Un apócrifo: «Martillo de jesuitas»

El relato integra un libro titulado “El misterio Horacio Q” editado en Montevideo la primera vez por Alberto Oreggioni en 1998 y luego en Buenos Aires (2005) por Alberto Díaz. Evocaba la figura de Horacio Quiroga en una suerte de homenaje inspirador, siguiendo dos líneas de trabajo de manera a la vez flexible y estricta provenientes del salteño. La primera de orden temático imponía orbitar algunos de los episodios de la vida atormentada del escritor; podía ser la muerte accidentada de un amigo en un simulacro de duelo o la tentación vanguardista del cinematógrafo. En el cuento presente quise dejar traza sublimada de la muerte violenta de su padre, en un accidente de caza cuando HQ venía de nacer, el suicidio terrible del padrastro cuando el aspirante a poeta modernista ingresaba en la edad adulta y antes del viaje a París. Dos escenas traumáticas en la vida de cualquier persona y tratándose de HQ potencian una dramaturgia de héroe maldito, en tanto que se suman a otras desgracias apiladas, haciendo inevitable una detestación de la vida que le tocó vivir, odio visceral por el ensañamiento en su contra de oscuras fuerzas del Destino, increpar a enemigos invisibles y blasfemar ante otras instancias superiores en la feria de las creencias.

El segundo mandato a seguir era respetar -sin el orden general estricto del texto- alguno de los preceptos contenidos en su famoso “Decálogo del perfecto cuentista” publicado en la Revista Babel de Buenos Aires en 1927. Aquí se trataba de glosar el fragmento VI: “Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frio”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.” Había pues que concentrarse en esa frase hasta quedar encerrado e intentar transformarla en obsesión de historia individual. Machacar haciendo que -impedido por variaciones asfixiantes- el recurso de la repetición le diera un nuevo sentido fatal. Debería correr no demasiado lejos en la escritura un rio visible o invisible, el soplo en movimiento humanizando la naturaleza o atribuyéndole alguna intención amenazante. El viento que todo lo lleva, que anuncia temporal y que trae malas noticias, desata la tormenta con granos de arena del desierto e incita langostas devoradores de todo verdor perecedero. Además ese frio repetido… eso sensible que un ser humano puede calibrar en su temperatura entrando por los pies o el cuello, el frio aliviando de la humedad sofocante y que avisa la muerte si toca virazón, Las dificultades de resolver el relato daban vueltas como viento circular; así continuó la espera con anotaciones al margen y una mañana se juntaron los posibles dentro de la frase tajante, formaron la jangada imaginaria con olor a cadáver que se olfatea cuando la presa del cuento está cerca.

Por la violencia trabajó algo la memoria personal de la historia reciente y psicologías fronterizas de Acevedo Díaz, pero si se la mantiene en actividad exclusiva rondando el testimonio la ficción intransigente huye despavorida como animal acorralado. Se podía dar rienda suelta a la ficción; sin ese olor a sangre humana y carcazas pudriéndose que llegaba desde el rio Uruguay, la intención original marchaba corriente abajo y naufragaba la dosis justa de convicción. Quedaba pendiente lo más complicado de acceder al delirio -la escena debía resolverse en delirio- desde datos concretos; recordé las lecturas del propio Quiroga donde la vida cambia en un segundo y que todos conocen aunque hayan leído “A la deriva” una sola vez en la vida. Hay un hombre que se llama Paulino y tiene una mujer llamada Dorotea. Está a cinco horas de navegación del pueblo Tucurú – Pucú y se enemistó por asuntos pasados con el compadre Álvez. Recuerda otro conocido llamado Gaona, su ex patrón míster Dougald y el recibidos de madera, un tal Lorenzo Cubilla al que conoció un jueves de semana santa. Toda la sangre del pasado está envenenada por la mordedura de la yararacusú, en las venas circula la infección que pudre el cuerpo y llega al cerebro. En ese trance irreversible los hombres solo pueden distinguir el teatro negro donde se representa el cuadro de la muerte. Eso ocurre en el medio del rio que es también el de Manrique y desde donde soplaba un viento frío, que a Paulino lo dejó indiferente pues no distingue el agua de la caña: ¿lo de Cubilla fue un jueves o un viernes?

Aunque se destile en otros alambiques narrativos, la maldición de las Misiones sigue goteando cada tanto veneno sin antídoto. Se pueden cambiar los nombres de la cartelera, algunos contexto de rancho familiar y ser otra la noche del cazador de los curas traidores con Odio Amor tatuado en las falanges. Una verdad reptante sigue avanzando a la deriva desde 1927: desde el río soplaba el viento frío.