en “Mariposas bajo anestesia”, 1993.
Hace varios minutos que la espero en el salón principal de la casona en las afueras de Colón, acostumbrando mis ojos a la penumbra del lugar, intimando con la maquinaria del reloj colocado encima del bargueño, ganado por el desagrado de saber que cada objeto está dispuesto en su sitio adecuado. Ella siempre me hace esperar un tiempo que supongo calculado, como si yo fuera un espectador algo infantil de teatro de marionetas. El sillón donde estoy instalado es cómodo y desde allí logro entreoír (una ventana está abierta) crujir los cristales del invernadero, reagrupándose después de soportar la presión térmica del sol durante el día. A la derecha, en una mesita ratona y sobre una bandeja de plata hay una servilleta blanca con monograma bordado y la misma copita de guindado de mis visitas anteriores. Detrás de mí, está la lámpara de pie de cuerpo de bronce torneado con uno sólo de los picos de luz encendido. La pantalla es de raso bordó plisado y del borde caen flecos de hilos dorados, uno de los alambres ocultos del armazón se desoldó y sale hacia arriba agudo como lanza de pigmeo.
Lo primero que escucho de ella cuando la presiento es la puerta del dormitorio cerrarse en el primer piso. Después sus pasos tenues por el caminero espeso, el taconeo sobre la madera bajando uno a uno los peldaños de la escalera y deslizándose sobre la baranda de caoba, el tintinear de las pulseras de la mano izquierda, pesadas de libras esterlinas engarzadas con la efigie de la Reina Madre. Elegante a su manera –así fue desde el primer día- ella ingresa sonriendo hasta llegar al centro del salón.
-Buenas tardes Emilio, me dice. No se moleste por favor y perdone la demora, puede comenzar cuando lo desee.
Bebí un sorbito de guindado después de saludarla, el gusto dulzón me impregnó de inmediato la lengua y paladar. Abrí el libro al medio como si se tratara de un misal, busqué con los dedos la página señalada con un marcador de pergamino, verifiqué el título en la parte superior de la página y comencé a leer :
“-Había una ciudad que a mi me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo el barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua: en ella habían instalado un hotel y apenas empezado el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste en seguida se hubiera apagado en el musgo.”
Al terminar la lectura del primer párrafo hice la pausa acostumbrada, aguardando la primera reacción de Amapola y para saber si el resto de la hora podía seguir con ese cuento.
-Es muy bonito Emilio. Algo melancólica la evocación de las casas tristes, me dijo. ¿Me haría el favor de recomenzar?
Entonces me retraje como un caracol extraviado en una enorme hoja verde de esqueleto de caballo, pensando que me hubiera gustado ser actor de verdad. Carraspee para marcar el tránsito y sin oponer ninguna resistencia, dejándome llevar por la corriente del relato elegido. Que imaginé sucediendo en un cuarto contiguo al que estaba ocurriendo la escena donde yo intervenía.
“-Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano.”
Por aquellos meses de Amapola yo estaba sin trabajo fijo. Después de tanto tiempo diluido me confundo de año, podía estar todavía cursando el Instituto de Profesores o recién egresado, sin horas asignadas en secundaria. Me ganaba la vida dando clases particulares, preparando alumnos para exámenes de literatura que, angustiados por urgencias de tribunales próximos, digerían sin chistar lo que yo pudiera decirles sobre la despedida familiar de Héctor antes de morir habiendo conocido el miedo, el misterio de la cueva de Montesinos, los olvidados belgas en la jungla misionera transfigurados en personajes de cuento. Era un trabajo mustio al que, con el correr de los semestres le tomé cariño. Había un método en la continuidad laboral de ese oficio algo trovador, medio gitano y que yo ignoraba.
Cada tanto sonaba el teléfono en casa durante las vacaciones de verano y comenzaba la consulta: “Tengo seis días de dedicación total, quinto curso, opción científica del liceo Bauzá y vivo en la calle Nueva Palmira.” Yo pedía unos instantes de reflexión, como un cirujano estresado del Hospital de Clínicas consultaba un cuaderno marca Tabaré de escolar, más próximo a una libreta de almacén que a una agenda, adelantaba una tarifa prudente a la hora de asistencia y sugería un plan de trabajo urgente teniendo en cuenta el escaso tiempo disponible.
Durante la misma llamada de presentación iniciaba el apoyo psicológico y trataba de imaginar cómo serían la cara y la casa de la otra persona. La tarea me consumía algún tiempo, contribuía a mi voluntad de escapar a todo compromiso que me hiciera pensar.
Luego de perder a Leda me despreocupé del futuro de la sociedad y del universo en general, incluyendo a dios. Escéptico de casi todo, hallé en el moroso descubrimiento de los barrios montevideanos un motivo secreto de satisfacción y felicidad cauta, la medida más reveladora de mi verdadera ignorancia.
Para cada contrato apalabrado buscaba establecer una rutina de autobuses, bares con la radio prendida a la hora de la quiniela, recorridos diferentes de las calles aledañas para llegar al domicilio de los pacientes destinados a la terapia. Después de terminada la lección me quedaba un largo rato en las mesas de los cafés, tomando cerveza; sin pensar en nada más que en cómo sería mi existencia de vivir en la casa de enfrente al ventanal donde perdía el tiempo. Curioseando, por si había en el boliche sobre el mostrador de madera o debajo de las mesas un gato tuerto vigilándome.
Me dilataba en una ausencia total de ambición que prescindía de la respuesta al día de mañana. Por entonces tenía cierta pericia en el manejo de los puntos claves de los programas de literatura y el promedio de éxitos era satisfactorio. A ello contribuía, creo, mi concepción firme del trabajo por objetivos diarios y la humildad con que concebía mi propia tarea. Nunca busqué trasmitir a los discípulos contra reloj un amor excesivo por las letras y lograba descongestionarles la angustia paralizante frente a la lectura. Con eso me daba por satisfecho; mi propia fe en las letras flaqueaba y mi vida tenía cierto parecido a una laguna profunda de agua estancada. A veces leía un libro nuevo buscando recobrar el gusto de la transferencia absoluta y comprobaba, hasta con cierto asombro, que era capaz de contagiarle a los alumnos particulares el ánimo para seguir los relatos que yo creía perdido definitivamente. Ese sistema de trabajo, que también lo era de vida, me duró bastante y lo organicé de acuerdo al calendario de exámenes, desentendido por completo del decurso de las estaciones. Con cada nueva llamada ingresaba a mi vida una curiosidad que nunca fue decepcionante.
Recuerdo casas modestas del barrio Atahualpa con escaleras empinadas que llevaban a altillos donde me esperaban, con lápices nuevos y cuadernos forrados de celofán celeste, muchachas flacas de piel blanquísima, vestidas como muñecas de porcelana, ansiosas por sofocarse memorizando sonetos de Julio Herrera y Reissig. Conocí hombres mayores, con familia numerosa que mantener, que vivían en apartamentos enormes en la zona de Villa Biarritz, con ventanales que iban del techo al piso y me provocaban un vértigo de luz desagradable. Ellos lo tenían todo en apariencia y asistían a los liceos nocturnos del centro para terminar secundaria, con el espíritu de estar pagando una antigua deuda de juego, puede que cumpliendo una promesa a la madre moribunda.
Ante la evidencia burocrática que mi designación como profesor se postergaba, yo continuaba con esa ocupación clandestina, de contrabando poético podía decirse. Con el correr de los períodos de exámenes y la aceptación de mi voluntad, me convertí en algo parecido a un exterminador de polillas y ratones caminando por la ciudad a todas las horas; entrando al perímetro aprensivo de los barrios con el portafolios del cierre metálico roto, en cuyo interior cargaba fichas manuscritas sobadas, programas mimeografiados por La Casa del Estudiante, dos o tres libros de la colección Austral.
Estoy seguro de que mi propio inconsciente lo promovió, tal vez sucedió por necesidades internas del mercado que me resultaban desconocidas; lo concreto, es que mis actividades se ampliaron sin razón justificable ni la intervención diligente de mi voluntad. Comenzaron a llamarme las gentes más extrañas pidiéndome que comentara y retocara poemas inéditos, diera charlas sobre Susana Soca, hasta me propusieron (lo rechacé por temor a la malaria sin mosquito anofeles hembra) organizar un taller de escritura. Algunas de esas tareas adicionales tenían un raro encanto y exigían un mayor trabajo de preparación; gracias a ello algunos domingos, por primera vez en mi vida me quedaban sueltos en los bolsillos billetes de los ganados durante la semana. Debía admitir que estaba en camino de la profesionalización, entonces seguí una regla de oro: jamás permití que la mejora económica opacara y me hiciera olvidar mi debilidad por verme implicado de cerca en situaciones excepcionales. En principio aceptaba todos los requerimientos de mis servicios, lo hacía con la esperanza de hallar por ahí ambientes escondidos, situaciones fuera de la vida cotidiana permitiéndome una fuga necesitada –ya dije lo de Leda- por otras cosas que sucedían en la ciudad.
La historia que interesa comenzó de casualidad, fue el resultado de una de esas combinaciones extrañas evocadas, desatada o iniciada esa vez por una muchacha algo mayor que yo conocía de manera informal.
-Te estuve buscando, me dijo. Anotá, agregó y me dictó un número de teléfono cuya característica correspondía al Centro. Es la parienta rica de la familia. El lunes pasado tomé el té con ella, se rompió la pierna de la manera más estúpida y está enyesada. Se aburre una enormidad la pobre. Pensé enseguida en vos. Le conté de los cursos a domicilio y se entusiasmó. Está impaciente esperando tu llamada, es algo distraída pero simpática y tiene mucha plata.
Desde el primer momento adiviné la falta de ternura en la eventual relación. El período de trabajo intenso preparando exámenes había decaído y tenía previsto ir a pasar una semana a Castillos a descansar. Le agradecía al yeso que la tuviera quieta, aunque hubiera sido más justo hacerlo con la yegua que la tiró en el campo. Fui a la cita a la espera de ganar unos pesos antes de marchar hacia el este del país. El trabajo resultó más sencillo de lo previsto, a decir verdad ella sólo me necesitaba para estar ahí a su lado escuchando. Yo me limitaba en mis modestas funciones, a ser picador de una memoria femenina empachada y trabada por el accidente de equitación. La manera de vivir desde su niñez y la cirugía plástica en el pasado cercano habían hecho de ella una mujer seductora; aunque se acumulaban una punta de años en esas tetas altaneras y firmes mostradas como al descuido, con cierto orgullo provocador. Su pelo era rubio luminoso de tintas importadas y se había casado varias veces.
Me hubiera gustado sodomizarla con la escayola puesta, pero entendí que su mente comenzaba a despreciar cualquier aventura que la distanciara del ayer seductor recobrado frente a mi escucha. La técnica para su caso suponía una conversación sobre temas generales, pero degeneró y no por cierto de acuerdo a mis planes desde la primera sesión. Si, por ejemplo, yo comenzaba a esbozar el paisaje de los campos de Castilla para introducir a Machado, ella me replicaba con el crujir del cuero del cochinillo asado partido con el canto del plato de loza Calatrava en lo de Cándido en Segovia. Cuando perfilaba la semblanza de Carlos Reyles, ella me recordaba el parentesco de su familia con los Reyles y de ahí al desastre actual de la Asociación Rural, llena de chacareros groseros sin la clase del heroico intelectual novecentista. Ingenuamente tenté un Baudelaire y acabé escuchando el menú de réveillon 1964 en el Georges V de París. Debí aceptar pasada la humillación el juego suyo que sabía desplegar de maravilla.
Reaccioné mal, abruptamente le imprimí a las sesiones una dosis exagerada de grosería. Venía de descubrir una variante nueva de la envidia, me enardecía que sus narraciones fueran y así de simple verdades encadenadas. Comencé a inventar situaciones de novelas inexistentes, con deformados personajes inverosímiles y que hacía vivir en ciudades exóticas, buscadas la víspera en el diccionario Espasa Calpe.
-Que curiosa coincidencia, me dijo una tarde la enyesada. Ahora que su charla comienza a desinteresarme me sacan esta porquería de la pierna. Es mejor así, presiento que nuestras relaciones hubieran terminado mal… en el fondo usted es un muchacho moderno, interesado por las novedades de la ronda y habrá observado en nuestros encuentros mi debilidad por los universos clásicos.
La pinacoteca del living tenía cuadros de pintores famosos. Ni el último día le pregunté por esas telas colgadas que fueron testigo de nuestro disparate, temía que detrás de cada una de ellas estaría agazapada, pegada y firmada como la autentificación una historia con viajes espléndidos, de inversiones en dólares y subastas reñidas en Londres. La literatura engaña y encierra poquísimas historias semejantes a la realidad. La experiencia mundana con esa mujer me había dejado vacío, por unas semanas fui una rata de laboratorio que en cada experimento equivocó el camino de salida. Sin llegar al odio pudo inocularme un vertiginoso deseo de venganza, l final terminó recomendándome como si fuera una cocinera de confianza que prepara unos deliciosos bifes a la portuguesa.
-Cuando regrese de su viaje a Castillos, supongo que viajará en esos horribles ómnibus de Onda, llame a este número y pregunte por Amapola, me dijo. Es una parienta lejana que vive las secuelas de un drama juvenil, pero es muy culta. Sería bueno que pudieran entenderse.
Sin decir nada, tal vez porque el gesto formaba parte del método de reclutamiento guardé la tarjeta en el bolsillo de la camisa y acomodé las hojitas con los apuntes.
-Usted conoce el camino hasta la puerta, dijo y me sentí al final de una escena de melodrama inglés.
Me acerqué a ella para despedirme y la besé en la boca. Ella me dejó hacer hasta que quise abrirle los dientes con la lengua, entonces se retiró y con la mano derecha –tenía los dedos manchados por la edad y cargados de anillos de piedras preciosas- me acarició la mejilla, luego se acomodó el pelo sobre la oreja como hacen las colegialas.
-Si un día se decide a viajar a Praga entonces llámeme, pero nunca antes. Aunque le parezca ridículo fue bastante gratificante conocerlo. Hasta entonces y adiós.
En Castillos dormí unas siestas interminables y terribles, soñaba las vidas posibles que me estaban deparadas si viviera en otro lugar, lejos de aquí. Durante esos días me vi involucrado en incidentes extraños que ahora sería largo de contar, quizá al regreso de Praga y resultan menores porque lo imprescindible es Amapola. Del viaje a Castillos volví a casa sin un peso pero tampoco desesperado, en mí la bancarrota era una situación común y corriente. La idea de Amapola me rondaba el pensamiento, luchaba entre el olvido de su nombre y el vicio de responder a otro llamado del misterio, queriendo espantar la lentitud de las horas que comenzaban a sobrarme.
El primer fin de semana del regreso mi madre preparó ravioles caseros, el sábado de tarde la casa se llenó de mesas cubiertas de harina, vapor de acelga hirviendo en enormes cacerolas y la intensidad de un tuco fuerte espeso y desafiante. El domingo me levanté tarde y cuando estuve despierto recuperé un gesto de la infancia que me enseñó el abuelo de la parte italiana de la familia. Mojé un pedazo de pan marsellés en el tuco hirviendo, lo soplé para no despellejarme el paladar y lo mandé a bodega.
Me senté con mi padre a mirar delante del televisor un partido de fútbol entre dos cuadros de pataduras, intercambiando comentarios sarcásticos nos terminamos la botella de vermú Oyama. Cuando se acercaba la hora de pasar a la mesa fui a buscar vino al almacén de la otra cuadra y comenté los eventos del barrio con algunos vecinos. Entendí que podía vivir así el resto de la vida, pero esa configuración de la felicidad estaba destinada a desaparecer en pocos años.
Vino a casa uno de mis tíos y nos divertimos durante el almuerzo escuchando las aventuras de su último salto a Buenos Aires. Allá viajó con un conjunto de recitadores criollos y payadores vocacionales en gira artística, una banda de atorrantes. Tomé mucho vino y comí más ravioles de los necesarios, al final mamá me trajo dos digestivos efervescentes, Afuera estaba lloviendo y me vino un agradabilísimo sopor, hasta podía disfrutar por adelantado el placer de la siesta.
-Al sobre, dijo mi padre y yo me sonreí.
Mamá se quedó limpiando la cocina sin parar hasta guardar en su lugar el último tenedor utilizado desde la víspera. Esa tarde soñé que era vendedor de flores en el cementerio del Norte, entonces venía a mi puesto un viejo barbudo y de corbata acompañado de una niña gordita arrastrando un cochecito.
-Mi nieto murió anoche, dijo el viejo. La madre viene a enterrarlo, deme cien pesos de flores surtidas.
-¿Puedo verlo? le pregunté. Seguro que así puedo aconsejarles mejor.
Pero era mentira, lo que yo quería era ver la criatura que había parido la muchachita.
-Si claro, dijo ella. Es un hermoso bebé, lástima que se murió. Mire, mire, me invitaba.
Levantaba el rebozo del cochecito como si fuera la funda de una jaula de pájaros parlanchines, apenas me inclinaba para ver yo comenzaba a sentir un olor nauseabundo y me desperté.
Salí de la cama con la imperiosa necesidad de llamar a Amapola.
-Mire lo que son las casualidades, me dijo una voz muy dulce de mujer desde el otro lado de la línea. Hoy, sesteando, soñé que un señor simpático venía a venderme un ropero.
De esa manera y sin otro preámbulo empezó la otra historia. Al principio me molestó que la casa de Amapola quedara lejos de todos lados, me hubiera gustado que la dirección correspondiera al Cerro que era un barrio que conocía mal y me tenía intrigado.
Resultó que era por la zona de Colón y debería viajar en el 145 de Cutcsa por más de una hora. En general tomaba dos coches desde casa y subía al segundo –el 145- en la salida de la línea sobre la costa sur junto al Templo Inglés. Otros días lo interceptaba en el cruce de 8 de Octubre y Propios. Prefería la primera variante para elegir un asiento con ventanilla. “Qué lindo, pensaba. La línea pasa por avenidas que conocía de a pedazos.”
La tarifa convenida era mayor de la habitual por el tiempo de viaje requerido para ir hasta lo de Amapola. Después de llegar al destino del ómnibus en Colón, debía caminar unos veinte minutos. Una vez ella me ofreció un carruaje para llevarme y traerme desde la parada hasta la casa, con gentileza y prontitud decliné el ofrecimiento del transporte. Temía que las personas me vieran subir al carruaje y dijeran: “Allí va Emilio, el amiguito de Amapola.” Estaba convencido de que los vecinos del lugar conocían a todos los piantados del barrio, los carros tirados por caballos que todavía circulaban y a los mismos caballos.
La caminata del último tramo me transportaba a otro país. El asunto sucedía así: bajaba del 145 y durante cinco cuadras, lo que formaba el centro de Colón, el paisaje se parecía a cualquier barrio de la ciudad con mercerías en penumbras y puestos de zapateros remendones. Llegaba después la zona de las manzanas con muchos árboles, allí las casas viven sin pared medianera, solas, orgullosas por tristes, húmedas en los cimientos y separadas entre ellas. Lo suficiente como para no poder escuchar a los vecinos pelearse apoyando una copa de cristal sobre la pared y luego pegando la oreja contra el fondo.
Por ese rumbo las casas son islas y se hace dificultoso encontrar las chapas esmaltadas con la numeración, cada tanto por esas calles pasaba un auto distraído, perdido. Mucho Citröen negro, el modelo de antes de la última guerra mundial. La calle conde vivía Amapola es de las que se encuentran después de doblar seis veces, por la vereda de enfrente caminaban viejos trajeados apoyados en bastones, señores parecidos al del sueño con el nietito muerto. A los jardines de las casas tupidos por desidia y abandono entraban las sirvientas vestidas con batones sin cinturón, a lunares. La mayoría tenía el aspecto de niñas con desarrollo prematuro, movían los pezones al caminar mientras se les metía la bombacha de algodón ordinario por la entrepierna, comida por el ritmo apuradito de la marcha. Tenían trenzas renegridas y duras, yo las suponía venidas del campo para ser ahijadas, criadas de la señora, manoseadas junto a los armarios por parientes de visita algo bebidos y el embarazo a la vuelta de la esquina, dependiendo de la osadía del repartidor del mercadito. Ellas pasaban con la chismosa trenzada de los mandados colgada a un costado pegando en la pierna. Podía verse el pan flauta, un paquete sanguinolento de pulpa picada, medio kilo de azúcar para los mates dulces del atardecer en la cocina, una botella oscura de Crush llena de aceite de girasol suelto y tapada con un corcho recortado a cuchilla.
Era un paisaje de otra ciudad que se llamó Montevideo hace casi un siglo. A mi me gustaba andarla por un ayer desconocido que echaba en falta, lo hacía para encontrar la paz agradable de escaparme por esos desplazamientos en los bordes del tiempo histórico. Me hice el firme propósito de venir el próximo verano a los alrededores de Colón, golpear los llamadores de todas esas casas ofreciéndome para dar clases ya que me sabía inepto para ser ladrón y engañar a los perros emboscados entre las plantas.
La primera vez recordé el orden de las instrucciones recibidas por teléfono y di con el portón que separaba el terreno de la vereda. La casa propiamente dicha se protegía al final de una estrecha senda de pinos parecidos, que tenía el ancho suficiente para permitir el paso cómodo de una tartana tirada por dos matungos. Metido en esa línea recta, un segmento separando dos universos con problemas de entendimiento, supe cuál era el camino más corto entre lo indefinible y mi realidad presente. Antiguo incondicional de atardeceres sin interferencias que pasan en la costa, estaba descubriendo los sortilegios de la otra luz que, a pesar de ser tan rápida -trescientos quilómetros por segundo dicen- remolonea y se entretiene en los recovecos de cada árbol que cruza en su trayecto.
La caminata desde la parada del 145 me dio sed, adentro, una vez en la sombra interior de la casa, cuando me preguntaran si quería tomar algo diría que sí: una limonada con mucho hielo y un helado casero de vainilla con escarcha en los bordes. Arrastraba los zapatos por el pedregullo y las mariposas del camino se espantaban. Desde lejos daba la impresión de ser una casa con muchas habitaciones, suponía en el interior algún movimiento a la espera de mi llegada anunciada. El estado de ánimo era sereno, tenía preparado mi discurso inicial con la experiencia de un corredor de seguros para ofrecer varias pólizas en opción, desde hurto por ausencia de moradores hasta secuelas de un temporal de granizo. El jardín estaba descuidado y próximo al abandono, la escalera de entrada tenía que ser como era, estaba seguro de haber visto ese mismo paisaje con anterioridad en otro lugar olvidado intencionadamente. Miré el llamador al costado de la puerta, era una manito de bronce agarrotada sobre una esfera como de momia petrificada saliendo del puño puntilla de un cuadro del Greco. El primer golpe fue tímido evaluando la resistencia, el segundo sonó con eco de impaciencia.
Al rato escuché pasos en el interior y el movimiento del picaporte. La mujer que abrió la puerta estaba uniformada para recibir invitados a una recepción, sonrió y luego me cató de arriba abajo.
-¿Usted es el literato?, preguntó. Lo estamos esperando hace rato.
Tampoco era ese el mejor momento para establecer ajustes terminológicos. Respondí que sí con gentileza, entré y me limpié los zapatos en el felpudo como si viniera de caminar durante una tarde de temporal.
La mujer que me recibió tenía un delantal blanco y almidonado, de su cuerpo emanaba un olor agrio de almizcle segregado por alguna parte íntima. Mezclado al de una colonia lavanda ordinaria y empalagosa impregnando un cuello tenso de parda, lindo para lamer durante horas acompañando palabras obscenas.
-Es por aquí, sígame.
La parda avanzó, ella movía las caderas a propósito igual que una potranca en celo. Eso y su andar ligerito me impidieron hacer la primera inspección ocular del recinto; caminábamos sobre mullidos tapices orientales, vi cuartos de puertas entreabiertas que parecían prontos para una mudanza esa misma tarde.
Seguí dócil a la potranca hasta un gran salón donde hasta mi sillón estaba indicado, ese sería mi espacio de trabajo las próximas semanas. Una de las ventanas estaba abierta y daba a otro jardín, que me dio la impresión de estar cuidado con esmero.
-La señora Amapola viene en algunos minutos, me dijo. ¿Quiere tomar algo fresco?
-Si, contesté. Un vaso grande de limonada con hielo y azúcar.
-Hace una calor… ¿no?
-Yo prefiero lo natural a las melazas químicas.
-Ah sí, dijo ella como en un suspiro y se marchó por el corredor que daría a la cocina.
Pasados unos minutos llegó otra criada con la bandeja, era una niña parecida a la que vi volviendo de los mandados en el camino hacia la casa de Amapola. Me miró y se puso colorada como si hubiera adivinado mi comparación, tenía los bracitos flacos y era linda de cara, el pelo negro largo estaba atado con una moña celeste.
La muchachita andaría entre los doce y los catorce años, era imposible adivinar de qué departamento del interior la trajeron hasta las cercanías de la capital. Tomé un trago largo de limonada fresca y pensé en las dos mujeres de la servidumbre como un prólogo sin mayor importancia de lo que vendría luego, más parecido a la decoración del salón del que intentaba retener detalles aislados.
De repente ella estaba ahí como las cosas inmateriales, manifestación espontánea de un espíritu gentil vestida de negro y colorado.
-¿Llegó sin inconvenientes Emilio? me preguntó antes de sonreír. Yo soy Amapola, tenía muchos deseos de conocerlo para ver quién se escondía tras esa voz del teléfono. Veo que le sirvieron algo fresco. Bien, bien… Supongo que conoce los términos de nuestra relación.
-Para serle sincero, los desconozco, dije.
-¿Mi parienta no le adelantó nada? preguntó como si mi ignorancia la hubiera sorprendido.
-En absoluto.
-Esa pituca siempre igual, dijo y pasó de la sonrisa a una mueca de fastidio con la boca.
-Si estamos ante algún malentendido…
-Oh Emilio, nada de eso, explicó y en un gesto de mano dio a entender que recuperaba el dominio de la situación. Sucede que la desidia de quien usted conoce me obliga a explicar ciertos aspectos difíciles de entender. En esos casos una puede, por más buena voluntad que tenga, mostrar apenas las apariencias.
Reaccioné sobre algo que me molestaba sin haberme percatado; Amapola tenía el aspecto de venir de un concierto y estar a punto de salir para una mesa de bridge entre amigas, de lo contrario era inconcebible que me hubiera esperado vestida de esa manera en un día caluroso. Era una estampa cómica con aire arrebatado de daguerrotipo sacado del viejo semanario Mundo Uruguayo, mostrando una párvula insegura como la amada inmóvil y antes de declamar de memoria poemas escogidas de don Amado Nervo. Perlas Negraspongamos por caso, versos de quien tuvo la curiosa ocurrencia de expirar en Montevideo.
El peinado de Amapola denotaba la gracia producto de largas horas delante del tocador, el corte del vestido decía la maniática perfección de modistas de barrio y el maquillaje esplendores adecuados a una señorita educada de antes de la primera guerra. Las piernas las cubrió hasta las pantorrillas con una cascada de volados sucesivos y las medias, negras y caladas, estaban a medio camino de virgen de suburbio y mantenida descocada de aspecto revival. Los brazos levemente ajamonados eran apetecibles, los dedos de las manos tenían una tensa agilidad adecuada para tocar las Czardas de Monty en una trascripción para piano de Ferruccio Busoni. Negros resultaron el cinturón, los zapatos brillantes de medio taco y las flores de tules. La cara de Amapola, incluyendo polvos de arroz y el bermellón cubriendo los labios, era de belleza prerrafaelista: el pelo lacio y tirante hacía pensar en una planchadora española, la mirada era de animal apaleado, no importa cuál y todo se defendía por la máscara facial, que dentro del anacronismo sobresaliente resultaba una obra de arte digna de porcelanas de dinastías chinas medievales, de una Miss simpatía de kermés finisecular.
La arrogancia de ese desajuste logró la finalidad o lo inquerido de desacomodarme y pensando en categorías objetivas, ella carecía de la belleza propia de los años actuales. Destilaba cierto color tenue de hermosura cercana a la locura contenida, una concepción estética arraigada en la irremediable decadencia. Me parecía paradojal que en la misma familia coexistieran mujeres tan distintas como Amapola y su parienta enyesada. La misma casa de Amapola probaba la existencia de espectros que retornan cada tanto y me consolaba pensando que hoy mismo, más tarde, después que pasara lo improbable, llegaría hasta el centro de Colón y me sentaría en una silla al aire libre y pediría cerveza embotellada. Si había anochecido o al menos el sol no estuviese a la vista, comería papas fritas con huevos fritos.
-Usted dirá, dije iniciando con formalidad una suerte de consulta médica.
Era obvio que Amapola estaba lejos de la angustia adolescente previa a la semana de exámenes extraordinarios. Su educación debía ser –lo intuí sin esfuerzo- resultado de preceptores extranjeros que como yo llegaron a esa misma casa. Conservatorios estrictos que la llevaron hasta los Nocturnos de Chopin, el adiestramiento precoz en modales apropiados para desempeñarse con gracia en sociedad. La supuse en gustos literarios encaminada a las églogas con pastores tañedores de flautas de pan, hacia parnasos del siglo diecinueve en su versión autóctona de cartón piedra y rima consonante.
-Me pregunto si usted será la persona adecuada a mis necesidades, me dijo una vez sentada en un sofá que estaba en diagonal, poniendo las manos sobre la falda. Es probable que me haya apresurado y usted no desea disponer de su talento en una tarea menor y opaca.
-Mi talento… dije moviendo una mano en tirabuzón ascendente.
-Usted es demasiado modesto. Mi prima, que es menos descocada de lo que parece, me contó que habitaba en usted el espíritu de un joven muy leído y yo necesito alguien que lea.
-Debió pensar en un actor, dije y comencé a pensar que ahí sentado estaba perdiendo el tiempo.
-Pensé en el sentimiento, dijo y lo acentuó con un rictus de la cara cargado del orgullo que merece una indelicadeza. Ellos, los actores, se conformarían con actuar. Yo busco el sentimiento de alguien con preparación literaria, que lea con la emoción de entender, igual que si las oraciones formaran una partitura. ¿Me explico?
-Más o menos.
-Déjeme terminar… Emilio: soy consciente de tener la apariencia de una solterona de familia venida a menos, hay varios espejos en la casa y jamás los evito. Para mí, llámelo manía, defecto, destino, da igual… es inevitable ser como soy. Con el tiempo, si decide acompañarme una temporada, es probable que llegue a entender que “debo” ser así. Es una condición diría que heredada que me acompaña desde jovencita. Varios de mis mayores terminaron sus días en hospicios psiquiátricos, sin saber quienes eran cuando se despertaban y ese temor reaparece en estas habitaciones cada amanecer. Quizá si la vida me ve así, un poco desajustada, decida dejarme tranquila unos años adicionales. Emilio, perdóneme el derecho a persistir con la apariencia que tuve durante un otoño lejanísimo en el tiempo y muy cercano en el corazón.
Amapola dijo su alegato con voz serena, muy digna a pesar de algunos términos graves y otros que se me escaparon, segura de que su argumento era irrebatible. Ella hizo una pausa y luego, como si leyera en un libro sin tapas, dijo:
“-Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos.” Eso, Emilio, lo escribió un poeta de la otra orilla que fue amigo de mi padre, hace tanto tiempo… Sin embargo, cada vez que lo recuerdo me entristece.
Por curiosa coincidencia conocía la continuidad del texto del argentino y entonces yo continué en voz alta :
“-¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética y deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?”
A medida que sumaba una palabra detrás de otra era testigo ocular de cómo la luz se debilitaba en un tiempo que presentí lejano, donde era posible la irrupción de una emoción olvidada de esas que hacen tragar saliva.
Cuando se apagó el eco de la palabra caoba Amapola me dijo:
-Gracias.
Recortada en el marco de la doble puerta de entrada, distinguí la silueta de la ahijada sirvientita, confundiéndose con un telón difuso de cretonas excitadas. Fue ella quien apoyó la palma de la mano en los interruptores de la luz artificial. Había en el ambiente una conspiración que pudo encerrarme en una celada de literatura y sensibilidad. La dueña de casa logró afectar en mí resortes íntimos y novedosos, tensar una cuerda del lenguaje ausente en los programas de enseñanza secundaria y la limonada dentro de la jarra de cristal se había entibiado. Amapola, sus palabras y los silencios me conducían a territorios para mí más reconocibles que las ciudades aquellas arrasadas por la insaciable voracidad de la parienta enyesada.
Durante ese tiempo sin medida, consentí que haría cualquier cosa que ella me pidiera para ganar tiempo y acercarme al encanto de la casa Amapola. A las confesiones de las sirvientas que merodeaban nuestra entrevista, al juego embriagador de limones amarillos del huerto familiar. Así comenzaba una relación que duraría muchísimos meses y que cada jueves traía algo inesperado, como si de una misma cajita de música cada vez que se la abriera saliera una melodía distinta. Villa Colón, Amapola y su casa eran el descubrimiento de un mundo intocado. Constancia de ignorancia inexcusable de mi parte, conocimiento progresivo del lado en penumbras de mi mundo: olores nunca antes sentidos de vainilla y jazmines de un blanco inmaculado, gusto de dulce de higo recién salido de inmensos bollones, el sabor de oportos portugueses guardados bajo llave desde el apogeo del Bazar del Japón montevideano.
El mundo podía seguir su mascarada de progreso más allá de la puerta cancel, adentro de los dominios de Amapola un capítulo complejo de la realidad se resistía al presente, un rechazo cargado de desprecio echándole en cara el derecho a vivir en su obstinada prescindencia del calendario. Viajar a Colón me transportaba a un tiempo lúcido en su agonía, tiempo recluido en quintas semiderruidas habitadas en un sector reducido, condenando el resto a la amnesia del abandono, amparado en recintos clausurados infranqueables para intrusos depredadores. En aquellas incursiones aprendí el arte íntimo de los tejidos sensuales venidos desde lejos, la voluptuosidad insospechada del brocado y el terciopelo, el recato de la pana, el color de una tela de araña tejida entre los caireles de cristal de Murano suspendidos sobre nuestras cabezas. Supe que la riqueza es la acumulación de objetos, formas caprichosas de la madera, el cristal, los metales y porcelanas cuya gratuidad adquiría dentro de esa casona la animación despertando desconfianza y ternura; hasta un piano vertical sin pretensiones que había en el salón se volvió una presencia animal.
Pero ahora se trata de evocar hechos concretos y olvidar mi desencanto por haber llegado algunas décadas tardes al tiempo de las tertulias en el café Tupí Nambá. Si dijera que la propuesta de Amapola me sorprendió estaría mintiendo, me disgustó no haberla adivinado desde el comienzo antes de que hablara, viéndola bajar la escalera. Ni deducirla de manera sencilla cuando habló con desdén de la parienta. Recuerdo que Amapola lo dijo al descuido, simulando una ocurrencia súbita para que desechara tramas secretas que igual comencé a elaborar de inmediato.
-Lo llamé, Emilio, para que me lea las obras completas de Felisberto Hernández.
Así lo dijo, sin más y como quien habla de un primo común, sosteniéndome la mirada, moviendo una mano sobre la falda queriendo sacarse miguitas de budín con pasas.
En mis largos meses de trabajo a domicilio elaboré una coraza de Quevedos y Daríos, me defendía con eficacia de las propuestas estrafalarias que me salían al paso. Tan inusual pedido que venía de escuchar, era una pica de fresno que rompió mi carne por una juntura descuidada de la armadura literaria. Ello podía entenderse mejor si recuerdo algunas condiciones de mi primer encuentro con los relatos de Hernández, que explicarán sólo en parte mi prolongada complicidad con Amapola. La claudicación sin reservas a su ceremonia, mi necesidad de acompañarla en aventuras que ponen en entredicho la estabilidad de mi propia conciencia.
Cuando supe la lista de autores para el examen de ingreso al Instituto de Profesores, entre los nombres propuestos estaba el de un compatriota de patronímico más apropiado para un violinista de la orquesta típica de Miguel Caló. Lo primero que me pregunté al repasar el comunicado, fue si alguien llamado Felisberto podía haber escrito algo de valor. Con ese prejuicio pendiente de muchacho insolente y la voluntad de superar la prueba de ingreso, fui conociendo argumentos curiosos, historias parecidas a valses que salían del interior de cualquiera de las casas de mi barrio.
A los paisajes que él describía podía llegar caminando unas pocas cuadras, los personajes tenían mucho de los vecinos que saludaba todos los días; el tal fulano me embromaba el proyecto de una prueba de selección de neto corte estructuralista y objetivo para anegarme en las ganas de leer porque sí, en cualquier lugar. Por primera vez una realidad próxima que yo reconocía y quería como propia se había hecho literatura. Mi pasión por los escritos y libros de Felisberto daría para largo, inician sin ir más lejos el vínculo con Amapola, curioso corolario de una cadena de relaciones causa-efecto que sólo puede concretarse en Montevideo y sus inmediaciones.
Calvino escribió que Felisberto no se parece a ninguno; sin poner en cuestión tamaña verdad irrebatible, es sencillo no obstante entender su sistema húmedo y excepcional a primera vista. Para una correcta iniciación, alcanza con proponerse la aventura discreta de conocer los secretos de Montevideo. Meterse a fisgonear en los últimos conventillos de la calle Ibicuy con aljibes en el patio, entender el peregrinaje irracional de gente de origen centroeuropeo para morir a uno y otro lado del camino Maldonado, hacerse invitar al menos una vez en la vida a casas como la de Amapola y que por miedo se esconden de los espíritus prácticos. Haber escuchado junto a un tablado callejero al aire libre, la orquesta de bandoneones infantiles del maestro Jaurena, reconocer al ciego que hacía sonar una lata de arvejas Cololó con monedas en la entrada principal de la tribuna Olímpica del Estadio Centenario los días de partido, haber fregado veteranas teñidas y encorsetadas en los bailes de la quinta de Casa de Galicia mientras duraban los domingos de verano.
La prosa resultante de Felisberto es un malentendido de la ciudad y él un tipo raro que habiendo sido pianista de concierto, terminó escribiendo “El caballo perdido” y en el intento de ser fiel a la cara de Ana, se casó con muchas señoras, encandiló sensibles corazones verdes de muchachas proclives como Amapola. ¿Y si lo otro fuera la triste historia de todos los días? Mi descontrol provenía de sospechar que Amapola era un reflejo inenarrable de Montevideo y el resto simple pirotecnia de poder. La ciudad rememoraba un animal fantástico en estado de coma, encierro voluntario de las horas a cal y canto, un vegetar entre avenidas arboladas y gorriones picoteando lombrices vivas. Miedo a moverse y quedarse inmóvil sentado en un sillón de ruedas, tomando copitas de anís del Mono.
Montevideo sólo seguiría existiendo mientras exista esa Amapola, pensaba. Era clarísimo luego: fatalmente Amapola pediría que le leyera cuentos de Felisberto. La relación quedó definida como un ajuste estable a partir de los sobreentendidos. Si se pudo descartar la desconfianza inicial restaban preguntas trancadas en pliegues de manteles que llegan hasta el suelo, enterradas en macetas de malvones colorados y apoyadas en estantes inaccesibles de la alacena.
El primer día, me comentó al pasar, deseaba limitarse a establecer las generalidades de nuestro trabajo en común.
-El orden de lectura lo decide usted, dijo. Yo bajaré siempre por la misma escalera y sabiendo que vengo a una fiesta del espíritu. Una vez que me ponga cómoda usted comienza la lectura… algún día me gustaría que hablara de él como lo haría de un amigo, que lo recuerde con afecto, me ponga al tanto sobre lo que dice de sus escritos la crítica nacional y extranjera.
Con elegante generosidad Amapola zanjó los aspectos prácticos y económicos de nuestra relación, incluyendo los de la primera entrevista y se despidió.
La primera de las criadas que me recibió me acompañó hasta la puerta.
-¿Le gustó la limonada? me preguntó. Yo misma la preparé, les saqué el jugo hasta la última gota; sentí a mis espaldas una risita y el golpe seco del cerrojo.
Una vez fuera se me ocurrió pensar que Amapola podía ser prisionera de una conjura, me preguntaba de qué manera llenaría los días hasta llegar al jueves próximo.
La tarde se oscureció, el paisaje todavía podía distinguirse sin peligro de tropezar con los arbustos del camino. Marché despacio, primero por el sendero, luego por calles laterales y el camino cortado hasta desembocar en la gran avenida –decorado conocido- y me arrimé al bullicio de la plaza Colón que nada sabía de los silencios de Amapola.
Por costumbre me senté a la mesa de uno de los bares en la vereda, entre parroquianos comunes y corrientes, distanciado de la atmósfera que había respirado unos minutos antes. El tránsito por las calles a esa hora era fatal, había mujeres con paquetes caminando en todas direcciones y muchachas que venían de hacer deporte en el Club Olimpia, recién duchadas.
Sin que yo lo llamara el mozo que atendía la vereda se acercó y pasó un trapo gris por la mesa de latón.
-¿Qué le hago marchar? me dijo.
-Una cerveza de a litro bien fría y un plato de papas fritas con dos huevos fritos.
El primer mes de trabajo en casa de Amapola pasó sin sobresaltos y me disgustó que otra gente me llamara para preparar exámenes. Mi cometido con Amapola era sencillo, pero algo empezaba a interponerse con el resto de mis clases. Olvidaba la angustia de los adolescentes y sólo pensaba en los licores, la comodidad de una bergère verde inglés de Colón, los ejemplares de Felisberto que ella me daba para leer, todas primeras ediciones.
Una parcela de mi conciencia se estaba enamorando de Amapola y todo marchó bien hasta el último jueves del segundo mes. La encontré irritada; pensé sin imaginación en las consecuencias de una menstruación dolorosa, pero era imposible afirmar si alguna vez le había venido la regla o si estaba en la menopausia. Fue el mismo día que escuché la discusión; a pesar de los inconvenientes para reconocerla nunca la había escuchado gritar de esa manera, Una de las voces era de Amapola, la otra me pareció de un hombre mayor. Hecho circunstancial o fijo, la cuestión era que había un hombre en la casa y lo escuchaba por primera vez; mientras duró la discusión descubrí a las sirvientas cuchicheando entre ellas. Luego pasamos una hora de lectura desagradable y tensa, sé que mis celos tuvieron algo que ver en ello.
Al otro jueves el ambiente mejoró, buscando protegerme había decidido jugar un poco fuerte y leí “Menos Julia”. Desde el primer minuto me propuse imponerme como un declamador de teatro aficionado, buscando llegar con mi voz a todos los rincones de la casa: a la cocina para seducir como galán meloso de radioteatro a las domésticas, que estarían escuchando, tomando mate dulce y comiendo pan tostado con mermelada de durazno casera. Desafiando al tipo oculto en alguna de las habitaciones, hasta hacerle entender que existían misterios más interesantes que eso de esconderse de las visitas.
Terminé la lectura con la garganta seca y tomé de un trago la copa de vino dulce, me recosté en el respaldo capitoneado.
Estaba cansado y ofuscado.
-Usted es rencoroso Emilio, me comentó Amapola. Le pido disculpas si en algo lo ofendí con mi conducta del jueves pasado. Una tiene también sus problemas íntimos. Hoy leyó sin ser usted, a mí el cuento me gustó mucho, pero mire: las porcelanas, la platería, las flores, hasta el piano están asustados.
-¿Le parece Amapola ? respondí.
-Emilio, si yo lo siento ellos también. Quédese un ratito más conmigo y ayúdeme a entender el cuento, el sentido del túnel, lo que se mueve debajo de una estridencia sensual.
Ella tenía razón sobre mi vanidad aunque fueron otras las palabras utilizadas. Quería atribuirle un misterio a Amapola y me dolía la sola idea de que, para los ojos de otros que conocían su pasado ese misterio fuera ridículo.
-Yo tampoco lo sé, quise argumentar. Eso es lo lindo, acepto la existencia de otros territorios que escapan a explicaciones lógicas.
A pesar del rencor le decía la verdad. Por razones que me parecen evidentes, en las últimas semanas había regresado a la literatura de Felisberto y el vínculo ahora con la intermediación de Amapola, se volvió cuestión personal difusa, la tranca emperrada impidiendo mi avance a otras lecturas hasta que algo estuviera resuelto.
La deducción intuitiva de Amapola desbarató mis defensas y lo que solía ser mi actuación, con un aplomo de convicción fingido desde las pobres interpretaciones que podía darle a los textos, se volvió confesión disimulada.
-Lo que más se acerca a dilucidar ese punto es un texto del propio Felisberto, proseguí queriendo salvar así con algo de dignidad el desastre de la lectura.
Me sentía alguien preparándose para leer un extenso poema al final de un banquete, es más: fui por unos minutos engolado presentador de concurso de cantores aficionados, un animador de fiesta de fin de curso de conservatorio de señoritas.
-Existe una bonita página de Felisberto Hernández que lleva por título un sugerente… “Explicación falsa de mis cuentos.”
Mi primera intención era hacer una brevísima exposición del contenido de dicha página releída infinidad de veces y lo hubiera hecho de haber sabido por donde empezar.
De pronto sucedió algo increíble, podía ser el empuje desatado de la memoria y hasta un socio que me la leyera al oído. Lo cierto es que encontré una tonalidad, recordé una melodía y una palabra fue trayendo la otra. Era desconcertante, tocaba el texto con los dedos a la manera de los ciegos. En mí y en quienes escuchaban esa especie de trance mediumnico tuvo un efecto hipnotizador.
Encontré la melodía y resultaba imposible escapar del texto, que crecía incesante aunque la habitación donde estábamos permaneciera en penumbras.
“-Obligado -comencé- o traicionado por mi mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Prefiero decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma está destinada a ser, ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intensiones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene una vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.”
Cuando terminé Amapola tosió como si se hubiera atorado con miguitas de galleta malteada. Estaba emocionada más allá de mi intención al recordar la falsa explicación. Por una vez evoqué un texto para mí mismo y que lograba desconcertarme, abriendo puertas cerradas hasta que mi conciencia arreglara asuntos pendientes con esa botánica de la imaginación.
-Ahí está todo, Emilio, todo…
-Sin embargo es apenas el comienzo, le dije, todavía medio atontado por la recitación.
-Pobrecito, se ve que sufría mucho…
La frase quedó en suspenso, Amapola se interrumpió para caer en un acceso emotivo como si fuera tos con carraspera.
De algún lugar secreto entre el vestido y la piel extrajo un pañuelo con olor a sándalo y se lo llevó a los ojos, viviendo la caída de la última página de un folletín de amores desgraciados, hipó dos veces y lagrimeó como una chiquilina.
-Disculpe, dijo y se levantó anunciando una crisis.
Recuerdo que llegó hasta la puerta del salón caminando con esforzada entereza. Después de haber cruzado ese límite tal vez simbólico aceleró el paso y cuando llegó a la escalera estaba corriendo, buscando la soledad protectora de su dormitorio.
Me sentía culpable y deprimido por la sola idea de haberle causado dolor a esa criatura desamparada, clienta generosa, fina anfitriona. Permanecí sentado unos instantes para reponerme de la doble emoción, luego me levanté por hacer algo y por primera vez recorrí el salón con la excitación de un intruso nocturno, entreteniéndome en pensar una historia para cada objeto que me hacía señas de su existencia. Sólo me restaba retirarme con discreción.
En el zaguán me estaba esperando la mayor de las sirvientas.
-Hoy está en uno de esos días, me dijo. Quedate tranquilo literato, agregó acentuando tonos de falsa complicidad. No le hagas caso… ella fue medio novia de ese tal Filiberto y algo raro pasó entre ellos dos, imaginate… pero vos tranquilo que en esta casa nadie quiere perderte. Eso sí, un consejo de amiga, andá con cuidado porque la patrona se dio cuenta que la guacha te tiene caliente y así como la vez tan emperifollada es medio celosa.
-¿Y el tipo?
-Es un hermano. Vive en Paso de los Toros todo el año y cuando viene se pelean por cueros y la lana. ¿Cómo te crees que se paga todo esto, y a vos?
Salí de la casa sin desearlo, lo que de veras quería era quedarme. Afuera había pocas cosas que pudieran interesarme, qué importaba si la Pocha me dijo la verdad sobre los líos de familia, lo escuchado era perturbador y fascinante.
Me dije que lo inventó para embromarme, pero la sabía incapaz de una mentira tan sutil y preferí creerle del principio al fin, dejándome arrastrar por esa pendiente sin final a la vista. Creí estar en ventaja respecto a Amapola por esa sucia confidente de zaguán y nunca abordé el tema para no pasar por un metido.
En los encuentros posteriores osé algunas insinuaciones más bien tibias.
-Amapola, le dije un día. Usted es la flor más hermosa de alguna planta excepcional, espero que algún día me permita leer sus hojas de poesía.
Si era cierto el drama oculto de Amapola vinculado a mis lecturas ella, que fue mujer olvidada en la vida de Felisberto, quería permanecer en la ilusión de un cariño latente, ganarse el derecho a ser personaje de un cuento que Felisberto dejó sin escribir.
Hacía lo indecible por forzar la reparación de ese olvido, malentendido inconcluso entre realidad y literatura. Cuidaba su vestuario desde la ropa íntima y el maquillaje sin olvidar detalle. Se rodeaba de objetos con historia, de lámparas firmadas e incorporó un piano para crear las condiciones necesarias a su propio milagro postergado. En el amor primero y en la escritura después; es verosímil que eligió a las sirvientas confiando que la despreciarían a sus espaldas.
Igual que una mariposa multicolor con el paso de quién sabe cuántos años, la mujer se encerró en su propia trampa. Si alguna vez en el pasado dominó la distancia para entrar y salir a voluntad de la teatralidad, estaba ahora con las alas pegadas en un néctar de anémona y herida en el alma por aguijones zumbones, condenada a una locura deliciosa y por razones que nunca llegaría a reconocer en sociedad. Antes, en otros hombres seguro y últimamente en mí Amapola buscó un cómplice comprensivo y distante; por esa intuición inexplicable decidí ser el último de los elegidos. Fue así que semana tras semana, perfeccioné el ritual de las visitas.
Un jueves llegué con un paquetito de coquitos frescos de regalo, al siguiente con un ramo de siemprevivas como lo haría un pretendiente tímido y devoto. Leía cada vez menos y hablábamos de los bailes enmascarados de carnaval, de la recia apostura de Santiago Gómez Cou cuando entraba en escena, de las locuras radiales de Pepe Iglesias el Zorro.
Hasta hace unos pocos días la situación estaba bajo control y de acuerdo a mis intereses, pero comenzaron a ocurrir cosas raras. La tarde que había conseguido por un amigo una caja de serranitos de Minas, la encontré desmejorada. Pensé en un mal pasajero pero estábamos al final de la visita y ella pasó la hora sin probar el mate de leche, ni los pan con grasa calentitos de la tarde, sin abrir el paquete de la confitería Irisarri.
Me percaté que desde hacía semanas había dejado de llamarme por mi nombre, sentí un escalofrío de espanto, parecía que mi presencia podía ser prescindible.
-Sabe Emilio, estoy preocupada, dijo. ¿Usted se dio cuenta? Me parece que el piano está triste. ¿Ellos sufrirán mucho cuando están desafinados?
-Son tan raros, dije.
Sobrevino un silencio sin partitura, sentí que debía hacer algo y pronto, tomar una iniciativa. Dar un paso arriesgado si quería pertenecer al desarrollo futuro del delirio Amapola, que como ante un cambio de viento dejaba atrás las lecturas en voz alta de su antigua pasión.
Sentí en la espalda como si lo hubiera convocado de urgencia, el peso infantil de las sufridas clases de acordeón piano, cuando me obligaban a tocar Serpentina en fiestas familiares del vecindario. Prefería enfrentar el peligro de improvisar a dejar de comportarme como Amapola esperaba que lo hiciera. Me puse de pie, caminé hasta el piano que a ella le parecía triste y me senté en el taburete redondo, después de hacerlo girar repetidas veces con la pericia de un intérprete consumado.
-Vamos a ver qué tan triste está, dije.
Levanté hasta el teclado sólo la mano derecha y toqué sin errores de digitación la melodía del vals Desde el alma de Rosita Melo. Cuando se apagó la vibración de la última nota miré hacia el sillón, la silueta de Amapola estaba saliendo del salón y antes de desaparecer del todo se paró para hablarme.
-Es muy bonito Emilio, dijo. La semana próxima me gustaría escuchar un tango de la guardia vieja y un fox-trot, de los que se escuchan en carnaval en los bailes del Teatro Solís.
Cuando Amapola comprendió mi buena voluntad para continuar el juego sin pedir explicaciones, me dejó una puerta entornada desde donde continuar espiando su comedia. Era ahora un pianista a domicilio yendo a tocar en comedores oscuros, pendiente de pianos tristes y como tantas veces había leído en los cuentos de Felisberto.
Estoy a solas con mis manos, es estúpido que pase tantas horas para descifrar la partitura de La Morocha. Una llamada telefónica bastaría para terminar con la confusión, pero temo que ella se sienta decepcionada y le dé por envenenarse si el próximo jueves llego a Colón sin el tango de Villoldo en el repertorio.
Me contactaron esta mañana dos muchachos desesperados para preparar un examen y debí rechazarlos. La mano izquierda insiste en desobedecerme y tengo que adiestrarla como a un perrito para pulsar bien los acordes bajos. Lograr que los dedos caigan en las notas escritas en el pentagrama y en mi cabeza florida no se confundan los tiempos.