En la antología «Cuentos de nunca acabar» (varios), 1988
Desde que tengo memoria sensual, cada una de mis manos es un poderoso afrodisíaco y hace diez años que no logro olvidar la más hermosa primavera de mi imaginación, saliendo como Venus de una concha de vieira. La bella Candy será este día festivo de San Valentín una señora hacendosa y de su hogar, alguien que recordará apenas –tal vez esposada a nuestro pasado inolvidable- a la hora del desayuno familiar su apoteosis juvenil. Quizá entre tanto murió acuchillada por un traficante hispano que le robó nueve dólares y sin violarla excitado en el apuro, por indiferencia sexual a los pliegues del cuello y rodillas artríticas que comienzan a envejecer. De cualquier manera ella está ausente como para olerla y hace ya tanta obsesión desde el primer encuentro…
Hoy pasaron en Radio Nostalgia una canción cantada por Billy Joel, Candy ni sospecha que esa melodía vinculada a nuestra historia nos pertenece; como tampoco sabe ni puede medir la emoción que me produjo la epifanía inicial ante el milagro de sus enormes tetas. La música esa me hizo viajar al tiempo en que la conocí, día milagroso en que sobresalió de la porosidad intangible del papel satinado, desplegando la esplendorosa selección de colores vertiginosos e iluminando una piel inconcebible para el deseo, imposible de concebir en otra mujer de la especie humana. Aquello supuso la caída instantánea en una pasión devoradora, comienzo de experiencia abisal prolongada durante meses hasta que finalmente hicimos el amor o sucedáneo.
La ritualidad también era diferente con Candy, yo me negué a comprar un segundo ejemplar de la revista y acabar sobre su imagen tomando vida como solía hacer con otras desconocidas sin su charme. Recuerdos indiferentes de meretrices circunstanciales que nada me aportaban y empastaban su sonrisa fingida bajo ácidos seminales que corroían el papel brillante, dejando un rictus amarillento en rostros fatigados por la prostitución rosa y cambiantes según las exigencias del mercado consumidor. Candy tenía entre otros el poder de inhibirme, recuerdo que la contemplé por vez primera en un restaurante popular y ese día me fue imposible almorzar por los dos nudos en el estómago y la garganta.
Ella venía en el mismo paquete de todas las semanas y nada hacía suponer que ese nuevo envío contenía algo de excepcional. Mi reacción reflejo fue retirarme a los sanitarios del local movido por la urgencia, pero cuando comencé a manoseármela con estimulantes intenciones, supe que esa moza tan diferente despertaba en mi una variante superior del sensualismo onanista; no merecía amor por transferencia entre letrinas turcas con obscenidades manuscritas y cuadraditos diseminados de papel ordinario en el suelo, de esos en los mostradores de El Subte para manipular figazzas recién salidas del horno. Regresé entonces a la mesa inquieto por mi sorprendente cambio de conducta y me comporté con discreción prudente de enamorado solícito. Era imposible comenzar a comer, jugaba con el tenedor sobre el plato e imaginaba –mientras me sonreía en silencio- que pinchaba trocitos de carne para dárselos a ella en la boca. Simulaba estar concentrado en el manjar tirando la comida a un costado de la mesa, disfrutaba el vino tinto peleón en garrafa como si fuera un estupendo Rioja compartido. Por aquel entonces mi inglés era más que correcto y podíamos entendernos a la perfección; su acento de Kansas estaba más cerca de Goldie Hawn que de sonetos –oscuros y secretos- del entrañable William, que junto a las vicisitudes de Lucrecia en su alcoba me procuró bonitos momentos de inusitado placer isabelino. ¿Cómo decir cierto de la emoción? ¿Cuáles mil y una palabras podrán con aquella imagen indescriptible?
¿Cómo referir sin traicionarme nuestro interminable trayecto desde el restaurante al departamento? Yo apretaba con mi brazo la inocente historia de Candy, sentía que mi corazón que tenia sus propias razones saltaba de contento con la llegada de un sentimiento original y ausente en mi repertorio anterior. Era promesa inequívoca de interminables horas de placer, la certeza de desear llegar rápido a casa desertando para siempre las cercanías de colegios públicos y religiosos de confesionario, absurdas disculpas retrospectivas en baños públicos, humillantes vigilas nocturnas en parques arbolado a la espera del sumiso, prismáticos nocturnos infrarrojos y otras noches solitarias en hoteles marginales de barrio. El ingreso de Candy cambiaba mi vida imaginaria y le daba al sexo de mis manos un nuevo sentido práctico poético. La mutación ocurrió un mediodía de verano de un intenso calor solar y que aún persiste en mi epidermis, en la calle caliente desde las baldosas mientras las muchachas en flor caminaban con pasos agresivos moviendo vestidos traslúcidos a la moda. Disponiendo una atención mínima, era posible observarles, comprimido por telas suaves y escasa de ropa interior, el tramado incesante del vello multicolores sumando tonos complementarios, frotándose unos sobre otros, lubricados por el lentísimo sudor bajando del ombligo perfecto, desde la presión sensual del elástico superior de la tanga y esa otra humedad subiendo del humor piloso en la entrepierna. A ellas podía verlas de atrás cuando pasaban a paso decidido arrancando de los tobillos culminando en nalgas duras, trabajadas por manos consentidas y gimnasia cotidiana. Allí la prenda se metía y en ese infinito de placeres potenciales las líneas tensas de elásticos laterales tienden a confluir para luego partir en simetría belicosa una amada belleza –sin mayores distinciones- por unos pocos elegidos; un diámetro vertical y espeso se apoyaba –caprichoso- sobre el retráctil esfínter escamoteado. Yo mismo me desafiaba poniendo a ruda prueba mi naciente fidelidad por Candy, decenas de tetitas que avanzaban viniendo hacia mi, libres por el mundo como legiones de amazonas dispuestas al asalto; erectos los pezones estando distantes del invierno, perfectas circunferencias alternando del diámetro de moneda pequeña al de disco compacto de bossa nova, subiendo del tono cromático más suave del rosa con pecas esparcidas, al oscuro achocolatado que atraviesa la tentadora transparencia de tejidos oscuros.
La calle era una tentación creciente incontenible pero yo tenia a la dulce Candy, que era tener en dos todas las tetas de las otras mujeres. Cotejado con la pureza vegetal del papel y la rugosidad del pezón impuesto por la imagen, con la constancia próxima de un sexo depilado sin menstruación puntual todo el resto era desagradable y ni pensarse merecía. Ella sería el amor perfecto de todo el mes sin compresas molestas, tampones ni coágulos casi castrantes del placer femenino. En mi pleno placer mantendría la sonrisa y una mirada idénticas al instante cero: eterno como cuando fueron inmortalizadas desde su graciosa apoyatura en la cama de bronce de la sublime sesión de fotografía que pasó a la historia. Debía detenerme en ese proceso, la había contemplado apenas unos minutos y desesperaba por llegar a mi cuarto para verla mejor. Aunque caminaba avanzando yo enlentecía el trayecto temiendo que todo hubiera sido una falsa impresión, descuido inexcusable de afiebrada imaginación y frustrada esperanza de placer desconocido. Era el troyano Eneas mirando nubarrones en la entrada de la cueva con Dido, Quasimodo escuchando los ejes de una carreta de gitanos con olor a Esmeralda, Caracé descubriendo la piel blanca de Magdalena temblando en la hierba.
En la espera y mientras ese lento andar se sucedía mi pija no engrosaba groseramente, latía fuerte con impaciencia distinta exigiendo la suavidad de un nuevo excitante, deseando avizorar la verdad de los sentimientos encontrados que me cruzaban el teatro mental. Ante esas tetas extraordinarias mi hemeroteca abundante era menos que nada… decididamente había sido un pajero triste melancólico, solitario sexo dependiente empedernido conducido de la mano a mis propias limitaciones orgiásticas. Con la asistencia providencial de las tetas de Candy ingresaría a otra época diferente, al dominio de otro nuevo arte de la manipulación y redescubrir la necesidad de una disciplina estricta de la masturbación, trascendiendo etapas de educación penetrando a necesarias dolorosas iniciaciones y así despegar de apelotonadas miserias de una sabiduría carnal egoísta. En el medio del camino de la paja pecador de mi, permanecían pesando las contradicciones; la lucha a brazo partido –al menos a brazo exhausto- contra debilidades admitidas del dadivoso y egoísta placer egotista.
Estaba lejos de recaer en los manoseados fetichismos adolescentes; pero la ascensión sagrada, el encuentro predestinado con la amada tampoco pasaba por una renuncia radical de todo lo que yo había sido. ¿Qué haría Candy con mis debilidades crepusculares? ¿Cómo hacerle entender a ella y a sus tetas que era un combate mortal entre pasado y futuro? Como suponen los otros celosos con ligereza no se trata de un regusto malsano por la soledad. Lo placentero de la situación es el silencio: oír de cerca el sonido de articulaciones irrepetibles, a mis dedos apiñados friccionados y mezclándose cual reptiles caóticos en un desperezarse gozoso; consentir el son indescriptible del chocar las carnes tensas creando golpes secos y únicos e inconfundibles por deliciosos. Ello resulta en una armonía respiratoria solista de la vez propia o extrañamente ajena; se intenta dominar el movimiento resultante, los tiempos requeridos a la eyaculación e incluso orientación y distancia del chorro final del esperma, mientras despacio se pierde el sentido de la respiración; sin que nadie obstaculice mis estertores, sus demostraciones ruidosas de placer ni otros extraños ruidos, ventosidades gaseosas y otras desagradables inoportunas y capaces de desconcertar al más libertino de los amantes. El silencio lo es todo y yo soy ese todo: el sonido, la furia y el idiota frenético que se masturba debajo del escenario.
Pero en eso llegó Candy a la depresión galopante… y con ella una historia de vita nuova con dos tetas enormes que dinamitaron mi universo autista. Yo que había visto la paja en mi propio ojo, contemplaba ahora la viga erecta en esa hija prodiga de Kansas. Lo primera noche después de haberla conocido ni siquiera me atreví a hojear la revista por arriba. Si en mis prácticas queridas había destinada alguna magia seguro que jamás seria para mi, esa noche e intimidado la dejé reposar a mi lado y busqué el placer en lo conocido de antes. Sabiendo que esa serie la ultima noche de goce sin referencias de nombre propio, decidí utilizar toda la artillería disponible y me masturbé sintiendo dolor en los antebrazos, hasta que la cabeza del glande comenzó a sangrar derrotado; eso ocurrió mientras entre las persianas venecianas la luz del nuevo día comenzaba a entrar en mi habitación.
Decidí faltar al trabajo, metido en la embriaguez lujuriosa y el desorden iconográfico de la habitación sentía la presencia exigente de lo nuevo; por primera vez en mucho tiempo me dormía arrullado por la estúpida culpa de haberme negado a lo que se mostraba como inevitable. Me sentí tonto por mis pruritos pensando que esa misma noche otros alienados como yo habrían gozado en convulsiones mirando una y cien veces el cuerpo de Candy Loving, coneja elegida de las bodas de plata de Playboy cuando recién era enero de 1979.
Incluso admitiendo esa contradicción de debutante, comenzaba para mi una estricta educación sentimental y autodidacta. Fui empaquetando de a poco mi reducida biblioteca, separando una selección mínima de cabecera para despertares erectos en medio de la madrugada; en lo demás que pueda interesar, mi vida social continuó de lo más normal. Admito que el sexo es motor principal de muchas iniciativas y que logró en mi persona cambios excepcionales, la presencia por efracción de Candy llevaba mis aspiraciones de perfeccionar un ars amandi individual hasta llegar –sofista siendo estrictamente irreprochable- a una bella teorización; me indujo a profundizar en modalidades de masturbación abyecta nunca antes probadas despreciando límites inferiores, sin detenerse en vómitos, prótesis movidas a pilas Duracel y hasta la intervención de sangre de terceros. Todo parecía destinado en fin a la búsqueda de una síntesis inalcanzable que anulara la distancia y rechazando mi sombra de la muerte; hubo de todo en esos meses degradante de praxis sin excluir celos y culpa, sentimientos de romántico que suponía adormecidos y renacían por mi opción con potencia inusitada. Algunas veces lloraba en soledad; habiendo renunciado al intercambio fecundo de sentimientos exteriores –elección vocacional que derivó hacia un egoísmo negociado- me encontraba el presente de crisis en un mundo irreconocible de ensoñación dulzona.
Eran la manifestación de la rabia perforada por la felicidad; cómo sería la confusión resultante, que fui a la manicura y habiendo reservado hora buscando embellecer los momentos sublimes de mi vida sexual. También de noche suavizaba mis manos con la más delicada de las opciones Estee Lauder, como presumía en mi teatro sensual que haría Candy con sus senos sublimes delante del espejo. Para mi, que a fuerza de entrenamiento había llegado al supremo dominio de los esfínteres seminales y del músculo sagrado en cuestión, que podía sentir la producción de esperma de los testículos y regular a voluntad la marea sangrienta del flujo y reflujo en las cavernas del pene, sólo era aceptable el dulce llanto de emoción cuando –luego de un sueño de previsible detalles y que me guardo sólo par mi- me desperté en el medio de la noche atravesado en la cama entre el revoltijo de sábanas empapadas. Se sucedían episodios distintos hostigando mi racionalidad nerviosa y si bien ello me preocupaba igual sentía un bienestar en crecimiento.
Durante esas crisis caminaba por calles antiguas empedradas, buscando casas viejas abandonadas que apaciguaran mi atormentado espíritu; era esa la manera que hallé de alejar mis malos pensamientos y la absurda intermediación del placer. Hasta el momento en que recapitulo, la cuestión se había limitado al encuentro simple de imágenes conmigo en una situación de intimidad y ahora parecía acuciarme en alusión al monstruo poliforme de la mirada verde. A la distancia imaginaria podía entender a los hombres del norte de verdad, a todos quienes cogiéndosela desde la grupa y de ojos entornados, porque algo insoslayable había que mirar, buscaban con las manos sedientas las tetas distantes y colgadas, pasaban la yema de los dedos húmedos de saliva por sus pezones duros mientras le metían la pija hasta los huevos, triplicando el placer, escuchándola gemir en jadeos breves sin verle a ella la cara desencajada o recibían en envión el retroceso ininterrumpido de nalgas con duende tratadas a polímero sintético, el embate final cuando arrecia el orgasmo de esa hembras más que caliente alzada como perra en celo y pidiendo más de lo mismo, aunque fuera con otro tipo pelirrojo pero más de lo mismo. Yo tenía celos de la misma escena que había urdido con mis propias manos, sin poder sacarme del tinglado mental al fotógrafo de la sesión definitiva, al laboratorista untuoso que revelo los rollos de película en colores, al armador sodomita de la imprenta y la larga lista de espera de los machos que formaban encuadernador, empaquetador, dos tipos de transporte de distribución y el vendedor tullido del kiosco callejero. Odiaba a todos los hombres y las pocas lesbianas que habían comprado el número del 25 Aniversario; odiaba los adolescentes urgidos y ancianos viudos de anteojos oscuros, a señoras hombrunas por inyectables gozando el gusto de las tetas apenas y mecánicos de la Escuela Industrial que la clavaron en el taller a la vista de todos los babosos.
Entre tanto desprecio yo buscaba suplir ese suplicio del manoseo mediante una historia sustituta de pureza y encuentro. Desde el comienzo sabía que con Candy sería insuficiente archivarla, sustituirla por la playmate de la próxima primavera. Ella era una presencia celestial cuya promesa de placer estaba en relación estrecha con la conciencia persistente del problema. Desde que la conocí en aquel almuerzo que me cortó el apetito, la llevaba conmigo en las giras comerciales y era un hombre feliz sabiendo que ella estaba en el portafolio en mis idas al futbol o al teatro a disfrutar puestas en escena de la Comedia Nacional. Fuimos juntos a todos los lugares a los cuales nuestras naturalezas disímiles del cambalache contemporáneo nos permitieron asistir; y claro que mi existencia poblada de contradicciones continuaba adelante, teniendo como evidencia sagrada que la balanza del destino se inclinaba hacia el platillo del amor exclusivo por Candy.
La pasión en las historias como la nuestra termina imponiendo su inflexible cronología, después de seis meses de saboreada continencia llegamos a la conclusión –algo que rompe los ojos- de que era llegado el tiempo para ambos de hacer el amor. Al comienzo dudé si concretarlo en su presencia o darle prioridad al recuerdo maleable y entonces decidí aportar una técnica mixta; partí de la disciplina visual dedicándole una semana intensa y en siete días que conmovieron mi libido, me apliqué a observarla como estaba seguro nadie había hecho antes. Ante su imagen mantenía la mirada alerta y amorosa recorriéndola en sesiones de auscultamiento hasta la más profunda célula del cuerpo, superando tentaciones del gesto espontaneo y brutal que me subían desde los dedos al lóbulo irrigado del placer, reconociendo cada línea de su anatomía y que por eso mismo se volvía lasciva, intentando el olor bestial de sus axilas que llevan a la perdición de los otros sentidos, penetrando en su mirada hasta el fondo de ojos y en la textura tornasolada del pelo, descubriendo de a uno colores empastados de la curva descendiente del vientre, la excitabilidad de sus hombros a flor de piel, ocultos por la tenue malla del deshabillé insinuante en gasa tono rosa y motivos dorados. Pasé en sueños voluntarios mi lengua por el cuello de Candy al que lo rodeaba un foulard ocre y uno de cuyos extremos buscaba la mano izquierda, donde un anillo resaltaba el dedo mayor. En esa experiencia de posesión despojamiento palpé de ojos cerrados el recorrido infinito entre sus tetas, allí donde caían derrotadas las cadenitas de oro y engarzaban el seno izquierdo frontal, pidiendo que la chuparan hasta el desmayo de placer, entrecerré los dedos de su mano derecha abierta apoyándose a pulgadas del vello suavísimo y recortado como si ella conociera mis gustos al respecto.
Logré cerrar los ojos y pensando que Candy era una halografía conseguí reproducirla en la zona más oscura de la habitación. A tamaño escala natural, en la dimensión real de sus formas y con movimiento levísimo de los labios pintados diciendo “Hello, Henry”. Un movimiento imperceptible continuando cuello abajo pudiendo la hazaña milimétrica de alzar la punta de las tetas. Las manos ansiosas me sudaban, la pija tan solicitada se hinchaba sin urgencias teniendo todo el tiempo por delante: nunca habría en mi futuro cosa en qué poner los ojos inyectados de deseo que no fuera recuerdo de miss Candy Loving. El Cosmos comprensible era la muchacha de Kansas y que en algún momento de la vida se mudó a Oklahoma, imaginé las chanzas vulgares resultantes y jugué con una esperpéntica despedida de soltero que yo nunca tendría: sin huevos partidos en el pelo ni queso parmesano pegándoseme en las solapas, un regalo colectivo ignominioso ni insinuaciones obscenas de vestuario sobre la honorabilidad dudoso de mi futura esposa; por ello mismo Candy era el hoy, la presencia absoluta sin distracción y lo que nunca más permitiría me sucediera.
Sin la belleza agregada de variaciones amatorias de pareja ni una acrática invitación a la orgía lo nuestro fue la unicidad. El despertador motivacional puede ser infinito, pero las posibilidades de realización cuerpo a cuerpo son limitadas a rituales protocolares, sobre los que pesan estigmas sociales; que van desde comentarios sobre pelos en las manos hasta el viaje mental sin retorno a dominios de la idiotez. Después de aquella noche mágica toda esa superchería vira hacia el olvido, después de la Candy epifanía voy por la vida con otra calidad interior. Por primera vez desde el inicio de mi dulce perversión, mientras me contraía en la convalecencia del placer repetía su nombre una, dos y tres y treinta y tres otras veces. Las manos estaban suaves y cremosas, mi falo sabía que esto era esencial y tampoco se avino a una erección animal; conmigo imaginó –quiero suponer- todo el vestirse de la muchacha de Kansas. Después un lento desnudarse y cada prenda cayendo en la escena imaginada era otra ola de sangre derramada en las venas hinchadas. Fue una hora larga la vivida para restituirla a ella en ícono vertical de página central de las bodas de plata. Desde ahí una lucha a brazo partido del placer solitario alternando la inmovilidad de la fotografía con la imaginación activa que la anima y restituye a la bella Candy besando acariciando, chupándome, masturbándose ella para lubricarse lo necesario y abrirse de piernas reciclada sobre el acolchado rosa, antes que mi pinga con el esperma de la descarga retenido en la cabeza fuera despejando carnosidades sucesivas del juego palpitante de labios, mientras sus manos, cumpliendo el más secreto de mis deseos se soban las tetas con dedos de bollera tapada. Deseaba que eso nunca sucediera y que pasara de una buena vez pues no creía volver a soportarlo, por primera vez perdía en simultáneo control y autodominio; sentía que Candy estaba entre mis manos, sus tetas eran las que me masturbaban, aplicaba el calor de su piel de hendidura, la proximidad de sublimes pezones y la boca carmesí del deseo entreabierta, dispuesta a tragar lo que saliera en el momento orgásmico. Era su auténtica piel lo que sentía entre las piernas, alternadamente su boca y manos, sus pechos siempre y pies y concha depilada con himen que aprisionaba un linga biológico dejando de pertenecerme para ser el de Candy. Eso era la ajenidad, el otro del deseo y el amor: duplicidad del placer, chorro intenso untuoso disparado sin destino y una planicie de vertiente tranquila, pausada emanación viscosa, blancuzca como si un juego adicional de concéntricos aros siguiera sacando leche donde no podía más y emanaban borbotones de esperma cayendo en diferentes direcciones por el glande y prepucio, por las manos y boca de Candy o tetas o vulva ardida o esfínter del culito de conejita en celo. Pero la verdadera no estaba allí para besarme, yo repetía su nombre alienado y ella menos pediría para ir primero al baño a lavarse la vagina encharcada.
Abrí por fin los ojos. El disco había terminado y se escuchaba un ruido de púa sobre el último surco de Tony Benett, Una puerta de pronto se cerró y un enfermo incurable tosió en el edificio, queriendo espantar de su enfisema la que viene a buscarlo. Me levanté, con un kleenex aromatizado sequé un poco la alfombra y me tomé el resto de bourbon que quedaba en el vaso. Fui hasta el baño evitando manchar el parqué recién encerado y me duché con agua caliente para que bien rápido el vapor invasor empeñara el espejo. Estaba viviendo la crisis sentimental del libertino.
La situación resultaba insostenible, fueron algunas semanas intensas de increíble felicidad las vividas pero estaba pensando en las manera de hacerla gozar a ella, que se volvió el corazón de nuestra historia. Hasta pensé en consultar un psicólogo ortodoxo para clarificar los orígenes del desarreglo y escuchar consejos con fundamento científico. Debía emprender el regreso a mi vida rutinaria sin nada que me distraiga de mi amado vicio y desmitificar a Candy, imaginarla en situaciones degradantes para su estima y sabiendo que sería incapaz de concretarlo porque el amor se había sentado en la partida. En esas páginas del numero 25 aniversario se incluía su ficha personal junto a tres imágenes más pequeñas en blanco y negro, postales aledañas revalidando la tradición hollywoodense de la fotografía, el consuelo del clásico ejemplo de las tres edades de la mujer. La miré en su niñez y me atrevía a acariciar su inocencia lampiña, besuqueándole como si fuera un tío segundo de visita a la casa del balneario, En el colegio uniformada me autoricé el estupro dándole sopapos a lo Glenn Ford cuando fue Johnny Farrell, mientras ella lloraba y suplicaba; y entrada en la pubertad la prostituía en tabernas imaginarias de puertos pescadores de la bahía de Cochinos que nunca conoceré. También imaginaba –un paso detrás de mi diosa del sexo- una Candy tardía de huesos marcados por la anemia y cabello raído hasta la calvicie, senos secos caídos, que la abrazada por la cintura atrayéndola a una debacle de la belleza pasajera y que sería la única estrategia para mi de olvidarla.
Ello introducía en el romance la conciencia del tiempo que todo lo puede, una sucesión de historias redactando la novela breve de nuestro encuentro y que –contrariando mis intenciones iniciales cuando urdí el procedimiento- en lugar de alejarla de mi campo sensual la acercaban más y todavía más cada día: todo lo concentraba para vivir intensamente hasta fusionarme, ese 1/1500 segundo milagroso de la historia del mundo sensorial en que ella fue fotografiada. El instante mágico de la Gracia suprema y lo único que me pertenecía; lo que era nada al minuto siguiente y se me iría entre los dedos de las manos como tantas otras historias de amor y despedida. Dejé a Candy en uno de los confesionarios de la Catedral de Montevideo sobre la calle Ituzaingó, lugar de paz espiritual al que nunca jamás regresé, crucé a pie la Ciudad Vieja y nada de lo conocido en esas calles coloniales parecía pertenecerme.
Ese día la Catedral se convirtió en la estación de trenes abandonada de un western spaghetti, terminal del viaje iniciado en Kansas City y que me trajo hasta una ciudad extraña de otro tiempo, más triste que la recorrida de niño cuando aprendí a caminar. Adivinaba la melancolía de los solitarios, quería pararlos en la vereda y contarles con entusiasmo de predicador menonita, la vía insoslayable de salvación del alma pecadora. Esa evangelización me estaba prohibida y los transeúntes se negaban a escuchar mi palabra con acentos lastimosos de amor. Ingresé a la gran avenida de la ciudad y me mentí en el primero de los cines de estreno que encontré. La película por lo que pude ver estaba en el final; mientras buscaba acomodo entre las filas y me decidía por una butaca, escuché los últimos disparos del tiroteo. Cuando miré la pantalla en colores sobre un encuadre de final previsible, la silueta de un vaquero solitario y herido montado a caballo se perdía en el horizonte, buscando la noche de la pradera ensangrentada de fuego. Fue instantáneo asociar esa escena con mi adorada Candy cabalgando también y yendo hacia el poniente, con sus tetas al aire desafiando el viento salvaje que nunca más vería. Entrecrucé entonces las manos como si rezara una plegaria montevideana, entraron los créditos finales del filme en la pantalla y escuché la voz de la vendedora ofreciendo caramelos, bombones, maní con chocolate.
Hacia lo alto inaccesible de la sala con aspiraciones góticas de seo se encendían débiles luces del entreacto y mientras yo tarareaba en silencio la canción de Tony Benett sobre cuando dejó su corazón en San Francisco, comprendí que me estaba destinada otra misión. Supe que la tarea sería inmensa y humillante; volvería a parques arbolados pasada medianoche buscando miradas de la concupiscencia, la creolina industrial penetrante de baños públicos mal iluminados, a concluir la historia como los seductores en terapia, sabiendo que si a lo largo del camino empedrado alcanzaba el poder de los dioses, haría con Candy lo que Neptuno el del tridente hizo con una de las ninfas: convertirla en hombre.