La tele de Babel

El relato en cuestión tiene aire de comedia italiana, una simulación de juego de pistas debido a tres circunstancias. Eran los años noventa de la circularidad uruguaya, acelerada tanto en lo social como en lo personal; aparte del cursor inquietante de la cuarentena, recuerdo que todo el país estaba todavía moviéndose en el reflujo del final de la dictadura. Alternando euforia con melancolía, lo que provocó dos tendencias o temporalidades en medio de la espiral dialéctica incesante, como recuperando el refrán de una canción del melense Tabaré Etcheberry: ¡Vamos! No miren para atrás, que la Patria va adelante. Una retrocedía al centro cercenado tras una recuperación improbable, memoria cíclica, testimonio consignado, justicia retrospectiva, entender recomenzando el engranaje imposible del punto cero; otra tendencia tras la extensión a veces de manera descontrolada, tomando el atajo por la salida del país, la pesadumbre del futuro abatido que sólo aguarda la muerte, la creación de bandas de rock, el aquelarre a la manera de Arte en la Lona, donde el happening era subido al ring del Palermo Boxing Club, en Gonzalo Ramírez 1409. En lo personal me habían excomulgado de la enseñanza, trabajé años en la publicidad, dicté cursos de semiótica en la Católica y conocido Barcelona, que por algún tiempo creí seria la destinación final.

Había una intensa actividad editorial en Uruguay, las novelas míticas de los cajones, los recitales poéticos de la resistencia, las sociologías restauradoras invirtiendo el paradigma de praxis y teoría retrospectiva, las memorias del calabozo, recuerdos de la vida cotidiana interna, retiro de los derrotados a cuarteles de invierno, la tarea de la muerte, crónicas del exilio y la exploración de imaginaciones marginales. Las nuevas generaciones apostarían por la narrativa luminosa de Jorge Varlotta como literatura canónica más que por las rimas del cantar opinando. Ediciones Trice tuvo en ese entorno la excelente idea de publicar unos libros de ficción temáticos; se proponía un tema que pudiera interesar a un público potencial y se pedía -a un equipo de escritores que propusieran un cuento. Salieron varios títulos en la colección y participé en dos de ellos. Uno erótico con el texto “Monólogo interruptus por Miss Candy Loving”, en resonancia de la coneja maravillosa oriundo de Oswego Kansas, del número 25 aniversario de Playboy, enero de 1979. También formé parte del elenco en la redada policial cuando Trilce publicó “Cuentos bajo sospecha”. El cuento a pedido se llamaba “El nombre de la muerte”, retruécano a la famosa novela de Umberto Eco sobre la semiótica medieval de Guillermo de Baskerville, que tanto me había gustado pues traducía en narrativa popular lo teorizado en sus estudios universitarios que utilizaba para mis cursos; y ahora tiene título en versión un tanto más Amazon y Netflix.

El tercer condicionamiento refiere a la estrategia de escritura; sabía que el género policial era seguido de éxito popular, como lo fue desde los inicios de la televisión, con Mike Hammer, Ballinger de Chicago, En la cuerda floja y Johnny Stacatto. Era tarde en mis planes narrativos para inventar un detective recurrente, pensar en los misterios de Montevideo o un asesino serial que viviera en la calle Besares. De haberlo hecho se hubiera parecido -y seguro que no tan bien resuelto- a las historias de Omar Prego, que creo que daban en lo justo, leía con gusto e incluso prologué para Banda Oriental una de ellas. Opté por la comedia musical al estilo de la RAI, aproveché el entrenamiento intenso que tenía en códigos de la cultura de masas y quise divertirme. Fue así que nombres, códigos, coartadas y motivaciones, escenas del crimen e incluso los blues del pesquisa son un pastiche de la semiología. Disciplina en auge por entonces, que conocí por la escuela de Barcelona, gracias al apoyo de Miquel de Moragas Spa. Esas lecturas aportaban un aparato deductivo para decodificar la Babel desbordante de mensajes icónicos, eran activismo superestructural con sentido político. Hoy día las recientes tecnologías elaboraron nuevas connotaciones, atractivas, amenazantes, nadie quiere descifrar el mensaje imperialista del pato Donald o los mensajes subliminales de Coca Cola y Lucky Strike, sino divertirse con Nemo y Toy Story. ¿Quién le teme a Mick Jagger, ícono veterano del poder capitalista triunfante y que no le hace mal ni a una mosca del sistema? Era un juego del intelecto ideológico y defensivo, intento militante de desarmar las conspiraciones alienados de los mass media; tampoco pensé que cuarenta años después lo que era recelo se haya transformado en sumisión.

En el cuento presentado, la tele objeto está presentada como arma del crimen, la investigación avanza signo a signo siguiendo procedimiento semiológicos y falta en el epílogo el nombre del asesino: gesto de protesta al cliché del género, incapacidad del autor de dar en el clavo del desenlace, duda sobre la perspicacia real del protagonista o deseo de confirmar aquello de Opera Aperta del maestro de Urbino. Circulaban esos aires semióticos por todos lados, sin excluir Casa Leopoldo en el carrer de Sant Rafael. El fragmento que sigue lo leí después de publicado el cuento; como me faltan pruebas al respecto, a quienes incriminen a los abajo firmantes sobre un posible plagio, les aseguro que conocí al autor y existe prescripción del supuesto delito.

“-En todo mensaje hay un emisor y un receptor, a través de un canal. Pero a veces esa trasmisión se interrumpe por un ruido. Pues bien, el delito es un ruido no total. Es un ruido transitorio que deja desviado el mensaje. Aquí nos anuncian una muerte. Nos la quieren comunicar, insisto en la palabra, comunicar. Remontándonos por ese canal podemos llegar al comunicador, el emisor, es decir, el presunto criminal, el que puede llegar a ser criminal

Contreras les guiñó el ojo y dijo:

-Ojo al parche.”

Manuel Vázquez Montalbán / “El delantero centro fue asesinado al atardecer” (1989)