Lefaucheux I

En «El misterio Horacio Q.», 1998

-Es por aquí Cirilo. Rápido, rápido… no hay tiempo que perder.

El muchacho que abrió la puerta cancel era alto y fornido, tenía aspecto de alguien que podía dominar cualquier situación amenazante. La manera de echarse con la mano el cabello hacia atrás, el mechón rebelde que permanecía desobediente sobre la frente daban cuenta de un infierno interior.

Hace menos de una hora promediando la media mañana, Cirilo estaba bebiendo su primera naranjita azucarada del día en las instalaciones del Club Social Democrático. Eran cerca de las diez, puede que un poco menos; a esa hora ningún ómnibus de Onda llega al pueblo desde la capital, los representantes comerciales desmotivados, que merodeaban cada tanto por el lugar, asomarían la nariz recién el mes que viene. Los clientes habituales de Cirilo preferían salir de tardecita, salvo los primeros días de mes cuando las viudas van al Banco República a cobrar la pensión legada por el difunto.

El gordo Acosta responsable del bar del Club, concesionario vitalicio de la cantina, estaba sintonizando la radio y dejó sonar el teléfono varias veces. Fastidiado por la campanilla interrumpiendo la quietud de la mañana levantó el tubo, escuchó sin chistar y anotó unos garabatos en una servilleta de papel. Después de colgar dijo:

-Es para vos Cirilo. Tomá, parece que hubo accidente en el barrio Las Manzanas. 

Era la peor noticia que le podían dar a esa hora y siempre; estaba harto de tener que hacer en ese pueblo podrido, sin ambiciones de porvenir, además de taxista de patrullero, remisero y ambulancia; por poco que fuera el accidente al origen de la llamada, ya se suponía ayudando a maniobrar con algún tipo jodido. Aunque llevaba una lona plastificada para casos complicados, el vertedero de sangre, bilis o mierda chirle en el tapizado sería inevitable, pero había que ir respetando el sermón de Nicolás Sauvage. 

Cirilo se levantó con esfuerzo de la silla, una vez de pie se tomó el jugo azucarado de un trago y se arregló la circunferencia que unía la panza con el cinto, mientras se arrimaba pachorriento al mostrador.

-A ver, le dijo al gordo Acosta. Dame esa changa.

Leyó el papel, conocía el rumbo, bueno sería; la calle y el número así de primera nada le decían de especial. 

Le costó decidirse salir a la calle, nadie en las inmediaciones y la estación de servicio Texaco parecía cerrada por quiebra. Una vieja con pañoleta en la cabeza amagó salir del almacén del rengo Ruperto, ella amagó y los perros de la cuadra estaban boqueando tirados en la sombra de los zaguanes.

Había en la vereda una resolana reverberante como playa de río con cantos rodados, linda para estar pachorriento tomando una cerveza helada debajo de cipreses llorones y los pies descalzos apoyados en el pastito húmedo. A Cirilo el calor de pueblo chico le derretía la cabeza, con el auto no había caso, estaría recontracalentado. La noche era poca para enfriar esa enorme carrocería, él lo estacionaba debajo de los árboles para evitarle sufrimientos. Igual lo cagaban los pájaros madrugadores y goteaba sobre la carrocería esa savia pegajosa que cae de los árboles.

-Tenía que haber seguido veterinaria, se dijo Cirilo.

Terminó siendo taxista y por amor. Debía ganar plata dulce y rápido, en una o dos temporadas abrirían el inmenso parador Municipal que sería una inagotable mina de oro. Había que instalarle y por lo alto la peluquería a aquella, inesperada mina de mierda que terminó yéndose a la capital con la otra atorranta que tomó de aprendiza.

-La muy hija de puta… refunfuñó Cirilo.

El taxista permanecía fijado en el drama insuperable de su breve vida sentimental. La única gracia cuando se emborrachaba a propósito era contarle los planes de venganza, rumiados durante años de rencor a quien quisiera oírlo; él llegaría hasta la peluquería y salón de belleza que funcionaba cerca de la cárcel de Miguelete, allá en Montevideo. Sin decir una palabra les pegaría dos tiros a cada una de las traidoras que jugaron con su credulidad; después de la balacera liberadora, iría caminando lento hasta la entrada de la prisión cercana y diría los versos que eran su to be or not to be ensayado cientos de noches de insomnio: «arrésteme sargento y póngame cadenas, si soy un delincuente que me perdone Dios». 

Del inapelable fracaso en el amor y la falta de intuición para administrar el jodido parador, que nunca vivió ni un verano de gloria ni tuvo reina de belleza, ni cena oficial de Rotarios departamentales y terminó en una especie de establo abandonado donde pastaban burros y caballos, a Cirilo le quedaron oficio y taxi. Un Desoto enorme que padecía las iras retrospectivas de su iracundo propietario. «De todas las atorrantes que andan yirando por el mundo, justo a mí me tuvo que tocar una que salió más tortillera que puta» se quejaba el taxista. Cirilo pensaba eso cada mañana. 

Fue allí mismo, frente por frente a la entrada del Club Social Democrático donde estaba otrora la peluquería Yolanda, de dolorosa memoria para él. Ahora es un boliche infame donde levantan quiniela, venden alfajores, bombones Garotto traídos del Chuy, pilas alcalinas, helados de palito, figuritas coleccionables, lo que sea; ese local mancillado por la usura y la miseria, era su círculo del infierno asignado por adelantado estando en vida. 

Cada vez que salía del Club Social Democrático estaba obligado a ver el lugar de la afrenta y que años atrás él mismo pintó con tanto cariño; además de haber instalado el sistema eléctrico y cañerías complicadísimas necesarias para los lavados de cabeza. Le faltó la satisfacción de una violenta escena de ruptura escandalosa, ni tuvo desahogo mediante un par de gritos y otros tantos sopapos pesados. Apenas el dudoso derecho a la cartita en la que su mujer escribió una posdata creativa: «y esto te lo dejo, cornudo, para que no te hagas ilusiones pajeras sobre una reconciliación», palabras claras preludiando un fajo de fotos Polaroid explícitas hasta la interjección. 

En una de ellas. la aprendiza de aire tan modosito cuando recién llegó a la peluquería, que motivó en Cirilo bromas repetidas sobre la claridad de sus luces, parece que había nacido con un slip de cuero negro tachonado de plata, del cual emergía una porra enorme de látex transparente hiperrealista. Cirilo continuaba desde entonces arrastrando su cruz de taxista, manejando era el único momento en que podía olvidar ciertas escenas, aunque alguna tarde se iba a las afueras del pueblo no lejos de donde se anegó la utopía del Parador y llorisqueaba repasando el álbum de familia.

Despreciaba el barrio Las Manzanas, mucho pardo holgazán para su gusto decía, demasiado atorrante sin ganas de trabajar perdido por el vicio. Casi nunca lo llamaban de esos rumbos miserables, pero se trataba de un accidente y había que hacer de tripas corazón. 

Llegó a la dirección que le pasó al gordo Acosta y la puerta de calle estaba entreabierta. Cirilo entró a un zaguán oscuro, caminó unos metros en la semipenumbra y golpeó al final con los nudillos en cristales esmerilados.

Cuando abrieron, él reconoció al muchacho que lo hizo pasar y le costó relacionar la facha de ese zurdo con el lugar. La casona era de las antiguas, una construcción sólida de principio de siglo que parecía deshabitada, había muchos papeles tirados por el suelo y algunas botellas vacías. 

«Maricones y pichicateros, en una buena farra me metí» pensó Cirilo. Los dos hombres atravesaron rápido la primera pieza donde los papeles se amontonaban más, en la segunda habitación había colchones tirados por el suelo y del cuarto de baño salía un olor parecido a champú de peluquería. En la cocina -también debieron pasar por la cocina- había lo necesario para preparar un mate, cachos de pan sobre la mesa sin mantel de hule, latas de sardina abiertas y salamines cortados a lo bruto, una botella de leche a medio llenar. 

Ese catálogo pasaba velozmente ante la mirada despreciativa de Cirilo que hacía esfuerzos por retener detalles, intuyendo con razón que terminaría declarando en la comisaría del pueblo «o más arriba, qué mierda» pensó el del taxi.

-Pero qué es esto, por Dios, dijo Cirilo cuando salió al patio trasero de la casa del barrio Las Manzanas.

El sol estaba filtrado por una parra aérea que hacía las veces de toldo intermitente, una claraboya con racimos en lugar de vidrios. El suelo del patio estaba hormigonado en su casi totalidad y a pesar del gris intenso del piso, se destacaba terrible un cuerpo de muchacho en calzoncillos y alpargatas. 

Tenía la camisa abierta en el pecho, saboteando uno de los ojos había un coágulo enorme y que en un punto del borde permitía la salida de un hilillo de sangre. Debía de haber un segundo agujero en otra parte del cuerpo inanimado y el charco de sangre era impresionante.

-Hay que llevarlo al hospital, dijo el muchacho hablando con calma voluntariosa.

-Qué hospital ni ocho cuartos, ladró Cirilo. Este hombre está muerto.

A Cirilo le bastó inclinarse muy poquito para identificar al muerto. Era el sobrino capitalino del Pato, el dueño del boliche donde los atorrantes del pueblo se juntan de noche a conspirar. 

«Tendrían que meterlos a todos en un barco y mandarlos a Rusia» pensaba Cirilo cada vez que debía pasar cerca del boliche del Pato, lo que sucedía varias veces a la semana.

-El hospital, insistió el muchacho. Tenemos que llevarlo rápido. 

Cirilo se impacientaba y estaba a punto de rajarse del lugar bastante caliente, cuando observó que el otro tenía un revólver en la mano. Con el revólver en la mano le abrió la puerta y parecía no estar dispuesto a soltarlo antes que terminara la eternidad.

-Yo solo no puedo, dijo el taxista. Tenés que darme una mano, pero primero soltá eso. Es peligroso, se te puede escapar un tiro.

El otro recién ahí pareció reaccionar porque miró su mano y con gesto repulsivo arrojó a un costado el arma -una antigualla de museo- como si fuera una araña en celo que cayó por tierra en el lugar donde salía el tronco áspero del parral; después, él mismo se dejó caer por inercia y llorisqueando, volviendo de un trance que al parecer duró demasiado. 

Cirilo tenía el fastidio acobardado, deseaba que todo el asunto pasara pronto, amagó encender un cigarrillo pero le faltó tiempo. El muchacho había tapado la cuenca vaciada del muerto con unos trapos viejos y lo tenía agarrado por los hombros, como cuidándolo de una simple borrachera de cerveza.

-Vamos, rápido, que todavía estamos a tiempo, dijo el muchacho.

-Si, vamos, respondió el taxista.

Sin apurar los trámites, temiendo una reacción intempestiva del mozo del revólver Cirilo se acercó hasta los pies del muerto y entre ambos lo cargaron sacándolo de la casa. A todo esto era casi mediodía. 

Se escuchaba el peso del esfuerzo de cargar un muerto sobre la tierra, en contrapunto cantaban con ahínco las chicharras oficiando a manera de coro funerario; el ruido de los insectos era ensordecedor y aumentaba segundo a segundo. «Si no despegamos pronto de aquí él me mata a mí o yo lo mato a él» se dijo Cirilo y en ese momento sintió la inconfundible gota gorda recorrerle la espalda, eso era catinga en fija en el sobaco o irritación de hongos en las pelotas. «Estamos completos. Día de mierda y todavía falta la mitad» pensó el taxista.

Colocaron en el asiento de adelante al muerto que parecía estar sonriendo si no fuera por el detalle revelador del ojo vaciado. El otro hizo las maniobras necesarias para que el muerto viajara cómodo. «Ha de creer en serio que el sobrino del Pato sigue vivo. Está convencido de que los médicos podrán hacer algo para salvarlo. Aquí pasó algo feo y yo estoy en el medio, como si las situaciones de mierda las buscara a propósito» se compadecía Cirilo. 

Ninguna de los tres abrió la boca hasta que llegaron a la entrada del hospital, una clínica un poco mejorada tirando a dispensario.

-Tranquilo, ya llegamos, dijo Cirilo.

Cuando terminó de frenar el tachero bocinó con insistencia, nervioso, sin largar el volante. 

De una puertita del fondo, que daba sobre el estacionamiento trasero del edificio salió un tipo somnoliento a pesar de lo avanzado de la hora, asombrado por tanto barullo, ofendido como pistero de amoblado un domingo de mañana. 

Cirilo desde lejos le hizo unas señas extrañas y el otro desapareció.

-¿Ahora qué pasa? ¿Por qué demoran? preguntó el muchacho.

-Ya viene. Está todo bien… se hará lo humanamente posible.

Pasados un par de minutos regresaba el enfermero de guardia, traía una camilla alta con ruedas cuyo ruido al avanzar era peor que el de las chicharras del barrio Las Manzanas. 

Cuando llegó junto al auto abrió la puerta delantera y el cuerpo todavía tibio del sobrino del Pato se desplomó por tierra.

-Puta madre, dijo el enfermero. Que hacés Ciri, es temprano para jodas. Esto es grave, tenés que ir derechito al destacamento a ver a Larramendi.

-Es lo que le dije al señor, dijo Cirilo. Pero aquí el joven insistió y estaba armado, entendés.

Mientras los otros intentaban conversar el muchacho permaneció callado, acomodó el cuerpo del muerto sobre la camilla y avanzó empujándola hacia la puerta trasera del hospital dejando atrás a los hombres discutiendo.

-¿Qué negocio Ciri?, insistió el enfermero.

-Algo muy podrido, respondió Cirilo. Andá, seguile la corriente y ganá tiempo. En diez minutos te mando a alguien… imaginate.

-Siempre el mismo piola vos.

-Yo ya banqué mi parte de la mierda, dijo Cirilo. Andá, tratá de averiguar algo. Lo encontré en una caso del barrio Las Manzanas con el chumbo en la mano. Está medio ido, seguro que drogado.

-Ciri, mirá en qué estado te dejó el tapizado delantero.

-Ya vi, ya vi. Callate… por hoy estoy completo.

El taxista volvió a su puesto de trabajo y encendió el motor. El Desoto retozó contento por haber vivido una aventura distinta, Cirilo le adivinaba al auto esos caracoleos de felicidad, de cuando Yolanda lo manejaba y se iban con la aprendiza hasta la frontera a comprar lacas brasileras, ruleros y tintas. 

Era lo que ellas decían.

-Auto de mierda, dijo Cirilo y metió una segunda capaz de reventar cualquier caja de cambios.

El pobre Desoto volvió a ser auto de cornudo y único taxi sacrificado de ese pueblo sin nombre, él que había sido armado en las grandes fábricas de Detroit allá por los finales de los años cuarenta.