Más allá del Bósforo están los universos

En «El submarino Peral»,  2016

la cortina de tiempo entre olvido y deseo           

mas nunca se atraviesa el espejo

de la propia memoria

Manuel Vázquez Montalbán

Siendo yo niño igual que mi segundo nieto, era un forofo incondicional del balompié y mi corazón latía cada fin de semana por los colores del Danubio Fútbol Club, camiseta blanca y banda diagonal negra. Han pasado luego muchos equinoccios con dos vidas seguidas y había olvidado que esa flaqueza fue la causa de mi exilio expedito treinta años atrás; desde entonces jamás pisé un estadio, ni el mismo Camp Nou del barrio de Les Corts. Muy de vez en cuando sigo un match por la televisión y nunca llego al final, me conformo con saber que la emoción quedará en suspenso teñido de proscrastinación: siempre hay puntos en disputa y la pesadilla atlética recomenzará la semana siguiente.

Por mi abuelo paterno nacido en Mataró –él tenía cierto orgullo ferroviario de haber sido el primer destino de un tren español- y el hecho de que quedaban algunos lejanos parientes de la línea materna con vida, luego de varias semanas extraviándome sonámbulo por el Ensanche, me instalé en la ciudad de mis ancestros y pasada la convalecencia del destierro comencé a negociar con los franceses. De muchacho no tuve intenciones serias de cambiar el mundo que tanto se resiste sin ser tampoco un indiferente; me apliqué pues a vivir mi vida de corredor de comercio, formar una familia, navegar con vela latina recuerdos imborrables de otra vida anterior y mi ciudad de nacimiento, que se volvió estación de tránsito para la novela familiar.

El abuelo me contó, creo que era un farol inocente para sobrellevar el alma peregrina afectada, que nació el mismo año que el divino Ricardo Zamora y lo había visto permanecer invicto en una tarde de epifanía deportiva;  de acuerdo a su oda olímpica reiterada, era igual al dios Apolo cuando condesciende a mezclarse con los mortales durante el sitio de Troya. Me hizo aprender de memoria, como si fuera un poema melancólico de Manolo Vázquez Montalbán, la alineación del Barcelona el año de mi nacimiento. Hasta la coleccionó en cromos de colores y nunca supe cómo llegaron esos figurines hasta la casa: Antoní Ramallets, Biosca y Seguer, Martín, Gonzalvo III y Bosch, Aldecoa, Basora, Manchón, Kubala y Vila.

-¡Y el mister era Daucík!

Desde una tarde insumergible en el olvido cuando todo cambió, soy adepto convencido del efecto mariposa en su vertiente irónica y del Laberinto de Fortuna de Juan de Mena. Mi nieto vino a pasar el día en casa –los padres trabajan cuando les dan libre a los críos en el colegio- teníamos la tarde para nosotros y yo debería devolverlo a Sarriá al caer la tarde. Le pregunté si quería ir al Parque de la Ciudadela a conocer animales fantásticos; cuando me dijo que prefería visitar la Sagrada Familia, temí que estuviera pasando una etapa beata, inducida por los otros abuelos muy de misa dominical. Tampoco era el momento de propinarle lecciones de historia patria y el origen del mundo tal cual es, acepté la curiosidad de la propuesta y marchamos pues al barrio de las diagonales, donde viví las primeras siete semanas cuando llegué de allá apenas  con lo puesto. 

-Vamos por aquí papi, el carrer de Provença es muy bonito, me dijo el chaval, que al parecer conocía la zona como la palma de la mano.

Le seguí los pasos y de repente nos detuvimos frente al 439. Al principio, por la bulla reinante, pensé que sería una heladería Ben & Jerry’s o un nuevo cine donde echaban una peli del Hombre Araña. Era la sucursal Sagrada Familia de la tienda oficial del FC Barcelona.

-¿Vinimos a buscar algo concreto?, le pregunté y pensé en mi abuelo admirador del Divino Zamora, portero de vuelo fluctuante en sus fidelidades al “més que un club”.

El peque me contestó con un signo afirmativo de cabeza e ingresamos en el llamado showroom de lo que antes era una peña bulliciosa de gente modesta. Aquello evocaba una instalación desmesurada casi de ciencia ficción: planeta lejano de seres de apariencia androide, Legión Extranjera con nuevas fidelidades mercenarias, adoración de gente entregada hasta el martirio cuando se aglutina en multitudes, pantallas plurales mareando el entendimiento con decenas de cámaras, estadísticas de Liga, temporadas internacionales programadas e inversiones de árabes con pasta gansa, salario sideral de deportistas tatuados hasta el culo, culto sublimado a la personalidad que haría palidecer de envidia al padrecito de los pueblos, y otro mundo paralelo mutante de objetos cotidianos coloreados de blaugrana. 

Algo ahí en ese ambiente capta la voluntad de los niños de todos los orígenes planetarios –había chicas que debían ser suecas por lo rubias y chinitos que entraban a saco, compraban con avidez milenarista a golpe de tarjeta, renovando el mito del peligro amarillo urdiéndose en Shangai- y mi nieto, que es listillo, marchó en piloto automático hacia una zona precisa de local. 

No era el único, había varios en su misma situación y todos hacia la novedad: el número 9 de Luís Suárez, fichaje reciente que venía de ser pichichi de la Liga inglesa con el Liverpool. Hay estrellas que prefieren los mayorcitos y la plantilla del Barça tenía para elegir, pero los más pequeños quieren a Suárez “porque es como nosotros en el jardín” me comentó mi nieto, desestimando algunos defectos del charrúa, considerados por la infancia cualidad secreta y complicidad de empatía.

-Maricones, decía mi abuelo cuando se comenzaron a contratar holandeses en la Condal. Para centro delantero con cojones hay que ir a la temporada 58 y el húngaro Zoltán Czibor. Esos eran hombres….

Yo estaba en las antípodas del match interrumpido que cambió para siempre el rumbo de mi vida, mi nieto me hizo una finta astuta y fueron los dientes tan mentados de Suárez que mordieron la memoria de mi juventud. Recordaba cada detalle, podía revivirlos como si se tratara de un viejo film mudo en blanco y negro y no en condición de testigo interesado; podía dudar acaso entre si era algo soñado, borroneado por el recuerdo o había sucedido en la dimensión real de lo tangible.

Luego del desastre mortal escamoteado, recorrí los muelles durante semanas tratando de saber lo ocurrido, hallé testimonios diferentes del miedo todavía caliente, aparecían datos desguazados y faltaban piezas esenciales del puzzle; se hablaba de pelea accidentada pero en ninguna versión de final trágico. El amigo fallecido nunca existió para nadie del barrio, lo arrastró la marea nauseabunda que desbordó cloacas de la ciudad vieja y había algo que se olfateaba recorriendo sin buscar: ecos de lo ocurrido, inocencia ficticia haciendo dudar de la veracidad de las historias, como si despacio la verdad cediera terreno a poderes censurados de la imaginación. Estaba empecinado e inconsolable, preguntaba mucho buscando respuestas improbables sin terminar de resignarme. Con insistencia imprudente de justiciero blanco y me lo hicieron saber; la última vez de tal manera a punta de pistola con cara descubierta, que un jueves impar me subí apenas con un bolso de mano al primer avión rumbo a El Prat. Era el viajero que huye y sin mirar hacia atrás para retener el paisaje detestado de la patria perdida. 

Estábamos a mediados de los setenta. En esos meses teníamos pocas cosas para hacer además de rumiar la derrota en toda la línea, me fastidiaba el cine como distracción, la vida sentimental era desierto de escorpiones venenosos y el rencor me separó de la vida social militante de base. Los fines de semana se me caían de la vida apática como brevas maduras destilando melaza y así tenía que ser. Fue promediando el otoño con Mayo húmedo desde principio a fin, lluvioso de semana interminable y taimado sol dominical como magro consuelo, con vaho caluroso de charcos estancados, color gris de veredas y baldosas cariadas que nunca terminan de secarse. 

Recuerdo que tuve lío en casa por alguna tontería y preferí largarme a caminar sin nadie que me incordiara; quería ver costa hasta cansar la vista, caminar junto al estruendo del río como mar color león moribundo y olas rotas pegando contra los murallones. Eran pocas cuadras, sin pensarlo me dejé ir por la pendiente de la calle de nuestra casa y en menos de diez minutos estaba confrontado al horizonte marino. Irrumpen primero ruidos confusos, gritos sueltos, risas espontáneas de espectadores destinados al drama. Descubrí como siempre la chimenea de ladrillos emergiendo del mar, desde que tengo memoria está apagada, pronta no sé para qué humo de cuál fuego lento de qué incendio eventual que consuma la ciudad. 

La gente va por allí como si nada, buscando algo que ignoran y sin captar la opresión creciente del paisaje. Me recostaba en bancos públicos de cemento que había en el costado de la Escuela de Enfermeras Carlos Nery cerca de la chapa de calle: Juan Lindolfo Cuestas. Sobre esa pared hay escrito ARMADA NACIONAL. CAMPO DEPORTIVO GURUYÚ, allí se armaban los fines de semana unos desafíos de fútbol amateur entre equipos que nunca llegué a conocer de cerca. Al frente y a la izquierda está fijada la placa metálica que reza Rambla Naciones Unidas, más a la derecha y recostado a la cancha el monolito que dice Rambla Francia y tiene detalle de mujer con gorro del escultor Juan Zorrilla de San Martín. Pegado al monolito hay plantados tres mástiles para izar en días de conmemoración quién sabe qué pabellones de advertencia, a la izquierda una garita de policía que con el paso del tiempo sustituyó los vidrios por pedazos de nylon. 

Desde atrás de una de las porterías se distinguen grúas de carga del puerto quietas del domingo, la inclinada trama distante del Cerro disidente rematando en faro, el edificio –siempre cerrado- del Servicio de Iluminación y Balizamiento. Hacia la izquierda la canchita de baby fútbol, tirando a la derecha la torreta de vigilancia mirando al sur. La amenaza soterrada de los focos de luces, el nervio fosilizado de la escollera largo de un kilómetro y el batallón centenario de la Armada Nacional. Era el escenario ideal para instalar en el medio el prototipo del submarino Peral, en homenaje a la parte sumergida del iceberg de tramoyas golpistas.

El carrito del manisero –maqueta triste de locomotora pionera entrando a Mataró en 1848- hundía las ruedas en el barro de Mayo, el olor ácido a tablitas incineradas con restos de pintura me envolvía cuando pasaba por el lugar. Allí la gente es tan modesta que ni hay niños en harapos pidiendo monedas, acaso algún perro que por ser cachorro todavía se desentiende del entorno y continuaba hurgando inútilmente en bolsas de basura. Los vendedores de baratijas caminan con paso cansado presintiendo el fracaso de la empresa, hacia los meses templados aparecen carritos de refrescos y heladeros ambulantes. Suelen verse cuando hace calor hileras de automóviles, gente que viene a matar el tiempo pegajoso sin pensar en nada. 

La tarde que cuenta, con pálido sol y viento persistente le daba ventaja inesperada a quienes atacaban para el lado del Parque Rodó. A pesar de lo agresivo del clima, los últimos días la canchita estaba cuidada como corresponde a un bien inalienable de la Patria. Si antes de los sucesos yo había visto equipos de estudiantes y vagos jugando con compañeros del barrio o socios del Club de Pesca, en esa época el recinto estaba prohibido para otros deportistas que no fueran militares. Los contrincantes citados estaban prolijos, concentrados en los minutos previos al comienzo del match. Amarillos y rojos, verdes y azules tenían equipos completos, zapatos nuevos, camisetas flamantes como si fuera el inicio del Scudetto en el estadio olímpico de Roma; sin ese descolorido de números y medias zurcidas de rejuntados de fábricas textiles, en canchas de vestuario a la intemperie sin ni siquiera una ducha de agua fría. 

El corte de pelo idéntico y cortito, la forma disciplinada de las pantorrillas hacían ver que tenían la misma preparación física, por los gritos para darse ánimo se advertía que había hombres del ejercito y otros de la marina. Dentro del ocupante usurpador del país eran claras las jerarquías sociales, los once del ejército eran oriundos de departamentos fronterizos, hablaban en portuñol aproximativo, eran chaparritos, peonada parada sin trabajo rural; los marinos eran altos, mejor alimentados en la infancia e igual de chambones, lo suyo era la neutralidad del océano más que los deportes en tierra firme. Podía ser la segunda división del regimiento Nº 22 con asiento en Minas de Corrales y los otros igual de aleatorios, cambiando la ciudad por nombre de buque insignia amarrado con artillería antiaérea averiada. 

Los hijos naturales de la ciudad vieja miraban eso como un circo de maravillas en función continua –estrategia de relaciones públicas de las autoridades al rescate del ser nacional- con admiración de desocupado alienado. Los equipos Le Coq Sportif, Adidas y zapatillas Puma a lo Diego Armando, el héroe santificado del Nápoles. Los vecinitos corrían cuando la pelota iba lejos del perímetro del terreno de juego, a riesgo de ser atropellados por un ciclista perseguido por un perro tirando tarascones; eso era lo de menos en la vida, lo esencial era tener en las manos el balón y patearlo hacia el uniformado más próximo. Se trataba de verlos jugar a ellos dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, ser espectador boquiabierto de la diversión mente sana en cuerpo sano entre ellos. 

Había sin embargo una atmósfera extraña habitando el evento, a mí al menos me lo pareció desde la pitada inicial. Mirándolos de cerca se presentía una violencia creciente en los primeros minutos, eran flagrantes los trancazos para detener el avance contrario y la pierna se interponía alta con intención de hacer mal hasta el quiebre. Los tapones se hundían rabiosos contra el barro, la agresión al adversario sin fingirla en un movimiento excesivo del juego, el insulto escupido cuando el balón era disputado por una banal incidencia del juego. 

-¿Cuánto van?, me pregunté uno que llegaba mateando.

-Cero a cero y esto termina mal, le dije.

Cuando finalizaron los primeros cuarenta y cinco minutos los tipos equipados se fueron desconformes y envenenados. Intercambiando reproches inventados sobre instancias del encuentro, se miraban unos a otros cruzando interjecciones guturales y odio exponencial. Los del ejército jurándole lo peor a los de la marina y viceversa, ambas escuadras quedaron luego fuera de la visión de los mirones; marcharon al interior de las instalaciones buscando calma, obediencia debida, la orden de superiores y que tendría una sola versión aceptable: la victoria es el único objetivo de la batalla. Seguro que durante ese partido amistoso se estaba decidiendo una jerarquía interna entre fuerzas en el poder, acaso apenas el desafío viril entre graduados presumidos del estado físico y espíritu ganador de la tropa bajo su mando. Elogios exagerados del primer trago compartido que se vuelve broma pesada en el tercero, desafío abierto y apuesta con provocación cuando piden el quinto etiqueta negra. 

Desistí de caminar hasta el bar de la esquina a beber una copa de algo fuerte y que pudiera distraerme, cada minuto que pasaba también en el descanso se cargaba de pésimos presentimientos. Como si en pocos minutos los árbitros hubieran asumido la gravedad de la situación, ellos permanecieron a un costado distanciándose del drama en bambalinas. Los jueces de línea los eligieron entre sus huestes cada uno de los equipos y el árbitro principal –ignorante del trofeo real del enfrentamiento él permanecía parado en mitad del terreno- era un amigo querido de la barriada. 

Los padres del tano Nicola tenían una mercería en la calle Colón y no estaba en sus planes mudarse a un barrio de más solera, estaban bien ahí y siempre es bueno tener el mar como horizonte por si acaso. El muchacho, un rubiales simpático de ojos azules, cursaba el internado en el hospital Maciel y estaba a dos exámenes del diploma de medicina; desde hacía años, haciéndole favores a los conocidos del barrio y porque le gustaba, se acomodó en el arbitraje amateur. Para el partido que venía de cerrar el primer acto, como los adversarios pretendían un alguien neutral que vigilara las acciones evitando favoritismos, consultaron por ahí entre entendidos del asunto y finalmente lo eligieron a él. Cuando los padrinos designados fueron en embajada para aprobarlo no le dejaron opción ninguna: Nicola quedó entre la espada y la pared. 

A esa hora el hombre de negro estaba inquieto, supongo que por verse en medio de lío ajeno, en noventa minutos distintos de los vividos habitualmente entre camareros, funcionarios portuarios y vendedores de billetes de lotería. Me dediqué a observarlo por solidaridad y presentimiento, Nicola era el centro del mundo, actor principal del drama que se representaba bajo la apariencia de un episodio de confraternidad entre las fuerzas conjuntas, momento aparente de solaz y esparcimiento. Se había retirado después a prudente distancia, buscando la concentración necesaria y vinieron a su encuentro dos tipos de particular que eran idénticos. Desde donde yo estaba, mientras cruzaba la escena el carrito del manisero –como un organillero ambulante deshojando aires de chotis zarzuelero- se los distinguía gesticular explicaciones y en un segundo les ofreció el silbato, haciendo señas de que prefería irse de allí de inmediato. Los tipos lo calmaron con una vaga promesa de negociación en el vestuario, hasta parecía que todo volvería a la normalidad dentro de un rato. 

Lo creciente era el silencio y apenas se adivinaba el mar, el chillido de gaviotas agoreras anunciando el carro de la muerte. Por el corredor colonial de Juan Lindolfo Cuestas se escuchó el ruido de zapatos especiales para terreno pesado y arrastrar pantorrillas adversarias; ya venían ellos en la marcha triunfal, eran cascos de caballería mercenaria entrando al galope invadiendo ciudades apacibles. Esas piernas no decían las ganas de convertir el gol que decide el triunfo, la corrida en trote era de entrenamiento con mochila en la espalda y recuerdo del deber a suprimir en nombre de la Patria asediada. Hasta el sudor deportivo corría por la espalda siendo transpiración de guerra justa; era cadencia del uno dos uno dos uno dos aprontándose a la represión sin cuartel. Ningún sobreviviente ni prisionero dejado con vida cuando caiga la noche y bramido nocturno de comienzo de lucha. 

Nos inquietó a los mirones ese despliegue y más a mi, que tenía un amigo querido envuelto en las escaramuzas del combate inminente. Las bocas de seguidores implicados vomitaban bramidos de entrenamiento cuerpo a cuerpo y era inapropiado que el ejercicio fuera conocido por civiles pusilánimes. Del servicio de Iluminación y Balizamiento, del Centro de Instrucción de la Armada salieron dos contingentes uniformados unos y otros de civil. El segundo de los equipos en disputa, mostrando la supremacía en dotaciones presupuestales, su respeto a la pulcritud e imagen ante el pueblo había cambiado de indumentaria. La tierra amortiguó ese paso de marino sin familia entrando en refugio enemigo y el graduado abriendo la marcha llevaba el balón oficial entre las manos: era una granada armada pronta para detonar a la menor oscilación. 

Una vez los hombres dispuestos sobre el terreno se alinearon en mitades, prontos para la batalla decisiva de una historieta de fantasía heroica dibujada por Frank Frazetta. En ninguno de los casos los atletas dejaban de hacer ejercicios tratando de intimidar al adversario, haciéndole saber la derrota inevitable, llevarlo hasta la certeza de la inutilidad de toda iniciativa, de lo absurdo de oponer resistencia y descartar cualquier ilusión de triunfo. Eso no podía estar sucediendo en ese arrabal del universo al menos que los dioses secuaces de Marte hubieran enloquecido y exigieran la sangre inocente de los mortales. 

Nicola convocó a los capitanes de las plantillas a un breve aparte antes de pitar el reinicio del match, ellos bajaron la cabeza haciéndole saber que no le daban ni esto de pelota. Los ánimos estaban más que caldeados, la ansiedad por comenzar de una buena vez decía del encono persistente. A nuestros campeones retenidos le fastidiaban los testigos, hubieran preferido vivir los cuarenta y cinco minutos a puertas cerradas, lo que ocurriría sería entre ellos bajo jurisdicción militar regido por protocolos de honor secretos. Planearon bien esa operación de estar en esas canchas abiertas junto al mar, captar espectadores entregados y niños que los miren jugar, admirando embelezados el fruto del entrenamiento semanal, la inventiva para avanzar intereses del equipo hasta el área penal contraria y gobernar un país en paz. A esa hora turbia del paralelo 32, los responsables estarían arrepentidos de la iniciativa relaciones públicas de exposición e intercambio cordial con la población, quienes estábamos ahí aprontamos pitillos armados con tabaco nacional para estar atentos a lo que ocurriría. 

Desde atrás de la portería donde asomaban los robustos edificios del Estado providencial escuchamos las primeras voces, en principio de aliento y a medida que pasaban los minutos se volvieron interjecciones de mando.

-¡Fusilalo!, escuché cuando un centro dejó al marcador de punta frente a frente con el arquero.

-¡Marcalo al cuerpo, hijo de puta!

-¡No lo suelte que están cagados!

Era un coro olor azufre de recriminación para desertores y pusilánimes. Las palabras resonaban a materia caótica y terrible por lo que vendría, extraño juego absurdo que ni los protagonistas parecían entender. 

Nicola, previendo el conflicto segundo que se andaba gestando corría de un lado para otro, estaba arriba de cada jugada controvertida y a pesar de ese celo de justicia deportiva, cada vez que cobraba una falta en cualquiera de los sentidos recibía un insulto. El colegiado designado estaba lejos de ser ecuánime profeta plateado de guerreros elegidos y se transfiguraba en chivo expiatorio de los males del mundo. Los atletas pedían más en las reacciones coléricas, enceguecidos por el avance de acontecimientos cargados de fatalidad, sedientos de sangre del primer contrario que se tenía a mano. Con espíritu de cuerpo cultores del secreto, ellos de ambos bandos no estaban dispuestos a que un civil sin galones los detuviera en su dinámica muscular por cualquier excusa de reglamento; para peor el juego tampoco se definía en superioridad neta de una de las partes. 

Sin retirada a la vista perdón y cobardía resultaban sentimientos despreciables, el único atajo para salir de la emboscada era destrozar al adversario.

-¡Mate flaco, mate sin miedo!

Por breves momentos se oyó encima del drama el mar cercano golpeando contra las rocas, jadeos del esfuerzo por lograr la victoria y comentarios sardónicos de instigadores de toda laya. Nadie podría ni quería detener lo que se estaba inventando a conciencia pura. Era una situación sin punto de retorno, esos jugadores se implicaban en un cruce de comando y los oficiales fastidiados con furia de mala adrenalina querían recuperar mieles del triunfo con hiel derramada de derrota contraria. Inamovible voluntad de destruir cuerpo y alma del enemigo ancestral, que persiste desde lejanos perfiles evolutivos de los primates explicada a escolares. La máquina implacable de la guerra interior nutrida con fatalidad no podía quedar paralizada, ni lo deseaban los entrenados en bases militares con bandas y estrellas de Panamá. Los guardias estaban prontos para intervenir, centinelas o como se llamen en el planeta bélico que topamos, sin saber quienes eran agresores y quienes los defensores. Ahí y en uno solo coexistían dos ejércitos enemigos que en noventa minutos se jugaban el poder, la fe indemostrable de origen celeste o algo definitivo difuso: el derecho a continuar enfrentándose en un match amistoso para abrir el marcador.

Como testigo casual podía entenderlos; con ayuda de fantasmas del pasado familiar, esa saña que les conocía en otros operativos a mis fuerzas armadas y noticias frescas de entrenamientos clandestinos no tenía duda: podía captar lo ocurrido y el crecimiento del odio destructivo. Cual jauría de animales rabiosos se atacaban a dentelladas entre ellos, delante de la gente olvidando el público, sin importarles; éramos pocos los sorprendidos de este lado de la disputa, hice un rápido cálculo mental y tampoco podían hacernos desaparecer a todos.

Los perros de guerra respetaban el límite del cuadrilátero, los oficiales se paseaban al borde de la línea de cal y alguno con petaca metálica en la mano de donde zampaban el trago cada minuto, moviéndose con alternancia entre la zona detrás de portería y la línea del medio. Nada de ejercicio buscando ocupar cabezas entrenadas, ahí eran oficiales mandando a sus hombres en simulacro real, dejando aquello de ser maniobra compartida para volverse refriega verdadera. Aunque pudiera parecer inconcebible casi se estaban peleando por el honor de la Patria, el himno a la bandera y era absurdo que el enemigo jurado fueran ellos mismos. 

Lo bello de esa fiesta del espíritu olímpico –el deporte por encima de las miserias de la Historia- resultaba ser gratuito e inesperado. Aquellos oficiales se movían con impunidad digna de capangas, los soldados eran legiones celestes conscientes de participar en la misión sublime, obedeciendo a superiores, ignorando objetivos confidenciales de la misma. Si los reclutados se pasaban de ardor guerrero en prestaciones públicas, donde la competencia leal debía sublimar la lucha, era para hacer pasar la disciplina dura en sociedad, Había que dar el ejemplo “a esos muertos de hambre que vienen a vernos y nos desprecian en silencio, que entiendan por la gimnasia y lo piensen dos veces antes de abrir la boca como imbéciles.” 

Estábamos ahí para verlos divertirse y descubrir que participábamos en un auto de fe premeditado, lo que nos parecía deporte era para ellos distracción y esparcimiento. Quienes entienden de fútbol saben que el minuto 32 del segundo período es determinante y ello sin una explicación racional que lo explique. Es el momento suspendido cuando la balanza de la fortuna se inclina por uno de los platos. Ese domingo de Mayo se repitió la fatalidad, ocurrió un eclipse total del entendimiento que nadie pudo vaticinar. Por haber sido un encuentro disputado fuera del mundo nadie lo recuerda, eso nunca existió salvo para un puñado de los que nos sentíamos comprometidos; minuto fatídico que sancionó el silbato del tano Nicola con una nota sola que pareció paralizar la fuga infinita de la vía láctea. 

Debió ser algo decisivo para ambos equipos, un penalti discutido, doble expulsión o falta peligrosa en la zona limítrofe; pero eso ya es sin importancia y además Canal + nunca está donde ocurre la tragedia del mundo. Aquello fue como si Nicola hubiera contrariado a los dos bandos por motivos distintos y convergentes de los que llevan al desquicio homicida. Todo sucedió rápido y los veintidós mastines rodearon al futuro médico como a un zorro extenuado. No hacía falta nada para que estallara la violencia y esa nada –que podía ser envidia vecinal a los padres de Nicola y la doctrina del odio llevada a la praxis espontánea o espíritu de pandilla salvaje y algún ritual de sacrificio de hordas primitivas- llegó como si hubiera caído un rayo de Zeus en medio del terreno.

Primero reaccionaron en solidaridad como hombres violentos, bien pronto una sinergia animal se apoderó de ellos, les dio un espíritu de cuerpo solidarizando los motivos del desafío hasta identificar la víctima propiciatoria. Los insultos de tribuna se transformaron en gritos sin lenguaje y del resto se puede suponer; decirlo con detalle sería pringar el recuerdo del amigo muerto y si alguien me lo pregunta, por ese morbo alimentado de seriales americanas transgénicas le diría a ese hijo de puta que es cosa mía. Fue expeditivo el asunto como una ejecución al alba aún con estrellas de la madrugada, los fusiles del horror eran cuarenta y cuatro piernas pateando enceguecidas, después de la orgía los chacales ahítos de sangre se fueron dispersando. 

La línea de cal era pantalla gigante en espacio público, perímetro prohibido como si hubieran levantado una barrera de alambres de púas y minado el terreno intimidando a los intrusos. A medida que ellos se alejaban algo aparecía tirado, forma irreconocible sobre el terreno de la vergüenza y que tenía un lindo nombre de cantor italiano. Fui cobarde por no ir corriendo por si había algo que hacer y cruzar al menos la última mirada con los ojos celestes del amigo muerto. Quizá así salvé la vida, tal vez otros espectros pensaron en mí impidiendo que avanzara, poniéndome por delante el obstáculo del manisero y su locomotora, saliendo en contraluz como la carreta de la Muerte con ejes sin engrasar. 

Cuando comenzaba a hacer foco sobre lo indescriptible entreoí un sonido apagado vital desviando mi atención, como si estuviera destinado sólo para mi en ese instante devastador del planeta tan odiado. Del interior de la chimenea apagada, la misma que emerge del horno alimentado por el fondo ígneo del mar salió una bandada enorme de pájaros en escuadrilla. Dieron dos enormes vueltas circulares por encima de nosotros y para distraerme a mí impidiendo que diera el paso que ellos estaban esperando. Supe o quise convencerme de que Nicola era esos cientos de pájaros indivisibles y que salían en misión migratoria hacía los mares del Sur.

-El código pim por favor señor, me dijo la cajera de la tienda.

Mi nieto me sonreía contento a tope con la camiseta Nº 9 de Luís Suárez que se llevaba puesta. Le quedaba muy bonita y hasta el plateado del aparato dental parecía distinto. Algún día le contaré por qué se llama como se llama, marqué entonces las cuatro cifras confidenciales que eran el número de estudiante de Nicola en la Facultad de Medicina de una ciudad inexistente. A la que jamás regresaré y menos ahora, sabiendo por ser un castor viejo con los dientes gastado que es un soplo la vida.

Monólogo Interruptus por Miss Candy Loving

En la antología «Cuentos de nunca acabar» (varios), 1988

Desde que tengo memoria sensual, cada una de mis manos es un poderoso afrodisíaco y hace diez años que no logro olvidar la más hermosa primavera de mi imaginación, saliendo como Venus de una concha de vieira. La bella Candy será este día festivo de San Valentín una señora hacendosa y de su hogar, alguien que recordará apenas –tal vez esposada a nuestro pasado inolvidable- a la hora del desayuno familiar su apoteosis juvenil. Quizá entre tanto murió acuchillada por un traficante hispano que le robó nueve dólares y sin violarla excitado en el apuro, por indiferencia sexual a los pliegues del cuello y rodillas artríticas que comienzan a envejecer. De cualquier manera ella está ausente como para olerla y hace ya tanta obsesión desde el primer encuentro… 

Hoy pasaron en Radio Nostalgia una canción cantada por Billy Joel, Candy ni sospecha que esa melodía vinculada a nuestra historia nos pertenece; como tampoco sabe ni puede medir la emoción que me produjo la epifanía inicial ante el milagro de sus enormes tetas. La música esa me hizo viajar al tiempo en que la conocí, día milagroso en que sobresalió de la porosidad intangible del papel satinado, desplegando la esplendorosa selección de colores vertiginosos e iluminando una piel inconcebible para el deseo, imposible de concebir en otra mujer de la especie humana. Aquello supuso la caída instantánea en una pasión devoradora, comienzo de experiencia abisal prolongada durante meses hasta que finalmente hicimos el amor o sucedáneo. 

La ritualidad también era diferente con Candy, yo me negué a comprar un segundo ejemplar de la revista y acabar sobre su imagen tomando vida como solía hacer con otras desconocidas sin su charme. Recuerdos indiferentes de meretrices circunstanciales que nada me aportaban y empastaban su sonrisa fingida bajo ácidos seminales que corroían el papel brillante, dejando un rictus amarillento en rostros fatigados por la prostitución rosa y cambiantes según las exigencias del mercado consumidor. Candy tenía entre otros el poder de inhibirme, recuerdo que la contemplé por vez primera en un restaurante popular y ese día me fue imposible almorzar por los dos nudos en el estómago y la garganta. 

Ella venía en el mismo paquete de todas las semanas y nada hacía suponer que ese nuevo envío contenía algo de excepcional. Mi reacción reflejo fue retirarme a los sanitarios del local movido por la urgencia, pero cuando comencé a manoseármela con estimulantes intenciones, supe que esa moza tan diferente despertaba en mi una variante superior del sensualismo onanista; no merecía amor por transferencia entre letrinas turcas con obscenidades manuscritas y cuadraditos diseminados de papel ordinario en el suelo, de esos en los mostradores de El Subte para manipular figazzas recién salidas del horno. Regresé entonces a la mesa inquieto por mi sorprendente cambio de conducta y me comporté con discreción prudente de enamorado solícito. Era imposible comenzar a comer, jugaba con el tenedor sobre el plato e imaginaba –mientras me sonreía en silencio- que pinchaba trocitos de carne para dárselos a ella en la boca. Simulaba estar concentrado en el manjar tirando la comida a un costado de la mesa, disfrutaba el vino tinto peleón en garrafa como si fuera un estupendo Rioja compartido. Por aquel entonces mi inglés era más que correcto y podíamos entendernos a la perfección; su acento de Kansas estaba más cerca de Goldie Hawn que de sonetos –oscuros y secretos- del entrañable William, que junto a las vicisitudes de Lucrecia en su alcoba me procuró bonitos momentos de inusitado placer isabelino. ¿Cómo decir cierto de la emoción? ¿Cuáles mil y una palabras podrán con aquella imagen indescriptible?

¿Cómo referir sin traicionarme nuestro interminable trayecto desde el restaurante al departamento? Yo apretaba con mi brazo la inocente historia de Candy, sentía que mi corazón que tenia sus propias razones saltaba de contento con la llegada de un sentimiento original y ausente en mi repertorio anterior. Era promesa inequívoca de interminables horas de placer, la certeza de desear llegar rápido a casa desertando para siempre las cercanías de colegios públicos y religiosos de confesionario, absurdas disculpas retrospectivas en baños públicos, humillantes vigilas nocturnas en parques arbolado a la espera del sumiso, prismáticos nocturnos infrarrojos y otras noches solitarias en hoteles marginales de barrio. El ingreso de Candy cambiaba mi vida imaginaria y le daba al sexo de mis manos un nuevo sentido práctico poético. La mutación ocurrió un mediodía de verano de un intenso calor solar y que aún persiste en mi epidermis, en la calle caliente desde las baldosas mientras las muchachas en flor caminaban con pasos agresivos moviendo vestidos traslúcidos a la moda. Disponiendo una atención mínima, era posible observarles, comprimido por telas suaves y escasa de ropa interior, el tramado incesante del vello multicolores sumando tonos complementarios, frotándose unos sobre otros, lubricados por el lentísimo sudor bajando del ombligo perfecto, desde la presión sensual del elástico superior de la tanga y esa otra humedad subiendo del humor piloso en la entrepierna. A ellas podía verlas de atrás cuando pasaban a paso decidido arrancando de los tobillos culminando en nalgas duras, trabajadas por manos consentidas y gimnasia cotidiana. Allí la prenda se metía y en ese infinito de placeres potenciales las líneas tensas de elásticos laterales tienden a confluir para luego partir en simetría belicosa una amada belleza –sin mayores distinciones- por unos pocos elegidos; un diámetro vertical y espeso se apoyaba –caprichoso- sobre el retráctil esfínter escamoteado. Yo mismo me desafiaba poniendo a ruda prueba mi naciente fidelidad por Candy, decenas de tetitas que avanzaban viniendo hacia mi, libres por el mundo como legiones de amazonas dispuestas al asalto; erectos los pezones estando distantes del invierno, perfectas circunferencias alternando del diámetro de moneda pequeña al de disco compacto de bossa nova, subiendo del tono cromático más suave del rosa con pecas esparcidas, al oscuro achocolatado que atraviesa la tentadora transparencia de tejidos oscuros. 

La calle era una tentación creciente incontenible pero yo tenia a la dulce Candy, que era tener en dos todas las tetas de las otras mujeres. Cotejado con la pureza vegetal del papel y la rugosidad del pezón impuesto por la imagen, con la constancia próxima de un sexo depilado sin menstruación puntual todo el resto era desagradable y ni pensarse merecía. Ella sería el amor perfecto de todo el mes sin compresas molestas, tampones ni coágulos casi castrantes del placer femenino. En mi pleno placer mantendría la sonrisa y una mirada idénticas al instante cero: eterno como cuando fueron inmortalizadas desde su graciosa apoyatura en la cama de bronce de la sublime sesión de fotografía que pasó a la historia. Debía detenerme en ese proceso, la había contemplado apenas unos minutos y desesperaba por llegar a mi cuarto para verla mejor. Aunque caminaba avanzando yo enlentecía el trayecto temiendo que todo hubiera sido una falsa impresión, descuido inexcusable de afiebrada imaginación y frustrada esperanza de placer desconocido. Era el troyano Eneas mirando nubarrones en la entrada de la cueva con Dido, Quasimodo escuchando los ejes de una carreta de gitanos con olor a Esmeralda, Caracé descubriendo la piel blanca de Magdalena temblando en la hierba. 

En la espera y mientras ese lento andar se sucedía mi pija no engrosaba groseramente, latía fuerte con impaciencia distinta exigiendo la suavidad de un nuevo excitante, deseando avizorar la verdad de los sentimientos encontrados que me cruzaban el teatro mental. Ante esas tetas extraordinarias mi hemeroteca abundante era menos que nada… decididamente había sido un pajero triste melancólico, solitario sexo dependiente empedernido conducido de la mano a mis propias limitaciones orgiásticas. Con la asistencia providencial de las tetas de Candy ingresaría a otra época diferente, al dominio de otro nuevo arte de la manipulación y redescubrir la necesidad de una disciplina estricta de la masturbación, trascendiendo etapas de educación penetrando a necesarias dolorosas iniciaciones y así despegar de apelotonadas miserias de una sabiduría carnal egoísta. En el medio del camino de la paja pecador de mi, permanecían pesando las contradicciones; la lucha a brazo partido –al menos a brazo exhausto- contra debilidades admitidas del dadivoso y egoísta placer egotista. 

Estaba lejos de recaer en los manoseados fetichismos adolescentes; pero la ascensión sagrada, el encuentro predestinado con la amada tampoco pasaba por una renuncia radical de todo lo que yo había sido. ¿Qué haría Candy con mis debilidades crepusculares? ¿Cómo hacerle entender a ella y a sus tetas que era un combate mortal entre pasado y futuro? Como suponen los otros celosos con ligereza no se trata de un regusto malsano por la soledad. Lo placentero de la situación es el silencio: oír de cerca el sonido de articulaciones irrepetibles, a mis dedos apiñados friccionados y mezclándose cual reptiles caóticos en un desperezarse gozoso; consentir el son indescriptible del chocar las carnes tensas creando golpes secos y únicos e inconfundibles por deliciosos. Ello resulta en una armonía respiratoria solista de la vez propia o extrañamente ajena; se intenta dominar el movimiento resultante, los tiempos requeridos a la eyaculación e incluso orientación y distancia del chorro final del esperma, mientras despacio se pierde el sentido de la respiración; sin que nadie obstaculice mis estertores, sus demostraciones ruidosas de placer ni otros extraños ruidos, ventosidades gaseosas y otras desagradables inoportunas y capaces de desconcertar al más libertino de los amantes. El silencio lo es todo y yo soy ese todo: el sonido, la furia y el idiota frenético que se masturba debajo del escenario.

Pero en eso llegó Candy a la depresión galopante… y con ella una historia de vita nuova con dos tetas enormes que dinamitaron mi universo autista. Yo que había visto la paja en mi propio ojo, contemplaba ahora la viga erecta en esa hija prodiga de Kansas. Lo primera noche después de haberla conocido ni siquiera me atreví a hojear la revista por arriba. Si en mis prácticas queridas había destinada alguna magia seguro que jamás seria para mi, esa noche e intimidado la dejé reposar a mi lado y busqué el placer en lo conocido de antes. Sabiendo que esa serie la ultima noche de goce sin referencias de nombre propio, decidí utilizar toda la artillería disponible y me masturbé sintiendo dolor en los antebrazos, hasta que la cabeza del glande comenzó a sangrar derrotado; eso ocurrió mientras entre las persianas venecianas la luz del nuevo día comenzaba a entrar en mi habitación. 

Decidí faltar al trabajo, metido en la embriaguez lujuriosa y el desorden iconográfico de la habitación sentía la presencia exigente de lo nuevo; por primera vez en mucho tiempo me dormía arrullado por la estúpida culpa de haberme negado a lo que se mostraba como inevitable. Me sentí tonto por mis pruritos pensando que esa misma noche otros alienados como yo habrían gozado en convulsiones mirando una y cien veces el cuerpo de Candy Loving, coneja elegida de las bodas de plata de Playboy cuando recién era enero de 1979.

Incluso admitiendo esa contradicción de debutante, comenzaba para mi una estricta educación sentimental y autodidacta. Fui empaquetando de a poco mi reducida biblioteca, separando una selección mínima de cabecera para despertares erectos en medio de la madrugada; en lo demás que pueda interesar, mi vida social continuó de lo más normal. Admito que el sexo es motor principal de muchas iniciativas y que logró en mi persona cambios excepcionales, la presencia por efracción de Candy llevaba mis aspiraciones de perfeccionar un ars amandi individual hasta llegar –sofista siendo estrictamente irreprochable- a una bella teorización; me indujo a profundizar en modalidades de masturbación abyecta nunca antes probadas despreciando límites inferiores, sin detenerse en vómitos, prótesis movidas a pilas Duracel y hasta la intervención de sangre de terceros. Todo parecía destinado en fin a la búsqueda de una síntesis inalcanzable que anulara la distancia y rechazando mi sombra de la muerte; hubo de todo en esos meses degradante de praxis sin excluir celos y culpa, sentimientos de romántico que suponía adormecidos y renacían por mi opción con potencia inusitada. Algunas veces lloraba en soledad; habiendo renunciado al intercambio fecundo de sentimientos exteriores –elección vocacional que derivó hacia un egoísmo negociado- me encontraba el presente de crisis en un mundo irreconocible de ensoñación dulzona. 

Eran la manifestación de la rabia perforada por la felicidad; cómo sería la confusión resultante, que fui a la manicura y habiendo reservado hora buscando embellecer los momentos sublimes de mi vida sexual. También de noche suavizaba mis manos con la más delicada de las opciones Estee Lauder, como presumía en mi teatro sensual que haría Candy con sus senos sublimes delante del espejo. Para mi, que a fuerza de entrenamiento había llegado al supremo dominio de los esfínteres seminales y del músculo sagrado en cuestión, que podía sentir la producción de esperma de los testículos y regular a voluntad la marea sangrienta del flujo y reflujo en las cavernas del pene, sólo era aceptable el dulce llanto de emoción cuando –luego de un sueño de previsible detalles y que me guardo sólo par mi- me desperté en el medio de la noche atravesado en la cama entre el revoltijo de sábanas empapadas. Se sucedían episodios distintos hostigando mi racionalidad nerviosa y si bien ello me preocupaba igual sentía un bienestar en crecimiento.

Durante esas crisis caminaba por calles antiguas empedradas, buscando casas viejas abandonadas que apaciguaran mi atormentado espíritu; era esa la manera que hallé de alejar mis malos pensamientos y la absurda intermediación del placer. Hasta el momento en que recapitulo, la cuestión se había limitado al encuentro simple de imágenes conmigo en una situación de intimidad y ahora parecía acuciarme en alusión al monstruo poliforme de la mirada verde. A la distancia imaginaria podía entender a los hombres del norte de verdad, a todos quienes cogiéndosela desde la grupa y de ojos entornados, porque algo insoslayable había que mirar, buscaban con las manos sedientas las tetas distantes y colgadas, pasaban la yema de los dedos húmedos de saliva por sus pezones duros mientras le metían la pija hasta los huevos, triplicando el placer, escuchándola gemir en jadeos breves sin verle a ella la cara desencajada o recibían en envión el retroceso ininterrumpido de nalgas con duende tratadas a polímero sintético, el embate final cuando arrecia el orgasmo de esa hembras más que caliente alzada como perra en celo y pidiendo más de lo mismo, aunque fuera con otro tipo pelirrojo pero más de lo mismo. Yo tenía celos de la misma escena que había urdido con mis propias manos, sin poder sacarme del tinglado mental al fotógrafo de la sesión definitiva, al laboratorista untuoso que revelo los rollos de película en colores, al armador sodomita de la imprenta y la larga lista de espera de los machos que formaban encuadernador, empaquetador, dos tipos de transporte de distribución y el vendedor tullido del kiosco callejero. Odiaba a todos los hombres y las pocas lesbianas que habían comprado el número del 25 Aniversario; odiaba los adolescentes urgidos y ancianos viudos de anteojos oscuros, a señoras hombrunas por inyectables gozando el gusto de las tetas apenas y mecánicos de la Escuela Industrial que la clavaron en el taller a la vista de todos los babosos. 

Entre tanto desprecio yo buscaba suplir ese suplicio del manoseo mediante una historia sustituta de pureza y encuentro. Desde el comienzo sabía que con Candy sería insuficiente archivarla, sustituirla por la playmate de la próxima primavera. Ella era una presencia celestial cuya promesa de placer estaba en relación estrecha con la conciencia persistente del problema. Desde que la conocí en aquel almuerzo que me cortó el apetito, la llevaba conmigo en las giras comerciales y era un hombre feliz sabiendo que ella estaba en el portafolio en mis idas al futbol o al teatro a disfrutar puestas en escena de la Comedia Nacional. Fuimos juntos a todos los lugares a los cuales nuestras naturalezas disímiles del cambalache contemporáneo nos permitieron asistir; y claro que mi existencia poblada de contradicciones continuaba adelante, teniendo como evidencia sagrada que la balanza del destino se inclinaba hacia el platillo del amor exclusivo por Candy.

La pasión en las historias como la nuestra termina imponiendo su inflexible cronología, después de seis meses de saboreada continencia llegamos a la conclusión –algo que rompe los ojos- de que era llegado el tiempo para ambos de hacer el amor. Al comienzo dudé si concretarlo en su presencia o darle prioridad al recuerdo maleable y entonces decidí aportar una técnica mixta; partí de la disciplina visual dedicándole una semana intensa y en siete días que conmovieron mi libido, me apliqué a observarla como estaba seguro nadie había hecho antes. Ante su imagen mantenía la mirada alerta y amorosa recorriéndola en sesiones de auscultamiento hasta la más profunda célula del cuerpo, superando tentaciones del gesto espontaneo y brutal que me subían desde los dedos al lóbulo irrigado del placer, reconociendo cada línea de su anatomía y que por eso mismo se volvía lasciva, intentando el olor bestial de sus axilas que llevan a la perdición de los otros sentidos, penetrando en su mirada hasta el fondo de ojos y en la textura tornasolada del pelo, descubriendo de a uno colores empastados de la curva descendiente del vientre, la excitabilidad de sus hombros a flor de piel, ocultos por la tenue malla del deshabillé insinuante en gasa tono rosa y motivos dorados. Pasé en sueños voluntarios mi lengua por el cuello de Candy al que lo rodeaba un foulard ocre y uno de cuyos extremos buscaba la mano izquierda, donde un anillo resaltaba el dedo mayor. En esa experiencia de posesión despojamiento palpé de ojos cerrados el recorrido infinito entre sus tetas, allí donde caían derrotadas las cadenitas de oro y engarzaban el seno izquierdo frontal, pidiendo que la chuparan hasta el desmayo de placer, entrecerré los dedos de su mano derecha abierta apoyándose a pulgadas del vello suavísimo y recortado como si ella conociera mis gustos al respecto.

Logré cerrar los ojos y pensando que Candy era una halografía conseguí reproducirla en la zona más oscura de la habitación. A tamaño escala natural, en la dimensión real de sus formas y con movimiento levísimo de los labios pintados diciendo “Hello, Henry”. Un movimiento imperceptible continuando cuello abajo pudiendo la hazaña milimétrica de alzar la punta de las tetas. Las manos ansiosas me sudaban, la pija tan solicitada se hinchaba sin urgencias teniendo todo el tiempo por delante: nunca habría en mi futuro cosa en qué poner los ojos inyectados de deseo que no fuera recuerdo de miss Candy Loving. El Cosmos comprensible era la muchacha de Kansas y que en algún momento de la vida se mudó a Oklahoma, imaginé las chanzas vulgares resultantes y jugué con una esperpéntica despedida de soltero que yo nunca tendría: sin huevos partidos en el pelo ni queso parmesano pegándoseme en las solapas, un regalo colectivo ignominioso ni insinuaciones obscenas de vestuario sobre la honorabilidad dudoso de mi futura esposa; por ello mismo Candy era el hoy, la presencia absoluta sin distracción y lo que nunca más permitiría me sucediera.

Sin la belleza agregada de variaciones amatorias de pareja ni una acrática invitación a la orgía lo nuestro fue la unicidad. El despertador motivacional puede ser infinito, pero las posibilidades de realización cuerpo a cuerpo son limitadas a rituales protocolares, sobre los que pesan estigmas sociales; que van desde comentarios sobre pelos en las manos hasta el viaje mental sin retorno a dominios de la idiotez. Después de aquella noche mágica toda esa superchería vira hacia el olvido, después de la Candy epifanía voy por la vida con otra calidad interior. Por primera vez desde el inicio de mi dulce perversión, mientras me contraía en la convalecencia del placer repetía su nombre una, dos y tres y treinta y tres otras veces. Las manos estaban suaves y cremosas, mi falo sabía que esto era esencial y tampoco se avino a una erección animal; conmigo imaginó –quiero suponer- todo el vestirse de la muchacha de Kansas. Después un lento desnudarse y cada prenda cayendo en la escena imaginada era otra ola de sangre derramada en las venas hinchadas. Fue una hora larga la vivida para restituirla a ella en ícono vertical de página central de las bodas de plata. Desde ahí una lucha a brazo partido del placer solitario alternando la inmovilidad de la fotografía con la imaginación activa que la anima y restituye a la bella Candy besando acariciando, chupándome, masturbándose ella para lubricarse lo necesario y abrirse de piernas reciclada sobre el acolchado rosa, antes que mi pinga con el esperma de la descarga retenido en la cabeza fuera despejando carnosidades sucesivas del juego palpitante de labios, mientras sus manos, cumpliendo el más secreto de mis deseos se soban las tetas con dedos de bollera tapada. Deseaba que eso nunca sucediera y que pasara de una buena vez pues no creía volver a soportarlo, por primera vez perdía en simultáneo control y autodominio; sentía que Candy estaba entre mis manos, sus tetas eran las que me masturbaban, aplicaba el calor de su piel de hendidura, la proximidad de sublimes pezones y la boca carmesí del deseo entreabierta, dispuesta a tragar lo que saliera en el momento orgásmico. Era su auténtica piel lo que sentía entre las piernas, alternadamente su boca y manos, sus pechos siempre y pies y concha depilada con himen que aprisionaba un linga biológico dejando de pertenecerme para ser el de Candy. Eso era la ajenidad, el otro del deseo y el amor: duplicidad del placer, chorro intenso untuoso disparado sin destino y una planicie de vertiente tranquila, pausada emanación viscosa, blancuzca como si un juego adicional de concéntricos aros siguiera sacando leche donde no podía más y emanaban borbotones de esperma cayendo en diferentes direcciones por el glande y prepucio, por las manos y boca de Candy o tetas o vulva ardida o esfínter del culito de conejita en celo. Pero la verdadera no estaba allí para besarme, yo repetía su nombre alienado y ella menos pediría para ir primero al baño a lavarse la vagina encharcada.

Abrí por fin los ojos. El disco había terminado y se escuchaba un ruido de púa sobre el último surco de Tony Benett, Una puerta de pronto se cerró y un enfermo incurable tosió en el edificio, queriendo espantar de su enfisema la que viene a buscarlo. Me levanté, con un kleenex aromatizado sequé un poco la alfombra y me tomé el resto de bourbon que quedaba en el vaso. Fui hasta el baño evitando manchar el parqué recién encerado y me duché con agua caliente para que bien rápido el vapor invasor empeñara el espejo. Estaba viviendo la crisis sentimental del libertino. 

La situación resultaba insostenible, fueron algunas semanas intensas de increíble felicidad las vividas pero estaba pensando en las manera de hacerla gozar a ella, que se volvió el corazón de nuestra historia. Hasta pensé en consultar un psicólogo ortodoxo para clarificar los orígenes del desarreglo y escuchar consejos con fundamento científico. Debía emprender el regreso a mi vida rutinaria sin nada que me distraiga de mi amado vicio y desmitificar a Candy, imaginarla en situaciones degradantes para su estima y sabiendo que sería incapaz de concretarlo porque el amor se había sentado en la partida. En esas páginas del numero 25 aniversario se incluía su ficha personal junto a tres imágenes más pequeñas en blanco y negro, postales aledañas revalidando la tradición hollywoodense de la fotografía, el consuelo del clásico ejemplo de las tres edades de la mujer. La miré en su niñez y me atrevía a acariciar su inocencia lampiña, besuqueándole como si fuera un tío segundo de visita a la casa del balneario, En el colegio uniformada me autoricé el estupro dándole sopapos a lo Glenn Ford cuando fue Johnny Farrell, mientras ella lloraba y suplicaba; y entrada en la pubertad la prostituía en tabernas imaginarias de puertos pescadores de la bahía de Cochinos que nunca conoceré. También imaginaba –un paso detrás de mi diosa del sexo- una Candy tardía de huesos marcados por la anemia y cabello raído hasta la calvicie, senos secos caídos, que la abrazada por la cintura atrayéndola a una debacle de la belleza pasajera y que sería la única estrategia para mi de olvidarla. 

Ello introducía en el romance la conciencia del tiempo que todo lo puede, una sucesión de historias redactando la novela breve de nuestro encuentro y que –contrariando mis intenciones iniciales cuando urdí el procedimiento- en lugar de alejarla de mi campo sensual la acercaban más y todavía más cada día: todo lo concentraba para vivir intensamente hasta fusionarme, ese 1/1500 segundo milagroso de la historia del mundo sensorial en que ella fue fotografiada. El instante mágico de la Gracia suprema y lo único que me pertenecía; lo que era nada al minuto siguiente y se me iría entre los dedos de las manos como tantas otras historias de amor y despedida. Dejé a Candy en uno de los confesionarios de la Catedral de Montevideo sobre la calle Ituzaingó, lugar de paz  espiritual al que nunca jamás regresé, crucé a pie la Ciudad Vieja y nada de lo conocido en esas calles coloniales parecía pertenecerme. 

Ese día la Catedral se convirtió en la estación de trenes abandonada de un western spaghetti, terminal del viaje iniciado en Kansas City y que me trajo hasta una ciudad extraña de otro tiempo, más triste que la recorrida de niño cuando aprendí a caminar. Adivinaba la melancolía de los solitarios, quería pararlos en la vereda y contarles con entusiasmo de predicador menonita, la vía insoslayable de salvación del alma pecadora. Esa evangelización me estaba prohibida y los transeúntes se negaban a escuchar mi palabra con acentos lastimosos de amor. Ingresé a la gran avenida de la ciudad y me mentí en el primero de los cines de estreno que encontré. La película por lo que pude ver estaba en el final; mientras buscaba acomodo entre las filas y me decidía por una butaca, escuché los últimos disparos del tiroteo. Cuando miré la pantalla en colores sobre un encuadre de final previsible, la silueta de un vaquero solitario y herido montado a caballo se perdía en el horizonte, buscando la noche de la pradera ensangrentada de fuego. Fue instantáneo asociar esa escena con mi adorada Candy cabalgando también y yendo hacia el poniente, con sus tetas al aire desafiando el viento salvaje que nunca más vería. Entrecrucé entonces las manos como si rezara una plegaria montevideana, entraron los créditos finales del filme en la pantalla y escuché la voz de la vendedora ofreciendo caramelos, bombones, maní con chocolate. 

Hacia lo alto inaccesible de la sala con aspiraciones góticas de seo se encendían débiles luces del entreacto y mientras yo tarareaba en silencio la canción de Tony Benett sobre cuando dejó su corazón en San Francisco, comprendí que me estaba destinada otra misión. Supe que la tarea sería inmensa y humillante; volvería a parques arbolados pasada medianoche buscando miradas de la concupiscencia, la creolina industrial penetrante de baños públicos mal iluminados, a concluir la historia como los seductores en terapia, sabiendo que si a lo largo del camino empedrado alcanzaba el poder de los dioses, haría con Candy lo que Neptuno el del tridente hizo con una de las ninfas: convertirla en hombre.  

Lefaucheux I

En «El misterio Horacio Q.», 1998

-Es por aquí Cirilo. Rápido, rápido… no hay tiempo que perder.

El muchacho que abrió la puerta cancel era alto y fornido, tenía aspecto de alguien que podía dominar cualquier situación amenazante. La manera de echarse con la mano el cabello hacia atrás, el mechón rebelde que permanecía desobediente sobre la frente daban cuenta de un infierno interior.

Hace menos de una hora promediando la media mañana, Cirilo estaba bebiendo su primera naranjita azucarada del día en las instalaciones del Club Social Democrático. Eran cerca de las diez, puede que un poco menos; a esa hora ningún ómnibus de Onda llega al pueblo desde la capital, los representantes comerciales desmotivados, que merodeaban cada tanto por el lugar, asomarían la nariz recién el mes que viene. Los clientes habituales de Cirilo preferían salir de tardecita, salvo los primeros días de mes cuando las viudas van al Banco República a cobrar la pensión legada por el difunto.

El gordo Acosta responsable del bar del Club, concesionario vitalicio de la cantina, estaba sintonizando la radio y dejó sonar el teléfono varias veces. Fastidiado por la campanilla interrumpiendo la quietud de la mañana levantó el tubo, escuchó sin chistar y anotó unos garabatos en una servilleta de papel. Después de colgar dijo:

-Es para vos Cirilo. Tomá, parece que hubo accidente en el barrio Las Manzanas. 

Era la peor noticia que le podían dar a esa hora y siempre; estaba harto de tener que hacer en ese pueblo podrido, sin ambiciones de porvenir, además de taxista de patrullero, remisero y ambulancia; por poco que fuera el accidente al origen de la llamada, ya se suponía ayudando a maniobrar con algún tipo jodido. Aunque llevaba una lona plastificada para casos complicados, el vertedero de sangre, bilis o mierda chirle en el tapizado sería inevitable, pero había que ir respetando el sermón de Nicolás Sauvage. 

Cirilo se levantó con esfuerzo de la silla, una vez de pie se tomó el jugo azucarado de un trago y se arregló la circunferencia que unía la panza con el cinto, mientras se arrimaba pachorriento al mostrador.

-A ver, le dijo al gordo Acosta. Dame esa changa.

Leyó el papel, conocía el rumbo, bueno sería; la calle y el número así de primera nada le decían de especial. 

Le costó decidirse salir a la calle, nadie en las inmediaciones y la estación de servicio Texaco parecía cerrada por quiebra. Una vieja con pañoleta en la cabeza amagó salir del almacén del rengo Ruperto, ella amagó y los perros de la cuadra estaban boqueando tirados en la sombra de los zaguanes.

Había en la vereda una resolana reverberante como playa de río con cantos rodados, linda para estar pachorriento tomando una cerveza helada debajo de cipreses llorones y los pies descalzos apoyados en el pastito húmedo. A Cirilo el calor de pueblo chico le derretía la cabeza, con el auto no había caso, estaría recontracalentado. La noche era poca para enfriar esa enorme carrocería, él lo estacionaba debajo de los árboles para evitarle sufrimientos. Igual lo cagaban los pájaros madrugadores y goteaba sobre la carrocería esa savia pegajosa que cae de los árboles.

-Tenía que haber seguido veterinaria, se dijo Cirilo.

Terminó siendo taxista y por amor. Debía ganar plata dulce y rápido, en una o dos temporadas abrirían el inmenso parador Municipal que sería una inagotable mina de oro. Había que instalarle y por lo alto la peluquería a aquella, inesperada mina de mierda que terminó yéndose a la capital con la otra atorranta que tomó de aprendiza.

-La muy hija de puta… refunfuñó Cirilo.

El taxista permanecía fijado en el drama insuperable de su breve vida sentimental. La única gracia cuando se emborrachaba a propósito era contarle los planes de venganza, rumiados durante años de rencor a quien quisiera oírlo; él llegaría hasta la peluquería y salón de belleza que funcionaba cerca de la cárcel de Miguelete, allá en Montevideo. Sin decir una palabra les pegaría dos tiros a cada una de las traidoras que jugaron con su credulidad; después de la balacera liberadora, iría caminando lento hasta la entrada de la prisión cercana y diría los versos que eran su to be or not to be ensayado cientos de noches de insomnio: «arrésteme sargento y póngame cadenas, si soy un delincuente que me perdone Dios». 

Del inapelable fracaso en el amor y la falta de intuición para administrar el jodido parador, que nunca vivió ni un verano de gloria ni tuvo reina de belleza, ni cena oficial de Rotarios departamentales y terminó en una especie de establo abandonado donde pastaban burros y caballos, a Cirilo le quedaron oficio y taxi. Un Desoto enorme que padecía las iras retrospectivas de su iracundo propietario. «De todas las atorrantes que andan yirando por el mundo, justo a mí me tuvo que tocar una que salió más tortillera que puta» se quejaba el taxista. Cirilo pensaba eso cada mañana. 

Fue allí mismo, frente por frente a la entrada del Club Social Democrático donde estaba otrora la peluquería Yolanda, de dolorosa memoria para él. Ahora es un boliche infame donde levantan quiniela, venden alfajores, bombones Garotto traídos del Chuy, pilas alcalinas, helados de palito, figuritas coleccionables, lo que sea; ese local mancillado por la usura y la miseria, era su círculo del infierno asignado por adelantado estando en vida. 

Cada vez que salía del Club Social Democrático estaba obligado a ver el lugar de la afrenta y que años atrás él mismo pintó con tanto cariño; además de haber instalado el sistema eléctrico y cañerías complicadísimas necesarias para los lavados de cabeza. Le faltó la satisfacción de una violenta escena de ruptura escandalosa, ni tuvo desahogo mediante un par de gritos y otros tantos sopapos pesados. Apenas el dudoso derecho a la cartita en la que su mujer escribió una posdata creativa: «y esto te lo dejo, cornudo, para que no te hagas ilusiones pajeras sobre una reconciliación», palabras claras preludiando un fajo de fotos Polaroid explícitas hasta la interjección. 

En una de ellas. la aprendiza de aire tan modosito cuando recién llegó a la peluquería, que motivó en Cirilo bromas repetidas sobre la claridad de sus luces, parece que había nacido con un slip de cuero negro tachonado de plata, del cual emergía una porra enorme de látex transparente hiperrealista. Cirilo continuaba desde entonces arrastrando su cruz de taxista, manejando era el único momento en que podía olvidar ciertas escenas, aunque alguna tarde se iba a las afueras del pueblo no lejos de donde se anegó la utopía del Parador y llorisqueaba repasando el álbum de familia.

Despreciaba el barrio Las Manzanas, mucho pardo holgazán para su gusto decía, demasiado atorrante sin ganas de trabajar perdido por el vicio. Casi nunca lo llamaban de esos rumbos miserables, pero se trataba de un accidente y había que hacer de tripas corazón. 

Llegó a la dirección que le pasó al gordo Acosta y la puerta de calle estaba entreabierta. Cirilo entró a un zaguán oscuro, caminó unos metros en la semipenumbra y golpeó al final con los nudillos en cristales esmerilados.

Cuando abrieron, él reconoció al muchacho que lo hizo pasar y le costó relacionar la facha de ese zurdo con el lugar. La casona era de las antiguas, una construcción sólida de principio de siglo que parecía deshabitada, había muchos papeles tirados por el suelo y algunas botellas vacías. 

«Maricones y pichicateros, en una buena farra me metí» pensó Cirilo. Los dos hombres atravesaron rápido la primera pieza donde los papeles se amontonaban más, en la segunda habitación había colchones tirados por el suelo y del cuarto de baño salía un olor parecido a champú de peluquería. En la cocina -también debieron pasar por la cocina- había lo necesario para preparar un mate, cachos de pan sobre la mesa sin mantel de hule, latas de sardina abiertas y salamines cortados a lo bruto, una botella de leche a medio llenar. 

Ese catálogo pasaba velozmente ante la mirada despreciativa de Cirilo que hacía esfuerzos por retener detalles, intuyendo con razón que terminaría declarando en la comisaría del pueblo «o más arriba, qué mierda» pensó el del taxi.

-Pero qué es esto, por Dios, dijo Cirilo cuando salió al patio trasero de la casa del barrio Las Manzanas.

El sol estaba filtrado por una parra aérea que hacía las veces de toldo intermitente, una claraboya con racimos en lugar de vidrios. El suelo del patio estaba hormigonado en su casi totalidad y a pesar del gris intenso del piso, se destacaba terrible un cuerpo de muchacho en calzoncillos y alpargatas. 

Tenía la camisa abierta en el pecho, saboteando uno de los ojos había un coágulo enorme y que en un punto del borde permitía la salida de un hilillo de sangre. Debía de haber un segundo agujero en otra parte del cuerpo inanimado y el charco de sangre era impresionante.

-Hay que llevarlo al hospital, dijo el muchacho hablando con calma voluntariosa.

-Qué hospital ni ocho cuartos, ladró Cirilo. Este hombre está muerto.

A Cirilo le bastó inclinarse muy poquito para identificar al muerto. Era el sobrino capitalino del Pato, el dueño del boliche donde los atorrantes del pueblo se juntan de noche a conspirar. 

«Tendrían que meterlos a todos en un barco y mandarlos a Rusia» pensaba Cirilo cada vez que debía pasar cerca del boliche del Pato, lo que sucedía varias veces a la semana.

-El hospital, insistió el muchacho. Tenemos que llevarlo rápido. 

Cirilo se impacientaba y estaba a punto de rajarse del lugar bastante caliente, cuando observó que el otro tenía un revólver en la mano. Con el revólver en la mano le abrió la puerta y parecía no estar dispuesto a soltarlo antes que terminara la eternidad.

-Yo solo no puedo, dijo el taxista. Tenés que darme una mano, pero primero soltá eso. Es peligroso, se te puede escapar un tiro.

El otro recién ahí pareció reaccionar porque miró su mano y con gesto repulsivo arrojó a un costado el arma -una antigualla de museo- como si fuera una araña en celo que cayó por tierra en el lugar donde salía el tronco áspero del parral; después, él mismo se dejó caer por inercia y llorisqueando, volviendo de un trance que al parecer duró demasiado. 

Cirilo tenía el fastidio acobardado, deseaba que todo el asunto pasara pronto, amagó encender un cigarrillo pero le faltó tiempo. El muchacho había tapado la cuenca vaciada del muerto con unos trapos viejos y lo tenía agarrado por los hombros, como cuidándolo de una simple borrachera de cerveza.

-Vamos, rápido, que todavía estamos a tiempo, dijo el muchacho.

-Si, vamos, respondió el taxista.

Sin apurar los trámites, temiendo una reacción intempestiva del mozo del revólver Cirilo se acercó hasta los pies del muerto y entre ambos lo cargaron sacándolo de la casa. A todo esto era casi mediodía. 

Se escuchaba el peso del esfuerzo de cargar un muerto sobre la tierra, en contrapunto cantaban con ahínco las chicharras oficiando a manera de coro funerario; el ruido de los insectos era ensordecedor y aumentaba segundo a segundo. «Si no despegamos pronto de aquí él me mata a mí o yo lo mato a él» se dijo Cirilo y en ese momento sintió la inconfundible gota gorda recorrerle la espalda, eso era catinga en fija en el sobaco o irritación de hongos en las pelotas. «Estamos completos. Día de mierda y todavía falta la mitad» pensó el taxista.

Colocaron en el asiento de adelante al muerto que parecía estar sonriendo si no fuera por el detalle revelador del ojo vaciado. El otro hizo las maniobras necesarias para que el muerto viajara cómodo. «Ha de creer en serio que el sobrino del Pato sigue vivo. Está convencido de que los médicos podrán hacer algo para salvarlo. Aquí pasó algo feo y yo estoy en el medio, como si las situaciones de mierda las buscara a propósito» se compadecía Cirilo. 

Ninguna de los tres abrió la boca hasta que llegaron a la entrada del hospital, una clínica un poco mejorada tirando a dispensario.

-Tranquilo, ya llegamos, dijo Cirilo.

Cuando terminó de frenar el tachero bocinó con insistencia, nervioso, sin largar el volante. 

De una puertita del fondo, que daba sobre el estacionamiento trasero del edificio salió un tipo somnoliento a pesar de lo avanzado de la hora, asombrado por tanto barullo, ofendido como pistero de amoblado un domingo de mañana. 

Cirilo desde lejos le hizo unas señas extrañas y el otro desapareció.

-¿Ahora qué pasa? ¿Por qué demoran? preguntó el muchacho.

-Ya viene. Está todo bien… se hará lo humanamente posible.

Pasados un par de minutos regresaba el enfermero de guardia, traía una camilla alta con ruedas cuyo ruido al avanzar era peor que el de las chicharras del barrio Las Manzanas. 

Cuando llegó junto al auto abrió la puerta delantera y el cuerpo todavía tibio del sobrino del Pato se desplomó por tierra.

-Puta madre, dijo el enfermero. Que hacés Ciri, es temprano para jodas. Esto es grave, tenés que ir derechito al destacamento a ver a Larramendi.

-Es lo que le dije al señor, dijo Cirilo. Pero aquí el joven insistió y estaba armado, entendés.

Mientras los otros intentaban conversar el muchacho permaneció callado, acomodó el cuerpo del muerto sobre la camilla y avanzó empujándola hacia la puerta trasera del hospital dejando atrás a los hombres discutiendo.

-¿Qué negocio Ciri?, insistió el enfermero.

-Algo muy podrido, respondió Cirilo. Andá, seguile la corriente y ganá tiempo. En diez minutos te mando a alguien… imaginate.

-Siempre el mismo piola vos.

-Yo ya banqué mi parte de la mierda, dijo Cirilo. Andá, tratá de averiguar algo. Lo encontré en una caso del barrio Las Manzanas con el chumbo en la mano. Está medio ido, seguro que drogado.

-Ciri, mirá en qué estado te dejó el tapizado delantero.

-Ya vi, ya vi. Callate… por hoy estoy completo.

El taxista volvió a su puesto de trabajo y encendió el motor. El Desoto retozó contento por haber vivido una aventura distinta, Cirilo le adivinaba al auto esos caracoleos de felicidad, de cuando Yolanda lo manejaba y se iban con la aprendiza hasta la frontera a comprar lacas brasileras, ruleros y tintas. 

Era lo que ellas decían.

-Auto de mierda, dijo Cirilo y metió una segunda capaz de reventar cualquier caja de cambios.

El pobre Desoto volvió a ser auto de cornudo y único taxi sacrificado de ese pueblo sin nombre, él que había sido armado en las grandes fábricas de Detroit allá por los finales de los años cuarenta.

Belisario Villagrán

En «Aperturas, miniaturas, finales», 1985

Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”

J. L. Borges

Sabedor desde que tuvo memoria que la magra tierra de sus mayores dejaría para siempre de pertenecerle, recordando del padre apenas un apellido miserable y de su madre la vergüenza de dejarse chingar medio vestida por un hombre llegado del Norte, Belisario Villagrán orientó la totalidad de su coraje -forjado en una rebeldía contra el mundo que nunca condescendió a entender- a la única causa que le pareció tenía cierto interés: la de apurar su propia vida.

Dicen que una vez siendo casi un niño amenazó cabalgar con las tropas revolucionarias y gritar ¡viva México! al entrar en combate. Como se entusiasmaba por la consigna de la tierra para todos sólo cuando estaba borracho, decretó para su armada de uno solo que la revolución agraria era asunto de campesinos cobardes y generales alienados. 

Cuando descubrió que lo esperaba un futuro infinito de noches y días parecidos, dedicó su existencia a procurarse los vicios urgentes sin fatigarse; a la no menos trabajosa labor de tramar una fama fronteriza de macho pendenciero y bebedor de aguardiente. Quienes todavía lo recuerdan dicen que era hombre de pocas palabras y esas pocas soeces e insultantes. Le gustaba el alcohol, que consumía en abundancia hasta perder los estribos por el placer agregado de marcharse sin pagar. Abusaba de los labios rosados de muchachas atemorizadas que se entregaban, como si él fuera un dios insaciable, a la incipiente leyenda llamada Belisario. Que algunas veces se dormía junto a ellas sin haberles siquiera rasgado la camisa o hablado de amoríos salvajes con el aliento brumoso de tequila barata.

El sol implacable, el mismo horizonte, sudor agrio adornando su pecho de toro y resplandor de osamentas cercanas a los cactus, conseguían a veces aquietar su voluntad en días idénticos repetidos, iguales por insoportables. El paisaje cerril padecido por el hombre predestinado, creaba a su alrededor un dominio intangible donde nadie se oponía a la agresión de Belisario: era su manera desesperada de contrarrestar la fuerza del desierto calcinado que ordenó consumirle la vida. 

El prestigio de su nombre creció hasta la desmesura una ebria mañana de domingo durante el oficio, cuando la pólvora herética compitió con las campanas y el rebaño de fieles se persignaba murmurando cuestiones de herejía entre maldiciones merecidas.

-No es religioso y menos muy cristiano despenar de ese modo a un padrecito con la hostia en la mano, dijo esa noche Belisario sin mostrar señales de arrepentimiento-. Al menos así y por las buenas Dios se acuerda de que existo.

La gente bajaba por miedo la cabeza al escuchar sus confesiones, las amistades tejidas en la admiración se deslizaron hacia el temor como un cáliz que cae escaleras abajo. El Diego –era su primer nombre- lo comprendió: habiendo desafiado a Dios con beneficio decidió que esa hora de vérselas con los hombres. 

En su caótico código de costumbres entendía la traición bajo todas sus formas, el ultraje al vencido, la inconsciencia como hechos normales y no toleraba la cobardía ni cuando estaba sobrio. La sangre lo bautizó antes que conociera la pasión por la muerte. Esa pirueta agazapada era para él una cosa confusa que sólo le sucede a los otros; sin excepción a quienes se interponían en su camino incluso sin buscarlo. 

Una tierra árida que podía de quererlo resquebrajar al mismísimo sol curtió desde temprano los perfiles de Diego, la cara imberbe del niño que corría procesiones y degollaba gatos para pasar el rato, dio paso a una temprana cara de indio viejo. De india vieja, decía la gente en secreto cuando sabían que Diego estaba lejos toreando al destino. Lo que no lograba su rostro en provocar el miedo lo podía su aspecto de animal enorme, perfeccionado a conciencia con un sombrerote que le hacía la digna sombra de sepultura que merece un hombre fornido y tan feo.

Su pasado era cuestión de leyenda, el futuro lo presagiaban dos pistolas laterales palpitantes y cargadas, nerviosas y tibias, iguanas venenosas prontas al ataque.

-Son para evitar negocios con la muerte, se jactaba Belisario Villagrán. Para que las viejas sigan hablando de mí mientras yo ande vivo. 

En su Chihuahua se comentaban muertes numerosas casi sin pensar, algunas enumeraciones incluían conejos y coyotes que se confundían con hombres abatidos en números inciertos. 

En el que sería su día más glorioso Diego Belisario Villagrán se despertó al mediodía, estaba solo en la cama y le dolía la cabeza. Salió a tientas buscando el sol en lo más alto, espantó algunas gallinas sucias que levantaron un fino polvo en su fuga cacareada y se encaminó despacio a la sombra fresca del manantial cercano. Apenas se mojó la cara como de barro cocido se sintió mejor, un perro cualquiera ladró y su caballo lo saludó desde el pequeño corral con un relincho premonitor. 

De vuelta a la casa comió con paciencia y la voracidad de quien sabe que la ley del Estado le teme, hasta es posible que rasgara las seis cuerdas de una guitarra y desafinado alguna copla vulgar para divertirse.

Es verosímil que haya ayudado por inercia a la familia de la muchacha con la que había dormido: el acarreo de alguna bolsa de maíz rojo demasiado pesada para el mexicano viejo, llevar baldes de agua necesitados por la madre de la muchacha –los rasgos pudieron parecerse a los suyos- y la muerte súbita como si fuera gato barcino de la infancia del cochinillo chillón para esta noche, a la vuelta.

Le disgustaba estar de paso en New México donde lo único de ñu decía Diego, es el olor afeminado del agua de colonia y palabras incomprensibles nombrando de otra manera la sequía, los caballos y la bala. 

Llano Estacado tenía una cantina que fue el improvisado escenario porque las ganas de ejercer el coraje no siempre hay que esperarlas demasiado tiempo. A pesar de conocer el lugar donde se le prodigaba un vago respeto, para hacer más rotunda la transferencia de los mitos Diego creyó oportuno calzarse, aflojarle el barbijo al sombrero y adornarse con espuelas de las que prefería el ruido que hacían al caminar sobre pisos de madera. 

La versión que llegó hasta nosotros omite decir si llevaba poncho aunque es probable.

-Anoche vino tu padre a visitarme, le murmuró la vieja sin mirarlo a los ojos. Me golpeó la ventana para decirme que hoy te tratara bien.

-Usted sueña mucho vieja. Tiene que hacer como su hija, que se quedó despierta hasta el amanecer.

-Me preguntó cuál era tu caballo. Esta noche quiere cabalgar contigo.

-Es un buen caballo y puede aguantar el peso de un muerto. Hasta esta noche, vieja.

La noche de luna llena y nubes de tormenta que nunca se hacen lluvia estaba demasiado fresca. “Me estoy poniendo viejo”, piensa Belisario en el preciso momento de entrar en la cantina.  

Un mostrador inseguro sostiene hombres cansados por un largo día de trabajo y meses de fuga hacia ninguna parte, gastados por la historia que los embosca sin respiro y no logran entender, hombres fatigados por huidas de lugares que olvidaron a sabiendas. Sin orden se mezclan entre la sed de whisky barato, cerveza tibia y el mezcal alucinante. Nada nuevo en apariencia, están allí dispuestos los incondicionales de siempre y unos pocos extraños vestidos como ratas de alcantarilla, siempre más que la vez anterior. 

En la frontera inestable la reputación se sustenta gritando o insultando a granel con las manos en la cintura,  más al estar confrontado con forasteros solitarios de mirada sin vida; sabedores que nunca serán héroes porque no tienen tierra que conquistar, gente que los siga ni bandera que los reclame. 

Huelen que la muerte los ronda como una novia renga.

El año por si interesa era 1873.

El dulce español derrotado en la guerra pasada es bueno cuando se cantan serenatas, para gritar en burdeles y cantinas es preferible el áspero idioma de los gringos. 

Diego entró y saludó provocando, algo así como las buenas noches. después dijo a todos los gringos hijos de perra, que en México quiere decir hijos de puta.

De algún lugar salió el estampido que resonó en las memorias durante mucho tiempo.

El vientre asombrado de Diego Belisario Villagrán aceptó sin resistencia el calor plúmbeo de la primera bala que resultó la última. Igual, antes de desplomarse en la tumba el desconcertado mexicano alcanzó a ver, bajo el aspecto ridículo de un predicador evangélico vestido con harapos, un niño endemoniado de unos quince años. De pelo sucio color zanahoria, con un revolver humeante en la mano y que no se dignaba mirarlo a él Belisario Villagrán, que ya era un hombre muerto.

El ruido que hizo Diego al caer pareció el segundo balazo innecesario del incidente.

A pocas leguas del lugar de los hechos narrados un cochinillo se asaba a fuego lento. La vieja que movía los tizones sabía lo sucedido en Llano Estacado.

El autor del disparo traicionero respondiendo al saludo desafiante y se presentó a los testigos como Bill Harrigan oriundo de New York. 

Con desdén rechazó la sugerencia de hacer con una navaja una muesca en la culata aduciendo que el muerto era mejicano, condición tan despreciable para un ángel de cloaca llegado de otro infierno neoyorkino como la de ser negro. Se guardó en el bolsillo la navaja del apresurado alcahuete y esa noche durmió junto al cadáver del mejicano con cara de india vieja.

Cuando el muchacho se despierte será Billy the Kid.

El Diego por fortuna para su orgullo interrumpido no tuvo una agonía prolongada, a él no lo afeitaron ni lo exhibieron como a fenómeno en vidrieras de las barberías de Llano Estacado, tampoco esperaron al cuarto día para enterrarlo.

La mañana que el gringo asesino se marchó del pueblo tres campesinos confiscaron el cuerpo hinchado de Villagrán para enterrarlo lejos. En New México cuando se supo de su muerte lo lloraron en secreto muchas muchachas. Nadie encontró su caballo a pesar de que lo buscaron por toda la comarca; tal vez por eso en noches de luna menguante cuentan que lo ven galopando sin brida, rumbo para donde asoma el sol llevando dos jinetes con apariencia de espectro sobre el lomo. 

La Fiesta: master take. Chick Corea

En «In memoriam Robert Ryan», 1991

Los hechos aquí evocados ocurrieron el día que murió Elvis Presley y hace poco, en uno de esos años cuando el silencio de las voces apagadas era más espeso que el recuerdo de las caras. Alguien dijo, con convicción de deseo inexorable que un hecho lindante al prodigio sucedería esa noche sin ser la noche de San Juan. Entre quienes escucharon el rumor, nadie pensó en un eclipse total de luna ni avanzó la hipótesis que se trataba del cometa Halley adelantado en la órbita, cruzando con su cola de novio en combustión el cielo triste de Montevideo. 

En una ciudad cautiva las palabras dichas de pasada adquieren cierto rango de verdad, incluso si al minuto siguiente se confunden con un anónimo sin nombre, rasgos característicos y menos identidad confirmada de boca informante. Es complicado narrar, la certeza en torno a lo supuesto se acotaba al recuerdo vago de lo escuchado al pasar, unos días atrás y más seguramente pocas horas. Lo retenido tenía la consistencia de una revelación en pesadilla sin nada de fantástico en su enunciado simple: Chick Corea actuaría esta noche en un local de la ciudad. 

Esa revelación flotando en la conciencia era insuficiente para promover indagaciones insistentes entre amigos. Tras la búsqueda de una modesta ratificación de la venida, Luís se comunicó con un par de conocidos que solían estar al tanto de lo que pasaba en el ambiente. Su línea telefónica, estaba cseguro de haberlo detectado, emitía un ruido inusual de aparato intervenido bajo escucha; podían ser los cables viejos de la instalación y sería prudente asegurarse. Era costumbre –por el temor compartido en ambos extremos de la línea a que lo dicho sea interpretado de otra manera- que terminaran hablando de las nuevas gracias de Sigfrido, el perro del interlocutor y quejándose de lo agotador que es organizar un cumpleaños infantil, antes de deslizar un par de frases sobre la dolorosa noticia del día.

Diálogos tontos despejando de la conversación cualquier apariencia de claves y contraseñas, decir encuentro, recital, concierto en el código penal de quienes escuchaban conversaciones ajenas, podía ser en locución uruguaya sinónimo de conspiración. Corea un apodo clandestino, significativo de célula subversiva, operativo desestabilizador del orden social. Hoy día las palabras huyen de su definición original, circula una violencia ciega desatada para pesquisar la segunda potencia de freses irrelevantes; denunciando la polisemia terrorista a desmantelar y una circunstancia de acepciones latentes irritantes de admitir. Era el odio preventivo a las palabras de antes, cualquier intento de comunicación desde hace tiempo es sospechoso, se lo vigila e interrumpe hasta la decisión de proscribir vocablos, poemas, novelas, canciones, autores y voces, siendo aconsejado el silencio para obedecer órdenes. Una ocurrencia nocturna resistente o risueña, garabateada en paredes de calles oscuras y solitarias, se pagaba caro. 

La consigna Liberar a Julio era suficiente y los transeúntes seguro que ignoraban la historia del tal Julio que anda por ahí. Leer la pintada desde la vereda de enfrente, desde la ventanilla del ómnibus era suficiente para imaginar una situación amenazante; incluyendo apremios a Julios encerrados en establecimientos penitenciarios, cuarteles, comisarías, cárceles clandestinas en casonas. Prolongando la prepotencia a hogares de parientes, conocidos y amigos de Julios presumibles en impensable estado de liberación, iniciando la espiral de los Julios cercanos, recordados, que finalizaba en el Julio infeliz designado por un azar descontrolado. 

Ninguna pared hablaba de Corea y eso que sería hoy mismo la cosa. Luís tenía apenas la convicción de la venida de origen difuso, desconoce lo que sucederá esta noche si dejamos de lado el temor a madrugadas de insomnio; tampoco conoce el lugar del encuentro ni escenario donde se supone que Corea tocará esta noche. Hasta parece que hace unos días actuó con suceso en un teatro céntrico de Buenos Aires, en dúo con el xilofonista Gary Burton, pero es dato de laboriosa confirmación: hace más de un mes que los mandos impiden el ingreso a Uruguay de diarios porteños. “Tiene que venir esta misma noche, pensaba Luís. Hace tiempo que lo esperamos, me resisto a la idea de saberlo pasando de largo rumbo a San Pablo sin recalar en Montevideo. Tampoco puede hacernos eso de hacernos sentir que vamos desapareciendo del hemisferio sur.”

A primera hora del día Luís compró El Día y El País, buscando información sobre la llegada de Corea, detalles referentes al espectáculo nocturno, horarios, precios, esas cosas; buscó una hora sin hallar ni una línea que hablara del concierto y era raro, ambos diarios informan sobre casi todo lo que sucede en el país. Los leyó encerrado en su casa, sin llamar la atención de alguien que busca sin saberlo la noticia comprometedora; los titulares de primera página anunciaban inauguraciones de tramos de asfalto en el interior del país, cerca de las regiones militares. Las páginas interiores reproducían los partes diarios de guerra contra la historia; lloraban la tragedia del mundo de la música pop por la muerte de The King, descubrían el revés de la trama de algunos ciudadanos indignos de tal condición. Nada original en los últimos tiempos, después de años de cotidiana militancia en el ejercicio de la pública exposición de hombres y mujeres vecinos de la ciudad, los perfiles propios se desdibujaban. “Ni sabemos quién es la gente con la que convivimos; tampoco se me ocurre nadie en quien confiarme para verificar la información de la llegada” pensó Luís.

Hacia la media mañana las horas comenzaban a sucederse, Luís se refugió en una de sus pocas costumbres queridas y confiables; esperó en el café, que no podía ocultar la tristeza instalada y en su misma mesa, la llegada de los amigos fijados en la rutina apoyándose unos en otros. A los pocos minutos el grupo estaba instalado, Luís les confió su pequeña preocupación del día centrada en la llegada del músico. Los otros lo miraron extrañados: ni la menor idea del concierto y menos del personaje evocado.

-Es un músico genial, medio morocho y chiquito del Estado de Massachusetts, les comentó Luís con la curiosa convicción que requiere lo evidente. Toca el piano, moderno, jazz y cosas por el estilo.

Luís se percató que resultaba peliagudo explicarse ante quienes desconocían la existencia del pianista y el nombre tan sonoro nada les decía. Esos amigos del café a media mañana pertenecían a otra generación, llegaban de oídas bien hasta el apogeo de bandas al estilo Count Basie y haciendo un esfuerzo ayudado por la contaminación informativa, a conocer por arriba el muerto del día y su famoso golpe de caderas. Cada dato que Luís agregaba sobre Corea ya fuera anatómico o musical, el desconcierto de ellos aumentaba. Lo vieron tan preocupado por el asunto, que llegaron a prometer una exhaustiva indagación entre los conocidos, lo harían con el mismo celo que si se tratara de un hermano acuciado por verdaderos problemas. Dijeron que eso sería para mañana, el día después, un día demasiado tarde. 

Si algo había de ocurrir entre Luís, la ciudad y Corea sería esa misma noche; Corea, el sonido Chick Corea hoy podía ser en Montevideo diferente a la persecución de un nombre. Apurando la urgencia de lo inminente irracional, Luís decidió que tenía pocas horas para averiguarlo. Comenzaba así de sencillo una persecución desesperada, confusa y misteriosa como el tren fantasma. La gente por aquí estaba en mutaciones forzadas desde afuera, derivando hacia objetivos imprecisos y situaciones transitorias. En curiosa deshumanización, las personas se transfiguraban en manifiestos firmados en las estaciones de metro alejadas de Londres la City, recitales sucedidos hace meses en estadios cerrados de Sidney, nombres de detenidos envueltos en la acústica gótica de iglesias parisinas con aguacero afuera; mientras el nombre convocado por la solidaridad dibujaba en prisión mulitas sobre papel de estraza para matar el tiempo. Pedazos de ciudades aprendiendo que no habrá regreso al pasado, aunque cada amanecer trajera una incumplida promesa de retorno y postergación vendada a la historia patria, versión diferente a la leída tiempo atrás en los manuales escolares. 

Como esto era cierto, había entonces que admitirle a Luís su empecinamiento por la creída llegada de Corea; además de tales metamorfosis de la sensibilidad, coincidíamos ese día con él en la misma ciudad Montevideo de Corea. 

Era posible creerle que Chick estaba llegando al aeropuerto y tocaría dentro de pocas horas, poco importaba la falta de afiches pegados en las paredes anunciando el espectáculo y el silencio cómplice de altoparlantes en la costa, encargados de la propaganda. Las omisiones podían acrecentar por el absurdo, oposición, el tercero excluido su convicción en el encuentro próximo con el músico. Recobrábamos con Luís –para mantener distancias es preferible decir que Luís recobraba- un impulso que llega cada tanto, bajo la forma de un deseo irrefrenable por salir a buscar lo inesperado en la noche montevideana. Hoy la maravilla mágica se llamaba Chick Corea. 

Todo hace suponer que el músico vendrá de Buenos Aires como apéndice inflamado de la tournée, insignificante fuga de gas neón de marquesina de teatro de la calle Corrientes. Seamos sinceros, fuera de ese rebote reflejo de contratista ¿a qué diablos vendría Corea a esta Montevideo hastiada de milicos? Seguro que el pianista desconocía la existencia de una ciudad llamada Montevideo, cuya referencia decisiva es un cerro mocho de 130 metros de altura. Anoche le preguntó al contratista para evitar meter la pata con la prensa en la conferencia de prensa, y mañana olvidará si la escala estaba cerca de Montreux o Tunisia. Montevideo nunca tuvo un tema clásico para jugar variaciones locales dentro del repertorio de jazz ni festival anual, su existencia le interesa a unos pocos; hoy es otro día de espera en la ciudad, como antes lo fue de Frank Sinatra, Lawrence Olivier, Herbert von Karajan y los Rolling Stones. 

Algunos de los esperados en sueños pasaron por aquí sin percatarse, teníamos algo de tierra condenada; por eso se largaban sin entender el motivo del cariño manifiesto por los espectadores al final del show. Nadie viene ya por nuestra casa, casi nadie debería decirse porque esta noche, de creerle a Luís y su perseverancia ingenua, en algún lugar de la ciudad estará haciendo música el pequeño Corea y habrá que estar ahí a pesar de las camionetas azules estacionadas en las inmediaciones, como un solo hombre.

Una buena manera de achicar las horas de espera podía ser llegarse hasta el aeropuerto, presentarse en informes y preguntar con aire desenvuelto en que vuelo llegaba el señor Corea. Con buen criterio Luís estimó que, tal como están las cosas en este invierno, ello sería ingenuo, daría lugar a desagradables malentendidos. Despejada esa modalidad de la verificación crecía en Luís –un día más- la masa de las horas destinadas a perderse en relojes a cuerda de lo inservible e irrecuperable. Esferas gelatinosas, minutos necrosados devorándose hacia adentro marcando los segundos que temporalizan la ciudad. 

En Luís estar convencido de que esta noche bruja Chick Corea actuará en Montevideo se hizo obsesión pegajosa, y ello a pesar de su limitación como proyecto, con argucias de ideas concebidas durante el sueño profundo e informaciones dispersas en revistas viejas editadas en otro país; él leía Montevideo donde aparecía el nombre de otra ciudad imaginada. Supuestos e interferencias, sumatoria de deseos postergados pedidos de a tres y en secreto en tiempos idos, cuando todavía caían estrellas muertas hace milenios luz en nuestra estratósfera, llegando vagabundas desde el cenit nocturno de Montevideo. Luís estaba resignado a que la sesión, algo improvisado seguro, estaría distante de cualquier resplandor generoso y una mínima dignidad. Es sabido: nadie viene a tocar a Montevideo dispuesto a dejar el resto salvo que haya nacido por aquí y sepa que aquí morirá. Los artistas de paso por la ciudad, sin tiempo para comer un pedazo de carne asada en el viejo Mercado del Puerto, juegan así nomás para cumplir, sabiendo la aceptación indiscutida sin protesta del público ganado de antes, importándoles un comino las crónicas del día siguiente, publicadas en la prensa, caladas de indignación o elogiosas hasta el ridículo de lo irrecuperable. Luís recordaba al respecto los días finales de noviembre del año 1971. 

El último domingo del mes fueron las elecciones, en las que por primera vez el Frente Amplio se presentaba como coalición de izquierda y el sábado de ese domingo, fue la última vez que Duke Ellington tocó en la ciudad. Yo mismo lo recuerdo como si fuera hoy y puedo hacerle recordar a Luís el calor agobiante de aquel día. Infierno reforzado al atardecer pues, designios de la cruel economía doméstica, sólo pude pagar una entrada en las alturas, lejos del escenario, cerca de techo del estadio cerrado donde actuó Duke: el legendario Palacio Peñarol, más conocido fuera de fronteras que la Catedral de la plaza Matriz. Aquella noche era cierto que el nombre de Peñarol brilla como el sol, calentando en consecuencia y allí se podía conocer lo que sintió Icaro el segundo previo a desplomarse. Después de pasados veinte años de aquello, creo seguir escuchando Sophisticated Lady con solos de improvisación de un saxofonista blanco de la primera línea, mal improvisador al menos ese sábado, un músico que estaba borracho o se hizo el payaso a lo largo de la actuación. Lo sucedido ocurrió dentro de lo previsible, como si pasara una tormenta de indiferencia, pero hubo un momento eléctrico cuando el viejo Duke, él solo esclavo de su genio, sin orquesta de payasos apurados por regresar a casa, iluminado por un haz milagroso de Frá Angélico sobre el ángel negro viejo, puso dos manos negras sobre el teclado racista, inventando un tiempo tormentoso impredecible la víspera. Quiero creer: seguro que sus dedos atravesaron nubarrones cargados de la infancia, de los que cruzan el cielo apurados a toda velocidad tras las liebres del camino de Alicia, con tiempo justo para dejar caer gotones tibios y pesados de notas graves. Alcanzó: se trataba de estar alerta durante el espectáculo, dejarse empapar el alma por un aguacero de morondanga de fines de noviembre, que cada tanto le despierta hongos tóxicos de humedad a la memoria. No se conocen versiones memorables de los temas clásicos de jazz grabados en Montevideo, al menos en antologías de los monstruos del género recopiladas en discos compactos, y en esta evidencia para nada cuenta la memoria personal. Digo que habría que convertir esa notoria carencia en un atractivo secreto, hacerlo el imán potente de nuestro arrabal, lanzarlo a los grandes centros como desafío: a ver quien tiene el coraje y huevos de venir a tocar aquí, adentro de las murallas. Con la furia de que fuera capaz, si supiera que la música se termina mañana y queda una sola oportunidad de que su música sobreviva. 

Luís y yo sabemos en este cuento que avanza, que nuestra ciudad es una escala lateral en la gira. Deberíamos empezar por la modestia que falta, sacudirle al asunto la atrofia de distancia ruinosa evitando hablar aparatosamente de concierto y aunque fuera tarde para cualquier reacción contra el desdén. A Luís le hubiera gustado ver a Corea tomarse lo de esta noche como un tiempo muerto, alto prudente en la ruta para cargar gasolina. Que Chick se olvidara de actuar a que algo le importamos, limitándose a ensayar. Joder con el teclado buscando música como estando en un estudio de Los Ángeles pagado por la CBS; sin compromisos falsos, igual que en su casa el día que encontró la melodía de Children Song y el tema de La Fiesta. Si pasara algo así sería mejor para los involucrados y nos evitaría la humillación adicional. Eso, que vengan a buscar y suban al escenario sin fanfarrias, sin locutores engolados ni tachos seguidores, sin presentación cortando el aliento ni ladies and gentlemens y una vez arriba, se largaran por un camino cualquiera. Drogándose si quieren con cocaína, bajándose tres botellas de Beefeater si funcionan a gin, tosiendo y escupiendo delante del respetable, fumando como murciélagos, dejando el pucho al costado del teclado, hasta que el sufrido Stenway & Sons se chamuscara en los bordes; y si llegan las ganas, meando contra el manso telón del Teatro Solís, que siendo bordó con borlitas doradas sería un portento. Mirarlos sin esperar nada, dejarlos a ellos seguir en sus asuntos esperando por si algo original se les cruza por la cabeza, aguardando el relámpago del tiempo tormentoso en noviembre hacia el sur anunciando el verano. 

Luís sabe que esa escena es improbable en su horizonte cercano y hoy perseguimos lo inefable en bolsas negras de plástico dentro de las que ninguna música es posible. Para esta noche habría sin embargo la promesa de algo que se suspendía y era necesario forzar la idea de Corea actuando en Montevideo. Luís esperaba la comprobación, ello lo descontrolaba en cuanto a las decisiones a tomar, llegó a pensar que la incertidumbre sería parte de la actuación. Una manera simpática de poner a prueba la fidelidad de los iniciados a la música de Corea: el chiste comprensible en quien desconoce lo que pasa por aquí, lo delicado de la situación, que se propuso hacernos buscar en la noche sabiendo que en Montevideo todo se encuentra pronto; cuanto menos alguno de los pocos locales donde podría actuar Corea, so fue lo que se dijo para tranquilizarse.

Ellos se encontraron casualmente en la calle pasado recién el mediodía. Luís parecía salir en ese momento de una pesadilla e ingresando en otra devolviéndolo a esquinas de la ciudad temerosa. De acuerdo a las últimas informaciones en nuestro poder y sin verificación de fuentes confiables, Luís Dos debería estar viviendo en un barrio jardín enrejado en algún lugar de Caracas, con hijos, trabajos, divorcios y anécdotas que le suceden a la gente sólo cuando se va de aquí. 

Algo intermedio entre alegría del encuentro, olor a fantasma inseguro y lo banal de los días perdiéndose hizo que Luís evitara preguntas sobre playas caribeñas, amantes mulatas y ardides rocambolescos de ganarse la vida, contrabandeando ron entre las islas por ejemplo. Lo que predominó fue la alegría, de los condiscípulos del Instituto de Formación, Luís Dos se contaba entre los mejores amigos y era sin discusión el que sabía más de música. 

A pesar del tiempo pasado, fue mutua la percepción del comienzo de una noche irrepetible que justificó la pregunta.

-¿Sabés lo de Corea? le preguntó Luís Dos, sin darle excesiva importancia al asunto, con la certidumbre implícita de que escondía una duda propia.

Él jamás sabrá la tranquilidad que le proporcionó a Luís esa sencilla pregunta; había un alguien, un otro que sin ser espejo, fantasía o él mismo aparecía de repente en el relato con noticias frescas sobre lo que se estaba cocinando para la noche en la ciudad. Era una suerte, Luís tenía la confirmación referida a un asunto que comenzaba a enredarse –en especial las últimas horas- con otras dudas más serias. 

Lo que creyó entender días atrás sobre la venida de Corea era verdad, entonces no se estaba volviendo chiflado cargando un dato de esos que se tiene vergüenza de compartir.

-Claro, respondió Luís. Lo de esta noche… te sonará increíble, pero no estoy seguro de dónde será la cosa.

-Nadie lo sabe, dijo el contrabandista de ron de la isla Margarita. Suponte, habría problemas con los permisos de policía. La vigilancia de los vuelos internacionales está pesada, esperamos que en pocas horas eso se arregle, quédate tranquilo que aquí nadie se queda afuera.

-O será asunto de los productores del espectáculo, le hice contestar más cómodo, con un tono de angustia aplazada. Sabés cómo somos para esas cosas, unos despelotados que siempre dejamos todo para último momento.

-No te creas, replicó Luís Dos.

Sus palabras fueron rápidas, cortantes, secas y pronunciados pensando en cosas muertas para siempre.

Luís prefirió no entenderlo así, apropiarse la tranquilidad pasajera que vivía y una alegría incluyendo partículas de emoción. Sin preguntarse sobre las razones por las que Luís Dos estaba delante suyo y lejos de Caracas, le propuso encontrarse unas horas más tarde e ir juntos al lugar donde se escucharía el piano de Corea.

-¿Pero llegar a dónde? ¿Ir a dónde? argumentó Luís Dos, modulando la duda con su garganta resignada y en tonalidad que un tercero podía interpretar de mala manera.

-Ir a buscar, fue la recriminación en forma de respuesta con acento obstinado y terco. Es la única puta cosa que venimos haciendo desde hace tiempo. capaz que por ahí perdiste la memoria y lo que es más grave la imaginación.

Tampoco era el mejor momento para respuestas directas, si es que uno y otro podía entender al otro: a pesar del reconocimiento se desplazaban en distintas profundidades de la realidad. Convinieron en encontrarse a las siete de la tarde en El Vasco, un bar tirando para el costado sur de la Plaza Independencia, la esquina donde el viento golpea la lluvia de costado, como dicen que ocurre en plazas embrujadas de Santiago de Compostela, en Pontevedra la de piedras grises. El Vasco era un buen lugar para tomar el último café con los amores que terminan y hoy para comenzar a barrer la ciudad hasta alcanzar la música de Corea.

Nada y si existe lo menos que la nada fue eso, purísimas sensaciones de vacío consumieron las horas de Luís que lo separaban hasta el encuentro pactado, letargo durante actos breves sumados y un curioso juntarse de objetos pueriles. Lo dicho, mezclado sin suspender en su totalidad la vida imaginable en días como el de hoy, menos alterar un estado situacional, disposición de cosas incorporando la condición abstracta y el viento del lado sur de la Plaza. Ni remedando la manera de un faquir hindú de circo de paso; era imposible intentar suspender las funciones vitales, a la espera de que la pesadumbre pasara por el arrastre de los meses. Lo mismo derogar mediante magia cientos de semanas de vida renegada, apagar la luz espiritual interrogándose en la madrugada:

¿cómo hundir anzuelos con cadáveres y descarnados, visible apenas el garfio en aguas infectas que envenenan las agallas,

¿cómo trabajar hasta la medianoche en contabilidades negras de improbables empresas de exportación,

¿cómo repetir el desamor con desesperación, sin borrar muecas por el aroma penetrante de baño de casas de huéspedes sin bidé,

¿cómo beber hasta vomitar en la vereda alcoholes de pésima calidad,

¿cómo reírse frente al televisor durante horas aceptando la vulgaridad,

¿cómo ahorrar para luego derrochar los pesos en gestos gratuitos y degradantes del trabajo? 

Una cena cerril por ejemplo, con el vino más caro que pueda comprarse en la ciudad sin saberlo disfrutar, escanciándolo con la misma avidez con que despachamos una coca cola fría durante el mes de enero. Era otro día diluido por el desagüe del tiempo interminable, Luís creyó que una acción podría por fin tener sentido, encontrar un amigo en otro paisaje urbano y concentrarse para buscar un músico que llegaría en pocas horas a Montevideo. 

En invierno el sol se fugaba abandonando la ciudad a la luz artificial de raquíticos tubos fluorescentes débiles, sin intensidad, sucios y con insectos chamuscados, los escasos sobrevivientes zumbaban de manera absurda y asistiendo al espíritu de moscardones masacrados. Del lado de adentro de los lugares que se ven desde la calle las conversaciones tienen tono monocorde, cuando alguien entra algunas manos se alzan para mostrar reconocimiento superficial insinuando un contento circunscrito al estar ahí. 

Antes del encuentro en El Vasco ambos sabían que comenzarían la búsqueda con método coherente y terminarían en trance alucinado, abandonados al azar noctámbulo. En las mesas del boliche había grupos afines, vendedores de ropa de antílope falso instalados en las inmediaciones, aprendices de actor sobreactuando sin saber su bolo en la tragicomedia prevista ese día. Había hombres crepusculares a los que ningún Mercuccio lograría sacudirles la tristeza que los arropaba, solidarios por esa categoría de orientales embromados por la existencia. Era imposible conocer si los parroquianos estaban al tanto de la llegada de Corea, ninguno se atrevía a preguntarle algo así a los otros. 

Esta noche, como tantas otras cada cual emprendería su búsqueda en solitario; el miedo dejaba algo para la especulación, intención de pasatiempo urdido por hombres de Inteligencia, habituada a retener artistas de paso en el salón VIP del Aeropuerto de Carrasco, censurar estrofas de canciones porque sí y suspender espectáculos cuando la gente está sentada en las butacas; una práctica molesta, sostenida, metódica y insuficiente para arruinarlo todo. Sabiendo la reaparición de miedos les quedaba la ficha de seguir buscando, entre el humo de cigarrillos y el gusto del café Luís tarareaba bajito los temas de Chick Corea. Se aplicaba con la misma sensualidad de estar oliendo el perfume de la mujer que en dos horas, a más tardar estaría con él por primera vez en una cama. Los interrogantes se referían a cuestiones menores, si vendría solo, en dúo, trío, sexteto o con conjunto más importante. 

Luís Dos recordaba lo estupendo que resultó el recital del año anterior en Caracas, que él disfrutó desde las primeras filas, lo contaba con la ansiedad del viejo amigo que escuchando, recobraba pedazos de música. Lo retrotraía hasta asombros infantiles de ferias y tinglados ambulantes, lo intrincado que resultaba concebir la existencia biológica de la Flor Azteca, la sabiduría enigmática de la Mujer Araña. Lo difícil de aceptar la poquita cosa que de verdad es Corea, chiquito, lentes redondos, barbudo o lampiño según la foto que ilustra el LP conseguido, que buscaba por encima de recuerdos férreos, donde se batían en duelo de teclas profanadas, perita en punta de impostor príncipe Kalender y su Vals del recuerdo.

Desde la mesa, junto a la ventana que da sobre la calle Buenos Aires, podían ver la fachada del Teatro Solís. Las puertas de acceso estaban cerradas, nada hacía suponer algún movimiento en los próximos minutos, un remolino antipático se empecinaba en retener hojas muertas en uno de los rincones del frente, junto a las puertas laterales. Hacia la izquierda, adivinado entre columnas, custodiando la puerta giratoria de siempre, alumbrado por la pequeña marquesina que exhibe el menú para la cena, el portero del restaurante El Aguila, de impecable uniforme bordó y gorra se frota las manos por el frío, añora un trago de caña mientras aguarda clientes dispuestos a dar cuenta del mejor omelette surprise de la galaxia. En el mismo frente del teatro, el espacio que hay entre el fin de las escalinatas y el comienzo de la hilera de columnas, un cartel de chapa sobre fondo negro anuncia la reposición de un sainete y certamen de coros del interior del país. Del asunto Corea ni dos palabras escritas con tiza sobre aplazamientos y cambio de sala. 

El paisaje definió así la primera opción, era tiempo de salir de ahí, procurando unir horas de velocidad desconocida por un lugar preciso que podía estar en cualquier lado. Luís inició la danza de probabilidades conociendo por adelantado el balance final. la sala grande del grupo El Galpón continuaba expropiada por los mandos; se la destinaba para dictar cursos de Estadística a futuros contadores, Derecho Constitucional y otras calamidades escénicas por el estilo. El Teatro Victoria era depósito de expedientes y los ecos de la voz humana de Jean Cocteau, que alguna vez sonó allí con dudosa acústica, fueron apagados por chillidos de ratas alimentadas con expedientes de catastro. El Stella D’Italia va sobreviviendo como puede con espectáculos de varieté, se ve que a algunos mandos les gusta ver tetas al aire y sueñan con levantarse alguna vedette argentina. El Circular sigue bajo vigilancia en relación directa al denso repertorio de los últimos años; alguien anota salidas y entradas de los sospechosos Pirandello, Chejov y Calderón. En el estadio cerrado donde hace tanto se produjo la orquesta de Duke Ellington, hoy estaba en plena temporada exitosa el Holiday on Ice con el tierno número de los ositos patinadores. La sala de conciertos principal de la ciudad era un montón de escombros y cenizas sin remover, después, lo que resta son salas pequeñitas; esta noche Chick Corea actuaría fuera del circuito de los grandes escenarios.

Salieron del perímetro de la Plaza Independencia y comenzaron a caminar por el centro de la ciudad, seguro era una falsa impresión, había más gente que de costumbre en las veredas. Era extraño contrariar la costumbre de topar con las mismas caras marchando sin mucha idea del destino final, cada persona se esforzaba por zafar del penúltimo animal asignado en los años vividos y atreviéndose a buscar; podría tratarse de un error, ser la mirada de Luís proyectando su virus del indagar y eso que –siendo la noche de la conjura Corea- nadie tenía intuición afinada para encontrarlo. Como luciérnagas mutantes apagándose fueron hasta las salas de la Alianza Francesa y la Americana; encontraron con carteles de fechas y horarios publicitando cursos intensivos, se anunciaba un monólogo Beckett de estreno postergado y la charla sobre Kerouac que dictaría un especialista, nada más y las decepciones se sumaban. A medida que disminuían las probabilidades de llegar a la zona, crecía en ellos la evidencia de que esa noche algo ocurriría: esperando la noche a la que ingresaban, condicionados por persecuciones, reglas que antes fueron claras, precisas y estaban olvidadas.

Un reloj publicitario indicaba que eran cerca de las nueve, a esa hora en agosto es noche cerrada y resulta difícil distinguir estrellas en el cielo. La mayoría de los focos del alumbrado público están quemados y fuera de servicio, nadie contempla el azur por las ventanas por si la luna sigue instrucciones del almanaque de la Compañía del Gas. Luís, acostumbrado a los desencuentros reconoce en su interior la activación del mecanismo nuevo, un termostato rojo indica para las próximas horas que él y la música Corea serán lo mismo, fundiéndose de pronto como sucedería si hallara en su deambular el espectro de un abuelo muerto. Luego de la divagación por escenarios cercanos a la calle principal de Montevideo y que acrecentó la desolación, ellos apuraron el paso sin perder un instante para llegar a tiempo a una música sin comienzo. 

Agitados como si fueran perseguidos, cubiertos por un sudor frío y espeso, viscoso y desagradable humor ajeno al cuerpo, inadecuado a las temperaturas del mes emblema del invierno, insistieron con lugares muertos sabiendo del error. Recobraban ladrillos del pasado, recuerdos que tenían la culpa de ser felices, sobre puertas a medio derruir de teatros independientes, quedaban suspendidos títulos de las últimas puestas en escena sin que nadie los haya descolgado. La otra realidad pendiente, la continuidad de la farsa anunciando el aplazamiento de la función por catarro del galán, menopausia de damita joven. 

Durante varias cuadras de marcha los pasos resonaron indecisos, algunas aceras las recorrían una y otra vez en ambos sentidos por las dos veredas.

-Te apuesto lo que quieras, que en la cuadra que viene, después de una joyería hay un cine, dijo Luís Dos. Al menos ahí estaba cuando me marché.

Cualquier intento de hallazgo resultó decepcionante, auscultaban puertas clausuradas por enormes candados de bronce, del estilo de las que se debe entrar agachado dando paso a una escalera conduciendo al sótano. Lugares lúgubres donde años atrás se bebía vino mediocre y aplaudía a cantores de boliche. Las puertas enanas esta noche están deformadas, sucias como si se hubieran meado encima sin importarles, cerradas para siempre, portales convertidos en minúsculos arcos para festejar derrotas, alojar talleres polvorientos donde tapizan sillones viejos.

De ninguna de las plazas dejadas atrás por los buscadores de Corea salía luz de reflectores multicolores, tampoco se levantaban columnas de parlantes superpuestos, ni había gente amontonándose para estar cerca cuando el tecladista saliera al escenario. La ausencia de preparativos era concluyente, tamaña evidencia disminuía la negativa a admitir la ausencia conformada de Corea en Montevideo. Resultaba insufrible reconocer que la intuición y espera, el recorrido elegido respondía a un ridículo error de información; que había que argumentar retrasos en vuelos y postergaciones simples ad infinitum como sucedió con otras tantas cosas.

En la oscuridad pertinaz de calles sin iluminación se filtra la luz tuberculosa de comercios cerrados, bares resignados donde mozos al borde del suicidio atienden unas pocas mesas. La gente se agazapa en esquinas y refugios descuidados esperando los últimos buses que los llevarán a sus casas, los taxis libres recorren lentos las arterias, tentando sin éxito a transeúntes atrasados ateridos de frío. Marchar a buscar barrios alejados estaba descartado, sin ser Dios Montevideo es una circunferencia con un solo centro.

-Lo que nos queda es la ciudad vieja.

-Vamos, dijo Luís.

Habían llegado al final de Dieciocho de Julio, a un par de cuadras del Obelisco a los constituyentes y cerca del único túnel de la ciudad. Montevideo carece de vida subterránea, lo vieron llegar a la parada y subieron al trolley en penumbras que los devolvió a la Plaza Independencia, punto inicial del recorrido. La plaza es el límite aceptado donde desfallecen un centenar de manzanas conocidas como Ciudad Vieja, la otra Montevideo colonial de cuando se llamaba San Felipe y Santiago, un tiempo de arena cuando ese perímetro rodeado en su casi totalidad de mar era la ciudad. Quienes viven fuera de esa circunscripción jurídica y policial –territorio de crónicas en lista de espera- se extraviaron extramuros los relatos coloniales pensados para perdurar, quedando subordinados a otros demasiado nuevos como este mismo que cuenta la llegada de Chick Corea a Montevideo. 

Siendo una suerte que las ciudades sean un cuento infinito que nunca finaliza, es lógico que ciertos excesos humillan incluso los rincones más queridos del pasado: otras brujas, distintas a la Brujas sobreviviente en el interior de un encaje de canales, se ensañaron con ese barrio original de la ciudad del sur, sobre el Río de la Plata, disponiendo la equidistancia entre destrucción, miseria y rumores de hace un siglo apenas; cuando el sonido montevideo se pronunciaba distinto en los internados para muchachos de Tarbes y era manuscrito con respecto por paseantes ingleses de grandes compañías de navegación. 

Visto el rosario de los episodios a contar, emprenderlo era retroceder tentando el olvido entre veredas historiadas, salpicadas de crímenes de virreinato que quedaron impunes, nombres de cabarets finiseculares idénticos a los de tantos puertos. Decenas de leones rojos, perros que fuman, anclas fosforescentes y corazones verdes, antros persistiendo en su arrullo de boleros cantados por Celia Cruz. Canciones extranjeras sobre amores legionarios intensos y desgraciados, suavizando el recambio incesante de marineros tatuados y sifilíticos de siete mares y lejanas banderas, desembarcados para el naufragio en tierra durante cuatro días, sobre la balsa ebria de alcohol sin límites, aferrados al olor macerado de cuartuchos al final de escaleras de hierro, herrumbrosas, empinadas, conventillos como cargueros, covachas roídas de humedad y elásticos desfondados de miserables camas matrimoniales.

En ese deshidratado mar de los sargazos, donde la vida puede valer un malentendido de traducción en el trueque de una campera de hule por dos botellas de Slivovitz, comienza la zona franca de la realidad. Escenas repetidas son protegidas en depósitos y clausuradas en conteiners indiferentes a modificaciones operadas lejos de los barrios portuarios, por allí, contramaestre de petrolero con bandera noruega, es que podría filtrarse el cuerpito de Corea, las manos de Chick para posarse sobre las teclas del piano sin afinar. 

Los dos amigos salvaron ese umbral de referencias concretas y continuaron buscando algo externo a ellos mismos. Luís se atemorizó al pensar en la inexistencia real de Corea, que podría llamarse George o Ted y ser otro invento de las multinacionales del disco; podía ser porque, en años recientes de los uruguayos, el mundo pudo haber dejado de existir sin que nos enteráramos. Desaparecer el planeta mientras nos reconcentrábamos en contemplar el interior, sin aguardar nada de fuera, viviendo dentro de una gran vaca muerta pudriéndose, esperando cartas que nadie escribió para nosotros. Escuchando de noche sonidos de puertas metálicas abriéndose, cerrándose de continuo en vagos sitios de la ciudad. 

La llamada puerta de la Ciudadela no hace ruido al abrirse, sobrelleva dignamente su condición de monumento reconstruido. Le creemos que alguna vez sostenía el portón límite entre el adentro y afuera de la ciudad naciente, de día es estorbo para automovilistas queriendo ingresar en la zona financiera. Continúa separando y uniendo el dominio de la Plaza Independencia en relación a la ciudad de piedras coloniales; si se ingresa de noche por ella a la Ciudad Vieja, pasando debajo de la arcada de piedra hueca, se siente en las mejillas un roce de tela invisible. Intencionadamente los dos quisieron pasar por ese hueco, deseando que el truco de hechicería menor les diera un tanto de fortuna, al permitirles ingresar a territorio enemigo otro que el adoquinado infantil de la capital uruguaya.

Del otro lado de la puerta en lo inmediato, atravesando el vacío de piedra falsificada, la ciudad continúa siendo la misma en apariencia; era suficiente para creerlo recordar, como pidiendo ayuda el olor a veredas mojadas después del chaparrón que ocurrió en la niñez. Agregar caminatas por la avenida Dieciocho de Julio mientras tenía árboles, era la arteria del universo y el mágico paseo por la calle Sarandí, cuando la marcaban cicatrices paralelas de vías de tranvías, el espectáculo de vidrieras mimando el mundo existente en otro puerto de barcos retenidos en muelle. Corriendo contra esta noche coreana avanzando, era un sinsentido confundir imágenes, sensaciones y secuencias de ternura inmerecida para los actuales tiempos de la ciudad.

Un presente amargo corrompe un ayer de veredas y personas queridas, desvirtúa hasta humillar espectros de la niñez y otros de los meses cercanos. En relación a los últimos años el control se distiende, limitándose al tránsito civil de fronteras movibles, dejándole a la ciudad interior pocas vías de escape fluidas, pasadizos donde la libertad está condicionada al peaje consistente en renunciar. A medida que los amigos reencontrados se internaban en la ciudad vieja, Luís comprobó que otros perdidos habían pensado lo mismo que ellos. De actuar Corea esta noche en Montevideo seguro lo haría en un local de la Ciudad Vieja. La visión de los otros pudo animarlos un poco, Luís recuperó presencia en el paseo, al punto que le pareció ver desde una esquina cruzar por Bartolomé Mitre al flaco Rafael, idéntico a aquellos tiempos pero canoso y pensó en las nieves del tiempo.

-Es imposible, estás equivocado, respondió Luís Dos a la insistente indicación. El flaco se fue de aquí hace ocho años.

El encuentro previsto por Corea era postergado por otros menos espectaculares e igual de imprevistos.

-Mirá Luís. Aquella que va allá, es Magdalena.

-Aflojale con tus parecidos. ¿Te acordás de la rubia? Se casó con un agrónomo argentino y se fue a vivir al norte de Argentina.

Lo que era verdad, parecía que a Luís le resultaba complicado distinguir entre lo visto y lo deseado ver. Luego de dos confusiones prefirió callarse cuando, en cada cuadra topaba con la cara de amigos perdidos para siempre. Nada le dijo a Luís Dos, comenzó a sentirse mal con ganas de hacer arcadas sin nada que vomitar y confrontado a la sucesión de una cara tras otra en desfile que era pesadilla: Gonzalo que debería estar a esta hora sudando la gota gorda en Madrid, Claudio cuya última postal llegó desde Trieste como testamento de poeta maldito. Vio a uno de los Jorges recorriendo las salas del Hospital de Pontevedra, Eduardo de lentes que sucumbió a los Cantos de Pound respirando el smog de México D.F. María Rosa ahí a la que nunca más pensó volver a ver; y más: estuvo seguro que aquel era Horacio viviendo con la holandesa en Rotterdam, a Mabel escuchando tangos como ninguna; el otro Eduardo apareció, con el que alguna vez pasearon por el parque Lezama de Buenos Aires tras las glorietas de entes de ficción. El dandy del sacón verde era Daniel, que llevaba los hijos a una escuela en Bruselas y Silka más allá, que sucumbe a inviernos en ciudades de U.S.A. donde nieva durante semanas cerca de la frontera canadiense.

La alegría de esos cruzamientos nocturnos acentuaría en Luís la soledad de mañana, cuando regresara como ellos saben hacerlo a la década pasada. Silencio sin gente, otra manera de envejecer del alma a velocidad constante, simulando que Corea actuó en la ciudad y fuera suficiente esa felicidad para consolar la amnesia. Si lo visto era verdad real es preferible negarlo, desvirtuar la enunciación con una transformación a la segunda potencia: Luís estaba confundiendo el pasado privado con la silueta de un cajero de Banco, rezagado por horas extras de conteo buscando una diferencia, el camarero del bar apurado por llegar a su casa en Piedras Blancas, una cocinera que dejó pronta la buseca en un cafetín del bajo, el plomero que tras la changa vuelve a su pensión. Extranjeros merodeadores, forasteros emborrachados verían en Luís la imagen de un amigo dejado en tierra y lejos en depósitos de Hamburgo, frigoríficos de Ontario.

Luís Dos y él llegaron al corazón fatigado de la ciudad vieja; estaba obstinado en rechazar esta como otra noche más sin música. No otro día admitiendo que la vida sucedía fuera de nosotros, contentándonos con escuchar el mismo sonido de la casete circulando por Caracas, Milán, París, Los Ángeles. Si al menos quienes compramos la misma cinta, en distintos lugares del mundo, hubiéramos hallado un sistema para ponernos de acuerdo y pulsar la tecla play tal día a tal hora sobre tal tema… sería una manera de sacudir la incomunicación sobre la ciudad. Unos años del pasado y otros del porvenir están perdidos, ni luego de pasada esta porquería podrá Luís rearmar el círculo roto en un número infinito menos uno de líneas fugadas sin regreso. Durante las horas metidas en la noche, consideraba las apariciones llamadas de larga distancia por operadora de la muerte; sólo el oportuno bullicio inconfundible de la Calle Roja logró regresarlo a sus días del presente, seguir a los fantasmas, cruzar una palabras con ellos equivaldría a detener la búsqueda, dejarse arrastrar a subsuelos de ciudad desactivada. 

La verdadera Calle Roja se declina en pendiente hasta los muelles del puerto, hacia la mar del puerto que es el morir zarpando. Allí es infrecuente que lleguen cargueros del pasado y cuando sucede contrabandean mercadería escasa; ilusión espectral de gente viva en regiones de otro tiempo, demostrando que pueden quedarse los que nunca regresan. Si por esa zona no tocaba esta noche Corea se les perdería para siempre. Ellos ingresaron a la calle donde la gente cruza de una vereda a otra, las mujeres perdieron la conciencia de la prostitución, las luces parecen de colores. Temen que el concierto haya comenzado en otro lugar que fueron incapaces de ubicar, el músico quizá llegó a un local vacío, alguna autoridad ignorante pudo trasladarlo a un pueblo del interior arguyendo mentiras (Corea ignora la diferencia entre Montevideo, Artigas, Minas y Libertad) y una vez allí le explicaron al visitante la falta de público por causas de sedición, pagándole igual lo estipulado en el contrato, dejando en la capital a cientos de incomunicados, buscando la confirmación al llamado postergado una, otra y otra vez más. 

La Calle Roja está adoquinada dejando la traza del pasado y el trabajo de los presos, admitiendo el pasaje ritual por debajo del dintel de la puerta de la Ciudadela, nunca se llega a los adoquines por poéticos pasajes infernales. Reencontrar amigos que están vivos como si fueran muertos que retornan nada probaba, los sonidos Corea cuando comenzaran serían réquiem de situaciones curiosas vespertinas. Escucharlo a Chick supondría la ceremonia de exorcismo para ahuyentar lo visto, desde que cayó el sol y comenzó la noche al lugar que le corresponde. Luís puede desentenderse de sueños donde imagina que se puede regresar a la Montevideo, buscaba para alcanzar la resignación, olvidar y recobrar el gusto del indagar curioso. Sepultado por meses de escombros de existencia y despedidas atosigando cualquier iniciativa, inmovilizando la alegría, reprimiendo planes de emprender algo nuevo, hasta quebrar el cerco del retroceso: vender la biblioteca al kilo, quebrar discos sabidos de memoria, empujar témperas por el resumidero. 

Cada gesto que Luís ensayaba estaba contaminado por un virus de pesadillas diurnas, vigilia impidiéndole disfrutar cosas simples, en tales circunstancias, comprar la entrada para escuchar a Corea en Montevideo era una inmensa tarea postergada sin concretarse. Llegar al instante de tener en las manos ese papel ordinario, color verde enfermizo escrito tertulia o galería estaba lejano en la vida de Luís, pero él avanzaba creído, manos en los bolsillos, tocando billetes con urgencia de sacárselos de encima, canjearlos por la entrada. 

Caminaron escoltados por olores de mar mezclado con petróleo crudo y reconcentradas frituras de comidas al paso, en su avance escucharon sonidos de distintas configuraciones menos el deseado; distinguieron la tos de un niño que teme dormir solo, oyeron incoherencias de un borracho insultando al universo cuya vómito humilla escalones de una casa de inquilinato y más: colchones remendados rellenos de estopas diferentes, donde parejas simulan estar cogiendo, cerveza tibia sin espuma desbordando vasos sucios de dedos grasosos, ruido de orín violento contra losas quebradas en mingitorios asquerosos, sonido de escarbar el fondo de estuches plásticos contra restos de maquillaje, clic clic de alicate de una negra cortándose las uñas de los pies, de piernas cruzadas esperando cliente. Los ruidos identificables y superpuestos cubren otros sonidos en sordina; para Luís era una gran suerte y así no oía las voces de amigos de hace un rato llamándolo. 

Oyeron letanías de matronas gordas, apoyadas en puertas de antros jugando con las cortinas entre los dedos, sirenas marginales de pantano putrefacto entonando a su paso el salmo “me importas tú y tú y tú y solamente tú” intercalado entre oraciones con guacho y papito dejáme andá que te chupo todo, con idéntica sensualidad que utilizarán mañana para comprar tomates machucados y pan flauta. Con Luís se sonrieron al escuchar las proposiciones, miraron, pasaron, caminaron despacio conscientes que importaba poco la puntualidad de su llegada. En pocos metros alcanzaron el borde del mar y sólo les quedaba por delante emprender el regreso. 

El día de hoy, la manera como se organizó pulverizó el horario inicial, ellos dejaron de moverse en el espacio separado por horas para perder pie en tiempos densos y amontonados. Durante ese minuto de transición, Luís se sorprendió desconfiando sobre si él sabía qué cosa era Corea realmente. Entre ellos ahí parados y la muralla de conteiners defendiendo la bahía haciéndola inaccesible, la única distancia era el cruce de la costanera portuaria. 

-Es tiempo de regreso, dijo Luís Dos queriendo convencer al otro de que todo estaba liquidado. Never More. Finish. Caput. Lo hecho fue inútil.

Luís permaneció en silencio, prefirió dejarse seducir por un espejismo de sonidos, concentrarse hasta estar seguro y poder responderle a Luís Dos en lugar de un “ya oí un “oí” conminándole a seguirlo en un absurdo recién descubierto que él estaba dispuesto a continuar.

Hasta que de pronto, cesó el audio en la Calle Roja, desde el interior de un local cualquiera próximo a la resignación franqueado por una cortina de cañas de bambú, salió la melodía inconfundible de La Fiesta. Sin esperar la reacción de Luís el otro se metió tras la música, queriendo llegar y pronto a las primeras filas de butacas, que estarían ocupadas porque las mejores ubicaciones se consiguen llegando temprano, lo que no era el caso. 

Luís tardó unos segundos en habituarse al paisaje interior donde todo era azul, vio sombras teñidas de un azul uniformizando los colores de piel proyectada, miró sus manos azules y zapatos azules como de gamuza, su cara azul reflejada en un espejo de azogue azul. El azul disimula la verdadera edad de las mujeres que andan por ahí, el azul adultera la fuente de las bebidas, el azul desconcierta sobre la incierta limpieza del decorado. ¿Era eso lo que le estaba destinado encontrar, un azul perpetuo venido de otros mundos lunares? Luís permaneció quieto cinco segundos, buscó evaluar si el conjunto que tenía a su vista no pasaba de ser un gravísimo error, equívoco celeste destiñendo una tintura que todo lo azulaba. Detrás de un mostrador pintado de azul un gordo de lentes negros como los de Ray Charles, limpia con desgano unos vasos, su camisa tropical está estampada con olas, palmeras y pájaros azules, un cigarro sin filtro a manera de verruga ardiente enciende, rítmicamente, una brasa azulada en la comisura derecha de los labios; el gordo ni siquiera lo mira a Luís. 

En un taburete altísimo, una mujer de apariencia sospechosamente viril mueve las manos con los dedos bien abiertos y con la boca en trompita sopla las puntas para secar un esmalte de uñas azul, apretando el frasquito del esmalte entre las rodillas huesudas de osamenta azul. De la trastienda donde estará el baño, la ropería y el camarín de artistas, la puerta de emergencia en caso de siniestro sale una gorda enorme caminando pesada, acomodándose las tetas azules comprimidas por un corpiño azul unos talles más pequeño que el efecto de siliconas inyectables. En el rincón del azul intenso compartiendo una mesa inestable, un hombre confía una declaración de amor con promesas de jardincitos de azucenas regados y domingos de tarde luego del almuerzo con niños a una azul platinada que, a maliciosos sorbitos, bebe un licor azulado mientras por debajo de la mesa que los acerca, con el pie descalzo de chancletas azules le friega al tipo la pantorrilla, excitándole fantasías de imposibles rescates por amor de las putas azules. A un costado de la escena azulada la juke-box parece un teatrillo pronto para recibir fenómenos de feria de diversiones. 

Algunas lamparitas del mecanismo están quemadas hace tiempo, igual el conjunto insiste en lanzar destellos incitando la inserción de fichas, de lejos tiene apariencia de luminoso publicitario sin mantenimiento. El escenario miniatura es caverna ordenada con discos verticales y la asistencia del brazo ortopédico semicircular prensando círculos azules, colocándolos bajo la púa para luego restituirlos, automáticamente, al sitio asignado por botones combinados B-14, H-9, J-21. Dentro del azul, unas luces veloces que son multicolores recorren la boca del proscenio diminuto, se las puede comparar con señaleros de autos Impala de los años cincuenta y calles de Las Vegas a esta misma hora en el desierto de Nevada. La máquina en cuestión es antiquísima, anterior al auge de los Impala pero poco importa. La botonera integrada en plano inclinado propone la oferta musical del día, sus opciones son marquesinas de los espectáculos posibles, invitación danzante y repetitiva para que las putas puedan decirle “están tocando nuestra canción” a clientes fieles, propensos a creer en la estafa del amor reciclado. En la parte inferior, donde todos patean las máquinas cuando el brazo prensa la canción equivocada, hay una imagen descascarada de Nat King Cole con sombrero. 

El disco seguía girando en el azul desde que Luís entró, podía ser la cadencia de Mona Lisa, Terciopelo Azul en una vieja versión; hasta los auténticos Plateros diciéndole “only you” a Luís, pero era sólo Luís escuchando a Corea. Era allí que Corea tocaba hoy de noche en Montevideo, en esta sala de marionetas tullidas y brazos ortopédicos para discos de una sola cara. Bajo candilejas paupérrimas el espectáculo duraría el tiempo del single sonando hasta que Luís pasara, era esa la esperada actuación de Chick Corea en Montevideo, lo máximo a lo que podíamos aspirar nosotros en los tiempos actuales. Parado junto a la juke-box de Nat King Cole un hombre pequeño con marcadas facciones de chicano, de Corea coreano de pesquero de atún, le hacía a Luís movimientos de borracho. Un ebrio azulado con la cabeza accionada por una palanca mecánica, como la de los acetatos, subrayándole con gestos bondades del tema amplificado, que La Fiesta está en pleno, invitándolo al menos creyó Luís, a seguir metiendo fichas azules en la máquina mágica que le haría oír lo que tanto deseaba, incluyendo las voces de Miguel y Teresa. 

Una vez pasado el asombro del precipitado ingreso al lugar azul, las mujeres reanimaban su movimiento natural diciéndole a Luís sin importarles el orden adelante, señor, chiquito, che, invitame un whisquicito, pagate la cervecita si vos querés y después te hago algo rico a precio de amigo, ¿verdad que si? decían. Claro que si… La Fiesta se terminó. Claro que si, luego, más tarde, una cervecita… Luís siente en las mejillas la agresión del cortinado tropical y sale a la calle vaciado de rencor, sabiendo que encontró lo buscado durante horas en la noche uruguaya. Por un instante vio azul la Calle Roja, azul como era la pieza del amoblado donde él hizo el amor con Carmen la noche previa a que ella viajara para radicarse en Adelaida; azul como la camisa de Juan la última vez que tomaron cervecita al aire libre –era verano- en las pasivas de la Plaza Independencia, del otro lado de la puerta de la Ciudadela que daba al exterior. 

Después de un breve parpadeo azul Luís recobró los colores de su gente y la hora incolora de su ciudad, de su vida. Buscó a Luís Dos en las cercanías pero no estaba, seguramente aquél está durmiendo en su apartamento en Caracas, lo compartido fue sin duda una distracción de Luís Dos que a pesar del paso de los años sigue siendo un despistado. No es nadie Luís en la Calle Roja por donde camina calle arriba, parecido a un espectro extraviado en la vida. La noche está especial para caminar unas cuadras escuchando los propios pasos, igual paró un taxi cuando llegó a la plaza Matriz, a decir verdad prefiere evitar encontrarse con aquellos, que a la larga son unos pesados y ni una postal desde que se fueron. 

Rumbeando para su casa Luís descubre que es mañana, después de todo y sin ponerse exigente el espectáculo de Corea no había estado tan mal. Por suerte, se lo había comentado alguien que ahora se le escapaba de la memoria, el próximo mes viene Miles Davis a Montevideo para tocar Solar y de espaldas al público –si tenemos suerte- en algún lugar indefinido todavía. Faltaba más… así somos los uruguayos que dejamos las cosas para último momento, cuando en el cielo ya no se ven estrellas.

La noche cuando Gilda cantó Amado mío

En “Queen Mary 2 & Saint- Nazaire”, 2003.

a Christian Bouthemy

Lunes 28 de octubre del año 2002. 

Once de la noche, aprox.

Comienzo estas notas a causa de una conversación telefónica ocurrida hace tres meses y además están ensamblando en el astillero de Saint-Nazaire el más grande paquebote de la historia. Recuerdo que cuando escuché las primeras noticias del proyecto, así como algunos detalles cifrados de la construcción del barco, derivé en una ensoñación relativa a los siete mares; hasta evocar después una flota de barcos muy queridos con pabellón de mi patria de lector.

Lo siento, está ahí cerca ahora y todavía no conozco el barco a medio construir. También por ello volví a Saint-Nazaire: quería ver con mis propios ojos eso que va creciendo cada día de forma ininterrumpida, imaginar entre cuáles mantras del océano Índico afrontará la primera tormenta 

Cuando llegué a la estación de trenes esta mañana mismo yo pregunté. Alguien me señaló hacia el rumbo donde lo están armando, comprendí que algo inquietante estaba aguardándome en el estuario del Loira y para mí fue suficiente. Me alegra estar otra vez en la ciudad después de algunos años y con una precisa misión de escritura por encargo. 

Fui oyendo rumores del barco en construcción y del proyecto del libro en los últimos tiempos con cierta insistencia. Primero se lo escuché a Patrick Deville cuando nos cruzamos en París durante el último Salón del Libro y creí ser discreto al respecto. Algo debo haber manifestado de manera involuntaria, cierto interés tal vez desmedido por el asunto. Entonces un lunes -recuerdo muy bien que fue lunes porque esperaba esa comunicación- él me llamó y me invitó a participar en el proyecto paralelo de editar un libro colectivo, teniendo como motivo genérico el barco en gestación. 

Puede que lo hizo -eso de invitarme- porque me conocía de antes y yo había escrito una novela corta sobre el paisaje de los astilleros de aquí. Es posible, supongo que ante todo fue porque nací y viví en una ciudad portuaria del sur. Es una tenue razón para explicarlo y relativamente me satisface. Creo que Patrick -que escribió un relato sobre el suicidio de Baltasar Brum, el 31 de marzo de 1933- primero trazó la ruta imaginaria. Luego procedió a reclutar la tripulación de los escribas, como si se tratara de diseñar un símbolo plural y la caza de otro monstruo marino que desafía a los radares. 

Al final de las tratativas estoy aquí y esto se está escribiendo porque vengo de un puerto de la antigua ruta del Sur. Es mi versión de los hechos y la que necesito creer para continuar.

Los primeros paseos infantiles de que tengo memoria, consistían en ir al puerto de la ciudad aquella de Montevideo a ver la salida del Vapor de la Carrera, asegurando la travesía hacia Buenos Aires y que dura lo que dura la noche. Hoy también dentro de algunas horas, habrá allá dos barcos saliendo en sentido opuesto. 

Esa travesía del Río de la Plata era el modelo reducido de todo viaje, contenía a mi parecer el catálogo exhaustivo de los destinos posibles. En su brevedad concentraba el conjunto de fantasías que podía imaginar antes de leer a Julio Verne. El desamarre lo vivía como si la nave marchara lejos, poniendo proa hacia ciudades invisibles y puertos maravillosos. La memoria es el mejor incentivo para el deseo y la imaginación el combustible básico de la memoria; por eso empiezo tan atrás buscando aliento, pero evitaré dejar trazas de ello en el relato convenido, acaso unas pocas muy leves. 

Existe una lógica íntima para mi estar aquí. Mi padre hasta que yo cumplí seis años, para ir a trabajar subía dos veces por día a un remolcador que cruzaba la bahía de la ciudad. Lo que ahora también me sigue pareciendo un prodigio: él iba a trabajar todos los días en barco al frigorífico inglés Swift y de alguna manera fantasiosa me sentía por aquel entonces mientras duró la niñez hijo de marino.

El proyecto del libro deberá tener alguna equivalencia secreta con el proyecto QM 2. Luego de haber visitado el lugar, seremos siete los escritores que trabajaremos cada uno en su propio taller sobre el asunto. No nos conocemos entre nosotros y cuando el casco principal pase de la primera esclusa a la segunda, desde donde será visible para los paseantes y desde la luna, en esos mismos días llegaran los textos esperando el trabajo de traductores, diseñadores gráficos y responsables de la imprenta; hay algo de muy gratificante en las circunstancias del presente relato. 

Ese paralelismo entre barco y literatura me parece necesario para preservar el orden del cosmos. Vine aquí para ver lo invisible, intentar arponear una idea y redactar a mano las primeras palabras de una historia. Me propuse empezar mañana temprano, hoy me instalé en el departamento del Building y en pocos minutos saldré a dar una vuelta por la ciudad nocturna, a comprobar si el vodka Zubrówka con la hierba bisonte tiene el mismo sabor que hace diez años.

Escrito al otro día.

Me propuse llevar una libreta de notas, debo impedir que un descuido se lleve lo que pudo ser la buena historia que justifique mi parte de participación en el libro. Del texto resultante no tengo por ahora mucha idea, pero esa casi obligación de que sea inusitado me intimida. 

Lo ideal sería que yo parta de Saint Nazaire el domingo próximo con un cuento sin terminar y al menos esbozado, que sepa hacia donde dirigirme en las próximas semanas. La historia convocada se resiste a venir de inmediato. En mis sueños, yo especulo que debería tener efectos mágicos si fuera leída en los cruceros del QM 2, si el pasajero curioso supiera que fue escrita en los mismos días de armado del barco donde viaja. Esa coincidencia de poderse concretar, les daría a las palabras un poder alucinógeno que se alcanza pocas veces. 

Mañana visitaré el astillero, hoy decidí caminar por la ciudad a la deriva. Por la mañana había un sol que hacía del paisaje un espectáculo inquietante, a la tarde algunas nubes veloces me hicieron creer que estaba paseándome por una de las cubiertas del barco que están armando miles de operarios. 

Me senté en uno de los bares del barrio del mercado y creo que la patrona me recuerda de visitas anteriores. Yo la recuerdo a ella: entonces imagino los bares glamorosos del Queen Mary 2 y trato de adivinar la nacionalidad del barman encargado de preparar los cócteles al pasaje. Estoy llegando a uno de esos bares todavía inexistentes y para que la travesía sea perfecta, me digo: un buen pasajero debe conocer el nombre de quien prepara las copas a bordo. 

Se me da por pensar en eso: llegaré hasta la barra con un Partagas 8-9-8 encendido, pediré un Negroni según la fórmula de Giacosa en Florencia y luego, cuando acerque el vaso a los labios –el puro algo distanciado con esa extensión de la ceniza desafiando la ley de la gravitación universal y el camarero aguardando mi reacción de conocedor- podría vivir un momento de felicidad. Siendo ello improbable, sólo hay una manera de estar allí y es mediante la escritura. 

Debo pues concentrarme en la historia pactada, ella sí subirá en su condición de polizonte al Queen Mary 2. Acaso lo que buscaba ayer era inventar un lector perfecto para mi historia. Alguien que fume puros cubanos y beba el clásico Negroni, escuchando al pianista enganchando melodías de Colle Porter, comenzando por Night and Day. Estaré allí en mi apariencia espectral y seré uno de los siete mercenarios, los escritores de la periferia tenemos vocación de contrabandista.

Miércoles 30.

Para hoy a la tarde está prevista una visita de reconocimiento a los lugares de la construcción. Mi guía se llama Anne-Lise, la conocí ayer al mediodía y es una mujer joven que me trasmite serenidad. 

Esta mañana el panorama era complejo supongo que para mi estado de ánimo y normal para la gente del lugar. Hay en la embocadura estacionada una neblina que parece estática a propósito. Lo suficientemente espesa para borrar la silueta del enorme puente haciendo espectrales algunos navíos de paso e incluso confundir la línea del horizonte. De una densidad insuficiente impidiendo que, sin llegar a distinguir el sol en su disco opaco, permita que una luz se despliegue y con ello alterar el conjunto de la perspectiva; como si se tratara de la visión recordada de un sueño o fuera mi relación imprecisa con la historia, que comienza a perfilarse y avanza a ciegas del fondo de otra niebla. 

Lo más inquietante que se observa desde donde estoy tomando notas, es la disolución de la línea del horizonte. Al menos el contacto del cielo con la tierra, que es como decir entre la escritura y la lectura.

Creo que lo mejor que puedo hacer es ir a leer la prensa.

(Por la tarde)

Visité el astillero y lo que debo escribir debería estar relacionado con lo visto. 

¿Cómo hacerlo sin falsear la impresión? El lugar es impresionante y lo descubrí en un estado incandescente, entre llovizna y luz de soldadores. Ya dejó de ser el plano plegado de papel de ingeniero y sigue siendo todavía el proyecto. Define un barco de utopía sin ser aún el Queen Mary 2. Igual se presiente la fuerza de los hechos empujando hacia la travesía inaugural dentro de un año. 

Me gustaría conocer y poder tararear la primera melodía que tocará la orquesta cuando todo comience. 

Todavía están en la estructura y el enorme puzzle a cada minuto encaja una nueva pieza a la perfección. Es un portento de la tecnología y la sensación de quienes se embarcarán tendrá algo del separarse del mundo frente al poder del océano. Iniciando un movimiento apenas perceptible y que viene desde la antigüedad cuando los hombres creíamos en un dios del mar. La construcción es su propia novela en progreso, pero no es mi texto. Sería incapaz de dar detalles técnicos de lo que vi esas horas, seguro que para una mirada profesional lo sucedido ante mis ojos es perfectamente explicable. Necesito escribir de aquello que no supe ver. 

Volviendo a mi lugar de trabajo me pregunto dónde estará la ficción del proyecto y sólo me queda especular. Haré eso, mañana pensaré en el relato posible que nuevamente fusionará barco y navegación a la literatura.

Jueves 31.

Hoy podía haber vuelto al astillero si lo hubiera querido. La eventualidad de ver por segunda vez algo que «ya» debe haber cambiado de configuración, en alguna región del espíritu me abruma. Ahora se trata de buscar en otro lugar sabiendo que ese recuerdo estará presente hasta la última línea del relato pactado. Estoy pensando en el 22 de noviembre del próximo año porque la fecha de la botadura está fijada. 

Estimo, sin desafiar demasiado al destino que estaré por allí paseándome, escuchando las sirenas marinas y saludando a los colegas de aventura venidos de otros países. Habrá ese día un libro que dirá una correspondencia con el barco terminado y a pesar de la excitación por la celebración, de la multitud en los muelles de Saint-Nazaire, las naves saludando la proeza y de los obreros trabajando ya en otros barcos, alguien comenzará a hojear el índice del libro. 

Transferirse en pensamiento a bordo del barco más grande que conoció la humanidad impone una forma de ensimismamiento, como cuando nos anuncian que vamos a leer una historia perforada de sorpresas: usted participa a la construcción de la nave Argo que llevará a Jasón y sus hombres hasta el vellocino de oro. Al fin de cuentas la literatura comenzó con la nave negra de Aquiles y el espejo de esa cólera fue la odisea de un regreso. Un hombre navegando diez años por un mar que era en su ambivalencia de dioses y monstruos un equivalente del universo. 

Contemplar en la infancia la costa de mi ciudad me conducía a pensar que, del otro lado del mar estaban las aventuras de las cuales me hubiera gustado ser por lo menos cronista. Poco sé de asuntos de navegación y dudo que alguna vez escriba algo interesante al respecto. Fui testigo esporádico de la construcción del buque inconcebible y quizá esa coincidencia suponga una compensación secreta. El paliativo a una frustración; algo por no haber estado en las cubiertas cuando se buscaban pasos para pasar de un mar a otro, de la ignorancia al conocimiento del planeta. 

Alguna vez soñé con los amaneceres en los muelles de Nantucket cuando la silueta de los mástiles balleneros se resolvía -viniendo de la oscuridad nocturna y de la bruma- desorientando al grumete Ismael. Andar ahí donde se contrataban arponeros idólatras contra porcentajes de la cacería. Nunca olvidaré la carrera del doctor Abraham Van Helsing contra el barco que transportaba el cuerpo inmortal de su enemigo eterno. Luego siguieron otras lecturas: la aventura del capitán Nemo, la batalla de Lepanto donde participó el inventor de la novela moderna, el astillero del viejo Petrus en las cercanías de Santa María. Los tres cruces del Atlántico del joven Isidore Ducasse que vio por dentro la belleza del viejo océano y el otro viaje adolescente de Rimbaud en el barco ebrio, rumbo a la quintaesencia de la poesía. La bahía de mi puerto de origen, que oculta en el fondo restos del acorazado de bolsillo Graf Spee, emblema de tradiciones marinas más belicosas y cuya crónica es parte de mi memoria. 

Hay innumerables sitios donde sólo estuve con la ayuda de la lectura, ahora la vida me deparó una oportunidad única y el cuento a escribir dirá de ese cruce. 

Pensando en el Queen Mary 2 creo que su destino literario se ubica en un futuro incierto. Nuestro proyecto es un primer cabotaje y permaneceremos en el muelle de la sospecha; es lo que hoy me preocupa, no puedo hacer otra cosa que posponer mi respuesta hasta ser uno de los remolcadores que saquen el barco a la leyenda escrita. 

¿Dónde se producirá el cruce con la literatura? Levar el ancla ya forma parte de un poema. Los glaciales flotan en mar abierto y en la laguna del recuerdo. Todo barco tiene un destino de descubrimiento. En cada nave anida el deseo de eterno y la quilla de lo efímero, visible y sumergido. Los faros aguardan en las costas embravecidas enviando sus señales luminosas y se corre el rumor entre los arrecifes de coral. 

La vida del barco que avanza en el misterio de la noche. Alguien bebe champagne para olvidar que afuera sucede la tormenta. ¿Qué escapa a los radares durante la travesía? Una cucharita de plata con agua azucarada es el mayor antídoto contra la amnesia, a lo lejos se oye una melodía conocida y se reconoce a alguien cantando.

1er. día de noviembre. 

Viernes.

Llegó el momento de plantear la historia, me marcharé pasado mañana y no tengo tiempo para escribirla. Está íntegra en la cabeza, se fue armando desde que bajé del tren sin que lo supiera y temo olvidarla apenas salga del campo magnético de la ciudad. Hoy almorzaré en el restaurante Au Bon Accueil invitado por unos amigos y otro Patrick será el responsable de elegir los buenos vinos. Antes de salir para allí debo dejar tendidas las líneas matrices del relato, abandono las notas periféricas. El décimo piso del Building es un buen refugio para ensamblar historias, es temprano y preparé un termo de café caliente. El texto constará de tres pequeños capítulos. 

Al comienzo habrá una ambientación para la historia y el lector. La segunda parte evocará la misión de un personaje indefinido y la tercera organiza una escena delicada que afectará a la escritura. Insiste en venir a mi presente la atmósfera de algunos relatos de Stefan Zweig y la dejaré instalarse, pues guardo de ellos un recuerdo de lectura estimulante. Intentaré no obstante resoluciones menos trágicas y sin enroques traumatizantes, diagonales de alfil o jaque mate en once movimientos. 

Me pregunto qué modalidad de la escritura atará el Queen Mary 2 con la práctica literaria, imposible saberlo por el momento y es sobre esa ignorancia que yo quiero indagar. La respuesta al enigma se sabrá dentro de muchos años y me temo que no conoceré sus pormenores ni me contaré entre los afortunados lectores.

Lo de proponer tres secciones me parece coherente y se adecua a la extensión que nos fuera solicitada. En la primera de ellas quisiera describir una travesía futura, cierta evocación premonitoria que provoque deseo en el lector de tierra firme y la memoria en quienes vivieron algo similar siendo jóvenes. Por el contrario, quien la lea a bordo del QM 2 debería sentir una extraña inquietud causada por la simultaneidad. Como si ese texto hubiera sido escrito por alguien desconocido y que está a bordo observando lo que ocurre. 

La escena será luminosa y clásica, a cielo abierto y sin secretos, con un fraseo que recuerde novelas del pasado un tanto anacrónicas; predominarán los espacios generosos y una sensación de movimiento perpetuo. Es curioso ese grupo de niños que se impone en la escena hablando lenguas desconocidas nórdicas y orientales. La brisa es particularmente agradable y por los ventanales se alcanza a observar el interior. La vista traspasa reposeras y cristales inmensos, mesas y butacas, parejas de pasajeros que caminan sobre alfombras mullidas, la barra de madera noble del bar principal. Llega a las manos misteriosas del hombre que prepara cócteles, son manos de artista. 

Es imposible advertir el instante preciso cuando sucede el atardecer, la luz del cielo vira a tonos púrpura inconcebibles. La gente comentando en voz baja los sucesos del día, se dirige hacia los barandales de cubierta del lado donde se oculta el sol. Van a contemplar la escena irrepetible por repetida y cuando del paisaje infinito se pasa a un albatros preludiando la noche, es ahí que se encienden las luces del navío. El conjunto parece silencioso, salvo que un líquido rojizo se escucha caer en un vaso. Los colores del cóctel (¿Negroni, Bloody Mary, Old Fashioned?) se asemejan a los del crepúsculo, como si tuvieran un toque de angostura.

El personaje de la segunda parte irrumpe mirando una partida de ajedrez sobre un tablero colocado en cubierta, pero no fija demasiado la atención en los trebejos porque es otro el juego que le importa. Sería algo abusivo presentarlo en tanto espía de alguna potencia colonial, pero está asignado en una misión confidencial. El hombre pertenece a una sociedad secreta sin nombre pues ello es irrelevante y que no tiene por pretensión dominar el mundo ni clonarlo. Todo lo contrario, sus integrantes sostienen que todavía es posible esperar antes del Gran Desastre algo de poesía. Esos hombres invisibles (creo que será lo más difícil de hacer creer si nos atenemos al estado actual del mundo), detectaron la cadena de la poesía; su principio organizador de la misma manera que los científicos de laboratorio lo hicieron con la genética humana. 

Fue ese equipo que rescató la poesía de Dylan Thomas y Ezra Pound il miglior fabbro. El descubrimiento tuvo repercusiones subterráneas y sublimes de indudable importancia. Por tal razón, los iniciados descartaron el estudio de los textos clásicos como sus maestros y se dedican a conjeturar sobre las condiciones de irrupción de las futuras obras referenciales de la escritura humana. No hay tanto una preocupación por el valor textual, sino por las condiciones de producción que harán posible la literatura a venir. La empresa tiene algo de delirio, artes adivinatorias proscriptas y por una vez irrepetible. Aplicadas a fines menos ambiciosos que los ocasos de predominios geopolíticos y la muerte de príncipes o generales ambiciosos. 

Cálculos enigmáticos, deducciones complejas, ecuaciones infinitas, inducciones arbitrarias y proyecciones sin fundamento, incorporando la posición de los astros moviéndose en el cielo, decretaron que, en el primer viaje del Queen Mary 2 más allá del ecuador y rumbo al sur, que ocurriría hacia el año 200… se darían las condiciones propicias para una escritura sorprendente. Son evidentes las razones para mantener tales informaciones en secreto y estamos ahora mismo embarcados en ese viaje tan esperado. 

El pasajero que observa está a bordo para intentar -si puede hacerlo- descubrir el nudo de la cuestión deducida por sus colegas. Es el responsable de verificar el encuentro de la hipótesis con la realidad, tiene una semana para alcanzar sus objetivos –lo que dure el crucero- y estamos en el penúltimo día de viaje. Desde hace dos años lee informes sobre el viaje, conoce de la nave más que los armadores. Del itinerario más que el capitán y posee información sobre cada persona a bordo, incluyendo a los jugadores de ajedrez, entre los que podría estar el gran maestro Mirko Czentovic. Irrumpe en el territorio visible porque algo decisivo ocurrió al final del primer tramo, un incidente determinante delimitando una zona de incertidumbre que me propongo explorar en la última secuencia del relato.

Lo que nuestro hombre descubre no es un manuscrito extraviado –esa astucia es demasiado utilizada y ha perdido eficacia- sino una eventualidad. La sociedad sin buscar hechos pretende probabilidades, nada de pruebas concluyentes sino sugerencias de lo indemostrable. Tal parece ser la trama básica: la contundencia del QM 2 con sus estadísticas y comparaciones cotejada a lo todavía inexistente. El personaje debe hallar ese pasadizo; claro está que las motivaciones de la sociedad a la que pertenece no son económicas, sino vinculadas al erotismo de comprobar -unas décadas después- que se tenía razón. 

Ellos son los críticos de lo todavía sin redactar y es aún poco claro si resulta privilegio de inteligencia o maldición hereditaria. Lo que denominamos descubrimiento puede ser apenas una empatía, sospecha o intuición. El conjunto arbitrario de signos diciendo de lo inefable sin aportar pruebas irrefutables. Hay algo teológico y sagrado en ese saber de lo oculto e inmaterial.

Durante la penúltima noche ocurrió la visión, el saber y las secuelas. Pasaje y tripulación estaban en pleno movimiento y el personaje sin nombre fue a tomar una copa al bar predestinado, viviendo el desasosiego de tener que admitir el fracaso habiendo tantos esfuerzos implicados. Ahí estaba el hombre de los cócteles, aunque sería mejor decir sus manos. Ocurre entonces una de esas situaciones extrañas sólo posibles por el encuentro fortuito de elementos heterogéneos. Había otro hombre tomando copas y que al parecer era cliente asiduo, alguien que sin estar desesperado parecía saturado de la existencia sin pretender ocultarlo. 

Tenía la elegancia de dominar sus debilidades y parecía vestido como personaje de Agatha Christie, alguien de la intemporalidad y aspecto de profesor de literaturas románicas desencantado. Las manos del barman le servían copas a ritmo amistoso; como a esa hora había pocos clientes, parecía estar contándole historias de un país lejano, historias que el hombre escuchaba con una atención crédula y digna de fe recobrada. Ese hombre había hallado allí las razones de por qué una mañana decidió subir sin compañía al QM 2, buscando su propia armonía interna: venía a escuchar historias no sabidas. 

Era un principio de la literatura, el barman siendo un contador capaz de conmover a alguien que conocía todos los libros y no tendría tiempo para ponerse a escribir. Se comunicaban en un francés correcto, pero no era esa la lengua del narrador alquimista, que tenía un vago parecido con Glenn Ford haciendo de Johnny Farrell cuando, promediando la intriga de Gilda, va a buscar a Rita Hayworth (Margarita Carmen Cansino) que huyó a Montevideo para cantar Amado Mio.  La poesía resultó del encuentro fortuito del recuerdo de Gilda cantando en Montevideo, dos vasos de Negroni a medio llenar y el humo de un cigarro habano sobre la barra del bar de Queen Mary 2. 

La deducción de nuestro hombre fue inmediata, el barman no será un escritor elegido, pero será padre de escritores y la niña –se sabía que sería una mujer la responsable- había sido concebida durante la travesía. Dentro de ocho meses -era la nueva pista a seguir, con diagnóstico de parto prematuro- alguna de las mujeres que allí estaban tendría una hija que escribiría un texto definitivo. ¿Pero cómo saberlo? De esas historias casi nadie habla y se suelen dejar en la penumbra de la discreción.

Había rondando sin duda un romance secreto, la eterna historia de amor o una pasión efímera que duraría el tiempo de la travesía; esas historias inesperadas con las que se suelen hacer películas melodramáticas. Sólo había dos probabilidades al respecto: una planchadora que venía de Filipinas y otra muchacha delgada, casi de otro tiempo y que –se pudo saber revisando archivos referidos a las primeras 108 travesías- era la rica heredera de un imperio textil. 

Era suficiente por el momento; seguir esas historias que se bifurcaban al menor intento de acercarse, supondría adentrarse en los archipiélagos de una novela por entregas. Hacia el final del relato el protagonista, satisfecho por el deber cumplido, está en la barra tomando su cóctel favorito, Las manos del barman limpian un vaso de bourbon pensando en alguien muy querido, hasta que de pronto levanta la vista y sonríe. El caballero solitario le pide que le sirva otra copa y concluya esa historia increíble que empezó hace unos minutos. Después de todo mañana llegarán a puerto, serán devueltos a esa conjura llamada mundo real y que ellos lograron dejar en suspenso al menos por unos días. 

Domingo 3.

Dentro de una hora sale el tren rumbo a París. 

Aproveché la mañana para una última caminata por el Petit-Maroc, ver de cerca en funcionamiento el puente levadizo de las esclusas. Ceremonias íntimas buscando la certeza, tratando de convencerme del interés de la historia esbozada. Ahora sólo falta esperar el buen tiempo para la navegación de la escritura y que la marea suba lo suficiente para llevar la barca a buen puerto.

Tocan el timbre de entrada, seguro que es Nacho Perera San Martín que prometió llevarme a la estación.

Lefaucheux III

en “El misterio Horacio Q”, 1998.

Hoy es lunes de pleno verano, peor combinación imposible. La cosa viene chaucha y calavera no chilla. Son apenas las nueve de la noche, se rajaron los extraños del boliche, los pájaros de paso y ahora la cosa seguirá en familia. Que locos bravos… Cuando hay forasteros, considerando hasta el último parroquiano que viene a tomarse la del estribo, el grupo parece una compañía de teatro, son un decorado humanizado y nadie diría que están juntos. En cuanto el último desconocido dice buenas noches y se pianta, un camionero rumbo a la frontera, pareja de automovilistas extraviada en el mapa, alguno de la junta municipal o jubilado del barrio, entonces el ambiente del boliche cambia. Ellos dicen que lo hacen por mí y puede que tengan razón, sólo admiten a un intruso por razones intrínsecas al personaje. 

El Banda, vendedor de libros valijero y que aparece cuando cierra la gira mensual por el departamento. Viene de la editorial Banda Oriental de la capital, llega bastante puntual por estas fechas; dicen los de la revista que es la menstruación y también el tampax de la cultura en este pueblo de mierda. Aquí vende poca cosa, los tiempos están bravos para los libros en general. Vender bien vendía antes, de seis clientes de una enciclopedia de historia uruguaya que entregaba en fascículos, uno murió, dos se rajaron a Buenos Aires a tentar suerte y otro está en cana. Mala suerte o gualicho él igual sigue viniendo, trae alguna cosita discreta, nunca falta y tiene una conversación agradable. Alguna vez le pregunté por qué seguía viniendo cada pocas semanas por estos lados, él respondía muy digno y sin pestañear que lo hacía para mantener la moral crítica de los clientes en tiempos difíciles. La gente al escucharlo se emocionaba por esa lección de militancia del espíritu. No hacía falta ser un lince de las finanzas para saber que las cuentas finales le cerrarían con dificultad, apenas ganaba para pagarse un plato de ravioles minimalistas con estofado y unos vasos de vino en damajuana. 

La verdad como siempre era otra; el Banda venía al pueblo porque estaba recaliente con una brasilera, muy atorranta la fulana, que trabaja en el único quilombo de la zona. Alguna vez y medio en pedo me lo confesó: «dejó hace tiempo de ser una chiquilina don Pato. Bah… a usted para qué mentirle. Digamos que va para vieja, pero nunca en la vida me dijeron «papito» como lo dice ella. Debe ser el acento o algo peor.. mire Pato, mire, si cuando la recuerdo hasta se me pone la piel de gallina». A mí y lo digo de todo corazón, al principio esa marcada debilidad del forastero por la pupila fronteriza del quilombo me desagradó, me daba un poco de asco tanto regodeo. Lo tomé por un degenerado baboso, vicioso empedernido que podía manotearle la bragueta a cualquiera, manosear una clienta en el mostrador. 

La conducta pública del sujeto, esa fidelidad a la rutina valijera que sí era una forma de militancia, sobre todo la carita impagable de satisfacción que traía regresando de sus incursiones por el chalé del pecado, terminaron por convencerme de la verdad de su pasión por la brasilera. “Mire amigo Banda, le dije un día, si paga puta vieja y extranjera allá usted. Desde ahora se ahorra la pensión y si quiere puede dormir atrás del boliche en un galpón, poca comodidad pero es mejor que nada.” El hombre se emocionó hasta las lágrimas al escuchar mi proposición y juró gratitud eterna.

Igual estaba insistente con la mujer, cegado: «Pato, mi situación actual resulta lastimosa pero así es la vida… ella me hace precio de amigo, para mis economías es como tener de amante a Sonia Braga. Su oferta me cae del cielo y en cuanto me enderece, prometo pasarle algunos pesos». “Claro hombre” le dije conciliador pasándole la mano por la joroba, creo que exageré cuando agregué: “faltaba más… papito.” El Banda lo tomó a mal. «Los griegos, le recuerdo don Pato, daban hospitalidad sin ofender al viajero en desgracia. Usted jode con aquella don Pato pero tiene miedo de ir y probar. Le juro don Pato, esa mano de lavandera le pone las pelotas de fuego». El argumento era fuerte; “usted, le dije, ha de tener una pudrición que ríase del adelantado Mendoza.” 

El Banda, como le decíamos los del pueblo tenía familia constituida en Montevideo. Muy solemne, una vez me confió que sólo aquí le pasaba lo que le pasaba; lo suyo estaba lejos de ser un satanismo perpetuo y se acercaba a una verdadera pasión, que si bien equívoca bastante identificable, como lo juró por la hija que estaba crecidita. Ni yo ni nadie se atrevió a dudar de su palabra. «Cada cual carga su cruz –sentenció el Banda- y la mía está brotada de pendejos enrulados». Los primeros tiempos de aproximación al grupo el Banda permanecía callado, más bien escuchaba. 

Era entendible, el equipo de la revista Lafoucheaux llenaba la noche del boliche de vida y juventud. En una de esas veladas el conejo Neira, que es el electrón loco del cuadro, propuso que para joder a los poetas crípticos que no los entiende ni la madre, capaz que hasta dijo cajetillas, estoy seguro que habló de vendidos y alienados –porque el discurso del conejo oscilaba entre leninista y chacarero-, lo que debía hacerse era una reivindicación de los poetas camperos. «Una antología de El alma que canta, la flor nueva del almanaque del Banco de Seguros, el cancionero de los Ateneos despreciados por la capital, el dolce stil nuovo de las amas de casa» culminó el conejo. Para qué. 

Mientras el resto del grupo intentaba digerir con obvias dificultades el exabrupto del conejo, la imagen del Banda comenzó a crecer; parecía que el hombre hubiera esperado toda la vida ese momento, que en una aparición de semidiosa semidesnuda la semiputa semibrasilera le susurró al oído: «papito, ahora o nunca» y acto seguido le hubiera metido la lengua empapada de saliva en la oreja. Entonces fue que el Banda se largó con el recitado de un interminable poema telúrico que lo contenía todo. Algo similar a la condensación modélica del género, la famosa descripción del escudo de Aquiles pero en guachesca. Había en la tirada rancho transfigurado en tapera, chinas fieles y otras traidoras, tareas hercúleas a la intemperie escarchada, clinudos taimados, facones justicieros y tres estrofas finales dignas del famosos cisne de Avon, pero destripado cual gallineta de arroyo por una comadreja hambrienta. 

De ese encuentro fortuito de la idea del conejo y la sorprendente dicción del Banda al interior de La última curda, surgió la propuesta de un número especial de Lafoucheaux. El arbitrario Nº 7 para incluir en el sumario final a la desprestigiada figura del lobizón. Uno de los números anteriores se había titulado «el piojo en la axila», otro «cayó la flor al río», un tercero «seré un escándalo en tu barca». El nuevo número planteado respondería a la viril denominación de «¡ah, carajo!», que compensaba por la síntesis ciertas carencias de repercusiones metafóricas. Por voto unánime y espontáneo del colectivo Lafoucheaux el Banda fue designado, a pesar de ciertas reticencias del interesado, responsable de la coordinación del número especial; y el muy guapo vendedor de libros, que venía de manifestarse como una especie de dios telúrico en capricho apocalíptico, largó una furtiva lágrima como china erotizada de trenzas renegridas cuando escucha el galope de bagual conocido arrimándose a la tranquera.

La noche que interesa es la noche de antes. aquella noche y una pavada, locura de muchachos que olvidaron por unas horas el presente del país. Es siempre así que empiezan las tragedias calladas en los pueblos chicos como el nuestro. Tal vez este pueblo ya estaba muerto antes que llegara la violencia, venía agonizando a fuego lento y ellos terminaron de matarlo. 

La imposición de los mandos en la región era cosa seria. Ahí cerca está la base, una de las más brutales del sistema implantadas en el territorio nacional. En pocos meses lo lograron, hicieron crecer un odio que parecía venir de nacimiento. Rabia sorda que desbordaba los ficheros, un resentimiento más poderoso que la impunidad y el desprecio por contrabandos a la vista de todos; más que la desconfianza por toques de queda impuestos a capricho. Hasta la alegría de los bailes sociales estaba sujeta a órdenes estrictas. Los pocos muertos del pueblo que nos tocó pagar fueron suficientes para comprender la totalidad, aceptando que estábamos en una situación interminable. La muerte bajo tortura del doctor ruso había decretado la irreconciliable hostilidad de los dos territorios. Nadie en el pueblo pretendía conocer quién fue el responsable directo de la muerte del médico. Honor de la patria en peligro y secreto militar. Se sabía el nombre de los responsables de la unidad donde ocurrió el incidente, la primera línea de mandos. Así sería para siempre, por más leyes de amnistía que pudieran publicarse, decretos votados en el Palacio Legislativo, gestos de reconciliación y medidas futuras de amnesia colectiva. Los forasteros, comerciantes y viajeros de paso huían del pueblo como de la peste. Despacio se fueron sumando los dispuestos a la colaboración; la situación era una mierda, con uno pesos podía comprarse una etiqueta de asistencia a la lucha armada para un enemigo y cinco años de calabozo; algunos oficiales vendían arrestos, un ajuste de cuentas, cuando faltaba el coraje para hacerlo de frente podía derivarse a la justicia militar. Poca cosa, por un puñado de dólares.

Estrellita Rincón de Carve era el crédito de las poetisas intensas de la región, ella se presentaba a todos los concursos líricos a tiro y arrasaba. La pechugona Estrellita era inteligente y tenía talento de bicha, dos tetas enormes de belleza hipnótica contribuían a su encanto. Se vestía con marcada elegancia, desde que un crítico del suplemento dominical la comparó con Juana de Ibarbourou nadie podía soportar su arrogancia. Tenía indudables condiciones para la poesía y la arruinaron las condiciones objetivas de producción. Ella solía estar en nuestros comentarios nocturnales; se le perdonaba que hubiera hecho magisterio, se toleraba que siendo jovencita hubiera ganado un concurso de belleza departamental en buena ley. 

Con lo dicho vaya y pase, pero a la hora de la verdad que le llega a toda mujer, cuando estaba reventona de tan buena y tenía caliente a todo el pueblo, Estrellita Rincón vendió alma y cuerpo al diablo. Terminó casada con un rematador de ganado; hasta eso le hubiéramos perdonado estando tan buena, de no haber sido el flaco Carve el elegido. Tipo inteligente, remero, familia de muchísima guita y ante todo un facho avant la lettre de los que festejaron con champán francés el golpe de estado. Había más, se ofrecía para escribir los discursos políticos al general del destacamento y elogiaba en público el curso de educación cívica de Craviotto. 

Lo que se dice un vocacional de la infamia; luego de ganadas las batallas posibles por la supremacía de la civilización occidental y cristiana, el flaco Carve anhelaba vencer también en el frente cultural. Se empeñó en organizar mesas redondas, recitales poéticas de dudosa calidad donde brillaba el talento de su señora esposa. Para los redactores y amigos de “Lafoucheaux”, heridos en el amor propio del transcurrir de la vida cotidiana –necesitados de proyectarse al mundo para salvaguardar el alma a la espera de improbables tiempos mejores- el auge poético de Estrellita era un inaguantable tumor a la laringe del alma. Las desventajas en relación al poder eran enormes, se trataba de dos universos paralelos que podían marchar por separado hasta la eternidad; después de algunos años parecería que tal sería el funcionamiento del país o al menos de nuestro pueblo. 

Las líneas paralelas terminan por cruzarse y sucede mucho antes de alcanzar el infinito. El factor desencadenante fue un reportaje a la señora Carve que apareció un domingo en El País, allí había corrido mucho dinero discretamente o aquello era el resultado de las influencias sociales del matrimonio. El Banda auguró que lo más probable era la imbecilidad del cronista de turno, que por envidia quería poner sobre la literatura uruguaya una losa más pesada que la levantada por Zorrilla en el Tabaré. En la nota vimos a Estrellita departiendo en uno de los salones de la estancia Carve como si fuera dueña de la revista Sur. Se publicaban dos poemas inéditos, confirmando mi opinión en cuanto a que no es ninguna mediocre. Después había el largo reportaje, pieza medular del conjunto y que para el equipo de redacción de la revista, ponía punto final a toda esperanza en una justicia escatológica. En sus respuestas nuestra musa traidora se despachaba a gusto sobre variados temas, hablaba de las escasas oportunidades de los artistas del interior para publicar y ponía el ejemplo de nuestro pueblo, al que en una bofetada de desprecio se atrevió a calificar de páramo lírico. «Conchuda» dijo la flaca Laura, ella que es tan recatada. La indignación iba en aumento a medida que la lectura en voz alta del reportaje avanzaba; al final las dudas se disiparon, estábamos frente a una declaración en forma de hostilidades. Era insuficiente concluir el incidente con una separata especial de desagravio a los dichos de Estrellita a la prensa, hacía falta un acto superior. Signo fuerte, algo digno de Dadá y nuestros poetas de principio de siglo, una performance apuntalada por un brulote injurioso. En el calor de la noche se evaluaron las consecuencias poéticas del gesto olvidando las políticas; unas horas antes sin premeditación sucedió el gesto. Faltaba la redacción del brulote que mi sobrino, con ingenua visión cosmopolita, pretendía llevar al terreno personal. Avanzaba la noche amenazante alumbrando la redacción del libelo –incendiario, colérico, devastador-, que debería estar a la altura de lo acaecido esa misma tardecita, lo que suponía un desafío inconmensurable.

Amapola de invernadero

en “Mariposas bajo anestesia”, 1993.

Hace varios minutos que la espero en el salón principal de la casona en las afueras de Colón, acostumbrando mis ojos a la penumbra del lugar, intimando con la maquinaria del reloj colocado encima del bargueño, ganado por el desagrado de saber que cada objeto está dispuesto en su sitio adecuado. Ella siempre me hace esperar un tiempo que supongo calculado, como si yo fuera un espectador algo infantil de teatro de marionetas. El sillón donde estoy instalado es cómodo y desde allí logro entreoír (una ventana está abierta) crujir los cristales del invernadero, reagrupándose después de soportar la presión térmica del sol durante el día. A la derecha, en una mesita ratona y sobre una bandeja de plata hay una servilleta blanca con monograma bordado y la misma copita de guindado de mis visitas anteriores. Detrás de mí, está la lámpara de pie de cuerpo de bronce torneado con uno sólo de los picos de luz encendido. La pantalla es de raso bordó plisado y del borde caen flecos de hilos dorados, uno de los alambres ocultos del armazón se desoldó y sale hacia arriba agudo como lanza de pigmeo.

Lo primero que escucho de ella cuando la presiento es la puerta del dormitorio cerrarse en el primer piso. Después sus pasos tenues por el caminero espeso, el taconeo sobre la madera bajando uno a uno los peldaños de la escalera y deslizándose sobre la baranda de caoba, el tintinear de las pulseras de la mano izquierda, pesadas de libras esterlinas engarzadas con la efigie de la Reina Madre. Elegante a su manera –así fue desde el primer día- ella ingresa sonriendo hasta llegar al centro del salón.

-Buenas tardes Emilio, me dice. No se moleste por favor y perdone la demora, puede comenzar cuando lo desee.

Bebí un sorbito de guindado después de saludarla, el gusto dulzón me impregnó de inmediato la lengua y paladar. Abrí el libro al medio como si se tratara de un misal, busqué con los dedos la página señalada con un marcador de pergamino, verifiqué el título en la parte superior de la página y comencé a leer :

“-Había una ciudad que a mi me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo el barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua: en ella habían instalado un hotel y apenas empezado el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiera apagado en el musgo.”

Al terminar la lectura del primer párrafo hice la pausa acostumbrada, aguardando la primera reacción de Amapola y para saber si el resto de la hora podía seguir con ese cuento.

-Es muy bonito Emilio. Algo melancólica la evocación de las casas tristes, me dijo. ¿Me haría el favor de recomenzar?

Entonces me retraje como un caracol extraviado en una enorme hoja verde de esqueleto de caballo, pensando que me hubiera gustado ser actor de verdad. Carraspee para marcar el tránsito y sin oponer ninguna resistencia, dejándome llevar por la corriente del relato elegido. Que imaginé sucediendo en un cuarto contiguo al que estaba ocurriendo la escena donde yo intervenía.

“-Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano.”

Por aquellos meses de Amapola yo estaba sin trabajo fijo. Después de tanto tiempo diluido me confundo de año, podía estar todavía cursando el Instituto de Profesores o recién egresado, sin horas asignadas en secundaria. Me ganaba la vida dando clases particulares, preparando alumnos para exámenes de literatura que, angustiados por urgencias de tribunales próximos, digerían sin chistar lo que yo pudiera decirles sobre la despedida familiar de Héctor antes de morir habiendo conocido el miedo, el misterio de la cueva de Montesinos, los olvidados belgas en la jungla misionera transfigurados en personajes de cuento. Era un trabajo mustio al que, con el correr de los semestres le tomé cariño. Había un método en la continuidad laboral de ese oficio algo trovador, medio gitano y que yo ignoraba. 

Cada tanto sonaba el teléfono en casa durante las vacaciones de verano y comenzaba la consulta: “Tengo seis días de dedicación total, quinto curso, opción científica del liceo Bauzá y vivo en la calle Nueva Palmira.” Yo pedía unos instantes de reflexión, como un cirujano estresado del Hospital de Clínicas consultaba un cuaderno marca Tabaré de escolar, más próximo a una libreta de almacén que a una agenda, adelantaba una tarifa prudente a la hora de asistencia y sugería un plan de trabajo urgente teniendo en cuenta el escaso tiempo disponible. 

Durante la misma llamada de presentación iniciaba el apoyo psicológico y trataba de imaginar cómo serían la cara y la casa de la otra persona. La tarea me consumía algún tiempo, contribuía a mi voluntad de escapar a todo compromiso que me hiciera pensar.

Luego de perder a Leda me despreocupé del futuro de la sociedad y del universo en general, incluyendo a dios. Escéptico de casi todo, hallé en el moroso descubrimiento de los barrios montevideanos un motivo secreto de satisfacción y felicidad cauta, la medida más reveladora de mi verdadera ignorancia. 

Para cada contrato apalabrado buscaba establecer una rutina de autobuses, bares con la radio prendida a la hora de la quiniela, recorridos diferentes de las calles aledañas para llegar al domicilio de los pacientes destinados a la terapia. Después de terminada la lección me quedaba un largo rato en las mesas de los cafés, tomando cerveza; sin pensar en nada más que en cómo sería mi existencia de vivir en la casa de enfrente al ventanal donde perdía el tiempo. Curioseando, por si había en el boliche sobre el mostrador de madera o debajo de las mesas un gato tuerto vigilándome. 

Me dilataba en una ausencia total de ambición que prescindía de la respuesta al día de mañana. Por entonces tenía cierta pericia en el manejo de los puntos claves de los programas de literatura y el promedio de éxitos era satisfactorio. A ello contribuía, creo, mi concepción firme del trabajo por objetivos diarios y la humildad con que concebía mi propia tarea. Nunca busqué trasmitir a los discípulos contra reloj un amor excesivo por las letras y lograba descongestionarles la angustia paralizante frente a la lectura. Con eso me daba por satisfecho; mi propia fe en las letras flaqueaba y mi vida tenía cierto parecido a una laguna profunda de agua estancada. A veces leía un libro nuevo buscando recobrar el gusto de la transferencia absoluta y comprobaba, hasta con cierto asombro, que era capaz de contagiarle a los alumnos particulares el ánimo para seguir los relatos que yo creía perdido definitivamente. Ese sistema de trabajo, que también lo era de vida, me duró bastante y lo organicé de acuerdo al calendario de exámenes, desentendido por completo del decurso de las estaciones. Con cada nueva llamada ingresaba a mi vida una curiosidad que nunca fue decepcionante. 

Recuerdo casas modestas del barrio Atahualpa con escaleras empinadas que llevaban a altillos donde me esperaban, con lápices nuevos y cuadernos forrados de celofán celeste, muchachas flacas de piel blanquísima, vestidas como muñecas de porcelana, ansiosas por sofocarse memorizando sonetos de Julio Herrera y Reissig. Conocí hombres mayores, con familia numerosa que mantener, que vivían en apartamentos enormes en la zona de Villa Biarritz, con ventanales que iban del techo al piso y me provocaban un vértigo de luz desagradable. Ellos lo tenían todo en apariencia y asistían a los liceos nocturnos del centro para terminar secundaria, con el espíritu de estar pagando una antigua deuda de juego, puede que cumpliendo una promesa a la madre moribunda. 

Ante la evidencia burocrática que mi designación como profesor se postergaba, yo continuaba con esa ocupación clandestina, de contrabando poético podía decirse. Con el correr de los períodos de exámenes y la aceptación de mi voluntad, me convertí en algo parecido a un exterminador de polillas y ratones caminando por la ciudad a todas las horas; entrando al perímetro aprensivo de los barrios con el portafolios del cierre metálico roto, en cuyo interior cargaba fichas manuscritas sobadas, programas mimeografiados por La Casa del Estudiante, dos o tres libros de la colección Austral. 

Estoy seguro de que mi propio inconsciente lo promovió, tal vez sucedió por necesidades internas del mercado que me resultaban desconocidas; lo concreto, es que mis actividades se ampliaron sin razón justificable ni la intervención diligente de mi voluntad. Comenzaron a llamarme las gentes más extrañas pidiéndome que comentara y retocara poemas inéditos, diera charlas sobre Susana Soca, hasta me propusieron (lo rechacé por temor a la malaria sin mosquito anofeles hembra) organizar un taller de escritura. Algunas de esas tareas adicionales tenían un raro encanto y exigían un mayor trabajo de preparación; gracias a ello algunos domingos, por primera vez en mi vida me quedaban sueltos en los bolsillos billetes de los ganados durante la semana. Debía admitir que estaba en camino de la profesionalización, entonces seguí una regla de oro: jamás permití que la mejora económica opacara y me hiciera olvidar mi debilidad por verme implicado de cerca en situaciones excepcionales. En principio aceptaba todos los requerimientos de mis servicios, lo hacía con la esperanza de hallar por ahí ambientes escondidos, situaciones fuera de la vida cotidiana permitiéndome una fuga necesitada –ya dije lo de Leda- por otras cosas que sucedían en la ciudad.

La historia que interesa comenzó de casualidad, fue el resultado de una de esas combinaciones extrañas evocadas, desatada o iniciada esa vez por una muchacha algo mayor que yo conocía de manera informal.

-Te estuve buscando, me dijo. Anotá, agregó y me dictó un número de teléfono cuya característica correspondía al Centro. Es la parienta rica de la familia. El lunes pasado tomé el té con ella, se rompió la pierna de la manera más estúpida y está enyesada. Se aburre una enormidad la pobre. Pensé enseguida en vos. Le conté de los cursos a domicilio y se entusiasmó. Está impaciente esperando tu llamada, es algo distraída pero simpática y tiene mucha plata.

Desde el primer momento adiviné la falta de ternura en la eventual relación. El período de trabajo intenso preparando exámenes había decaído y tenía previsto ir a pasar una semana a Castillos a descansar. Le agradecía al yeso que la tuviera quieta, aunque hubiera sido más justo hacerlo con la yegua que la tiró en el campo. Fui a la cita a la espera de ganar unos pesos antes de marchar hacia el este del país. El trabajo resultó más sencillo de lo previsto, a decir verdad ella sólo me necesitaba para estar ahí a su lado escuchando. Yo me limitaba en mis modestas funciones, a ser picador de una memoria femenina empachada y trabada por el accidente de equitación. La manera de vivir desde su niñez y la cirugía plástica en el pasado cercano habían hecho de ella una mujer seductora; aunque se acumulaban una punta de años en esas tetas altaneras y firmes mostradas como al descuido, con cierto orgullo provocador. Su pelo era rubio luminoso de tintas importadas y se había casado varias veces. 

Me hubiera gustado sodomizarla con la escayola puesta, pero entendí que su mente comenzaba a despreciar cualquier aventura que la distanciara del ayer seductor recobrado frente a mi escucha. La técnica para su caso suponía una conversación sobre temas generales, pero degeneró y no por cierto de acuerdo a mis planes desde la primera sesión. Si, por ejemplo, yo comenzaba a esbozar el paisaje de los campos de Castilla para introducir a Machado, ella me replicaba con el crujir del cuero del cochinillo asado partido con el canto del plato de loza Calatrava en lo de Cándido en Segovia. Cuando perfilaba la semblanza de Carlos Reyles, ella me recordaba el parentesco de su familia con los Reyles y de ahí al desastre actual de la Asociación Rural, llena de chacareros groseros sin la clase del heroico intelectual novecentista. Ingenuamente tenté un Baudelaire y acabé escuchando el menú de réveillon 1964 en el Georges V de París. Debí aceptar pasada la humillación el juego suyo que sabía desplegar de maravilla. 

Reaccioné mal, abruptamente le imprimí a las sesiones una dosis exagerada de grosería. Venía de descubrir una variante nueva de la envidia, me enardecía que sus narraciones fueran y así de simple verdades encadenadas. Comencé a inventar situaciones de novelas inexistentes, con deformados personajes inverosímiles y que hacía vivir en ciudades exóticas, buscadas la víspera en el diccionario Espasa Calpe. 

-Que curiosa coincidencia, me dijo una tarde la enyesada. Ahora que su charla comienza a desinteresarme me sacan esta porquería de la pierna. Es mejor así, presiento que nuestras relaciones hubieran terminado mal… en el fondo usted es un muchacho moderno, interesado por las novedades de la ronda y habrá observado en nuestros encuentros mi debilidad por los universos clásicos.

La pinacoteca del living tenía cuadros de pintores famosos. Ni el último día le pregunté por esas telas colgadas que fueron testigo de nuestro disparate, temía que detrás de cada una de ellas estaría agazapada, pegada y firmada como la autentificación una  historia con viajes espléndidos, de inversiones en dólares y subastas reñidas en Londres. La literatura engaña y encierra poquísimas historias semejantes a la realidad. La experiencia mundana con esa mujer me había dejado vacío, por unas semanas fui una rata de laboratorio que en cada experimento equivocó el camino de salida. Sin llegar al odio pudo inocularme un vertiginoso deseo de venganza, l final terminó recomendándome como si fuera una cocinera de confianza que prepara unos deliciosos bifes a la portuguesa.

-Cuando regrese de su viaje a Castillos, supongo que viajará en esos horribles ómnibus de Onda, llame a este número y pregunte por Amapola, me dijo. Es una parienta lejana que vive las secuelas de un drama juvenil, pero es muy culta. Sería bueno que pudieran entenderse.

Sin decir nada, tal vez porque el gesto formaba parte del método de reclutamiento guardé la tarjeta en el bolsillo de la camisa y acomodé las hojitas con los apuntes.

-Usted conoce el camino hasta la puerta, dijo y me sentí al final de una escena de melodrama inglés.

Me acerqué a ella para despedirme y la besé en la boca. Ella me dejó hacer hasta que quise abrirle los dientes con la lengua, entonces se retiró y con la mano derecha –tenía los dedos manchados por la edad y cargados de anillos de piedras preciosas- me acarició la mejilla, luego se acomodó el pelo sobre la oreja como hacen las colegialas.

-Si un día se decide a viajar a Praga entonces llámeme, pero nunca antes. Aunque le parezca ridículo fue bastante gratificante conocerlo. Hasta entonces y adiós.

En Castillos dormí unas siestas interminables y terribles, soñaba las vidas posibles que me estaban deparadas si viviera en otro lugar, lejos de aquí. Durante esos días me vi involucrado en incidentes extraños que ahora sería largo de contar, quizá al regreso de Praga y resultan menores porque lo imprescindible es Amapola. Del viaje a Castillos volví a casa sin un peso pero tampoco desesperado, en mí la bancarrota era una situación común y corriente. La idea de Amapola me rondaba el pensamiento, luchaba entre el olvido de su nombre y el vicio de responder a otro llamado del misterio, queriendo espantar la lentitud de las horas que comenzaban a sobrarme.

El primer fin de semana del regreso mi madre preparó ravioles caseros, el sábado de tarde la casa se llenó de mesas cubiertas de harina, vapor de acelga hirviendo en enormes cacerolas y la intensidad de un tuco fuerte espeso y desafiante. El domingo me levanté tarde y cuando estuve despierto recuperé un gesto de la infancia que me enseñó el abuelo de la parte italiana de la familia. Mojé un pedazo de pan marsellés en el tuco hirviendo, lo soplé para no despellejarme el paladar y lo mandé a bodega. 

Me senté con mi padre a mirar delante del televisor un partido de fútbol entre dos cuadros de pataduras, intercambiando comentarios sarcásticos nos terminamos la botella de vermú Oyama. Cuando se acercaba la hora de pasar a la mesa fui a buscar vino al almacén de la otra cuadra y comenté los eventos del barrio con algunos vecinos. Entendí que podía vivir así el resto de la vida, pero esa configuración de la felicidad estaba destinada a desaparecer en pocos años. 

Vino a casa uno de mis tíos y nos divertimos durante el almuerzo escuchando las aventuras de su último salto a Buenos Aires. Allá viajó con un conjunto de recitadores criollos y payadores vocacionales en gira artística, una banda de atorrantes. Tomé mucho vino y comí más ravioles de los necesarios, al final mamá me trajo dos digestivos efervescentes, Afuera estaba lloviendo y me vino un agradabilísimo sopor, hasta podía disfrutar por adelantado el placer de la siesta.

-Al sobre, dijo mi padre y yo me sonreí.

Mamá se quedó limpiando la cocina sin parar hasta guardar en su lugar el último tenedor utilizado desde la víspera. Esa tarde soñé que era vendedor de flores en el cementerio del Norte, entonces venía a mi puesto un viejo barbudo y de corbata acompañado de una niña gordita arrastrando un cochecito.

-Mi nieto murió anoche, dijo el viejo. La madre viene a enterrarlo, deme cien pesos de flores surtidas.

-¿Puedo verlo? le pregunté. Seguro que así puedo aconsejarles mejor.

Pero era mentira, lo que yo quería era ver la criatura que había parido la muchachita.

-Si claro, dijo ella. Es un hermoso bebé, lástima que se murió. Mire, mire, me invitaba.

Levantaba el rebozo del cochecito como si fuera la funda de una jaula de pájaros parlanchines, apenas me inclinaba para ver yo comenzaba a sentir un olor nauseabundo y me desperté. 

Salí de la cama con la imperiosa necesidad de llamar a Amapola.

-Mire lo que son las casualidades, me dijo una voz muy dulce de mujer desde el otro lado de la línea. Hoy, sesteando, soñé que un señor simpático venía a venderme un ropero.

De esa manera y sin otro preámbulo empezó la otra historia. Al principio me molestó que la casa de Amapola quedara lejos de todos lados, me hubiera gustado que la dirección correspondiera al Cerro que era un barrio que conocía mal y me tenía intrigado. 

Resultó que era por la zona de Colón y debería viajar en el 145 de Cutcsa por más de una hora. En general tomaba dos coches desde casa y subía al segundo –el 145- en la salida de la línea sobre la costa sur junto al Templo Inglés. Otros días lo interceptaba en el cruce de 8 de Octubre y Propios. Prefería la primera variante para elegir un asiento con ventanilla. “Qué lindo, pensaba. La línea pasa por avenidas que conocía de a pedazos.” 

La tarifa convenida era mayor de la habitual por el tiempo de viaje requerido para ir hasta lo de Amapola. Después de llegar al destino del ómnibus en Colón, debía caminar unos veinte minutos. Una vez ella me ofreció un carruaje para llevarme y traerme desde la parada hasta la casa, con gentileza y prontitud decliné el ofrecimiento del transporte. Temía que las personas me vieran subir al carruaje y dijeran: “Allí va Emilio, el amiguito de Amapola.” Estaba convencido de que los vecinos del lugar conocían a todos los piantados del barrio, los carros tirados por caballos que todavía circulaban y a los mismos caballos.

La caminata del último tramo me transportaba a otro país. El asunto sucedía así: bajaba del 145 y durante cinco cuadras, lo que formaba el centro de Colón, el paisaje se parecía a cualquier barrio de la ciudad con mercerías en penumbras y puestos de zapateros remendones. Llegaba después la zona de las manzanas con muchos árboles, allí las casas viven sin pared medianera, solas, orgullosas por tristes, húmedas en los cimientos y separadas entre ellas. Lo suficiente como para no poder escuchar a los vecinos pelearse apoyando una copa de cristal sobre la pared y luego pegando la oreja contra el fondo.

Por ese rumbo las casas son islas y se hace dificultoso encontrar las chapas esmaltadas con la numeración, cada tanto por esas calles pasaba un auto distraído, perdido. Mucho Citröen negro, el modelo de antes de la última guerra mundial. La calle conde vivía Amapola es de las que se encuentran después de doblar seis veces, por la vereda de enfrente caminaban viejos trajeados apoyados en bastones, señores parecidos al del sueño con el nietito muerto. A los jardines de las casas tupidos por desidia y abandono entraban las sirvientas vestidas con batones sin cinturón, a lunares. La mayoría tenía el aspecto de niñas con desarrollo prematuro, movían los pezones al caminar mientras se les metía la bombacha de algodón ordinario por la entrepierna, comida por el ritmo apuradito de la marcha. Tenían trenzas renegridas y duras, yo las suponía venidas del campo para ser ahijadas, criadas de la señora, manoseadas junto a los armarios por parientes de visita algo bebidos y el embarazo a la vuelta de la esquina, dependiendo de la osadía del repartidor del mercadito. Ellas pasaban con la chismosa trenzada de los mandados colgada a un costado pegando en la pierna. Podía verse el pan flauta, un paquete sanguinolento de pulpa picada, medio kilo de azúcar para los mates dulces del atardecer en la cocina, una botella oscura de Crush llena de aceite de girasol suelto y tapada con un corcho recortado a cuchilla.

Era un paisaje de otra ciudad que se llamó Montevideo hace casi un siglo. A mi me gustaba andarla por un ayer desconocido que echaba en falta, lo hacía para encontrar la paz agradable de escaparme por esos desplazamientos en los bordes del tiempo histórico. Me hice el firme propósito de venir el próximo verano a los alrededores de Colón, golpear los llamadores de todas esas casas ofreciéndome para dar clases ya que me sabía inepto para ser ladrón y engañar a los perros emboscados entre las plantas.

La primera vez recordé el orden de las instrucciones recibidas por teléfono y di con el portón que separaba el terreno de la vereda. La casa propiamente dicha se protegía al final de una estrecha senda de pinos parecidos, que tenía el ancho suficiente para permitir el paso cómodo de una tartana tirada por dos matungos. Metido en esa línea recta, un segmento separando dos universos con problemas de entendimiento, supe cuál era el camino más corto entre lo indefinible y mi realidad presente. Antiguo incondicional de atardeceres sin interferencias que pasan en la costa, estaba descubriendo los sortilegios de la otra luz que, a pesar de ser tan rápida -trescientos quilómetros por segundo dicen- remolonea y se entretiene en los recovecos de cada árbol que cruza en su trayecto. 

La caminata desde la parada del 145 me dio sed, adentro, una vez en la sombra interior de la casa, cuando me preguntaran si quería tomar algo diría que sí: una limonada con mucho hielo y un helado casero de vainilla con escarcha en los bordes. Arrastraba los zapatos por el pedregullo y las mariposas del camino se espantaban. Desde lejos daba la impresión de ser una casa con muchas habitaciones, suponía en el interior algún movimiento a la espera de mi llegada anunciada. El estado de ánimo era sereno, tenía preparado mi discurso inicial con la experiencia de un corredor de seguros para ofrecer varias pólizas en opción, desde hurto por ausencia de moradores hasta secuelas de un temporal de granizo. El jardín estaba descuidado y próximo al abandono, la escalera de entrada tenía que ser como era, estaba seguro de haber visto ese mismo paisaje con anterioridad en otro lugar olvidado intencionadamente. Miré el llamador al costado de la puerta, era una manito de bronce agarrotada sobre una esfera como de momia petrificada saliendo del puño puntilla de un cuadro del Greco. El primer golpe fue tímido evaluando la resistencia, el segundo sonó con eco de impaciencia. 

Al rato escuché pasos en el interior y el movimiento del picaporte. La mujer que abrió la puerta estaba uniformada para recibir invitados a una recepción, sonrió y luego me cató de arriba abajo.

-¿Usted es el literato?, preguntó. Lo estamos esperando hace rato.

Tampoco era ese el mejor momento para establecer ajustes terminológicos. Respondí que sí con gentileza, entré y me limpié los zapatos en el felpudo como si viniera de caminar durante una tarde de temporal.

La mujer que me recibió tenía un delantal blanco y almidonado, de su cuerpo emanaba un olor agrio de almizcle segregado por alguna parte íntima. Mezclado al de una colonia lavanda ordinaria y empalagosa impregnando un cuello tenso de parda, lindo para lamer durante horas acompañando palabras obscenas.

-Es por aquí, sígame.

La parda avanzó, ella movía las caderas a propósito igual que una potranca en celo. Eso y su andar ligerito me impidieron hacer la primera inspección ocular del recinto; caminábamos sobre mullidos tapices orientales, vi cuartos de puertas entreabiertas que parecían prontos para una mudanza esa misma tarde. 

Seguí dócil a la potranca hasta un gran salón donde hasta mi sillón estaba indicado, ese sería mi espacio de trabajo las próximas semanas. Una de las ventanas estaba abierta y daba a otro jardín, que me dio la impresión de estar cuidado con esmero.

-La señora Amapola viene en algunos minutos, me dijo. ¿Quiere tomar algo fresco?

-Si, contesté. Un vaso grande de limonada con hielo y azúcar.

-Hace una calor… ¿no?

-Yo prefiero lo natural a las melazas químicas.

-Ah sí, dijo ella como en un suspiro y se marchó por el corredor que daría a la cocina.

Pasados unos minutos llegó otra criada con la bandeja, era una niña parecida a la que vi volviendo de los mandados en el camino hacia la casa de Amapola. Me miró y se puso colorada como si hubiera adivinado mi comparación, tenía los bracitos flacos y era linda de cara, el pelo negro largo estaba atado con una moña celeste. 

La muchachita andaría entre los doce y los catorce años, era imposible adivinar de qué departamento del interior la trajeron hasta las cercanías de la capital. Tomé un trago largo de limonada fresca y pensé en las dos mujeres de la servidumbre como un prólogo sin mayor importancia de lo que vendría luego, más parecido a la decoración del salón del que intentaba retener detalles aislados. 

De repente ella estaba ahí como las cosas inmateriales, manifestación espontánea de un espíritu gentil vestida de negro y colorado.

-¿Llegó sin inconvenientes Emilio? me preguntó antes de sonreír. Yo soy Amapola, tenía muchos deseos de conocerlo para ver quién se escondía tras esa voz del teléfono. Veo que le sirvieron algo fresco. Bien, bien… Supongo que conoce los términos de nuestra relación.

-Para serle sincero, los desconozco, dije.

-¿Mi parienta no le adelantó nada? preguntó como si mi ignorancia la hubiera sorprendido.

-En absoluto.

-Esa pituca siempre igual, dijo y pasó de la sonrisa a una mueca de fastidio con la boca.

-Si estamos ante algún malentendido…

-Oh Emilio, nada de eso, explicó y en un gesto de mano dio a entender que recuperaba el dominio de la situación. Sucede que la desidia de quien usted conoce me obliga a explicar ciertos aspectos difíciles de entender. En esos casos una puede, por más buena voluntad que tenga, mostrar apenas las apariencias.

Reaccioné sobre algo que me molestaba sin haberme percatado; Amapola tenía el aspecto de venir de un concierto y estar a punto de salir para una mesa de bridge entre amigas, de lo contrario era inconcebible que me hubiera esperado vestida de esa manera en un día caluroso. Era una estampa cómica con aire arrebatado de daguerrotipo sacado del viejo semanario Mundo Uruguayo, mostrando una párvula insegura como la amada inmóvil y antes de declamar de memoria poemas escogidas de don Amado Nervo. Perlas Negraspongamos por caso, versos de quien tuvo la curiosa ocurrencia de expirar en Montevideo. 

El peinado de Amapola denotaba la gracia producto de largas horas delante del tocador, el corte del vestido decía la maniática perfección de modistas de barrio y el maquillaje esplendores adecuados a una señorita educada de antes de la primera guerra. Las piernas las cubrió hasta las pantorrillas con una cascada de volados sucesivos y las medias, negras y caladas, estaban a medio camino de virgen de suburbio y mantenida descocada de aspecto revival. Los brazos levemente ajamonados eran apetecibles, los dedos de las manos tenían una tensa agilidad adecuada para tocar las Czardas de Monty en una trascripción para piano de Ferruccio Busoni. Negros resultaron el cinturón, los zapatos brillantes de medio taco y las flores de tules. La cara de Amapola, incluyendo polvos de arroz y el bermellón cubriendo los labios, era de belleza prerrafaelista: el pelo lacio y tirante hacía pensar en una planchadora española, la mirada era de animal apaleado, no importa cuál y todo se defendía por la máscara facial, que dentro del anacronismo sobresaliente resultaba una obra de arte digna de porcelanas de dinastías chinas medievales, de una Miss simpatía de kermés finisecular. 

La arrogancia de ese desajuste logró la finalidad o lo inquerido de desacomodarme y pensando en categorías objetivas, ella carecía de la belleza propia de los años actuales. Destilaba cierto color tenue de hermosura cercana a la locura contenida, una concepción estética arraigada en la irremediable decadencia. Me parecía paradojal que en la misma familia coexistieran mujeres tan distintas como Amapola y su parienta enyesada. La misma casa de Amapola probaba la existencia de espectros que retornan cada tanto y me consolaba pensando que hoy mismo, más tarde, después que pasara lo improbable, llegaría hasta el centro de Colón y me sentaría en una silla al aire libre y pediría cerveza embotellada. Si había anochecido o al menos el sol no estuviese a la vista, comería papas fritas con huevos fritos.

-Usted dirá, dije iniciando con formalidad una suerte de consulta médica.

Era obvio que Amapola estaba lejos de la angustia adolescente previa a la semana de exámenes extraordinarios. Su educación debía ser –lo intuí sin esfuerzo- resultado de preceptores extranjeros que como yo llegaron a esa misma casa. Conservatorios estrictos que la llevaron hasta los Nocturnos de Chopin, el adiestramiento precoz en modales apropiados para desempeñarse con gracia en sociedad. La supuse en gustos literarios encaminada a las églogas con pastores tañedores de flautas de pan, hacia parnasos del siglo diecinueve en su versión autóctona de cartón piedra y rima consonante.

-Me pregunto si usted será la persona adecuada a mis necesidades, me dijo una vez sentada en un sofá que estaba en diagonal, poniendo las manos sobre la falda. Es probable que me haya apresurado y usted no desea disponer de su talento en una tarea menor y opaca.

-Mi talento… dije moviendo una mano en tirabuzón ascendente.

-Usted es demasiado modesto. Mi prima, que es menos descocada de lo que parece, me contó que habitaba en usted el espíritu de un joven muy leído y yo necesito alguien que lea.

-Debió pensar en un actor, dije y comencé a pensar que ahí sentado estaba perdiendo el tiempo.

-Pensé en el sentimiento, dijo y lo acentuó con un rictus de la cara cargado del orgullo que merece una indelicadeza. Ellos, los actores, se conformarían con actuar. Yo busco el sentimiento de alguien con preparación literaria, que lea con la emoción de entender, igual que si las oraciones formaran una partitura. ¿Me explico?

-Más o menos.

-Déjeme terminar… Emilio: soy consciente de tener la apariencia de una solterona de familia venida a menos, hay varios espejos en la casa y jamás los evito. Para mí, llámelo manía, defecto, destino, da igual… es inevitable ser como soy. Con el tiempo, si decide acompañarme una temporada, es probable que llegue a entender que “debo” ser así. Es una condición diría que heredada que me acompaña desde jovencita. Varios de mis mayores terminaron sus días en hospicios psiquiátricos, sin saber quienes eran cuando se despertaban y ese temor reaparece en estas habitaciones cada amanecer. Quizá si la vida me ve así, un poco desajustada, decida dejarme tranquila unos años adicionales. Emilio, perdóneme el derecho a persistir con la apariencia que tuve durante un otoño lejanísimo en el tiempo y muy cercano en el corazón.

Amapola dijo su alegato con voz serena, muy digna a pesar de algunos términos graves y otros que se me escaparon, segura de que su argumento era irrebatible. Ella hizo una pausa y luego, como si leyera en un libro sin tapas, dijo:

 “-Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos.”  Eso, Emilio, lo escribió un poeta de la otra orilla que fue amigo de mi padre, hace tanto tiempo… Sin embargo, cada vez que lo recuerdo me entristece.

Por curiosa coincidencia conocía la continuidad del texto del argentino y entonces yo continué en voz alta : 

“-¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética y deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?”

A medida que sumaba una palabra detrás de otra era testigo ocular de cómo la luz se debilitaba en un tiempo que presentí lejano, donde era posible la irrupción de una emoción olvidada de esas que hacen tragar saliva.

Cuando se apagó el eco de la palabra caoba Amapola me dijo:

-Gracias.

Recortada en el marco de la doble puerta de entrada, distinguí la silueta de la ahijada sirvientita, confundiéndose con un telón difuso de cretonas excitadas. Fue ella quien apoyó la palma de la mano en los interruptores de la luz artificial. Había en el ambiente una conspiración que pudo encerrarme en una celada de literatura y sensibilidad. La dueña de casa logró afectar en mí resortes íntimos y novedosos, tensar una cuerda del lenguaje ausente en los programas de enseñanza secundaria y la limonada dentro de la jarra de cristal se había entibiado. Amapola, sus palabras y los silencios me conducían a territorios para mí más reconocibles que las ciudades aquellas arrasadas por la insaciable voracidad de la parienta enyesada. 

Durante ese tiempo sin medida, consentí que haría cualquier cosa que ella me pidiera para ganar tiempo y acercarme al encanto de la casa Amapola. A las confesiones de las sirvientas que merodeaban nuestra entrevista, al juego embriagador de limones amarillos del huerto familiar. Así comenzaba una relación que duraría muchísimos meses y que cada jueves traía algo inesperado, como si de una misma cajita de música cada vez que se la abriera saliera una melodía distinta. Villa Colón, Amapola y su casa eran el descubrimiento de un mundo intocado. Constancia de ignorancia inexcusable de mi parte, conocimiento progresivo del lado en penumbras de mi mundo: olores nunca antes sentidos de vainilla y jazmines de un blanco inmaculado, gusto de dulce de higo recién salido de inmensos bollones, el sabor de oportos portugueses guardados bajo llave desde el apogeo del Bazar del Japón montevideano. 

El mundo podía seguir su mascarada de progreso más allá de la puerta cancel, adentro de los dominios de Amapola un capítulo complejo de la realidad se resistía al presente, un rechazo cargado de desprecio echándole en cara el derecho a vivir en su obstinada prescindencia del calendario. Viajar a Colón me transportaba a un tiempo lúcido en su agonía, tiempo recluido en quintas semiderruidas habitadas en un sector reducido, condenando el resto a la amnesia del abandono, amparado en recintos clausurados infranqueables para intrusos depredadores. En aquellas incursiones aprendí el arte íntimo de los tejidos sensuales venidos desde lejos, la voluptuosidad insospechada del brocado y el terciopelo, el recato de la pana, el color de una tela de araña tejida entre los caireles de cristal de Murano suspendidos sobre nuestras cabezas. Supe que la riqueza es la acumulación de objetos, formas caprichosas de la madera, el cristal, los metales y porcelanas cuya gratuidad adquiría dentro de esa casona la animación despertando desconfianza y ternura; hasta un piano vertical sin pretensiones que había en el salón se volvió una presencia animal. 

Pero ahora se trata de evocar hechos concretos y olvidar mi desencanto por haber llegado algunas décadas tardes al tiempo de las tertulias en el café Tupí Nambá. Si dijera que la propuesta de Amapola me sorprendió estaría mintiendo, me disgustó no haberla adivinado desde el comienzo antes de que hablara, viéndola bajar la escalera. Ni deducirla de manera sencilla cuando habló con desdén de la parienta. Recuerdo que Amapola lo dijo al descuido, simulando una ocurrencia súbita para que desechara tramas secretas que igual comencé a elaborar de inmediato.

-Lo llamé, Emilio, para que me lea las obras completas de Felisberto Hernández.

Así lo dijo, sin más y como quien habla de un primo común, sosteniéndome la mirada, moviendo una mano sobre la falda queriendo sacarse miguitas de budín con pasas. 

En mis largos meses de trabajo a domicilio elaboré una coraza de Quevedos y Daríos, me defendía con eficacia de las propuestas estrafalarias que me salían al paso. Tan inusual pedido que venía de escuchar, era una pica de fresno que rompió mi carne por una juntura descuidada de la armadura literaria. Ello podía entenderse mejor si recuerdo algunas condiciones de mi primer encuentro con los relatos de Hernández, que explicarán sólo en parte mi prolongada complicidad con Amapola. La claudicación sin reservas a su ceremonia, mi necesidad de acompañarla en aventuras que ponen en entredicho la estabilidad de mi propia conciencia.

Cuando supe la lista de autores para el examen de ingreso al Instituto de Profesores, entre los nombres propuestos estaba el de un compatriota de patronímico más apropiado para un violinista de la orquesta típica de Miguel Caló. Lo primero que me pregunté al repasar el comunicado, fue si alguien llamado Felisberto podía haber escrito algo de valor. Con ese prejuicio pendiente de muchacho insolente y la voluntad de superar la prueba de ingreso, fui conociendo argumentos curiosos, historias parecidas a valses que salían del interior de cualquiera de las casas de mi barrio. 

A los paisajes que él describía podía llegar caminando unas pocas cuadras, los personajes tenían mucho de los vecinos que saludaba todos los días; el tal fulano me embromaba el proyecto de una prueba de selección de neto corte estructuralista y objetivo para anegarme en las ganas de leer porque sí, en cualquier lugar. Por primera vez una realidad próxima que yo reconocía y quería como propia se había hecho literatura. Mi pasión por los escritos y libros de Felisberto daría para largo, inician sin ir más lejos el vínculo con Amapola, curioso corolario de una cadena de relaciones causa-efecto que sólo puede concretarse en Montevideo y sus inmediaciones. 

Calvino escribió que Felisberto no se parece a ninguno; sin poner en cuestión tamaña verdad irrebatible, es sencillo no obstante entender su sistema húmedo y excepcional a primera vista. Para una correcta iniciación, alcanza con proponerse la aventura discreta de conocer los secretos de Montevideo. Meterse a fisgonear en los últimos conventillos de la calle Ibicuy con aljibes en el patio, entender el peregrinaje irracional de gente de origen centroeuropeo para morir a uno y otro lado del camino Maldonado, hacerse invitar al menos una vez en la vida a casas como la de Amapola y que por miedo se esconden de los espíritus prácticos. Haber escuchado junto a un tablado callejero al aire libre, la orquesta de bandoneones infantiles del maestro Jaurena, reconocer al ciego que hacía sonar una lata de arvejas Cololó con monedas en la entrada principal de la tribuna Olímpica del Estadio Centenario los días de partido, haber fregado veteranas teñidas y encorsetadas en los bailes de la quinta de Casa de Galicia mientras duraban los domingos de verano. 

La prosa resultante de Felisberto es un malentendido de la ciudad y él un tipo raro que habiendo sido pianista de concierto, terminó escribiendo “El caballo perdido” y en el intento de ser fiel a la cara de Ana, se casó con muchas señoras, encandiló sensibles corazones verdes de muchachas proclives como Amapola. ¿Y si lo otro fuera la triste historia de todos los días? Mi descontrol provenía de sospechar que Amapola era un reflejo inenarrable de Montevideo y el resto simple pirotecnia de poder. La ciudad rememoraba un animal fantástico en estado de coma, encierro voluntario de las horas a cal y canto, un vegetar entre avenidas arboladas y gorriones picoteando lombrices vivas. Miedo a moverse y quedarse inmóvil sentado en un sillón de ruedas, tomando copitas de anís del Mono. 

Montevideo sólo seguiría existiendo mientras exista esa Amapola, pensaba. Era clarísimo luego: fatalmente Amapola pediría que le leyera cuentos de Felisberto. La relación quedó definida como un ajuste estable a partir de los sobreentendidos. Si se pudo descartar la desconfianza inicial restaban preguntas trancadas en pliegues de manteles que llegan hasta el suelo, enterradas en macetas de malvones colorados y apoyadas en estantes inaccesibles de la alacena.

El primer día, me comentó al pasar, deseaba limitarse a establecer las generalidades de nuestro trabajo en común.

-El orden de lectura lo decide usted, dijo. Yo bajaré siempre por la misma escalera y sabiendo que vengo a una fiesta del espíritu. Una vez que me ponga cómoda usted comienza la lectura… algún día me gustaría que hablara de él como lo haría de un amigo, que lo recuerde con afecto, me ponga al tanto sobre lo que dice de sus escritos la crítica nacional y extranjera.

Con elegante generosidad Amapola zanjó los aspectos prácticos y económicos de nuestra relación, incluyendo los de la primera entrevista y se despidió.

La primera de las criadas que me recibió me acompañó hasta la puerta.

-¿Le gustó la limonada? me preguntó. Yo misma la preparé, les saqué el jugo hasta la última gota; sentí a mis espaldas una risita y el golpe seco del cerrojo. 

Una vez fuera se me ocurrió pensar que Amapola podía ser prisionera de una conjura, me preguntaba de qué manera llenaría los días hasta llegar al jueves próximo. 

La tarde se oscureció, el paisaje todavía podía distinguirse sin peligro de tropezar con los arbustos del camino. Marché despacio, primero por el sendero, luego por calles laterales y el camino cortado hasta desembocar en la gran avenida –decorado conocido- y me arrimé al bullicio de la plaza Colón que nada sabía de los silencios de Amapola. 

Por costumbre me senté a la mesa de uno de los bares en la vereda, entre parroquianos comunes y corrientes, distanciado de la atmósfera que había respirado unos minutos antes. El tránsito por las calles a esa hora era fatal, había mujeres con paquetes caminando en todas direcciones y muchachas que venían de hacer deporte en el Club Olimpia, recién duchadas. 

Sin que yo lo llamara el mozo que atendía la vereda se acercó y pasó un trapo gris por la mesa de latón.

-¿Qué le hago marchar? me dijo.

-Una cerveza de a litro bien fría y un plato de papas fritas con dos huevos fritos.

El primer mes de trabajo en casa de Amapola pasó sin sobresaltos y me disgustó que otra gente me llamara para preparar exámenes. Mi cometido con Amapola era sencillo, pero algo empezaba a interponerse con el resto de mis clases. Olvidaba la angustia de los adolescentes y sólo pensaba en los licores, la comodidad de una bergère verde inglés de Colón, los ejemplares de Felisberto que ella me daba para leer, todas primeras ediciones. 

Una parcela de mi conciencia se estaba enamorando de Amapola y todo marchó bien hasta el último jueves del segundo mes. La encontré irritada; pensé sin imaginación en las consecuencias de una menstruación dolorosa, pero era imposible afirmar si alguna vez le había venido la regla o si estaba en la menopausia. Fue el mismo día que escuché la discusión; a pesar de los inconvenientes para reconocerla nunca la había escuchado gritar de esa manera, Una de las voces era de Amapola, la otra me pareció de un hombre mayor. Hecho circunstancial o fijo, la cuestión era que había un hombre en la casa y lo escuchaba por primera vez; mientras duró la discusión descubrí a las sirvientas cuchicheando entre ellas. Luego pasamos una hora de lectura desagradable y tensa, sé que mis celos tuvieron algo que ver en ello.

Al otro jueves el ambiente mejoró, buscando protegerme había decidido jugar un poco fuerte y leí “Menos Julia”. Desde el primer minuto me propuse imponerme como un declamador de teatro aficionado, buscando llegar con mi voz a todos los rincones de la casa: a la cocina para seducir como galán meloso de radioteatro a las domésticas, que estarían escuchando, tomando mate dulce y comiendo pan tostado con mermelada de durazno casera. Desafiando al tipo oculto en alguna de las habitaciones, hasta hacerle entender que existían misterios más interesantes que eso de esconderse de las visitas.

Terminé la lectura con la garganta seca y tomé de un trago la copa de vino dulce, me recosté en el respaldo capitoneado. 

Estaba cansado y ofuscado.

-Usted es rencoroso Emilio, me comentó Amapola. Le pido disculpas si en algo lo ofendí con mi conducta del jueves pasado. Una tiene también sus problemas íntimos. Hoy leyó sin ser usted, a mí el cuento me gustó mucho, pero mire: las porcelanas, la platería, las flores, hasta el piano están asustados.

-¿Le parece Amapola ? respondí.

-Emilio, si yo lo siento ellos también. Quédese un ratito más conmigo y ayúdeme a entender el cuento, el sentido del túnel, lo que se mueve debajo de una estridencia sensual.

Ella tenía razón sobre mi vanidad aunque fueron otras las palabras utilizadas. Quería atribuirle un misterio a Amapola y me dolía la sola idea de que, para los ojos de otros que conocían su pasado ese misterio fuera ridículo.

-Yo tampoco lo sé, quise argumentar. Eso es lo lindo, acepto la existencia de otros territorios que escapan a explicaciones lógicas.

A pesar del rencor le decía la verdad. Por razones que me parecen evidentes, en las últimas semanas había regresado a la literatura de Felisberto y el vínculo ahora con la intermediación de Amapola, se volvió cuestión personal difusa, la tranca emperrada impidiendo mi avance a otras lecturas hasta que algo estuviera resuelto. 

La deducción intuitiva de Amapola desbarató mis defensas y lo que solía ser mi actuación, con un aplomo de convicción fingido desde las pobres interpretaciones que podía darle a los textos, se volvió confesión disimulada.

-Lo que más se acerca a dilucidar ese punto es un texto del propio Felisberto, proseguí queriendo salvar así con algo de dignidad el desastre de la lectura.

Me sentía alguien preparándose para leer un extenso poema al final de un banquete, es más: fui por unos minutos engolado presentador de concurso de cantores aficionados, un animador de fiesta de fin de curso de conservatorio de señoritas.

-Existe una bonita página de Felisberto Hernández que lleva por título un sugerente… “Explicación falsa de mis cuentos.”

Mi primera intención era hacer una brevísima exposición del contenido de dicha página releída infinidad de veces y lo hubiera hecho de haber sabido por donde empezar. 

De pronto sucedió algo increíble, podía ser el empuje desatado de la memoria y hasta un socio que me la leyera al oído. Lo cierto es que encontré una tonalidad, recordé una melodía y una palabra fue trayendo la otra. Era desconcertante, tocaba el texto con los dedos a la manera de los ciegos. En mí y en quienes escuchaban esa especie de trance mediumnico tuvo un efecto hipnotizador. 

Encontré la melodía y resultaba imposible escapar del texto, que crecía incesante aunque la habitación donde estábamos permaneciera en penumbras. 

“-Obligado -comencé- o traicionado por mi mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Prefiero decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma está destinada a ser, ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intensiones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.

Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene una vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.”

Cuando terminé Amapola tosió como si se hubiera atorado con miguitas de galleta malteada. Estaba emocionada más allá de mi intención al recordar la falsa explicación. Por una vez evoqué un texto para mí mismo y que lograba desconcertarme, abriendo puertas cerradas hasta que mi conciencia arreglara asuntos pendientes con esa botánica de la imaginación.

-Ahí está todo, Emilio, todo…

-Sin embargo es apenas el comienzo, le dije, todavía medio atontado por la recitación.

-Pobrecito, se ve que sufría mucho…

La frase quedó en suspenso, Amapola se interrumpió para caer en un acceso emotivo como si fuera tos con carraspera. 

De algún lugar secreto entre el vestido y la piel extrajo un pañuelo con olor a sándalo y se lo llevó a los ojos, viviendo la caída de la última página de un folletín de amores desgraciados, hipó dos veces y lagrimeó como una chiquilina.

-Disculpe, dijo y se levantó anunciando una crisis.

Recuerdo que llegó hasta la puerta del salón caminando con esforzada entereza. Después de haber cruzado ese límite tal vez simbólico aceleró el paso y cuando llegó a la escalera estaba corriendo, buscando la soledad protectora de su dormitorio. 

Me sentía culpable y deprimido por la sola idea de haberle causado dolor a esa criatura desamparada, clienta generosa, fina anfitriona. Permanecí sentado unos instantes para reponerme de la doble emoción, luego me levanté por hacer algo y por primera vez recorrí el salón con la excitación de un intruso nocturno, entreteniéndome en pensar una historia para cada objeto que me hacía señas de su existencia. Sólo me restaba retirarme con discreción.

En el zaguán me estaba esperando la mayor de las sirvientas.

-Hoy está en uno de esos días, me dijo. Quedate tranquilo literato, agregó acentuando tonos de falsa complicidad. No le hagas caso… ella fue medio novia de ese tal Filiberto y algo raro pasó entre ellos dos, imaginate… pero vos tranquilo que en esta casa nadie quiere perderte. Eso sí, un consejo de amiga, andá con cuidado porque la patrona se dio cuenta que la guacha te tiene caliente y así como la vez tan emperifollada es medio celosa.

-¿Y el tipo?

-Es un hermano. Vive en Paso de los Toros todo el año y cuando viene se pelean por cueros y la lana. ¿Cómo te crees que se paga todo esto, y a vos?

Salí de la casa sin desearlo, lo que de veras quería era quedarme. Afuera había pocas cosas que pudieran interesarme, qué importaba si la Pocha me dijo la verdad sobre los líos de familia, lo escuchado era perturbador y fascinante. 

Me dije que lo inventó para embromarme, pero la sabía incapaz de una mentira tan sutil y preferí creerle del principio al fin, dejándome arrastrar por esa pendiente sin final a la vista. Creí estar en ventaja respecto a Amapola por esa sucia confidente de zaguán y nunca abordé el tema para no pasar por un metido. 

En los encuentros posteriores osé algunas insinuaciones más bien tibias.

-Amapola, le dije un día. Usted es la flor más hermosa de alguna planta excepcional, espero que algún día me permita leer sus hojas de poesía.

Si era cierto el drama oculto de Amapola vinculado a mis lecturas ella, que fue mujer olvidada en la vida de Felisberto, quería permanecer en la ilusión de un cariño latente, ganarse el derecho a ser personaje de un cuento que Felisberto dejó sin escribir. 

Hacía lo indecible por forzar la reparación de ese olvido, malentendido inconcluso entre realidad y literatura. Cuidaba su vestuario desde la ropa íntima y el maquillaje sin olvidar detalle. Se rodeaba de objetos con historia, de lámparas firmadas e incorporó un piano para crear las condiciones necesarias a su propio milagro postergado. En el amor primero y en la escritura después; es verosímil que eligió a las sirvientas confiando que la despreciarían a sus espaldas.

Igual que una mariposa multicolor con el paso de quién sabe cuántos años, la mujer se encerró en su propia trampa. Si alguna vez en el pasado dominó la distancia para entrar y salir a voluntad de la teatralidad, estaba ahora con las alas pegadas en un néctar de anémona y herida en el alma por aguijones zumbones, condenada a una locura deliciosa y por razones que nunca llegaría a reconocer en sociedad. Antes, en otros hombres seguro y últimamente en mí Amapola buscó un cómplice comprensivo y distante; por esa intuición inexplicable decidí ser el último de los elegidos. Fue así que semana tras semana, perfeccioné el ritual de las visitas. 

Un jueves llegué con un paquetito de coquitos frescos de regalo, al siguiente con un ramo de siemprevivas como lo haría un pretendiente tímido y devoto. Leía cada vez menos y hablábamos de los bailes enmascarados de carnaval, de la recia apostura de Santiago Gómez Cou cuando entraba en escena, de las locuras radiales de Pepe Iglesias el Zorro.

Hasta hace unos pocos días la situación estaba bajo control y de acuerdo a mis intereses, pero comenzaron a ocurrir cosas raras. La tarde que había conseguido por un amigo una caja de serranitos de Minas, la encontré desmejorada. Pensé en un mal pasajero pero estábamos al final de la visita y ella pasó la hora sin probar el mate de leche, ni los pan con grasa calentitos de la tarde, sin abrir el paquete de la confitería Irisarri. 

Me percaté que desde hacía semanas había dejado de llamarme por mi nombre, sentí un escalofrío de espanto, parecía que mi presencia podía ser prescindible.

-Sabe Emilio, estoy preocupada, dijo. ¿Usted se dio cuenta? Me parece que el piano está triste. ¿Ellos sufrirán mucho cuando están desafinados?

-Son tan raros, dije.

Sobrevino un silencio sin partitura, sentí que debía hacer algo y pronto, tomar una iniciativa. Dar un paso arriesgado si quería pertenecer al desarrollo futuro del delirio Amapola, que como  ante un cambio de viento dejaba atrás las lecturas en voz alta de su antigua pasión. 

Sentí en la espalda como si lo hubiera convocado de urgencia, el peso infantil de las sufridas clases de acordeón piano, cuando me obligaban a tocar Serpentina en fiestas familiares del vecindario. Prefería  enfrentar el peligro de improvisar a dejar de comportarme como Amapola esperaba que lo hiciera. Me puse de pie, caminé hasta el piano que a ella le parecía triste y me senté en el taburete redondo, después de hacerlo girar repetidas veces con la pericia de un intérprete consumado.

-Vamos a ver qué tan triste está, dije.

Levanté hasta el teclado sólo la mano derecha y toqué sin errores de digitación la melodía del vals Desde el alma de Rosita Melo. Cuando se apagó la vibración de la última nota miré hacia el sillón, la silueta de Amapola estaba saliendo del salón y antes de desaparecer del todo se paró para hablarme.

-Es muy bonito Emilio, dijo. La semana próxima me gustaría escuchar un tango de la guardia vieja y un fox-trot, de los que se escuchan en carnaval en los bailes del Teatro Solís.

Cuando Amapola comprendió mi buena voluntad para continuar el juego sin pedir explicaciones, me dejó una puerta entornada desde donde continuar espiando su comedia. Era ahora un pianista a domicilio yendo a tocar en comedores oscuros, pendiente de pianos tristes y como tantas veces había leído en los cuentos de Felisberto.

Estoy a solas con mis manos, es estúpido que pase tantas horas para descifrar la partitura de La Morocha. Una llamada telefónica bastaría para terminar con la confusión, pero temo que ella se sienta decepcionada y le dé por envenenarse si el próximo jueves llego a Colón sin el tango de Villoldo en el repertorio. 

Me contactaron esta mañana dos muchachos desesperados para preparar un examen y debí rechazarlos. La mano izquierda insiste en desobedecerme y tengo que adiestrarla como a un perrito para pulsar bien los acordes bajos. Lograr que los dedos caigan en las notas escritas en el pentagrama y en mi cabeza florida no se confundan los tiempos.

Lefaucheux IV

en «El misterio Horacio Q», 1998

Ir en enero era perder plata, igual yo necesitaba pasar dos o tres días a como diera lugar por aquellos pagos. Para mejor caí en el peor momento, justo cuando los Carve, que como todos los años veraneaban en Punta del Este, vinieron ellos también unos días de pasada por el pueblo. Cuando me enteré de la noticia, me dije que aquello se estaba pareciendo a un relato de Faulkner. Demasiado calor estival hasta tarde en la noche, mucha presencia espiritual viciosa concentrada en el mismo lugar cargando las pasiones. Puede que fuera yo el equivocado cuando pensaba que el olor a muerte violenta se olía a la legua. 

Cuando la rata de Carve corta de golpe las vacaciones es porque hay mucha guita en juego; seguro que agarró algún chacarero infeliz contra las cuerdas y vino a ejecutarle una hipoteca, para fundir así a otro competidor haciendo un negocio redondo. Lo que el flaco hizo regresando durante la tregua, fue una agresión al pacto de convivencia de la localidad en esta época. Su ambición desmedida, la prepotencia comercial del resto del año se da por descontada; afloja en verano por imperativos de la vida mundana, una especie de feria judicial para que los otros puedan ganar unos pesitos. Este verano la rata Carve estaba cebada. 

La llegada imprevista de la familia era una violencia contra los muchachos de la revista, unos buenos muertos de hambre que tienen que morfarse aquí los meses de verano y cuya única satisfacción es la ausencia circunstancial de los hijos de puta. El flaco lo sabía, era por eso que se hizo ver por la plaza y pasó con el auto frente al boliche de don Pato. Sabíamos que el flaco estaba en el pueblo, aún sin haber visto mal estacionado el BMW sabíamos que estaba aquí; había en el ambiente esa electricidad desagradable de cuando trasladaban del cuartel alguno de los presos rehenes. De las semanas cruzando niños tristes y mujeres quebradas, viniendo de lejos por si las dudas, por si los dejaban entrar a ver un pariente, para quienes la única consigna de hospitalidad era la humillación.

Las desgracias nunca llegan juntas. Estrellita andaría supongo con uno de esos calores agobiantes del alma. Quizá vivía un rapto de elevadísima inspiración, puede que estuviera ebria de satisfacción por haber terminado un libro de dejar la boca abierta. Ignoro la razón primera de su iniciativa -más bien calentura lírica-, lo cierto es que de un día para otro, organizó en un salón del Club Social Democrático, que queda pegado al bar que atiende el gordo Acosta, una lectura pública para amistades y una que otra vieja curiosa. Me consta que algunas personas hicieron varios kilómetros desde su lugar de vacaciones para estar ahí esa tarde, el resto del auditorio fue rejuntado a los apurones por teléfono. Sería exagerado decir que se trataba de su público cautivo; eran infelices arrastrados por la admiración que tampoco comprendían del todo, motivados por una finalidad interesada especulando con el beneficio futuro. 

El Pato agregó una probable fascinación de vedette intelectual, estrella del Parnaso entre la pobre gente que, olvidándose del jodido del marido, identificaba a Estrellita con la poesía. Ella era La Poesía, El Arte, Lo Inefable condescendiendo a manifestarse esa tarde precisa de verano en ese pueblo de mierda. Como si el marido, en lugar de ovejas sucias al montón y vaquillonas preñadas, rematara gacelas y centauros, sátiros y unicornios. Yo sabía que Lo Inefable residía más lejos, en una casita de las afueras del pueblo y estaba impaciente porque llegaran las seis de la tarde para darme una vuelta por allá, que es cuando aquella empieza a recibir. 

Estaba allí digo, cuando sucedió el recital. A causa del calor, los organizadores dejaron entreabierta las dos puertas uniendo la sala de actos y la cantina, un descuido lamentable. El bar se llenó de curiosos más los que venían siempre, clientes despistados sin conciencia del acto cultural y dispuestos a tomarse su serie completa de Espinillares dobles sin importarles el agite cercano. El día había sido infernal desde el principio del amanecer y la sed hacía estragos en los aficionados a bebidas fuertes, entre los que me incluyo sin vergüenza ninguna. Si había una buena razón para estar allí a la espera, esa era la mía. En eso veo llegar a tres redactores de la revista, Fede, el conejo Neira y el sobrino del Pato; esos chupan sólo de noche como los vampiros, si estaban ahí era con el objetivo de espiar al enemigo. 

Al verlos entrar al local me mandé mi whisky nacional triple y llorón de un solo trago. Estaba clavado que me haría lagrimear pero necesitaba prepararme para lo que se venía, porque algo se venía. «¿Anda apurado esta tardecita don?» me preguntó malicioso el gordo Acosta y yo le dije: “poné aquí lo mismo de inmediato gordo. Mala tos le siento al gato.”

Puede parecer contradictorio con mi estado de espíritu, admito que la tarde aquella era clara y en el ambiente general, la corriente uniendo el saloncito con el bar en un tercer modelo de la audiencia, trasuntaba un admirativo respeto. Las palabras de la hembra Carve colmaban el ámbito, hasta las botellas alineadas en el bar contribuían a la calidad acústica. Los versos eran empujados con tal orgullo, que Estrellita parecía querer hacerlos llegar al infinito, hasta los oídos atentos de San Pedro. La cosa sucedió en el transcurso de un largo poema muy inspirado, es lo menos que puede decirse, en la leyenda del paraíso perdido. 

La autora estaba panteísta hasta el desbordamiento, su sensibilidad rozaba arcanos de alguna escatología contemporánea, si se me permite. En cierto momento pensé en la película Fantasía, había la descripción de una amenaza de tormenta poniendo en peligro la existencia del valle feliz, evocado con severos y precisos acentos bucólicos pertinentes a la ocasión. Era cuando llegaba, invocado por la invención algo beata e inocultable de la poetiza un Ángel. Tal cual: El Ángel enviado por el supremo en misión imposible. Sin reparar que plagiaba un Homero traducido al español peninsular, el Verbo encarnado para la ocasión en Estrellita Carve, dijo que las palabras del Ángel salían de su boca dulces como la miel. Así, en la inminencia del pasaje, cuando el asexuado representante celestial se disponía a hacer uso de la palabra, en ese instante supremo, cuando hasta los borrachos más empedernidos del pueblo tenían el alma en vilo, el vaso petrificado a medio camino entre el mostrador y la boca abierta, fue ahí que se escuchó una pedorrea algo sincopada cierto, exhalada con artística convicción hasta sus últimas consecuencias. 

Me dije: esto que vengo de presenciar y oír no está sucediendo. Algunas almas elevadas por pudorosas pudieron conjeturar que, producto de la milagrosa coincidencia poética cósmica, el Neuma de la naturaleza, el Numen auténtico ateniense, se había desplazado para el lado de la carretera nueva y manifestándose mediante truenos veraniegos. Curiosa analogía, porque ni los viejos vecinos del lugar recordaban amagos de tormenta en la zona en esa época del año. Modestamente repetí: esto no está sucediendo zampándome de un solo trago el contenido del vaso. La poetisa y hay que entenderla, bajó del arrebato ingrávido como si le hubieran acertado un cascotazo con una honda en pleno vuelo. Alguna gente recién comenzó a tomar conciencia de lo sucedido cuando Fede avanzó lentamente por el salón, digno y mamado. La atención de la concurrencia se centró en el muchacho, el público comenzó lentón a establecer un vínculo entre lo escuchado y ese andar del Fede, con algo del Marlon Brando primera época. Nadie de los que allí estaban aquella tarde, yo para empezar, podía concebir el tamaño de lo ocurrido y menos comprenderlo. 

La cosa pudo haber quedado en un accidente de trabajo, una negación colectiva, chiste irreprimible excusable por la mala calidad de la cerveza producida ese año. Si alguien comprensivo hubiera intermediado, bien pudo desplegarse el recatado manto del olvido sobre el incidente. Estoy convencido de que hubiera podido negociarse si Fede, al pasar frente a las puertas del salón de actos, se hubiera callado pasando de largo directo al baño. Pero se paró y sin siquiera dignarse mirarla le dijo a Estrellita: «pintalo de verde». Ahí sí, fue el acabose. La tensión que la poetisa había elaborado por casi una hora se fue al carajo. Al menos todos quienes estaban agazapados en el bar reventaron en una carcajada olímpica; luego, se comentó que fue la mayor alegría colectiva del pueblo después de veinte años, de cuando el Independiente salió campeón de fútbol del interior. 

Las puertas del salón fueron cerradas con fuerza y desprecio, la mala educación activada fue tan enorme que escamoteaba todo espacio para una reacción. En menos de un minuto, el paraíso perdido se convirtió en un chiquero donde los chanchos se comían un souflé de margaritas; después se paseaban con un escarbadientes de plástico en el hocico y cagándose de risa del Ángel lloriqueando. Hubiera apostado lo que me falta que del otro lado de las puertas, apenas repuesta de la sorpresa, Estrellita juraría venganza. Ese sentimiento era más poderoso en ella que el orgullo poético, que estaría tratando de liquidar pronto la comedia del recital desnudado de dignidad. 

Afuera en el bar, en las mesas y el concurrido mostrador, se asistía a un vértigo de pedido de vueltas. Nadie lo decía abiertamente, pero había una atmósfera de festejo indudable. «Bueno, dijo uno. Ahora se nos viene la maroma grande. Dale gordo, serví aquí a los amigos lo que están tomando. Resultó con huevos el mozo… que joda, pobre pibe, tan joven y ya boleta.”

-Aquello fue apoteótico, les contaba David esa noche en el boliche a quienes habían estado ausentes. Grandioso por increíble, coloso por inesperado, finalizó.

Pasada la excitación de las primeras informaciones del suceso, la dirección de la revista decidió capitalizarlo de alguna manera. Si bien lo hecho por Fede revestía características de acto individual, típico gesto solitario asumido sin consulta previa, su espontaneidad igual concitó de inmediato una ola de solidaridad catártica. La confirmación colectiva de la agresión debía solucionarse con premura. Era clarísimo que el campo enemigo estaría preparando represalias, que podrían adquirir formas diversas de ejecución y exentas de comprensión. Los sentimientos del grupo de muchachos se disparaban en posiciones encontradas, un batiburrillo de ideas que postergaba el hallazgo de la solución consensual más bien utópica. 

El Pato –yo lo miraba desde mi lugar- estaba preocupado; la intempestiva flatulencia de Fede, justiciera e inoportuna, echaba por tierra cualquier proyecto de futuro contando con la discreción y concentraría sobre La última curda las iras renovadas del flaco Carve. Me atreví a proponerles, a medio camino entre Helenio Herrera y Sun Tzu una actitud ofensiva; les dije, recordando a Osvaldo Heber Lorenzo y a don Luís Víctor Semino, cuando ellos comentaban por radio el campeonato uruguayo de fútbol, que no hay mejor defensa que un buen ataque. El conejo Neira y en nombre del realismo socialista sugirió la huida de Fede, su expatriación urgente a otras tierras menos poéticas y más hospitalarias. El interesado se negó siquiera a considerar era eventualidad: «Yo soy Fede y no me rindo» dijo, emulando una famosa captura de aquellos tiempos.

El Pato, hombre sabio, prudente e inclinado por la hipótesis del olvido, se lanzó en una arenga relativa al valor del instante, el ridículo y desprecio, oponiendo la incompatibilidad del ámbito poético con esa insolencia gamberra de Fede ,que pareció escenificar esa tarde un chiste viejo muy vulgar. «En el fondo, estoy seguro que Estrellita sigue siendo una buena muchacha» concluyó el Pato y quedó satisfecho de su juicio ecuánime. «Pintalo de verde, Pato, él le dijo en público pintalo de verde» recordó el conejo Neira; en lo que era un manifiesto apelando a la contundencia de la realidad, a las tres palabras cromáticas que reforzaron el gesto anterior. «Cállese conejo, cada vez que lo pienso…» dijo el Pato, que venía así de concienciar la dimensión de la cagada, su condición de irreparable.

David, a quien la situación parecía divertirlo muchísimo, estimó que se debía continuar hasta las últimas consecuencias y de alguna manera me daba la razón. «La senda está trazada, nos las marcó el Fede» dijo el guasón. Su idea era simple. Fede debería pasar a replegarse a una segunda línea, él declararía su amor secreto y reprimido de larga data por Estrellita. Ello debía ir acompañado por una apología pública de las tetas de la poetisa, dual punto de partida del amor carnal que osaba manifestarse urbi et orbi. Dos razones lactantes más que suficientes para justificar el que estuviera dispuesto a raptarla, cual una Sabina de tierra adentro y llevarla en ancas hasta una tapera preparada de antemano a tales efectos. Lugar donde retozaría en la satisfacción postergada de sus bajos instintos, de ser posible con el consentimiento expresado con vulgaridad de nuestra clone de Marina Tsvétaiéva. De paso, cañazo, desafiaba al odiado marido al disputarle los favores turgentes de esa mujer excepcional, «fina voz reluciente en el opaco Parnaso Oriental, encerrada por el efecto de pócimas y encantamientos en un establo maloliente impregnado de odio e ignominia» dijo David. «Señores del jurado –continuó-, los efluvios vicarios de mi amigo del alma, por otra parte naturales y propios de la humana condición, responden a la sentida expresión de una queja íntima dicha por la boca de los pobres de la tierra. ¿Quién puede rebajar a lágrima o reproche esa declaración de la maestría intestina, ese grito interno desgarrado e incontenible, sabiendo que el hombre que retiene a esa vestal es sensible sólo a tal calidad de razones? Respuesta que, por otra parte, dan yeguas y vacas cuando se sienten manipuladas por las viciosas manos del susodicho. Fede reaccionó como lo hizo porque en ciertas circunstancias las palabras no entienden lo que pasa. ¿Qué clase de felicidad puede vivir nuestra emperatriz de la China junto a un hombre cuya inconfesada fuente de satisfacción es inseminar, artificialmente, a vaquillonas con su propia mano derecha?» finalizó David, antes que la concurrencia estallara en una cerrada ovación.

Fue así que quedaron establecidos los términos de la querella. El reparto de tareas para las próximas horas se hizo rápido, fijándose las bases argumentales del panfleto y se prometió una redacción más o menos colectiva que quedaría pronta antes del amanecer. Yo los miraba hacer sabiendo que algo marchaba mal, estábamos en el lugar menos apropiado del planeta para esa broma de inspiración surrealista. Ellos en la euforia lo ignoraban y estaban dándole una interpretación poética a la brutalidad. Podía haberles dicho algo al respecto, pero se les veía tan contentos que hubiera sido una puteada arruinarles la fiesta. Sabía que aquello terminaría mal y que estaba en la misma bolsa, pero dejé tanto por el camino que mi situación era lo de menos. 

Como sólo espero reventar por sífilis o cirrosis, a manera de venganza suprageneracional me divertí viviendo esas dos horas. Durante las cuales los muchachos olvidaron la historia, despreciaron el chantaje de la muerte y se rieron del Cosmos amenazante. Y yo, que sólo conozco una caricatura de la felicidad tirándome alguna horita en la abyección, al verlos tan entusiastas sentí cómo se me hacía un nudo en la garganta; no era la emoción la responsable sino la tristeza por la pérdida definitiva de la juventud. El dolor por quedar afuera del fervor de ellos y que mañana sería pisoteado.

«Mañana será nuestro día» dijo David y colocó sobre la mesa un par de botellas de cerveza. «Es todo una locura» quiso replicar Fede. «Fuera locura pero hoy lo haría, pintar todo de verde un suspiro del ano, Neuma del invisible ojete, voz de las heces rumiantes, trueno perfumado del recto camino, aliento equidistante y fétido del placer de la mesa, discreto llamado de amor para una parte de más en más numerosa de la humanidad, preludio y fuga de materias innegables de la humana condición, breve romanza de imprevisto registro, rey de la noche, bajo continuo del diapasón del mundo, silogismo sonoro de la razón del culo, inopinado delator de nuestra dieta privilegiando el garbanzo, suspiro del amor alternativo, metáfora del trabuco del corsario con parche, descarga insolente de pasiones rumiados, decibeles trombonescos capaces de eclipsar el golpe de dados, el grito del albatros, el aleteo de aquellas golondrinas porque de la músique avant tout chose, coprofagia enchastrando de habano subido la piedra de sol, el blanco, irónico resumen de la vida, puerta de servicio del alma cuando deja nuestra envoltura carnal. Hoy estoy inspirado» dijo David. 

Era verdad, el muchacho parecía un iluminado yendo a un destino prefijado desde años atrás. Hablaba con la gracia de alguien llamado a reparar el desorden evidente del Dispositivo Divino. Creído de que el Universo Imperfecto tiene la configuración del larguísimo poema que siempre escriben los otros. 

Lefaucheux V

Me había prometido aguantarme pero al final reventé, fue algo incontrolable, soy un animal. Debía evitarlo a cualquier precio me repito ahora y sin embargo lo hice a propósito, sabiendo que iniciaba una provocación. 

Bah, después de todo hasta ahora la saqué barata… el único dolor persistente es acordarme de la muerte de mi  querido hermano y ya pasaron tres años de eso. Mi pasado es una masa confusa de recuerdos, pero siempre aparecen nítidos esos tres años que comenzaron con la muerte de mi hermano. 

De la familia sólo quedábamos con vida mi hermano y yo. Esta noche estoy sólo yo y mañana no vivirá ninguno de los nuestros para contarlo.

Ahora los veo a los muchachos entusiasmados. En especial David que está desacatado, él y todos los otros son locos, se creen estar viviendo una gran joda. Por suerte nos dimos unos minutos para que cada uno pensara por su lado. El Pato me mira a cada rato, él sabe lo que pasará a más tardar mañana al mediodía. Me quiere como a un hijo y sería incapaz de lanzarme ni un reproche por lo de esta tarde, por eso hoy nos deja tomar sin fijar límite. 

El Banda igual que siempre juega al billar en solitario, cómo será la cosa que vino al boliche temprano y faltó a la cita amorosa de los atardeceres con la brasilera. En ese mismo billar donde el Banda calcula energías de trayectorias mi hermano y yo pasábamos horas jugando a la carambola. Hasta que un día se lo llevaron porque sí. Lo tuvieron encerrado diez días y lo devolvieron muerto. Yo era un muchachito solo en el mundo y no sabía qué hacer. No pertenecía a ningún grupo político que pudiera darme una mano y mi hermano estaba muerto, él era lo que yo más quería en el mundo. 

Por algo será, decía la gente en voz baja mirándome como a un apestado. 

Como si fuera poco llorarlo tenía que imaginar qué pudo haber hecho el bueno de Ramiro; yo que lo lloraba, debía hallar la culpa causante de que lo hubieran condenado a muerte, aunque dijeron que fue un accidente. Una ventana abierta en el piso superior de las dependencias, el tropezón involuntario y abajo un patio de baldosas rotas con instinto homicida. Al menos, agregaron en tono divertido, que él se hubiera tirado en un descuido.

Los responsables de la muerte de mi hermano eran simplemente ellos o nadie en particular: ellos que eran la instalación, el grupo de edificios que visto desde lejos tenía el aspecto de una fortaleza enemiga. 

Yo iba todos los días a mirar desde lejos la instalación. Los caminos recientes, barricadas recién pintadas, campos de deportes donde siempre había efectivos uniformados en ejercicios de entrenamiento. Las cercas alambradas y electrificadas, la ceremonia de la bandera en el mástil de la entrada, guardias protegidos detrás de bolsas de arena. Me parecía estar en país de gitanos ocupado por una horda oriental. Creía que nuestro pueblo era la última trinchera del país de los miserables y que ellos, que hormigueaban dentro del castillo prefabricado tenían por misión impedirnos avanzar. Exterminarnos de a poco, cortándonos los víveres, obligando a irse a los inestables, matando los mejores. 

Más allá del cuartel no había para mí el prometido paraíso que traería la revolución: más allá estaba la estampa de mi querido hermano jugando al casín en mangas de camisa y tarareando tangos de antaño cuando le iba bien enganchando carambolas. Más allá había el mundo que yo desconocía, al punto de dudar de su existencia. 

Podría irme del pueblo como ellos dijeron. ¿Pero a dónde ir? A pintar paredes, rasquetear puertas viejas, arreglar cañerías en ciudades de nombres difíciles de pronunciar y donde hablan lenguas extranjeras. No tenía donde ir ni sabía donde ir, tenía miedo de subirme a un ómnibus de Onda y marchar a Montevideo. 

Cuando me quedé solo, acompañado por el espectro de Ramiro entendí la expresión pueblo de ratas. Nosotros, los que quedamos vivos éramos las ratas. 

La muerte facilita la clasificación del universo. El cuartel era el poder, el edificio donde murió mi hermano, el lugar donde ellos lo mataron. Los soldados de tropa no tienen cara, son una fuerza ciega entrenada para eliminar lo que se opone a las órdenes superiores. Los oficiales van a fiestas sociales y patrióticas en la capital del departamento. Los policías del pueblo tenían miedo de aclarar un robo de gallinas pensando en el uniforme y botas del ladrón. 

Los que quedamos solos, el Pato por ejemplo, el conejo Neira, el Banda y yo nada temíamos y menos teníamos para perder si exceptuamos la vida. Sólo el flaco Carve insistía en ser el vínculo entre esos dos universos, quería el poder y el convencimiento. 

El flaco Carve decía con sorna que él era el hombre nuevo y se paseaba insolente por la ciudad como en una campaña electoral sin candidatos. Se decía amigote de nombres que en algunos años no querrán decir nada. Álvarez, Varela, Seco, Duarte, esos apellidos serán menos que nada. Un carné plastificado para cobrar jubilaciones de rico tratando de no ser reconocido en la cola. Esos, que serían menos que nada en pocos años se llevaron por puro gusto la vida de mi hermano.

Fue así que quedé guacho por unos cuantos meses. Me comportaba como un bicho, caminaba durante horas sin rumbo a campo traviesa igual que un demente. Más de una vez tuve la tentación de colgarme de una rama de quebracho. Para mí era imposible dominar el proceso que llevaba del duelo al abandono. El Pato me salvó de la locura; él me mira desde detrás del mostrador, él quisiera sonreír y sabe que sería mentira. Sabe que estoy liquidado, que lo que no pudo destruirme la muerte de mi hermano lo podrá la pedorrea de esta tarde. Fue más grave sabotear el recital poético de Estrellita que haberme echado al monte con un fusil, como hicieron otros amigos más corajudos. 

Ellos pasaron una vez a buscarme. El Pato estaba al corriente, pero si yo me iba del pueblo ¿quién guardaría la memoria de mi hermano? Si llegaba a matar alguno de ellos como deseaba, igual nada me devolvería la voz de mi hermano. Esa manera irrepetible que tenía de entonar tangos de la guardia vieja y que escuchaba embelesado todas las noches. El Pato me mira ahora mismo desde el mostrador y es como si me dijera andáte Fede, rajá sin pensarlo dos veces. 

Es curioso, ahora en plena crisis nos divertimos como en los mejores tiempos de “Lafoucheaux” y justo cuando mi vida vale menos que nada. 

Los observo, me resulta inconcebible verme entre ellos, parece que de verdad estoy y también ya soy un espectro. Ninguno de ellos me verá mañana dando vueltas por el pueblo como sucedió esta mañana. 

El Banda se puede pasar horas haciendo carambolas enganchadas. El socarrón del Pato dice que la joroba le hace al cuerpo en contrapeso justo, que la brasilera del quilombo le restituyó al hombre el buen pulso y la vista, que la Administración Nacional de Combustibles Alcohol y Portland le destruyó con bebidas destiladas en varios años de íntima colaboración. El Banda parece no querer darse cuenta, él es pájaro de paso y sabe lo que puede esperar del mundo, creo que le importa un pepino dónde puede sorprenderlo la muerte. En el baño mugriento de un boliche, un banco al aire libre de una estación de ómnibus, el patio de un quilombo, poco importa. El Banda es hombre muerto, pertenece al tomo anterior; al fascículo agotado de nuestra historia y ahora agoniza. No volverá a ser el hombre de antes ni aunque cambie la situación social: es aquella parte del país que murió. 

Fue observando al Banda que aprendí a tomar sin terminar arrastrado por el suelo. Los observo y sé que los voy a extrañar a partir de mañana. 

Antes de los últimos meses fueron malos tiempos para mí y el Pato me tomó a su cargo cuando yo andaba mal. Le mentía, le decía que marchaba para las chacras de las afueras a hacer alguna changa. La verdad era que disparaba a emborracharme, huía a la afueras del pueblo para evitar la vergüenza de que los conocidos me vieran pegado a la botella. Lo hacía para cagarme encima sin pudor y estar solo cuando me dormía con la mejilla apoyada en el vómito. Tirarme en el arroyo a lavarme en pleno invierno y las más de las veces tentado de dejarme llevar por el cuerpo entregado que se congelaba en el agua. 

Desde allí era que podía ver el cuartel, observar el lugar donde mataron a mi hermano; desde allí miraba el espejo de mi impotencia para cambiar el pasado y por eso tomaba hasta perder la razón. 

Estaba ante lo inexpugnable, me inventaba maneras de sabotearlo, formas de hacer volar las instalaciones en mil pedazos. Quise de todo corazón que los brasileros nos declararan la guerra revanchista para ver a nuestros militares hocicar bebiendo el trago amargo de la derrota, que en la batalla decisiva mueran todos los hombres que estaban ahí adentro cuando ellos asesinaron a mi hermano. 

Mi hermano: un hombre que recordaba solitario, silbando tangos de la guardia vieja y que jugaba horas al casín, que sin saberlo le había hecho mal a alguien y que fue dragón de Estrellita cuando ella cumplió quince años. Así me pasé aquel otoño, con un odio en aumento y que se volvió contra mi persona.

Una noche a mediados de un agosto terrible vine hasta el boliche y encontré al Pato que aun estaba trabajando. Recuerdo que lo miré a los ojos y comencé a llorar. «Pato, le dije, vine a robarte y a matarte si te metías en mi camino. Ayudame Pato». 

El Pato no me dijo nada, me abrazó y esa noche comenzó a purgarme. Me aguantó cinco días hasta que terminé el viaje y llegué a distinguir el gusto del apio en una sopa caliente. Esa fue la época en que empecé a leer los libros que traía al Banda en sus recorridos difíciles de entender. 

La flaca Laura venía de perder al padre y empezó a visitarme con la excusa de los libros, saturada de dolor. A la semana nos hicimos novios. Ella protesta y sostiene que deliro cuando le digo que es mucha mujer para un tipo como yo; estoy seguro de que un día cercano se irá del pueblo y ahora le voy a ganar de mano. 

Hasta ayer para mí era impensable verme en la situación de tener que abandonarla siendo insensato e injusto. Lo ordenó todo en nuestra rutina, es ella la inteligente en este despelote de existencia y que contemplo todo junto por última vez ahora, que tengo decidido largarme mañana al amanecer. 

La voy a extrañar a la flaca. Esta noche tengo que inventar algo, si duermo con ella me quedo aquí para siempre. Fue ella quien tuvo la idea de sacar una revista de poesía y después dice que fuimos David y yo. Una vez me dijo cómo se le había ocurrido el nombre pero lo olvidé. Los números de “Lafoucheaux” que sacamos es lo único mío en el mundo. Allí es el único lugar donde figura mi nombre por entero, lo que falta después del Fede que me atribuye la gente. De lo que publiqué en la revista hay un único poema que me satisface. Me gusta tanto que me dio vergüenza estar asociado a él y olvidé firmarlo. 

Mis camaradas están delirando, jamás habrá un número especial de “Lafoucheaux” coordinado por el Banda sobre la inspiración guachesca de almanaque, ni derivas estéticas de mi gesto de hoy de tarde. Si mañana a esta hora sigo en el pueblo seguro estaré muerto, bien temprano mañana antes de que salga el sol tengo que rajar. 

Lo único que sé es que nunca más volveré.

Es extraño: ellos que están en el boliche se mueven despacio, el conjunto parece el cuadro de un grupo captado por el pintor que nunca tendremos, ni fotografías de nuestra aventura dejamos para la posteridad. Lo que observo tiene aspecto de escena muerta y lo necesario para ser un instante eterno. 

El Pato apoyado en el mostrador tomando su ginebrita. El Banda haciendo carambolas sin prisa recordando a la brasilera y el espectro de mi hermano que lo mira hacer con admiración, sonriendo. Me veo yo sentado en una mesa y con la copa vacía. 

La flaca quedó con los otros fumando como un murciélago, tomando grapa con jerezano, escuchando solos de Mark Knopfer. Me mira despreocupada, ella me interroga con los ojos a la distancia y desconfiada. La flaca anda bebiendo demasiado, la conozco y esta noche está tomando demasiado. Es viva y algo se ve venir. La flaca quiere marearme, sigue fingiendo como si tal cosa, lee en voz alta, selecciona poemas de manera arbitraria y defiende críticas discutibles. 

Quiere lanzar una lista de suscriptores y está segura que hará el milagro de algunos envíos. Sr. César Vallejo, Sr. Vicente Huidobro, Sr. Julio Herrera y Reissig, Sr. Federico Ferrando. Con envidiable tenacidad ella escribió los sobres, va al correo, los envía como botellas al mar de la poesía y después espera sin alterarse confiada en que algo pasará. 

Ella ahora está nerviosa, los mismos nervios que aquellos días cuando David volvió al pueblo después de la infancia y se conocieron. Hace ya tres años. David está sentado en un rincón, solo, escribiendo febrilmente el texto de insulto y desafío. Documento que es de alguna manera mi despedida y testamento. «Fede, me dijo la flaca mirándome a los ojos, él es un muchacho tierno» y yo como si fuera el hermano mayor de la flaca, le di el consentimiento para que siguiera viviendo su pasión inocente, sin pedirle nada a cambio. 

La flaca es así, ella nos embrujó a los dos. Desde entonces David es mi hermano. Ella con su ternura femenina me trajo un hermano adoptado, moviendo sin proponérselo el espectro de Ramiro que nos abandonó desde entonces. Recién regresó entre nosotros esta noche a ver al Banda jugando al billar y estar conmigo en un trance que se presenta difícil. 

La flaca hizo que mis sueños de odio sin sentido, mi afán de borrachera constante y desprecio irracional por todo lo que me rodaba comenzaran a explicarse. 

Algún día ella nos faltará y no estaré para asistir al final de la historia.

Será mañana temprano, un bolso, algunas chucherías inútiles y me rajo del pueblo. Dentro de algunos años los que habitamos La última curda estaremos dispersos, por lo menos amnésicos, seguramente muertos, traicionando ideales de la juventud y ¿quién recordará mi gesto de esta tarde en los salones del Club Social Democrático? 

Si me lo preguntaran diría que no sabría decir por qué lo hice. Que fue la memoria de Ramiro que me empujó a hacerlo para cobrarle a Estrellita algún desdén inolvidable de cuando eran inocentes. 

El pedo de la poesía, el honor mancillado de la patria amenazada, el ultraje público a las instituciones y una manera de vivir uruguaya que se termina. A veces resulta tan fácil de explicar y sin embargo es tarde…

El hermano David da pitadas de satisfacción final, lee su texto y sonríe, es un hombre contento del resultado de su concentración. «Lo tenemos» me dice hablando de una mesa a otra y le sonrío aprobando con la cabeza. 

David es el segundo hermano que perderé y yo saldré mañana a la ruta sin despedirme de nadie. 

Siempre hay un camión que pasa rumbo al sur. 

A los camioneros hay que anunciarles tramos cortos así se evita despertar sospechas. Irrumpir en su ruta liviano de ropas, en alpargatas y con un bidón de plástico vacío en una mano. 

Algo tendría que decirle a mis amigos antes del amanecer, hago como que los escucho, me quedo callado dejando mi destino en sus manos. Nada digo sobre las ideas disparatadas que se vienen manejando a medida que avanza la noche, ojalá ellos pudieran salir indemnes de esta broma y que no se las agarren contra ellos. 

La flaca está desconcertada por lo que sucede. Doy largas a la noche y le explico que debemos terminar de retocar el documento. Me parece que David tampoco entiende la gravedad de lo que nos aguarda y dudo que yo pueda aguantar hasta el amanecer en este estado de excitación. 

Necesito esta noche para pensar y escribir las últimas cartas. En pocos meses haré como mi amada, enviaré cartas imaginarias y escribiré en el sobre: a la atención de la Flaca, boliche La última curda, en algún lugar de La Memoria.

Mañana a esta hora estaré lejos de aquí y nada se interpondrá en mi camino, ni el espectro volvedor de mi hermano Ramiro.