Cuando escribí “Aperturas, miniaturas, finales” ya desde el título había un guiño a la cosa mentale del ajedrez, la noción de juego sometido a reglas y la heráldica de combate -el primero de todos contra las murallas de la narrativa- así como a las infinitas variaciones. Contaba de tres secciones y cada una ponía el acento en momentos clásicos de la partida, donde se puede definir el éxito o fracaso del intento; así lo quiere la tradición desde el tratado de Ruy López de Segura, publicado en Alcalá de Henares en 1561, hasta la corona revalidado la semana pasada por el noruego Magnus Carlsen. A veces también se hacen tablas, una suerte de aporía de movimientos donde a la belleza del desarrollo le falta el asalto final sobre el rey enemigo.
Las aperturas -en salida con blancas y en defensa- son parte de la partida; por ser estudiadas sin tregua se repiten siguiendo partidas anteriores, hasta el momento que sucede el movimiento haciendo vacilar lo que sigue; en el cuento sería el planteo inicial del decorado, personajes, tonalidad, coordenadas espacio temporales y el arranque de la historia. Las miniaturas son relámpagos, partidas resueltas en poco intercambios digamos menos de veinte movidas; es el insondable secreto del cuento breve, algo rondando entre Poe y el dinosaurio de Augusto Monterroso, sin olvidar el decálogo del gran maestro Horacio Quiroga. Los finales es el arte de rematar una partida, liquidar un cuento entre escaques despejados y haciendo que la última oración sea inesperada, diferente o mágica, eficaz como la inicial que tanto preocupa a los narradores. Ese tríptico formal, en mi caso estaba acompañado en el primer libro por otro de condicionamientos. Los recuerdos de la educación al relato, que incluye la literatura en su acepción habitual y las imágenes del cine, revistas de chistes canjeadas en los kioscos y la influencia de la televisión; con esa coincidencia irrepetible de ser la primera infancia uruguaya confrontada al monstruo catódico de fabricar historias. Luego estaba el aire del tiempo, sobre todo el interés por los signos de la cultura de masas, la Semiótica en su auge -nombradía de Umberto Eco y Julia Kristeva- que me condujo a pasar post grados en la Universidad Autónoma de Bellaterra, donde redacte una memoria de grado sobre Rocky Balboa. Por último, estaba la exploración narrativa de todos los posibles, lo que daba un estado de escoria y heterodoxia al libro aquel, que podía ser considerado de búsqueda tanto como de extravió.
“Últimos cuadros de historieta” responde a ese magma y todavía no estoy seguro si la resolución fue acertada y la idea no se fue apolillando con el paso del tiempo. Durante la infancia acumulé miles de imágenes de enmascarados, animales que hablan, balaceras del far west, andanzas en liana del hombre mono, Benitín y Eneas… la suma seria abrumadora, así que me limitaré a un par de ellas. Una película blanco y negro sobre la guerra del Pacifico donde actuaba Gregory Peck que llamaba en castellano “La gloria se escribe con sangre” y los sábado caseros, cuando seguíamos en familia las aventuras del teniente Hanley y el sargento Saunders en “Combate”; todavía puedo tararear el tema del genérico. En la disciplina semiótica eran los tiempos que delatábamos el capitalismo en tiras cómicas del pato Donal, la psicología infantil en la banda de Mafalda y la sublimación del clítoris en las planchas de Milo Manara. Comenzaba la metástasis en reversa con el hombre de acero, el hombre murciélago, el hombre fantasma, el hombre invisible, el hombre araña… y el art pop en litografías de Roy Lichtenstein. Fue aquel un movimiento poderoso en torno al signo; en cuanto al deseo de explorar técnicas narrativas, busqué las primeras adiciones de los almanaques de Cortázar, “La vuelta al día en 80 mundos” (1967) y “Último round” (1969), que incitaba a una expedición permanente: los otros mundos narrativos hay que ir a buscarlos. Al final, el relato quiso ser una parodia de los doblajes de la tele, del mundo americano que coloniza las mentes infantiles y la escena de la muerte injusta del muchachito. ¡Cáspita! que lo malditos saben hacer pasar la emoción cuando los genocidas mueren. Fracasé en el intento de revancha por haberlo creído -mis lágrimas fueron sinceras- cuando Lakotas, Cheyennes y Arapahoes mataron a Errold Flyn con las botas puestas, el 25 de junio de 1876 en la batalla de Little Bighorn, en una tarde de domingo en el Cine Broadway de Montevideo.