La semana del búho

“La semana del búho” es un relato incluido en el libro “Siete partidas” publicado en 1998. Si bien recuerdo marcó el inicio editorial de Linardi y Risso, librería donde encontré varias primeras ediciones de otros uruguayos -incluyendo “El pozo” y la “Historia de mi vida”- que andan todavía por la biblioteca. En esa oportunidad los protocolos narrativos del proyecto pasaban por la exploración de la media distancia, la milla escrita de unas veinte páginas que había llamado mi atención en varias lecturas. Se trataba de indagar nuevos territorios saliendo del rigor formal que impone el cuento breve según la praxis de Poe, el decálogo de Quiroga, la remasterización de Cortázar y el dinosaurio de Monterroso. Yendo más allá en extensión, tiempo de lectura y dispensarme así del requisito impuesto del efecto final que ya de por sí es asunto complejo; ello sin por tanto desafiar la extensión y esfuerzo de la novela. Los textos querían ser más cuentos que los siete identificados con título -un cuento por el recuerdo que todo lo enciende, otro para el ingreso en la historia, un tercero considerando las condiciones de producción- y dejando que el lector añorara las novelas latentes en la anécdota, que acaso podría escribir si tuviera otra vida segunda que me viene faltando. El título general aspiraba a asociaciones ligadas a la tradición de la lengua castellana y el Derecho en el dominio castellano, los desafíos con variantes del ajedrez en campeonato a siete partidas simultáneas, la burocracia liada al nacimiento y muerte en el Registro Civil; tal vez sin premeditación, avanzando los adioses que por entonces eran anexados a Pluna y ahora comienzan a tener otros significados.

Toda la historia ahí contada está supeditada al lenguaje; había dictado cursos de literatura latinoamericana (en especial los años de universidad francesa) y pude acomodarme a modismos mexicanos del D.F. con la ayuda de queridos colegas, lluvias torrenciales de Macondo que arrasaban con todo y la poesía andina de César Vallejo. Habiendo junto a la enseñanza una práctica de la propia escritura, el suponer un código común continental me significaba un problema. Era el muro de mis limitaciones e impedimento escarpado que me ordenaba una tendencia a manera de mandato hereditario. Se pueden vivir varias vidas breves pero somo una matriz lingüística barrial; en mi caso uruguaya y vía Colonia lo rioplatense en la versión urbana. La misma lengua pero distintas músicas; aquello que que la lingüística sabe y explica yo lo quise confiar en un relato sin demasiadas contradicciones y fue ahí que comencé a disponer las piezas sobre el tablero, mientras afuera se escuchaba el canto del búho.

Una vez más se trataba del cruce del archivo de recuerdos reales y otra parta inventada, de buscar un narrador que tomó la bifurcación hacia otra vida que pudo ser la mía: explorar un tercer territorio lindante y extranjero, cercano e inalcanzable. Todo lo relativo al querido Jorge Cuinat es la parte firme romana, fue así como lo cuento su latinismo elegante y el encuentro en el IPA -junto a Juan Introini con quien Jorge era amigo de antes- mi visita a su departamento cuando vivía en Tolbiac la primera vez que visité Paris, nuestro encuentro en Barcelona con ida al casino de Perelada y después su muerte brutal, que nos dejó ese sabor trágico de empresa truncada. Yo enseñé desde mis veinte años las apariciones de dioses olímpicos entre guerreros mortales y la Muerte que viene a por el enamorado en el romancero, acepté que el fantasma paterno puede manifestarse al príncipe, que nunca es tarde para firmar el pacto con el diablo o incursionar en círculos infernales en medio del camino de la vida. Esa es la maravilla infinita de la literatura; pero sabía que el spectrum burlón de Cuinat jamás se aparecería. Por eso inventé un narrador verosímil que durante unas breves vacaciones ahonda en sus recuerdos y va al más allá -el paraíso de los latinistas- para que Cuinat lo asista en el extravío pendiente entre los diccionarios de americanismos.

Uno quiere escribir cuentos sobre los compatriotas y aquí -es decir hace un cuarto de siglo- el placer fue egoísta, acotado al auditorio de profesores de secundaria; para tener una idea de los estragos del tiempo son ellos el cursor poético que me importa, mucho más emotivo que las fuerzas conjuntas. Recuerdo a quienes nos presentamos al examen de ingreso hace más de medio siglo en el instituto de profesores Artigas, los designados que seguimos los cursos en años de cercos y glicinas y después el desparramo de la existencia: Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! / y en Roma misma a Roma no la hallas… Esa historia que consume una semana en Piriápolis para Cuinat, Ana María Echave, las muchachas chilenas y el narrador casado con María del Carmen son cosas que marchan al olvido. Los visitantes más jóvenes que llegan a La Coquette, nuevos escritores que están en plena producción renovadora sospecho que repiten nuestros gestos de antaño, los mismos errores sentimentales y las dudas. Algunos leen tarde en la noche “Alturas de Machu Pichu” o escuchan recitales de los hijos bastardos de Led Zeppelin, mientras los menos revuelven mesas de saldos en Tristán Narvaja tras los libros usados Les Belles Lettres, como se quiere creer al final del cuento: ¡Oh Roma! en tu grandeza, en tu hermosura / huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura.