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¿Se te han franqueado las puertas de la muerte y viste las puertas de la sombra?
Job, 38 / 17.
Es que apenas intento la primera frase con sentido y ya intuyo los ruidos espurios de la noche a venir. En esa madrugada de incierta localización futura daré por terminada esta relación y sólo entonces conoceré la razón que me decidió a escribirla. Si pretendo despegar del espacio en blanco para emprender el vuelo, antes que nadie necesito yo mismo convencerme hasta alcanzar la Fe: Claudio exageraba al afirmar que para recordar sin ser importunado él debía marcharse lejos de lo ocurrido; se comienza por desairar intermitentes historias pasadas y terminamos olvidando nuestra justificación para estar aquí, sin importarnos que había una vez hace tiempo aquella ciudad sin nombre llamada Montevideo. Eso le dijo.
Meses después de los adioses definitivos y negándose al olvido, Eliseo Peralta se preguntaba todavía si lo editado a pérdida era el desenlace de otra impostura, desajuste necesario entre la escritura dispersa huérfana de padre y una obra que decía de cierta revelación, si la mujer llamada Oriana Servetto había en realidad existido entre nosotros. Un libro de formato pequeño del sello Ciudadela, encuadernado con esmero olvidado por la informática aplicada demostraba parte de la verdad y a nadie conocía Peralta en la ciudad que pudiera contradecirla con pruebas al apoyo.
En el inicio del relato hubo un número providencial de la revista “Patmos” y atardeceres de trabajo en colaboración, cuando Claudio repetía que de aquello que no se puede hablar es preferible callarse. ¿Quién decide lo que debió permanecer del lado del silencio? Peralta miró la imagen de la muchacha invisible por primera vez a finales de diciembre, una tarde de calor obviamente insoportable en el casco antiguo de la ciudad portuaria, mientras bebía cerveza en el Café Brasilero, escala obligada antes de abrir el disuasivo candado del sótano. Eran a eso las cinco de la tarde, a más tardar cinco y diez. Claudio entró al café contento y confundido, visiblemente excitado trayendo el retrato inventado esa misma mañana.
Al promediar el otoño siguiente se la pudo ver a la muchacha en situación menos confidencial. Aparecía sonriendo en páginas finales de un suplemento literario, que reprodujo la única fotografía que de ella se conoce y comentaba –cuatro meses después de la puesta en venta- la salida del libro en términos elogiosos limitados al texto, sin entrar en detalles de edición e imprenta. Ello sucedió luego de despedir al amigo, separación que Eliseo Peralta sabía irreversible. Al cerrar el suplemento literario en cuestión y luego de doblarlo, fue para él inevitable evocar la historia del amor singular que comenzó a decidir el viaje, en la cual se consideraba menos que actor secundario, acaso testigo circunstancial poco fiable por estar implicado hasta el cuello.
Ellos se conocieron un miércoles de octubre. Eliseo se había embarcado en un submarino editorial cuya base de operaciones era un sótano inmenso, con poca ventilación y luz mortecina alquilado en plena Ciudad Vieja, al que se accedía por un portón bajo de hierro obligando a inclinar el cuerpo como en las escotillas de los sumergibles. Estaba motivado en los últimos tiempos por la misión –bastante suicida por insensata- de minar la ruta de abastecimiento y torpedear los buques insignia de la armada invencible de la edición internacional que entró a puerto montevideano, le decía a quien quisiera escucharlo, bajo prepotente insignia imperial con maneras de Corte y nostalgia colonial. Peralta promovía desde su sótano modestas operaciones de sabotaje literario y ensayo sociológico sobre la cambiante realidad de las mentalidades, que tenían a sus ojos de ácrata irremediable motivaciones morales, altas finalidades filosóficas, justificaciones estéticas.
La memoria cuando extraña con el corazón y el espíritu de finura puede determinar aquello que debe decirse por escrito. La relación entre ambos hombres fue un depósito de confianza mutua a plazo fijo con interés muy bajo sin necesidad de caución y demasiado breve. Me consta que Peralta, quien por edad y trayectoria sindical agitada era un carácter situado en las antípodas de alguien como Claudio, lamenta todavía haberlo cruzado tarde en la vida, en la inminencia de una separación que omitió la promesa de regreso dejando de lado la mentira. Apenas la edición de trescientos ejemplares numerados salió de máquinas, Claudio olvidó frecuentar el sótano de ediciones Ciudadela con la asiduidad del comienzo, como si la intensidad de la amistad hubiera sido una apariencia calculada con premeditación, el precio a pagar por la salida del libro, lo que es una interpretación injusta además de inexacta y ahora importa poco.
De la época feliz de cotejo de pruebas y correcciones de galeradas eran los mejores recuerdos, los que heredé por accidente en conversaciones posteriores, cuando llegué al sótano que olía a tinta imborrable con mis propios cuadernos. Confidencias de Eliseo rebatiendo la verdad irrefutable de la ausencia, las horas cuando Claudio tuvo la necesidad de contar a su manera la crónica del encuentro con la desconocida. Esa sombra que alguna vez llamó “mi novia de la muerte”, la prometida postergada cuyo velo cubrió uno entre los tantos motivos determinantes para decidirlo a marcharse de Montevideo.
Una mañana, con la mirada fija en la mano que jugaba con el pocillo de café, sin darle importancia a la noticia le comentó a Eliseo que había resuelto irse del país. Estaba al parecer tan firme en su propósito de partida, que Peralta consideró impertinente preguntarle el real motivo de la decisión –que él nunca aceptaría del todo- o pedirle una reconsideración en nombre de algo, un pretexto cualquiera que era incapaz de formular y sabiendo que la noble causa anarquista, a la que entregó el sentido de su existencia sería argumento insuficiente, rechazado con sonrisa amable y sin mediar palabra. Luego que Claudio le informó someramente de sus planes de viaje igual continuaron trabajando en los detalles finales de la edición del poemario, cambiaron ideas sobre la promoción en la prensa como si ninguna frase mentando la partida hubiera sido pronunciada en los minutos previos.
Pasada la primera hora el silencio compacto del editor sobre lo dicho terminó por incomodarlo. A manera de justificación enclenque Claudio murmuró que uno de estos meses, después que se adaptara al clima húmedo tropical y consiguiera trabajo, después del papeleo y haber pagado el primer alquiler en bolívares, después entonces, después escribiría desde allá para seguir en contacto. Claro que ninguno de los dos creyó esa engorrosa explicación pretendidamente conciliadora. Ese mismo día, antes de irse cada uno por su lado Peralta preguntó, sin énfasis que delatara curiosidad ni demostrara pena, por el destino del viaje anunciado, destino que debió intuir si hubiera aceptado la jodida idea de que un amigo reciente se marchaba lejos. Esta vez Claudio lo miró a los ojos, sonrió igual de amable y luego, como insistiendo por tercera vez en un asunto demasiado evidente pronunció la palabra mágica: Maracaibo.
Allá estará, verificando si de verdad desembocan en el lago más de doscientos ríos incluyendo el curso de su vida, yendo a los bares abiertos hasta el amanecer y que proponen espectáculo de strip-tease, por si el azar que de seguro se altera con la proximidad del trópico logra que se cruce con el cuerpo mulato que se desnudaba sobre un escenario de la calle Andes de Montevideo, el culo, las piernas y tetas conocidas en el ambiente nocturno por el nombre artístico de Flor de Maracaibo. Buscará ser feliz como insistía en serlo aquí mediante la argucia de descreer de la felicidad y escuchando melodías que marcaron años de peregrinación nocturna. Manteniéndose a distancia prudente de las bibliotecas públicas, recintos que pueden cambiar el rumbo de una vida como decía, bromeando y no tanto, en el sótano de Peralta o apoyado sobre el mostrador del Café Brasilero.
Pensando en Claudio al que nunca conocí personalmente, la boutade de que todos aspiramos a unos minutos de celebridad porque nos empeñamos en conseguirla alcanzó su máximo nivel paradojal. Lo digo porque recuerdo que hace tiempo, desde diversos frentes se pretendió debilitar la figura de protagonista, aprisionada entre la técnica de efectos especiales y la exaltación planetaria de héroes caricaturales dotados de súper poderes. Sin novicias carmelitas voladoras ni crímenes en serie, sin monstruos informáticos ni productos terroríficos de manipulaciones genéticas incontrolables, sin sagas familiares malditas implicando varias generaciones de compatriotas parece dudoso suponer que la historia de Claudio pueda sostenerse hasta el final. La lectura quiero decir, porque la escritura estoy decidido a concluirla y balbucear así alguna respuesta. Luego de saber de Oriana confirmé que algunos cuentos se las ingenian para filtrarse por la trama del tiempo, sobreviven mediante una disposición enigmática de palabras en escenas nítidas que logran remontar el cauce del olvido.
-Después de mi The End, sobre la pantalla nadie hallará una larga lista de créditos pasando en sin fin, mientras se encienden las luces de la sala, solía comentarle a Peralta, cuando ya estaba pensando en marcharse de la ciudad.
Debería comenzar por hacer creíble esta misma escritura, afirmar con énfasis que es verosímil la silueta inconfundible de un personaje llamado Claudio y andando antes de irse por las calles de Montevideo, ciudad conocida en el extranjero por aficionados a completar crucigramas y los pocos especialistas en poesía francesa de la modernidad que van quedando. Más complicado será hacer aceptar que la acción evocada sucedió en el año 2000, cifra fastidiosa por estar impregnada de olor artificial de ciencia ficción, fatalmente destinada a señalar un tiempo propicio a criaturas de aspecto repugnante venidas del espacio estelar. Temor que resultó infundado: fue un año más tonto que lo que nos hicieron suponer alarmantes pronósticos de parasicólogos, autoridades religiosas, publicitarios creativos y videntes de diversa calaña.
Ello irritaba a Peralta, recuerdo que le desagradaba sobremanera aceptarse en una encerrona colectiva. Estar obligado a manejar información prescindible y admitir la referencia temporal concreta –el año 2000- dejaba el recuerdo de la amistad con Claudio al capricho de las suposiciones, cruzándose con decenas de eventos ridículos y en la perplejidad de interrogarse sobre si el encuentro realmente sucedió. Disipando las dudas estaba la constancia del libro y era suficiente si Eliseo Peralta quería recordar la verdad sobre el capítulo denso en su vida de viejo impresor anarquista. La maldita cifra alteró la memoria de millones de personas y puede que yo escriba desde la otra orilla buscando reordenar la mía. El virus más depredador afectó a los humanos y menos a las máquinas como se predijo, infiltró recuerdos íntimos, impuso a la historia una trayectoria orbital trazando el paréntesis definitivo entre mi amigo editor y el oriental errante que marchó a Maracaibo. Cuando Peralta se decidía a contarme parecía estar recordando antes de que hubieran sucedido los hechos. La simultaneidad de ambos hombres en el episodio que los encontró tiene a mi entender la fragilidad de la imaginación. Si la presente evocación pudiera coexistir con el año de los episodios aquí recordados –también mi escritura y lectura consecuente- la incertidumbre vendría del fisgoneo por detectar coincidencias con la realidad: distraerse por disparidades obvias, advertir olvidos imperdonables, condenar excesos de fantasía que circulan en la historia.
Sucedió que Peralta me contó para recordar después del dos mil y comenzó a funcionar la memoria. Seguro que se interpusieron en sus palabras buscándose y en mi escucha interesada peripecias personales creando efectos raros de interferencia imprevisibles. Tal vez la evocación, ahora distanciada del tiempo de los hechos tienda a la anacronía y descubra una vocación de olvido que mi versión subjetiva pretende refutar. Ese debió ser sin embargo el único año donde las coincidencias pudieron disponerse de esa manera y no de otra, desde el inicio el cuento que ellos armaron quiso alcanzar un determinismo que lo hiciera inolvidable y pretendió pasar inadvertido ante la duplicación ficticia de la vida ocurrida durante aquellos meses. El triángulo formado por Oriana, Claudio y Eliseo quedó en sintonía casual con la serie incesante de festejos. Si se pone un poco de atención todavía se escuchan ecos del Te Deum planetario saturado de eufórica crueldad, saludando destierro muerte y prescripción de dioses anteriores con su corte carnavalesca de sátiros, centauros, minotauros, licornes, serpientes emplumadas, esquizoides satanistas, criminales y músicos ciegos ambulantes, otros proyectos para el hombre que clavarlo en una cruz de madera para luego hacer correr el rumor de que resucitó unos días después.
Tamaña euforia, que comenzó en catacumbas latinas con olor a pescado podrido y aliento fétido de leones etíopes, podría explicarse por la perfección aritmética de la cifra, la contundencia de misiones sangrientas con excusa evangelizadora y que permitieron llegar al jubileo urbi et orbi. Festejo harto arbitrario para nosotros los uruguayos, hacia el año mil Montevideo no existía en las cartas geográficas manejadas en Constantinopla para ubicar el paraíso terrenal. Considerando la evolución geopolítica de la región donde está situada hay débiles fundamentos para conjeturar que sus murallas virtuales resistan hasta el año tres mil, si es que así se continuarán datando las eras sucesivas. Serán otros los calendarios vigentes que aguardan su hora desde las Cruzadas contra el musulmán, desde la estrategia guerrera soñada por Sun Tzu, en la memoria expulsada de los judíos sefaraditas confundidos con el desierto.
La única certeza que me atrevo a dejar por escrito es que durante los meses del dos mil estuvimos aquí sin saber los unos de los otros. En una ciudad concreta que desplazada al pasado se vuelve espectral, junto al puerto donde lloverá siempre y naufragó en la amnesia de los navegantes. Un lugar donde los poetas padecen catarros crónicos mientras cultivan la pertinaz costumbre de componer versos oscuros en lenguas extranjeras. Los habitantes de esa suposición, escasos si se los coteja con los parias descastados del casco urbano de Calcuta, formamos una secta sin reglas conocidas e inconcebible para cismáticos decepcionados del primer milenio. Padecemos la ausencia de una memoria de aliento medieval, lo que siempre termina por pagarse en tiempos críticos. Peralta retuvo en la memoria lo que Claudio contaba después de Oriana y antes de Maracaibo. En la imagen del mundo como un circo ambulante, dirigido por un loco autoritario con látigo en el centro de la pista, los uruguayos seríamos el funámbulo apoyado sobre el alambre de la historia, en situación tan precaria que la red y su tendido sería cuestión sin importancia.
Eso le decía Claudio a Peralta en las tardes de corrección de galeradas y ajuste de confesiones, acotando que nuestra filosofía más apropiada, le decía, era la del volatinero. Un éxtasis en suspensión sin misticismo sufista, oscilación entre la ignorancia de orígenes brumosos y el imperativo de avanzar hacia objetivos difusos. Como situación es absurda decía Claudio, pero resultaba compensada por la sensación de vacío rondando cada paso que damos, la tentación de desertar el rigor del alambre tenso y dejarse ir asumiendo un suicidio colectivo. A su entender ello explicaba el monstruo llamado “Los Cantos de Maldoror”, los relatos emponzoñados de Horacio Quiroga, tres novelas mayores escritas por Onetti y la milagrosa reaparición entre los vivos de Oriana Servetto, su libertad condicional arrancada a la muerte.
Claro que lo dicho era una evidencia hipotética e indemostrable, la escritura polizonte decía Claudio es la tarea secreta que prueba la pertinencia de nuestra tribu. Sería insensato que organizáramos la existencia futura confiando ingenuamente en la continuidad de la vida, amparados por proyectos faraónicos suponiendo una oscura razón superior que nos justifique. Claudio sostuvo ante Peralta que el año dos mil confirmó la tendencia: estamos destinados al olvido absoluto exceptuando la obra de algunos poetas y lo decía pensando en Oriana Servetto. Luego de tanto desvarío sobre el puesto de los compatriotas en la geometría del cosmos, le preguntaba a Peralta si podía pedir un té con leche al Café Brasilero y que estaba harto de hablar de asuntos que a nadie interesan. Fue esa vez cuando dejó pasar un minuto de silencio que anunciaba algo y Peralta lo esperó.
-Hay en el norte del continente ciudades más calientes, dijo. Es preferible perderse en la espesura entre alimañas carniceras, en la vorágine tropical donde la violencia gana el corazón, antes que uno pueda apasionarse por muchacho alguno que caerse del alambre en este circo, eso decía las semanas previas a largarse a Maracaibo.
Nuestra ciudad parecía por entonces un manicomio aguardado inspectores corruptos instigados por denuncias anónimas. El año era un baratillo de vanidades y por una vez Montevideo se parecía a cualquier capital del occidente civilizado sin ser de las peores. Peralta introducía matices en la charla diciendo que si aquí persistía una esperanza era porque podía rescatarse una vocación por la desidia.
En determinado momento y ello le seguía pareciendo mágico –lo enternecía- alguna gente se harta de los buenos consejos y escuchar que la felicidad está al alcance de la mano. Le repugna oír de continuo datos simples para realizar negocios fabulosos, correr detrás del bienestar que se merecen y el paraíso consecuente pagado en mensualidades. Esa gente desconfía, hace un quiebre de mangas y de un instante para otro lo que anhela es perderse sin brújula, hacer del cielo prometido una porqueriza hasta recobrar la olvidada sacrosanta vocación de los abismos.
-Sentirse humano carajo, decía Peralta y con ambas manos señalaba su pecho a manera de ejemplo, dando prueba de su pasado militante.
-Hay mucho de verdad en lo que usted dice Eliseo. También para los horrores del infierno son muchos los llamados y pocos los elegidos, dijo Claudio.
El editor escuchaba sin sospechar que cuando fuera tarde y estuviera lejos le daría parte de la razón; quien suponga que el Averno está en franquicias peca por error, ser condenado en los tiempos que corren es un privilegio, para ser pecador VIP sin redención hay mucha competencia.
-Usted, como siempre, exagera.
-¿Que yo exagero Peralta? Difícil tarea esa de convencer a mis compatriotas de optar por el camino equivocado. Si dejamos de lado la Visa Gold, la recorrida mensual por los Dutty Free cada vez más cerca de la ciudad, la ilusión por la máquina cero milla y la firma de escrituras en oficinas de arquitectos famosos por su falta de talento, a mis años queda poco por hacer. Los chicos malos del dos mil ahorran como viejitas en el Banco Hipotecario, tienen teléfono celular esperando el mensaje personalizado de la depresión, navegan varias horas al día por la Red y están afiliados a la Coronaria Móvil por si les falla el corazón.
Claudio había dejado hace tiempo de ser un muchacho de veinte años, cada vez más seguido se permitía ese tipo de comentarios oscilantes entre ironía y desencanto, formaban parte de su estrategia para retardar el ingreso al escalafón superior de madurez que anuncia el declive, contener el desgaste del tiempo. Vivía una etapa crítica donde los almanaques son nidos de meses venenosos. Encaminarse de forma acelerada a la treintena estando en Montevideo, teniendo conciencia de vivir en un año que se anuncia pródigo en tonterías puede llevar en poco tiempo a la desesperación. En el año elegido de charlatanes a refutar, del coro desafinado de profetas milenaristas era tal el barullo programado que muchos deseaban que los mesiánicos de feria estuvieran acertados en su perorata cuando recitaban el catálogo terrible de pestes y hecatombes inminentes. Claudio deseaba que algo sucediera en la ciudad durante los meses del año dos mil.
-Daría la vida por ser testigo del espectáculo de olas desbordando de la bahía hacia el centro. Que las aguas, luego de haber partido el espigón de la escollera monten las escalinatas del Club Uruguay arrasando los fundamentos del teatro Solís. Pagaría millones de dólares por contemplar llamas de doce pisos de altura en la línea del horizonte, un tornado arrancando de cuajo el siniestro Palacio Salvo y la torre de los homenajes del estadio Centenario, cualquiera de las calamidades prometidas por los alucinados. El año se lo merece, al menos aquí, le dijo un día a Peralta.
-Romper todo, eso quiere decir, agregó Peralta.
-Aunque más no fuera por un tiempo.
Yo podría ahora recapitular la vida de Claudio en pocas líneas, por lo menos intentarlo. Me consta que el presente suyo para ser entendido puede prescindir de antecedentes que nos alejen demasiado. Durante los últimos años, los de Montevideo sin Oriana pretendió vivir en sintonía con el tiempo que le correspondió en el reparto aceptando limitaciones de su lugar de residencia, decidido a descubrir potencias secretas de la ciudad sin medir las consecuencias. Definirlo como postmoderno en un lugar donde muchas niñas reparten estampitas en bares céntricos pidiendo limosna desacomoda, recordar que pasó privaciones sin la locura suficiente para ser el estudiante Raskolnikov dándole el hachazo a la prestamista Aliona Ivanovna es no estar a la altura de las circunstancias. Tenía un espíritu alerta y por ello, consciente que la resignación era de las contadas cualidades a requerir en un año saturado de festejos, buscó paliativos simples para salir indemne de la refriega.
Sería suficiente, creyó, hallar un contento elemental en el trabajo, la felicidad mesurada en el amor y continuar con placeres desinteresados. Lista compacta de buenos propósitos incumplida, travesía que a medio camino modificó el destino previsto y sin que nadie conozca el responsable de la orden. Es así de sencillo el comienzo: una anécdota insistiendo en proteger su privacidad. Pero yo que cuento y busco saber por qué lo hago, presumo en el destino desviado de Claudio una fulminante intersección metafórica; yo, que tengo la tarea de hacer avanzar el relato me declaro ahora mismo incapaz de detectarla. La poesía suscitada entre ellos estará seguramente en otro lugar de donde la supongo y seguro que oculta en un secreto que marchó a Maracaibo.
El hombre que se está despertando me interrumpe y estaba esperando que lo hiciera. El inicio me tomó de sorpresa, por ello debí improvisar un falso comienzo con aquello del artista del alambre tenso y pasajeros minutos de notoriedad. El despertar de Claudio pone fin al primer tramo de la historia; no descarto que como en algunas carreras de obstáculos, se trata de una falsa partida y haya que recomenzar. Anoche durmió en su casa, se acostó sin cenar después de tomar una taza de té y por eso es extraña su incomodidad. Se levantará con la boca pastosa como si durante uno de los sueños se hubiera emborrachado, si bien los sueños pertinentes empezarán mañana. Al parecer estamos en Montevideo y si mis cálculos son correctos hoy es 11 de enero del año 2000. Cuando decida levantarse una máquina se pondrá en movimiento y desconozco su funcionamiento, aspiro sólo a que la cuerda me permita llegar hasta la madrugada catártica del punto final.
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