Una zona de mis relatos -creo les perdí la pista- surgieron de un proceso asociado al trabajo en los cursos; de la misma manera que los hay incitados por la memoria de los recuerdos infantiles, una asociación o escena que se impone al punto de necesitar transfigurarse en relato. El haber sido profesor de literatura presentaba algunos inconvenientes: los plagios a lo Rod Stewart, influencias de los epígonos, la dificultad de escapar de otras escrituras que se yerguen como obstáculos. El lector, la estrategia editorial o el mercado también -desde hace unas décadas- desconfían de los literatos profe que escriben e irrumpe la soterrada acusación de intelectualidad. Por suerte, fui alumno y visité las casas de Alejandro Paternain y José Pedro Díaz; a través de ellos ingresé a los mundos de Thomas Mann y Balzac. Creo que esa fue una de las razones de mi tardanza en organizar un primer libro, habiendo tantas cosas para leer antes. Después decidí hacer caso omiso al rumor -total la gente siempre habla…- y me dije que para acceder a la promesa de los mundos posibles era bueno cualquier medio de transporte submarino o espacial. Buscando la fachada positiva, estoy seguro que el haber dictado tantos años clases de literatura, preocupado por la teoría literaria y otras experiencias asociadas a la Estética (gracias al programa del curso del IPA de Carlos Real de Azúa) adquirí cierta gimnasia retórica. Fui creyendo menos en la inspiración, que parecía que se me negaba con el correr del tiempo y más en el sencillo método de insistir de Felisberto Hernández. Ante ese fracaso sentimental con las musas debí recurrir a mi propio arsenal; el joven Stephan Dedalus decía que las tres armas del escritor eran la soledad, el destierro y la astucia; el primo Maldoror, escribió que la belleza era el encuentro fortuito de la máquina de coser y el paraguas sobre una mesa de disección; el ruso Dostoievski en El príncipe idiota sentenció: “la belleza es un enigma.” Casi de manera inintencionada quise dotarme de un tríptico casero que me parece que tengo claro y alguna vez dejaré por escrito.
En ocasión de Serafín Antúnez quiero citar uno de esos componentes, que es preocupación y herramienta multiuso del taller: la obsesión por transformar en relato los problemas técnicos del narrar que exponía en mis cursos de literatura. Lo sentía como materia prima artesanal, los instrumentos de cocina imprescindibles cuando se vive entre pucheros, esos que de faltar impiden que se preparen una milanesa a la napolitana o bifes a la portuguesa. Algunas veces esa preocupación mecánica llegaba luego de la redacción, para descartar la tentación mimética y forzar la originalidad; otras, como en este caso, se impone desde antes de redactar. Años de evocar a Poe, enseñar literatura fantástica, analizar Borges y ya… hasta que una tardecita bostoniana llega el mandado. ¿Cómo haría yo para escribir en relato el tema del doble? No es una facilidad de tipología, lo vivía como el desafío obligado a inscribirse en una tradición. Desde el momento que decidí esa estrategia, sabía que en alguna parte el cuento estaba ya escrito y debía organizar el puzle lentamente. Comenzaba a estar en los cuarenta y en el debe de la vida, el momento cuando los recuerdos infantiles se presentan como único relato posible. Luego se perfila un aire cultural que es de donde uno viene y la emoción nueva de conocer la historia del tango en sentido contrario: recordar al Piazzola del proyecto Decarísimo y su versión sublime de Boedo donde, en una sola interpretación, el marplatense recorre la historia del tango. Para el relato presente, dispuse un santo, un genio y un héroe: el personaje trágico improbable, el narrador oral que supiera hacer circular la incertidumbre poética y nuestro testigo necesario para que la historia sobreviva. De barrio del Hipódromo sabía porque allí vivían mis abuelos paternos Susana y Juan Nazario, de las semanas de campamento cerca del río menos pero me daba maña y funcionaba la fascinación recurrente de imitadores, Cabarets impresionistas alemanes, tablados barriales de la Lista 14 y El Unión Ciclista (donde, menos de dos metros y de pantalón corto vi a Rómulo Ángel Pirri, Tito Pastrana, dirigiendo la batería de La Nueva Milonga) y el Teatro romano de la Barafonda de Fellini durante la guerra, donde el electricista Alvaro imita a Fred Astaire. En cuando a las hipótesis manejadas sobre Gardel y su lugar de nacimiento, un poco de paciencia que faltan sólo catorce años y en el 2035 se conocerá la verdad.