La ecuación del relato era complicada inclusive antes de comenzar la escritura, debía considerar la salida del asunto a la superficie de la conciencia, la adecuación dentro del proyecto “El submarino Peral” conectando con otros cuentos, su resolución narrativa formal así como una serie de dudas sobre el escollo tratándose de cuestiones de naturaleza tan delicada. La zona del relato propuesto a la lectura que trata de Lola patrona de un taller de zapatería, es un recuerdo verdadero de la infancia. Ese segmento del relato era diferente a un simple ejercicio de rememoración, miraba al reloj de la plaza de Praga que avanza sus agujas en sentido contrario: era encontrar una foto extraviada después de medio siglo, donde uno aparece de pantalón corto y quedarse así mirando, tratando de entender la distancia entre esa figura y el hombre canoso que la observa. Si la terminé escribiendo de adulto fue porque terminé por reconocerme durante el proceso, había en la figuración mental algo de escena fundadora, sin la madalena mojada en té una parcela de recuerdos emergió, localizada entre la memoria que registra por primera vez en la conciencia y el final de la escuela primaria.
La zapatería estaba ubicada en la esquina de Juan Jacobo Rousseau y Smidel -calle que va desde la Avenida 8 de Octubre hasta la cortada después de Pavón- en la misma manzana de la casa de la infancia. Éramos camaradas cercanos con el hijo de Lola, teníamos más o menos la misma edad con Marcos, al que luego perdí de vista. Mi madre la quería mucho y Lola venia -como se hacía en los años sesenta del siglo pasado- algunas noches a casa a ver la primera tele, supongo que Ruta 66 o el genérico del Dr. Ben Casey (Vince Edwards y Sam Jaffe: hombre, mujer, nacimiento, muerte, infinito). Fue recién con el correr de los años que comprendí el sentido de los números grabados en el antebrazo de Lola; recobrado el núcleo del recuerdo, dudé si debía escribir sobre algo para lo que uno nunca está preparado. Tenía el freno de quien mira de lejos sin añadidos fuera de lugar, secuela de ignorancia, temor a ingresar por efracción en asuntos de otros. Decidí por ello glosar el recuerdo, hacer el cuento del recuerdo y seguir un hilo conductor del recuerdo, hasta que algo interno dijera basta con el recuerdo y los filamentos fraseados tocaran tramas cercadas en otros campos de trabajo. Siempre me intrigaba -lo mismo con vecinos gallegos, un peluquero armenio y varios más- el largo viaje de esa mujer desde su niñez hasta esa esquina del barrio donde había feria los sábados y nunca sabré lo que ocurrió cuando dejamos de vernos. Tal vez con otra juventud, años de dedicación documental y otra vida que no tengo hubiera trazado esa ruta, que sería otra variación del horror sabido; más prudente, preferí el misterio, divagaciones de personajes como puntos de fuga, intermitencias de la memoria, posibles desvíos de la ficción e inventarle una vida otra donde ese número nadie tatuó en su antebrazo. Nunca supe su verdadero apellido o pude confirmar su pueblo de nacimiento; ahora mismo recuerdo el grano de voz, la sonrisa de los ojos acariciándome la cabeza cuando entraba al taller, a preguntar por Marquitos o buscar alguna media suelta para el tío Rúben. Como era fuerte para escribir como un recuerdo propio, le pedí una mano a Denis Diderot en el arranque de los primeros párrafos y el recurso del diálogo entre personajes. Por el resto me revolví con mañas de viejo dactilógrafo, parroquiano tardío del bar Antequera de Plaza Independencia, cinéfilo intrigado por películas con exteriores en paisajes de Polonia.