Montevideo sin Oriana – Parte I

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¿Se te han franqueado las puertas de la muerte y viste las puertas de la sombra?

Job, 38 / 17.

Es que apenas intento la primera frase con sentido y ya intuyo los ruidos espurios de la noche a venir. En esa madrugada de incierta localización futura daré por terminada esta relación y sólo entonces conoceré la razón que me decidió a escribirla. Si pretendo despegar del espacio en blanco para emprender el vuelo, antes que nadie necesito yo mismo convencerme hasta alcanzar la Fe: Claudio exageraba al afirmar que para recordar sin ser importunado él debía marcharse lejos de lo ocurrido; se comienza por desairar intermitentes historias pasadas y terminamos olvidando nuestra justificación para estar aquí, sin importarnos que había una vez hace tiempo aquella ciudad sin nombre llamada Montevideo. Eso le dijo. 

Meses después de los adioses definitivos y negándose al olvido, Eliseo Peralta se preguntaba todavía si lo editado a pérdida era el desenlace de otra impostura, desajuste necesario entre la escritura dispersa huérfana de padre y una obra que decía de cierta revelación, si la mujer llamada Oriana Servetto había en realidad existido entre nosotros. Un libro de formato pequeño del sello Ciudadela, encuadernado con esmero olvidado por la informática aplicada demostraba parte de la verdad y a nadie conocía Peralta en la ciudad que pudiera contradecirla con pruebas al apoyo. 

En el inicio del relato hubo un número providencial de la revista “Patmos” y atardeceres de trabajo en colaboración, cuando Claudio repetía que de aquello que no se puede hablar es preferible callarse. ¿Quién decide lo que debió permanecer del lado del silencio? Peralta miró la imagen de la muchacha invisible por primera vez a finales de diciembre, una tarde de calor obviamente insoportable en el casco antiguo de la ciudad portuaria, mientras bebía cerveza en el Café Brasilero, escala obligada antes de abrir el disuasivo candado del sótano. Eran a eso las cinco de la tarde, a más tardar cinco y diez. Claudio entró al café contento y confundido, visiblemente excitado trayendo el retrato inventado esa misma mañana. 

Al promediar el otoño siguiente se la pudo ver a la muchacha en situación menos confidencial. Aparecía sonriendo en páginas finales de un suplemento literario, que reprodujo la única fotografía que de ella se conoce y comentaba –cuatro meses después de la puesta en venta- la salida del libro en términos elogiosos limitados al texto, sin entrar en detalles de edición e imprenta. Ello sucedió luego de despedir al amigo, separación que Eliseo Peralta sabía irreversible. Al cerrar el suplemento literario en cuestión y luego de doblarlo, fue para él inevitable evocar la historia del amor singular que comenzó a decidir el viaje, en la cual se consideraba menos que actor secundario, acaso testigo circunstancial poco fiable por estar implicado hasta el cuello.

Ellos se conocieron un miércoles de octubre. Eliseo se había embarcado en un submarino editorial cuya base de operaciones era un sótano inmenso, con poca ventilación y luz mortecina alquilado en plena Ciudad Vieja, al que se accedía por un portón bajo de hierro obligando a inclinar el cuerpo como en las escotillas de los sumergibles. Estaba motivado en los últimos tiempos por la misión –bastante suicida por insensata- de minar la ruta de abastecimiento y torpedear los buques insignia de la armada invencible de la edición internacional que entró a puerto montevideano, le decía a quien quisiera escucharlo, bajo prepotente insignia imperial con maneras de Corte y nostalgia colonial. Peralta promovía desde su sótano modestas operaciones de sabotaje literario y ensayo sociológico sobre la cambiante realidad de las mentalidades, que tenían a sus ojos de ácrata irremediable motivaciones morales, altas finalidades filosóficas, justificaciones estéticas. 

La memoria cuando extraña con el corazón y el espíritu de finura puede determinar aquello que debe decirse por escrito. La relación entre ambos hombres fue un depósito de confianza mutua a plazo fijo con interés muy bajo sin necesidad de caución y demasiado breve. Me consta que Peralta, quien por edad y trayectoria sindical agitada era un carácter situado en las antípodas de alguien como Claudio, lamenta todavía haberlo cruzado tarde en la vida, en la inminencia de una separación que omitió la promesa de regreso dejando de lado la mentira. Apenas la edición de trescientos ejemplares numerados salió de máquinas, Claudio olvidó frecuentar el sótano de ediciones Ciudadela con la asiduidad del comienzo, como si la intensidad de la amistad hubiera sido una apariencia calculada con premeditación, el precio a pagar por la salida del libro, lo que es una interpretación injusta además de inexacta y ahora importa poco. 

De la época feliz de cotejo de pruebas y correcciones de galeradas eran los mejores recuerdos, los que heredé por accidente en conversaciones posteriores, cuando llegué al sótano que olía a tinta imborrable con mis propios cuadernos. Confidencias de Eliseo rebatiendo la verdad irrefutable de la ausencia, las horas cuando Claudio tuvo la necesidad de contar a su manera la crónica del encuentro con la desconocida. Esa sombra que alguna vez llamó “mi novia de la muerte”, la prometida postergada cuyo velo cubrió uno entre los tantos motivos determinantes para decidirlo a marcharse de Montevideo.

Una mañana, con la mirada fija en la mano que jugaba con el pocillo de café, sin darle importancia a la noticia le comentó a Eliseo que había resuelto irse del país. Estaba al parecer tan firme en su propósito de partida, que Peralta consideró impertinente preguntarle el real motivo de la decisión –que él nunca aceptaría del todo- o pedirle una reconsideración en nombre de algo, un pretexto cualquiera que era incapaz de formular y sabiendo que la noble causa anarquista, a la que entregó el sentido de su existencia sería argumento insuficiente, rechazado con sonrisa amable y sin mediar palabra. Luego que Claudio le informó someramente de sus planes de viaje igual continuaron trabajando en los detalles finales de la edición del poemario, cambiaron ideas sobre la promoción en la prensa como si ninguna frase mentando la partida hubiera sido pronunciada en los minutos previos. 

Pasada la primera hora el silencio compacto del editor sobre lo dicho terminó por incomodarlo. A manera de justificación enclenque Claudio murmuró que uno de estos meses, después que se adaptara al clima húmedo tropical y consiguiera trabajo, después del papeleo y haber pagado el primer alquiler en bolívares, después entonces, después escribiría desde allá para seguir en contacto. Claro que ninguno de los dos creyó esa engorrosa explicación pretendidamente conciliadora. Ese mismo día, antes de irse cada uno por su lado Peralta preguntó, sin énfasis que delatara curiosidad ni demostrara pena, por el destino del viaje anunciado, destino que debió intuir si hubiera aceptado la jodida idea de que un amigo reciente se marchaba lejos. Esta vez Claudio lo miró a los ojos, sonrió igual de amable y luego, como insistiendo por tercera vez en un asunto demasiado evidente pronunció la palabra mágica: Maracaibo. 

Allá estará, verificando si de verdad desembocan en el lago más de doscientos ríos incluyendo el curso de su vida, yendo a los bares abiertos hasta el amanecer y que proponen espectáculo de strip-tease, por si el azar que de seguro se altera con la proximidad del trópico logra que se cruce con el cuerpo mulato que se desnudaba sobre un escenario de la calle Andes de Montevideo, el culo, las piernas y tetas conocidas en el ambiente nocturno por el nombre artístico de Flor de Maracaibo. Buscará ser feliz como insistía en serlo aquí mediante la argucia de descreer de la felicidad y escuchando melodías que marcaron años de peregrinación nocturna. Manteniéndose a distancia prudente de las bibliotecas públicas, recintos que pueden cambiar el rumbo de una vida como decía, bromeando y no tanto, en el sótano de Peralta o apoyado sobre el mostrador del Café Brasilero.

Pensando en Claudio al que nunca conocí personalmente, la boutade de que todos aspiramos a unos minutos de celebridad porque nos empeñamos en conseguirla alcanzó su máximo nivel paradojal. Lo digo porque recuerdo que hace tiempo, desde diversos frentes se pretendió debilitar la figura de protagonista, aprisionada entre la técnica de efectos especiales y la exaltación planetaria de héroes caricaturales dotados de súper poderes. Sin novicias carmelitas voladoras ni crímenes en serie, sin monstruos informáticos ni productos terroríficos de manipulaciones genéticas incontrolables, sin sagas familiares malditas implicando varias generaciones de compatriotas parece dudoso suponer que la historia de Claudio pueda sostenerse hasta el final. La lectura quiero decir, porque la escritura estoy decidido a concluirla y balbucear así alguna respuesta. Luego de saber de Oriana confirmé que algunos cuentos se las ingenian para filtrarse por la trama del tiempo, sobreviven mediante una disposición enigmática de palabras en escenas nítidas que logran remontar el cauce del olvido.

-Después de mi The End, sobre la pantalla nadie hallará una larga lista de créditos pasando en sin fin, mientras se encienden las luces de la sala, solía comentarle a Peralta, cuando ya estaba pensando en marcharse de la ciudad.

Debería comenzar por hacer creíble esta misma escritura, afirmar con énfasis que es verosímil la silueta inconfundible de un personaje llamado Claudio y andando antes de irse por las calles de Montevideo, ciudad conocida en el extranjero por aficionados a completar crucigramas y los pocos especialistas en poesía francesa de la modernidad que van quedando. Más complicado será hacer aceptar que la acción evocada sucedió en el año 2000, cifra fastidiosa por estar impregnada de olor artificial de ciencia ficción, fatalmente destinada a señalar un tiempo propicio a criaturas de aspecto repugnante venidas del espacio estelar. Temor que resultó infundado: fue un año más tonto que lo que nos hicieron suponer alarmantes pronósticos de parasicólogos, autoridades religiosas, publicitarios creativos y videntes de diversa calaña. 

Ello irritaba a Peralta, recuerdo que le desagradaba sobremanera aceptarse en una encerrona colectiva. Estar obligado a manejar información prescindible y admitir la referencia temporal concreta –el año 2000- dejaba el recuerdo de la amistad con Claudio al capricho de las suposiciones, cruzándose con decenas de eventos ridículos y en  la perplejidad de interrogarse sobre si el encuentro realmente sucedió. Disipando las dudas estaba la constancia del libro y era suficiente si Eliseo Peralta quería recordar la verdad sobre el capítulo denso en su vida de viejo impresor anarquista. La maldita cifra alteró la memoria de millones de personas y puede que yo escriba desde la otra orilla buscando reordenar la mía. El virus más depredador afectó a los humanos y menos a las máquinas como se predijo, infiltró recuerdos íntimos, impuso a la historia una trayectoria orbital trazando el paréntesis definitivo entre mi amigo editor y el oriental errante que marchó a Maracaibo. Cuando Peralta se decidía a contarme parecía estar recordando antes de que hubieran sucedido los hechos. La simultaneidad de ambos hombres en el episodio que los encontró tiene a mi entender la fragilidad de la imaginación. Si la presente evocación pudiera coexistir con el año de los episodios aquí recordados –también mi escritura y lectura consecuente- la incertidumbre vendría del fisgoneo por detectar coincidencias con la realidad: distraerse por disparidades obvias, advertir olvidos imperdonables, condenar excesos de fantasía que circulan en la historia.

Sucedió que Peralta me contó para recordar después del dos mil y comenzó a funcionar la memoria. Seguro que se interpusieron en sus palabras buscándose y en mi escucha interesada peripecias personales creando efectos raros de interferencia imprevisibles. Tal vez la evocación, ahora distanciada del tiempo de los hechos tienda a la anacronía y descubra una vocación de olvido que mi versión subjetiva pretende refutar. Ese debió ser sin embargo el único año donde las coincidencias pudieron disponerse de esa manera y no de otra, desde el inicio el cuento que ellos armaron quiso alcanzar un determinismo que lo hiciera inolvidable y pretendió pasar inadvertido ante la duplicación ficticia de la vida ocurrida durante aquellos meses. El triángulo formado por Oriana, Claudio y Eliseo quedó en sintonía casual con la serie incesante de festejos. Si se pone un poco de atención todavía se escuchan ecos del Te Deum planetario saturado de eufórica crueldad, saludando destierro muerte y prescripción de dioses anteriores con su corte carnavalesca de sátiros, centauros, minotauros, licornes, serpientes emplumadas, esquizoides satanistas, criminales y músicos ciegos ambulantes, otros proyectos para el hombre que clavarlo en una cruz de madera para luego hacer correr el rumor de que resucitó unos días después. 

Tamaña euforia, que comenzó en catacumbas latinas con olor a pescado podrido y aliento fétido de leones etíopes, podría explicarse por la perfección aritmética de la cifra, la contundencia de misiones sangrientas con excusa evangelizadora y que permitieron llegar al jubileo urbi et orbi. Festejo harto arbitrario para nosotros los uruguayos, hacia el año mil Montevideo no existía en las cartas geográficas manejadas en Constantinopla para ubicar el paraíso terrenal. Considerando la evolución geopolítica de la región donde está situada hay débiles fundamentos para conjeturar que sus murallas virtuales resistan hasta el año tres mil, si es que así se continuarán datando las eras sucesivas. Serán otros los calendarios vigentes que aguardan su hora desde las Cruzadas contra el musulmán, desde la estrategia guerrera soñada por Sun Tzu, en la memoria expulsada de los judíos sefaraditas confundidos con el desierto.

La única certeza que me atrevo a dejar por escrito es que durante los meses del dos mil estuvimos aquí sin saber los unos de los otros. En una ciudad concreta que desplazada al pasado se vuelve espectral, junto al puerto donde lloverá siempre y naufragó en la amnesia de los navegantes. Un lugar donde los poetas padecen catarros crónicos mientras cultivan la pertinaz costumbre de componer versos oscuros en lenguas extranjeras. Los habitantes de esa suposición, escasos si se los coteja con los parias descastados del casco urbano de Calcuta, formamos una secta sin reglas conocidas e inconcebible para cismáticos decepcionados del primer milenio. Padecemos la ausencia de una memoria de aliento medieval, lo que siempre termina por pagarse en tiempos críticos. Peralta retuvo en la memoria lo que Claudio contaba después de Oriana y antes de Maracaibo. En la imagen del mundo como un circo ambulante, dirigido por un loco autoritario con látigo en el centro de la pista, los uruguayos seríamos el funámbulo apoyado sobre el alambre de la historia, en situación tan precaria que la red y su tendido sería cuestión sin importancia. 

Eso le decía Claudio a Peralta en las tardes de corrección de galeradas y ajuste de confesiones, acotando que nuestra filosofía más apropiada, le decía, era la del volatinero. Un éxtasis en suspensión sin misticismo sufista, oscilación entre la ignorancia de orígenes brumosos y el imperativo de avanzar hacia objetivos difusos. Como situación es absurda decía Claudio, pero resultaba compensada por la sensación de vacío rondando cada paso que damos, la tentación de desertar el rigor del alambre tenso y dejarse ir asumiendo un suicidio colectivo. A su entender ello explicaba el monstruo llamado “Los Cantos de Maldoror”, los relatos emponzoñados de Horacio Quiroga, tres novelas mayores escritas por Onetti y la milagrosa reaparición entre los vivos de Oriana Servetto, su libertad condicional arrancada a la muerte. 

Claro que lo dicho era una evidencia hipotética e indemostrable, la escritura polizonte decía Claudio es la tarea secreta que prueba la pertinencia de nuestra tribu. Sería insensato que organizáramos la existencia futura confiando ingenuamente en la continuidad de la vida, amparados por proyectos faraónicos suponiendo una oscura razón superior que nos justifique. Claudio sostuvo ante Peralta que el año dos mil confirmó la tendencia: estamos destinados al olvido absoluto exceptuando la obra de algunos poetas y lo decía pensando en Oriana Servetto. Luego de tanto desvarío sobre el puesto de los compatriotas en la geometría del cosmos, le preguntaba a Peralta si podía pedir un té con leche al Café Brasilero y que estaba harto de hablar de asuntos que a nadie interesan. Fue esa vez cuando dejó pasar un minuto de silencio que anunciaba algo y Peralta lo esperó.

-Hay en el norte del continente ciudades más calientes, dijo. Es preferible perderse en la espesura entre alimañas carniceras, en la vorágine tropical donde la violencia gana el corazón, antes que uno pueda apasionarse por muchacho alguno que caerse del alambre en este circo, eso decía las semanas previas a largarse a Maracaibo.

Nuestra ciudad parecía por entonces un manicomio aguardado inspectores corruptos instigados por denuncias anónimas. El año era un baratillo de vanidades y por una vez Montevideo se parecía a cualquier capital del occidente civilizado sin ser de las peores. Peralta introducía matices en la charla diciendo que si aquí persistía una esperanza era porque podía rescatarse una vocación por la desidia. 

En determinado momento y ello le seguía pareciendo mágico –lo enternecía- alguna gente se harta de los buenos consejos y escuchar que la felicidad está al alcance de la mano. Le repugna oír de continuo datos simples para realizar negocios fabulosos, correr detrás del bienestar que se merecen y el paraíso consecuente pagado en mensualidades. Esa gente desconfía, hace un quiebre de mangas y de un instante para otro lo que anhela es perderse sin brújula, hacer del cielo prometido una porqueriza hasta recobrar la olvidada sacrosanta vocación de los abismos.

-Sentirse humano carajo, decía Peralta y con ambas manos señalaba su pecho a manera de ejemplo, dando prueba de su pasado militante.

-Hay mucho de verdad en lo que usted dice Eliseo. También para los horrores del infierno son muchos los llamados y pocos los elegidos, dijo Claudio.

El editor escuchaba sin sospechar que cuando fuera tarde y estuviera lejos le daría parte de la razón; quien suponga que el Averno está en franquicias peca por error, ser condenado en los tiempos que corren es un privilegio, para ser pecador VIP sin redención hay mucha competencia.

-Usted, como siempre, exagera.

-¿Que yo exagero Peralta? Difícil tarea esa de convencer a mis compatriotas de optar por el camino equivocado. Si dejamos de lado la Visa Gold, la recorrida mensual por los Dutty Free cada vez más cerca de la ciudad, la ilusión por la máquina cero milla y la firma de escrituras en oficinas de arquitectos famosos por su falta de talento, a mis años queda poco por hacer. Los chicos malos del dos mil ahorran como viejitas en el Banco Hipotecario, tienen teléfono celular esperando el mensaje personalizado de la depresión, navegan varias horas al día por la Red y están afiliados a la Coronaria Móvil por si les falla el corazón.

Claudio había dejado hace tiempo de ser un muchacho de veinte años, cada vez más seguido se permitía ese tipo de comentarios oscilantes entre ironía y desencanto, formaban parte de su estrategia para retardar el ingreso al escalafón superior de madurez que anuncia el declive, contener el desgaste del tiempo. Vivía una etapa crítica donde los almanaques son nidos de meses venenosos. Encaminarse de forma acelerada a la treintena estando en Montevideo, teniendo conciencia de vivir en un año que se anuncia pródigo en tonterías puede llevar en poco tiempo a la desesperación. En el año elegido de charlatanes a refutar, del coro desafinado de profetas milenaristas era tal el barullo programado que muchos deseaban que los mesiánicos de feria estuvieran acertados en su perorata cuando recitaban el catálogo terrible de pestes y hecatombes inminentes. Claudio deseaba que algo sucediera en la ciudad durante los meses del año dos mil.

-Daría la vida por ser testigo del espectáculo de olas desbordando de la bahía hacia el centro. Que las aguas, luego de haber partido el espigón de la escollera monten las escalinatas del Club Uruguay arrasando los fundamentos del teatro Solís. Pagaría millones de dólares por contemplar llamas de doce pisos de altura en la línea del horizonte, un tornado arrancando de cuajo el siniestro Palacio Salvo y la torre de los homenajes del estadio Centenario, cualquiera de las calamidades prometidas por los alucinados. El año se lo merece, al menos aquí, le dijo un día a Peralta.

-Romper todo, eso quiere decir, agregó Peralta.

-Aunque más no fuera por un tiempo.

Yo podría ahora recapitular la vida de Claudio en pocas líneas, por lo menos intentarlo. Me consta que el presente suyo para ser entendido puede prescindir de antecedentes que nos alejen demasiado. Durante los últimos años, los de Montevideo sin Oriana pretendió vivir en sintonía con el tiempo que le correspondió en el reparto aceptando limitaciones de su lugar de residencia, decidido a descubrir potencias secretas de la ciudad sin medir las consecuencias. Definirlo como postmoderno en un lugar donde muchas niñas reparten estampitas en bares céntricos pidiendo limosna desacomoda, recordar que pasó privaciones sin la locura suficiente para ser el estudiante Raskolnikov dándole el hachazo a la prestamista Aliona Ivanovna es no estar a la altura de las circunstancias. Tenía un espíritu alerta y por ello, consciente que la resignación era de las contadas cualidades a requerir en un año saturado de festejos, buscó paliativos simples para salir indemne de la refriega. 

Sería suficiente, creyó, hallar un contento elemental en el trabajo, la felicidad mesurada en el amor y continuar con placeres desinteresados. Lista compacta de buenos propósitos incumplida, travesía que a medio camino modificó el destino previsto y sin que nadie conozca el responsable de la orden. Es así de sencillo el comienzo: una anécdota insistiendo en proteger su privacidad. Pero yo que cuento y busco saber por qué lo hago, presumo en el destino desviado de Claudio una fulminante intersección metafórica; yo, que tengo la tarea de hacer avanzar el relato me declaro ahora mismo incapaz de detectarla. La poesía suscitada entre ellos estará seguramente en otro lugar de donde la supongo y seguro que oculta en un secreto que marchó a Maracaibo.

El hombre que se está despertando me interrumpe y estaba esperando que lo hiciera. El inicio me tomó de sorpresa, por ello debí improvisar un falso comienzo con aquello del artista del alambre tenso y pasajeros minutos de notoriedad. El despertar de Claudio pone fin al primer tramo de la historia; no descarto que como en algunas carreras de obstáculos, se trata de una falsa partida y haya que recomenzar. Anoche durmió en su casa, se acostó sin cenar después de tomar una taza de té y por eso es extraña su incomodidad. Se levantará con la boca pastosa como si durante uno de los sueños se hubiera emborrachado, si bien los sueños pertinentes empezarán mañana. Al parecer estamos en Montevideo y si mis cálculos son correctos hoy es 11 de enero del año 2000. Cuando decida levantarse una máquina se pondrá en movimiento y desconozco su funcionamiento, aspiro sólo a que la cuerda me permita llegar hasta la madrugada catártica del punto final. 

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Night and Day – Capítulo I

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Something in August

Al sur de todo carcomido de amnesia con herrumbre, más terrible es el octavo mes. Agosto se precia de cortejar la muerte haciendo el balance generacional y parecer indiferente al paso de las estaciones: es cuando el frío eterno, atributo infernal, trepa y se instala en la pampa urbana maloliente y gris. Mes de fiesta patria y noches de helada, temporales vaticinados por creyentes, nubarrones burlando la consagración primaveral y la transfiguración. Desde el martes 1º o jueves o domingo, el mes orienta los espíritus al tiempo de nadie, región de la existencia donde respiramos combustión de kerosén con llama azul y la humedad de los empapelados, se amontonan trapos en las hendijas para atajar el viento, los pies ateridos amasan el látex enfriado de las bolsas de agua caliente. Hay gente que duerme vestida, las verduras se deshacen en un caldo turbio cocinándose a fuego lento sobre el primus. El agua se enfría al salir sin fuerza de calefones empotrados en casas de huéspedes baratas, sobre la cama turca de plaza y media se amontonan frazadas oscuras. Los ómnibus en los arrabales son camiones desahuciados rumbo al matadero, viejos jubilados evocan refranes carentes de ingenio sobre las condiciones del clima, argumentan nostalgias sobre las perdidas tardes estivales y a todo ello, los desesperados inician el viaje sin tregua hacia el fin del invierno. Son las noches de invierno en que se lee hasta bien tarde, apropiadas para abrir cualquier edición de La vida breve.

La novela parte de un deseo irrealizable, que pase Algo, cualquier cosa y Algo. Se lo pide desde el acápite de Whitman (fragmento de A Song of joys, 1860)  diciendo la extensión de la desesperanza al comienzo del texto. Situación inicial del protagonista en quien convergen tres desacomodos abriendo la irrupción de Algo; amputación del cuerpo de la esposa, irrupción de vecina nueva, ilusión de la escritura. El mundo del protagonista viene de alterarse, lo insinúa y luego lo formula sin saberlo –o acaso- la nueva vecina; en el principio es el verbo de ella, palabra de víctima propiciatoria, criatura destinada al sacrificio. Desde la primera línea ordena la predisposición mediante conciencia de verdades: el mundo está loco, la soledad es radical, la vida es breve. La angustia irrumpe ante la certeza de que todo es posible, el hombre correcto que escucha se confrontará con un cáncer conyugal y el despido, la mentira y el deseo de matar, pulsión de escribir y regreso a Montevideo. 

LVB comienza en la inminencia del temporal pocos días después de celebrarse la Asunción de la Virgen María, una vecina pecadora inicia la partida abriendo la boca, proyectando la voz. La conmueve el espectáculo del mundo, máquina irracional trituradora y se reconoce en un trueque panteísta devorándola, lo acepta resignada sin considerar las secuelas. Su Pathos es simple, ella asistirá al último temporal de Santa Rosa de su existencia. Es una voz inconfundible, detrás de esa voz acaso mimética se acumulan detalles envilecidos del cotidiano de la recién llegada, que amuebla su mudanza, cambia y acomoda el lugar de su nueva existencia breve orientada a la muerte. Un mundo exento de dudas. La cama, un aparador para botellas de ginebra vaciadas con avidez, la cómoda de cajones donde esconder medias arrugadas, bombachas, calzones sucios de la jornada. 

Ella dice lo del mundo loco, son las primeras palabras y el que escucha de éste lado junto a mí, acota que es como remedando, como si tradujera y lo escuchado tuviera un original en otra lengua. Sin pretensiones metafísicas ella constata un estado del mundo, lo hace con humildad y justificado desengaño. Ella ignora estar profetizando por metáforas y es un oráculo ciego. El mundo está alienado. LVB será la demostración de ese teorema inicial. Como la ciudad aguardando relámpagos de Santa Rosa y la fugacidad de la vida rioplatense la novela terminará en carnaval. La locura equivale al universo, lo sustituye, toma su lugar, lo necrosa. El delirio se formaliza en realidad, la razón será desterrada con la palabra puesta en entredicho, declarada inservible para lo que vendrá. En ese edificio (ladrillos y palabra, escritura e inmueble en la calle Chile de Buenos Aires) la coherencia es inquilino incumplidor, indeseado, irreconciliable con el carácter de los vecinos. Como puede serlo en la ciudad un individuo indocumentado, un extranjero en Buenos Aires. 

La mujer habla e instala la alteración, dispone las reglas del juego a venir. De seguir vigente el refrán sobre la verdad de locos y borrachos, tontos y condenados, siendo una atorrante postula la verdad del destinado a desaparecer para que otros vivan. Será dejada de lado, sacrificada mediante un crimen absurdo, tirada en la cuneta de la escritura y con la finalidad de acelerar la narrativa de la historia. 

Faltan tres semanas para llegar a primavera y después a Montevideo. Invierno de lectura, infierno porteño, se plantea la apertura Brausen, comienza la partida existencial, el movimiento de las piezas sobre el tablero novela. Los personajes esos implantados en el desierto de la angustia urbana, deambularán de madrugada en el cruce de Corrientes y Talcahuano, arrastrarán los pies por Palermo Viejo, se fatigarán en el barrio donde sucede la acción. Buenos Aires es ciudad de la preterición y territorio de la amnesia que provoca el protagonista. Esperar Algo con insistencia, incitarlo en detalles mínimos de lo circundante (vecina, retrato, ampolla de morfina, tuerca del puerto) supone el deseo de cambio profundo; intentarlo por la invención de vidas paralelas, aceptando el pasado como algo ratificado en la operación de recordar, renunciando a la identidad. La espera de esas modificaciones altera tiempo y espacio. 

LVB como deseo y búsqueda de Algo peligroso y terrible, diferente y desconocido que llegará en un éxtasis místico. Cada personaje persigue su Algo de las maneras más heterodoxas, ese Algo para mi es la novela La vida breve, el objeto libro de la primera edición cuando yo no existía.

Hace medio siglo los textos que argumentaban a favor de una novela, ubicados en la parte interior de las tapas del libro eran menos grandilocuentes en relación a los méritos del autor que hoy día. Más prudentes sobre la excelencia de la historia alegada y evitaban subestimar la inteligencia del lector. Cuando en noviembre de 1950 salió de imprenta La vida Breve de Juan Carlos Onetti (Editorial Sudamericana de Buenos Aires, talleres gráficos de J. Hays Bell), año del Libertador General San Martín, en la primera solapa, sobre fondo verde, tres párrafos buscaban la atención del lector potencial. El tercero merece ser recordado. «La originalidad de esta novela no afecta en lo más mínimo a su interés. No se tema que se trata de un experimento literario, como suele calificarse despectivamente a todo abandono de los moldes notorios. Es, pura y simplemente, una novela con todas las de la ley: un relato fluido, coherente y ameno, que el lector ha de seguir con la misma intensa curiosidad desde la primera hasta la última página.» 

Lo comprendimos luego con el paso de los años, se dieron en aquel noviembre del 50 una serie de circunstancias determinando un episodio mayor de la literatura. Avanzo la sospecha de que lo que tiene LVB de novela inicial de un ciclo magistral opacó en parte su valoración específica; más tarde, otros grandes libros confirmaron la densidad del proyecto onettiano. LVB es sui géneris, supone un peaje oneroso en la concepción del oficio de novelar, apuesta a la indeterminación, resiste al peligro de lo inconcluso, permite observar desde un lugar privilegiado el proceso inapelable y subyugante de la transfiguración en escritura de objetos, personas y circunstancias. Claro que el autor tenía algo para decir, por supuesto había el empeño de Onetti por ser escritor detectable desde la juventud: LVB recuerda que la traducción del deseo en lenguaje es lo que continúa marcando la diferencia, el misterio. 

Los retóricos juegos con las palabras (cada generación, cada país, cada movimiento produce malabaristas de diccionario) no alcanzan a burlar el olvido, burlar la ley más inflexible del arte de narrar que es la obsolescencia. Misterio, desesperación y coherencia se agregan a los sabidos silencio, exilio y astucia. El mundo no está destinado a justificar ningún libro por más seductora que sea la idea y muchos teóricos estén tentados a desertar de su capacidad crítica por tal hipótesis. La literatura tampoco es la mimesis reductora de lo que nos rodea, espejo complaciente de buenas conciencias. Ningún libro que se escriba sobre La vida breve necesita justificarse; han pasado más de cincuenta años desde la primera edición de la novela, buena ocasión para desprenderme de notas al margen, subrayados recordando dudas de interpretación, dependencia que se volvió pasión, compleja historia de amor con un texto y un objeto que aquí busca declararse y dictar la carta de un adiós necesario. 

Las opiniones avanzadas son cautelosas y en algunos casos originales, tienden a tramar una novela de la lectura, su sinergia es ambiciosa, alterar la valoración habitual del «otro» libro de presencia espectral. El libro que importa es el «otro», mi libro se legitima en tanto hace recordar al otro libro omnipresente en cincuenta fragmentos. Cada línea de este libro habla de él, escribí con la sospecha de que toda lectura rigurosa supone la lectura de dos libros en coexistencia. La literatura ocurre en la relectura y esa experiencia inicial algo presocrática en su formulación supone leer dos libros que nunca son el mismo. 

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Barcelona senza fine – Capítulo I

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él la hubiera matado y se hubiera echado a llorar
pero tú no eres demasiado extranjero para eso
y yo amo a los extranjeros porque no los entiendo.

Manuel Vázquez Montalbán

Algo indefinible para comenzar las hostilidades: como tirando a lila sin espesor y que proviene del silencio especulativo, precediendo a la palabra tal como la entendemos; eso insinuado se sospecha viniendo de tiempo atrás, se supone que contiene en germen la suma del relato que comienza a proliferar. Verosimilitud exigida al fin de cuentas, incluso antes de conocer los fundamentos de la trama y en consecuencia forma la frase inicial del tema, siendo enunciación previa a lo que se recuerda sin forzar la voluntad.

Resulta extraña esa oración de veintiséis palabras premeditadas comenzando la circulación activa, también involuntaria y que raras veces posee un poder sedante e inatacable, como una línea furtiva trazada con cristales opiáceos de promesa sorprendente, emulando la cocaína paralela sobre la superficie esmerilada. La frase esa –donde uno que lee deberá incorporar la escritura del otro- deja de ser autor y comienza a configurar ectoplasmas figurantes de palabras con alma. Conozco lectores obsesivos que hasta la memorizan como la letra de una canción extranjera, estrofa repetida para salvarse de la amnesia programada que nos acosa si trancamos la puerta dando a la intimidad; cuando salimos a la calle, apenas cerramos la rutina y abrimos el libro. La vida suele cambiar de vereda sin avisar de un día para otro y de esto trata la novela, de la fuerza sin programar del paso de un día para otro. Consecuencias impredecibles cuando se descuida el cruce sin cebra de un día para otro y mañana es el mercado a la intemperie de posibles bien maduros; comparable a limones blandos ofertados a pérdida, cuando la feria se disuelve y quedan a la venta restos de vegetales expiando el paso titubeante de un día para otro.

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Leer prologo a la primera edición de Barcelona senza fine

Las horas en la bruma (Capítulo I)

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Llegó suspendido sobre los rieles paralelos cualquier domingo del último noviembre en el tren de las 23h.47 que viene de París. Ninguna persona lo esperaba a lo largo del andén a la intemperie, tampoco en el vestíbulo casi desierto; ni en la ciudad que estaba escrito donde por fin entraba. Fue de los últimos en bajar del vagón y trepar luego a la estación llevado por una escalera mecánica lenta y amarilla. A esa hora tardía los abrazos de recibimiento al viajero son cordiales sin más y manotear el equipaje a los recién llegados un acto reflejo de las manos que esperan.

Acompasando su ingreso silencioso, el protagonista del relato observó la prisa de otros pasajeros por alcanzar los automóviles estacionados en las inmediaciones. La premura de una mujer atractiva para conseguir línea en cabinas telefónicas de la sala de espera y comunicar a alguien querido un arribo sin inconvenientes. En contrapeso al desprendimiento progresivo de los anónimos compañeros del viaje de dos horas y media, él supuso estar en un momento crucial de su vida; dejándose convencer de ello por sutiles conjuros combinados en una ciudad portuaria a la que se llega por primera vez. 

Como esas convicciones nunca se sostienen por claras razones de aprehensión inmediata, evitó disfrutar en exceso la idea de asombros latentes, optando por guarecerse en una prudencia conforme a su condición de extranjero. Admitiendo de buen grado la ventaja de llegar en horas de la noche, que suma otra textura a la superstición de destino y tolera divagar sobre lo imprevisto que puede suceder mañana. Sencillas expectativas como algún sabor salado que se incorpora, cierta música y el perfume de una mujer determinada, capaces de hacer inolvidable esa ciudad de paso, encallar en la memoria el nombre de una calle portando un paisaje anodino al límite de la percepción.

El viaje -este preciso viaje que comenzamos a evocar- se decidió en sus aspectos prácticos en apenas cuatro días. Deseo abrupto en su compleja formulación, fue camuflado por motivos referidos a inesperadas, favorables circunstancias laborales (“es una buena oportunidad, única y seguro que irrepetible en la vida… una propuesta que sería insensato desaprovechar”), que acomodaba la curiosidad de estar solo una temporada, poner distancia con lo cotidiano y sacudirse el ardor de relatos dispersos que lo acompañaban desde la niñez. La familia quedó esperando en la otra ciudad; los extrañaría, pero igual decidió prescindir por una vez de los cariños cercanas y dedicarle el tiempo necesario al cabotaje marino de los buques fantasmas.

Cuando el pasajero salió de la estación reconoció el olor del viento trasladando amenazas de temporal portuario. Adivinó al otro extremo del mismo aire cormoranes y gaviotas insomnes suspendidas, aliabiertas e inmóviles sobre la rompiente de olas incansables contra espigones de piedra: ennegrecidas por fugas de petróleo crudo y cascos herrumbrados asomando en la superficie, rodeados del ronroneo carrasposo de remolcadores desperezándose en la madrugada.

Se sucedía la noche del desembarco, el viento disipó en pocos segundos el grupo compacto de viajeros dispersándose presurosos a refugios asignados, como si hubieran escuchado ululantes sirenas avisando de carlingas lanzadas en picada y mortífero vuelo rasante. 

En las esquinas más alejadas del paisaje desaparecían los últimos cuerpos de peatones con paquetes y bolsos. Los semáforos próximos a la estación –en la confluencia de las calles de acceso y rutas de salida a todas direcciones- eran excesivas ante tanto silencio acumulado. Así decidido por invitación de ciertas luces, el protagonista caminó sin apuro por la casi segura calle principal. Una primera entrevista convenida tendría lugar dentro de tres días. 

Consideró un gesto amable que los luminosos de los comercios céntricos aguarden a los viajeros del último tren de la semana proveniente de París que frena en la ciudad. La ruta paralela de luces encendidas era pasiva de señales, propuesta para evitar el extravío a viajeros primerizos llegados a puerto por una de las estaciones de ferrocarril. “Noche de domingo” pensó el ingeniero Soubervielle y se dejó llevar por la intuición, postergando la iniciativa de decidir para cuando estuviera de frente a lo imprevisto, aunque más no sea la sombra de un gato velocísimo.

En los primeros viajes con Margarita él llevaba una ordenada agenda, hasta considerar que importaba poco saber que el 19 de setiembre de 1979 habían tomado chocolate en el café Mozart de Salzburgo y llegaron a la terminal de Florencia un sábado nublado hacia el atardecer. Las fechas fundadoras sin necesidad de anotarlas en dietario alguno, vuelven con perseverancia de mareas atlánticas y de la luna nueva como lo comprendió esos días que aguardan.

Pensar “noche de domingo” era suficiente. Después de muchos viajes hay uno cuyo destino se postergó por años; el ingeniero sabía que cargaba otra valija adicional sin consignar como exceso de equipaje en las aduanas cruzadas. Pretendía restarles importancia a esos detalles siendo imposible; se sentía recayendo en la costumbre atávica de conocer las calles, árboles, puertas y la costa atlántica donde nació su padre. Después de algunos años y sopesando su escepticismo hacia afectos sobrevalorados, se convenció de que nada había para recuperar, acaso la curiosidad por determinar ciertos puntos de fuga de la vida paterna. 

Aunque lo negó repetidas veces en conversaciones sin trascendencia, su viaje buscaba epilogar relatos entreoídos desde la infancia, sacudiendo narraciones suspendidas del tiempo y acelerar finales anestesiados. Hasta el día que murió su padre, el ingeniero nunca sintió la urgencia ni la curiosidad por planear un viaje a la ciudad. Algo entre ellos ocurrió en las horas últimas de la vida cruzando el puente de la agonía y agolpándose en momentos previos a la muerte. Baúles desenganchados en bodegas de barcos debajo de la línea de flotación: canciones ásperas de alta mar recordadas en un delirio terminal. Un sacudirse sondas y vendajes como si el moribundo aventara cargas molestas a la navegación. Cuando una escuadrilla imaginaria deja caer espoletas fulminantes incinerando amigos, amores, la cocina de la casa y las horas reservadas para alcanzar el futuro. 

“Es cierto que allá formó familia y jamás pretendió reconstruir su vida pasada; estando tan lejos, habrá pensado que ciertos escombros es preferible dejarlos sin remover y una vida –la suya- era insuficiente para rearmar lo destruido. Estoy seguro que él nos quiso con cariño tocado de ruptura; sin la consistencia que otorga la filiación de tres generaciones predominaron el instinto, los recuerdos y la necesidad de continuar viviendo. 

Siempre extrañó la ternura que brinda la vida sedentaria, nos amó lo mejor que pudo considerando su condición de viajero obligado. Otra existencia anterior daba la impresión de haberse ahogado en una travesía. Con el tiempo yo mismo supe lo complicado que es la vida fracturada y se asemeja a la contemplación de un paisaje con puentes bombardeados. Cuando algo se pierde con violencia sobreviene un silencio inabordable; pasa con ciertas mujeres que amamos y ciudades predestinadas que nos aguardan pacientes hace mucho tiempo. Nacer en puerto de padres emigrantes ayuda a templar esa ironía de la no pertenencia a sitio alguno, acomoda el sencillo desamarre de afectos que suponíamos eternos.”

Un hombre sabe si su vida está ensamblada de urgencia, aunque lo disimule se evidencia en su forma de recorrer determinados trayectos. Cuando Jean-Marc murió, su hijo Armand se liberó de unas pocas dependencias referidas al carácter paterno, quedando anudado a pesadillas de insomnios vedadas hasta entonces. 

En una de ellas, creíble para explicar su presencia en la ciudad y sin tenerlo claro, busca unir el tramado de palabras oídas en la infancia, tocadas de inocencia cada vez que Jean-Marc rearmaba días pasados. Busca en el presente avistar barcos sin bandera ni mirada de experto ingeniero naval, sino como polizonte adolescente sediento de aventuras pronto a zarpar de inmediato; al descuido se diría. 

Los días previos al viaje revisó las cartas de marear y rutas clásicas del Atlántico en Enciclopedias del Mar envejecidas. Hojeó el álbum familiar heredado y quitó una de las fotos en la que estaba su padre. Limpió su colección de pipas en desuso como hacen los capitanes mercantes jubilados, por si acaso al regreso del periplo reincidía en ese placer de cuando estudiaba. En la foto retirada –tenía la intención de llevarla consigo hasta el destino final- Soubervielle padre está en pose con otros tres camaradas. Uno tiene una gran gorra ladeada, chaleco y un saco que parece de pana doblado en el brazo; los dos restantes están en camisa con mangas arremangadas. Entre los cuatro su padre es el de aspecto más juvenil, el que encendió el cigarrillo en el trámite de la toma para parecer mayor en el recuerdo.

En la caja de cartón destinada a preservar otros recuerdos menores, había postales que nunca llegaron a enviarse a destinatario alguno, sin leyendas manuscritas en el dorso ni matasellos fechados. Mostrando faros atribuidos a la ciudad, fachadas de hoteles desaparecidos con la hilera en pose del personal, calles adoquinadas atravesadas por carruajes de tracción diversas. Cómicas y aglutinadas comitivas oficiales inmortalizadas para nadie, habitando ceremonias solemnes al borde flamante de cascos imponentes. De todas esas historias sin relato que las rescaten y tocadas por ese tono sepia del tiempo obrando, durante años únicamente lo separo el mar océano sobre el cual navegó hace pocos días. La muerte del padre lo arrastraba en el presente a muelles obviados en viajes anteriores, sólo el mar se interponía y cuando es sublimado una especie de mar: no selvas enmarañadas, cordilleras intransitables ni desiertos calcinantes. Recién ahora el ingeniero parecía estar capacitado para seguir su camino ya dictado sin extraviarse. Encontrar el rastro neto de las aguas de puerto hospitalario, identificar la agresión de quillas hendidas, la letanía de cadenas perpendiculares dejándose arrastrar hasta el fondo barroso por el peso ingrávido de áncoras biológicas. 

Con esa muerte se produjo en el circuito del ingeniero el tránsito de la indiferencia a lo inevitable. “Descubrí que, ya era tiempo de ir” se contó una tarde de asueto, sin dejarse la oportunidad de una réplica convincente y admitiendo lo preciso del enunciado. Margarita toleró sin oponerse las razones esgrimidas de deberes profesionales, eludiendo el argumento que ella suponía definitivo en tan intempestiva decisión. Inclusive lo obligó a disponer de una parte considerable de los ahorros en la aventura –ellos planeaban cambiar de departamento- para que las escuchas que comprometían la estabilidad emocional de su marido se terminaran de una buena vez.

Ella sabía que la muerte del suegro lo había afectado al punto de obligarlo a ir hasta aquella ciudad, sin recordarle que muchas veces en otros viajes ella insistió en visitarla, a lo que Armand se negaba siempre. Lo ayudo en todas las gestiones fastidiosas ante el Consulado francés para obtener los papeles necesarios, que le posibilitarían visitar los astilleros como técnico invitado y consultor extranjero. Tramitó visados y pasajes con Air France, organizó una cena de despedida familiar y estuvo con él en el aeropuerto de Carrasco el día de la partida del vuelo. 

Un viejo amigo de Armand, oncólogo y exilado político que trabajaba en el Hospital de Colombes fue el encargado de recibirlo en la termina del Charles de Gaulle, así como de las pequeñas gestiones para asegurarle la continuidad positiva de la travesía. 

Tampoco en la inminencia de este viaje Armand tomó alguna iniciativa por conocer al menos noticias generales sobre la ciudad, conformándose con la versión inclinada heredera del padre. Negándose a la utilidad práctica de las informaciones turísticas, era lógico que no tuviera ni la menor idea de donde pasaría la primera noche en el lugar. Un desajuste en su organización social planificada y premonitorio acicate de improvisación. Algo le agradó en la situación de llegar sin haber combinado reservaciones y aunque estaba cansado, lo mismo decidió deambular por los alrededores. 

Armand carecía del llamado sentido de la orientación, sin embargo, esa noche se permitió eximir sin preaviso su tendencia defensiva a las seguridades: sentía que en las próximas horas podía adueñarse por legítimo derecho de herencia de algún rincón evanescente de la ciudad. Igual que lo hacía siempre prefirió inclinarse a las arterias laterales de la trama y se apartó de la avenida principal, volcándose hacia la izquierda sin saber que en esa dirección estaba la zona portuaria. Cada calle intentada le proponía la hospitalidad próxima de un hotel familiar y él optó por desoír las primeras insinuaciones de la fatiga mental.

Prosiguió la marcha hasta que vio y sintió en el cuerpo –a unos doscientos metros de donde estaba cuando se estableció el contacto- un probable límite (indeterminado como deslindes del agua de los ríos), línea imaginaria y franja narrativa donde se disgregan los poderes urbanos y comienzan los imperios portuarios. Zonas evanescentes de panorama nocturno devastado, encadenado a luces anaranjadas de advertencia. Calles transitadas por semirremolques de matrículas forasteras cruzando fronteras cuando amanece. Sombras indestructibles de construcciones perceptibles apenas entre la transparencia dificultosa de la bruma costera. Armand reaccionó pensando en un muchacho náufrago aterrorizado ante el peligro de un renovado embiste contra los arrecifes. En noche nublada y con la brújula razonable desnortada, prefirió recalar de este lado verbalizado del delirio, al menos hasta el alba coincidiendo con el retorno de las redes de pesca.

Le gustaban desde niño los hoteles grandes y pintados de blanco, con escalones de granito rosado pálido y pulido. Esos hoteles pensados para eternizarse al borde de una playa oceánica cubierta de bañistas; edificios desgastados por la arena minutada de veranos reincidentes, protegidos por la somnolencia de pasarelas verdes, blancos y celestes. Junto a reposeras tensas hundidas en la grava empapada de la orilla, donde los más pequeños se entretienen construyendo castillos perecederos con juguetes de molde.

Desde una esquina leyó Au bon Accueil. “El nombre sugiera algo de modesta hospitalidad” pensó el ingeniero uruguayo. Pasó despacio delante de ventanales desde donde se distinguía el comedor y observó entre penumbras que el tapizado de los sillones comenzaba a desgastarse. “Seguro –pensó- será un hospedaje de costo excesivo, bien sabemos que la decadencia sincera tiene costo y es normal pagarlo en su justo precio.”

Armand pudo seguir buscando otro lugar para pasar la primera noche, pero algo sin explicar de la fachada atrajo su atención y la situación cordial del cruce de calles cortas evocaron el hotel de las vacaciones inolvidables en una vida pasada. La explicación para decidirse era endeble y sin mucho peso, apenas el suficiente para quedarse allí hasta mañana al menos. 

Todavía desde el exterior miró las ventanas entornadas y el área del estacionamiento cercada por una pared podada de transparentes, era sencillo allí imaginar el tránsito calmo de viajantes de comercio extenuados, parejas adúlteras llegadas de los alrededores, el arribo sin reservación de huéspedes extraños –como el caso del ingeniero naval extranjero- que ignoran la razón por la cual están en la ciudad. Lo recibieron con la amabilidad distante del oficio de tratar a personas de paso. 

El recepcionista consideró de buen gusto obviar el detalle menor de cotejar tarifas y comodidades; aceptó sonriendo el pasaporte azul que le entregó el inesperado huésped de la medianoche y sin duda muy viajado. En tanto Armand llenaba los formularios de rigor el recepcionista revisó el documento por costumbre, para sonsacar una fugaz información de profesión, nacionalidad y sellos estampando entradas y salidas.

-Usted viene de muy lejos, le comentó el momento de entregarle el pasaporte y la llave de la habitación número cuatro.

-No tanto, contestó Armand en francés impecable y con acento extranjero. Apenas unas pocas horas.

-¿Se quedará cuántos días con nosotros?

En una de las reparticiones de maletín Samsonite para viajar con lo necesario en esos pocos días, estaría buen ordenado el calendario del viaje con fechas, itinerarios, horarios y combinación del regreso; los viajes tienen ahora mejor asegurada la fecha del retorno que la de partida. Recostado en esa tranquilidad de billete cerrado que ofrecen las agencias de viaje, la inquietud del regreso estaba todavía en modo confuso, tampoco deseó hacer de una pregunta de cortesía el inicio de una incomodidad.

-Depende… esas cosas dependen… usted sabe…

-Perfectamente señor, contestó el recepcionista, habituado a los pasos del pasaje sobre el borde de la discreción. 

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El viaje a Escritura, I

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El río que vendría a ser la vida tiene varios afluentes, cuentan los ancianos que uno de ellos se llamaba Memoria y en una época incierta, sin que nadie conozca la razón del cambio comenzaron a llamarlo Amnesia. En un recodo del afluente así transfigurado hay una isla sólo visible estando sobre la corriente o siendo el río. Esa isla se llama Escritura. 

Desde hace cierto tiempo me levanto bien temprano pero recién hoy inicio el viaje a la isla esa queriendo olvidar, luchando contra el recuerdo rondando, controlando el temor a perder la cordura mientras me ocurre considerar la escritura manifestación sagrada de la memoria. Estoy de vacaciones con mi familia y lo primero que pretendo quimerizar es mi afán por indagar las motivaciones de esa pulsión inopinada. Vienen de dar las seis de la mañana, pasé una noche de reposo sin llegar a dormirme del todo por la ansiedad de la partida, nada atribuible al insomnio ni a una angustia pasajera por sucedidos de la víspera. Lo supongo un malestar sin motivo fisiológico, gozo de buena salud y me toma por sorpresa esta crisis de identidad con síntomas incisivos. 

En la casa alquilada algunas semanas de verano y por séptima temporada consecutiva los dormitorios están en la planta alta. Hace veinte minutos bajé la escalera sin necesidad de encender las luces, una claridad incipiente desentumecía la oscuridad del estar y solidaria con la luz de una farola oculta entre la vegetación del jardín. A un costado en atalaya de cristales –espacio que pretende formar parte del afuera y el adentro- hay una saliente que sería excesivo llamar habitación; es un retiro, cuarto de costura y meditación, allí tomamos el té de la tarde, desde ahí pienso. Hasta las ocho estaré tranquilo sin que nada me distraiga, bajé con la idea de meditar algo que me permita dormir una hora más y considerar las ganas que me vinieron de escribir. 

No hoy –se trata de una crisis conocida- sino dentro de unas semanas, cuando regresemos a nuestra casa en la ciudad y secundando el ritmo de los compromisos profesionales. Durante los próximos días será una actividad inocente y secreta la de pensar en Escritura, un estado febril que invade mi cuerpo, el tiempo de rodearlo y convocarlo para saber sobre mí mismo, eso incomprensible de esperarla y consentirla: escribir para saber que soy dos pretendiendo ser uno, si ello fuera posible y antes de convertirme en el otro después del punto final. Ceniza caliente cuando queme los documentos heredados, espera que me prescribo como sedante conteniendo las mismas moléculas del mal que me aqueja.

Me propuse seguir con la vida normal y todo debería continuar igual que antes. De hecho es igual, exceptuando que hace una hora sentí una punzada en la mano, dolor avisando que escribir me sería de utilidad para olvidar, comprender la deserción del sueño y evitar que los pensamientos recurrentes se acumulen en mi cabeza. Desde aquí observo la bruma disiparse acuciada por un viento conocido y la consistencia del roquedal costero, llamada por el mar golpeando que deja recuerdos en la playa del lado contrario. Suelo pasar horas mirando la inconstancia del mar vinculándome a una fantasía de vida serena, en cuanto considero tentar el viaje a Escritura el mar resulta diferente. Lo contemplo salir del sueño como si Poseidón fuera más que una convención mitológica, hasta recuperar tonalidades dejadas en custodia por criaturas marinas, verdes bancos de algas tóxicas, tornasoles del cruce de mareas, salinidad fosforescente que define esta zona de costa. 

Tomada mi decisión la entidad del deseo se asemeja a un camarada de larga data, alguien que al momento de escribir me acercara tres recuerdos dignos de olvidar, el dato incierto, un nombre destinado a desaparecer, información sustraída entre arrecifes fijados en corales de profundidad. Los ritos materiales preliminares al viaje fueron triviales; contrabandeado en la compra deslicé un cuaderno tapa roja espiral y página cuadriculada, misal sin borrones y suficiente para aguardar la línea primera todavía difusa. El objeto y la situación a la espera me incita e intimida, tampoco tengo idea de cuanto tiempo pueda extenderse nuestra relación, si será suficiente o habrá otro y puede que un tercer cuaderno. Una segunda palanca del plan es responsabilidad de mis pacientes, la señora Nariño para navidad me regaló un bolígrafo Pelikan en tonos verde oscuro, agradecida porque disminuí los dolores ocasionados por una úlcera. Del café se encarga Krups mediante un sistema de relojes, dosificación de agua y regulador automático. El amuleto de transubstanciación consiste en que siempre tenga a mano café, lo necesito para mi meditación preliminar a la partida. 

Asumo encarnar el capitán que observa el horizonte y sabe que el próximo puerto está más distante de lo estimado la víspera. Me consta que soy joven para pensar en redactar memorias y mi vida tampoco presenta episodios tales que pudieran justificar la iniciativa. Carezco de la experiencia aventurera y del deseo para narrar historias edificantes de médico rural, personajes heroicos llegando a tiempo o tarde a la expiración de pacientes, parto complicado, amputación improvisada después de un accidente de trabajo. Lo que allá y cuando vuelva pueda escribir será una aclaración erradicando malentendidos con mi memoria, tumores imaginados que deben ser extirpados antes de la expansión irreversible. Hasta estos últimos tiempos consideré la escritura desde la lectura, trataba con libros teniendo a los autores como nombres del complot planetario. Integrantes de sociedades secretas que, por motivos misteriosos ligados a la codicia y egolatría insisten en duplicar la confusión de lo real, siendo archisabido que las evidencias dignas de ser recordadas y dejadas por escrito ya fueron publicadas. La experiencia me demostró que estaba equivocado y si había deducido un error estaba decidido a persistir en él. Omitiendo recetas destinadas a dependientes de farmacia y esporádicas cartas a los amigos, informes para publicaciones de mi especialidad que redacto directo en la computadora, considero la escritura manuscrita práctica antigua, remanente de un mundo desaparecido y pertenezco al planeta que tiende a la disolución. 

Con la ayuda del pensamiento que avanza a cadencia pareja hacia el proyecto, preparando antebrazo, mano y dedos me llega la manualidad de años de educación, llenando cuadernos de notas que se referían a parábolas de Rodó, cosmogonías del pensamiento especulativo que me rechazaron y abdicaron ante el llamado de prácticas del cuerpo humano cuando apesta. Dios y los dioses escriben en rojo sangre los designios de la existencia, una voz o algo opuesto me decidió por la enciclopedia blanda prescindente de otra prosodia que aquella induciendo el final de la muerte. Abandoné los artículos costumbristas de Larra cuando se suicidó delante del espejo por razones que consideró pertinentes; comencé después del estampido, cadáver caliente vestido, con la autopsia tal como lo ordenaba la ficha de ingreso a la morgue madrileña, bajo el rótulo mezquino de cagatintas romántico y predestinado. Desde entonces -tropezón decisivo con mi vocación- me desplazo redactando en pisos intermedios y ascensores reservados a camillas. Lejos de tentaciones prácticas, aplicando disciplina farmacológica, preceptiva en la cual la reflexión entorpecería el entendimiento de la orden que debe llegar clara y precisa para la lectura del farmacéutico de cualquier barrio, concisa escritura de formulación, posología, efectos secundarios, tiempo y cadencia del tratamiento, fecha de caducidad.

Una vez contraída la decisión, me interrogo si en las mañanas previas al viaje podré ordenar la sucesión de hechos al origen de la patología detectada. Haber comenzado a meditar me tranquiliza, siendo el efecto placebo de cucharada inicial, primera grajea e inyección. Siento los efectos positivos en el organismo y comprendo a los enfermos de la mejoría precipitada, miro el reloj: transcurrieron veinte minutos y estoy en la misma línea de pensamiento, esfuerzo de concentración agradable y prueba de resistencia. El silencio se impone en la casa que me lo hace saber, Mister James curiosea en las cercanías intrigado por mi nueva costumbre sin agitación y vuelve a dormitar en su rincón preferido. La claridad del jardín se intensifica segundo a segundo y está al acecho de mi parte de sombras; sería feliz si pudiera fijar para la escena un tono exacto de las penumbras que se suceden, dejarla inmóvil y continuar el discurrir sin preocuparme del tiempo, concentrado en cada frase con sentido completo. 

Sólo la noche cerrada tiene apariencia de instante inamovible mientras ascienden modificaciones a la altura de los planetas y el mutismo de las constelaciones. La luz del amanecer me acorrala recordándome que pese a mi novelería la vida continúa, el día empuja argumentos reactivando verbos usados para el segundo sueño. La gramática diurna obliga a que ocurran episodios perturbando la concentración aconsejable, desbarata la sensación de tierra inamovible que supone la noche en los intersticios opacos, aconsejándome que debo pensar como si lo anterior fuera contado por el otro. 

Hace una semana llegamos a esta casa de veraneo, vivimos en las afueras de Pontevedra y me agrada una vez al año pasar una temporada durmiendo cerca del océano. Disciplina, disciplina, repito testimonios conocidos para cuando relea el cuaderno a venir dentro de un año y lo leído sea más verdad que lo vivido y olvidado. 

La relación entre vivencia y escritura la puedo localizar en el último año; algunos problemas con los niños en la preadolescencia, el traslado al pasado, secuelas de meses de trabajo al borde del agotamiento… sumando responsabilidad del hospital, consulta particular en un gabinete como asociado y participación en coloquios para mantenerme actualizado faltó tiempo para pensar lo sucedido mientras ocurría, evaluarlo tal como merece. Era imprescindible hacerlo para seguir adelante, por eso me hallo en esta situación. El tiempo de vacaciones –lo supe desde el primer día- perdería la calidad de descanso de años anteriores si bien las circunstancias eran idénticas. 

La casa, creo haberlo mencionado antes es la misma de las últimas temporadas, en Puerto de Corrubedo se nos reconoce como visitantes fieles de la región. Evoqué las circunstancias, debo agregar que lo modificado en mi rutina de gastroenterólogo fue la experiencia del regreso, el retorno a los orígenes y lo que del otro lado del mar sucedió, en ese viaje se halla la causa del madrugón actual y razón del soliloquio preludiando la escritura. Si lo del nombre me parece accesorio, puedo replicar que nací en Montevideo en el año 1952 y considerando lo sucedido, la información supone una irresponsabilidad frente a la historia. En un pasado más cercano de lo que pueda suponerse los datos de filiación eran ciertos; con el tiempo transcurrido, papeles legales, la medicina en las manos y espalda hace años y la descendencia animada me presento como médico español, gallego cuando los otros insinúan sutilezas geográficas de autonomías. En los tiempos que corren haber nacido bajo la Cruz del Sur y luego de lo sucedido provoca un estigma de la memoria, como si sus motivos fueran hijos de una vieja alcohólica paridos por la pobreza que es mejor olvidar. Durante años perdí la costumbre de considerar eso como problema, me harté de respuestas gratas a colegas progresistas y la vida hubiera continuado tal cual de no haber emprendido el retorno. La excepcionalidad de filiación para médicos que se dicen europeos, incomprensible para nuevas generaciones especializadas en manipulación genética y trasplante era moneda corriente.

Acaso todo había comenzado aquí, cuando insistía la guerra sin final y los jóvenes que serían mis padres decidieron subirse a un barco buscando la orilla imaginada del océano. Eran primos lejanos, mi madre estaba embarazada y su padre fue fusilado cuando ella gateaba en la plaza del pueblo por un pelotón de vecinos. Años después reaccionó y huyeron hacia cualquier otro lugar, el destino era sin importancia, nada podía ser peor que lo padecido. A los dos meses de desembarcar con lo puesto en el puerto del sur nací en el hospital del casco colonial de la ciudad. Recuerdo con precisión de aromas el almacén de mis padres y la distribución de aulas en la escuela primaria, una infancia cuando pescaba con aparejo en la escollera fantaseando con barcos de carga y armo la ciudad en silueta de edificios recortados.

 Es el primer aluvión de imágenes para fomentar la continuidad del discurrir, seguro que cuando me aplique a recapitular esas redundancias con intención de olvidarlas surgirán detalles para rescatarme. Hijo único sin decisión, durante años creí que fue por razones de la naturaleza, ahora supongo que de esa manera mis padres se fijaban en peripecias de la osadía juvenil, decidieron la irreconciliable situación abierta entre pasión amorosa y guerra interminable. Trabajaron fuerte para sacar adelante el negocio; en la intimidad decían que los criollos eran poco inclinados al esfuerzo y se sentían extranjeros al repetir ese lugar común, como cuando se convencían que el secreto para hacer fortuna en aquellas tierras consistía en trabajar unas horas añadidas al día. Había bastante más que esa definición de la diferencia por el cansancio y jamás pude convencerlos de lo contrario. Es extraño esto de la memoria discontinua, mis diecisiete años vividos en Montevideo resultan un montaje de escenas densas carentes de continuidad y dispensadas de sistema narrativo. Vida transitoria en una ciudad inexistente sin llegar a ser fantástica, fue período de preparación, un aprendizaje para la vida verdadera y fuera del sueño comenzado cuando regresamos a esta tierra. Me distraigo del recuerdo, el panorama del mar cercano es absoluto y acapara el paisaje, la luz ingresa unánime disipando la niebla, cambio necesario para reconocer la costa montevideana que diviso en la memoria. 

La oigo: Carmen se levantó para ir al baño y Mister James pide que le abra la puerta del jardín, el café se enfrió en la taza. El recuerdo deberá ser postergado hasta el próximo amanecer, oscilando entre arrecifes orgánicos evitando el naufragio antes de zarpar; sin discernir recuerdos y mi vida en Montevideo de celadas en esta región amenazante en la cual me interno, propensa a espectros que se manifiestan mediante signos evasivos.

Pasión y olvido de Anastassia Lizavetta

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Una mujer, debe ser, soñadora, coqueta y ardiente
debe darse al amor, con frenético ardor
para ser una mujer

Paul Misraki y Ben Molar

ttmu tgmmmmmm ssshhhhunttt jok jok jok jok uq uq schasshh ubkirt ubkirt ion ion katum atumm tummm tum tum ummm umm mm … esta pretende ser la verdadera historia de la tragedia doméstica de mi querida prima Anastassia Lizavetta contada por mí mismo y ese ruido que escuchamos con el pensamiento es el ascensor de la Torre L del complejo habitacional Parque Posadas, erigido en el corazón vegetal de la ciudad. El drama familiar comienza con ese sonido irrepetible llegando desde lejos, retumbando en mi cerebro cada vez que pienso en ella y su desolación espiritual, impresión intensa por dolorosa dejando la traza indeleble en mis sentidos. Repasando los eventos atroces que ella protagonizó hace algunas semanas y para redactar la crónica aproximada de lo sucedido decidí venir a vivir una temporada al edificio donde ocurrieron los hechos. Hubiera querido hacerlo en el mismo departamento condenado hasta impregnarme por completo de lo ocurrido; los médicos consultados lo prohibieron, los nuevos inquilinos y mi sentido común lo desaconsejaron. Así resuena en mi interior la primera frase rítmica del ascensor de la memoria cuando el mecanismo se reactiva luego de algunas horas de reposo.


En estos bloques de habitación son inconfundibles los ruidos del ascensor en funcionamiento, contrastando con el silencio pesado de la Torre descansando hasta el final de la noche. Es la hora cuando logro concentrarme mejor, mientras busco hundirme en aquella jornada irrepetible que intento revivir con mis propias palabras, está ahí cerca moviéndose el monstruo reiterado, la canaleta acústica con cables de acero engrasados y mugre adherida. Pasaron varios meses desde el último mantenimiento, los motores fatigados que nunca se detienen del todo pueden enloquecer a cualquiera que tenga la cama junto a las cajas de los elevadores y la audición hipersensible; alguien atento que capte el lenguaje reticente de paredes medianeras, conductos del baño y palpitaciones de la noche monologando. Fue por otra razón que un ruido de engranajes cansados parecido a ese fue Anastassia Lizavetta se despertó aquella precisa madrugada, era innecesario consultar la radio reloj sobre la mesita de luz. Serían las cinco de la mañana o puede que las seis menos veinticinco a más tardar, tanto daba y era igual: ella lo comprendió sospechando lo terrible mientras la pesadilla se detuvo y supo que sería imposible volver a dormirse. Creyó despertar del último sueño que tendría en vida y decidió quedarse en la cama pensando en sus cosas, como hacía otras mañanas cuando despertaba así de súbita conciencia y sin haberlo decidido el cuerpo. Con pocas horas de reposo profundo, a la hora de la cena del jueves y habiendo ido al centro a trabajar seis horas ella sería una piltrafa humana; hasta alcanzar ese agotamiento faltaba un día entero y distinto en la vida de mi prima, una jornada particular sumada a la fatiga y otras preocupaciones inherentes a lo habitual.

Esa mañana, donde intento incrustarme como si hubiera estado presente presenciando los hechos ella tiene treinta y dos años. A veces como hoy le da por pensar que la vida -en lo que aparentaba de excitante y promesa de final feliz- terminó alguna madrugada anterior bien distante y extraviada, confundida en el depósito de noches pasadas sin que fuera advertido en su momento. Distracción, engaño o coincidencia, mi prima sentía que tenía cincuenta y pico de años de recuerdos, más de los necesarios para guardar el equilibrio emotivo. Apreciación relativa a la edad errónea pero muscular y epidérmica, sobre todo epidérmica; estaba en un momento de la vida cuando se comienza a considerar seguido que la juventud pasó rápido -sin haber dado indicios de retirada- y resulta tarde para lo que sea, la edad indefinible de los números primos cuando se comienza a ser dos personas a la vez. Nadie le advirtió a mi prima adorada que la juventud pasaba así de rápido, las personas mayores repitieron para ella la patraña relativa al estado de ánimo vigilante mientras la esperaban en la edad adulta, burlándose luego de su credulidad dándole la bienvenida al fracaso. Madurar era eso pues, tomar conciencia de los años perdidos y al diablo con la experiencia acumulada; que los días fueran parecidos gracias a dios y sobrellevar sin histeria el habituarse a un cúmulo de rutinas, las que cada ser organiza a su imagen y semejanza buscando salvarse hasta que sobreviene lo terrible nunca especulado.

Sin proponérselo mi prima había merecido hasta esta mañana el estatuto “normalidad” como estado general, la madre le habría dicho -si entre ellas la comunicación hubiera sido fluida de no morir antes de concretar la tan mentada charla postergada ni callado cuando más la necesitó- que debía de dar las gracias a Dios y a la Virgen por haberla alejado del miedo a la miseria. Temor prematuro que la perseguía desde niña y la acompañó en pesadillas del crecimiento. «Tengo miedo de ser pobre» le decía mi prima a la madre cuando de chica se despertaba sobresaltada como hoy. Mi pobre tía que en paz descanse, sin saber qué responderle pensaba «vas a sufrir mucho en la vida mi querida hija Anastassia Lizavetta» y así fue.

«El cazador Gracchus» amarra en Montevideo

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-ESTA EL SR. JANOUCH PARA USTED

Kafka tiene grandes ojos grises bajo espesas cejas negras, su cutis es moreno y los rasgos extremadamente móviles. Se expresa con su rostro y cuando puede cambiar una palabra por un movimiento de los músculos de su cara, él lo hace. Una sonrisa, un fruncir de cejas, la arruga de su frente baja, cualquier gesto con los labios: una gama de movimientos que suplen las frases habladas.

Franz Kafka adora los gestos, los utiliza con parsimonia sin que acompañen las palabras ni las dupliquen. Resultan expresiones de un lenguaje mímico casi autónomo, una manera de comunicarse que no tiene nada de un reflejo pasivo y constituye la expresión adaptada de una voluntad.

Juntar sus manos, colocar las palmas extendidas sobre la carpeta, calarse en el sillón sin que el confort suprima la tensión, inclinar la cabeza hacia adelante al mismo tiempo que levanta los hombros, apoyar la mano sobre el corazón: son una muestra de los medios expresivos que utiliza con parsimonia, acompañándolos de una sonrisa de excusa que parece decir: “Es cierto, confieso que juego. Espero que mi juego les agrade y además… hago eso para ganar vuestra comprensión mientras transcurre un pequeño momento.”

Olvidé cuántas veces fui a ver a Franz Kafka a su oficina. Una cosa la recuerdo con precisión: su manera de reaccionar, media hora o una buena hora antes de que finalizara su horario, cuando yo abría la puerta en el segundo piso de la Oficina Aseguradora de Obreros contra los Accidentes.

Él estaba sentado detrás de su escritorio, la cabeza echada hacia atrás, piernas extendidas y manos ligeramente reposadas sobre la mesa. El cuadro de Filla titulado El lector de Dostoievski puede evocar un tanto su pose, había un gran parecido entre el cuadro de Filla y la manera que tenía Franz Kafka de comportarse. El parecido era apenas exterior y ocultaba una gran diferencia interior.

El lector de Filla está subyugado por alguna cosa, mientras que Kafka tenía una actitud de abandono deliberada y en consecuencia victoriosa. Sobre sus labios delgados flotaba una fina sonrisa, que era más bien reflejo emotivo de una lejana alegría, vivida por otros, que la expresión de una alegría personal. Sus ojos miraban un poco de abajo hacia arriba. Franz Kafka tenía así una extraña actitud, como para excusar su gran figura alargada. Toda su silueta parecía decir: “Por favor… yo no tengo importancia. Me darían una gran alegría si prescindieran de mirarme.” 

Hablaba con voz de barítono, velada y débil pero marcadamente melodiosa, si bien permanecía mediana en altura y volumen. Voz, gesto y mirada irradiaban esa calma proveniente de la comprensión y la belleza.

Franz Kafka hablaba checo y alemán. Mejor el alemán, su alemán tenía un acento duro, parecido al que tiene el alemán hablado por los checos; pero se trata de un parecido lejano e inexacto. En realidad, era otra cosa.

El acento checo del cual yo pienso en alemán es duro. La lengua parece entrecortada, pero la lengua de Kafka jamás daba esa impresión. Se hubiera dicho angulosa, resultado de su tensión interior: cada palabra era una piedra. Su dureza provenía del deseo violento de medida y precisión; estaba determinada por caracteres personales y activos, no por trazas colectivas y pasivas.

Sus palabra se parecían a las manos. Tenía manos grandes y fuertes –palmas generosas, dedos largos y finos, uñas chatas en forma de espátula- con segmentos y articulaciones salientes pero delicadas.

Cuando recuerdo la voz de Kafka, su sonrisa y las manos me viene al pensamiento una acotación de mi padre: ”Una energía sumada a una fineza ansiosa; energía por la cual las pequeñas cosas resultan más difíciles.”

La oficina donde trabajaba Franz Kafka era una habitación de dimensiones medianas, bastante alta y opresiva. Su aspecto recordaba la distinguida elegancia del escritorio del patrón en un importante gabinete de abogados. La disposición del conjunto era agradable, había en esa oficina dos grandes puertas de doble hoja laqueadas de negro. Una daba hacia un oscuro corredor, atestada de enormes armarios de archivo, sintiendo a polvo de mugre y tabaco frío. La otra puerta, que se hallaba en el medio de la mampara que uno tenía a la derecha al entrar, daba hacia los otros escritorios ocupando el primer piso, costado calle, de la Oficina de Seguros. Hasta donde puedo recordar, esa segunda puerta casi nunca se abría. Los funcionarios y el público sólo utilizaban la puerta del corredor. Los que llegaban golpeaban, Kafka respondía con un “¿Si?” breve y con voz más bien débil, mientras que el colega con el cual Kafka compartía responsabilidades y oficina respondía gritando: “¡Entre!” con tono huraño de orden.

El tono de dicha interjección, buscando persuadir al visitante, antes incluso de que hubiera atravesado la puerta de su despreciable importancia, se acompañaba con cejas amarillas fruncidas, una raya trazada a cuchillo hasta la nuca con pocos cabellos color orina, cuello falso haciendo juego con la larga corbata sombría, chaleco abotonado hasta debajo del mentón y ojos de oca, preeminentes de un azul desvaído; ese era el hombre que, durante todos esos años, estuvo sentado frente a Kafka en su escritorio.

Recuerdo que ante cada “¡Entre!” huraño emitido por su colega, Kafka se sobresaltaba ligeramente. Parecía encogerse sobre sí mismo y miraba al otro con desconfianza mal disimulada, por debajo, aguardando casi de un momento a otro recibir un golpe. Por otra parte, adoptaba la misma actitud cuando su colega se dirigía a él con tono amable. Era claro que Kafka sufría confrontado a ese Treml de inhibiciones desagradables.

Fue así que, desde que comencé a visitarlo en la Oficina de Seguros le pregunté: “¿Podemos hablar delante suyo? ¿Es posible que sea un infidente?” El Dr. Kafka sacudió la cabeza y respondió: “No lo creo. Pero la gente que tienen tanto temor de perder su empleo son, eventualmente, capaces de cometer cierto número de iniquidades.”

-¿Usted le teme?

Kafka sonrió algo molesto y dijo: “Un verdugo es siempre sospechoso.

-¿Qué quiere usted decir?

-En nuestros días, el verdugo es un funcionario honorable; el espíritu pragmático de la función pública le asegura un buen sueldo. En consecuencia ¿por qué no habría un verdugo dormitando en todo honorable funcionario?

-¡Los funcionarios no matan a nadie!

-¡Oh que sí! ¡Y cómo! respondió Kafka bajando sus manos y golpeándolas sobre la mesa. Ellos toman seres vivos capaces de transformarse y hacen de ellos matrículas de archivos, muertos e incapaces de la mínima transformación.”

Reaccioné con un movimiento de cabeza, persuadido de que generalizando el Dr. Kafka quería evitar caracterizar a su colega de Oficina. Disimulaba la tensión que reinaba después de muchos años entre él y su colega más próximo. El Dr. Treml parecía tener conciencia de la aversión que inspiraba en Kafka: ya fuese sobre asuntos administrativos o personales, le hablaba con tono condescendiente, algo protector y una sonrisa mundana sarcástica se dibujaba en sus labios finos. ¿Qué importancia podía tener ese Dr. Kafka y sus visitantes, la mayoría adolescentes? ¡Y yo en particular!

Treml adoptaba una expresión que decía a las claras: “No logro entender por qué usted, el experto jurídico de la Oficina, se relaciona con mocosos carentes de interés, como si se tratara de personas de su rango; por qué los escucha y algunas veces como si incluso aprendiera alguna cosa.”

El más cercano colega de Kafka no hacía misterio de la aversión que tenía para con él y sus visitantes. Pero como ante su presencia estaba obligado a imponerse cierta reserva, salía con regularidad de la oficina, al menos cuando era yo que llegaba. El Dr. Kafka daba entonces un suspiro exagerado. Kafka sonreía y yo no me engañaba: ese Treml era para él un suplicio. Así le dije un día: “La vida no es sencilla teniendo un colega parecido.”

Levantando su mano, Kafka hizo un gesto enérgico de denegación:

“¡No, no! Es Inexacto. Él no es peor que los otros funcionarios. Al contrario, vale más que ellos. Tiene vastos conocimientos.”

Yo repliqué: “Acaso quiere hacer sólo una demostración.”

Kafka movió la cabeza: “Si, es posible. Mucha gente lo hace, sin realizar por tanto un trabajo real. Al contrario, el Dr. Treml es realmente trabajador.”

Suspiré: “Está bien. Hace su elogio, y por tanto no lo quiere. Vuestros elogios no tienen otro objetivo que ocultar su rechazo.”

Kafka parpadeó y mordió su labio inferior. Yo completé mi propósito: “Para usted, es alguien que pertenece a otra especie. Usted lo ve como una bestia extraña en su jaula.”

Entonces el Dr. Kafka me fija casi de mala manera y articula con voz baja, ronca a fuerza de energía contenida. “Usted se  equivoca. No es Treml, soy yo que estoy enjaulado. 

-Es comprensible, La Oficina…”

El Dr. Kafka me corta la palabra. “No hablo solamente de esta oficina, hablo en general.” Apoya su puño derecho sobre el pecho. “Yo cargo mis barrotes en mí continuamente.”

Nos miramos unos segundos en silencio. Alguien golpeó. Mi padre entró en la oficina, la tensión desapareció. Luego, sólo hablamos de cosas sin importancia, pero la impresión que me hizo esa frase “yo cargo mis barrotes en mí continuamente” seguía vibrando en mí. No sólo ese día, sino durante semanas y meses. Era como una brisa bajo la ceniza de los pequeños acontecimientos. Fue recién mucho tiempo después –en la primavera o verano de 1922, creo- que una potente llama surgió repentinamente de esa brasa. 

Estaba de visita en la oficina de Franz Kafka cuando él recibió por correo un ejemplar justificativo de su relato “La colonia penitenciaria.”

Kafka abrió el sobre gris sin saber lo que contenía. Cuando hojeó el volumen encuadernado en negro y verde, y reconoció su trabajo el malestar fue evidente. Abrió el cajón de su escritorio, me miró, cerró el cajón y me ofreció el libro:

“Creo que usted desea ver este libro.” Respondí con una sonrisa, abrí el libro, miré por arriba la tipografía y el papel; luego, sintiendo la nerviosidad de Kafka le devolví el libro y le dije:

“Está muy bien presentado. Es por cierto una muy bella impresión en tipo Drugulin. Tiene todo el derecho a estar satisfecho.

-No es tal el caso, dijo Franz Kafka. Metió el libro en el cajón que luego cerró con llave. La publicación de alguno de mis borradores siempre me inquieta.

-¿Entonces por qué permite que se impriman?

-¡Ese es el problema! Max Brod, Felix Meltsch, todos mis amigos, regularmente se apropian de tal o tal otra cosa que yo escribo, y luego me hacen la sorpresa de llegar con un contrato de edición en regla. No quiero causarles problemas y es así que, finalmente, se publican cosas que de hecho no son otra cosa que notas de uso personal o juegos. Estos documentos íntimos, atestiguando mi debilidad de hombre, se hallan así impresos y hasta vendidos, porque mis amigos, comenzando por Max Brod, se empeñaron en hacer literatura y porque, por mi parte, no tengo fuerza suficiente para destruir esos testimonios de mi soledad.

Kafka hizo una pausa y luego retomó la palabra en otro tono:

“Esto que vengo de decirle es por cierto exagerado, una pequeña maldad para con mis amigos. En realidad, estoy tan pervertido y falto de pudor, que yo mismo colaboro con esas publicaciones. Para excusar mi debilidad hago al mundo que me rodea más fuerte de lo que es en realidad. Por supuesto es un engaño. Uno es jurista o no lo es y por ello no sabría escapar del Mal.

Mi amigo Ernst Lederer escribía sus poemas con una tinta especial, azul claro, sobre bellas hojas de papel veneciano.

Se lo comenté a Kafka, que dijo:

“Él tiene razón. Cada mago tiene su ceremonial. Haydn, por ejemplo, sólo componía luego de ponerse una peluca solemnemente espolvoreada. La escritura es una manera de evocar a los espíritus.”

Algunas veces quedaba estupefacto por las profundos conocimientos que Kafka tenía de los diversos monumentos de la ciudad. Conocía a fondo no solamente los palacios y las iglesias, sino también las más escondidos de las casas con pasajes de la ciudad vieja. Sabía los nombres antiguos de las casas, incluso cuando sus viejos blasones habían sido retirados de las entradas y llevadas al museo municipal en la calle Ne Parici. Kafka descifraba sobre los muros de las viejas casas la historia de la ciudad. Me llevaba por las calles recónditas a esos minúsculos patios interiores en forma de embudo que se encuentran en la vieja Praga y que denomina “escupideras de luz”. En el barrio del viejo puente Charles, me hizo atravesar un porche de inmuebles barrocos, luego otro patio chico como un pañuelito con arcadas renacentistas, luego un estrecho túnel oscuro llevando a una taberna liliputense, apretada en un pequeño patio y llamada ”Vigías de estrellas” (en checo U hvezdaru): ese nombre proviene de que Kepler vivió allí un cierto tiempo y que fue ahí, bajo esa arcada sombría como una caverna, que surgió en 1609 la célebre obra que dejaba bien atrás las certitudes de la ciencia de entonces: “Astronomía Nova”. 

El Dr. Kafka amaba las viejas calles, los palacios, los jardines y las iglesias de la ciudad donde había nacido. Hojeaba con placer e interés todos los libros consagrados a la vieja Praga que yo venía a mostrarle a su oficina. Con manos y ojos, literalmente acariciaba las páginas de esas obras, incluso si las había leído hace tiempo, sin haber esperado que yo se las llevara. Tenía en esos casos la mirada brillante del coleccionista en éxtasis, si bien él no tenía nada de coleccionista; los objetos del pasado no los consideraba piezas de colección fijadas por la historia, sino instrumentos de conocimiento, maleables, frágiles puentes entre pasado y presente.

Tomé conciencia un día que fuimos de la Oficina de Seguros hasta la plaza de la Ciudad Vieja. Nosotros nos detuvimos cerca de la iglesia San Jacobo, que está al frente en diagonal a la Cour de Tyn.

“¿Usted conoce esa iglesia? me preguntó Kafka.

-Si, aunque superficialmente. Creo que pertenece al convento de los Franciscanos, que está al lado. Es todo.

-Seguramente usted ya vio la mano colgando de una cadena, que se halla en la Iglesia.

-Si, y muchas veces.

-¿Quiere que vayamos juntos a verla?

-Con gusto.”

Entramos en la iglesia; sus tres naves están entre las más grandes de las iglesias de Praga. Cerca de la entrada, sobre la izquierda, al extremo de una larga cadena que cuelga de la bóveda se distingue un hueso ennegrecido por la humareda, donde quedan fragmentos resecos de carne y tendones, evocando por sus formas un antebrazo humano. Se dice que sería el de un ladrón a quien se lo cortaron hacia el año 1400, o bien poco tiempo después de la Guerra de los Treinta Años, para colgarlo en la iglesia perpetuando así el recuerdo de la historia que epiloga con ese acto atroz y que, según viejas crónicas y una tradición oral todavía vigente, sería la siguiente:

En esa iglesia, que aún hoy día presenta un número importante de pequeños altares laterales, sobre uno de ellos había una estatua en madera de la Virgen María, recubierta de collares hechos de piezas y oro y plata. Fascinado por ese tesoro, un mercenario sin contrato se escondió en un confesionario aguardando que la iglesia cerrara. Luego, saliendo del escondite, se acercó al altar y subió al taburete que servía al pertiguero cuando enciende los cirios. Había tendido la mano para intentar arrancar su adorno a la estatua, pero su mano se paraliza. Era la primera vez que el ladrón se introducía en una iglesia y creyó que era la estatua que le aferraba la mano. Intenta soltarse sin lograrlo. A la mañana siguiente, cuando el pertiguero lo descubre, agotado, sobre el taburete delante del altar, alertó a los monjes. Al pie del altar donde la estatua de la Virgen aferraba todavía al ladrón pálido de terror, bien pronto se fue juntado una muchedumbre rezando. Entre ellos estaba el burgomaestre y algunos concejales de la ciudad vieja. El pertiguero y los monjes intentaron arrancar a la estatua la mano del ladrón. No pudieron hacerlo. El burgomaestre ordena que viniera el verdugo que, de un solo tajo de espada corta el antebrazo del ladrón. Entonces, “la estatua suelta así la mano”. El antebrazo cae por tierra. Curaron al ladrón y unos días más tarde fue condenado por sacrílego a una larga pena de prisión. Luego de haberla purgado, ingresó como hermano laico en los Franciscanos. La mano cortado fue suspendida de una cadena cerca de la tumba del Concejal Scholle von Schollenbach. Sobre el pilar vecino se fijó una estampa inocente representando el evento, acompañado de una leyenda en latín, alemán y checo.

Kafka levanta la mirada hacia el muñón desecado con interés, miró el pequeño panel describiendo el milagro y luego de dirigió hacia la salida. Yo lo seguía. 

“Es atroz, le dije una vez afuera. Además de un milagro de la Virgen, fue naturalmente un espasmo tetánico.

-¿Qué fue lo que lo provocó?” dijo Kafka. Yo sugerí:

“Casi seguro una inhibición súbita. El sentimiento religioso del ladrón, relegado por su deseo de las joyas de la Virgen, fue despertado de pronto por su gesto. Ese sentimiento era más poderoso de lo que el ladrón pudo creer. Fue eso que le paralizó la mano. 

-Bien visto, dijo Kafka y me tomó del brazo. La nostalgia de lo divino, el temor –que lo acompaña- de profanar el santuario y el deseo innato de justicia: tantas fuerzas poderosas e invencibles que, en el hombre, se sublevan cuando él reacciona contra ellas. Ellas constituyen un regulador moral. Un criminal siempre debe comenzar por vencer esas fuerzas interiores, incluso antes de llegar a cometer una acción criminal. Cada crimen comienza también por un acto físico de automutilación. Ese acto el mercenario ladrón de estatua no pudo concretarlo. Fue eso lo que paralizó su mano. Ella quedó bloqueada por su sentimiento de justicia. La intervención del verdugo no fue para él tan atroz como usted lo piensa. Al contrario, temor y dolor le sacaron un peso de encima aportándole la salvación. El gesto físico del verdugo resultó el sustituto de la automutilación psíquica. Ese pobre mercenario, incapaz de desnudar incluso un maniquí de madera, fue librado al bloqueo que le infligió su conciencia moral. Y fue así que pudo rescatarse como hombre.

Caminamos en silencio. Luego, a mitad de la estrecha calle que une la torre de Tyn con la plaza de la Ciudad Vieja, Kafka se detuvo y me preguntó:

-¿En qué está pensando?

-Me pregunto si una historia como esa del ladrón de la iglesia San Jacobo sería todavía posible hoy día, respondí de inmediato, y lo miré con aire interrogativo.

Él comienza por fruncir las cejas. Luego, después de dos o tres pasos, me dijo: “No lo creo. La nostalgia de Dios y el temor al pecado están en el presente muy debilitados. Estamos sumergidos en unas miasmas de presunciones y la guerra lo probó. La masiva deshumanización pudo, durante años, anestesiar las fuerzas morales humanas y en consecuencia del hombre mismo. Creo que hoy día un ladrón de iglesia no sería víctima de esa forma de parálisis. Pero si ello ocurriera, no se amputaría a ese hombre su brazo, sino de su imaginación moral arcaica: lo encerrarían en un asilo de locos. Allí adentro, las pulsiones morales inactuales manifestadas por su rigidez histérica serían suprimidas, simplemente, por un análisis.”

Sonreí y dije: “El ladrón de iglesia se transformaría en víctima de un complejo oculto, edípico, maternal. Ya que, finalmente se trataría de robar a la madre de Dios.

-Naturalmente, dijo Kafka. No hay pecado ni tampoco nostalgia de Dios. Todo es terrestre y pragmático. Dios está más allá de nuestra existencia. Vivimos por tanto en una rigidez total de la conciencia moral. Los conflictos trascendentes desaparecieron en apariencia, pero todos, absolutamente todos, se defienden como la imagen de madera de la iglesia San Jacobo. Nosotros no reaccionamos. Estamos aquí, eso es todo. ¡Peor todavía! La mayoría entre nosotros, estamos pegados a sillas inestables de principios degradados por los excrementos de nuestra angustia. A eso se resume la práctica de la existencia. Yo, por ejemplo, permanezco sentado en mi escritorio, compulso expedientes y busco disimular con aire serio el asco que me inspira la Oficina de Seguros. Después llega usted, nosotros hablamos de un sinfín de asuntos, andamos las calles bulliciosas para luego perdernos en la serena Iglesia San Jacobo, miramos la mano cortada, hablamos del tétanos moral de nuestra época, luego voy al comercio de mis padres para comer alguna cosa y después a escribir cartas amables de aviso a deudores con atraso de pago. No pasa nada. El mundo está en orden. Estamos igual de inmóviles y rígidos que la imagen de madera en la iglesia. Pero sin altar.”

Kafka me toca la espalda y me dijo: “Hasta la vista.”

En los muelles, en compañía del Dr. Kafka. Vagones de carbón, cargados hasta desbordar, bajo el viaducto de las vías.

Le conté a Kafka que, durante el último año de la guerra, los muchachitos de mi calle en Karolinenthal, organizaban expediciones hasta la colina de Ziska: cuando los trenes de mercancías llegaban a la curva y la tomaban despacio, los muchachos saltaban sobre los vagones abiertos y tiraban para afuera carbón, que luego recogían en bolsas que llevaban a sus casas. Fue en esas circunstancias que uno de mis condiscípulos, Karen Benda –un muchacho joven algo bizco, hijo de una sirvienta gastada por el trabajo, quedó atrapado por las ruedas que lo destrozaron.

Kafka me preguntó: “¿Usted estaba ahí cuando el accidente?

-No, fueron los muchachos que me lo contaron.

-¿Usted participaba en esas expediciones?

-¡Oh que sí! Yo acompañé algunas veces a esa banda de carboneros, como ellos se llamaban. Pero era simple espectador, yo no robaba carbón, en casa teníamos suficiente. Cuando iba a la colina Ziska permanecía algo alejado, detrás de un árbol o un arbusto y miraba desde lejos. Muchas veces era apasionante.

-La lucha por el calor indispensable a la vida es generalmente apasionante, dijo Kafka marcando con fuerza las palabras que él me tomaba. Se trata de una elección entre vida y muerte. No podemos contentarnos con ser simples espectadores. No hay arbusto o árbol para protegerla y la vida no es la colina de Ziska. Cualquiera puede quedar bajos las ruedas. El débil y el pobre más temprano que el fuerte y el rico que tiene su saldo de calor. El débil se desmorona igual casi siempre antes de caer entre las ruedas. 

Yo estaba de acuerdo: “Es verdad. El pequeño Benda algunas veces se quedaba cerca mío sentado en los arbustos. Sus mejillas estaba cubiertas de lágrimas. Tenía miedo, él no quería robar carbón. El robaba sólo porque los otros gamberros se burlaban de él, pues muchas veces la madre lo golpeaba con una escobilla de tapices los días que él volvía a la casa con las manos vacías.

-¡Claro y luminoso! exclamó Kafka con un gran gesto de la mano. Su condiscípulo, ese pequeño Karen Benda fue despedazado no por un tren de mercancías, sino mucho tiempo atrás por la falta de amor de su entorno. El camino que lleva a la catástrofe es peor que su final. ¡Imposible que suceda de otra manera! Los actos de violencia, como esos temerarios saltos sobre un tren en marcha aportan poco. Se saquean algunos pedazos de carbón que se queman rápido y uno se halla temblando en el frío. Las fuerzas necesarias a esos saltos repetidos disminuyen de día en día, los riesgos de caída aumentan. Entonces, es preferible mendigar. Pudiera ser que hubiera alguien que nos tire algunos pedazos de carbón…

-Si, es exacto, dije interrumpiéndolo. Las expediciones de la banda de carboneros comenzaron por una especie de mendicidad. Los muchachos se paraban a lo largo de la vía y pedían a los ferroviarios que les dieran un poco de carbón; ellos generalmente les tiraban unos puñados. Los muchachos comenzaron a saltar sobre los trenes cuando no encontraron ferroviarios generosos.”

El Doctor hizo un nuevo signo de aprobación: “Sí, es eso. Los muchachos sólo osaron saltar cuando no podían esperar ese obsequio y se hallaron en una situación desesperada. Lo veo como si hubiera estado allí, la desesperación pudo empujarlos bajo las ruedas.

Nosotros seguimos nuestro camino sin hablarnos. El Dr. Kafka mira durante un momento el río que rápidamente se oscurecía. Luego, comenzó a hablar de cualquier otra cosa.

Durante una caminata que, de callejuelas y pasajes de la ciudad Vieja nos llevó hasta el decorado moderno de Braben, mi amigo Alfred Kamph me dijo: “Praga es una ciudad trágica. Ya lo vemos en su arquitectura, donde las formas medievales se imbrican casi sin transición. De repente, el alineamiento de fachadas tiene algo de flotante y visionario. Praga es una ciudad expresionista. Las casas, calles, palacios, iglesias, museos, teatros, puentes, fábricas, campanarios y los grandes inmuebles de habitación son trazas petrificadas de un movimiento interior y profundo. No es por nada que Praga tiene en sus blasones un puño enguantado de hierro, que rompe la reja de un cerco estrecho. La apariencia cotidiana de esta ciudad esconde un furor de vida dramático, que sin cesar quiere romper las formas antiguas para consolidar la nueva vida. Pero ellos ya contienen los gérmenes de la decadencia, la violencia llama a la violencia. El desarrollo técnico partirá el puño de hierro, sobre el presenta sopla un olor de ruinas.”

Entrando a casa escribí las palabras de Kampf en mi diario, para poder leerlas a Kafka al otro día en la Compañía de Seguros.

Kafka me escuchó con atención y cuando mi diario estaba cerrado, guardado en el portafolios, sobre mis rodillas, se mordió el labio inferior durando unos instantes. Luego se inclinó apoyando su brazo sobre el escritorio; sus rasgos se distendieron y dijo con dulzura, pesando sus palabras. “A decir verdad, los propósitos de su amigo son ya, en ellos mismos, un puño de hierro. Imagino que lo hicieron estremecerse. Eso también me pasa a mí, a veces, cuando escucho a mis amigos. Ellos son tan elocuentes que me fuerzan sin cesar a pensar por mí mismo.”

Soltó su pequeña risa inconfundible, muy suya y que hace pensar al ruido del papel arrugado; moviendo la cabeza hacia atrás y concentrándose en el techo con su mirada intensa me dijo: “No sólo Praga: el mundo entero es trágico. El puño de hierro de la tecnología rompe las barreras protectoras. No es el expresionismo, es la vida cotidiana en toda su desnudez. Nosotros somos arrastrados hacia la verdad como los criminales hacia el cadalso. 

-¿Por qué? ¿Cuestionamos el orden? ¿Ponemos en peligro la paz?” Quedé espantado del tono burlón de mi pregunta y observando su reacción a mi exclamación, no pude impedir llevar a mis labios el pulgar replegado. Kafka miraba a la distancia más allá de mi persona, de todas las cosas y a la vez reaccionado a cada palabra de mi pregunta: “Si, nosotros perturbamos la paz y el orden. Ese es nuestro pecado original. Nos ubicamos por encima de la naturaleza. No podemos contentarnos de morir y regresar en tanto que especie. Nosotros queremos, cada uno como individuo, guardar y conservar la vida en la alegría tanto tiempo como sea posible. Es una revuelta que nos hace malgastar la vida. 

-Sigo sin entender, respondí francamente. Que queremos vivir y no morir es algo natural. ¿Qué tiene ello de crimen extraordinario?”

Mi voz estaba ganada por una ligera ironía, pero Kafka parecía insensible a ello. Con calma dijo: “Nosotros intentamos ubicar nuestro mundo individual y limitado más allá del infinito. Con ello, perturbamos el ciclo de las cosas. Ahí se halla nuestro pecado original. Todos los fenómenos del cosmos y la tierra se desplazan, como cuerpos celestes, de manera circular; ellos conforman un eterno retorno; sólo el hombre, el ser humano concreto, sigue un trayecto rectilíneo desde el nacimiento hasta la muerte. Para el hombre el regreso personal es inexistente. Lo único que resiente es su caída, con ello contraría el orden del cosmos. Es el pecado original.”

Interrumpiendo a Kafka le dije: “¡Pero él no puede hacer nada. Ello no puede ser pecado ya que él nos es impuesto por el destino.”

Kafka gira lentamente su rostro hacia mi. Vi sus grandes ojos grises sombríos e impenetrables. El rostro estaba ganada por una calma profunda y mineral. Sólo se movía ligeramente el labio inferior avanzando hacia delante. ¿Era tal vez apenas una sombra?

Él me preguntó: “¿Usted quiere protestar contra Dios?”

Bajé la cabeza, sin decir ni una palabra. Del otro lado de la mampara se escuchaba el murmullo de una voz.

Entonces Franz Kafka dijo: “Negar el pecado original, es negar a Dios y al hombre. Quizá el hombre sólo tiene su libertad del hecho de ser mortal. ¿Quién puede saberlo?”

Cuando terminó la primera guerra mundial, el Golem de Gustav Meyrink fue la novela alemana de mayor suceso. Franz Kafka me habló de ese libro:

“La atmósfera de la ciudad vieja judía de Praga está lograda maravillosamente.

-¿Usted se acuerda todavía del viejo barrio judío?

-A decir verdad, ya estaba en camino de desaparecer y sin embargo…”

Kafka hizo con la mano izquierda un gesto que quería decir: “¿Qué fue lo que allí cambió?” y su sonrisa respondió: “Nada.”

Luego agregó:

“En nosotros continúan viviendo los rincones oscuros, los pasajes misteriosos, las ventanas ciegas, patios sucios, tabernas ruidosas y restaurantes clausurados. Nosotros nos movemos por las largas calles de los barrios nuevos, pero nuestras miradas y pasos son dubitativos. En el fuero íntimo seguimos temblando como en los viejos callejones de la miseria. Nuestro corazón no está preparado para esos trabajos de saneamiento. La vieja ciudad judía insalubre que llevamos en nosotros es mucho más real que la nueva e higiénica que nos rodea. Bien despiertos, marchamos en un sueño y somos apenas un espectro de los tiempos pasados.”

El poeta Hans Klaus me ofreció un pequeño libro: Tubutsch de Albert  Ehrenstein, con doce dibujos de Oskar Kokoschka. Kafka vio el libro entre mis manos, yo se lo presté y me lo devolvió en la siguiente visita a la oficina.

“Un libro pequeño y adentro un ruido enorme, me dijo. ¿Usted conoce L’homme crie?”

-No.

-Creo que es una antología de poemas de Albert Ehresntein.

-Entonces usted lo conoce bien.

-Bien… dijo Kafka levantando los hombros. Nunca conocemos a los vivos, el presente es cambio y metamorfosis. Albert Ehrenstein es de la raza del presente. Es un niño extraviado en el vacío y que grita.

-¿Qué opina usted de los dibujos de Kokoschka?

-No los entiendo. Dibujo viene de dibujar, designar, significar. Ellos no significan para mi otra cosa que la gran confusión y el gran desorden interior del presente.

-Es la exposición expresionista de Rudolfinumn, yo vi su gran cuadro de Praga.”

Kafka mueve, palma hacia arriba, la mano izquierda que reposaba sobre la mesa.

“¿El gran cuadro, con la cúpula verde de la iglesia de San Nicolás en el medio?

-Si, esa.”

Kafka inclina la cabeza para decir:

“En ese cuadro, los techos vuelan, las cúpulas son paraguas en el viento. La ciudad toda ella está batiendo las alas para emprender vuelo. Sin embargo, a pesar de todas esas tensiones internas Praga sigue de pie. Es eso lo que esta ciudad tiene de maravilloso.

Le presté a Kafka una traducción alemana del Bhagavad Gita, el libro sagrado de la India.

Kafka me dijo: “Los textos sagrados de la India me interesan y repugnan a la vez. Como un pez ellos tienen algo de seductores y horribles. Todos esos yogis y magos se vuelven maestros de la vida, en su contingencia natural, no por su ardiente amor de la libertad sino por un odio, retenido y glacial, de la vida. La fuente de los ejercicios religiosos de la India, es un pesimismo sin fondo.”

Evoqué el interés de Schopenhauer por la filosofía religiosa de la India. Kafka acota:

“Shopenhauer es un artista de la lengua. Es al nivel de la lengua que nace su pensamiento. Hay que leerlo absolutamente aunque más no sea por su lengua.”

-¿Usted estudió la vida de Ravachol?

-¡Si! Y no sólo la de Ravachol, sino también la vida de otros anarquistas. Me metí en las biografías y las ideas de Godwin, de Proudhon, de Stirner, de Bakounine, de Kropotkine, de Tucker y Tolstoi. Frecuenté diferentes grupos, asistí a reuniones; resumiendo, invertí en ese asunto mucho tiempo y dinero. En 1910 participé en las reuniones de los anarquistas checos en una taberna de Karolinental llamada “Zum Kononenkreuz”, donde se reunía el club anarquista llamado “Club de los jóvenes” disimulado en club de mandolina. Max Brod me acompañaba varias veces a esas reuniones que, en el fondo, no le gustaban nada. Las consideraba el equivalente político de un extravío de juventud. Para mi eran asunto muy serio. Estaba en la pista de Ravachol. Ella me condujo luego a Erich Mühsam, Arthur Holitswcher y al anarquista vienés Rudolf Grossmann, que había tomado el nombre de Pierre Ramuz y publicaba la revista “Bienestar para todos”. Todos ellos buscaban realizar la felicidad de los hombres sin la Gracia. Los entendía y sin embargo…” –Kafka levanta los brazos como alas rotas que caen sin fuerza- “yo no podía continuar por mucho tiempo a marchar del brazo con ellos. Permanecía del lado de Max Brod, Felix Weltsh y Oskar Baum. Ellos están más cerca de mí.”

Kafka permanece quieto. Llegamos a la casa donde él habitaba, me miró uno o dos segundos con una sonrisa soñadora, y luego me dijo en voz baja: “Todos los judíos son, como yo, unos ravachones, los excluidos. Siento todavía los puñetazos y patadas que me daban los malos compañeros, cuando no volvía directamente a mi casa; pero no soy capaz de pelear. No tengo aquella energía de la juventud. ¿Una gobernanta que me protegiera? Ahora no la tengo.

Kafka me tendió la mano. “Se hace tarde. Buenas noches.”

Tres años más tarde, a propósito de no recuerdo cuál escritor moderno, Kafka comentó al pasar que la tonalidad propia de un escritor “siempre dependía de los íconos de su juventud”. Riendo yo agregué: “Mis íconos me los proporciona la Wiener Kronen-Zeitung.”

En nuestro siguiente encuentro, le mostré al Dr. Kafka los ejemplares de la revista que había hecho encuadernar. Hojeó el volumen con interés, se divierte mirando las frutas y ramos de flores en la cabeza de las damas, se toma más tiempo sobre escenas de la revolución rusa y resopla exageradamente afectado: -“¡Puag, qué horror”- al ver el cadáver mutilado de una prostituta vienesa.

Yo digo: “Es una ensalada de imágenes, abigarrada y contradictoria como la vida.” Kafka respondió sacudiendo la cabeza: “No, eso no es cierto. Esas imágenes ocultan más cosas de las que revelan. Ellas no van a lo profundo, hasta el nivel donde las contradicciones se corresponden. La figuración de un suceso es aquí sólo un modo de ganar dinero. Bajo esa perspectiva, las ilustraciones de la Kronen-Zeitung son más unívocas y tienen por tanto menos valor que los grabados inocentes en madera que antiguamente se mostraban en las ferias populares. Esas ofrecían todavía un estímulo a la imaginación, la cual podía trascenderlas. Es lo que ya no hacen los periódicos. Ellos rompen las alas de la facultad imaginativa. Es natural. Más se mejora la técnica de la imagen, más nuestros ojos se debilitan. El aparato paraliza los órganos, es el caso de la óptica, la acústica y los transportes. La guerra acercó la América de Europa, los continentes se imbricaron unos en otros. Una chispa lleva en un instante la voz humana de un lado a otro de la tierra. No vivimos en espacios limitados por las dimensiones humanas, habitamos un pequeño astro perdido, rodeado por millones de mundos grandes y pequeños. El universo se abre como enormes fauces. En esa inmensa garganta, nosotros perdemos cada día un poco más nuestra libertad personal de movimientos. Creo que dentro de poco deberemos tener un pasaporte especial para descender en nuestro corazón. El mundo se metamorfosea en un ghetto.”

Con prudencia le pregunto: “¿No es eso un tanto exagerado?”

Kafka sacude la cabeza: “¡No, de ninguna manera! Eso lo constato para empezar aquí, en la Oficina de Seguros. El mundo se abre pero nosotros estamos hundidos en los estrechos abismos de papel. Nada es menos seguro, por el instante, que la silla donde estamos sentados. Vivimos en una regla sin entender que cada hombre es de hecho un laberinto. Nuestros escritorios son lechos de Procusto sin que seamos héroes de la antigüedad. Por tanto, más allá de las apariencias somos apenas personajes tragicómicos.

Kafka era un partidario convencido del sionismo.

Cuando abordamos ese tema por la primera vez en la primavera de 1920, yo volvía a Praga luego de una breve temporada en la campaña.

Fui a ver a Kafka a su escritorio sobre el Poric. Estaba de buen humor, locuaz y hasta lo que me pareció, realmente feliz de mi visita improvisada.

“Lo pensaba bien lejos de aquí y he aquí que está bien cerca. ¿No fue agradable ese viaje a Chlumetz?

-Oh que sí, pero…

-Pero aquí es mejor, completa Kafka sonriendo.

-Usted sabe lo que es eso… Uno siempre está mejor en su casa. Todo es diferente.

-Todo es siempre diferente cuando uno está en su casa, dijo Franz Kafka, con los ojos como velados por un sueño. La vieja patria es siempre nueva, cuando uno vive conscientemente; estando plenamente consciente de aquello que lo une a los otros y los deberes que tenemos para con ellos. El hombre sólo se vuelve un hombre libre cuando acepta esos vínculos. Es lo que hay de más precioso en la vida.

-La vida sin libertad es imposible”, le digo.

Franz Kafka me mira como si quisiera decir: calma, calma. Con sonrisa triste dice: “Ello parece tan convincente que hasta nos lo creemos. En realidad, las cosas son mucho más difíciles. La libertad es la vida, la ausencia de libertad es siempre mortal. La muerte es tan real como la vida. La dificultad está en que estamos expuestos a las dos: tanto a la vida como a la muerte.

-En consecuencia, usted considera que si un pueblo no es autónomo, ello significa que él se apaga. El checo de 1913 es menos vital y en consecuencia, peor que el checo de 1920.

-No es eso lo que quería decir, replica el Dr. Kafka. No sabríamos por tanto distinguir con claridad los checos de 1913 a los de 1920. Hoy día los checos tienen muchas más posibilidades y por tanto podrían –se podría decir- ser mejores.

-No llego a comprenderlo.

-Tampoco sabría decirlo mejor. Si me puedo expresar mejor sobre ese asunto, es quizá porque soy judío.

-¿Cómo es eso? ¿Qué tiene que ver?

-Nosotros hablamos de los checos de 1913 y 1920. En cierta manera es un asunto histórico y pone en la luz eso que llamaría una insuficiencia moderna de los judíos.”

Yo debería tener un aire bien estúpido, ya que –de acuerdo al tono y actitudes que adopta Kafka- él estuvo luego menos atento del asunto en sí que de ser comprendido por su interlocutor. Se inclina hacia mi para decir en voz baja y con extrema claridad:

“Hoy día, los judíos no se contentan con la historia, esa patria situada en el tiempo. Ellos desean hallar un país que les pertenezca en el espacio, pequeño pero similar a los otros. Hay de más en más judíos jóvenes que regresan a Palestina. Es un retorno hacia ellos mismos, hacia sus propias raíces y el crecimiento. Esa patria Palestina es para los judíos un objetivo necesario. Mientras que Checoslovaquia es para los checos un punto de partida.

-Una suerte de pista de despegue.”

Kafka inclina la cabeza hacia su lado izquierdo.

“¿Usted piensa que ellos llegarán a despertar? Los vería más bien alejarse excesivamente de sus bases, de las fuentes de energía que les pertenece. Nunca escuché decir que un aguilucho haya aprendido a volar como águila observando, obstinada y constantemente, cómo nada una carpa enorme.

“Judíos y alemanes tiene varios puntos en común, dice Kafka en una conversación sobre Karen Kramer: ellos tienen gancho, son concienzudos, trabajadores y cordialmente detestados por los otros. Judíos y alemanes son excluidos.

-Puede que los detesten precisamente por esas cualidades.” dije.

Kafka sacude la cabeza: “¡Oh no! La razón es mucho más profunda. Es una razón religiosa al fin de cuentas. Tratándose de los judíos es evidente. En cuanto a los alemanes, es menos claro ya que ellos todavía no destruyeron su templo. Pero ya vendrá.

-¿Cómo es eso?” Yo estaba perplejo. “Los alemanes no son un pueblo teocrático, ellos no tienen dios nacional ni templo especial.

-Es lo que generalmente se admite, pero la realidad es muy otra, dijo Kafka: Los alemanes tienen el dios que hace crecer el hierro. Su templo, es el estado mayor prusiano.”

Comenzamos a reírnos, pero Kafka pretendía que él hablaba seriamente y se reía porque yo mismo reía. Era una risa contagiosa.

Franz Kafka me cuenta que el escritor judío praguense Oskar Baum había ido a la escuela elemental alemana. A la salida, generalmente había peleas entre alumnos alemanes y checos. Durante una de esa agarradas, Oskar Baum recibió tales golpes en los ojos dados con un porta plumas de madera, que sufrió un desprendimiento de retina y perdió la vista.

“Es en tanto que alemán que el judío Oskar Baum perdió la vista, me dijo Kafka. En el nombre de una pertenencia que en realidad él no tenía y que nunca le fue reconocida. Pudiera ser que Oskar sea el triste símbolo de lo que en Praga se llama los Judíos alemanes.”

Nosotros hablamos de las relaciones entre checos y alemanes. Yo decía que, para favorecer una mejor comprensión entre las dos nacionalidades sería bueno publicar una historia checa en versión alemana.

Kafka rechaza esa idea con un gesto de desaliento.

“Es inútil, me dijo. ¿Quién leería eso? sólo los checos o los judíos. Sin duda no los alemanes, ya que ellos no quieren conocer, comprender, leer. Ellos sólo quieren gobernar y poseer, y en ese caso es un obstáculo el comprender. Uno oprime mejor al prójimo cuando no lo conoce, se hace la economía de los remordimientos. Es por ello que nadie conoce la historia de los Judíos.

Yo protesté: “Es inexacto. Desde los primeros años de escolaridad se enseña la historia bíblica, y por tanto una parte de la historia del pueblo judío.”

Kafka esbozó una sonrisa amarga:

“¡Es precisamente eso! Ello aporta a la historia de los judíos su aspecto de relato, que permite luego a la gente tirarlo, al mismo tiempo que su infancia, en el abismo del olvido.”

Franz Kafka hojeaba el libro de Alfons Paquet El espíritu de la revolución rusa, que yo había llevado a su escritorio.

“¿Tiene usted la intención de leerlo? le pregunté.

-Gracias, dijo Kafka y me tendió el libro por encima del escritorio. En este momento no tengo tiempo. Es una pena, los hombres intentan en Rusia construir un mundo perfectamente justo. Es una historia religiosa.

-Pero el bolchevismo ataca la religión.

-Lo hace porque él mismo es una religión. Esas intervenciones, sublevaciones y bloqueos, ¿qué significan? Son pequeñas aberturas de telón de vastas y crueles guerras de religión que van a caer sobre el mundo.

Cruzamos un cortejo de obreros yendo a una manifestación, banderas y estandartes al viento. Kafka me dice:

“Esa gente están tan orgullosas, confiados y felices. Porque son dueños de la calle se imaginan que son los dueños del mundo. En realidad se equivocan de punta a punta, detrás de ellos ya hay secretarios, permanencias y politiqueros; todos esos sultanes de los templos modernos y que retardan la vía que lleva al poder.

-¿Usted no cree en la potencia de las masas?

-Esa potencia de las masas yo la veo: ella es informe, nadie puede domarla y no tendrá descanso hasta que sea domada y formada. Al final de toda evolución en verdad revolucionaria surge un Napoleón Bonaparte.

-¿No cree que la revolución rusa se extienda todavía?

Luego de un instante de silencio, Kafka respondió:

“Más una revolución se extiende, menos su agua es profunda y se hace turbia. La revolución se evapora y sólo queda el florero de una nueva burocracia. Las cadenas de la humanidad torturada están hechas de expedientes e informes.

Llegando dos días más tarde al escritorio de Kafka lo encontré a punto de salir, con un expediente en la mano. Iba a irme, cuando él me retuvo:

“Vuelvo enseguida” me dijo y ofreciéndome la silla reservada para los visitantes. “Mientras espera puede hojear esos periódicos.” y empuja hacia mí algunos cotidianos alemanes y checos.

Me concentré en esos diarios, leí los titulares, recorrí una nota de audiencia y algunas pequeñas novedades teatrales, de hecho reducidas al anuncio de algunos espectáculos. Pasando las páginas encontré, en medio de las informaciones deportivas, la continuación de un folletín policial. Había leído dos o tres párrafos cuando Kafka volvió. 

“Veo que esperó en compañía de bandidos y detectives”, me comenta habiendo mirado mi lectura.

Puse de inmediato el diario sobre el escritorio y dije: “Apenas una curiosidad sobre esas bobadas.”

-“¿Usted trata de bobadas a la literatura que le aporta más dinero al editor?” preguntó Kafka, simulando indignación. Se sienta en su escritorio y continúa, sin esperar mi respuesta: “Es una mercadería importante. La novela policial es una droga que deforma todas las proporciones de la vida y hace ver el mundo al revés. En la novela policial, siempre se trata de descubrir los secretos que se ocultan detrás de los sucesos extraordinarios. En la verdadera vida, ocurre exactamente lo contrario. El secreto no está agazapado en un plano secundario. Al contrario, nosotros tenemos todo bajo las narices. Es todo lo que parece natural. Es por eso que no la vemos. La banalidad cotidiana es la historia más grande de bandidos que existe. La frecuentamos a cada minuto sin prestarle atención, suma millones de crímenes y cadáveres. Es la rutina de nuestra existencia. En caso que, al contrario de nuestra costumbre, hubiera y es de esperar alguna cosa que nos sorprenda, disponemos de un calmante maravilloso, la novela policial, que nos presenta todo secreto de la existencia como fenómeno excepcional, pasible de ir a tribunales. La novela policial no es por tanto una bobada, sino –retomando el título de Ibsen- un sostén de la sociedad, una pechera almidonada bajo la blancura férrea y cobarde inmoralidad que, por otra parte, se hace pasar por las buenas costumbres.

Estaba con Kafka en una exposición de pintura francesa en la sala de exposiciones de Graben. Había allí algunas telas de Picasso: naturalezas muertas cubistas y mujeres rosadas con pies gigantescos.

“He aquí alguien que deforma como él quiere, dije.

-Yo no lo creo, dijo Kafka. Lo que hace Picasso es dar cuenta de las deformaciones que todavía no han llegado a nuestra conciencia. El arte es un espejo que “avanza”, como un reloj. Algunas veces.”

Le llevé a Kafka para mostrarle algunos libros nuevos que pedí prestados en la librería Neugebaner.

Hojeando un volumen de dibujos de George Grosz me dijo: “Es la vieja imagen del capital: el hombre obeso con galera, sentado sobre el dinero de los pobres.

-Es únicamente una alegoría”, intenté acotar.

Franz Kafka frunció las cejas.

“¡Usted dice solamente! La alegoría, en el espíritu de los hombres, se vuelve una copia de la realidad, lo que es naturalmente falso. Pero tal imagen ya induce el error.

-Usted piensa entonces, señor, que esta imagen es falsa.

-No diría exactamente que ella es falsa. Es falsa y justa a la vez. Justa en una sola dirección, falsa en la medida en que decreta que una mirada parcial es una vista de conjunto. Que el hombre obeso sea el capitalismo, de ninguna manera es justo. El hombre obeso domina al pobre en el marco de un sistema determinado, pero que en sí mismo no es el sistema. Él no es ni siquiera el dueño de ese sistema. Al contrario, él también arrastra unas cadenas que no están representadas en ese dibujo. La imagen es incompleta. Por esa razón ella no es buena. El capitalismo es un sistema de dependencias que van del interior al exterior y del exterior hacia el interior, de arriba abajo y de abajo hacia arriba. Todo es interdependiente y está encadenado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma. 

-¿Entonces cómo lo representaría usted?

El Dr. Kafka levanta los hombres y sonríe con aire triste.

“No sé. Nosotros los judíos no somos pintores a decir verdad. No sabemos cómo representar las cosas de manera estática. Siempre las vemos fluyendo, en movimiento y metamorfoseándose. Somos narradores.”

El ingreso de un empleado interrumpió nuestra conversación. Cuando el inoportuno visitante salió del escritorio quise volver al interesante asunto que habíamos abordado, pero Kafka declara a manera de conclusión: “Olvidemos eso, un narrador no sabría hablar de su trabajo de narrador. O bien hace su tarea de narrador, o bien él se calla. Eso es todo. O bien su universo comienza a resonar en él, o bien ese universo se hunde en el silencio. Mi universo poco a poco cesa de resonar. Yo estoy apagado.”

Cuando, después de la Primera Guerra mundial, vimos llegar a Praga los primeros filmes americanos, y con ellos los pequeños filmes burlescos de Charles Chaplin, Ludwig Venclik, por entonces joven cinéfilo y ahora periodista especializado del cine, me pasó un montón de revistas americanas y algunas fotos de las películas de Chaplin.

Se las mostré a Kafka que las recibió con una amable sonrisa. 

“¿Usted conoce a Chaplin?, le pregunté.

-Muy poco, respondió Kafka. Vi uno o dos pequeños filmes de él.”

Considera con atención y gravedad mis fotos, que yo había puesto delante suyo y dijo con tono pensativo: “Es un hombre extremadamente enérgico, que tiene la pasión del trabajo. Vemos arder en sus ojos la llama de la desesperación que le inspira la convicción de que la bajeza es incambiable, pero él no capitula jamás. Como todo verdadero humorista tiene una dentadura de fiera salvaje, se sirve de ella para lanzarse sobre el mundo. Lo hace de una manera que le pertenece y es bien particular. A pesar de su cara pálida y ojeras no es un Pierrot sentimental, pero sin llegar a ser un crítico acervo. Chaplin es un técnico. Es un hombre de un mundo mecanizado, donde la mayoría de nuestros semejantes no disponen más de sentimientos, ni de instrumentos intelectuales para apropiarse realmente la vida que le es dada. Ellos carecen de imaginación. Chaplin entonces se pone a la tarea. Como un dentista de prótesis fabrica sus dientes falsos, él aporta prótesis a la imaginación. Que son sus filmes. En general, el cine no es otra cosa que eso.

-El amigo que me dio esas fotos me comenta que iban a proyectar, en la Bolsa del cine, una serie de filmes burlescos de Chaplin. ¿Le gustaría venir conmigo? Venchik nos llevaría con mucho gusto.

-No, gracias, respondió Kafka sacudiendo la cabeza, preferiría no ir, la diversión es para mi un asunto mucho más serio. Me arriesgaría a encontrarme allí como un payaso sin maquillaje.

Franz Kafka tomaba siempre un aire sorprendido cuando le comentaba que había ido al cine. Un día reaccioné a su mímica y le pregunté: “¿A usted no le gusta el cine?”

Luego de reflexionar algunos instantes él respondió:

“De hecho, nunca reflexioné al respecto. Es cierto que es un juguete magnífico. A mi me resulta insoportable, quizá porque soy muy visual. Soy uno de esos seres en los cuales prima la vida y el cine perturba la visión. La velocidad de los movimientos y la sucesión precipitada de imágenes las condenan a una visión superficial de manera continua. No es la mirada que capta las imágenes, son ellas que captan la mirada. Ellas sumergen la conciencia. El cine obliga al ojo a portar un uniforme, mientras que hasta ahora él estaba desnudo.

-Es una afirmación terrible, acoté. El ojo es la ventana del alma, dice un proverbio checo.

Kafka parece aceptarlo y agrega:

“Los filmes son postigos de hierro.”

Algunos días más tarde retomé esa conversación:

“El cine es una potencia terrible. Es mucho más potente que la prensa. Las vendedoras, modistas y costureras tiene todas los rostros de Barbara La Marr, Mary Pickford y Perla White.”

-Es natural, respondió Kafka. El deseo de la belleza transforma a las mujeres en actrices. La vida real no es otra cosa que el reflejo de los sueños de los escritores, y la lira de los escritores modernos tiene como cuerdas interminables películas.

Le llevé al Dr. Kafka un número especial de la revista checa Cerven, que tenía la traducción de “Zona” de Guillermo Apollinaire, ese poema de marejada potente. Kafka lo conocía. Él me dijo:

“Leí esa traducción apenas se publicó. Además conozco el original francés que estaba en la antología Alcools. Esos poemas y una reedición de bolsillo de las cartas de Flaubert, son los primeros libros franceses que me pude procurar después de la guerra.

-¿Qué impresión le hicieron? le pregunté.

-¿Cuál? ¿El poema de Apollinaire o la traducción de Capèk” reajusta Kafka, de una manera un tanto seca que tenía cuando se trataba de una precisión.

“Los dos”, respondí y de inmediato emití mi opinión: “¡Yo me siento trasportado!”

-Le creo sinceramente, dijo Kafka. Desde el punto de vista de la lengua, es una proeza. Tanto el poema como la traducción.

Su reacción me estimula. Estaba contento que mi “descubrimiento” hallara un eco en el Dr. Kafka; entonces intenté exponer y motivar más en detalle el placer que había experimentado. Cité el comienzo del poema, la evocación de la torre Eiffel comparada a una pastora en medio del rebaño de automovilistas balando, evoqué la alusión al reloj del barrio judío de Praga, con sus números hebreos, cité la descripción de los muros de ágata y malaquita de la capilla San Wenceslao, en la catedral San Vito sobre el Hradchn, y concluí mi apreciación de la obra de Apollinaire con esta frase: “Este poema es un imponente arco de poesía, tendido entre la torre Eiffel y nuestra catedral, y abrazando la diversidad abigarrada del universo de nuestro tiempo.

-Si, dijo Kafka aprobador. Ese poema es una verdadera obra de arte. Apollinaire resumió en una especie de visión sus encuentros visuales. Es un virtuoso.”

Esta última oración emitía un ruido extrañamente ambiguo. Bajo la explícita admiración, sentía una reserva reprimida y sin embargo neta, que a pesar mío, despertaba en mi un eco expandiéndose discretamente. Le dije: “¿Un virtuoso? Eso me desagrada.

-A mi también, exageró Kafka de manera espontánea y me pareció, con cierta alivio. Me opongo a todo virtuosismo. Su habilidad de malabarista coloca el virtuoso por encima de las cosas. ¿Puede un poema estar por encima de las cosas? ¡No! Es el prisionero del mundo que él habita y representa, como Dios lo es de su creación. Para liberarse, él extrae ese mundo de sí mismo. Eso no es una proeza de virtuosos, es un nacimiento, un parto que como todo parto, aporta a la vida. ¿Pero usted escuchó alguna vez decir a una mujer que ella era una victoriosa del parto?

-Nunca escuché tal cosa. Nacimiento y virtuosidad, eso no van juntos.

-Por supuesto, dijo Kafka. No hay virtuosismo en un nacimiento. Hay partos fáciles o difíciles, pero siempre dolorosos. El virtuosismo es asunto de comediantes. El comediante comienza allí donde el artista se detiene. Ello se observa en el poema de Apollinaire, que condensa sus diferentes experiencias espaciales y una visión temporal suprapersonal. Lo que Apollinaire despliega sobre nuestros ojos es un filme verbal, es un malabarista que sugiera al lector una imagen divertida. Es el trabajo no de poeta sino de comediante, de un humorista casi. El poeta intenta integrar su visión a la experiencia cotidiana de un lector; para lograrlo utiliza una lengua sin asperidades aparentes que sea familiar al lector. Es aquí el caso, por ejemplo.”

Diciendo eso, el Dr. Kafka tomó en una casillero de su escritorio un pequeño volumen con tapas grises verdosas y lo coloca delante mío. “Eso son los cuentos de Kleist, dijo. Es la poesía de verdad, la lengua es límpida. Usted no hallara aquí fiorituras ni pretensiones. Kleist no es un malabarista ni cómico público. Toda su vida se pasó bajo la presión de tensiones visionarias entre hombre y destino; las hay luminosas y fijadas en una lengua límpida, que todo el mundo puede comprender. Su visión está destinada a ser patrimonio de experiencias, al cual cada uno puede tener acceso. A ello se esmera Kleist sin recurrir a la acrobacia verbal, comentarios ni sugestión. Aúna modestia, comprensión y paciencia. Aporta la indispensable energía a todo nacimiento, es por ello que lo releo sin parar. El arte no es asunto de desmayo momentáneo sino de ejemplo durable. Los cuentos de Kleist lo muestran claramente, son las raíces de la literatura alemana moderna.”

Al momento de despedirnos, antes de su partida para el sanatorio de los Cárpatos, le dije: “Usted va a descansar y regresar curado. El futuro todo lo arreglará. Todo cambiará.”

Sonriendo, Kafka apunta el índice de su mano derecha sobre el pecho y dice:

“El futuro ya está aquí, en mi. El cambio será la manifestación de mis heridas ocultas.”

Yo me impacienté:

“Si usted no cree en una cura ¿por qué va a ese sanatorio?”

Kafka se inclina sobre su escritorio.

“Todos los acusados se esfuerzan por lograr que el veredicto sea aplazado.”

Luego de la primera audiencia de divorcio de mis padres fui a visitar a Franz Kafka.

Yo estaba muy agitado, deprimido y por tanto injusto.

Cuando llegué al final de mis lamentaciones, Kafka me dijo: “Sea tranquilo y paciente. Deje que caigan sobre usted el mal y el disgusto con calma. No deje que lo venza. Al contrario, obsérvela de cerca. Sustituya la comprensión activa con reacción afectiva y su desarrollo espontáneo lo llevará pronto más allá de las cosas. Para alcanzar la grandeza, el hombre debe pasar necesariamente por su propia pequeñez.”

Durante el verano de 1924 estaba en Obergeorgenthal, cerca de Brüx. El viernes 20 de junio, si, el viernes 20 de junio de 1924, cuando recibí de Praga una carta de mi amigo el pintor Erich Hist.

Él me escribía esto:

“Me entero ahora mismo, por la redacción del Tagblatt, que el escritor Franz Kafka murió el 3 de junio en un pequeño sanatorio privado de Kilesling, cerca de Viena. Pero fue enterrado aquí en Praga, el miércoles 11 de junio de 1924 en el cementerio judío de Strahcnitz.”

Levanté la mirada hacia el pequeño retrato de mi padre colgado en el muro, encima de mi cama.

Él se había suicidado el 14 de mayo de 1924.

Kafka había fallecido el 3 de junio, veintiún días más tarde.

Veintiún días más tarde.

Veintiún días…

Bruxelles piano-bar

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ME RECUERDAS A AUDREY HEPBURN

1) LAGUNA GUACHA 

– ¿Lo sientes? Escucha: eso malsano regresa y se huele la descomposición en el viento. El olor es inconfundible, nos quedamos con un legado de cuerpos pudriéndose a la intemperie tras la derrota, sin tierra baaldía donde darles sepultura, festín macabro de animales carroñeros. Ustedes los humanos siempre tan emotivos… preservaron la plegaria del caos original como reliquia de milagro y hasta escribieron la fórmula secreta de una prodigiosa predicción redentora. Me temo que no entiendas del todo lo que quiero decir, dijo Teseo.

-Siempre el mismo altisonante, le respondió Leopoldo, sin ánimo para continuar la conversación, por decir algo anodino evitando dejarle la última palabra al gato, siguiéndole la corriente.

-Nada hay más contagioso que el Mal.

A siete kilómetros de la Laguna Guacha, siguiendo un tortuoso camino hacia el noroeste del territorio nacional (apenas una huella borrada en el campo) y tirando para el lado de la frontera brasilera, sobre el que nunca pedalearon ciclistas en competición homologada, en las afueras de un pueblo de nombre compuesto de colono pionero –que en otra vida olvidada fue estación de ferrocarril- se cometió el último hasta el momento de una serie de crímenes espeluznantes. Una orgía de horror por las condiciones deducidas del secuestro, la bestialidad sexual que le siguió y peor considerando el tratamiento infligido a los cuerpos de las niñas antes del asesinato, después de la muerte. Escena de horror premeditada despreciando el satanismo de bricolaje con calaveras pintadas, imágenes color bermellón del maligno encornado de ojos saltones y velas negras plantadas en tierra formando el círculo ritual. Espanto abisal hundido en el rapto rumiado, al que siguieron semanas de encierro en condiciones infrahumanas, catálogo integral de suplicios y aberraciones, droga barata circulando, corrupción fermentada entre notables prohombres de la zona, participantes activos en los hechos y sujetos fuera de toda sospecha, venidos del otro lado del límite litigado. Se comenta que también individuos llegados desde la capital, cómplices de la patota de despiadados, mentes azuzadas por hábito de la impunidad e imaginación enfermiza con entradas secretas en el aparato judicial regional y autoridades locales.

Es lo que se murmura con insistencia, se venía insinuando en voz baja sin pruebas materiales concretas y comienza a filtrarse a cuentagotas de la pesquisa, sin que haya hasta el momento un culpable creíble para calmar las aguas revueltas. Episodio más escandaloso todavía que la coartada policial de los miserables detenidos e incomunicados desde hace unos días, comparsas para calmar a la opinión pública y que se vieron fugazmente en los informativos de la noche, esposados, tapados por camperas deportivas con capucha; dos infelices desde que nacieron por equivocación, hermanos analfabetos que ni sabían de lo que se les acusaba y a quienes unos vecinos quisieron linchar la primera noche que pasaron encerrados en la comisaría del pueblo. Nadie evoca la presunción del sospechoso principal y cerebro degenerado de la maniobra descubierta por casualidad, tampoco se conoce la identidad del propietario de la finca donde ocurrían las atrocidades y eso que por allá todo el mundo murmura apellidos compuestos de los implicados que nunca serán fichados. La gente de la zona se calla amordazada por el miedo, quiere salir rápido del basural con forense alcohólico y retomar la vida normal, como si fuera posible continuar viviendo incluso entre detritus persistentes después de lo ocurrido. Las conciencias están compradas, seguro que amenazadas por mensajes anónimos o intimidadas por superstición de magia nefasta; son aldeanos atemorizados esa gente olvidada por ángeles guardianes, bajo influencia del castillo del monótono conde Drácula cuando llega la noche sin luna y que tienen conocimiento turbio de los entretelones.

Dan ganas de abdicar del pensamiento, el sueño progresista con pancartas y el sentido de la existencia, de la aspiración a lo grato de un plato de ravioles con estofado y medio litro de vino tinto, ganas de apostar la vida a la única ficha nacarada del desprecio. Las víctimas hasta el momento fueron elegidas con cautela de seguimiento paciente y trampa coordinada; ratonera similar a la que se arma cuando se trata de maleantes escaladores de paredes, ladrones confiados en la consigna trasmitida en clave sobre la ausencia de moradores. Siguen siendo muchachitas sin infancia del mundo rural, niñas con cuerpos desnutridos de pueblos de ratas y ranchos de lata oxidada que se van sumando, agua de pozo con mosquitos infecciosos y respiración tuberculosa despertando en tipos insospechados deseos devastadores de bicho carroñero. Descendencia femenina de mujeres que olvidaron el hambre por resignación y várices talladas de treinta años que parecen sesenta, dedos con sabañones de pileta de hormigón, agua congelada de cachimba para enjuagar y encías desdentadas por caries; chiquilinas que a fuerza de estar lejos de todo cayeron fuera de la República, olvidadas sin remordimiento por el discurso de los teóricos inclinados al lamento social de ceño fruncido, que serían las últimas agraciadas también si la revuelta con petardos hubiera triunfado en la frontera.

Los nuevos sedientos de sangre de la generación reciente tampoco se conforman como antes –en los buenos tiempos, cuando había respecto por el prójimo- con estrangularlas después de violarlas, violarlas luego de desnucarlas teniéndolas por el mentón partido entre los dedos, desangradas por el tajo en el vientre. Los nuevos varones las suplician sin prisa, aterrorizándolas durante horas con métodos e instrumentos rudimentarios, las humillan hasta borrarlas como personas, haciéndoles sentir estando atadas e indefensas la proximidad de la muerte con paso de chacal hambriento. Las amenazan con tirarlas del helicóptero en laguna Merín para alimentar cangrejos, cronometrar la caída de los cuerpos como si fuera el horario del tren fantasma semanal y con siete vagones de la arrocera extranjera, fletado por el molino de los holandeses. Son ellos la Muerte enmascarada con letra de molde. Las condenadas tienen que entenderlos, mostrar la sorpresa de tamaña revelación y dolor en el cuerpo ultrajado. La agonía debe durar en sufrimiento, alumbrando la conciencia de que no habrá escapatoria y es preferible suplicar para que termine pronto. Ellas desnudas, maniatadas con esposas, amordazadas para sofocando los gritos y capuchas nauseabundas sin ojos, son menos que nada: prisioneras condenadas satisfaciendo un plan macabro que avergüenza el instinto de las bestias. Hablaron hasta de cintas de video insoportables, es probable que filmen las escenas del martirio con cámaras japonesas última generación de contrabando traídas de Miami. Imágenes registrando el suplicio de muchachas sumisas como hacen los criminales del cine de terror, tomas en directo y sonido ambiente para rebobinarlas en casa después de medianoche. Mientras beben brandy del bueno sin falsificar reforzando el espíritu de cofradía, asegurándose la solidaridad del secreto compartido entre caballeros manipuladores del ritual. Secuencia incontrolable que nunca se sabrá si inventan ellos mismos en ratos de molicie o imitan de otros lados, hasta que alguno de la barra bullanguera proponga ir a venderlas lejos –las copias finales son pasables a pesar de ser trabajo de aficionados- pues conoce a alguien que sabe hay interesados por esa mercadería codiciada, dispuestos a pagar cash un buen fajo de billetes verdes sin pedir explicaciones ni darlas.

Entre los periodistas asignados al caso ninguno se atrevió hasta ahora a evocar el estado de los cuerpos recuperados más allá de la insinuación habitual, maquillada de recato sensible y discreción pensando en el lector desprevenido. La evidencia era más indecible que lo visto desde hace años; lo incomunicable marcaba a fuego la impotencia del pacto forzado al que llegaron los medios, prensa, radio, televisión y seguro que los autores materiales del proyecto hallaron satisfacción íntima en esa cobertura informativa. Es inconcebible que ese montaje yendo más lejos del infierno sea resultado de una única mente maléfica, que una sola persona sea capaz de llevar adelante el operativo apenas entrevisto, aunque fuera el mismo Belcebú, el nieto imitador del destripador de Londres y el episodio producto de cierta locura pasajera; eso tiene tufillo inconfundible de cóndor carroñero infiltrado de colaboración. Ellos lo hacen, se juran fidelidad de hermanos de sangre, de manera secreta desean que se conozca su obra y alcanzar el estremecimiento de nunca ser sospechados, evaluar con discreción el efecto devastador entre los conocidos. Acaso sea síntoma con fiebre y sinopsis de la espiral en que ingresó la sociedad uruguaya, vorágine de otra violencia urdiéndose que se vislumbra en al horizonte.

Es seguro y parece inevitable: dentro de poco tiempo y a partir de ahora, en algún lugar aleatorio de la mansa república, reputado por ser zona mansa de gente trabajadora, conglomeración urbana de preferencia, caserío que se deshilacha en una campaña similar al barranco de pastoreo, un muchacho pálido y vestido de negro con botas de comando Made in China, maquillado por si fuera a cantar al aire libre ante siete mil fanáticos liderando una banda satánica, entrará en su antiguo colegio secundario saludando al portero tocado de enfisema, en un liceo público de preferencia y en el horario de la mañana. Así será: ex alumno colérico y decidido, confiado en la legitimidad de cada paso dado desde que despertó en el día G de su existencia. Llamado por insistentes voces interiores en falsete, convencido de ser víctima y agente vengador de perimidos sistemas de evaluación pedagógica, despechado por un carné de notas insultante, inspirado por ejemplos de casos ocurridos bien lejos, determinado como armero matarife y creyéndose arcángel justiciero, transfigurado por una sustancia alucinógena de preparación casera, incitado por música apocalíptica en los auriculares dándole coraje, antes de acceder al Nirvana por la rendija estrecha de la muerte suicida. Como un recluta joven sureño entrenado entre Arizona y Texas, de apellido hispano y nombre de actor de cine ganador de la célebre estatuilla dorada, el soldado Kevin Morales, que entra en acción por primera vez con el uniforme de los marines en un pueblo del desierto. Go go go entre casas de barro y cabras flacas, go go go antes de ser acorralado por un perro entrenado a desgarrar jabalíes en lo hondo del monte, go go go luego de escuchar con satisfacción el llanto de compañeritos de curso, suplicando en recuerdo de buenos momentos compartidos en el recreo, los mismos que tardaron en entender las reglas del juego de masacre, descargará la escopeta de dos caños recortados confiscada al padre cazador consumado y el resto de la artillería menor sobre todo lo que se mueve en su camino. Habrá cinco muertos en los primeros minutos, algunos heridos graves y por mandato histórico anterior al instinto gregario, Kevin rematará a un par de agonizantes con un tajo amateur de puñal Rambo en la garganta. Eso antes de sacar fotos testimoniales de la faena, inmortalizar la secuencia poseído por el espíritu de un baqueano local reputado del siglo pasado con sed de reconocimiento.

Aquellos habladores reactivos de tertulia y que tienen siempre engatillada una explicación para todo, irán en peregrinación a las audiciones de mayor audiencia de los medios audiovisuales a dar su visión de los hechos sobre el malestar juvenil; recordando la opresión endémica del sistema educativo, la patología comprensible en una sociedad estructuralmente injusta y olvidando, negando y descreyendo la fuerza acelerada del Mal en estado puro. En pocas horas de reportajes en directo desde el lugar de los hechos, el muchacho logrará lo que deseaba: llamar la atención de cientos de miles de conciencias y por unos días ser famoso como Diego Armando Maradona en los barrios populares de Nápoles, sentirse en simpatía con el demonio habiendo ajustado cuentas amistosos. Escuchar el dulce son de palabras preludiando el Averno, dudar sobre si estaba en la realidad y el pasaje al acto era un wargame de la mente acelerada. Lograr que al menos durante un fin de semana se lean sus últimas cartas tachadas de rechazo al mundo cercándolo; que la familia se decidiera por fin a considerarlo con respeto y sin que nadie pueda acceder al misterio último de lo que estaba en juego. Subir en cartelera de la crónica roja como Number One, hasta que otro muchacho emprendedor sienta el llamado, el desafío implícito en el gesto pionero y se entrene a fondo para batir el record, que por una vez en la vida los familiares se sintieran orgullosos de su paso por secundaria y dejaran de ignorarlo. La sociedad será distinta luego de su gesto sublime sin otra explicación que el misterio flotando y persistente luego de visionado el video testamento.

Falta poco para que las hordas callejeras, sin otra razón que divertirse comiencen a atacar ancianas en calles perpendiculares a plazas con tenderetes de feria y cajones de verduras. De preferencia las dobladas por la artrosis de columna, ayudadas por bastón con tope en trípode, cuando salen a la intemperie en el minuto fatal a buscar mermelada de higo, ciento cincuenta gramos de leonesa al almacén de la otra cuadra, cuanto más desamparadas mejor para la diversión colectiva: las golpeen a mansalva, las tiren entre empujones, rematándolas a patadas por todo el cuerpo entre insultos y risotadas. Vieja de mierda, vieja de mierda lo tenés merecido por grandísima puta dirán, mientras parten botellas de vino tinto en la vereda, antes de atacarse entre ellos como perros rabiosos, ignorando que emulan una escena de película culta que al menos tenía una buena banda de sonido.

Leopoldo estaba en una encerrona. ¿Qué se puede hacer ante la crueldad lanzada contra los débiles de la sociedad y comenzando por los niños mártires? ¿Qué otra cosa que escribir indignado veinte líneas aceptando la incomprensión ante lo ocurrido, contemporizando con dejo de admiración ante las nuevas tribus urbanas y su tóxico léxico poético, reconsiderar el código penal incursionando en la barbarie, deambular entre desprecio y caridad, buscar el origen de la violencia primera, hallar un chivo expiatorio a mano y salvarse por la excepcionalidad? ¿Advertir los peligros de la amalgama y sin meter todos los gatos en la misma bolsa? ¿Escribir una novela negra con hipótesis condescendiente, único camino a la verdad social para exorcizar entre todos el horror colectivo?

-Si tuviera la respuesta adecuada te la daría de todo corazón, dijo Teseo.

Hagan de cuenta que estoy muerto

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A Juan José Saer

Allor si mosse, e io li tenni retro

Inferno I

BRIGNOGAN – PLAGES

De creerle a Musto como finalmente ocurrió, la historia había sucedido en un tramo de la ruta llevando a lo verificable de tener mente abierta para escuchar lo que se cuenta entre líneas, fue accidente de circulación en un camino balizado al final de dos telegramas urgentes y tres llamadas telefónicas internacionales. Yo había vivido antes algunos veranos en Madrid sin sospechar que allí en la Villa, donde fui feliz y caminaba horas, volviendo con intención de recordar activando la memoria selectiva, sucedió buena parte de la obsesión de relato que me acompañó durante varios años. Sólo puede desprenderse de cabeza y corazón de la manera como sigue: al comenzar a escribir ni atino a invocar una divinidad de esas mediadoras con los humanos para salir adelante en la presente patología del relato. Es exacto afirmar que las complicaciones rondando la resolución de la novela que siempre se proyecta redactar en el futuro incierto, desde el chispazo cero de la idea, notas rápidas en papelitos inapropiados, la cuestión del punto de vista y el rosario consecuente de tiradas corregidas -tantas veces como sea necesario hasta lograr la buena versión aproximada- se ensamblaron de manera fortuita.

Episodio 8: menú degustación Okinawa

(de la novela «O pasado sin falta»)

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Desde el primer cambio entrado sobre la moto del relato, supe que antes de intentar entender lo que estaba ocurriendo debía aceptar, con mi anuencia y consentimiento que me había mudado al condominio de los posibles. Cuanto me rodeaba en el séptimo piso de telas de cortinados y tapicería, muebles de estilo y escandinavos, vajilla mexicana y perspectivas de arquitectura de interiores estaba afectado de pertenencia enigmática. Debía reconocerle una virtud terapéutica al conjunto y cada día un aporte nuevo e inesperado lograba distanciarme de la escena gore de masacre al secador de cabellos. Considerando lo vivido con prólogo de gin tonic de Cadaqués entreabriendo las persianas al reino de la felicidad, se me apareciera como el argumento fracturado de una novela traducida, cuyo título de pocas palabras se me confunde con otros y de un autor que podría ser polaco –uruguayo si buscamos exotismo del bueno- casi seguro que siendo un seudónimo. El cambio podía explicarse, porque al mudarme comencé a meterme en tratos con los muertos en anestesia preparatoria del Juicio Final. Por contadas horas del día las nociones inestables de sueño y realidad se trastocaron lanzadas en un flipper de tres bolas plateadas, durante escasos minutos de la noche las sensualidades de realidad y pesadilla se apareaban en un coito contra natura. Luego de cortar con el Escribano, salí al balcón terraza para cambiar las ideas que se resistían a ser cambiadas. El día finalizaba su círculo sabido a cadencia cósmica en versión resplandeciente de panorama despejado. La luz con luna enorme pintaba a brocha gorda y siete trazos del horizonte sin línea, mostraba una ciudad que desde alturas engañosas de la terraza prestada era bellísima y sólo podía verse así en el punto de fuga donde estaba instalado. En cierto momento de meditación, incluso en esa tregua de plenitud apuntó en el espíritu una nota de angustia pronunciada; fui a la entrevista con la señora Lorente tras información que me beneficiara y salí de allí con una carga extraña de dudas y falsedades.  Cada convicción sobre mi situación se volvía ramillete fané de hipótesis indemostrables, sin pétalos ni espinas y si continuaba derivando en esa montaña rusa de bucles retorcidos, estaría perdido.

Respiré hondo en la terraza recordando la postura décimo séptima del yoga, reordené la densidad de lo real –la vida en lo que tiene de tangible y oloroso, ruido y humores, aunque se lo exprese con palabras- en las semanas precedentes al secador de cabello considerado como arma fatal.

Era una fenomenología del cotidiano con placares sucios de fritura acumulada, ascensor de reja noucentista y la ocurrencia de descomponerse los fines de semana quedando trancado entre dos pisos. Una superficie higiénica del cuerpo de tres metros por dos, donde debía ducharme cerrando los ojos por la irritación del champú al mayoreo, secarme la espalda con una toalla de manos, cagar y mear a lo mono encerrado, afeitarme con maquinitas desechables y hacer el nudo de la corbata –después de pasar el borde de la mano por el espejo empañado- antes de peinarme con un toque de gel fijador. Recordé en el impulso memorioso los cuadrados irregulares de azulejos rajados, la mesa plegable del magro desayuno que bautizamos con mi adorada de “continental” y un rincón de limpieza sin posibilidad de seleccionar las basuras, haciendo un gesto por el Planeta Tierra. Solía comer caliente según el capricho del microondas defectuoso y la docilidad de platos congelados, antes de ponerme de lado para abrir la nevera, sacar la mostaza con granos según la tradición de Dijon y preparar el café de filtro en un calabozo de reducidas dimensiones.

Podía haber continuado la descripción del escudo de la miseria forjado por los demonios, con lo exiguo del metraje y dormitorio único, sin espacio entre los muros empapelados y el borde bajo de la cama. Las dependencias liliputenses de baño y cocina bastaron para el elogio por la negativa de lo real, eso que dejé a la harpía de Montevideo con el secador de cabello en la mano y cargado de malicia, emulando una Mágnum 44 fuera del catálogo otoño invierno Ikea. Mientras rememoraba mi tiempo de concubino infeliz en la opulencia, los pájaros migratorios pasaban junto a la torre del edificio de Correos en ángulo picado y sonó la campana mayor del colegio de monjas.

Me acomodé en la baranda abisal del limbo prestado, en ese instante de gracia en equilibrio se encendieron farolas centenarias del parque enjardinado donde juegan los niños pequeños del barrio. En eso escuché a la distancia el motor inconfundible de una moto Yamaha 500 –de esas cosas de motores con dos ruedas sé casi tanto como Valentino Rossi- y me dije que era una buena noche para cenar japonés. Era un antojo acomodándose a mí nuevo estado de ánimo y presentí que algo mutante estaba ocurriendo conmigo, fue la sensación palpable de que había años encastrados resumidos en una vida. Desde la infancia de niño adoptado por otra clase social y vivía en ese departamento enorme, demasiado opulento para mis necesidades; también niño huérfano o abandonado y no lograba imaginar, aunque me esforzada en hacerlo, la familia acorde a esa situación. Sería incapaz de reconocer los rostros de mis padres conmigo en un álbum de fotos polaroid que me fuera presentado.

La excusa de la novedad resultaba insuficiente, cuando lo pienso casi a vuelo de pájaro, diría –sin temor a parecer cursi abrumado por confesiones en Twitter- que los últimos siete días se concentraron en los ambientes de ese piso, ahora que me siento marchando por pretiles virtuales con el equilibrio prodigioso que tienen los sonámbulos. Los esfuerzos de la imaginación al garete, la cortesía preventiva y el cuerpo desnudo se orientaban a la tarea de alargar los días y mis noches de ocupa de clase privilegiada. Mi vida social se redujo a ser chaperón de compañía –perrito faldero, habría susurrando alguien de mala fe- de la dueña del tesoro. El mayor misterio al que la existencia me confrontaba era saber quién vivía detrás de la tercera puerta, sumado a imperativos menos ligeros de la agenda: ir al trabajo, intentar ser perspicaz en las charlas descosidas con el Escribano, parecer intruso simpático ante los guardianes y cambiar impresiones con la camarera que me confundió con el señor Ricardo. Vaya proyecto estimulante para las próximas semanas; si contara esto a cualquier otro aquí y a esta hora del día, me tomaría por un amnésico incurable para la causa de la coherencia. Uno más desentendido del esfuerzo elemental en el mundo inquietante del paro masivo, el típico desamorado que –y si hasta aquí llegamos- ni una línea sensible trazó sobre sus orígenes familiares verdaderos, alguien que decidió darle vuelta la cara al otro pasado. Excepto a ese episodio entre gin tonic y secador manual, que de tanto repetir en fragmentos precedentes se volverá impostura de justificación, hasta hacerla poco creíble. Personaje transparente e insustancial, entidad espectral negado para hilvanar tres anécdotas sobre su propia vida; otras más entretenidas que esa redundante entre gin tonic y secador de cabello que lo hace víctima consentida de la pasión traicionada.

Mi angustia hizo superficie imitando un sarcófago a la deriva, asumiendo que nada del álbum familiar anterior a la mudanza tenía interés o azufre luciferino suficiente para pretender ser relato tentador. La entrada al departamento prestado hace días era pues mi mantra intransferible, el “había una vez y no hace tanto tiempo” de cuentos ilustrados para niños autistas. La impresión mental mutante operó un encorsetamiento físico concentrado en mis domicilios anteriores; porque el estado ficticio alcanzado jamás correspondía con un deseo reprimido y otras pretensiones de muchacho pobre, que se trancaron en el camino. Ante cada ocasión que se presentaba y huyendo del sofoco, yo escapaba a la vereda sin tener un plan claro de los desplazamientos.

B** tener un plan claro de ñps dedese era garantstellana,ajaba al vecindario a comprar la barra de pan francés que luego dejaba sin rebanar, tenía a propósito la nevera casi vacía y ello me obligaba a salir a la calle por yogures naturales, jamón cocido embalado al vacío, medio kilo de café arábica molido, cerveza a la unidad de lata, vituallas básicas de atún y manteca, desodorante spray que hallaba en comercios asiáticos abiertos durante la noche. En esa vida de deambular entre esquinas cercanas, con tal de no regresar a casa presionando el play del cotidiano, me quedaba horas en bares con tele bebiendo un cubata tras otro. Mirando embobado en la pantalla sin decir palabra Liverpool contra la Juve, el Real Murcia Imperial contra Real Oviedo Vetusta, las eliminatorias regionales para Eurovisión con votación resentida de la audiencia, programas de preguntas y respuestas de la televisión portuguesa. Interesado por cuanta refriega popular inducida por la ONG de Soros tras la democracia for export se sacudía con muertos por la causa de la libertad; en las plazas de El Cairo mostradas en directo durante horas y a las puertas de Kiev, trasmitidas por la parcialidad emotiva de CNN en español con acento cubano de Florida.

Estaba muy a gusto en el piso y hacia lo posible para evitar salir más allá de lo que imponían mis obligaciones laborales. Temía que, mientras durara la expedición punitiva fuera de esas murallas y torreones inexpugnables, un encantador malabarista enviado por potencias enemigas viniendo a por mí, cambiara la cerradura de acceso y yo quedase fuera del castillo encantado por el resto de la vida. Sin impedir la intromisión brutal, expoliación de secretos y pillaje consecuente, obligándome a tomar la ruta del exilio, cruzar el puesto de frontera con retén anidado de ametralladoras en un sentido único hacia la patria peregrina. Incrustado en ese dilema, me sentía más inclinado a permanecer al abrigo del refugio atómico y con apetito de dieta japonesa.

Saliendo del atolladero mikado, busqué la aplicación adecuada en la oferta del teléfono celular del delivery y encargué el suculento menú degustación Okinawa para dos personas. Durante los cuarenta minutos de espera del motorista karateca, cuando pensé en esa paradoja de mis fugas pasadas –lo que fuera necesario para salir del hogar desagradable, que el destino me programó y por alguna falta de mis ancestros- decidí organizar salidas esporádicas al mundo desafiando al destino, al menos una segunda vez en la vida. Ello sería a partir de mañana o pasado sin falta, cuando me hubiera convencido de que mi cobardía era manifestación del miedo a la pobreza, asimilado durante la infancia como la aritmética elemental de una lengua extranjera. En ese estado espiritual estaba –escuchando versiones de Tete Montoliu tocando a ciegas los clásicos sublimes de Cole Porter- cuando llegó una enorme bandeja con arroz perfumado, atunes rojos tornasolados y salmones fileteados en cubitos, una ensalada fresca de soja con pesticidas, la bolita verde de wasabi contaminado picante, gajos carmesíes humectante de jengibre fresco, una sopilla caliente con algas y hongos de invernadero. Por fortuna para mi estómago delicado, la entrega del restaurante Okinawa omitía un chuchillo en cerámica para el honorable ritual harakiri.

Lo que aquí ocurriría justificaba un comentario ganado por la ambigüedad, que era la verdadera naturaleza del girar caprichoso del mundo. En mi anterior período de pareja –era extraño evocarlo en la nueva configuración de los astros, como si hubiera ocurrido hace siete años y yo fuera el eje trabado de una película sueca sin subtítulos del siglo pasado- me parece que sólo me limitaba a vivir. La existencia fluía pastosa en lógica binaria de causa consecuencia, siguiendo un modelo conocido del método mágico del acierto error; sin hacerme el coco con exceso, pasándome una película sinfín y mañana será otro día.

Nunca antes se me hubiera ocurrido preguntarme con interés sincero, quién vivía del otro lado de la tercera puerta y si la vecina del sexto – ¿había una vecina en el sexto? – tenía un animal de compañía, sobre la decoración kitsch del segundo B ni si los personajes evasivos del penthouse habían salido de viaje. El paso de la indiferencia al interés progresivo supongo que venía implícito en las condiciones del contrato, ignoré por descuido la letra pequeña que complica siempre el pacto social, donde se decía lo relativo a cambios previsibles en mi persona, como si volviera a la moda la coartada occidental de yo soy yo y mi circunstancia. Me equivoqué feo creyendo que lo nuevo lo merecía por cuestión de talentos ignorados, reivindicación digna por injusticias padecidas en mi ciclo de fatalidad tribal.

Debía regresar a los fundamentales de lo conversado al momento del pacto, estaba ahí becado para observar la irrupción de la anomalía tramposa que activara los sistemas de alertas del Escribano. Recoger información sin decidir su rango de pertinencia y traducirla en datos de confidencialidad verosímil a las personas adecuadas. Nadie me instruyó sobre modalidades del intercambio de datos, si debía ir a un parking subterráneo a partir de medianoche un martes de luna llena; dejar un mensaje de veinte segundos en un número pre pago que me habían pasado, enviar palomas mensajeras amaestradas con la clave atada a la patita o intentar la trasmisión de pensamiento a la distancia, siguiendo el sistema de los delfines entrenados por instructores de la marina rusa. Debía estar atento a las partes sueltas que se salen de lugar, imantándose por terceros polos y que resultaba estar incidiendo en el centro de la movilidad.

La cosmogonía del sistema se perfilaba a medida que se ajustaba el movimiento de mi integración a la tramoya; alguien que hubiera seguido de cerca mis notas previas, un lector atento a esta altura avanzada del relato, seguro que podría formular media docena de preguntas pertinentes sobre aquello que chirría en la intriga. Por mi parte debía dilucidar a qué motivo velado respondía la invitación para darme a conocer a la vecina protegida, una señora mayor a no subestimar, de cuya suerte dependía una colmena de zánganos impacientes bordoneando día y noche en el polen disperso. Cuando las dudas vagas se condensan en interrogantes y sin que haya nadie en un radio de escucha para compartir confidencias, ante el pasaje al acto de cenar japonés en solitario, después de haberlo encargado por teléfono a una aplicación gastronómica sub tratante por la comisión consecuente, de beber del cogollo tres botellines de cerveza Anahí, mientras la soledad decide vestirse de samurai yendo al combate, pagando con la vida el honor de derrota, lo aconsejable en tales casos de excepción, es volverse un autómata turco mágico abriendo la partida con peón de reina. La trama tejida sobre el piso prestado proponía un enigma proliferante; la única pista con antecedente era la versión del Escribano, defendiendo varias líneas de intereses en pugna. Necesitaba armar baterías antiaéreas previendo la llegada de escuadrillas kamikaze enemigas; de creerle a pie juntillas a ese farsante diplomado, merecía ser despreciado por tontuelo y dejar de ser el narrador ahora mismo, si una parte mía aceptaba que él mentía estaría obligado a contrarrestar la celada con otra estrategia eficaz. El Escribano era astuto en sus maneras de proceder y le agradaba tener en la mente tres o más movimientos de avance en la partida. Con su cuento del hijo perdido en circunstancias de relato marino, me sirvió en bandeja de plata una ventana tentadora para explicar la invitación de la patrona por razón de carencia afectiva y transferencia psicológica. Fue artero omitiendo el planteo aritmético de la tragedia familiar y mantuvo pocas incógnitas en suspenso, dejaba que dedujera yo mismo una explicación plausible y me sintiera satisfecho por el razonamiento concluyente. Luminoso en exceso para ser verdadero y esa tentación sublimada del suicidio ritual japonés –cuando se pierde el honor- me dejó inquieto.