En un libro en el cual los personajes tratan de acomodar como pueden la vida que se va, donde ilusiones perdidas juveniles y la certeza -aunque desmoronada- eran puerto de amarre que consuela, me interesaba considerar el asunto del extravío; por ello planea a lo largo de los once relatos el espectro del ingeniero Isaac Peral. Por una filiación secreta, en este octubre 21 coinciden en La Coquette dos relatos que, si bien pertenecen a épocas diferentes de la vida, tienen algo en común: narran el desconcierto y la perdida de dos hombres en el itinerario de su búsqueda; si la imagen compartida fuera un rio, habría que marchar a la deriva después de haber sido mordidos por los ofidios de la ironía. La historia reciente desplazo con perversa inteligencia la dialéctica de las clases sociales; organizó en su lugar bandos compactos turbulentas e inofensivos al sistema, tribus urbanas pintorescas, minorías que se definen por lo insolidario acotado al cuerpo sexuado y puliendo el espejo narcisista, chacras antropológicas en modo ghetto entre identidades sacudiendo grilletes; el cambio de sociedad fue excomulgado y la consigna es la persistencia en el ser. La vida es una sola y mía, la metamorfosis colectiva está obstruida con el sedimento de siempre; se es hincha del cuadro hasta el sepelio -el Danubio quizá- de una agrupación carnavalera (Los marinos cantores) y llegado el caso se la defiende a trompadas en el Teatro de Verano, de una tendencia política y banda musical (Tótem) de aquí a la eternidad. El movimiento de las partículas minimalistas es tan intenso que resulta dificultoso percibir el paso del tiempo. Al momento del balance, a pesar del vértigo del mundo, se podría hablar de predestinación asumida, profecía autorrealizada, destino programado o novela de anticipación que cada persona llega a bocetar. Hay algo de tierno y escalofriante viendo a ciertos abuelos paseando de camiseta con la lengua Rolling Stones. El país es más de historia que de ciencia ficción, a las luces de señalización de la isla misteriosa y el tesoro enterrado, se prefiere el espejo retrovisor. Había que trabajar esas fallas, refutarlas y conjurarlas; el repertorio post 73 cargado de redundancia o que lo parece, insatisfacción generacional, fracaso íntimo, justicia que falta y las cosas que nunca son como debieran perdurando varias décadas. El esfuerzo de considerar que buena parte de los compatriotas piensa diferente, admitiendo que las circunstancias son lo en verdad mutante: aceptar los cambios operados recordando el barrio de la infancia, se puede transformar en pesadilla existencial. En especial la verdadera revolución tecnológica que nos viene del exterior, del Silicón valle que es decir otro planeta: el primer cuento del navegante solitario fue pasado en la Brother Typerwiter y el segundo de la diana con ordenador Asus made in Taiwán. Eso en el taller, lo interesante es cruzar destino individual con circunstancias que nunca son las esperadas; por más que queramos ser los mismos escuchando “A don José” mientras se juntas firmas, es el mundo que cambia tal como ocurre dentro de nuestro teléfono Movistar. El cuento del navegante solitario, rescata la noche del encuentro entre un muchacho propenso al atajo del ascenso social con el aparato represor; el segundo, un informático recién diplomado extraviado en bucles espacio temporales. Tampoco es una circunstancia demasiado original; los estadios con Quilapayún se encienden ahora cuando actúan los hermanos Angus de Escocia y que crearon AC/DC en el año 1973. Nos interesaba en la edad media ingresar en una novela como “Sobre héroes y tumbas”, actualmente protagonizar un video game en la batalla final contra la armada de los zombis; las nuevas tecnologías dan el protagonismo depredador adentro del argumento. La experiencia de relatos de mundos virtuales evoluciona desde la máquina de viajar en el tiempo -en un submarino- hasta el suceso de sagas como Alien, Star Wars y Matrix. El relato sobre el informático compatriota, acompaña un extravío existencial en laberintos interconectados, como si ese destino en efecto dominó fuera alegoría de lo ocurrido en el país de un tiempo a esta parte. El relato carece de explicación en lógica secuencial ¿por qué no?, era tiempo de incorporar la imaginación, los sueños, esos viajes low-cost consumiendo drogas de las bocas de venta. Tampoco deberíamos pedirle excesiva coherencia a la literatura, menos en un país donde la gente cuenta sueños a analistas que leen Relaciones; se reivindica que el mundo se trastoca maquillado en el carnaval más largo del planeta Tierra; Yemanya es la reina del mar y más en febrero diseminando ofrendas en la playa Pocitos. El racionalismo disciplinado uruguayo está contra las cuerdas; ahí están los tele evangelistas invitando a parar de sufrir, sacudiendo demonios a diestra y siniestra, prontos a tiradas de buzios y la peregrinación a la parroquia San Pancracio. Por tanto, el extravío se puede operar en túneles con espejos ficticios del tiempo y espacio. Buena parte del relato sucede en Cuba que no conozco, quizá por influencia del cuento “Viaje a la semilla” de Alejo Carpentier. El extravío admite confusión de identidades y recuerdo el abismo nominal de “Profesor: reportero” de Michelangelo Antonioni de 1975. Para confusiones de la identidad nadie mejor que Jack Nicholson, sabemos a qué me refiero y más cuando dialoga con el barman Lloyd. Esa variación identitaria de música tropical se puede asociar a la diana del tiempo: diosa de la caza, toque para despertar a la tropa en los cuarteles, acertar en el blanco o centro de un objetivo con la flecha zen de la intuición.