto el 28 de agosto de 1741 en Fráncfort del Meno a circunstancias de la expiración el 22 de marzo en esta misma ciudad. Luego del café sentí que debía salir del estómago en plena digestión y la memoria en proceso del Hotel Elefante. Se habían sucedido dos días sin sol en Weimar, durante la tarde las nubes grises eran un toldo urgente protegiendo a la ciudad de una lluvia pronosticada.

A

A esa hora de la noche cuando emprendió la caminata las perspectivas del paisaje estaban modificadas y las nubes condensaban el peso del agua inminente. Era visible el movimiento torpe del entrechocarse antes de reventar y reflejaban en tonos rojizos las luces de una ciudad lejana inidentificable.

La luz se enclaustraba en un prisma natural enorme que desaparecería en pocos minutos, descomponiendo un espectro invisible, dejando sólo para los ojos un anaranjado intenso y arrojando a las calles una noche como debieron ser las de Weimar en el siglo dieciocho y lunas afines batían corazones de poetas peregrinos.

Los pocos habitantes originarios de la ciudad que estaban en las calles parecían apresurados por llegar a sus hogares; con la sosiego que da tener la habitación a pocos metros, él caminaba alrededor de la plaza frente al hotel, eludiendo empalizadas y excavadoras que la embellecían para los visitantes del mes de julio. Estaba solo e indefenso sin testigos, pronto para creer y una conspiración se dispuso teniéndolo por objetivo, los tiempos de otros tiempos se abalanzaron, los cientos de miles de minutos de las casas antiguas delante de las que se paseaba abrumaban las pocas horas útiles de su vida.

Quedaban encendidos algunos faroles y en la calle que comunica la plaza con la avenida peatonal donde está la casa de Shiller, se movían hojas muertas de un lado para otro llevadas por el viento venido de todos los costados. Cayeron las primeras gotas, en el cielo cercano pasaron relámpagos de eléctricos azules diferentes y expansiones disímiles. Pensó en el pánico de los patos del río, la estabilidad de rosales en jardines de barrios alejados, levantó las solapas del saco azul marino como hacía en Montevideo a la salida de los bailes de febrero, cuando era joven y la ciudad feliz; se guareció bajo las arcadas y la bóveda del viejo Ayuntamiento de Weimar, procurando no importunar una pareja que se besaba despreocupada de la lluvia, del féretro de Goethe, de su presencia y de Weimar.

Calculó que lo separaban unos cuarenta metros de la entrada del Hotel Elefante y algo lo retenía entre las piedras del viejo edificio del que vio un grabado sencillo en una librería del Centro; primero creyó que se trataba del temor a la lluvia, un chaparrón parejo se descolgó de repente siendo visible en la aureola de los faros altísimos de la plaza y charcos espejados al borde de las obras.

Disponía de un paisaje nocturno irrepetible, rivalizando en deseo con la tentación de horas de descanso, había pasado un día agotador, detrás suyo escuchó risas y murmullos: la lluvia tenía para ellos tres significados diferentes. Los enamorados viviendo minutos sabiéndolos irrepetibles, esperando que la lluvia cesara, adulterados de tener en sus cuerpos solícitos todo el tiempo del mundo; él, retardando el sueño solitario dentro del Hotel Elefante donde faltarán los recuerdos amados. Se aplacó la viveza del agua cayendo reservándose para golpear más fuerte en los minutos siguientes, ella rio con ganas y nuestro Minuto la reconoció; era imperioso retirarse sin mirar hacia atrás.

Se impuso renunciar a correr igual que un viejo medroso de mojarse, metió las manos en los bolsillos del pantalón, el cuello entre los hombres y alineándose en la cosa esa extranjera de la lluvia de abril. Miró la vereda por si había alguna lata para patear o un gato espiándolo; el agua en la cara, el agua empapaba con furia la tierra seca y lavaba heridas mal cicatrizadas, arrastraba su costra a ríos de otros minutos desgajados igual que cáscaras de piel.

Cuando estaba llegando a la puerta del hotel arreció otro golpe de lluvia y como un vulgar perro de aguas se sacudió los gotones superficiales, curioso y resignado miró hacia las arcadas bajas del Ayuntamiento. No había nadie y tampoco en la plaza, nadie más que él quedaba en Weimar a la intemperie, estaba solo y en algún lugar del tiempo al que jamás sabría cómo llegar lo esperaba una muchacha. Un taxi perdido cruzó en segunda delante de la plaza, se abrió la puerta del hotel y alcanzó a escuchar la música que llegaba del bar.

El camarero Mager salió a ver llover sobre Weimar fumándose un cigarrillo con calma y él entré dejándolo en sus asuntos. Llegó a la recepción, pidió su llave al conserje que lo miró preocupado, subió a su habitación; a los pocos minutos golpearon a la puerta y él tramó coincidencias imposibles.

Era la mujer del servicio que traía una bolsa de plástico para la ropa mojada, té caliente y una copa tibia de coñac gentileza de la gerencia para huéspedes de edad avanzada con problemas de salud.

R

Escribir es la única distracción a mano que se me ocurre para pasar mis últimas horas en Weimar, nunca regresaré aquí según aconseja la prudencia al final de una jornada extenuante. El mundo cambia demasiado deprisa para mi cabeza y si logro apenas percibir el curso de las estaciones (como sucede esta primavera de 1989) me restan pocas esperanzas de asimilar en su verdadero significado los próximos movimientos de la Historia, burlona siempre en su apariencia de terminarse. Mi voluntad de permanecer despierto esta noche es un alarde senil de supervivencia, empujándome al coraje triste de ver salir un amanecer de esa oscuridad que avanza. Siempre imaginé que algo así podría ocurrir durante mis peregrinaciones y sería improbable en los días de reencuentro; mientras los goethianos fuera de sospecha nos reunimos, compartiendo una satisfacción alejada del orgullo y próxima al temor de una especie en vías de extinción.

Si ahora en la habitación 108 del Hotel Elefante escribo confesiones caóticas es para aliviar mi conciencia de traición al espíritu de La Hora. Estas hojas marcadas con el membrete de los hoteles dejadas en los cajones de la cómoda no tienen el poder mitológico de la memoria animal, escribo porque un Minuto deja de serlo cuando se duplica. Pasé de mis lecturas a la evidencia, sabiendo que aquello que durante años supuse excepcional se repite mediante ciclos y por la disidencia irreparable. Los días recientes me reservaron el engaño de mi pensamiento ante una realidad cargada de presente juvenil, atrevida y demoledora.

Escribo desde mi melancolía viendo esfumarse a cada línea mi pretensión de pertenencia exclusiva. Del todo a la nada la única diferencia es la casualidad que agradezco, deploro y odio pues me deja vacío sin nada que le compita de igual a igual a la muerte. Al comienzo sentí dolor, luego llegaron las horas de celos intensos y la dicha de admitir la liberación: supe que nunca dependí del Minuto y mi existencia podría tener otro sentido siendo tarde para intentar una vida nueva.

Regresaré a Montevideo dentro de pocas horas. El futuro pendiente es poco excitante, jugar con mis nietos, mantener un tiempo la ilusión del poder dentro de la familia, robar horas a los compromisos sociales, recordar que el juego de La Hora goethiana -iniciada por dos insensatos atemorizados por el futuro en una noche de Transiberiano- fue un desesperado intento de resguardar la ilusión de que en un instante, por razones de felicidad, podemos ordenarle al tiempo que se detenga. ¿Y si este fuera el último abril en Weimar con las dos Alemanias?

En un abril con pocos taxis en las calles las cafeterías cierran temprano y la gente fuma cigarrillos fuertes, este no es mi mundo, un liberal como yo debería ver aquí la encarnación del mal, el rostro terrible del enemigo. ¿Pero cómo olvidaré a la República bajo el comunismo? Mientras en días pasados podía suponer esas oposiciones, enfrentándome como caminante al paisaje sentí en el aire la insistencia de vahos del ayer; me intimidó un silencio cubriendo las calles en pendiente, quebrando un escenario apropiado a lecturas brechtianas y conocí un perfil inesperado de la felicidad.

Desde ahora cuando todo será distinto conmueve haber contemplado atardeceres de Weimar desde los puentes de madera que cruzan el río, haberla visto a ella en las afueras de la ciudad cuando la historia se funde con la naturaleza poética, en horas mientras la perspectiva son sueños y las escenas jugadas tienen el estigma de la novedad irrepetible. Temí hallar en la habitación del Hotel Elefante señales del ayer que sofocarían mi espíritu; entré por primera vez después del paseo y la habitación estaba arreglada. Necesitaba alejarme de muchachas de cuerpo y alma con grabadores en la mano; hubiera sido bello encontrarla en mi cama. Tener la edad de hace medio siglo y amarla olvidando que los años se suceden con indiferencia que repugna.

Bebí agua mineral y estoy calmo recordando el objetivo concreto de mi estadía en Weimar: pasar unos días agradables con otros minutos de La Hora, evaluar gestiones de nuevos integrantes y conocer la marcha de contactos con ciertos candidatos. Hay excitación en el grupo, se localizaron especímenes interesantes con memorias envidiables, un apabullante conocimiento de la vida y producción de Goethe que opacarían la erudición del mismísimo Alfonso Reyes, pero su aspiración secreta es intervenir en concursos televisivos. Se habló de estar atentos a estudiantes meritorios y escasos de dinero como forma de asegurar el futuro del grupo, aunque la posibilidad de becarios es desalentadora. Las carpetas más prometedoras son las del dueño de una fábrica de tejidos de Sardanyola y la del propietario de una cadena de radios de Bogotá; el primero sustituiría al Minuto que falleció de crisis cardiaca durante el encuentro anterior, en Estocolmo. El americano es toda una novedad al estar relacionado a ocultos estados coléricos de Goethe difíciles de detectar y aceptar; ello produjo una enorme alegría en los Minutos que tienen comprensión suficiente para admitir los lados oscuros del maestro.

Hacía años que no trasnochaba tanto, sueño de noche de Weimar lluviosa con muchacha espectral, amores juveniles recobrados al calor del teatro y que anuncian la muerte rondando. ¿Podré echar un sueñito reparador? En un par de horas amanecerá en Weimar y apenas me despierte los papeles membretados del hotel irán a la papelera. Durarán sobre la mesa lo mismo que un sueño y mañana engrosarán la basura del Elefante refractario a memorias frágiles ajenas, risas de muchachas replicantes y empresas ficticias de señores extraviados en la Historia. Debo averiguar los horarios de los trenes a Berlín. 

***

Máximo Mondragón

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La casa de la calle Besares.

Hace muchos años, cuando yo era un niño que sólo tenía conciencia del día que estaba viviendo y la memoria de antes de haber nacido, el primer domingo de cada mes mis padres me llevaban a la casa de los abuelos paternos –que por entonces vivían todavía- antes del nacimiento de mi hermana. Recuerdo la casa de mis mayores, próxima al Hipódromo de la ciudad como una finca inmensa a mis ojos infantiles; inconmensurable cuando se consideraban las dimensiones del terreno, medidas sorprendentes de atenernos al aspecto modesto que ofrecía la fachada sobre la casa. Había en ello algo de irregular, la coexistencia de dos épocas relacionadas a la movilidad de bienes raíces de la zona ecuestre de Montevideo y se ingresaba a la propiedad de los abuelos por un portón enorme de madera pintado de bermellón oscuro, que luego volví a ver en la sangre seca. Suponía que en otro tiempo pretérito –cuando la historia se contaba en novelas para hacerla soportable- debió permitir el paso de pesados carruajes de trabajo tirados por la fuerza de varios caballos encabritados, animales sudados y hambrientos satisfechos de llegar a destino final con la pesada carga.

Para acceder a la zona de las habitaciones debíamos atravesar un largo corredor mitad cubierto y mitad al aire libre, un camino tapizado de pedregullo menudo que en las tardes sofocantes de verano después del almuerzo en familia, desprendía un polvillo mineral empercudiendo mis sandalias y que producía un sonido inolvidable. Lo recuerdo apenas cierro los ojos y hago foco en la escena; a la derecha del camino esbozado se hallaban las caballerizas del siglo anterior que fueron abandonadas, transformadas luego en depósito de materiales de albañilería y objetos de huerta, trastos viejos aguardando su hora de volverse útiles o desaparecer. Era la vivienda suntuosa de pequeños animales domésticos y conocidos por su nombre de raza: el conejo, el perro chico, la gata que venía de noche. Al otro costado del sendero había una alambrada despareja vencida por su propio peso, que separaba el terreno de abuelo del fondo de la propiedad lindera, la altura del tejido medianero llegaría a los dos metros, pero en aquellos tiempos a mí me parecía una altura insalvable incluso para los gatos perseguidos; a lo largo de esa valla metálica se alineaban tres pinos gruesos que podía tocar con las manos, ásperos en la base del tronco, muchísimos más altos que el borde superior del alambrado. Me gustaba creer cuando estaba por ahí que esas puntas de las copas alcanzaban a rasguñar las nubes bajas, esos tres pinos eran mojones naturales nacidos de la tierra, señalando etapas distintas y sucesivas del apacible trayecto.

El escandaloso colorado de los geranios florecidos lo cubría casi todo a ras del suelo; alejando la posibilidad del conflicto, invadía con abrazo apasionado de bailarina andaluza el tronco talmúdico de los pinos, eclipsaba el verde modesto de la gramilla escasa, haciendo olvidar el herrumbre avanzado de algunas partes flojas de la malla de alambre, donde había remiendos en el tejido como si fuera paso de frontera final del imperio Otomano. Los días inquietos que seguían a noches de temporal y lluvia intensa (tuve esa fortuna en algunos domingos que condensa la escritura en pocos párrafos) superponían en mi asombro, sin agresión, naturalmente casi el olor de tierra mojada que sonreía por la sorpresa y el aroma breve, seco, de flores reventonas empachadas de aguacero nocturno. Cuando el caminante curioso que vengo evocando –yo mismo antes de cumplir cinco años- llegaba sin ayuda al tercero de los pinos alienados, el que tenía en la base un banquito gris o se trataba nada más que de tres bloques de piedra granito cortada sin pulir, podía distraerse teniendo delante un campo equivalente a lo que se supone es la distancia del horizonte que alteraba.

Recuerdo la preeminencia vertical de los pinos dejados atrás y el vaho de las habitaciones próximas, cercanía delatada por voces provenientes de la radio de válvulas, ruidos de cocina rondando el almuerzo, murmullo fregado del lavado a mano de camisas enormes del dril –que usaba mi abuelo paterno- en piletas de hormigón, de sábanas bordadas con espesas letras celestes que reconocía como iniciales letras de mi propia estirpe. Ese fue haciendo memoria un tiempo de jardines elementales como nunca volví a ver en ninguna otra ciudad, trazado geométrico de damero delimitados por ladridos de horno ásperos y colorados enterrados en sentido vertical, indicando vericuetos del laberinto desprovisto del monstruo y que allí tendría la cabeza de toro imaginario de tres astas magníficas. Los senderos interiores del parque, sin pretensiones de diseño con deseo de perder a los hombres, estaban indicados por infinidad de piedritas parecidas pulidas sin apuro por el único mar que gobierna los mares. Esas incursiones en solitario por el mandato de descubrir el mundo, de preferencia cuando el sol iniciaba el descenso hacia la noche, una vez entrada sin titubeos la primavera en el hemisferio norte, me daban la felicidad de descubrir la potencia de las rosas pugnando en el rosal por ser la rosa entre las rosas. La paleta de reacciones consecuentes, llegando sin controlarlo a la lágrima que podría desplegar un sector rectangular cubierto sólo de azucenas azuladas.

Al caer de la tarde, cuando la luz tangente proveniente del sol incidía rasante en el cielo azul de bóveda pintada, el paisaje era refrescado por una continuidad de manguera de caucho recubierta de alambre torneado a lo largo del tubo negro. Era la llegada del agua de canillas abiertas clavadas en muros exteriores, agua fresca trasegada en baldes de albañil manchados de cal resistente en los bordes a pesadas regaderas de latón, música acuática acallando el recital de insectos excitados por el calor agobiante durante las horas de siesta, sustitución de melodías evocadoras de tiempos difuntos, cerrados e irrecuperables. Partiendo de la línea imaginaria delimitando el terreno, donde finalizaba la presencia de hortensias y begonias, jazmines y claveles de colores indistintos, margaritas enormes como girasoles y siemprevivas, más allá no demasiado lejos asomaban lanzas de la tropa campesina de retaguardia. A manera de cerco compacto de soldados hoplitas, legión belicosa de precursores romanos imperiales, caballería cosaca galopando sin temor a la batalla de la muerte, los tomates madurando se ingeniaban como serpientes serpenteando en cañas de sostén, marcando la frontera botánica entre el placer de los sentidos y necesidades elementales. Entre colores de inspiración aérea e inclinación terrestre, aroma y gusto combinado con aceite de oliva de islas griegas que traían camiones desde el Egeo. Los tomates eran el sangrante límite del condado mágico de legumbres destinadas a bollones para el invierno, que mi abuelo cuidaba con el mismo esmero cariñoso dispensado a sus flores salvajes que hacía traer de los lagos de África, cuya finalidad era el hecho de existir floreciendo muchos años después en el comienzo del recuerdo. Estando allí y apartado del habitual bullicio con un vínculo creador cotejado a la naturaleza. Tierra propicia al arte adivinatorio y pasajes secretos que pudieran alcanzar el vacío del futuro, era región de cálculo meteorológico comprometiendo la densidad, dirección, altura y coloración de nubes pasajeras, aves de vuelo concéntrico y orbital, excitación de insectos invisibles a primera vista; de la suerte oculta en hojas de tréboles pares y astutas comadrejas de actividad nocturna. Cifras, combinaciones que si por milagro lograban coordinarse, estaban igual al servicio de alcanzar lo mejor de las uvas aéreas, alegrarse del tamaño del repollo cortado, que se desprendía de tierra removida con filamentos de lodo y pedazos de lombriz amputada moviéndose. Más allá era territorio prohibido y oscuro presagiando peligros terribles, el dominio anárquico custodiado con furia por ratas descomunales, zona nauseabunda del pozo negro, atiborrada concentración de la parte trasera de viviendas abandonadas en la manzana, casas con cuentos de miedo nunca finalizados; se decía de locos encerrados, aulladores cuando se daban ciertas condiciones celestas en la constelación de Orión y degüellos fratricidas con instrumentos de jardinería crepuscular. Eran historias de la filiación que ocurren en el salto generacional de abuelos que van perdiendo la memoria y nietos adictos a la imaginación.

Con los años que tengo me quedan pendientes muchas narraciones sobre su vida y relativas a la proximidad de la propiedad, que abuelo prometió contarme antes de morirse. No pierdo la esperanza de escucharlo algún día, más ahora que comienzo a soñar historias para poner por escrito cuando llegue el momento adecuado. Ese ritual evocado y determinante de lo dicho y oído, mi abuelo y yo lo cumplíamos sin faltar a sus protocolos cuando lo acompañaba en recorridos a regar la huerta y podar. Ello era algunos domingos en que el tiempo lo permitía y algún otro día que mi madre me llevaba a visitarlos porque ella sabía: darme el gusto de conocer de forma menos codificada otro magma de historias del cual yo provenía, donde cruzaban caballos trotando las calles porque entraron a la ciudad jinetes providenciales embanderados dispuestos a defenderla.

Del interior de la casa de mis abuelos paternos a pesar del medio siglo que pasó lo recuerdo casi todo. Con auxilio de horas de la tarde que son más largas por la pereza del sol, lo que me permitía incursiones en solitario dominaba los grandes espacios; cuando la tarde era de lluvia y sensación de frío anunciando nevadas me concentraba en detalles concretos mientras los objetos imponían la supremacía. De esa forma se fusionan visiones de pantalla con experiencias íntimas y personales, retornan asuntos y detalles con insistencia mostrando un sentido menos controlado. El sabor de butifarras con pan de la mañana que aliñaba abuela Susana, el rectángulo formado por una ventana inalcanzable para mi estatura y que desde donde estaba permitía distinguir el cielo en línea oblicua –filtrado por la trama de una cortina movida por la corriente de aire- siendo bandera insignia del barco transparente de las evocaciones. Completa la visión un bollón enorme de vidrio grueso de las antiguas farmacias, está lleno de caramelos redondos; los caramelos son de colores y es imposible no fijar en ellos la atención. Cuando el plano se desplaza, entra en el campo visual la biblioteca famosa de los nueve estantes donde están los libros ilustrados de guerras del siglo pasado; luego fue transformada por Máximo en una casilla para su perro y él afirmó que los materiales habían hallado una utilización más noble. Había en los estantes también colecciones de revistas editadas en París y partituras musicales para cuarteto de cuerdas, métodos para estudiar el pianoforte en pocas semanas, recetarios de cocina vasca y geografías de países que desaparecieron del Atlas, un Código Penal de tapas coloradas y libros en otra lengua que terminaría por aprender.

El señor de los Compases.

En las primeras escenas del relato imponiéndose sin dificultad, se agregaba hasta asumir la supremacía la habitación de Máximo, era uno de los hermanos de mi abuelo –el otro se llamaba Osvaldo- y habían hecho juntos el largo viaje desde el país vasco. Compartían el origen y la tragedia de la familia, pero si mi abuelo había afrontado una manera digamos normal de la existencia, su hermano que vivía en la misma casa tenía fama de ser un “bohemio” (decía mi madre que lo quería mucho) lo que parecía un error en la distribución de roles. Cuando lo conocí era un hombre bastante fatigado, algo gruñón a pesar de los lentes a lo Pío Baroja y tenía manías de solitario. Una vez –ha de ser por ello que su recuerdo se recorta del magma con pasmosa claridad- me regaló un inmenso pingüino de felpa de mi mismo tamaño y en otra ocasión –día de Reyes, aniversario, algo relativo al cruce de estaciones- una orquesta mecánica de animales que funcionaba con un sistema de cuerda de relojes. Con ello fundó uno de los episodios de la infancia más curiosos e intensos, de los pocos de esa etapa que atravesaron la prueba del olvido, la implacable sustitución por nuevas imágenes y que –lo sé ahora que recuerdo- me acompañará por el resto de la vida que me queda y después si decido escribir algo al respecto, si existe un alma que se fusiona con la inmortalidad. Sucede que luego de lo ocurrido hace unos meses en el carnaval de Italia estoy más convencido de esa persistencia; o de otra cosa que no transita por hierros al rojo vivo quemando carne perecedera y legiones aladas del primer círculo teológico lanzadas al respecto.

La habitación que mi abuelo le había dado al hermano Máximo, que sería su penúltimo cuarto en esta vida, resultaba fresca en los días sofocantes de enero y el hormigón brilloso tenía responsabilidad. El aspecto de cuarto observado en detalle anunciaba un conjunto austero como corresponde a un soltero, había tenido un pasado sentimental tormentoso y secreto, bastante agitado de acuerdo a lo que podía escuchar de la conversación de los mayores; entraban en la conversación mujeres pérfidas y codiciosas, tal vez hijos naturales indignos de reconocimiento olvidados por una paternidad indiferente. Si bien la pieza tenía dos ventanales de tamaño mediano, por donde entraba la claridad durante el día y como lo había él mismo calculado al orientar los muebles, Máximo ubicaba la mesa de trabajo distante de los postigos, cerca de la puerta de entrada de dos hojas y prefería trabajar en el aura luminosa artificial. El sol –me decía a mí por entonces y hablando despacio, a mí que lo escucho mientras escribo también con luz artificial- es para las plantas de tu abuelo, sirve para fastidiar gallinas de pico abierto y despertar la sed de vino fresco, vino rosado que debe beberse debajo del alero de la galería, a la sombra de los árboles en el patio.

A mí me gustaba por entonces hacer de todo a plena luz del sol, jugar en solitario, contemplar el mundo para comprenderlo. Como ahora, tenía con la noche una relación de desconfianza de origen incierto y aun así escuchaba sus sentencias como parte del aprendizaje íntimo; él las volvía fórmulas inapelables anunciando la inflexión profética del Antiguo Testamento tentado por la vitalidad pagana. Me abstenía de oponerle argumentos infantiles por parecerme innecesario y lo mismo si se me ocurría algo, temeroso de fastidiarlo por llevarle la contra y temor a que me prohibiera sentarme a su lado en el taburete de madera hecho para mí; que yo arrimaba a la mesa grande para observarlo cuando comenzaba a trazar sobre la cartulina dibujos prefigurando mundos soñados e imaginados.

Decepción y desgracia, con el paso de los años supe que fue poco más que un hábil oficial de primera envejeciendo sobre andamios, perdiendo el dominio de las manos al aire libre y varios metros de altura; aunque tocado por algún demonio de la construcción y de la que él conocía más secretos de los que era posible suponer considerando su condición. La clasificación de la vida –seguro que no todo lo sucedido dependía de su exclusiva voluntad testaruda- lo destinó como a millones de obreros en esta zona del mundo a madrugones obligados. Trepar en acróbatas retirados andamios incluso cuando tenía más de sesenta años para ganarse tres jornales a la semana, lo suficiente para comer caliente y que el resto del mundo lo dejara en paz. Ese conocimiento de la verdad decepcionante de la vida y que tenía a Máximo como espejo curioso, pudo hacer que perdiera parte de la ilusión guardada en la memoria sobre ese personaje más literario de la semana y en quien intuyo otro inicio del deseo de escritura. A los cinco años míos y ello sigue siendo importante tan tarde en la vida, estaba seguro de tener frente a mí un talentoso arquitecto constructor de los famosos, esos calculistas mentales solicitados cuando las ciudades quieren diferenciarse por supremacía, Exposiciones Universales en capitales del mundo, centenarios de nuevas repúblicas para encomendarles obras de desmesura, insólitas antes, destinadas a la trascendencia. La mesa rústica, donde pasaba la mayor parte del tiempo dibujando, tenía fijada con cinta adhesiva transparente, chinches plateadas y doradas una hoja cartulina de gramaje pesado. Sobre esa superficie se superponían números (¿sumas de cantidades compatibles, divisiones de materias duras, analogías entre medidas del cosmos cifradas en años luz y el proyecto?), líneas entrecruzadas cuya relación ignoraba. Había belleza en esa visión, presentía operaciones abstractas derivas del ocultismo, ecuaciones mágicas trascendiendo el saber racional de la gente común. Máximo sabía que aquello era signo con espesor de grafo y sucediendo sobre superficie amarilla, era para mí un atractivo absorbente fijando la filiación de intereses, haciéndome feliz de manera sin equivalente en otras alegrías infantiles y fuera el eslabón necesario entre lo descubierto y escuchado durante el oficio religioso.

Ahora tengo la certeza: sucedía que luego del abrazo de recibimiento era innecesario exagerar con las muestras de afecto. Me sentaba sin decir palabra en el banquito “mío” al que le había puesto un almohadón para tenerme más cerca; una vez los dos instalados siendo socios de la imaginación, él pedía noticias sobre mi perro de verdad -le agradaba que tuviera un perro mío- y desplegaba sobre la mesa de forma ordenada (la que no tenía para vivir) lápices afilados de antemano por sacapuntas de metal, lapiceras con plumas limpias de acero brillante, frascos de tinta china importada de Inglaterra, reglas milimétricas incluyendo la enorme en forma de T, tres escuadras de material transparente y flexible haciendo juego con el semicírculo fragmentado. Dejando para el asombro final la misteriosa caja de compases, forrada de terciopelo negro suave como el cuello de pantera joven entrevista en la jungla, que tenía grabada una expresión en caracteres góticos y doradas en la cobertura.

Llegado el momento ritual la abría con lenta normalidad utilizando un tiempo ceremonial, al ritmo de la lenta apertura yo estiraba el cuello de juguete a cuerda, acercaba la cabeza al culto de medidas intraducibles, observando cuando los compases asomaban de la penumbra de protección a la luz de la estancia de Máximo. Hasta que, una vez separada la franela amarilla dorada –rememorando paños aterciopelados de magos visitando al perímetro y prestidigitadores vecinos del barrio- aparecían brillos bruñidos, puntas infinitas, tornillos minúsculos, tiralíneas originales tensados. La gama de pátina incrustada en el rojo imperial del fondo, manteniendo idéntico nivel en huecos para el reposo de cada pieza del conjunto con la forma en ausencia de objetos preciosos.

-Los sueños irrealizables comienzan aquí.

Eso decía mientras comenzaba a trabajar, sabiendo que ese juego sería el irremplazable objeto polivalente que asociaría mi memoria; los compases mágicos más que animales autómatas haciendo música de fanfarria y que tampoco podían competir con mi perro verdadero.

-Casas de fachadas fuera del tiempo, calles que conducen hasta la maravilla oculta para quien tiene la paciencia de aprender el camino, ciudades remotas que vieron en la antigüedad los viajeros osados… También la vida melancólica y después imaginación, el desencanto como descubrirás si mis cálculos son acertados dentro de un tiempo prudente… cuando yo haya partido hacia la nada y tú seas el último ser humano en acordarte de mi paso insignificante por el mundo… tal vez caminando las calles de Praga.

Máximo me hablaba a mí y a él mismo, al otro que bocetó ser si la vida no se hubiera interpuesto, preparándose para los últimos años de su vida que serían duros y los vivió sabiendo lo que estaba ocurriendo hasta la semana de la internación final en el hospital público. Mi padre le cerró los ojos cuando murió, no había ninguna otra persona en el mundo que lo hubiera hecho. Era deber de sobrino, acto de afecto al hermano del padre, balance afectivo de su juventud y me permitió ir con él para que aprendiera algo sobre la condición humana, sobre derivas del destino, teatralidad del mundo y el giro trabado de la rueda de la Fortuna. De lo inútil de afanarse por veleidades del mundo y que la muerte es algo que se vive en soledad.

En esas conversaciones siendo largas melopeas y que “aparentemente podían atribuirse a su personalidad excéntrica” yo era referencia querida; al menos “la persona a la que había decidido trasmitir el secreto” y externa a sus reflexiones crípticas, suerte de confesiones extraviadas en el fichero de la memoria, informe caótico a reactivar en un futuro hipotético. Mi atención sin falla me hacía suponer que los monólogos periódicos del tío Máximo podían ser similares a una lección de historia, fundiendo en un tiempo compartido tradición y familia. Era grito de soledad incomunicable y resignación que fue injusticia, tenían otra función que debió esperar años para revelar su sentido oculto, límpido y luminoso emergiendo de manera excepcional; tal vez como él lo vaticinó y yo escuché.

A pesar de mi desconsuelo entendiendo lo que ocurría, un domingo fatídico Máximo cerró la puerta del cuarto durante las horas que duró nuestra visita. Lo tomé como un rechazo incomprensible y ninguna razón evocada logró calmarme, mi padre me habló restándole importancia al episodio, esas reacciones eran normales conociendo el “carácter especial” de Máximo tirando a retraído. Mis abuelos paternos comentaban que el tío estaba raro esos últimos tiempos; él seguía con ese “carácter” lo que quería decir mucho sin explicar nada de vasco huraño que le arruinó la vida. Con esa manera de ser no llegaría lejos, más bien a morir como un vagabundo, augurios tremendistas de mi abuela y que estuvieron cerca de la verdad, porque las abuelas tienen el don mágico del relato de vida. La clausura del diálogo brutal e inapelable, sin explicaciones definidas a ese domingo era lo que hacía daño. Quedé dolorido del momento y triste acompañando el consuelo del paisaje, de mal humor en la penumbra de “vasco” que me correspondía y cierto temor por los temores a heredar el “carácter”. Ello sin que pudiera traducir mis aprehensiones en palabras con sentido, formular de manera simple el motivo verdadero de la incomodidad.

En la mañana y al recibirme con indiferencia, como si nuestra llegada programada ese día lo fastidiara, antes del encierro, previendo las secuelas de su gesto, Máximo reservó para mí una de esas alegrías raras en la infancia mientras el asombro del mundo es posible, quiero decir irrepetible: la posibilidad de desarmar un reloj despertador sin manipular el mecanismo con sentimiento de culpa. Uno de esos relojes grandes tendientes a máquina cósmica, despertador para estremecer el mundo cuando llega la aurora, artefacto perfecto que los dueños del mundo concibieron pensando más en horas de trabajo que en el sueño y descanso de millones de proletarios en el mundo, para que no llegue el despertar de la conciencia. Era el objeto central de un sistema que hizo de la fórmula “el tiempo es oro” su divisa definitiva con tanto de verdad camuflada, la verdad más terrible de todas. Comprendo ahora que fue por ello que Máximo me permitió hacerlo, ingresar al secreto del tiempo desde la infancia y conocer la experiencia del tiempo bohemio, la inutilidad de combatir contra el ángel infatigable que nos derrota a cada minuto que pasa.

Lo podía hacer en soledad eso de desarmar lo que no finaliza de construirse, sin que nadie vigilara los grados de destrucción, necesidad de explicar lo evidente –tampoco a mi padre- por la manera de hacerlo, como cuando escribo durante la noche sin considerar el resultado de la tarea. Piezas aisladas siendo prótesis, elementos constitutivos del tiempo furtivo ante la brutalidad de la materia concreta diluyendo sentido si se sabía extraerlas del funcionamiento. Aislado y de inmediato, salteando la necesidad de soledad que Máximo tenía ese domingo, volviendo a mi memoria me apliqué con esmero a tan gratificante actividad. Creí comprender que durante su ausencia Máximo quería que aprendiera a dilatar el tiempo que él dilapidó desde adentro, considerarlo otro juguete que podemos tener entre las manos y no dispositivo central del Cosmos, del Mundo bisto por los hombres y el Capitalismo que cada amanecer “nos saca del sueño”. Estaba proponiendo otra escritura sagrada para acceder a la banalidad de la condición divina.

Luego de un rato (el tiempo pasaba sin sentirlo) de cuidadosa y ansiosa manipulación (el secreto estaba en cuidar sin romper lo que otras manos extrañas ensamblaron) con la ayuda de un destornillador pequeño extirpé sin daño –en eso consistía la invitación desafío que me propuso: escuchar pasar el tiempo entre las yemas de los dedos cuando se traza lo humano irrepetible sin herirlo, ni confundir el Tiempo Absoluto con otros robados de los asalariados: toda nuestra estirpe asomándose desde la noche de los tiempos- la cinta de la cuerda metálica en su totalidad, engranajes circulares que luego hacía rodar sobre el piso liso de hormigón lustrado y emulando trompos metálicos inspirados en la forma de las estrellas. Concentrado de días de años dentados girando alocados en la primera libertad, desacostumbrados a esa ebriedad de danzantes fuera de sí, buscando sin conseguirlo y al azar el engranaje auxiliar que podía estar flotando en cualquier otro rincón del Universo. Tentarlo a ciegas para aparearse, volver a encender la maquinaria que todo lo sostiene y la Creación evite abismarse en el agujero negro de la antimateria.

Estaba por comenzar con el mecanismo de la doble campanilla (que despierta sacando del sueño y recuerda responsabilidades laborales) cuando de súbito me detuve en las maniobras. Al desarmarlo comprendí el funcionamiento de la Máquina del Tiempo, algo se infiltró en esos minutos y decidí hacer frente a la situación, sacarme la desazón próxima al llanto que me causó la actitud de Máximo; de hombre a hombre y que se me trancó en la garganta, una porción de bizcochuelo casero seco.

-Caramba, tiene ceño de personaje preocupado, enojada conmigo además, fue lo que me dijo cuando irrumpí en su cuarto y abriendo la puerta sin golpear.

De acuerdo a lo visto al entrar el trabajo era intenso y el desorden de materiales mayúsculo; todo en flagrante oposición con tardes anteriores de otros domingos, donde apreciaba descubrir sobre la mesa de trabajo secuelas de su manía de prolijidad, con tal minucia detallista y despojada que contradecía su fama de bohemio.

– ¿Por qué te encerraste y me abandonaste en el patio con ese reloj que da miedo?, pregunté rápido, sin dar explicaciones relativas al ceño y antes de atragantarme con palabras retenidas en la garganta.

– ¿Vio? Desde temprano en la vida es difícil mantener correctos tratos con el tiempo, que es el peor enemigo. En cuando a mí, es preferible que digan por ahí afuera, mi hermano y mi querida cuñada, que me estiman sin terminar de entenderme, hasta sus padre, su madre menos porque tiene orígenes italianos y esa muchacha entiende, que soy el viejo amargado de siempre, de pésimo carácter, antes de que piensen que me volví loco si conocieran la verdad.

– ¿Me lo contarás?

-Supongo que estás preparado.

Secretos de familia.

Sucedió así en la crónica del mundo la tarde inolvidable; algo resignado, contento por mi interés hasta el atrevimiento en actividades secretas con el condimento de la filiación, fue que Máximo inició la relación de una historia más próxima a un cuento de los que cuentan los otros a lo que se considera es la realidad.

En cada información que integraba al relato, de una nada mágica aparecía ante mis ojos un dibujo distinto para ilustrarlo, las láminas se sucedían a una cadencia anunciando la alucinación. Había en ellas una vez desarrolladas calles con movimiento de agua sustituyendo veredas, casas de tres pisos de ocres terracotas con adornos orientales en marcos irregulares de ventanas. Descubrí por primera vez puentes que eran otra cosa, cuya extensión alcanzaba pocos metros y cortados por siluetas apenas delineadas, de catedrales con cúpulas romanas y algunas ortodoxas; formas fundiéndose al horizonte inalcanzable con palacios irrepetibles, vagamente orientales de riquísimos mercaderes, planos a vuelo de ave de rapiña sobre plazas galopadas por caballos de bronce coronando portales. Escaleras de piedra hundidas en recalcitrantes aguas de lagunas voraces desde el humus, habitadas por monstruos submarinos desdeñados por las Ciencias Naturales y había botes negros más negros que la muerte conducidos por remeros verticales sin rastro. Al final del camino Máximo me mostró un modelo a escala reducida del proyecto, que tenía algo de hermético perfecto sustentado con pilotes en madera cortados en forma de octaedro.

-Se trata de algo tan humano que parece milagroso, dijo Máximo.

Hablaba buscando alcanzar un punto alejado de mi comprensión, apelando a la imaginación crédula que daba los primeros pasos entre evidencias opacas de la realidad, donde yo era paseante torpe y receptivo.

-No entiendo.

-Ocurre que sin nunca haber estado al menos de manera normal, di con la fórmula para impedir que Venecia sea tragada por el abismo de la laguna. El único plan para evitar que en los próximos siglos y en los que nadie piensa, la maravilla se hunda en las gargantas de las aguas aguardando lo que parece inevitable. Es pronto para que entiendas la desmesurada gravedad de la cuestión y lo que está en juego, yo mismo, modesto funcionario urbanista del Gran Duque en otra vida, estoy temblando de emoción por el descubrimiento de lo simple de la solución. Un día futuro, cuando haya abandonado este mundo recordarás esta charla, la configuración del día con tus padres y abuelos; también el reloj de la osadía para pensar que el Tiempo puede ser error, ilusión y coartada, todo menos la continuidad lineal. El Tiempo es olvido de intersticios, el joven Heráclito pecó por impreciso, el tiempo tal cual deberíamos suponerlo es la laguna cuando se mete en tierra firme, en cuya superficie flota la ciudad de espejismo que mercaderes desafiantes del naufragio clavaron en el agua, exorcizando el temor a morir ahogados. Ahora quiero la promesa del silencio hasta que llegue ese momento de decirlo a los otros. Esto que estamos viviendo es un pacto de complicidad entre caballeros, el secreto de lo dicho y escuchado debe permanecer entre nosotros dos, ni tu padre y mi sobrino al que quiero como a un hijo deberá estar al tanto. Ahora que pasó la curiosidad y la impertinencia, si no hay otras cuestiones urgentes quiero seguir trabajando.

Después de darle un beso en su áspera mejilla sin afeitar y abrazarle el cuello por toda esa confianza salí de la habitación lo más lento que pude. Cerré la puerta con cuidado sin espantar ninguna idea del proyecto que venía de conocer, que eran mariposas posadas en el instante previo a emprender el último vuelo de su breve existencia. Las imaginaba amarillas y azules, con algo de instinto suicida protegiendo esa vida fugaz, volando a ciegas la madrugada de Praga entre faroles indicando el sentido de puentes en la bruma. Pensé quedarme junto a la puerta de la habitación, jugando a ser el centinela del secreto aun sabiendo que podría despertar sospechas. Una vez devuelto a las proporciones del patio de la casa de abuelo, ello también parecía diferente como si viera el mundo mediante un filtro de lo perecedero. Allá los tres árboles y del otro lado la pileta de hormigón como animal cuadrúpedo, el último de su especia, algo más lejos la pieza de los cachivaches que dejaría de ver en pocos meses porque mi abuela se estaba muriendo sin que lo supiéramos. Quise volver al minuto previo al plan de Máximo, concentrándome en lo que quedó allí dispuesto de la autopsiada máquina del reloj, piezas sueltas con la herrumbre de metal sumergido obviando lo ocurrido.

Los domingos siguientes al secreto de Máximo recuperaron la normalidad de la vida en familia, esa felicidad de rituales repetidos diciendo que la muerte no había forzado el enroque de los hábitos. Un domingo cada tanto la habitación de Máximo permanecía cerrada; esa prohibición me hacía pensar en mariposas enormes rojas y verdes transfigurándose en góndolas asimétricas con hipocampo diabólico. Cuando él dejaba la clausura saliendo de la imaginación y venía a almorzar con nosotros, hacía poco caso a las indirectas del hermano; mi abuelo, desde que eran niños tenía cierta ascendencia inoperante sobre él y que en nada alteró sus destinos respectivos. Ahora se conformaba con brumosos reproches sobre historias que serían los otros secretos de familia; Máximo y yo cruzábamos entonces nuestras miradas, sonreíamos evocando el pacto secreto.

Las abuelas pasan las ganas de escribir y los abuelos los primeros núcleos de historias; padre fue el que trajo a la casa los primeros libros para mí y esa complicidad pobló las visitas de otros sobreentendidos entre curiosidades. Las tardes y después de almorzar hacía el aprendizaje de esa soledad particular de hijo único, mientras las personas mayores hablaban de la vida y los días que rodeaban ese domingo solía quedarme sentado en el piso cerca de la biblioteca, en un rincón a la sombra hasta que llegara la hora de regar las plantas. Miraba postales blanco y negro de navíos de guerra y aviones caza de combate que se habían enfrentado o estaban preparándose al horror entre nubes que se venía. Panorámicas de ciudades impronunciables hasta las ruinas que resultaron premonitorias, imágenes que mi padre coleccionó cuando era soltero, vivía en esa misma casa que visitábamos y trabajaba como vendedor en la Librería Inglesa del corazón de la ciudad vieja de Montevideo. Pasaba horas revolviendo mi caja de piezas aisladas y engranajes desguazados imaginando qué cosa sería de verdad el sueño de Venecia; y la escena que tantas veces regresó confundida en sueños, donde una caja de compases alemanes, instrumentos para erigir mundos alternativos, semejantes a un momento adolescente por amor en invierno mientras el río todavía sólido se hunde en aguas negras de la noche, heladas de anticipo hasta eclipsarse de la superficie. Eso tenía un aire de juguetería y luego me correspondió a mi desarmar el reloj de los años, cuando empecé a dejar atrás la playa de la infancia, inasible por complicada de lo que habría supuesto, más en soledad y con etapas de desamor.

Un final de diciembre de calor sofocante y ambiente ruidoso de fiesta navideña en las calles céntricas, debí llevar a pulso el ataúd del viejo Máximo. Tenía cerca de veinte años y él murió como lo habían anunciado tantas veces sin que lo desmintiera; en una sala atestada de tullidos que parecían grabados a la piedra del hospital de la asistencia pública, en la parte baja de la ciudad a pocos metros de la estación de trenes adonde había llegado, luego de tirarse del barco atestado de pasajeros cambiando de vida según la tradición familiar contada siempre, nunca confirmada y jamás desmentida.

Cuando luego de las exequias de desplazado –última lección sobre el sentido de la vida y significado de la muerte- con mi padre regresamos a su pieza, apenas a pasar un rato pues no había nada para recuperar el contraste potenció la fuerza del recuerdo; otra gente habitaba la casa familiar, mis abuelos habían fallecido años atrás y persistía leve el ámbito incierto de la memoria. En la última morada no había nada ni siquiera de valor afectivo, como si los vecinos o el muerto hubieran borrado las trazas minimalistas de su pasaje por la existencia. La pobreza residual era triste tendiendo al abandono, había invadido el tiempo más que el espacio reducido, aire y paredes buscaban la miseria indiferente, la muerte llegó a tiempo sin dejar rastros de planos coloreados que esperaba encontrar ni del sistema de compases. Con las tablas de la biblioteca de nueve estantes guardando parte del secreto del mundo y su tendencia a la destrucción, en los años de soledad Máximo hizo la casilla del perro que lo acompañó a pie firme durante los últimos meses de su vida; así legaba en burla una definición póstuma del auténtico valor operativo de la cultura.

Genio y figura pensé a la semana siguiente de su muerte; era pena recurrente, son ociosos los despertadores para iniciar al conocimiento mecánico del tiempo perdido, esa máquina ciega trituradora de ilusiones. La casa de los abuelos entró en la etapa decadente anunciando la ruina final, una tormenta veraniega acompañó el último paseo del recuerdo infantil. El jardín huerta que mi abuelo cuidada tanto era yuyal anárquico sin flores de pensamiento y la deducción se imponía, nunca volvería por donde había vivido horas felices de la infancia. Eran los adioses a la educación emocional y que probaría su existencia si era capaz de activar la reacción narrativa de la memoria y acaso si decidía dejarlo por escrito.

De aquellas fantasías cómplices dibujadas con tiralíneas entintados y trazos abriendo canaletos de pesadilla, quedó flotando en mi divagación adulta una memoria liviana. Niebla de tinta azul cobalto similar al tono del zafiro, el color áspero del ramo informal de malvones recién cortados lo mismo persistió. La piedad que acerqué a la imaginación de Máximo y la certeza de que algún día futuro –poco importaba cuándo y lo haría en otras fiestas del diciembre de sepultura- llegaría a la nunca del todo República y lacustre. Paisaje que vi salvar ante mis ojos azorados rondando los cinco primeros años de existencia, algo volvedor en ocasiones insólitas hilando un tapiz inabarcable para la mirada y que alguien tejía para mí en algún taller de la memoria euskera.

P.S. Un anónimo veneciano

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Ninguno de los tres presentimientos relativos a ese cuento previo se volvió asunto obsesivo; fueron suplantados durante el crecimiento por insomnios espurios, entendibles miserias del amor y dinero, ambición y desencanto, distracciones de la historia social, apuesta por felicidades que se esfumaron como tantas otras cosas. Las veces que reencuentro una planta inesperada de malvones suelo confundirla con otra flor cualquiera, como si lo hiciera a propósito temiendo las imágenes que esas flores precisas puedan provocar. La vida en lo que tiene de implacable me llevó por discretos caminos de racionalidad sin riesgo, cordura de resignación y buenos modales para malgastar mi tiempo en añorar imaginerías preescolares, que distraen de aspectos prácticos urgentes y materiales de la existencia. Con el paso del tiempo y la marea del recuerdo, la noción Venecia pasó a ser una inconcebible utopía sin geografía, a degradarse en destino cualquiera del más elemental de los proyectos por visitar ciudades que nos están aguardando, otro lugar de paso más incluido en cualquier itinerario que se precie y magreado del prestigio por imposición de excursiones mayoristas.

Los recuerdos dejados por escrito fueron excluidos de la primera línea de intereses en algún lugar del inconsciente y se volvieron materia anestesiada del olvido. Retornaban aislados e insinuando un vitral si llegaba luz suficiente, jamás desplegados en conjunto tal y como coincidieron en el momento de definirse. Gente que vivía en ese tiempo, las personas que estaban aquella semana de mi conversación con Máximo –exceptuando mi madre- se apagaron con naturalidad desconcertante, siguiendo el silencio con que se pasa del día al crepúsculo en el interior de una sinagoga. Las casas primeros que fueron habitación y escenografía de domingos en familia, se derrumbaron cual decorados de opereta de temporadas sin programa; hasta que su consistencia se volvió fantasmal y las urgencias de las otras vidas resultaron antídoto para combatir la tendencia –que se hizo rareza- a enredarme entre recuerdos de la infancia, bien muertos y enterrados. Las vueltas del destino como se dice para evitar explicaciones, hicieron que al transcurrir de algunos años pudiera conocer desde adentro las islas de Venecia.

Pudo ser posible por el suplemento que debimos agregar para salir de la frontera del norte italiano –dedicarle horas flotantes a esa ciudad insinuando seducciones que descubrí en la infancia- y que era interesante, a tal punto que podía pensarse en una estafa del operador turístico o una operación enganche invirtiendo en el futuro. Es posible que lo fuera si considero el Casino con sus lustros y alfombras voladoras, tentaciones de los hoteles durante la hora del té y sopladores de vidrio de Murano que hacen pájaros de fuego amarillo transparentes. La mayoría de los integrantes de la excursión, que veníamos de la misma ciudad, entre quienes mi mujer y yo hicimos amigos aceptamos la opción. Era tentadora, se trataba de tres días inexistentes en el plan original el día de la partida y prometía una aventura satélite a la galaxia de los siglos pasados. Veníamos de mucha ruina clásica minada por roedores, cantinas típicas en su escenografía si bien la pasta al dente y passatas di pomodoro honestas quedaban fuera de la estafa de los vinos. Las fechas “para nuestra suerte” como nos tentó el animador promotor de la superchería, coincidían con los preparativos del famoso carnaval veneciano; ese barullo debió ser argumento de peso para rechazar la propuesta, pero el deseo estaba lanzado. Al descubrimiento anunciado de la ciudad que prefería hacer en compañía, se agregaba un revuelo intenso de disfraces elegantes distrayendo el paso de la historia, un movimiento humano con agilidad en vericuetos infinitos de un algo más de irrealidad felina, los días del mundo al revés premeditada por autoridades municipales.

Para mí, que suponía un paisaje actuado de gondolieri, cantantes de romanzas archiconocidas, vestidos con estricto pantalón negro y blusa rayada de blanco horizontal y colorado como lo inevitable del paseo contratado, la persistencia de la nieve tardía del invierno balcánico golpeando la gran plaza emblemática de la catedral, amontonada en rincones donde se fusionan piedra y agua logró reconcentrarme el alma prejuiciosa, haciéndome perder esa conciencia fatua de sentir lo que era: un turismo de paso. Resultaba extraño estrenar pasearse por un caserío carente de carros y motores, paisaje urbano con historia sin avenidas pavimentadas infectadas de semáforos en cada cruce de calles, aceptando la acumulación informe de raros recovecos y el paso, urgido y presuroso, de desconocidos que marchan junto a muros centenarios, incorporando como fondo sonoro discontinuo la machacona música acuática de la marea pagana golpeando sin apuro contra portales de horadados palacios. Venecia sin espera me incitaba a la melancolía y un deseo insatisfecho de escuchar durante horas conjuntos de música barroca, dos inclinaciones del espíritu escasamente prácticas y que me venía negando con obstinación en los últimos tiempos. Allí me percaté que el frío era distinto por esencia y en secreto se asociaba un aire de tragedia marina presentida.

La noche que una niebla espesa invadió la región, la primera después de nuestro arribo, mirando absorto la laguna absoluta desde la habitación del hotel señorial que nos fue adjudicado, miré como surgían y se movilizaban a lo lejos señales luminosas de incierta precedencia. Escuché de tanto en tanto tentada por la noche profunda y absoluta, tremenda, una campana única obligando a escuchar su severo repique, anunciando un Te Deum cercano, advirtiendo vaya a saber a quién cierto drama inminente.

Al contrario la última noche veneciana, habiendo olvidado por la maravilla la presunción de estafa y seducidos por lo indecible del lugar, los del grupo nos quedamos hasta tarde recorriendo callejas de islotes lacustres. Estábamos atrapados por la fascinación de los adornos populares, caminábamos escuchando risas sin pausa a pocos metros de nosotros sin identificarlas. Avanzamos sin rumbo salvando recodos prepotentes de esa arquitectura, cruzando puentes de piedra trabajada a buril por artesanos descendientes de campesinos, atravesando túneles disimulados en la parte baja de las casas. Algo en mi memoria estaba decepcionado por la ausencia de cierto asombro y dejé de esperar el prodigio de un segundo de la ciudad, el encuadre inconfundible que sólo a mí me estaba destinado.

Después de cenar en compañía de los Bianchi en un restaurante ruidoso, casa simpática que proponía el previsible “menú carnaval” caminábamos como podíamos por la plaza San Marcos. Entre la muchedumbre nos dejamos llevar, el lugar bullía como si hubiera llegado del más lejano Oriente la flota invicta de veleros repletos de sedas, especies, sándalo y cautivas nubias, expedición esperada hace meses por financistas del gobierno. Queriendo orientarnos entre la muchedumbre que hacía de aquella plaza la médula del mundo seguimos el trazado de las columnas y como el frío arreciaba de manera implacable decidimos calentar el cuerpo con un café de despedida. Cuando entramos en uno de los locales –Gonzalo me confirmó al regreso que había sido el Florián- el músico acompañante se estaba levantando de la banqueta para retirarse a su tiempo de descanso. Sin embargo, luego de mirarnos de manera curiosa, apiadándose en inesperada actitud regresó al piano e interpretó dos o tres melodías que retribuimos enviándole una copa de Stregga, que según dijo el camarero era su licor preferido. Una de las melodías era Al di la y nunca sabré por qué razón misteriosa lo último que tocó fue un tango, como si estuviera pensando la cercanía de otros parroquianos.

Pasamos un momentos agradable como si el mundo se estuviera despidiendo de una época, el conjunto era armonioso y el entorno apropiado al final apacible de unas vacaciones, sintiendo que en pocas horas el mundo se pondría al revés dentro de las vacaciones mayores con programación estricta. Algo había después de Venecia y dudaba si puede haber algo después de esa ciudad flotando en el sueño de una laguna. Mi esposa de por entonces y los Bianchi se me adelantaron en la salida del Café Florián, yo me encargué de pagar y tardé en esa transacción; entre la espera del camarero, que no terminaba de regresar a nuestra mesa con las liras del vuelto y la observación de una litografía de tema oriental de realización impecable, colgado en el mismo muro cerca del cuál habíamos estado hasta hace unos minutos. Cuando finalmente puede pasar la puerta principal del Florián, afuera había empezado a nevar despacio y caían copos livianos como si fuera efecto teatral evocando el invierno.

Logré distinguirlos a los tres caminando sin prisa, adelantados en la plaza a una distancia prudencial y en riesgo de ser absorbidos por la muchedumbre, como que sin habérselo propuesto igual hubieran tenido la tentación de dejarme atrás abandonado. En mi afán de alcanzarlos antes de que resultara tarde, juro que no las distinguí cuando salieron de entre las sombras. Ahora que el tiempo hizo lo suyo, estoy convencido de que ese encuentro sorpresivo bajo las altas cascadas de pasivas con las figuras enmascaradas no tuvo relación con el azar del dios Momo.

Por sobre el cuerpo indefinido y esbelto, siluetas de acróbatas o comediantes de la farsa, las sombras llevaban capas de terciopelo liviano sensibles al efecto de cada movimiento. Las cabezas estaban tocadas de sombreros negros de alas flexibles y anchísimas, movían los brazos con calculada espontaneidad de repetición como comparsas con años de oficio de la Comedia del Arte. Las máscaras que ocultaban el rostro para la ocasión eran blancas, una materia que exploraba la incomprensión del cartón y porcelana, tenían en ambos pómulos falsos un detalle pintado sin apoyo y que de cerca parecía recordar la expansión reventona de una flor de malvón, geranio como decía mi abuelo paterno aquella tarde que recuerdo. Luego menos que miradas humanas: oscuras cuencas, ellos eran voces pretendiendo ser una sola y misma voz.

Después del encontronazo con los enmascarados, que al principio tenía la apariencia de lo casual los tres nos pedimos disculpas mutuamente; al unísono las sombras acomodaron mi gabardina, lo hicieron con celo eficaz que llegaba a ser molesto, desagradable pues temía que se tratara de ladrones de billeteras. Así pasaron momentos de fastidio que parecían filmados hasta que actuaron su escena dialogada ignorándome, tonos falseados y exagerados, gestos teatrales, movimientos ingeniados siglos atrás por saltimbanquis itinerantes.

– ¿Ha visto caro amico? El caballero extranjero tiene un acento similar al del signore Máximo, dijo una de las máscaras en mi propia lengua y casi sin acento.

-Ah, ah… ahora que lo dice…

– ¿No os parece una coincidencia rara y harto interesante?

-Oh, oh… ¿Usted se refiere al viejecillo que inventó la ingeniosa tramoya que salvó nuestra ciudad del cataclismo final?

-El mismo claro, el mismo, es exacto.

-Cierto… y ahora que lo dice parece bien cierto. Estoy dispuesto a admitir que hay un lejanísimo parecido… pero sin duda somos nosotros los equivocados, llevados por el deseo de hallar explicaciones.

-Ah… si la adusta Florencia lo hubiera escuchado a tiempo, si hubieran sido menos soberbios los toscanos, la furia del Arno pudo haberse controlado a pocos centímetros de la crecida.

-Controlado el río, que es controlar la manifestación del Tiempo… cierto también. Se hace tarde y comienza la reunión de la cofradía en pocos minutos.

-Buenas noches signore y perdone la confusión de persona, porque se trata de una extraña confusión ¿no es cierto?, dijeron y otra vez al unísono como los ventichelli.

Luego de una reverencia excedida de hábiles comerciantes marcada y años de repetición, los enmascarados se alejaron levitando noche adentro sin darme tiempo a reaccionar. Los dos que a los dos metros se hicieron uno se marcharon riéndose, cuchicheando entre ellos llevados por un secreto de sublime coincidencia, mirándome desde la hueca ausencia de los ojos de máscara, dejando tras de sí el viento aparatoso de capas aristocráticas por la prisa de abandonar la escena callejera, el vapor espectral de voces disimuladas por la caja de resonancia impostada.

Una garúa efectista de serpentinas multicolores caía como la otra nieve desde un balcón rococó suspendido en el aire, casualmente y como si se tratara de una mise en escena. Sin terminar de reponerme de la sorpresa vivida apresuré la marcha, igual que si despertara de una pesadilla habitual apuré el paso, hasta casi rebasar el grupo de amigos que pudo devolverme a la razón de la hora presente. Cuando los alcancé pedí disculpas por haberme retrasado sin hacer comentarios sobre lo vivido, para mí ese no era el momento de andar explicando la razón por la cual, hacía de eso añares me gustaba desarmar relojes la tarde de domingo, en la casona de mis abuelos paternos. Buscando al sol el alma metálica del tiempo y acariciar, como si se tratara de un pingüino de felpa, repatriado de un tercer polo extraviado en el globo terrestre, una caja negra guardando en su interior los compases que trazaron dibujos de mi vida sin que lo supiera y que algunas noches, adentro de sueños hibernando en la recordación vi hundirse en aguas amnióticas formando círculos concéntricos en la superficie. Como cuando se tira la moneda cósmica en una fuente con figuras fantásticas y se pide un deseo milagroso asociado a la infancia.

Mariposas bajo anestesia

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Il n’était pas menteur, il avouait la vérité et disait qu’il était cruel. Humains, avez-vous entendu ?

Lautréamont – Les Chants de Maldoror, I-3.

Aceros filosos y excitantes cortes, mutilaciones acentuando mutilaciones se amontonan en el sueño que escinde la noche de Yang despertándolo, obligándolo a llevar la mano derecha al muñón del meñique izquierdo, con la absurda esperanza de que durante la noche se hubiera reinstalado por milagro. Hace de eso muchos años, siendo Yang niño soñó que estaba en un jardín, en el centro del verde manaba un surtidor dispersando un curvo velo de humedad, una cascada reducida, nube desintegrada en millones de gotas invisibles atravesadas por la luz que dejaba colores atemperados a su paso. Ese tinglado de la naturaleza en dimensiones encorsetadas le reveló que su sed era de otra especie, llevándolo a hundir la cara en el pasto para lamer la tierra mojada, sentir la hierba brotándole junto a los párpados y reptar como un gusano más. No advirtió ni escuchó la cortadora de césped, sintió apenas el golpe seco en la mano y se asombró sin llanto del espectáculo de la sangre brotando más espesa que el agua del surtidor. Hundió la herida en la tierra y el pasto se tiñó de rojo recordando el sol profuso del ocaso, sin atinar a reaccionar observó cientos de hormigas diligentes llevarse el resto de su dedo incluyendo la uña y nada hizo para impedirlo. El reflejo del sol lo entredormió allí mismo y horas más tarde algo lo entredespertó en la cama, tenía dos hormigas en la boca y donde faltaba el meñique la herida había cicatrizado.

Ese episodio fue el primero de una serie tajante; en apenas dos años le recortaron el prepucio y arrancaron las amígdalas, le sustrajeron vegetaciones de los canales respiratorios y arrasaron con su apéndice. Se identificó con el espíritu de las mutilaciones de cortes oblicuos, laterales, dolorosos, innecesarios a veces, con el tiempo alcanzó a disolver el sentido de lo orgánico en tanto unidad. Tan naturalmente como la gente pierde el oído y la vista en él degeneró el sentido de lo entero, una de las consecuencias fue el desprecio por las religiones insistentes en su llamado a la perfección y sostuvo (en conversaciones privadas) que todo existía en estado de irrealización “hasta que algo del todo era arrancado.” La Creación era un exceso, soberbia combinada de dioses imaginarios y hombres imperfectos, la misión del varón amante de la verdad era detectar y extraer apéndices, verrugas artísticas, deficiencias de lo existente. Muy pocos eran los capaces de entender y asumir la suprema tarea, algunos hombres se preparan para la purificación del cuerpo y el alma, otros manejan hasta límites inhumanos los ritmos de la respiración –latidos del alma con el Cosmos-, otros bucean en versos sagrados tras los decibeles que pudieran deparar el tono secreto del divino diapasón; los guerreros por fin, fomentan el Caos para resaltar refractariamente la luz del verdadero camino. Él era de los desconocidos entre sí incapaces de sentirse secta, depredadores con vocación y destino de ignorados, hundidos entre vidrios y cuchillos, cañas afiladísimas, piedras de sacrificio con canal de desangre, melodías de afilador cortando las horas matinales en despoblados arrabales calurosos.

Mientras alimentaba su deseo por conocer los manuales de la cirugía, las largas tardes de los meses primaverales se dedicaba con testarudo afán al arte del bonsái. Un fragmento de su diario resulta revelador: “Es curiosa la sensación que me produce generar una vigilancia de contención, saber que la forma perfecta se desarrollará sin tropiezos y la relación de lo creciente con el Cosmos, moldeada por milenios de mutuo acuerdo, sufrirá una quiebra precisa. Me pregunto si este manejo caprichoso de la minúscula unidad podrá conmover instancias superiores, si esta ramita que nunca será tronco añejo ni asiento de nido de pájaros, sacudirá algo en algún lugar de los grandes bosques. Descartada la esperanza de una reacción en otro punto del sistema, la mera repetición de tal operación puede llevar a la locura, a lo que hay más allá de la pérdida de la razón.”

Si la naturaleza y la poesía habían creado bosques petrificados, podía imaginarse hasta la realidad un bosque comprimido con savia, hojas diminutas y función clorofílica, que pudiera ser contemplado desde arriba como lo hacen las grandes aves rapaces. En la vieja casona familiar en las afueras de la ciudad de Monte VI, como otros hombres solitarios arman estaciones y trayectos complicados de ferrocarriles, ejércitos de plomo coloreado remedando famosas batallas, Yang comenzó la plantación de su bosque. Un original sistema de poleas, con una extraña camilla hecha de cañas de bambú -sustentando sedas estampadas de flores de loto y dragones- le permitió desplazarse sin dañar la tierra y con panorámica placentera regular agua y sol. Cada tanto, en la época de las podas reductoras, extraía con sumo cuidado alguno de los especímenes y lo llevaba al herbario donde, en horas vegetales adhiriéndose como hiedra de palacios asediados, él procedía a la sutil operación de poda, cura con injertos y vendajes. Sus manos daban a las intervenciones la precisión de un ejercicio de relojería del siglo XVII. El arte de trabajar lo vivo, metáforas de la sangre, coincidencia de cicatrización, eran ayudadas por tijeras de resortes afiladas con sabiduría. Los cortes, escisiones parciales, mutaciones que indirectamente convocaban signos de la adivinación para una dinastía de oscuro futuro requerían el mínimo sufrimiento. La limpieza de procedimientos exigía pureza en el corte y para el organismo (ansioso pues había comenzado la anunciada deformación) la rápida conciencia de que lo extirpado nunca había existido, gozo de la promesa de una vida nueva, renacimiento por la ausencia. De tanto meditar su árbol genealógico sujeto a bonsái por la paciencia de la muerte, Yang sabía que cada acto de su vida debía tener una repercusión metafísica.

Cita segunda de sus fragmentos: “Uno de mi sangre no es casual, desde las caprichosas formas del mosaico hasta la caída de una moneda accionan engranajes en toda la maquinaria, un gesto gratuito es impensable y un segundo de reposo imposible. Todo es todo, cada acto es la mano que maneja un pincel, el pincel, el dibujo del pincel y cada signo otra cosa. Voy hacia mí mismo.” En algún momento cruzó del escepticismo ignorante a la súbita iluminación, del ejercicio inocente del ocio reflexivo a un strum und drang de uso personal. Balanceándose sobre su bosquecillo como serafín de escenografía o péndulo ilegal, él se mareaba con abetos, abedules, higueras, rosales, coníferas y ciruelos que parecían aguardar su vaivén y desmoronamiento celestial. La inminencia de la caída le descubrió dos proyectos, uno conectado con regiones antropomorfas y otro más osado que alteraba formas inhumanas. Durante meses reflexionó sobre la manera de concertar una vocación de difícil formulación, contaba con dinero suficiente para comprar horas y días necesarios como el aire para el mágico plan que aún desconocía. Primero pensó en desarrollar a escala social su afición; deducía como improbable la supervivencia de su débil anatomía entre la dura vida de los taladores de bosques. A pesar de ello se detenía en las vidrieras de las ferreterías a contemplar las motosierras y en un vértigo eléctrico encendía mentalmente los motores, prendía la noción de dientes de acero para observar el movimiento simultáneo, el filo que penetraba en las cortezas anulando el pasaje del tiempo de anillos concéntricos. Hasta llegar al corazón, presagiando el derrumbe de ardillas y gusanos, arañas y hongos de los troncos, entre graznidos y gritos humanos alertando la inverticalidad del tótem monstruoso, hecho de aparadores, mondadientes, papel higiénico, las obras visibles del Conde de Lautréamont y suplementos dominicales dedicados a la ecología.

En un desesperado rito absurdo fue peluquero de señoras creyendo advertir en el lavado y corte el camino primero; a la par o con ahínco levemente superior se dio al ejercicio de conocer la mayor cantidad posible de muchachas. Intentó, como ciego lector de constelaciones pilosas, establecer (si es que existían) las leyes de relación entre la forma de la cabeza y las cavidades sexuales, buscando sin método esas extrañas coordenadas. Con pasión se informó de los últimos cortes a la moda en tanto se aplicaba al cunnilingus alumbrado y de ojos abiertos; a ello se abocó entre clientas gentiles, vecinitas crédulas, amigas circunstanciales y prostitutas de todos los registros. No se intimidó ante el púbico exceso de madame Rochas en rulos pelirrojos, ante la catada sífilis contagiosa en humedades enfermizas que moldeaban labios verticales de manera perturbadora y desagradable. Buscó la variedad y rara vez repetía la muchacha, cierta calle de la zona portuaria lo integró como parte del paisaje, los niños dejaron de gritarle insultos soeces y las viejas lo saludaban como a un antiguo conocido. La vida, con la estética capilar y el agridulce sabor de doscientas treinta y ocho combinaciones de otros pelos (según consta en sus notas) lograba por momentos saturarlo. Yang presentía que lo llevaba también a un centro largamente esperado, habiendo salteado el reino de modernistas apenas sensitivos abandonó su oficio profano y se instaló en la medicina. Eran insuficientes los apéndices interiores que regulaban dietas y nada más, despreciaba la tortura en tanto violencia forzada –para la que había discreta y creciente demanda en las inmediaciones- que busca consecuencias mezquinas. Quería transformar para formar, acelerar metamorfosis del tiempo tendiente a la hipertrofia. Cierta noche del alma el novel galeno volvía insatisfecho y vacío de practicar un aborto imperfecto, cuando la desesperación casi suicida de un travestido nocturno sudado, despeinado y mal depilado operó en él como una salida de Gautama.

En pocos días su consultorio clásico e inocente se redecoró artificialmente para dar desde el comienzo la idea de fracaso y riesgo de gangrena, un póster de Bogart y la Bergman, más los nombres de Curtiz y Lorre logró el objetivo de que se llamara al nuevo lugar La Casa Blanca. Configuración caricaturesca y pobre de la peregrinación que jamás podría emprender (por falta de dinero, desprecio de la paciencia e ignorancia) la variada clientela. A ninguno de los visitantes Yin les evitó la angustia del efectivo insuficiente ni alivió con palabras huecas el miedo de anestesias viejas y adulteradas. Cada tanto dejaba que alguno de los pacientes se desangrara en plena operación, la fama de infalible haría de su consultorio una amigable boutique lo que desbarataría sus planes. Fueron algo más de diez años de trabajos forzados y buena parte de las ganancias se reinvirtieron en el chantaje policial. Luego del primer quinquenio puede decirse que su nombre transfigurado cruzaba fronteras, fama de los sonados éxitos verificables en Oba Oba de San Pablo, la calle del Arco del Teatro en Barcelona, los más sofisticados e ignominiosos prostíbulos de Tánger, Marruecos y ciudad México. Fama de los regateados fracasos que el honorable alimentaba manteniendo una docena de gatos que, por razones sobreentendidas y nunca conversadas, todo el mundo daba en calificar de “extraños”. Sólo Yin sabía que los restos anatómicos de sus intervenciones incluyendo descuidos, eran sepultados en su bosque de árboles enanos extendiéndose por varias habitaciones de la casona.

Sviatoslav Richter había dado el recital en Italia. Al santuario decorado entre hipodérmicas hirvientes y aceros eficaces Yin conducía en silencio hasta la mesa iluminada y maloliente a los seleccionados, asepsia de cristales, maderas cubiertas con fundas lavadas de borbotones de sangre y coágulos aplastados por movimiento defectuosos. Admitía tan sólo currículos fosforescentes de desesperación, transgresiones de imposibilidad, afeites teatrales esperpénticos, vómitos, delitos inexplicables, hemorrágicos intentos de autoflagelación en ojos, orejas, manos e incluso zonas íntimas. El silencio primero, el ruido de púa sobre el acetato y toses grabadas en Milán: Richter toca Papillons. Luego el maestro entornaba los ojos recordando formas lambeteadas antaño, decidiendo mientras fluye la sangre, la anestesia se dispara y la primera capa de piel fue atravesada, entre la vulva quince y la ciento cuatro. La felicidad y dificultades superadas, excusarían formas finales reproduciendo sexos sexagenarios, el detalle travieso de estrecheces virginales que él moldeaba, mientras en la cara del bello durmiente asomaba la barba resquebrajando la base reseca del maquillaje. Yin pensaba obsesivamente en las máquinas retorcidas del malogrado Robert, músico hacedor de otras mariposas que torturaba anulares con poleas y engranajes para llegar más lejos, ascender a sonidos inalcanzables, provocar la tercera mano, un sexto dedo o los mismos desesperados cinco duplicando la velocidad del golpe. Schumann, Yin, Richter, los dedos se entreveraban y allá debajo cae la mano crispada y dormida de Orfeo Dos Santos Lima Oliveira, natural de Yaguarón, 27 años, alias Poupée (que anoche mismo, con boa de plumas prestada y zapatos de taco alto que comprimen los pies cantaba Cariñoso y Corazón Bandido en la frontera) aferrándose a la medallita de la Virgen suplicando el regreso, el salto; que se agarró a los dólares robados de a cincuenta, sudados, chupados de a cinco, todo rápido antes que Bebé se vaya con otra más joven.

Yin vivía en vigilia de mariposas, arte modoso recatado de corte y confección auscultando a un romántico, una y otra vez escuchando el concierto sucedido en Milán para que nadie olvidara el sentido volátil de su siega nocturna. La sumatoria de proezas finalizó adormeciendo el goce de la búsqueda, su oficio de nigromancia estaba en situación límite y el recuerdo de antiguos paseos nocturnos por la zona portuaria le ensombrecieron el carácter. Llegó a la convicción de que era un castrador mercenario, ejecutando lo que familias respetables habían provocado en algunos de sus hijos y otros artificios artesanales menos radicales que la cirugía intentaron aparentar: él era una navaja Victorinox, mero ejecutante, juguete de supervivencia y muerte. El placer –como le sucede a cualquier médico rural- se redujo al agradecimiento y besuqueo de manos siempre llamadas milagrosas. El maestro se desligó del dinero y el entorno grato de perversiones configurables fácilmente, embates de investigación, ilusión de casos diferentes. Llegó hasta el límite de lo sensual en los demás y supo por postales navideñas llegadas del extranjero, que lejos de las trasmutaciones aguardaba la rutina, aceleración de la piel sin final ni nada, ascenso y caída hasta que el coqueteo con la muerte terminaba. Igual que un brazo rígido de bandeja Grundig que volviera mecánicamente a las toses grabadas en el norte de Italia y espantara de los surcos frágiles lepidópteros de Schumann.

Aprendió entre la sangre de las mutaciones que amputar más que reducir y dividir es un tajo moral al truco de Moebius. En consecuencia todo le pareció inútil “operaciones fraudulentas, antecámaras de juegos que ignoro si llegaré a intuir.” Fue la época de la introspección violenta y cuatro días llorando de felicidad. Inventó una supuesta denuncia anónima, clausuró a cal y canto el anestésico retablo desoyendo súplicas razonables. Los gatos volvieron a lo suyo. Trasladó sin costo expedientes y clientes en lista de espera a un sueco borracho e inescrupuloso escupido a estas costas por posta de cargueros y por el solo hecho de que fue el único que se lo pidió. Hubo llantos y duelo en el ambiente, escalpelo en mano Yin ascendía como la princesa Turandot de Adami y Simón a las celestes regiones del mito y la leyenda donde nadie duerme. Se multiplicaron historias de aspirinas para niños, morfina a desesperados, consejos a confundidos, heroína para amigos de La Casa. “El doctor volverá” era el lema cada vez que se hablaba de Yin y nadie sabía ni quería saber el lugar exacto donde el médico se había retirado, huyendo para esconderse del mundo.

Siendo imposible alejamiento sin confusión el Oriental desconfiaba de la ristra de episodios pasados, se entregó como en la infancia a napas opacas del sueño para que el descuido de la voluntad y la excusa del vencido insomnio le marcaran la senda. Fue desapareciendo con disciplina de la vida social, cinco amaneceres más tarde la noticia de un crimen portuario a navajazos lo ratificó en la conciencia de una historia personal. Era alguien a pesar de cierta nebulosa que podía limitarse a pocas horas o ampliarse a décadas espesas de pasado. La historia conocida estaba jalonada por cuentos de vómito de caña paraguaya, instantáneos enamoramientos en la transa y el regateo por la pieza, postsensualidad de esnifar de la buena, robos para el alcohol y líneas importadas que dejaron en Yin un pasado único por monótono. Se adormecía en la siesta mientras continuaban los sueños de años, imágenes de pieles inyectadas, gritillos forzando cuerdas vocales como Schumann forzaba los dedos, pulposos labios despintados saturados de besos, cubas libres, salsa para hamburguesas y cigarrillos Winston con filtro. Las paredes con mariposas dieron lugar en el sueño de la realidad (en el viejo local de las intervenciones) a una chillona pintura rosada, espejos duplicadores y luces deformantes para que la Piaf -una enana fonomímica- se lanzara a mentir un canto de otra; la enana lo hacía sin lágrimas ni resentimiento, sabiendo que el salto esperanzador a regiones superiores estaba reservado a las supremas y bellas sacerdotisas, las triunfales, para que después de cumbias y salsas panameñas se hundieran en culebrones del pasado. Punto justo de catarsis cursis antes de orgías fotocopiadas de las horas que nunca pasan del todo, abominando de letargos del amanecer, del repetir “qué rico” antes de levantarse a orinar de pie, correr las cortinas de terciopelo doble y revisar los bolsillos del pantalón del príncipe durmiente.

Los años de Yin se filtraron en esas horas de siesta, la dinámica del sudor, corridas de medias ordinarias y el desprendimiento molesto en plena operación de pestañas implantadas volvían en el silencio de la casona. Una y otra vez, parecido al teatro de títeres al que lo llevaba a la fuerza su madre (escena donde se mezclaban sombras y muñecos con bracitos de niños, esos con dedos en los codos, que aprehenden con garfios y correas) se sucedían jirones de historias; autos de Fe infantiles hurgando en combinaciones entre sueño y recuerdo un argumento que exculpará la fragmentación unida sólo por la justificación del cortar. La obra se suponía lejana, tenía una serie inconexa de intermezzos, actos y escenas en los que el protagonista era el anhelo de reducción, abstrayendo lo superfluo, anulando la voluntad de potenciar. Su vida avanzó en el cercenar querido e inducido de naturalezas distintas a la suya y aceptaba las explicaciones de su vocación: duro juicio y un basural inminente de detritus cerniéndose sobre su existencia.

Sin embargo, un orgullo afincado en raíces morales le decía que aquello era insatisfactorio, las coartadas freudianas podían explicar sin detenerlo, supo que lo suyo fue transformación de lo aparente y logró operar en él los primeros compases de una obertura o apronte para situaciones aguardadas, futuras y ansiadas. Si alguna vez del mundo con pinceles las olas del mundo pudieron ser una ola casi reventando, Yin dedujo que algunos textos -que lo llevaron a la desesperación insomne- podían ser haikú. Una existencia manipulando entre estiércol humano gestándose y vísceras rojizas lo invalidaban para obras pías. Sintió aun así el irrefrenable deseo de reducir “algunos excesos en la escritura de los hombres que logran intimidarme.” El odio amor de Yin se concentró con alucinante ambición y menos orgullo que locura en ciertos textos. “Quiero decir la historia de algunas novelas en pocas palabras, sobre papeles pequeños para volver a ellas en la misma noche cuantas veces se me antoje.” Tras esa irreversible metamorfosis, la vida de Oppiano Licario sería parecida al aroma de una supuesta página cuarenta y tres del proyecto, la pacífica Madre Benita a la tos del lector caraqueño del penúltimo fragmento que la tenía por protagonista. La “Maga” de Oliveira algo así como el recuerdo del corredor de la segunda edición, alguno de los Buendía la sombra de una puerta de la Biblioteca de Ayacucho; Susana San Juan, el sueño de la muerte que nunca llegó a escribirse, y el agua de los muelles con final de astillero de Santa María, similar a una gota de llovizna cayendo en la cartera de la estudiante comprando libros usados en puestos de la calle Cerro Largo en Montevideo.

El delirio que prometía ser infinito creó en Yin una zona de muerte, aprisionada entre imaginación, lectura y escritura con acupunturas textuales, toques furiosos de palabras agujas capaces de provocar reacciones en cadena. Creyó poder hacerlo en papeles con olor a árbol sin cortes de bonsái, plumas afiladas removidas del poro con grasa y sangre aguachenta de aves comestibles. “La madera nunca olvida que sigue siendo árbol.” Escogió para producir su obra definitiva un escritorio viejo de anticuario y que difería en todo del quirófano anterior. Sabía que el crecimiento invisible de las tablas con sol de cristales, tierra sin sacudir, humedad ambiente de botellas destapadas y macetas era lo que raja las patas, arquea gavetas y resiente bisagras. “Los crujidos nocturnos son bosques resucitados, las maderas cortadas, cepilladas, encoladas, que siguen la ruta de la veta y fuerzan la carpintería hasta la extinción de su ser mueble, para reemprender el camino a su ser madera. Son la fuerza de los otros bosques que impedí crecer” eso y “ya está, es decir que dejas de ser” es lo que se encontró cinco años después escrito en un papel, dentro del cajón secreto del escritorio al que le habían brotado ramas, hojas verdes y tenía las patas hundidas en la tierra. Quebrando baldosas blancas y negras del piso, inventando la fronda tropical con tinta seca y cajones deshechos, libretas indescifrables, engrapadoras enmohecidas.

Todo hace suponer que Yin nunca terminó el proyecto, es probable que jamás se haya atrevido a comenzarlo. Según cuentan contendría imágenes y sonidos increíbles y tampoco se sabe de alguien que haya leído uno solo de los haikú imposibles, era más una empresa para pensar en escribirla que para leerla. El cuerpo de Yin nunca fue hallado, pero envuelto en un algodón dentro de una toalla higiénica plegada apareció un dedo petrificado, parecía el resultado de un largo sueño más que la combinatoria de química y tiempo. La historia de su vida quedó trunca como un signo milenario de dibujo interrumpido, un plan celestial fue reducido a la charla inconexa de viejas en mercados mientras huelen coles pasadas y manosean repollos. A estas notas escritas por un sueco mientras se emborracha, para recordar poco y empezar a olvidar que entró en la casa una primera vez, vio árboles rompiendo los techos abrazados impúdicamente, porfiando por buscar el sol de las ventanas ruinosas en tanto las raíces destilaban sin cesar clorofila para ramas que nadie cortará. Se podía escuchar el aleteo frenético de miles de mariposas coloreadas pintadas al vuelo por los dedos atrofiados de Robert Schumann, reproduciendo las que revolotean sobre el instrumental desinfectado antes de operar, entre el ron Bacardy Carta de Oro y sexos depilados de muñecas inertes por efecto de anestesias pasadas, entregadas e inocentes como cachorritos dormidos.

Estación Place Monge

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o mente che scrivesti ciò ch’io vidi

Inferno II-8

El origen espectral de la palabra aquella que escuché en el andén del Metropolitano bajo tierra podría estar asociado a nombres como Zamora y Castro. La voz se refirió a ciudades distantes en un momento del relato –creí entenderlo- y puede que lo confunda con vagas identidades de los implicados, que en la memoria dubitativa rememoran nombres de futbolistas de antes de la televisión. Se desplegó la historia mientras yo esperaba el vagón para la conexión Stalingrad y ello ocurrió en la estación Place Monge de la línea 7 del 5e. arrondissement parisino. Mientras duró el incidente de circulación temí quedar atrapado de por vida en un submarino averiado, condenado a permanecer sumergido para siempre, sin posibilidad de subir a la superficie: algo mecánico parecía haber muerto en el corazón de la sala de máquinas que regula la circulación, por falta de energía para renovar el aire respirable.

En cuanto a las fecha en que aquello comenzó, seguro que el espíritu condenado susurró las postrimerías de los años treinta, cifra aproximada que podía ser un código de puerta de entrada, el final de un teléfono extranjero del otro lado de la cortina de hierro, error de dicción trabucando años de intervalo y ello iluminó el final. Tampoco pretendí luego del relato una confirmación espacio temporal que avalara su versión; temía saber más de lo conveniente sobre los personajes, perderme en oscuros callejones del laberinto ciego que nunca conducen a ninguna parte.

Esa indecisión de fechas sin confundir la época pudo desconcertarme en cuanto al calendario pertinente, haciendo creíble una relación que pretende alcanzar su versión final por boca de otro; resiste convertirse en una página de Historia y puedo asegurar que ocurrió hace tiempo, durante una Semana Santa. Es preferible el yerro temporal para que las escenas sean recordadas en su esencia, al fin de cuentas tendían a lo circular con movimiento de electrón desorbitado y fechas de tumbas separadas por un guion. Las informaciones rejuntadas formaban un tramado simple para resumir, sin aspiraciones de relato ambicioso ni afán de convertirse en episodio determinante; resultó la detección de aquello perturbador donde la crónica social se refleja frente a la Eternidad y no en anécdota particular para el criterio amnésico de los hombres.

El monólogo que llegó mentalmente a mi conciencia presentaba partículas agudas de suspenso, haciéndolo interesante, abreviando una espera accidentada, cuando el altoparlante del andén informa de un desperfecto técnico en la parada Villejuif y afectando a la línea en su tráfico normal. Durará el tiempo de la escucha: esas confidencias guardadas bajo tierra que sería preferible dejar sin remover si lo ordenara una amnesia. En un momento comencé a escuchar como si fuera la voz de un ventrílocuo en decadencia, anudado en sus cuerdas bocales y subiendo de las vías sin pedirme mi parecer; como viniendo esa voz de mi propio interior y fuera yo mismo que la estaba inventando, similar a la textura sonora vocacional, al proceso de inspiración musical luego de meses improductivos. Surgieron primero las circunstancias históricas de la cosecha de opresión, violencia generalizada marcando a sangre la distancia entre el presente inasible y el suceder del tiempo en ambos sentidos. Episodios sobre los que todos se indignan en los primeros meses y luego transitan del comentario social a la infección privada en condición de aura; esos de lo que gente prefiere callar: “Otra vez con lo mismo tú. Podrías cambiar un poco el disco, que han pasado cuarenta años… menudo rollo el tuyo.”

La vileza humana tiene su tiempo largo de sedimentación y los vencedores de la historia olvidan el botín por el cual denunciaron al vecino. La Santa Cruz y la infatigable búsqueda de astillas sagradas hechas reliquia, se volvió empresa manoseada que produce intereses de usurero y la derrota es resignación exponiendo el paisaje después de la batalla. La escena original que justificaba el relato persistía en la memoria sin sutura de los vivos, pugnando por dar ese salto a la palabra escrita hasta salvarse del olvido. El relato distaba de la lectura de documentos exhumados en parroquias y archivos bajo llave, papeles alimentando tesinas universitarias; pertenecía al ámbito confidencial de la conversación en voz baja, cubierta por el sonido de zapatos sobre adoquines y me estaba destinado. Los griegos lo sabían y lo dejaron sobre papiro; las tragedias evocando dioses del mundo imperfecto, pasiones criminales y reyes reducidos por el combate a muerte sobreviven cuando contienen un avatar familiar caótico. Venganza al final de camino, la falta excesiva que desbordó la norma, un terror aceptado por convenciones de época y la traza de generaciones, mientras se confunden con la memoria requerida para sobrevivir.

Estoy casi convencido de que los hechos ocurrieron en una localidad próxima a Zamora fuera de las murallas y me quedé sin tiempo de preguntarlo; cuando me volví para interrogarlo él había desaparecido, se lo tragó la tierra bajo los rieles electrificados. Las historias son únicas y los caracteres permutables, pudo suceder en cualquier sitio, seguro que sigue ocurriendo ahora en otras ciudades bajo toque de queda. Los mandos con su cortejo de condecoraciones e iniquidades se deslizan en la historia militar y las resistencias derrotadas sofocan de testimonios. Las milicias espontáneas –seres iluminados de la maldad pura salidos del tercer bando de pliegues de la confrontación civil, inspirados desde pequeños por paradas con uniformes, descubiertos en la infancia maltratada con comunión sangrienta, pasión temprana por las armas de fuego y desprecio al débil, ensayado en el sufrimiento de animales indefensos en años de aprendizaje- tienen la permeabilidad social que unifica el mal sin barreras ni códigos.

Seamos claros al recapitular y llamemos Rubio al personaje que pudo moverse en dos circunstancias intercambiables; dos guerras, ciudades, enemigos y dos mandos. En ambos hemisferios del cerebro: uno escuchando y el otro que relata y a medida que avanza la preferencia la balanza se inclina por Zamora como punto de partida. En una y otra orilla del océano, en todo movimiento usurpador que se precie, el Rubio es un hombre joven con odio suficiente en el alma para alegrarse del incendio claustrofóbico de la patria en armas, considera el tratamiento de regeneración óptimo para combatir la peste roja; le permite circular en su beneficio la piedra negra del resentimiento pesándole en el alma desde la más tierna infancia. Debería respetarlos por la crueldad ejercida, desconfía sin embargo de los uniformados de academia y su sentido del rigor codificado, es marginal convencido, desclasado con protocolos propios entre la heroicidad de carga en el desierto y delincuencia ejercida en patota. Admira esa impunidad de andar por el mundo armado con insignia de adorno anunciando su paso amenazante, sin dar explicaciones cuando vacía el cargador en un cuerpo a tierra desmayado a cachiporra. Es un chico modelo, listo y entusiasta guiado por vocación del mando prepotente; chulo en vertiente agresiva, preocupado por la ropa dominguera y la prolijidad del pelo renegrido cuando cruza la plaza del pueblo al rayo del sol. Detesta a los padres por trabajadores apacibles y vocifera con dos copas de más que no hay mujer más guarra que la follada cuando opone resistencia. Como un proceso natural se integra a grupos paramilitares por la cofradía de la virilidad, obedece en plan perro rabioso dependiente del orden con toques místicos de santidad y milicia; lo eriza la situación de tomar la iniciativa sobre el enemigo para quien la violencia es agresión espiritual a la espera de un mundo mejor. A partir de la primera muerte que tanto aguardó, completando la primera comunión, considerada salvoconducto del primer polvo sin pagar y el cigarrillo venido de Inglaterra –que disfruta más allá que lo que había soñado- decide que es cacique nato con un destino manifiesto.

Allí los galones se obtienen con crueldad, el respeto se mide por el número de acólitos que pueda granjear cuando toma la palabra en reuniones con chorradas archisabidas de fascista principiante. Prefiere contentarse actuando en las sombras nocturnas, dejando desfiles con fanfarria y escarapelas de latón para quienes se creen eso místico de la causa superior comulgando en misa diaria de la Administración, que aguardan el armisticio incondicional del enemigo para engordar patrimonio con poder, cebar la descendencia en edad escolar y pillar con complicidad de notarios y subordinados. El Rubio acrecienta su estatura irascible robando en los allanamientos, lanzando persecuciones a campo traviesa sin luna llena tras criaturas asustadas de todas las edades y asonadas vecinales a plena luz del día, palizas ejemplares entre risas insultantes y secciones de tortura, donde se retiene como observador imparcial dejando que hagan los otros. Hasta que una madrugada, como si se tratara de una erección involuntaria él pronuncia las palabras mágicas: “Déjame a mí maricón” y mete las manos en el asco, accede a una ebriedad miliciana en valencia negativa que no puede detenerse porque le tomó gusto y la cruzada marcha viento en popa. En Zamora y campo aledaño, en la provincia toda el enemigo huye y se derrumba la oposición armada como castillo de naipes.

El Rubio debería estar feliz por el rumbo que toman los acontecimientos, pero le falta el sabor de la traición en tanto ascesis interior en carne viva y empedrada de pruebas exigentes que midan su implicancia. Se convierte en uno de ellos cuando se escriben los últimos episodios, vive a escondidas en la comunidad de resistencia casi un año y si demora la hora de la delación, es por el armado lento de la traición considerada obra de arte fascista. A los tres meses puede delatar al grupo, los mandos se lo exigen temiendo que haya caído en la piedad; se niega por dilatar el placer de ser considerado hombre íntegro, a quien se le pueden confiar planes desesperados que cambien el viento del desastre inminente. Construye al traicionado, elige a uno del grupo por esa admiración proveniente de la envidia sin hallar su causa aunque pueda explicarse; tampoco la necesita mientras ceba un odio oscuro y podrido. Al comienzo se dijo que celaba el éxito del otro con las muchachas del entorno, luego la visión lúcida de la vida política confrontándolo a un espejo que él quería hacer trizas, la memoria alerta para recitar poemas de Louis Aragón en versión original. Se trataba de falsos argumentos, detesta la valentía sin alharaca y esa esperanza absurda en la felicidad mesiánica: envidiaba el creer en otra cosa que no fuera la muerte. El coraje fue más fuerte que él y cuando el designado escapó de una mala situación con la bala metida en la pierna, fue ahí que traicionó sin omitir esa revelación de decirlo cara a cara a los gritos.

Eso fue lo que a mí me contaron y mientras esperaba el tren de la línea 7. ¿Qué hacía yo a esa hora en la línea siete bajo tierra?

-Es resto es fácil de adivinar, me dijeron en los andenes de la estación Monge, y para que yo lo contara a su vez algún día futuro.

-Claro, dije. Historia conocida.

Tampoco supe si esa primera parte de la historia sucedió en Zamora mismo, me inclino por una localidad más bien cercana a Zamora. En ambos casos ellos alcanzaron la rendición de la legalidad; pueden consultarse documentos del movimiento triunfante harto conocidos por los libros, los mismos documentos que se van olvidando.

Sucedió porque estaba decidida la usurpación del poder con responsabilidades: aparato de Estado atado y bien atado, protocolos pardos sabidos de memoria, capacidad de legislar hasta el delirio en la cual el Rubio no encajaba. Buscó reconvertirse al rapto de empresarios sospechosos de falta de colaboración y tibios utilizando amistades de antaño, cuando los días felices de la caza furtiva; al contrabando de bebidas por cruces de frontera rigurosamente vigilados y de tabaco con ostentación, tentó apuestas clandestinas en barriadas populares pero ese filón lo dominaba un pez demasiado gordo para sus fuerzas.  Los ministros y funcionarios, que tenían sus propios planes, una vez pasada la etapa bélica de la cruzada comenzaron a tratarlo como hiena infectada que molesta, insensible al cambio de los tiempos después de la victoria en pocos meses se volvió un indeseable. El Rubio pesado se negaba a entender lo que ocurría con su persona, hasta que una noche cerrada con llovizna, saliendo del garito de juego amañado y tristes putas del hambre un auto sin matrícula ni luces encendidas intentó atropellarlo. Entendió entonces la situación al ponerse de pie, pidió apoyo antes de acostarse y luego del atentado entre conocidos influyentes para salir del país.

Alguien con influencia se apiadó del Rubio rabioso por conveniencia y decidió distanciarlo.

-Claro hombre, cuenta con nosotros. Es una buena iniciativa.

El Rubio no debe de ninguna manera permanecer en las afueras de la ciudad ni regresar al pueblo de la infancia que despreciaba. Le propusieron Montevideo con salario asegurado, lo consideró excesivo de sur y similar a la pena de cadena perpetua; se marcha sin pensarlo dos veces a París –después de negociar papeles falsos, un capital para comenzar, sin trabajo fijo- porque había visto una película con danza apache, chulos que golpean pobres mujeres sumisas y Can Can de encajes sugestivos que lo divirtieron. Desaparece durante algunos años, la historia corre entre los puentes del Sena de la misma manera que se escurrió la ocupación nazi de la Place Vendôme. Lo sucedido bajo la superficie jamás corresponde a la apariencia; la derrota irreversible, amnesia programada y resignación hacen su tarea corrosiva en la post guerra, con la presencia masiva en España de turistas rubias de piel blanquísima y senos al aire que llegan a disfrutar las playas mediterráneas durante el verano. Después está lo pendiente reservado a la memoria íntima, cuando el pasado se encarna en sentimientos dolorosos obviando lo ocurrido en Tribunales.

Podríamos suponer en el Rubio remordimiento y reflexión. Es poco probable, los individuos de su calaña insisten en la infamia hasta expirar de odio, que es la forma de pasar por la vida elogiando la victoria, los vencedores y la verdad. Nunca pretendió ser inocente de nada pues esa es noción de monaguillo, comienza a olvidar proezas juveniles habituándose a París sin la intención de hacerlo. La memoria del violento espontáneo ni siquiera es de los otros, es del otro y el pasado un recomenzar sin notas al pie de página. De los crímenes cometidos, a cada cual más condenable en su puesta en escena uno entre ellos se niega a disolverse en el olvido; la historia ni se aclara si es al norte o al oeste de Zamora, en el centro de Zamora donde se localiza el origen de la tragedia. El nexo viene por el hombre traicionado después de la bala en la pierna, insiste como si la herida en la pantorrilla la hubiera abierto un jabalí cargando a matar en lo hondo del monte.

Una venganza anida, el responsable de alimentarla y convertirla en gesto puede ser un hermano; si pasaron muchos años se puede tratar de un hijo pequeño, la hija y hasta se entrometen amigos que pueden reaccionar de esa manera. El corazón de la venganza se entiende sin detalles de parentesco imponiendo un afecto de intimidad, necesita de fisura y ocasión, sospecha y constancia. La huida al extranjero para hacerse olvidar es un episodio banal que requiere la aureola de información filtrada y ese círculo tampoco es sellado por la eternidad. La venganza es pasión nutrida con perseverancia y el paso del tiempo; institución sensible a cualquier signo que pueda producirse, juega con la ilusión, cultiva la paciencia y el descuido del puzle armado en la espera.

Hay un momento después de años idénticos, en que el sistema victorioso olvida en la periferia su razón de ser y el tratamiento de camaradería juvenil, incluso al enemigo por la distribución del olvido. Las causas son la enfermedad hereditaria y el remordimiento tardío, que afecta a la vejez ante la muerte, habiendo perdido la conciencia del mundo y del cuerpo. Una segunda generación que dilapida el patrimonio de secretos despilfarrando la memoria, el pesar por la mancha familiar y la pulsión confesional catártica, pudiendo que la palabra rompa el silencio. Ahora lo sé: es irrelevante si sucedió en Zamora mismo, dentro del casco urbano original o en los alrededores en la zona del sur; si dedujera con claridad el color local ello le birlaría al relato la condición de herida abierta para llegar al final. Se sabía en todo caso que fue París la vía de escape, lo que era pretender buscar la aguja en el pajar. Alguien, en las peñas de café donde la violencia es acumulación de anécdotas deslizadas del saqueo a la humorada dejó caer lo oculto durante un tercio de siglo.

-El Rubio no se mudaría de Monge por nada del mundo.

Eso es lo que decía en la última carta franqueada desde el exilio dorado, se produjo el escándalo sin ser inmediato, reducir la información de París y sus alrededores a una estación del Metro del 5º distrito era enorme, tenía el vértigo de la información cayendo sobre el torbellino voraz de círculos concéntricos. Entre ese recuerdo y la búsqueda pasaron más de seis meses, tiempo necesario para la expansión del rumor que tiene consecuencias despertando conexiones dormidas; como cuando se enciende una radio de las primeras, después de haber estado treinta años arrumbada en una buhardilla y las bujías tardan en entablar su conexión debilitada.

– ¿Ahora qué harás?

La decisión fue instalarse en las inmediaciones del Metro Place Monge y buscar esperando. Las pistas originales fueron deformadas por la marea de calendarios; faltando informaciones sobre la vida reciente, el encuentro podría ocurrir sólo bajo la apariencia de un reconocimiento vertiginoso sin que mediara palabra alguna, parecía que la decisión de muerte estaba intacta y no era el caso. La muerte podía transformarse en frustración repetida, como si el Rubio en el cortejo del terror pudiera discernir la razón del gesto. Así considerado, el castigo sería golpe de dioses exilados y siendo optimistas caería sobre un anciano desmemoriado. La venganza resultaría de una reconstrucción minuciosa, si la totalidad era merecedora de la pena el ajusticiado debería reconocer en el último segundo la réplica concreta, el relámpago llevándolo a admitir su muerte violenta. Castro especuló con todas las modalidades posibles cuando llegara el instante, sin saber qué hacer con la distancia de treinta y cinco años. El operativo fue demasiado planeado como para incurrir en el error; y una tarde de fines de abril Castro tomó posesión de un modesto dos piezas, baño y cocina cerca de la estación de Metro Place Monge en la capital francesa.

Lo único concreto con asidero resulta la zona del Metro Place Monge. París prescinde del acento de personajes de paso y la ciudad donde la historia nuestra comenzó, los hace hablar un francés macarrónico con dejo castellano para comprar el pan y remendar la suela de los zapatos, entrar a La Poste a retirar encomiendas terrestres y elegir uno entre los parques públicos cuando el sol se decida a brillar pocas veces al año. No requiere esfuerzo para confundir fechas, hoy mismo si se modifican los anuncios de la plaza la escena podría ocurrir con veinte años de diferencia. Lo que París preserva es la semilla de la historia, que tiene algo de antigua y modernidad por la condición de los crímenes cometidos; fue la ciudad de la agitación por siglos y del poder intelectual, hasta que aceptaron sin resistencia que lo valioso venía del otro lado del Atlántico norte. Después de varias décadas de claudicación cultural colonialista vivida con gozo sospechoso, está cubierta por tres condiciones a la vista de todos. Evoca un corral lujoso, asediado por una batalla circular anunciando el tono del siglo XXI demoliendo la noción de progreso. La asimilan a un desmesurado Museo vitrificado, como si fuera la vitrina más visitada de la historia del arte; ya no se la coteja a Berlín y Buenos Aires, sino a parques de diversión para multitudes con hombres disfrazados de ardilla y castillos encantados de la bella durmiente. La ciudad se volvió chatarra de utopías de la historia, astillero abandonado donde llegan a morir actores de cuanta intentona hubo por el mundo de pretender cambiarlo. Hasta un poeta desesperado, nacido en un país borrado por la historia consideró la transformación del Sena en el Leteo a la altura del puente Mirabeau, desde donde se ve la playa tentadora de la muerte y que parece más bella que la caballeriza de esta orilla.

En la estación Place Monge se daría punto final a un episodio descarrilado de la Historia, las condiciones temporales perdieron densidad; en el minúsculo estudio de la calle Gracieuse esa promiscuidad de pasado y presente se llama purgatorio habitual. Castro viajó a París por la historia de un muerto, le constaba la indiferencia e incomprensión del mundo para lo que venía a concretar, se prometió calma en su iniciativa y los primeros meses estuvo atento sin agitación hasta que se sintió instalado. Quinto mes: el informante que quedó en la ciudad de allá donde ocurrió la traición, prometió justeza para alcanzar la identidad, confirmar si el espectro perseguido seguía perteneciendo al reino de este mundo. Noveno mes: recibió carta de la hija del informante diciendo que el padre falleció de un cáncer de páncreas; no habría manera de acelerar la justicia humana y debía encomendarse a la perseverancia del azar. Consideró renunciar a la misión, que luego resultó un ejercicio espiritual buscando fuerzas que lo ayudaran a la decisión. La novela por entregas de la separación duró un año; Castro tomó las disposiciones de familia y trabajo, economías y papeles para permanecer en París el tiempo que fuera necesario. La vida cambiaba de objetivo, aceptó la obstinación como prueba que Dios exige para medir su Fe y Determinación. Estaba convencido de ello y dejaría de andar por ahí como el pesquisa, no era fastidiando a vecinos con preguntas mal formuladas para hacerse entender que alcanzaría su objetivo. Los idiomas nunca fueron su fuerte, sabía que el milagro ocurriría llegando como una conversión; profesó votos de renuncia e incluso en los largos meses de verano se negó a conocer la ciudad caminando.

La torre Eiffel, el pasaje Vivienne y el puente Mirabeau desde donde se dice que se lanzó Paul Celan al río los conoció por postales y fotos de revistas. La plaza Voltaire y el cementerio de Montparnasse donde estaban las tumbas de Porfirio Díaz y César Vallejo fueron para él sitios distantes como Praga la mágica y Samarcanda. El territorio de Castro era un radio de pocos cientos de metros, donde la estación Place Monge de la línea siete del Metro de París era el centro del universo y como sólo caminaba por las arenas de Lutecia admitió la verdad de que el mundo sigue siendo un teatro violento. Seguro que los dos hombres se cruzaron y nunca se reencontraron, había segmentos pendientes en la situación que los unía. De conocerse la ciudad originaria y fechas ciertas el episodio debería deslizarse en una trama de intrigas, dispositivo rígido donde los hechos mandan en la lectura. Si los protagonistas tuvieran nombre reconocible por todos, la circunstancia tendería a un final violento e inesperado, la radicalidad de un ciclo que se cumple con estampido y el encuentro anunciado aunque violentara la realidad.

Como no todas las historias pendientes de sentencia suponen un final de comedia musical, en la estación Monge sobreviven arquetipos de los implicados, la sombra inconclusa de la venganza y cierta persistencia de lo narrado. El lugar de la memoria pedregosa sería esa estación de Metro y también de la cita que nunca fue. Castro envejeció en el quinto círculo parisino y no pasó un día sin recordar la misión mientras evitaba parques, fuentes iluminadas durante la noche y librerías de viejo. La frustración de las cuentas pendientes jamás erosionó su ánimo ni necesitó esa catarsis explosiva del asesinato, devaluada por series televisivas, películas y libros vendidos en estaciones de trenes, kioscos y aeropuertos. Estuvo varias veces a punto de acceder a información que pudo acelerar el encuentro; después de años renunció sin decidirlo por un sentimiento bondadoso –el odio estaba intacto- sino porque la espera lo llevó a una sabiduría superior. Intuyó una justicia de inspiración poética, intervención de leyes sin dictar trastocando objetivos racionales, las razones emotivas disponían la secuencia con otro orden en un purgatorio de satisfacción preferible para doblegar el transcurrir del Tiempo.

Recordó el Infierno dantesco y esa jurisprudencia inhumana por inolvidable, el castigo paradigmático decidido por monstruos del Averno enroscando la cola sobre los condenados y la constancia de que el horror se perpetúa eternamente. Castro decidió que la memoria del Rubio quedaría aprisionada en el círculo de ese asesinato con traición y supo que había un castigo más poderoso que la muerte. Era la condena de contar la infamia por la eternidad en confesión perpetua y que el único recuerdo que el Rubio tendría de su existencia. Sería el minuto cuando se transfiguró en miliciano carnívoro y luego en vecino infame; finalmente en alma sería confinada en el laberinto del barrio del Panteón y la Mezquita, de la rue Mouffetard con tabernas griegas y del Jardín de Plantas. Quedaría por la eternidad momificado en la estación Place Monge del Metro de París y ese sería el círculo de lo repetitivo. El trazado del Metro sería el castigo del presente, se volvió su círculo infernal con la edad que tenía cuando traicionó a la humanidad. Espectro condenado a contar su felonía sin omitir detalle, ni pedir perdón por lo ocurrido a viajeros aguardando una combinación para salir al aire libre; a quienes quisieran escuchar, si es que quedan todavía entre nosotros conciencias propensas a conocer dolores de otras guerras perdidas y así por siempre. Luego de contar el desprecio sin levantar la voz, la maquinación escatológica lo induciría a tirarse bajo las ruedas de los vagones y recomenzar cayendo al infinito.

Así por la eternidad, hasta hallar un viajero dispuesto a arrebatar la historia hasta la superficie emergiendo de abismos mecánicos y acuciado por contarla a los otros; hasta que uno entre ellos se decida a pasarla por escrito y el alma de Castro –que vislumbró la belleza terrible del procedimiento- descanse en paz. Ese día ficticio la línea 7 detendría su circulación por el tiempo indefinido que lleva leer este relato; durante el minuto anterior a esa hora el sentido podrido de la existencia del Rubio alcanzaría su epílogo: le restaría como recurso final acercarse a las vías paralelas de ojos abiertos, cuando los vagones se acercan a la estación y los altavoces justifican la suspensión del tráfico. Dirán con palabras inaudibles por la pésima acústica de los corredores, que la interrupción se debe a un accidente de pasajero en la circulación; es la norma municipal de anunciar en los transportes públicos que alguien decidió tirarse debajo de las ruedas del Metro. Entonces, los pasajeros a la espera consultarán su reloj pulsera –menos uno- sin ocultar el fastidio calculando el atraso que llevan –menos uno-. La Creación se detendrá a la espera de que el movimiento recomience, repitiendo el esperpento sabido del mundo caótico; dando vueltas de calesita y vueltas circulares y más vueltas alrededor, remedando infatigables estorninos volando de a tres perseguidos por otra pasión más poderosa que la Muerte.