Las horas en la bruma (Capítulo I)

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Llegó suspendido sobre los rieles paralelos cualquier domingo del último noviembre en el tren de las 23h.47 que viene de París. Ninguna persona lo esperaba a lo largo del andén a la intemperie, tampoco en el vestíbulo casi desierto; ni en la ciudad que estaba escrito donde por fin entraba. Fue de los últimos en bajar del vagón y trepar luego a la estación llevado por una escalera mecánica lenta y amarilla. A esa hora tardía los abrazos de recibimiento al viajero son cordiales sin más y manotear el equipaje a los recién llegados un acto reflejo de las manos que esperan.

Acompasando su ingreso silencioso, el protagonista del relato observó la prisa de otros pasajeros por alcanzar los automóviles estacionados en las inmediaciones. La premura de una mujer atractiva para conseguir línea en cabinas telefónicas de la sala de espera y comunicar a alguien querido un arribo sin inconvenientes. En contrapeso al desprendimiento progresivo de los anónimos compañeros del viaje de dos horas y media, él supuso estar en un momento crucial de su vida; dejándose convencer de ello por sutiles conjuros combinados en una ciudad portuaria a la que se llega por primera vez. 

Como esas convicciones nunca se sostienen por claras razones de aprehensión inmediata, evitó disfrutar en exceso la idea de asombros latentes, optando por guarecerse en una prudencia conforme a su condición de extranjero. Admitiendo de buen grado la ventaja de llegar en horas de la noche, que suma otra textura a la superstición de destino y tolera divagar sobre lo imprevisto que puede suceder mañana. Sencillas expectativas como algún sabor salado que se incorpora, cierta música y el perfume de una mujer determinada, capaces de hacer inolvidable esa ciudad de paso, encallar en la memoria el nombre de una calle portando un paisaje anodino al límite de la percepción.

El viaje -este preciso viaje que comenzamos a evocar- se decidió en sus aspectos prácticos en apenas cuatro días. Deseo abrupto en su compleja formulación, fue camuflado por motivos referidos a inesperadas, favorables circunstancias laborales (“es una buena oportunidad, única y seguro que irrepetible en la vida… una propuesta que sería insensato desaprovechar”), que acomodaba la curiosidad de estar solo una temporada, poner distancia con lo cotidiano y sacudirse el ardor de relatos dispersos que lo acompañaban desde la niñez. La familia quedó esperando en la otra ciudad; los extrañaría, pero igual decidió prescindir por una vez de los cariños cercanas y dedicarle el tiempo necesario al cabotaje marino de los buques fantasmas.

Cuando el pasajero salió de la estación reconoció el olor del viento trasladando amenazas de temporal portuario. Adivinó al otro extremo del mismo aire cormoranes y gaviotas insomnes suspendidas, aliabiertas e inmóviles sobre la rompiente de olas incansables contra espigones de piedra: ennegrecidas por fugas de petróleo crudo y cascos herrumbrados asomando en la superficie, rodeados del ronroneo carrasposo de remolcadores desperezándose en la madrugada.

Se sucedía la noche del desembarco, el viento disipó en pocos segundos el grupo compacto de viajeros dispersándose presurosos a refugios asignados, como si hubieran escuchado ululantes sirenas avisando de carlingas lanzadas en picada y mortífero vuelo rasante. 

En las esquinas más alejadas del paisaje desaparecían los últimos cuerpos de peatones con paquetes y bolsos. Los semáforos próximos a la estación –en la confluencia de las calles de acceso y rutas de salida a todas direcciones- eran excesivas ante tanto silencio acumulado. Así decidido por invitación de ciertas luces, el protagonista caminó sin apuro por la casi segura calle principal. Una primera entrevista convenida tendría lugar dentro de tres días. 

Consideró un gesto amable que los luminosos de los comercios céntricos aguarden a los viajeros del último tren de la semana proveniente de París que frena en la ciudad. La ruta paralela de luces encendidas era pasiva de señales, propuesta para evitar el extravío a viajeros primerizos llegados a puerto por una de las estaciones de ferrocarril. “Noche de domingo” pensó el ingeniero Soubervielle y se dejó llevar por la intuición, postergando la iniciativa de decidir para cuando estuviera de frente a lo imprevisto, aunque más no sea la sombra de un gato velocísimo.

En los primeros viajes con Margarita él llevaba una ordenada agenda, hasta considerar que importaba poco saber que el 19 de setiembre de 1979 habían tomado chocolate en el café Mozart de Salzburgo y llegaron a la terminal de Florencia un sábado nublado hacia el atardecer. Las fechas fundadoras sin necesidad de anotarlas en dietario alguno, vuelven con perseverancia de mareas atlánticas y de la luna nueva como lo comprendió esos días que aguardan.

Pensar “noche de domingo” era suficiente. Después de muchos viajes hay uno cuyo destino se postergó por años; el ingeniero sabía que cargaba otra valija adicional sin consignar como exceso de equipaje en las aduanas cruzadas. Pretendía restarles importancia a esos detalles siendo imposible; se sentía recayendo en la costumbre atávica de conocer las calles, árboles, puertas y la costa atlántica donde nació su padre. Después de algunos años y sopesando su escepticismo hacia afectos sobrevalorados, se convenció de que nada había para recuperar, acaso la curiosidad por determinar ciertos puntos de fuga de la vida paterna. 

Aunque lo negó repetidas veces en conversaciones sin trascendencia, su viaje buscaba epilogar relatos entreoídos desde la infancia, sacudiendo narraciones suspendidas del tiempo y acelerar finales anestesiados. Hasta el día que murió su padre, el ingeniero nunca sintió la urgencia ni la curiosidad por planear un viaje a la ciudad. Algo entre ellos ocurrió en las horas últimas de la vida cruzando el puente de la agonía y agolpándose en momentos previos a la muerte. Baúles desenganchados en bodegas de barcos debajo de la línea de flotación: canciones ásperas de alta mar recordadas en un delirio terminal. Un sacudirse sondas y vendajes como si el moribundo aventara cargas molestas a la navegación. Cuando una escuadrilla imaginaria deja caer espoletas fulminantes incinerando amigos, amores, la cocina de la casa y las horas reservadas para alcanzar el futuro. 

“Es cierto que allá formó familia y jamás pretendió reconstruir su vida pasada; estando tan lejos, habrá pensado que ciertos escombros es preferible dejarlos sin remover y una vida –la suya- era insuficiente para rearmar lo destruido. Estoy seguro que él nos quiso con cariño tocado de ruptura; sin la consistencia que otorga la filiación de tres generaciones predominaron el instinto, los recuerdos y la necesidad de continuar viviendo. 

Siempre extrañó la ternura que brinda la vida sedentaria, nos amó lo mejor que pudo considerando su condición de viajero obligado. Otra existencia anterior daba la impresión de haberse ahogado en una travesía. Con el tiempo yo mismo supe lo complicado que es la vida fracturada y se asemeja a la contemplación de un paisaje con puentes bombardeados. Cuando algo se pierde con violencia sobreviene un silencio inabordable; pasa con ciertas mujeres que amamos y ciudades predestinadas que nos aguardan pacientes hace mucho tiempo. Nacer en puerto de padres emigrantes ayuda a templar esa ironía de la no pertenencia a sitio alguno, acomoda el sencillo desamarre de afectos que suponíamos eternos.”

Un hombre sabe si su vida está ensamblada de urgencia, aunque lo disimule se evidencia en su forma de recorrer determinados trayectos. Cuando Jean-Marc murió, su hijo Armand se liberó de unas pocas dependencias referidas al carácter paterno, quedando anudado a pesadillas de insomnios vedadas hasta entonces. 

En una de ellas, creíble para explicar su presencia en la ciudad y sin tenerlo claro, busca unir el tramado de palabras oídas en la infancia, tocadas de inocencia cada vez que Jean-Marc rearmaba días pasados. Busca en el presente avistar barcos sin bandera ni mirada de experto ingeniero naval, sino como polizonte adolescente sediento de aventuras pronto a zarpar de inmediato; al descuido se diría. 

Los días previos al viaje revisó las cartas de marear y rutas clásicas del Atlántico en Enciclopedias del Mar envejecidas. Hojeó el álbum familiar heredado y quitó una de las fotos en la que estaba su padre. Limpió su colección de pipas en desuso como hacen los capitanes mercantes jubilados, por si acaso al regreso del periplo reincidía en ese placer de cuando estudiaba. En la foto retirada –tenía la intención de llevarla consigo hasta el destino final- Soubervielle padre está en pose con otros tres camaradas. Uno tiene una gran gorra ladeada, chaleco y un saco que parece de pana doblado en el brazo; los dos restantes están en camisa con mangas arremangadas. Entre los cuatro su padre es el de aspecto más juvenil, el que encendió el cigarrillo en el trámite de la toma para parecer mayor en el recuerdo.

En la caja de cartón destinada a preservar otros recuerdos menores, había postales que nunca llegaron a enviarse a destinatario alguno, sin leyendas manuscritas en el dorso ni matasellos fechados. Mostrando faros atribuidos a la ciudad, fachadas de hoteles desaparecidos con la hilera en pose del personal, calles adoquinadas atravesadas por carruajes de tracción diversas. Cómicas y aglutinadas comitivas oficiales inmortalizadas para nadie, habitando ceremonias solemnes al borde flamante de cascos imponentes. De todas esas historias sin relato que las rescaten y tocadas por ese tono sepia del tiempo obrando, durante años únicamente lo separo el mar océano sobre el cual navegó hace pocos días. La muerte del padre lo arrastraba en el presente a muelles obviados en viajes anteriores, sólo el mar se interponía y cuando es sublimado una especie de mar: no selvas enmarañadas, cordilleras intransitables ni desiertos calcinantes. Recién ahora el ingeniero parecía estar capacitado para seguir su camino ya dictado sin extraviarse. Encontrar el rastro neto de las aguas de puerto hospitalario, identificar la agresión de quillas hendidas, la letanía de cadenas perpendiculares dejándose arrastrar hasta el fondo barroso por el peso ingrávido de áncoras biológicas. 

Con esa muerte se produjo en el circuito del ingeniero el tránsito de la indiferencia a lo inevitable. “Descubrí que, ya era tiempo de ir” se contó una tarde de asueto, sin dejarse la oportunidad de una réplica convincente y admitiendo lo preciso del enunciado. Margarita toleró sin oponerse las razones esgrimidas de deberes profesionales, eludiendo el argumento que ella suponía definitivo en tan intempestiva decisión. Inclusive lo obligó a disponer de una parte considerable de los ahorros en la aventura –ellos planeaban cambiar de departamento- para que las escuchas que comprometían la estabilidad emocional de su marido se terminaran de una buena vez.

Ella sabía que la muerte del suegro lo había afectado al punto de obligarlo a ir hasta aquella ciudad, sin recordarle que muchas veces en otros viajes ella insistió en visitarla, a lo que Armand se negaba siempre. Lo ayudo en todas las gestiones fastidiosas ante el Consulado francés para obtener los papeles necesarios, que le posibilitarían visitar los astilleros como técnico invitado y consultor extranjero. Tramitó visados y pasajes con Air France, organizó una cena de despedida familiar y estuvo con él en el aeropuerto de Carrasco el día de la partida del vuelo. 

Un viejo amigo de Armand, oncólogo y exilado político que trabajaba en el Hospital de Colombes fue el encargado de recibirlo en la termina del Charles de Gaulle, así como de las pequeñas gestiones para asegurarle la continuidad positiva de la travesía. 

Tampoco en la inminencia de este viaje Armand tomó alguna iniciativa por conocer al menos noticias generales sobre la ciudad, conformándose con la versión inclinada heredera del padre. Negándose a la utilidad práctica de las informaciones turísticas, era lógico que no tuviera ni la menor idea de donde pasaría la primera noche en el lugar. Un desajuste en su organización social planificada y premonitorio acicate de improvisación. Algo le agradó en la situación de llegar sin haber combinado reservaciones y aunque estaba cansado, lo mismo decidió deambular por los alrededores. 

Armand carecía del llamado sentido de la orientación, sin embargo, esa noche se permitió eximir sin preaviso su tendencia defensiva a las seguridades: sentía que en las próximas horas podía adueñarse por legítimo derecho de herencia de algún rincón evanescente de la ciudad. Igual que lo hacía siempre prefirió inclinarse a las arterias laterales de la trama y se apartó de la avenida principal, volcándose hacia la izquierda sin saber que en esa dirección estaba la zona portuaria. Cada calle intentada le proponía la hospitalidad próxima de un hotel familiar y él optó por desoír las primeras insinuaciones de la fatiga mental.

Prosiguió la marcha hasta que vio y sintió en el cuerpo –a unos doscientos metros de donde estaba cuando se estableció el contacto- un probable límite (indeterminado como deslindes del agua de los ríos), línea imaginaria y franja narrativa donde se disgregan los poderes urbanos y comienzan los imperios portuarios. Zonas evanescentes de panorama nocturno devastado, encadenado a luces anaranjadas de advertencia. Calles transitadas por semirremolques de matrículas forasteras cruzando fronteras cuando amanece. Sombras indestructibles de construcciones perceptibles apenas entre la transparencia dificultosa de la bruma costera. Armand reaccionó pensando en un muchacho náufrago aterrorizado ante el peligro de un renovado embiste contra los arrecifes. En noche nublada y con la brújula razonable desnortada, prefirió recalar de este lado verbalizado del delirio, al menos hasta el alba coincidiendo con el retorno de las redes de pesca.

Le gustaban desde niño los hoteles grandes y pintados de blanco, con escalones de granito rosado pálido y pulido. Esos hoteles pensados para eternizarse al borde de una playa oceánica cubierta de bañistas; edificios desgastados por la arena minutada de veranos reincidentes, protegidos por la somnolencia de pasarelas verdes, blancos y celestes. Junto a reposeras tensas hundidas en la grava empapada de la orilla, donde los más pequeños se entretienen construyendo castillos perecederos con juguetes de molde.

Desde una esquina leyó Au bon Accueil. “El nombre sugiera algo de modesta hospitalidad” pensó el ingeniero uruguayo. Pasó despacio delante de ventanales desde donde se distinguía el comedor y observó entre penumbras que el tapizado de los sillones comenzaba a desgastarse. “Seguro –pensó- será un hospedaje de costo excesivo, bien sabemos que la decadencia sincera tiene costo y es normal pagarlo en su justo precio.”

Armand pudo seguir buscando otro lugar para pasar la primera noche, pero algo sin explicar de la fachada atrajo su atención y la situación cordial del cruce de calles cortas evocaron el hotel de las vacaciones inolvidables en una vida pasada. La explicación para decidirse era endeble y sin mucho peso, apenas el suficiente para quedarse allí hasta mañana al menos. 

Todavía desde el exterior miró las ventanas entornadas y el área del estacionamiento cercada por una pared podada de transparentes, era sencillo allí imaginar el tránsito calmo de viajantes de comercio extenuados, parejas adúlteras llegadas de los alrededores, el arribo sin reservación de huéspedes extraños –como el caso del ingeniero naval extranjero- que ignoran la razón por la cual están en la ciudad. Lo recibieron con la amabilidad distante del oficio de tratar a personas de paso. 

El recepcionista consideró de buen gusto obviar el detalle menor de cotejar tarifas y comodidades; aceptó sonriendo el pasaporte azul que le entregó el inesperado huésped de la medianoche y sin duda muy viajado. En tanto Armand llenaba los formularios de rigor el recepcionista revisó el documento por costumbre, para sonsacar una fugaz información de profesión, nacionalidad y sellos estampando entradas y salidas.

-Usted viene de muy lejos, le comentó el momento de entregarle el pasaporte y la llave de la habitación número cuatro.

-No tanto, contestó Armand en francés impecable y con acento extranjero. Apenas unas pocas horas.

-¿Se quedará cuántos días con nosotros?

En una de las reparticiones de maletín Samsonite para viajar con lo necesario en esos pocos días, estaría buen ordenado el calendario del viaje con fechas, itinerarios, horarios y combinación del regreso; los viajes tienen ahora mejor asegurada la fecha del retorno que la de partida. Recostado en esa tranquilidad de billete cerrado que ofrecen las agencias de viaje, la inquietud del regreso estaba todavía en modo confuso, tampoco deseó hacer de una pregunta de cortesía el inicio de una incomodidad.

-Depende… esas cosas dependen… usted sabe…

-Perfectamente señor, contestó el recepcionista, habituado a los pasos del pasaje sobre el borde de la discreción. 

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