en “El misterio Horacio Q”, 1998.
Hoy es lunes de pleno verano, peor combinación imposible. La cosa viene chaucha y calavera no chilla. Son apenas las nueve de la noche, se rajaron los extraños del boliche, los pájaros de paso y ahora la cosa seguirá en familia. Que locos bravos… Cuando hay forasteros, considerando hasta el último parroquiano que viene a tomarse la del estribo, el grupo parece una compañía de teatro, son un decorado humanizado y nadie diría que están juntos. En cuanto el último desconocido dice buenas noches y se pianta, un camionero rumbo a la frontera, pareja de automovilistas extraviada en el mapa, alguno de la junta municipal o jubilado del barrio, entonces el ambiente del boliche cambia. Ellos dicen que lo hacen por mí y puede que tengan razón, sólo admiten a un intruso por razones intrínsecas al personaje.
El Banda, vendedor de libros valijero y que aparece cuando cierra la gira mensual por el departamento. Viene de la editorial Banda Oriental de la capital, llega bastante puntual por estas fechas; dicen los de la revista que es la menstruación y también el tampax de la cultura en este pueblo de mierda. Aquí vende poca cosa, los tiempos están bravos para los libros en general. Vender bien vendía antes, de seis clientes de una enciclopedia de historia uruguaya que entregaba en fascículos, uno murió, dos se rajaron a Buenos Aires a tentar suerte y otro está en cana. Mala suerte o gualicho él igual sigue viniendo, trae alguna cosita discreta, nunca falta y tiene una conversación agradable. Alguna vez le pregunté por qué seguía viniendo cada pocas semanas por estos lados, él respondía muy digno y sin pestañear que lo hacía para mantener la moral crítica de los clientes en tiempos difíciles. La gente al escucharlo se emocionaba por esa lección de militancia del espíritu. No hacía falta ser un lince de las finanzas para saber que las cuentas finales le cerrarían con dificultad, apenas ganaba para pagarse un plato de ravioles minimalistas con estofado y unos vasos de vino en damajuana.
La verdad como siempre era otra; el Banda venía al pueblo porque estaba recaliente con una brasilera, muy atorranta la fulana, que trabaja en el único quilombo de la zona. Alguna vez y medio en pedo me lo confesó: «dejó hace tiempo de ser una chiquilina don Pato. Bah… a usted para qué mentirle. Digamos que va para vieja, pero nunca en la vida me dijeron «papito» como lo dice ella. Debe ser el acento o algo peor.. mire Pato, mire, si cuando la recuerdo hasta se me pone la piel de gallina». A mí y lo digo de todo corazón, al principio esa marcada debilidad del forastero por la pupila fronteriza del quilombo me desagradó, me daba un poco de asco tanto regodeo. Lo tomé por un degenerado baboso, vicioso empedernido que podía manotearle la bragueta a cualquiera, manosear una clienta en el mostrador.
La conducta pública del sujeto, esa fidelidad a la rutina valijera que sí era una forma de militancia, sobre todo la carita impagable de satisfacción que traía regresando de sus incursiones por el chalé del pecado, terminaron por convencerme de la verdad de su pasión por la brasilera. “Mire amigo Banda, le dije un día, si paga puta vieja y extranjera allá usted. Desde ahora se ahorra la pensión y si quiere puede dormir atrás del boliche en un galpón, poca comodidad pero es mejor que nada.” El hombre se emocionó hasta las lágrimas al escuchar mi proposición y juró gratitud eterna.
Igual estaba insistente con la mujer, cegado: «Pato, mi situación actual resulta lastimosa pero así es la vida… ella me hace precio de amigo, para mis economías es como tener de amante a Sonia Braga. Su oferta me cae del cielo y en cuanto me enderece, prometo pasarle algunos pesos». “Claro hombre” le dije conciliador pasándole la mano por la joroba, creo que exageré cuando agregué: “faltaba más… papito.” El Banda lo tomó a mal. «Los griegos, le recuerdo don Pato, daban hospitalidad sin ofender al viajero en desgracia. Usted jode con aquella don Pato pero tiene miedo de ir y probar. Le juro don Pato, esa mano de lavandera le pone las pelotas de fuego». El argumento era fuerte; “usted, le dije, ha de tener una pudrición que ríase del adelantado Mendoza.”
El Banda, como le decíamos los del pueblo tenía familia constituida en Montevideo. Muy solemne, una vez me confió que sólo aquí le pasaba lo que le pasaba; lo suyo estaba lejos de ser un satanismo perpetuo y se acercaba a una verdadera pasión, que si bien equívoca bastante identificable, como lo juró por la hija que estaba crecidita. Ni yo ni nadie se atrevió a dudar de su palabra. «Cada cual carga su cruz –sentenció el Banda- y la mía está brotada de pendejos enrulados». Los primeros tiempos de aproximación al grupo el Banda permanecía callado, más bien escuchaba.
Era entendible, el equipo de la revista Lafoucheaux llenaba la noche del boliche de vida y juventud. En una de esas veladas el conejo Neira, que es el electrón loco del cuadro, propuso que para joder a los poetas crípticos que no los entiende ni la madre, capaz que hasta dijo cajetillas, estoy seguro que habló de vendidos y alienados –porque el discurso del conejo oscilaba entre leninista y chacarero-, lo que debía hacerse era una reivindicación de los poetas camperos. «Una antología de El alma que canta, la flor nueva del almanaque del Banco de Seguros, el cancionero de los Ateneos despreciados por la capital, el dolce stil nuovo de las amas de casa» culminó el conejo. Para qué.
Mientras el resto del grupo intentaba digerir con obvias dificultades el exabrupto del conejo, la imagen del Banda comenzó a crecer; parecía que el hombre hubiera esperado toda la vida ese momento, que en una aparición de semidiosa semidesnuda la semiputa semibrasilera le susurró al oído: «papito, ahora o nunca» y acto seguido le hubiera metido la lengua empapada de saliva en la oreja. Entonces fue que el Banda se largó con el recitado de un interminable poema telúrico que lo contenía todo. Algo similar a la condensación modélica del género, la famosa descripción del escudo de Aquiles pero en guachesca. Había en la tirada rancho transfigurado en tapera, chinas fieles y otras traidoras, tareas hercúleas a la intemperie escarchada, clinudos taimados, facones justicieros y tres estrofas finales dignas del famosos cisne de Avon, pero destripado cual gallineta de arroyo por una comadreja hambrienta.
De ese encuentro fortuito de la idea del conejo y la sorprendente dicción del Banda al interior de La última curda, surgió la propuesta de un número especial de Lafoucheaux. El arbitrario Nº 7 para incluir en el sumario final a la desprestigiada figura del lobizón. Uno de los números anteriores se había titulado «el piojo en la axila», otro «cayó la flor al río», un tercero «seré un escándalo en tu barca». El nuevo número planteado respondería a la viril denominación de «¡ah, carajo!», que compensaba por la síntesis ciertas carencias de repercusiones metafóricas. Por voto unánime y espontáneo del colectivo Lafoucheaux el Banda fue designado, a pesar de ciertas reticencias del interesado, responsable de la coordinación del número especial; y el muy guapo vendedor de libros, que venía de manifestarse como una especie de dios telúrico en capricho apocalíptico, largó una furtiva lágrima como china erotizada de trenzas renegridas cuando escucha el galope de bagual conocido arrimándose a la tranquera.
La noche que interesa es la noche de antes. aquella noche y una pavada, locura de muchachos que olvidaron por unas horas el presente del país. Es siempre así que empiezan las tragedias calladas en los pueblos chicos como el nuestro. Tal vez este pueblo ya estaba muerto antes que llegara la violencia, venía agonizando a fuego lento y ellos terminaron de matarlo.
La imposición de los mandos en la región era cosa seria. Ahí cerca está la base, una de las más brutales del sistema implantadas en el territorio nacional. En pocos meses lo lograron, hicieron crecer un odio que parecía venir de nacimiento. Rabia sorda que desbordaba los ficheros, un resentimiento más poderoso que la impunidad y el desprecio por contrabandos a la vista de todos; más que la desconfianza por toques de queda impuestos a capricho. Hasta la alegría de los bailes sociales estaba sujeta a órdenes estrictas. Los pocos muertos del pueblo que nos tocó pagar fueron suficientes para comprender la totalidad, aceptando que estábamos en una situación interminable. La muerte bajo tortura del doctor ruso había decretado la irreconciliable hostilidad de los dos territorios. Nadie en el pueblo pretendía conocer quién fue el responsable directo de la muerte del médico. Honor de la patria en peligro y secreto militar. Se sabía el nombre de los responsables de la unidad donde ocurrió el incidente, la primera línea de mandos. Así sería para siempre, por más leyes de amnistía que pudieran publicarse, decretos votados en el Palacio Legislativo, gestos de reconciliación y medidas futuras de amnesia colectiva. Los forasteros, comerciantes y viajeros de paso huían del pueblo como de la peste. Despacio se fueron sumando los dispuestos a la colaboración; la situación era una mierda, con uno pesos podía comprarse una etiqueta de asistencia a la lucha armada para un enemigo y cinco años de calabozo; algunos oficiales vendían arrestos, un ajuste de cuentas, cuando faltaba el coraje para hacerlo de frente podía derivarse a la justicia militar. Poca cosa, por un puñado de dólares.
Estrellita Rincón de Carve era el crédito de las poetisas intensas de la región, ella se presentaba a todos los concursos líricos a tiro y arrasaba. La pechugona Estrellita era inteligente y tenía talento de bicha, dos tetas enormes de belleza hipnótica contribuían a su encanto. Se vestía con marcada elegancia, desde que un crítico del suplemento dominical la comparó con Juana de Ibarbourou nadie podía soportar su arrogancia. Tenía indudables condiciones para la poesía y la arruinaron las condiciones objetivas de producción. Ella solía estar en nuestros comentarios nocturnales; se le perdonaba que hubiera hecho magisterio, se toleraba que siendo jovencita hubiera ganado un concurso de belleza departamental en buena ley.
Con lo dicho vaya y pase, pero a la hora de la verdad que le llega a toda mujer, cuando estaba reventona de tan buena y tenía caliente a todo el pueblo, Estrellita Rincón vendió alma y cuerpo al diablo. Terminó casada con un rematador de ganado; hasta eso le hubiéramos perdonado estando tan buena, de no haber sido el flaco Carve el elegido. Tipo inteligente, remero, familia de muchísima guita y ante todo un facho avant la lettre de los que festejaron con champán francés el golpe de estado. Había más, se ofrecía para escribir los discursos políticos al general del destacamento y elogiaba en público el curso de educación cívica de Craviotto.
Lo que se dice un vocacional de la infamia; luego de ganadas las batallas posibles por la supremacía de la civilización occidental y cristiana, el flaco Carve anhelaba vencer también en el frente cultural. Se empeñó en organizar mesas redondas, recitales poéticas de dudosa calidad donde brillaba el talento de su señora esposa. Para los redactores y amigos de “Lafoucheaux”, heridos en el amor propio del transcurrir de la vida cotidiana –necesitados de proyectarse al mundo para salvaguardar el alma a la espera de improbables tiempos mejores- el auge poético de Estrellita era un inaguantable tumor a la laringe del alma. Las desventajas en relación al poder eran enormes, se trataba de dos universos paralelos que podían marchar por separado hasta la eternidad; después de algunos años parecería que tal sería el funcionamiento del país o al menos de nuestro pueblo.
Las líneas paralelas terminan por cruzarse y sucede mucho antes de alcanzar el infinito. El factor desencadenante fue un reportaje a la señora Carve que apareció un domingo en El País, allí había corrido mucho dinero discretamente o aquello era el resultado de las influencias sociales del matrimonio. El Banda auguró que lo más probable era la imbecilidad del cronista de turno, que por envidia quería poner sobre la literatura uruguaya una losa más pesada que la levantada por Zorrilla en el Tabaré. En la nota vimos a Estrellita departiendo en uno de los salones de la estancia Carve como si fuera dueña de la revista Sur. Se publicaban dos poemas inéditos, confirmando mi opinión en cuanto a que no es ninguna mediocre. Después había el largo reportaje, pieza medular del conjunto y que para el equipo de redacción de la revista, ponía punto final a toda esperanza en una justicia escatológica. En sus respuestas nuestra musa traidora se despachaba a gusto sobre variados temas, hablaba de las escasas oportunidades de los artistas del interior para publicar y ponía el ejemplo de nuestro pueblo, al que en una bofetada de desprecio se atrevió a calificar de páramo lírico. «Conchuda» dijo la flaca Laura, ella que es tan recatada. La indignación iba en aumento a medida que la lectura en voz alta del reportaje avanzaba; al final las dudas se disiparon, estábamos frente a una declaración en forma de hostilidades. Era insuficiente concluir el incidente con una separata especial de desagravio a los dichos de Estrellita a la prensa, hacía falta un acto superior. Signo fuerte, algo digno de Dadá y nuestros poetas de principio de siglo, una performance apuntalada por un brulote injurioso. En el calor de la noche se evaluaron las consecuencias poéticas del gesto olvidando las políticas; unas horas antes sin premeditación sucedió el gesto. Faltaba la redacción del brulote que mi sobrino, con ingenua visión cosmopolita, pretendía llevar al terreno personal. Avanzaba la noche amenazante alumbrando la redacción del libelo –incendiario, colérico, devastador-, que debería estar a la altura de lo acaecido esa misma tardecita, lo que suponía un desafío inconmensurable.