En “El misterio Horacio Q.”, 1998
Para los habitantes de Salto y pobladores del litoral uruguayo comenzaba el período –sacrificado y esperanzador- de reconstruir lo que fuera la vida cotidiana y hacer retroceder la adversidad que tanto se había ensañado las últimas semanas.
-¿Baja a estar con nosotros primo? me preguntó Jésica y le respondí que lo haría en pocos minutos.
Después de la decreciente permanecí encerrado en mi cuarto durante dos días y casi sin dormir, la muchacha de servicio me traía la comida a horas convenidas. Aproveché el encierro para darle un final imaginado al inacabado Diario de la Inundación, que se alteraba en crónica distinta a una fiel relación de los hechos. Fue una extraña coincidencia, cuando puse punto final a mis notas donde la muerte era el retorno a una conciencia acuosa, escuché la risotada de tío Francisco que logró sorprenderme siendo hombre parco tratándose de manifestar emociones.
Comprendí que era tiempo de bajar al mundo y reintegrarme a la hospitalidad de la vida familiar; así lo hice, colaboré con entusiasmo en la recuperación de paredes, puertas, enseres domésticos y la exclusión definitiva de aquello irrecuperable. Lo fantástico fue la renovada potencia del sol litoraleño y miraba a los objetos secarse de un momento para otro; dejaba un taburete al sol al límite de pudrirse y veía escapar el vapor igual que un fantasma acosado en milagrosa transfiguración. La madera lijada recuperaba colores con dignidad y en pocos minutos parecía que por allí nunca había sucedido la inundación. Hasta de mi propio cuerpo, durante las tareas de recuperación vi salir un plasma desconocido, como si el agua fuera algo alejándose de mi vida; otra condición y estado de la materia que la única traza dejada de su paso por mi memoria eran las notas del Diario de la Inundación. Curiosa musa pensé y me dispuse a olvidar el incidente.
Había en mí durante esos días la natural predisposición, cierto condicionamiento e imposibilidad de disociarme de la sombra de la muerte y ello me llevó a implicarme en el último episodio confuso de mi temporada salteña. La exacta dimensión de la catástrofe natural afectando al país –con consistencia de augurio y signo indescifrable de lo por venir- dejaba escaso terreno para especulaciones pensando en tragedias sórdidas y dramas manejados con discreción. De eso era un buen conocedor; recuerdo que estábamos en un mediodía de acomodo final cuando lo vi llegar por primera vez a la casa de tío Francisco, supe luego que las autoridades policiales locales lo hicieron venir desde Argentina, de Rosario. El hombre tenía rasgos achatados aindiados de la frontera norte y le decían «el inglés».
Luego de intercambiar unas palabras sobre las desgraciadas secuelas de la inundación, el hombre se presentó sin exageraciones ni buscando impresionar como comisario en actividad. Preguntó si podía hablar conmigo a solas y sin entender lo que estaba sucediendo tío Francisco me miró autorizándome, dándome ánimos. Así marchamos el recién llegado y yo a conversar al patio, sentados en sillones de mimbre ya secos, debajo de nervaduras de lo que en otras circunstancias era una parra generosa. En la casa todos pensamos y yo el primero que se trataba de las secuelas del suicidio de mi padre en la capital; de ser así la venida hasta Salto del pesquisa argentino tenía más de impertinente que de preocupante.
Me preparé a repetir frente al desconocido, fastidiado y habiendo alcanzado cierta victoria del olvido la versión del incidente, que narré repetidas veces a las autoridades montevideanas en mi casa, en reparticiones policiales y judiciales.
-Aquí se está bien, dijo él una vez que nos acomodamos en los sillones. Es inconcebible que hace una semana este lugar estuviera inundado. Si señor…
-Es cierto, el tiempo pasa apurado y lo que menos esperaba era tener que volver sobre un episodio que me fastidia sobremanera, respondí para hacerle entender mi negativa a darle largas al asunto.
-¿Usted lo admite así de primera? preguntó el hombre, suspendiendo el armado del cigarrillo al que se aplicaba con lentitud desesperante.
-Mire comisario, hablar otra vez de mi padre y los pormenores de su muerte me resulta desagradable.
-Ah, es verdad… su padre…, dijo como si se sorprendiera. Ahora veo… usted cree que se trata de eso, que vine hasta aquí para hablar de la muerte de su padre. Perdóneme por ser poco explícito, pero claro.,, creo que pensamos episodios diferentes. Si señor…
-Le pido que se explique de inmediato, exigí. Mi estado de salud está poco propenso a las adivinanzas.
-Señor Morelli, le pido serenidad y discreción, dijo el hombre y se inclinó hacia mí mirándome directo a los ojos, sin dejar por ello de seguir armando el cigarrillo allá lejos en la punta de los dedos. Estoy aquí, señor Morelli, porque lo tengo a usted en lugar prioritario en mi lista de sospechosos de un delito repugnante.
-Sospechoso, dije yo; la palabra era tan inadecuada al momento que me pensé metido en una absurda confusión. Así que ahora soy sospechoso… Lo siento comisario, esa palabra es ajena a mi lenguaje habitual. Acaso la leo, muy de vez en cuando en alguna novelita barata.
-Pero mire usted qué cosa… claro señor Morelli, siempre es así, dijo él, recuperando la posición inicial más protocolar y antes de pasar la lengua por la franja de papel engomado que había quedado sin enrollar. Ya veo que, como usted está en babia y se hace el desentendido tendré que empezar la historia desde el principio. Si señor… Se la hago corta Morelli, después y si no tiene inconveniente quisiera que me respondiera a un par de preguntas. Digamos un pequeño interrogatorio vio.. como sucede en esas novelas baratas que, muy de vez en cuando le da por leer para distraerse y calmar los nervios.
-Disponga, le dije con algo de sarcasmo. Soy todo oídos.
El inglés con cara de cacique comenzó su relato por la llamada urgente del comisario principal de Salto. Hasta aquí sabían que era el mejor sabueso de las Provincias Unidas, acotó esta vez sin falsa modestia y orgullo para mi gusto exagerado, pero que él suponía justificado. Así pues, llamaban al inglés cuya fama traspasaba fronteras cuando la situación era desesperada. Había un problema bien podrido frente al que nuestras autoridades, de este lado del río, admitían su incapacidad no de resolverlo sino incluso de ordenarlo.
Luego del comienzo compadrito de glorificación personal el entrerriano se lanzó en un lamento macarrónico, insistiendo en la tristeza que le produjo haber encontrado a la hermosa ciudad de Salto, cuna de hombres ilustrísimos y teatro de episodios heroicos, en tan lamentable estado. Conociendo la valía de los Orientales, demostrada tantas veces desde el fondo de nuestras patrias hermanas, confiaba en la gente de bien, la mayoría, él apostaba por las fuerzas vivas de la región para recuperar lo perdido y hacer de la ciudad lo que ella merece, cumplir el destino para el que estaba sin duda llamada. Dentro de pocas semanas, dijo, todo volvería a la normalidad «pero antes, señor Morelli, hay que llevar adelante una tarea. Una obra de bien público imprescindible para despejar el porvenir de la ciudad, que descarto esplendoroso a condición que… si y solamente si».
-Hay que cazar y pronto a una rata inmunda, dijo con voz de ventrílocuo, mientras encendía el cigarrillo armado con un yesquero que al sol brillaba como doblón de plata. A eso vine Morelli, agregó luego de que saliera de su boca la primera bocanada de humo.
Después el hombre siguió contando de manera dispersa y aún así a mí me pareció que un orden secreto guiaba sus palabras. Habló de hospitales con falta de recursos, morgues que parecen ruinas y momentos desagradables que vivió las últimas horas él que era hombre curtido, después que aceptó cruzar el río para darle una mano a los colegas Orientales, muy boleados por el desborde de los últimos hechos.
Estaba cascoteado por lo visto durante tantos años de trabajo, debía admitir con la mano en el corazón que las sorpresas nunca terminan, en especial las desagradables. Los de aquí lo llamaron porque, cuando las aguas por fin se retiraron volviendo a su nivel normal apareció de todo. Hizo una enumeración grotesca, medio graciosa y con estudiado sentido del efecto, dejando para el final los cuerpos de las niñas estranguladas.
-Así como lo oye estimado señor Morelli. Durante la inundación en este barrio tranquilo de personas trabajadoras, mientras la gente salvaba muebles y sus pocas pertenencias, una rata aprovechó el descuido y la confusión para violar y asesinar a dos gurisas chicas. Qué joder Morelli, como para tener confianza en el género humano.
El forastero dejó que se instalara en el patio un silencio corpóreo y se puso a fumar parsimoniosamente, como si fuéramos viejos amigos con todo el tiempo por delante para hablar de la vida, dándome lazo para ver si me enredaba en alguna vuelta y terminaba cayendo; para eso estaba él ahí sentado cerca. Sorteando lo extravagante que resultó la información entendí de un tirón la situación; es probable que estuviera fatigado del alma para indignarme con sus insinuaciones y reaccionar, ofendido por mi condición de sospechoso prioritario.
A los ojos profesionales del visitante todo encajaba, nuestro barrio retirado donde conversábamos, la excusa catastrófica fluvial enredando pistas, un anormal con deseos de alimaña y que pasa al acto mediante crímenes bárbaros. Para completar el cuadro, un capitalino discreto de visita con problemas nerviosos que vive la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación. Más que de malentendido se trataba de una operación deductiva con aceptable lógica, cada detalle ensamblado tendía a una demasiada perfección.
Mientras él fumaba medité la estrategia a seguir, Sería un error hacerme el desentendido, el inglés esperaba de mí la inteligencia y más: aguardaba la confesión.
-Mire comisario, demasiado sencillo para ser verdad. Lo siento, fue lo que le dije después de la pausa.
-Lo mismo pensé yo al estudiar en detalle la situación y luego me dije ¿por qué no? Muchas veces la solución del enigma está en lo evidente. En este caso odioso, coincidirá conmigo, en principio nada debe ser descartado. Nada Morelli, nada…
-Deberá conformarse por ahora con mi versión negativa.
-Era lo menos que esperaba de usted Morelli.
-Quisiera preguntarle algo comisario.
-Diga Morelli.
-¿Soy el único sospechoso que tiene, el número uno en su lista o qué?, lo interpelé suponiendo que hablábamos de la trama de una novela de suceso popular.
-Información confidencial, dijo el inglés mientras apagaba el cigarrillo en la suela de un zapato.
-Me quedo tranquilo en mi condición de sospechoso prioritario, le dije. Es lo único que puedo hacer por el momento además de declararle mi inocencia. Su usted tuviera pruebas tangibles como suele decirse, me estaría masacrando en un sótano de las dependencias policiales.
-De eso puede estar seguro, dijo el rosarino. Si señor.
-La mía por lo visto es una situación incómoda, le dije. Niego cualquier vinculación al episodio, le puedo contar en detalle lo que hice con mi tiempo las últimas semanas y sería insuficiente para borrarme de la lista.
-Así es señor Morelli, me respondió. La situación como comprenderá es excepcional y me obliga a no descartar ninguna hipótesis, por improbable que parezca.
-La confesión forzada tiene la virtud de cerrar expedientes complicados.
-Eso lo hice cuando era un joven ambicioso y más de un infeliz cargó con paquete ajeno. Mire Morelli, quiero ser clarito, si se tratara de la muerte de un malandra agarraríamos a otro malandra conocido, unos cuantos palos negociados y asunto concluido. Esto es diferente; diferente por el crimen, porque decidí que fuera diferente cuando vi los cuerpos de las muchachitas en las planchas de esa morgue húmeda y mugrienta. Diferente porque estoy viejo y quiero atrapar a esa rata con mis propias manos. Por esas razones estoy aquí conversando con usted Morelli que es hombre cultivado, dando la impresión de ser un veterano pelotudo perdiendo el tiempo.
-Un capitalino culto que buen puede ser un violador de menores, dije.
-Más que eso Morelli, puede ser un asesino reincidente, de una variante despreciable si recordamos las edades de las víctimas.
-Según parece esa también es información confidencial.
-Tenía la esperanza de que usted la conociera.
-Lamento decepcionarlo una vez más comisario.
-Me cacho… la cacería será más ardua de lo previsto, tengo para unos cuantos días en Salto.
-¿Cuáles son los próximos pasos comisario? le pregunté para empezar a dar por terminada la entrevista.
-Ah… los famosos próximos pasos, dijo él. Qué problema son los próximos pasos señor Morelli. Digamos que a partir de ahora cuento con su buena voluntad para cooperar a la dilucidación del entuerto.
-Que más remedio, dije.
-Quédese en Salto un mes más Morelli, repose como se debe que para eso vino hasta aquí. Un mes más, como máximo.
-Mi familia está en Montevideo y el tío Francisco…, comencé a argumentar para ganar tiempo y dejar de sentirme una rata acorralada.
-Don Francisco está feliz con su compañía y cuando lo de las niñas comience a saberse nunca lo asociará a su persona. En cuanto a mi presencia dígale que vine a pedirle consejos profesionales. Usted y yo podríamos tomar unas copas juntos los próximos días, dejarnos ver los dos por el centro. Si los médicos se lo autorizan, bien entendido.
-Me parece bien, estoy necesitando ejercicio.
-En cuanto al resto del tiempo señor Morelli, cuídese. Sin que usted se de cuenta lo seguiré a todos lados. Cuando duerma y cuando cague estaré ahí, no podrá hacer nada en esta ciudad sin sentir el aroma del tabaco negro que terminará por llevarme a la tumba. Si resulta que usted es la rata que busco Morelli, lo colgaré de los huevos y le aseguro que se arrepentirá de haber nacido, si me equivoco tendrá algo para contarle a sus nietos.
-Comisario, esto puede ser el inicio de una gran amistad.
-Ve Morelli, eso es lo que llamo un hombre cultivado. Alguien que está metido en la peor mierda hasta los ojos y me quiere joder con una bromita de biógrafo. Por hoy lo abandono, tengo trabajo esperándome, imagínese… Si señor…
-Hasta cualquier momento comisario.
-Hasta cuando yo quiera Morelli. No se moleste, ubico la salida.
El comisario se levantó y comenzó a caminar hacia el interior de la casa a tranco lento. Tenía cuerpo de domador de caballos y tal vez le decían el inglés por el cuidado puntilloso de la indumentaria; la combinación de camisa y corbata evocando vidrieras londinenses en primavera, resaltando la disonancia entre aspiraciones de elegancia y cuerpo maturrango. Lo mismo debe suceder en el alma del asesino y los pensamientos finales de un suicida.
Estaba en Salto para recuperarme de los nervios y apenas pasada la inundación me convertí en sospechoso de un crimen atroz. Sentía la urgencia de buscarle una escapatoria a la situación, quizá Mauricio tenía razón y debí haber ido a la otra casa en Barra de Maldonado, tal como estaban las cosas tenía un mes para aclarar las ideas, pero había olvidado la cantidad de tiempo que cabe en un mes. Mal comienzo, ignoraba los terribles hechos narrados por el comisario así que ni la menor idea de por dónde empezar a reaccionar. Averiguar por mi lado sería peligroso e insensato, para eso estaba el inglés ocupado a tiempo completo, obsesionado, poseso y yo descreía de los investigadores improvisados. Por lo escuchado los crímenes desbordaban los límites de una inteligencia homicida, respondían a un estado de brutalidad particular resultado de una mente enferma rebotando entre locura y simulación; quien había cometido esos asesinatos sería capaz de saltar todas las barreras morales, como si después de haber actuado la primera vez y una segunda se creyera todo permitido. La anomalía del individuo derramaba el momento de abrir a la fuerza las piernitas de una niña llorando de terror –¿está desmayada por los golpes, es un cuerpito muerto?- intacta cuando el hombre compraba cigarrillos y se divertía mirando comedias argentinas de las hermanas Legrand en los cines del centro de Salto.
Como herencia de la inundación quedó en la ciudad una manía de otoño; me percaté que conocía poco la ciudad y si durante semanas viví maniatado por la escritura de mi Diario, entre aguas amnióticas de un parto prehistórico, tomé la decisión de salir a la intemperie y caminar por la ciudad aunque pudiera con ello avanzar mi perdición. La inteligencia y quietud eran insuficientes para sacudirme la condición de sospechoso por el hecho de estar allí en el peor momento. Creía que la visión de la muerte de mi padre, el sistema nervioso lanzado a plena actividad de salvamento, la traza invisible que dejó en mí la vivencia interna de la inundación, sumado a la experiencia agotadora de escribir un dietario del encierro forzado, terminarían por darme una sensibilidad distinta ahora que algo me amenazaba; salvarme de la horca podía decir si ello no resultara cínico. En esas tribulaciones de recaída pasé la primera semana.
Lo que pudiera concebir para desbloquear mi situación incómoda seguro que el inglés lo había pensado y hecho; me refiero a antecedentes de mi existencia, la búsqueda entre obsesos fichados tras la sexualidad enferma, indagación en el entorno familiar de las criaturas muertas que es donde suelen estar los culpables, la lista de forasteros alojados y encerrados en hoteles y pensiones de Salto. Era curioso que el asunto demorara en salir a la superficie de comentarios mundanos, hasta pensé que los asesinatos nunca ocurrieron y la información era parte de una conjura. Tenía, después de todo, apenas la versión de un individuo que ni me constaba que fuera comisario, era su testimonio acusador haciendo de mí sospechoso sin fundamento, culpable en potencia casi ideal.
Una noche el inglés me llamó por teléfono, su voz era la de un hombre cansado y rencoroso. Recuerdo que le pregunté si estaba seguro que ambos crímenes eran obra de un mismo hombre y respondió que sí, luego le pregunté si el asesino se había detenido. Esa rata llegó con la inundación, me dijo. Le comenté que con la misma inundación la rata también pudo irse de Salto; eso es lo que a usted le gustaría me respondió. La rata está entre nosotros, la rata aprovechó para golpear la confusión de la correntada, hay que detenerla y matarla dijo, no quiero que otra chancleta muerta termine por darme la razón. No creerá que me quedaré sentado hasta ponerme la soga al cuello le dijo y él acotó: por lo que sé, esa es una costumbre de familia. El inglés jugaba a fondo, estaba decidido a utilizar todo tipo de recursos para lograr su objetivo. La confrontación brutal con un episodio que comenzaba a olvidar alteró mi equilibrio emocional, dejaba de ser sospechoso para volverme alguien acorralado. Si algo no sucedía pronto, en dos semanas pasaría a la condición de acusado para satisfacción del verdadero asesino, que sabría la necesidad imperiosa que tiene todo misterio del falso culpable. El chivo expiatorio cerrando un ciclo de pulsiones incontrolables, que le permitiera recomenzar por un demencial mecanismo de su relojería alterada.
Tuve nostalgia de los domingos en Salto inundada y añoré el momento en que abrí la puerta de la casilla de los jardineros allá en Montevideo. Nadie sale impune de la confrontación con la muerte del padre, una duda se incrustó en mis pensamientos y comencé a suponer que mi estancia en Salto cuando la inundación nada tenía de casual, resultaba de una conjura incontrolable, mi oscura voluntad cuando estoy distraído pensando en rosas que florecen antes de tiempo. Una mañana venía del Correo (había enviado las cartas de rigor a madre y a Mauricio anunciándoles la prolongación de mi estadía en Salto) cuando apenas transpuesta la arteria que delimita el centro de la ciudad, teniendo en cuenta lo agradable del tiempo y tentando la inoperante operación de escapar a quien me estaría siguiendo los pasos, deserté de mis rutinas de caminante emprendiendo un largo rodeo por barrios de esos que están cerca y nunca antes me había dado por recorrer. Lo hice siguiendo rastros desconocidos, llevado por perfumes que me atraían y terminarían seguro por destruirme. ¿Por qué lo hice? me repito. Lo ignoro, sólo estoy seguro de la deriva imprevista de esa alteración de hábitos difícil de explicar y cuyas consecuencias son considerables.
Digo esto por algo que ocurrió; pasando por los fondos de una vivienda modestísima, viendo de cerca la pobreza en desgracia supe –sin que mediara intermediación alguna que consiga explicarlo- que allí vivía una de las niñas asesinadas. Excitación y temor llegaron a mi espíritu al unísono, se trataba de la euforia por haber hallado una punta de la madeja, era contarme que esa intuición de lo atroz iniciaba acaso mi salvación y también el desarreglo. Mi pasearme por esos precisos andurriales en desgracia, confirmaría a los ojos que seguían mis pasos un retorno calculado, la conexión virtuosa entre la niña asesinada que se crió allí y mi persona, vínculo inexistente hasta ese instante que supe que esa era la casa.
Apuré el paso para escapar del tirón, llegué a casa sudando y con escalofríos, pasé sin saludar, subí de prisa las escaleras; antes siquiera de ordenar la ropa llamé por teléfono al hotel Central y marqué el número que me había anotado en inglés en un papelito. Su habitación estaba comunicando y debí esperar tres minutos que me parecieron una eternidad. Tengo que decirle algo, dije apenas me respondió. Ya sé, me contestó. Su situación se complica, agregó. Usted tampoco me ayuda, quise argumentar. Es usted que parece desentenderse de la verdadera naturaleza de nuestras relaciones, escuché. Es inexplicable, contesté. Yo alguna vez hace tiempo, dijo, creía en brujas pero los años a uno terminan por curtirlo y si quiere hablar de sus caminatas inexplicables aquí lo espero a toda hora, porque en monstruos sí creo. Apenas me despedí del comisario colgué el auricular con rabia, fui al baño y vomité un café chirle y dos tostadas con miel que desayuné en el bar pegado a la sucursal de Correos; desde entonces renuncié a salir durante el día y preferí hacerlo por la noche. Tío Francisco se preocupaba por mi recaída y mi prima estaba celosa e indignada por mi actitud de los últimos días, supongo que ella creía que iba por ahí de putas; ella se sentía responsable de haberse dejado tentar por la idea de confiar a mis manos purulentas de pecador carnal la honra de sus amigas íntimas. Devenía de más en más un ser vil a sus ojos, que sin causa visible saltó del reposo convaleciente a la agresión y del día a la noche; que era a la vez rata y cazador chambón de otra rata cuya captura y sólo eso, podría restituirme a mi condición humana anterior. Así como debí vivir la inundación de Salto viví las noches siguientes a la inundación.
Las primeras veces me moví sin criterio, trataba de marchar hacia las antípodas de mi situación actual y más de una noche, agotado por el esfuerzo dejaba atrás la ciudad. Cruzaba alambrados y me descubría bajo un cielo saturado de estrellas, cuando no entre bultos de vacas dormidas, en aguadas metido hasta las verijas y temblando de frío, Simulaba huir de la ciudad y me internaba tierra adentro, si esos gestos aliviaban mi angustia mediante desconcierto e insensatez de lo ingobernable, nada podía con la tranquilidad del alma. Una vez caminé campo traviesa hasta caer desfallecido en medio de la nada; ese dolor íntimo me recordó el alivio que sentía cuando, al contrario, me encaminaba a la cercanía del río que trajo la inundación a mi vida, huyendo conmigo a recovecos y entrañas del asunto, pliegues donde continuaría la misma cacería.
Jamás sabré si lo descubrí, lo fui inventando para aliviar la mente, si fue suerte consoladora o reverso de otra desgracia y los hechos ocurrieron de la siguiente manera. Al espíritu como el mío son suficiente tres o cuatro noches para crear una costumbre. Cuando digo costumbre quiero decir recorrido, itinerario, repetidas veredas de las mismas calles e idénticas esquinas donde cambiar de dirección. Atípicas pendientes hasta llegar al cauce y alcanzar la vastedad del ancho paisaje de río, que para mí tenía algo de último y confrontación próxima con la muerte tan callada. Olvidamos demasiado seguido que el Uruguay es un río, los Orientales debemos tener algo de anfibios tirados con desdén en la historia. Nada buscaba de particular, era encontrarme y descubrir otra intriga donde crecía el complot que me designó culpable de actos aborrecibles; estaba siendo acorralado por detalles cuya acumulación, sumada a mi desesperación me llevarían a la confesión de crímenes ajenos. Estoy convencido –si la situación y la forma del delito hubiera sido menos horrorosa- que habría confesado a las pocas horas del asedio para escapar a la espera.
Los nervios, cada uno de ellos, la fuerza conjunta del sistema del encéfalo y la médula espinal recomenzaban su tarea demoledora. Una imponente estructura metálica se derrumbaba, en determinado momento sucede que todo se altera y un pensamiento malsano demora en irse, la idea impertinente se entrevera, olvidamos doblar una esquina habitual: lo hacemos en la otra, consolándonos tarde con la esperanza de recuperar luego el trayecto correcto, hacer las maniobras necesarias para recobrar la costumbre. Debió de ser así, la calle que tomé por error extravió la línea recta e insinuaba un viaje sin retorno, curva pronunciada hasta un lugar desde el cual, mirando hacia atrás se disolvían los puntos iniciales de referencia. Era cuestión de un par de metros y suficientes para establecer la diferencia, algo conducía sin resistencia de mi parte hacia la bruma espesa, calle empedrada que era inicio de un puente pues debajo escuché correr el caudal de un río angosto y distinto al Uruguay, acaso fatigado final de un afluente faltante.
Digo río porque existía un otro lado, segunda orilla que no parecía costa argentina, a la que se accedía mediante un puente tendido sobre un caudal de tiempo. Dudé de lo que estaba viendo y debí admitir su realidad, al final del camino empedrado de esa especie de puente, aguardaba una espesura de niebla ahumada y comienzo de algo evocando un poblado tudesco. Me faltó coraje para atravesarlo y allí donde quedé clavado por cobardía estaba equidistante a un caserío de siervos labradores. El humo de leña salía lento de unas chimeneas, alcancé a identificar la entrada de una taberna cervecera y escuché conversaciones en una lengua que desconocía; esa configuración de casas habitadas tampoco debía estar ahí. Verificando la cordura dubitativa volví sobre mis pasos siguiendo la curva del camino, al recobrar la visión primera del paisaje perdí de vista el estandarte de fogones humeantes y esforzándome por retener en la memoria referencias del callejón.
A la mañana siguiente e internado en un tercer segmento de sonambulismo, cuando pretendí regresar allí donde había estado, lo poco que logré fue perderme en el barrio pobre dando sobre el río con el estigma bíblico que sublevó las aguas. Advertí la persistencia del espectro de la inundación y una respiración sonora que estuvo a punto de sofocarme. Forcé suspender el pensamiento evitando conciliar acusadores conflictos lidiando en mi cabeza, poco me importaba saber si me seguían los hombres del inglés o el inglés mismo. Decidí negar lo vivido la noche del error y rearmé mi rutina nocturna, si bien para ellos podía ser la rata sedienta saliendo de madrugada a la búsqueda de víctimas propiciatorias. Constancia, me prescribí y ella consistía en volver sobre las estribaciones de parapetos de piedra, quedarme fumando mirando caer la ceniza en la correntada sin avanzar y sumando percepciones de pesadilla. Lo conseguí, era luminoso que se trataba de una cervecería de ambiente familiar; durante los cigarrillos que midieron mi espera nadie entró ni salió por la entrada principal siendo que yo observé la puerta sin distraerme. Escuché el pasaje de una embarcación deslizándose por el río como un animal sobreviviente y la confusión me impidió saber en qué dirección avanzaba esa chalana.
Luego de la inútil guardia, cuando decidí regresar a casa escuché que debajo del puente en las arcadas de piedra, alguien, un hombre vestido de negro silbaba un aire lento que algo me recordaba. Fue así que lo supe, si algo del viaje a Salto, los nervios alterados, mi escritura afiebrada del Diario de la Inundación y el contencioso pendiente con el inglés debía ser solucionado, sería ahí mismo: en el puente de piedra y oyendo la melodía obstinada del desconocido. Antes de aceptar que la visión del caserío formaba parte de la realidad –algo maléfico escapando al control de los pobladores de la zona- preferí admitir que era paisaje mental de pesadilla, fruto tóxico de esponsales entre el cuello roto de padre y la visión del río envenenado. Dominio alucinante siendo refugio, lugar donde escapar a la mirada de los otros y la tenacidad del inglés tras mi confesión. Ese paisaje con chimeneas era mi otro lado del alma que se hacía visible suplantando los sueños, el dibujo en carbonilla de mi padre inconsciente; de ahí provenían las represiones, deseo y órdenes que rigieron mi vida. Ese paisaje de ninguna parte era cuartel general de mi existencia, caverna y laberinto, desierto, sótano y teatro, montaña al pina sin palacio ni monarca hereditario en la cumbre; panorama del reino inexistente, tiempo durando en el cinematógrafo, donde los actores dialogan en lenguas germánicas anunciando al gesto de padre en la casilla del jardinero.
Estaba desdoblándome en paisajes amenazantes cuya alternancia comencé a manejar a voluntad. Ante el tío Francisco y Jésica pasaba por las desagradables secuelas de un retroceso febril; su opinión me era indiferente, ambas realidades eran muros enormes acercándose y los intersticios de lucidez que me dejaban eran de más en más estrechos. Las veces que avanzaba en el otro paisaje aumentaban los murmullos y seguía sin aparecer gente en la escena. La noche era cubierta por la niebla espesa escamoteándome la petrificada contundencia de formas, poblada de sonidos casi humanos y rondando peajes de lo incomprensible: lamentos, risas, gritos y susurros, carcajadas, la inflexión de insultos sin ser entendidos, algo de murmuraciones, tics del lenguaje, sollozos y jadeos rasgando el sentido sin terminar de revelarlo. Accedía al confín del poder del lenguaje, aguardaba en los pasos de frontera de terminales nerviosas y consciente del cortocircuito del sistema eléctrico que podría manifestarse de manera enfermiza: lo evidente modélico sin resistencia de la transferencia a principios de desquicio y alejamiento consecuente de la realidad, manteniendo equilibrio de límite y advirtiendo signos del vértigo, dándome las fuerzas necesarias para tentar un retorno a la casa de la inundación.
Estaba la presencia del hombre silbando la melodía esa de aires nórdicos debajo del puente, santo y seña venido de un paraje destinado a pocos elegidos, marcando el comienzo de una ceremonia secreta. Himno del país aguardando al otro lado del puente de piedra para convertirme en huésped vitalicio. Ni siquiera la coherencia del Diario de la Inundación me pertenecía. En condiciones normales dudo que pueda referir lo que acaso escribí durante la reciente excitación, cuando retomé de manera compulsiva la redacción al regreso de mis incursiones nocturnas por otras regiones. Ahora leo lo que escribí hace unas horas mientras clareaba y quizá el viaje, las salidas, la escritura del Diario de la Inundación y mi pulsión de leer de inmediato pretendan entender el gesto de mi padre.
«Vuelvo del lado donde se esconde la verdad agazapada. La noche está particularmente clara, quiero decir que una luz de luna próxima alcanza a colarse entre aislados nubarrones espesos. Puede que la luz provenga de altísimas farolas de gas. Es curiosos, tengo en la boca un gusto amargo de cerveza negra, una enorme cantidad de líquido oprime mi vejiga y la inundación de orina es inminente. Me propuse llegar hasta la casa, cuando creo dejar atrás los murmullos del pueblo de piedra y podría escuchar mis pasos de tanto silencio que me rodea, recomienza el hipnotismo audible del hombre que silba. Es el mensaje del desconocido sin identificar: somos sombras errantes cruzando nuestros destinos por casualidad, él y su melodía pertenecen al sueño de otro y son variante de interferencia. La locura es territorio compartido y niega la experiencia de la soledad, por ello nadie regresa y los que vuelven de simulacros de electrocución siguen conversando con aire triste, negándose a contar pormenores de allá.
“Esta noche alguien se interpone entre nosotros dos, primero es una silueta avanzando y luego alguien con quien nos cruzamos. Es una niña y su aparición supone algo terrible. La tercera que va caminando para el otro lado del puente yendo hacia la melodía, atraída por ondas sonoras del vampiro nocturno como si fuera un caramelo elaborado en Dusseldorf. Me desespero pues ignoro si la niña es parte de mi sueño o del sueño del desconocido, si él es un músico de paso por Salto raptándome en su sueño que necesita un testigo para su ignominia o soy yo incluyéndolo a él en el mío e inventado una coartada que nadie, cuando mañana aparezca el cuerpo de la tercera niña tirado en un terraplén, llegará a creerme».