En «El submarino Peral», 2016
la cortina de tiempo entre olvido y deseo
mas nunca se atraviesa el espejo
de la propia memoria
Manuel Vázquez Montalbán
Siendo yo niño igual que mi segundo nieto, era un forofo incondicional del balompié y mi corazón latía cada fin de semana por los colores del Danubio Fútbol Club, camiseta blanca y banda diagonal negra. Han pasado luego muchos equinoccios con dos vidas seguidas y había olvidado que esa flaqueza fue la causa de mi exilio expedito treinta años atrás; desde entonces jamás pisé un estadio, ni el mismo Camp Nou del barrio de Les Corts. Muy de vez en cuando sigo un match por la televisión y nunca llego al final, me conformo con saber que la emoción quedará en suspenso teñido de proscrastinación: siempre hay puntos en disputa y la pesadilla atlética recomenzará la semana siguiente.
Por mi abuelo paterno nacido en Mataró –él tenía cierto orgullo ferroviario de haber sido el primer destino de un tren español- y el hecho de que quedaban algunos lejanos parientes de la línea materna con vida, luego de varias semanas extraviándome sonámbulo por el Ensanche, me instalé en la ciudad de mis ancestros y pasada la convalecencia del destierro comencé a negociar con los franceses. De muchacho no tuve intenciones serias de cambiar el mundo que tanto se resiste sin ser tampoco un indiferente; me apliqué pues a vivir mi vida de corredor de comercio, formar una familia, navegar con vela latina recuerdos imborrables de otra vida anterior y mi ciudad de nacimiento, que se volvió estación de tránsito para la novela familiar.
El abuelo me contó, creo que era un farol inocente para sobrellevar el alma peregrina afectada, que nació el mismo año que el divino Ricardo Zamora y lo había visto permanecer invicto en una tarde de epifanía deportiva; de acuerdo a su oda olímpica reiterada, era igual al dios Apolo cuando condesciende a mezclarse con los mortales durante el sitio de Troya. Me hizo aprender de memoria, como si fuera un poema melancólico de Manolo Vázquez Montalbán, la alineación del Barcelona el año de mi nacimiento. Hasta la coleccionó en cromos de colores y nunca supe cómo llegaron esos figurines hasta la casa: Antoní Ramallets, Biosca y Seguer, Martín, Gonzalvo III y Bosch, Aldecoa, Basora, Manchón, Kubala y Vila.
-¡Y el mister era Daucík!
Desde una tarde insumergible en el olvido cuando todo cambió, soy adepto convencido del efecto mariposa en su vertiente irónica y del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena. Mi nieto vino a pasar el día en casa –los padres trabajan cuando les dan libre a los críos en el colegio- teníamos la tarde para nosotros y yo debería devolverlo a Sarriá al caer la tarde. Le pregunté si quería ir al Parque de la Ciudadela a conocer animales fantásticos; cuando me dijo que prefería visitar la Sagrada Familia, temí que estuviera pasando una etapa beata, inducida por los otros abuelos muy de misa dominical. Tampoco era el momento de propinarle lecciones de historia patria y el origen del mundo tal cual es, acepté la curiosidad de la propuesta y marchamos pues al barrio de las diagonales, donde viví las primeras siete semanas cuando llegué de allá apenas con lo puesto.
-Vamos por aquí papi, el carrer de Provença es muy bonito, me dijo el chaval, que al parecer conocía la zona como la palma de la mano.
Le seguí los pasos y de repente nos detuvimos frente al 439. Al principio, por la bulla reinante, pensé que sería una heladería Ben & Jerry’s o un nuevo cine donde echaban una peli del Hombre Araña. Era la sucursal Sagrada Familia de la tienda oficial del FC Barcelona.
-¿Vinimos a buscar algo concreto?, le pregunté y pensé en mi abuelo admirador del Divino Zamora, portero de vuelo fluctuante en sus fidelidades al “més que un club”.
El peque me contestó con un signo afirmativo de cabeza e ingresamos en el llamado showroom de lo que antes era una peña bulliciosa de gente modesta. Aquello evocaba una instalación desmesurada casi de ciencia ficción: planeta lejano de seres de apariencia androide, Legión Extranjera con nuevas fidelidades mercenarias, adoración de gente entregada hasta el martirio cuando se aglutina en multitudes, pantallas plurales mareando el entendimiento con decenas de cámaras, estadísticas de Liga, temporadas internacionales programadas e inversiones de árabes con pasta gansa, salario sideral de deportistas tatuados hasta el culo, culto sublimado a la personalidad que haría palidecer de envidia al padrecito de los pueblos, y otro mundo paralelo mutante de objetos cotidianos coloreados de blaugrana.
Algo ahí en ese ambiente capta la voluntad de los niños de todos los orígenes planetarios –había chicas que debían ser suecas por lo rubias y chinitos que entraban a saco, compraban con avidez milenarista a golpe de tarjeta, renovando el mito del peligro amarillo urdiéndose en Shangai- y mi nieto, que es listillo, marchó en piloto automático hacia una zona precisa de local.
No era el único, había varios en su misma situación y todos hacia la novedad: el número 9 de Luís Suárez, fichaje reciente que venía de ser pichichi de la Liga inglesa con el Liverpool. Hay estrellas que prefieren los mayorcitos y la plantilla del Barça tenía para elegir, pero los más pequeños quieren a Suárez “porque es como nosotros en el jardín” me comentó mi nieto, desestimando algunos defectos del charrúa, considerados por la infancia cualidad secreta y complicidad de empatía.
-Maricones, decía mi abuelo cuando se comenzaron a contratar holandeses en la Condal. Para centro delantero con cojones hay que ir a la temporada 58 y el húngaro Zoltán Czibor. Esos eran hombres….
Yo estaba en las antípodas del match interrumpido que cambió para siempre el rumbo de mi vida, mi nieto me hizo una finta astuta y fueron los dientes tan mentados de Suárez que mordieron la memoria de mi juventud. Recordaba cada detalle, podía revivirlos como si se tratara de un viejo film mudo en blanco y negro y no en condición de testigo interesado; podía dudar acaso entre si era algo soñado, borroneado por el recuerdo o había sucedido en la dimensión real de lo tangible.
Luego del desastre mortal escamoteado, recorrí los muelles durante semanas tratando de saber lo ocurrido, hallé testimonios diferentes del miedo todavía caliente, aparecían datos desguazados y faltaban piezas esenciales del puzzle; se hablaba de pelea accidentada pero en ninguna versión de final trágico. El amigo fallecido nunca existió para nadie del barrio, lo arrastró la marea nauseabunda que desbordó cloacas de la ciudad vieja y había algo que se olfateaba recorriendo sin buscar: ecos de lo ocurrido, inocencia ficticia haciendo dudar de la veracidad de las historias, como si despacio la verdad cediera terreno a poderes censurados de la imaginación. Estaba empecinado e inconsolable, preguntaba mucho buscando respuestas improbables sin terminar de resignarme. Con insistencia imprudente de justiciero blanco y me lo hicieron saber; la última vez de tal manera a punta de pistola con cara descubierta, que un jueves impar me subí apenas con un bolso de mano al primer avión rumbo a El Prat. Era el viajero que huye y sin mirar hacia atrás para retener el paisaje detestado de la patria perdida.
Estábamos a mediados de los setenta. En esos meses teníamos pocas cosas para hacer además de rumiar la derrota en toda la línea, me fastidiaba el cine como distracción, la vida sentimental era desierto de escorpiones venenosos y el rencor me separó de la vida social militante de base. Los fines de semana se me caían de la vida apática como brevas maduras destilando melaza y así tenía que ser. Fue promediando el otoño con Mayo húmedo desde principio a fin, lluvioso de semana interminable y taimado sol dominical como magro consuelo, con vaho caluroso de charcos estancados, color gris de veredas y baldosas cariadas que nunca terminan de secarse.
Recuerdo que tuve lío en casa por alguna tontería y preferí largarme a caminar sin nadie que me incordiara; quería ver costa hasta cansar la vista, caminar junto al estruendo del río como mar color león moribundo y olas rotas pegando contra los murallones. Eran pocas cuadras, sin pensarlo me dejé ir por la pendiente de la calle de nuestra casa y en menos de diez minutos estaba confrontado al horizonte marino. Irrumpen primero ruidos confusos, gritos sueltos, risas espontáneas de espectadores destinados al drama. Descubrí como siempre la chimenea de ladrillos emergiendo del mar, desde que tengo memoria está apagada, pronta no sé para qué humo de cuál fuego lento de qué incendio eventual que consuma la ciudad.
La gente va por allí como si nada, buscando algo que ignoran y sin captar la opresión creciente del paisaje. Me recostaba en bancos públicos de cemento que había en el costado de la Escuela de Enfermeras Carlos Nery cerca de la chapa de calle: Juan Lindolfo Cuestas. Sobre esa pared hay escrito ARMADA NACIONAL. CAMPO DEPORTIVO GURUYÚ, allí se armaban los fines de semana unos desafíos de fútbol amateur entre equipos que nunca llegué a conocer de cerca. Al frente y a la izquierda está fijada la placa metálica que reza Rambla Naciones Unidas, más a la derecha y recostado a la cancha el monolito que dice Rambla Francia y tiene detalle de mujer con gorro del escultor Juan Zorrilla de San Martín. Pegado al monolito hay plantados tres mástiles para izar en días de conmemoración quién sabe qué pabellones de advertencia, a la izquierda una garita de policía que con el paso del tiempo sustituyó los vidrios por pedazos de nylon.
Desde atrás de una de las porterías se distinguen grúas de carga del puerto quietas del domingo, la inclinada trama distante del Cerro disidente rematando en faro, el edificio –siempre cerrado- del Servicio de Iluminación y Balizamiento. Hacia la izquierda la canchita de baby fútbol, tirando a la derecha la torreta de vigilancia mirando al sur. La amenaza soterrada de los focos de luces, el nervio fosilizado de la escollera largo de un kilómetro y el batallón centenario de la Armada Nacional. Era el escenario ideal para instalar en el medio el prototipo del submarino Peral, en homenaje a la parte sumergida del iceberg de tramoyas golpistas.
El carrito del manisero –maqueta triste de locomotora pionera entrando a Mataró en 1848- hundía las ruedas en el barro de Mayo, el olor ácido a tablitas incineradas con restos de pintura me envolvía cuando pasaba por el lugar. Allí la gente es tan modesta que ni hay niños en harapos pidiendo monedas, acaso algún perro que por ser cachorro todavía se desentiende del entorno y continuaba hurgando inútilmente en bolsas de basura. Los vendedores de baratijas caminan con paso cansado presintiendo el fracaso de la empresa, hacia los meses templados aparecen carritos de refrescos y heladeros ambulantes. Suelen verse cuando hace calor hileras de automóviles, gente que viene a matar el tiempo pegajoso sin pensar en nada.
La tarde que cuenta, con pálido sol y viento persistente le daba ventaja inesperada a quienes atacaban para el lado del Parque Rodó. A pesar de lo agresivo del clima, los últimos días la canchita estaba cuidada como corresponde a un bien inalienable de la Patria. Si antes de los sucesos yo había visto equipos de estudiantes y vagos jugando con compañeros del barrio o socios del Club de Pesca, en esa época el recinto estaba prohibido para otros deportistas que no fueran militares. Los contrincantes citados estaban prolijos, concentrados en los minutos previos al comienzo del match. Amarillos y rojos, verdes y azules tenían equipos completos, zapatos nuevos, camisetas flamantes como si fuera el inicio del Scudetto en el estadio olímpico de Roma; sin ese descolorido de números y medias zurcidas de rejuntados de fábricas textiles, en canchas de vestuario a la intemperie sin ni siquiera una ducha de agua fría.
El corte de pelo idéntico y cortito, la forma disciplinada de las pantorrillas hacían ver que tenían la misma preparación física, por los gritos para darse ánimo se advertía que había hombres del ejercito y otros de la marina. Dentro del ocupante usurpador del país eran claras las jerarquías sociales, los once del ejército eran oriundos de departamentos fronterizos, hablaban en portuñol aproximativo, eran chaparritos, peonada parada sin trabajo rural; los marinos eran altos, mejor alimentados en la infancia e igual de chambones, lo suyo era la neutralidad del océano más que los deportes en tierra firme. Podía ser la segunda división del regimiento Nº 22 con asiento en Minas de Corrales y los otros igual de aleatorios, cambiando la ciudad por nombre de buque insignia amarrado con artillería antiaérea averiada.
Los hijos naturales de la ciudad vieja miraban eso como un circo de maravillas en función continua –estrategia de relaciones públicas de las autoridades al rescate del ser nacional- con admiración de desocupado alienado. Los equipos Le Coq Sportif, Adidas y zapatillas Puma a lo Diego Armando, el héroe santificado del Nápoles. Los vecinitos corrían cuando la pelota iba lejos del perímetro del terreno de juego, a riesgo de ser atropellados por un ciclista perseguido por un perro tirando tarascones; eso era lo de menos en la vida, lo esencial era tener en las manos el balón y patearlo hacia el uniformado más próximo. Se trataba de verlos jugar a ellos dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, ser espectador boquiabierto de la diversión mente sana en cuerpo sano entre ellos.
Había sin embargo una atmósfera extraña habitando el evento, a mí al menos me lo pareció desde la pitada inicial. Mirándolos de cerca se presentía una violencia creciente en los primeros minutos, eran flagrantes los trancazos para detener el avance contrario y la pierna se interponía alta con intención de hacer mal hasta el quiebre. Los tapones se hundían rabiosos contra el barro, la agresión al adversario sin fingirla en un movimiento excesivo del juego, el insulto escupido cuando el balón era disputado por una banal incidencia del juego.
-¿Cuánto van?, me pregunté uno que llegaba mateando.
-Cero a cero y esto termina mal, le dije.
Cuando finalizaron los primeros cuarenta y cinco minutos los tipos equipados se fueron desconformes y envenenados. Intercambiando reproches inventados sobre instancias del encuentro, se miraban unos a otros cruzando interjecciones guturales y odio exponencial. Los del ejército jurándole lo peor a los de la marina y viceversa, ambas escuadras quedaron luego fuera de la visión de los mirones; marcharon al interior de las instalaciones buscando calma, obediencia debida, la orden de superiores y que tendría una sola versión aceptable: la victoria es el único objetivo de la batalla. Seguro que durante ese partido amistoso se estaba decidiendo una jerarquía interna entre fuerzas en el poder, acaso apenas el desafío viril entre graduados presumidos del estado físico y espíritu ganador de la tropa bajo su mando. Elogios exagerados del primer trago compartido que se vuelve broma pesada en el tercero, desafío abierto y apuesta con provocación cuando piden el quinto etiqueta negra.
Desistí de caminar hasta el bar de la esquina a beber una copa de algo fuerte y que pudiera distraerme, cada minuto que pasaba también en el descanso se cargaba de pésimos presentimientos. Como si en pocos minutos los árbitros hubieran asumido la gravedad de la situación, ellos permanecieron a un costado distanciándose del drama en bambalinas. Los jueces de línea los eligieron entre sus huestes cada uno de los equipos y el árbitro principal –ignorante del trofeo real del enfrentamiento él permanecía parado en mitad del terreno- era un amigo querido de la barriada.
Los padres del tano Nicola tenían una mercería en la calle Colón y no estaba en sus planes mudarse a un barrio de más solera, estaban bien ahí y siempre es bueno tener el mar como horizonte por si acaso. El muchacho, un rubiales simpático de ojos azules, cursaba el internado en el hospital Maciel y estaba a dos exámenes del diploma de medicina; desde hacía años, haciéndole favores a los conocidos del barrio y porque le gustaba, se acomodó en el arbitraje amateur. Para el partido que venía de cerrar el primer acto, como los adversarios pretendían un alguien neutral que vigilara las acciones evitando favoritismos, consultaron por ahí entre entendidos del asunto y finalmente lo eligieron a él. Cuando los padrinos designados fueron en embajada para aprobarlo no le dejaron opción ninguna: Nicola quedó entre la espada y la pared.
A esa hora el hombre de negro estaba inquieto, supongo que por verse en medio de lío ajeno, en noventa minutos distintos de los vividos habitualmente entre camareros, funcionarios portuarios y vendedores de billetes de lotería. Me dediqué a observarlo por solidaridad y presentimiento, Nicola era el centro del mundo, actor principal del drama que se representaba bajo la apariencia de un episodio de confraternidad entre las fuerzas conjuntas, momento aparente de solaz y esparcimiento. Se había retirado después a prudente distancia, buscando la concentración necesaria y vinieron a su encuentro dos tipos de particular que eran idénticos. Desde donde yo estaba, mientras cruzaba la escena el carrito del manisero –como un organillero ambulante deshojando aires de chotis zarzuelero- se los distinguía gesticular explicaciones y en un segundo les ofreció el silbato, haciendo señas de que prefería irse de allí de inmediato. Los tipos lo calmaron con una vaga promesa de negociación en el vestuario, hasta parecía que todo volvería a la normalidad dentro de un rato.
Lo creciente era el silencio y apenas se adivinaba el mar, el chillido de gaviotas agoreras anunciando el carro de la muerte. Por el corredor colonial de Juan Lindolfo Cuestas se escuchó el ruido de zapatos especiales para terreno pesado y arrastrar pantorrillas adversarias; ya venían ellos en la marcha triunfal, eran cascos de caballería mercenaria entrando al galope invadiendo ciudades apacibles. Esas piernas no decían las ganas de convertir el gol que decide el triunfo, la corrida en trote era de entrenamiento con mochila en la espalda y recuerdo del deber a suprimir en nombre de la Patria asediada. Hasta el sudor deportivo corría por la espalda siendo transpiración de guerra justa; era cadencia del uno dos uno dos uno dos aprontándose a la represión sin cuartel. Ningún sobreviviente ni prisionero dejado con vida cuando caiga la noche y bramido nocturno de comienzo de lucha.
Nos inquietó a los mirones ese despliegue y más a mi, que tenía un amigo querido envuelto en las escaramuzas del combate inminente. Las bocas de seguidores implicados vomitaban bramidos de entrenamiento cuerpo a cuerpo y era inapropiado que el ejercicio fuera conocido por civiles pusilánimes. Del servicio de Iluminación y Balizamiento, del Centro de Instrucción de la Armada salieron dos contingentes uniformados unos y otros de civil. El segundo de los equipos en disputa, mostrando la supremacía en dotaciones presupuestales, su respeto a la pulcritud e imagen ante el pueblo había cambiado de indumentaria. La tierra amortiguó ese paso de marino sin familia entrando en refugio enemigo y el graduado abriendo la marcha llevaba el balón oficial entre las manos: era una granada armada pronta para detonar a la menor oscilación.
Una vez los hombres dispuestos sobre el terreno se alinearon en mitades, prontos para la batalla decisiva de una historieta de fantasía heroica dibujada por Frank Frazetta. En ninguno de los casos los atletas dejaban de hacer ejercicios tratando de intimidar al adversario, haciéndole saber la derrota inevitable, llevarlo hasta la certeza de la inutilidad de toda iniciativa, de lo absurdo de oponer resistencia y descartar cualquier ilusión de triunfo. Eso no podía estar sucediendo en ese arrabal del universo al menos que los dioses secuaces de Marte hubieran enloquecido y exigieran la sangre inocente de los mortales.
Nicola convocó a los capitanes de las plantillas a un breve aparte antes de pitar el reinicio del match, ellos bajaron la cabeza haciéndole saber que no le daban ni esto de pelota. Los ánimos estaban más que caldeados, la ansiedad por comenzar de una buena vez decía del encono persistente. A nuestros campeones retenidos le fastidiaban los testigos, hubieran preferido vivir los cuarenta y cinco minutos a puertas cerradas, lo que ocurriría sería entre ellos bajo jurisdicción militar regido por protocolos de honor secretos. Planearon bien esa operación de estar en esas canchas abiertas junto al mar, captar espectadores entregados y niños que los miren jugar, admirando embelezados el fruto del entrenamiento semanal, la inventiva para avanzar intereses del equipo hasta el área penal contraria y gobernar un país en paz. A esa hora turbia del paralelo 32, los responsables estarían arrepentidos de la iniciativa relaciones públicas de exposición e intercambio cordial con la población, quienes estábamos ahí aprontamos pitillos armados con tabaco nacional para estar atentos a lo que ocurriría.
Desde atrás de la portería donde asomaban los robustos edificios del Estado providencial escuchamos las primeras voces, en principio de aliento y a medida que pasaban los minutos se volvieron interjecciones de mando.
-¡Fusilalo!, escuché cuando un centro dejó al marcador de punta frente a frente con el arquero.
-¡Marcalo al cuerpo, hijo de puta!
-¡No lo suelte que están cagados!
Era un coro olor azufre de recriminación para desertores y pusilánimes. Las palabras resonaban a materia caótica y terrible por lo que vendría, extraño juego absurdo que ni los protagonistas parecían entender.
Nicola, previendo el conflicto segundo que se andaba gestando corría de un lado para otro, estaba arriba de cada jugada controvertida y a pesar de ese celo de justicia deportiva, cada vez que cobraba una falta en cualquiera de los sentidos recibía un insulto. El colegiado designado estaba lejos de ser ecuánime profeta plateado de guerreros elegidos y se transfiguraba en chivo expiatorio de los males del mundo. Los atletas pedían más en las reacciones coléricas, enceguecidos por el avance de acontecimientos cargados de fatalidad, sedientos de sangre del primer contrario que se tenía a mano. Con espíritu de cuerpo cultores del secreto, ellos de ambos bandos no estaban dispuestos a que un civil sin galones los detuviera en su dinámica muscular por cualquier excusa de reglamento; para peor el juego tampoco se definía en superioridad neta de una de las partes.
Sin retirada a la vista perdón y cobardía resultaban sentimientos despreciables, el único atajo para salir de la emboscada era destrozar al adversario.
-¡Mate flaco, mate sin miedo!
Por breves momentos se oyó encima del drama el mar cercano golpeando contra las rocas, jadeos del esfuerzo por lograr la victoria y comentarios sardónicos de instigadores de toda laya. Nadie podría ni quería detener lo que se estaba inventando a conciencia pura. Era una situación sin punto de retorno, esos jugadores se implicaban en un cruce de comando y los oficiales fastidiados con furia de mala adrenalina querían recuperar mieles del triunfo con hiel derramada de derrota contraria. Inamovible voluntad de destruir cuerpo y alma del enemigo ancestral, que persiste desde lejanos perfiles evolutivos de los primates explicada a escolares. La máquina implacable de la guerra interior nutrida con fatalidad no podía quedar paralizada, ni lo deseaban los entrenados en bases militares con bandas y estrellas de Panamá. Los guardias estaban prontos para intervenir, centinelas o como se llamen en el planeta bélico que topamos, sin saber quienes eran agresores y quienes los defensores. Ahí y en uno solo coexistían dos ejércitos enemigos que en noventa minutos se jugaban el poder, la fe indemostrable de origen celeste o algo definitivo difuso: el derecho a continuar enfrentándose en un match amistoso para abrir el marcador.
Como testigo casual podía entenderlos; con ayuda de fantasmas del pasado familiar, esa saña que les conocía en otros operativos a mis fuerzas armadas y noticias frescas de entrenamientos clandestinos no tenía duda: podía captar lo ocurrido y el crecimiento del odio destructivo. Cual jauría de animales rabiosos se atacaban a dentelladas entre ellos, delante de la gente olvidando el público, sin importarles; éramos pocos los sorprendidos de este lado de la disputa, hice un rápido cálculo mental y tampoco podían hacernos desaparecer a todos.
Los perros de guerra respetaban el límite del cuadrilátero, los oficiales se paseaban al borde de la línea de cal y alguno con petaca metálica en la mano de donde zampaban el trago cada minuto, moviéndose con alternancia entre la zona detrás de portería y la línea del medio. Nada de ejercicio buscando ocupar cabezas entrenadas, ahí eran oficiales mandando a sus hombres en simulacro real, dejando aquello de ser maniobra compartida para volverse refriega verdadera. Aunque pudiera parecer inconcebible casi se estaban peleando por el honor de la Patria, el himno a la bandera y era absurdo que el enemigo jurado fueran ellos mismos.
Lo bello de esa fiesta del espíritu olímpico –el deporte por encima de las miserias de la Historia- resultaba ser gratuito e inesperado. Aquellos oficiales se movían con impunidad digna de capangas, los soldados eran legiones celestes conscientes de participar en la misión sublime, obedeciendo a superiores, ignorando objetivos confidenciales de la misma. Si los reclutados se pasaban de ardor guerrero en prestaciones públicas, donde la competencia leal debía sublimar la lucha, era para hacer pasar la disciplina dura en sociedad, Había que dar el ejemplo “a esos muertos de hambre que vienen a vernos y nos desprecian en silencio, que entiendan por la gimnasia y lo piensen dos veces antes de abrir la boca como imbéciles.”
Estábamos ahí para verlos divertirse y descubrir que participábamos en un auto de fe premeditado, lo que nos parecía deporte era para ellos distracción y esparcimiento. Quienes entienden de fútbol saben que el minuto 32 del segundo período es determinante y ello sin una explicación racional que lo explique. Es el momento suspendido cuando la balanza de la fortuna se inclina por uno de los platos. Ese domingo de Mayo se repitió la fatalidad, ocurrió un eclipse total del entendimiento que nadie pudo vaticinar. Por haber sido un encuentro disputado fuera del mundo nadie lo recuerda, eso nunca existió salvo para un puñado de los que nos sentíamos comprometidos; minuto fatídico que sancionó el silbato del tano Nicola con una nota sola que pareció paralizar la fuga infinita de la vía láctea.
Debió ser algo decisivo para ambos equipos, un penalti discutido, doble expulsión o falta peligrosa en la zona limítrofe; pero eso ya es sin importancia y además Canal + nunca está donde ocurre la tragedia del mundo. Aquello fue como si Nicola hubiera contrariado a los dos bandos por motivos distintos y convergentes de los que llevan al desquicio homicida. Todo sucedió rápido y los veintidós mastines rodearon al futuro médico como a un zorro extenuado. No hacía falta nada para que estallara la violencia y esa nada –que podía ser envidia vecinal a los padres de Nicola y la doctrina del odio llevada a la praxis espontánea o espíritu de pandilla salvaje y algún ritual de sacrificio de hordas primitivas- llegó como si hubiera caído un rayo de Zeus en medio del terreno.
Primero reaccionaron en solidaridad como hombres violentos, bien pronto una sinergia animal se apoderó de ellos, les dio un espíritu de cuerpo solidarizando los motivos del desafío hasta identificar la víctima propiciatoria. Los insultos de tribuna se transformaron en gritos sin lenguaje y del resto se puede suponer; decirlo con detalle sería pringar el recuerdo del amigo muerto y si alguien me lo pregunta, por ese morbo alimentado de seriales americanas transgénicas le diría a ese hijo de puta que es cosa mía. Fue expeditivo el asunto como una ejecución al alba aún con estrellas de la madrugada, los fusiles del horror eran cuarenta y cuatro piernas pateando enceguecidas, después de la orgía los chacales ahítos de sangre se fueron dispersando.
La línea de cal era pantalla gigante en espacio público, perímetro prohibido como si hubieran levantado una barrera de alambres de púas y minado el terreno intimidando a los intrusos. A medida que ellos se alejaban algo aparecía tirado, forma irreconocible sobre el terreno de la vergüenza y que tenía un lindo nombre de cantor italiano. Fui cobarde por no ir corriendo por si había algo que hacer y cruzar al menos la última mirada con los ojos celestes del amigo muerto. Quizá así salvé la vida, tal vez otros espectros pensaron en mí impidiendo que avanzara, poniéndome por delante el obstáculo del manisero y su locomotora, saliendo en contraluz como la carreta de la Muerte con ejes sin engrasar.
Cuando comenzaba a hacer foco sobre lo indescriptible entreoí un sonido apagado vital desviando mi atención, como si estuviera destinado sólo para mi en ese instante devastador del planeta tan odiado. Del interior de la chimenea apagada, la misma que emerge del horno alimentado por el fondo ígneo del mar salió una bandada enorme de pájaros en escuadrilla. Dieron dos enormes vueltas circulares por encima de nosotros y para distraerme a mí impidiendo que diera el paso que ellos estaban esperando. Supe o quise convencerme de que Nicola era esos cientos de pájaros indivisibles y que salían en misión migratoria hacía los mares del Sur.
-El código pim por favor señor, me dijo la cajera de la tienda.
Mi nieto me sonreía contento a tope con la camiseta Nº 9 de Luís Suárez que se llevaba puesta. Le quedaba muy bonita y hasta el plateado del aparato dental parecía distinto. Algún día le contaré por qué se llama como se llama, marqué entonces las cuatro cifras confidenciales que eran el número de estudiante de Nicola en la Facultad de Medicina de una ciudad inexistente. A la que jamás regresaré y menos ahora, sabiendo por ser un castor viejo con los dientes gastado que es un soplo la vida.