Belisario Villagrán

En «Aperturas, miniaturas, finales», 1985

Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”

J. L. Borges

Sabedor desde que tuvo memoria que la magra tierra de sus mayores dejaría para siempre de pertenecerle, recordando del padre apenas un apellido miserable y de su madre la vergüenza de dejarse chingar medio vestida por un hombre llegado del Norte, Belisario Villagrán orientó la totalidad de su coraje -forjado en una rebeldía contra el mundo que nunca condescendió a entender- a la única causa que le pareció tenía cierto interés: la de apurar su propia vida.

Dicen que una vez siendo casi un niño amenazó cabalgar con las tropas revolucionarias y gritar ¡viva México! al entrar en combate. Como se entusiasmaba por la consigna de la tierra para todos sólo cuando estaba borracho, decretó para su armada de uno solo que la revolución agraria era asunto de campesinos cobardes y generales alienados. 

Cuando descubrió que lo esperaba un futuro infinito de noches y días parecidos, dedicó su existencia a procurarse los vicios urgentes sin fatigarse; a la no menos trabajosa labor de tramar una fama fronteriza de macho pendenciero y bebedor de aguardiente. Quienes todavía lo recuerdan dicen que era hombre de pocas palabras y esas pocas soeces e insultantes. Le gustaba el alcohol, que consumía en abundancia hasta perder los estribos por el placer agregado de marcharse sin pagar. Abusaba de los labios rosados de muchachas atemorizadas que se entregaban, como si él fuera un dios insaciable, a la incipiente leyenda llamada Belisario. Que algunas veces se dormía junto a ellas sin haberles siquiera rasgado la camisa o hablado de amoríos salvajes con el aliento brumoso de tequila barata.

El sol implacable, el mismo horizonte, sudor agrio adornando su pecho de toro y resplandor de osamentas cercanas a los cactus, conseguían a veces aquietar su voluntad en días idénticos repetidos, iguales por insoportables. El paisaje cerril padecido por el hombre predestinado, creaba a su alrededor un dominio intangible donde nadie se oponía a la agresión de Belisario: era su manera desesperada de contrarrestar la fuerza del desierto calcinado que ordenó consumirle la vida. 

El prestigio de su nombre creció hasta la desmesura una ebria mañana de domingo durante el oficio, cuando la pólvora herética compitió con las campanas y el rebaño de fieles se persignaba murmurando cuestiones de herejía entre maldiciones merecidas.

-No es religioso y menos muy cristiano despenar de ese modo a un padrecito con la hostia en la mano, dijo esa noche Belisario sin mostrar señales de arrepentimiento-. Al menos así y por las buenas Dios se acuerda de que existo.

La gente bajaba por miedo la cabeza al escuchar sus confesiones, las amistades tejidas en la admiración se deslizaron hacia el temor como un cáliz que cae escaleras abajo. El Diego –era su primer nombre- lo comprendió: habiendo desafiado a Dios con beneficio decidió que esa hora de vérselas con los hombres. 

En su caótico código de costumbres entendía la traición bajo todas sus formas, el ultraje al vencido, la inconsciencia como hechos normales y no toleraba la cobardía ni cuando estaba sobrio. La sangre lo bautizó antes que conociera la pasión por la muerte. Esa pirueta agazapada era para él una cosa confusa que sólo le sucede a los otros; sin excepción a quienes se interponían en su camino incluso sin buscarlo. 

Una tierra árida que podía de quererlo resquebrajar al mismísimo sol curtió desde temprano los perfiles de Diego, la cara imberbe del niño que corría procesiones y degollaba gatos para pasar el rato, dio paso a una temprana cara de indio viejo. De india vieja, decía la gente en secreto cuando sabían que Diego estaba lejos toreando al destino. Lo que no lograba su rostro en provocar el miedo lo podía su aspecto de animal enorme, perfeccionado a conciencia con un sombrerote que le hacía la digna sombra de sepultura que merece un hombre fornido y tan feo.

Su pasado era cuestión de leyenda, el futuro lo presagiaban dos pistolas laterales palpitantes y cargadas, nerviosas y tibias, iguanas venenosas prontas al ataque.

-Son para evitar negocios con la muerte, se jactaba Belisario Villagrán. Para que las viejas sigan hablando de mí mientras yo ande vivo. 

En su Chihuahua se comentaban muertes numerosas casi sin pensar, algunas enumeraciones incluían conejos y coyotes que se confundían con hombres abatidos en números inciertos. 

En el que sería su día más glorioso Diego Belisario Villagrán se despertó al mediodía, estaba solo en la cama y le dolía la cabeza. Salió a tientas buscando el sol en lo más alto, espantó algunas gallinas sucias que levantaron un fino polvo en su fuga cacareada y se encaminó despacio a la sombra fresca del manantial cercano. Apenas se mojó la cara como de barro cocido se sintió mejor, un perro cualquiera ladró y su caballo lo saludó desde el pequeño corral con un relincho premonitor. 

De vuelta a la casa comió con paciencia y la voracidad de quien sabe que la ley del Estado le teme, hasta es posible que rasgara las seis cuerdas de una guitarra y desafinado alguna copla vulgar para divertirse.

Es verosímil que haya ayudado por inercia a la familia de la muchacha con la que había dormido: el acarreo de alguna bolsa de maíz rojo demasiado pesada para el mexicano viejo, llevar baldes de agua necesitados por la madre de la muchacha –los rasgos pudieron parecerse a los suyos- y la muerte súbita como si fuera gato barcino de la infancia del cochinillo chillón para esta noche, a la vuelta.

Le disgustaba estar de paso en New México donde lo único de ñu decía Diego, es el olor afeminado del agua de colonia y palabras incomprensibles nombrando de otra manera la sequía, los caballos y la bala. 

Llano Estacado tenía una cantina que fue el improvisado escenario porque las ganas de ejercer el coraje no siempre hay que esperarlas demasiado tiempo. A pesar de conocer el lugar donde se le prodigaba un vago respeto, para hacer más rotunda la transferencia de los mitos Diego creyó oportuno calzarse, aflojarle el barbijo al sombrero y adornarse con espuelas de las que prefería el ruido que hacían al caminar sobre pisos de madera. 

La versión que llegó hasta nosotros omite decir si llevaba poncho aunque es probable.

-Anoche vino tu padre a visitarme, le murmuró la vieja sin mirarlo a los ojos. Me golpeó la ventana para decirme que hoy te tratara bien.

-Usted sueña mucho vieja. Tiene que hacer como su hija, que se quedó despierta hasta el amanecer.

-Me preguntó cuál era tu caballo. Esta noche quiere cabalgar contigo.

-Es un buen caballo y puede aguantar el peso de un muerto. Hasta esta noche, vieja.

La noche de luna llena y nubes de tormenta que nunca se hacen lluvia estaba demasiado fresca. “Me estoy poniendo viejo”, piensa Belisario en el preciso momento de entrar en la cantina.  

Un mostrador inseguro sostiene hombres cansados por un largo día de trabajo y meses de fuga hacia ninguna parte, gastados por la historia que los embosca sin respiro y no logran entender, hombres fatigados por huidas de lugares que olvidaron a sabiendas. Sin orden se mezclan entre la sed de whisky barato, cerveza tibia y el mezcal alucinante. Nada nuevo en apariencia, están allí dispuestos los incondicionales de siempre y unos pocos extraños vestidos como ratas de alcantarilla, siempre más que la vez anterior. 

En la frontera inestable la reputación se sustenta gritando o insultando a granel con las manos en la cintura,  más al estar confrontado con forasteros solitarios de mirada sin vida; sabedores que nunca serán héroes porque no tienen tierra que conquistar, gente que los siga ni bandera que los reclame. 

Huelen que la muerte los ronda como una novia renga.

El año por si interesa era 1873.

El dulce español derrotado en la guerra pasada es bueno cuando se cantan serenatas, para gritar en burdeles y cantinas es preferible el áspero idioma de los gringos. 

Diego entró y saludó provocando, algo así como las buenas noches. después dijo a todos los gringos hijos de perra, que en México quiere decir hijos de puta.

De algún lugar salió el estampido que resonó en las memorias durante mucho tiempo.

El vientre asombrado de Diego Belisario Villagrán aceptó sin resistencia el calor plúmbeo de la primera bala que resultó la última. Igual, antes de desplomarse en la tumba el desconcertado mexicano alcanzó a ver, bajo el aspecto ridículo de un predicador evangélico vestido con harapos, un niño endemoniado de unos quince años. De pelo sucio color zanahoria, con un revolver humeante en la mano y que no se dignaba mirarlo a él Belisario Villagrán, que ya era un hombre muerto.

El ruido que hizo Diego al caer pareció el segundo balazo innecesario del incidente.

A pocas leguas del lugar de los hechos narrados un cochinillo se asaba a fuego lento. La vieja que movía los tizones sabía lo sucedido en Llano Estacado.

El autor del disparo traicionero respondiendo al saludo desafiante y se presentó a los testigos como Bill Harrigan oriundo de New York. 

Con desdén rechazó la sugerencia de hacer con una navaja una muesca en la culata aduciendo que el muerto era mejicano, condición tan despreciable para un ángel de cloaca llegado de otro infierno neoyorkino como la de ser negro. Se guardó en el bolsillo la navaja del apresurado alcahuete y esa noche durmió junto al cadáver del mejicano con cara de india vieja.

Cuando el muchacho se despierte será Billy the Kid.

El Diego por fortuna para su orgullo interrumpido no tuvo una agonía prolongada, a él no lo afeitaron ni lo exhibieron como a fenómeno en vidrieras de las barberías de Llano Estacado, tampoco esperaron al cuarto día para enterrarlo.

La mañana que el gringo asesino se marchó del pueblo tres campesinos confiscaron el cuerpo hinchado de Villagrán para enterrarlo lejos. En New México cuando se supo de su muerte lo lloraron en secreto muchas muchachas. Nadie encontró su caballo a pesar de que lo buscaron por toda la comarca; tal vez por eso en noches de luna menguante cuentan que lo ven galopando sin brida, rumbo para donde asoma el sol llevando dos jinetes con apariencia de espectro sobre el lomo.