(de la novela «O pasado sin falta»)
Desde el primer cambio entrado sobre la moto del relato, supe que antes de intentar entender lo que estaba ocurriendo debía aceptar, con mi anuencia y consentimiento que me había mudado al condominio de los posibles. Cuanto me rodeaba en el séptimo piso de telas de cortinados y tapicería, muebles de estilo y escandinavos, vajilla mexicana y perspectivas de arquitectura de interiores estaba afectado de pertenencia enigmática. Debía reconocerle una virtud terapéutica al conjunto y cada día un aporte nuevo e inesperado lograba distanciarme de la escena gore de masacre al secador de cabellos. Considerando lo vivido con prólogo de gin tonic de Cadaqués entreabriendo las persianas al reino de la felicidad, se me apareciera como el argumento fracturado de una novela traducida, cuyo título de pocas palabras se me confunde con otros y de un autor que podría ser polaco –uruguayo si buscamos exotismo del bueno- casi seguro que siendo un seudónimo. El cambio podía explicarse, porque al mudarme comencé a meterme en tratos con los muertos en anestesia preparatoria del Juicio Final. Por contadas horas del día las nociones inestables de sueño y realidad se trastocaron lanzadas en un flipper de tres bolas plateadas, durante escasos minutos de la noche las sensualidades de realidad y pesadilla se apareaban en un coito contra natura. Luego de cortar con el Escribano, salí al balcón terraza para cambiar las ideas que se resistían a ser cambiadas. El día finalizaba su círculo sabido a cadencia cósmica en versión resplandeciente de panorama despejado. La luz con luna enorme pintaba a brocha gorda y siete trazos del horizonte sin línea, mostraba una ciudad que desde alturas engañosas de la terraza prestada era bellísima y sólo podía verse así en el punto de fuga donde estaba instalado. En cierto momento de meditación, incluso en esa tregua de plenitud apuntó en el espíritu una nota de angustia pronunciada; fui a la entrevista con la señora Lorente tras información que me beneficiara y salí de allí con una carga extraña de dudas y falsedades. Cada convicción sobre mi situación se volvía ramillete fané de hipótesis indemostrables, sin pétalos ni espinas y si continuaba derivando en esa montaña rusa de bucles retorcidos, estaría perdido.
Respiré hondo en la terraza recordando la postura décimo séptima del yoga, reordené la densidad de lo real –la vida en lo que tiene de tangible y oloroso, ruido y humores, aunque se lo exprese con palabras- en las semanas precedentes al secador de cabello considerado como arma fatal.
Era una fenomenología del cotidiano con placares sucios de fritura acumulada, ascensor de reja noucentista y la ocurrencia de descomponerse los fines de semana quedando trancado entre dos pisos. Una superficie higiénica del cuerpo de tres metros por dos, donde debía ducharme cerrando los ojos por la irritación del champú al mayoreo, secarme la espalda con una toalla de manos, cagar y mear a lo mono encerrado, afeitarme con maquinitas desechables y hacer el nudo de la corbata –después de pasar el borde de la mano por el espejo empañado- antes de peinarme con un toque de gel fijador. Recordé en el impulso memorioso los cuadrados irregulares de azulejos rajados, la mesa plegable del magro desayuno que bautizamos con mi adorada de “continental” y un rincón de limpieza sin posibilidad de seleccionar las basuras, haciendo un gesto por el Planeta Tierra. Solía comer caliente según el capricho del microondas defectuoso y la docilidad de platos congelados, antes de ponerme de lado para abrir la nevera, sacar la mostaza con granos según la tradición de Dijon y preparar el café de filtro en un calabozo de reducidas dimensiones.
Podía haber continuado la descripción del escudo de la miseria forjado por los demonios, con lo exiguo del metraje y dormitorio único, sin espacio entre los muros empapelados y el borde bajo de la cama. Las dependencias liliputenses de baño y cocina bastaron para el elogio por la negativa de lo real, eso que dejé a la harpía de Montevideo con el secador de cabello en la mano y cargado de malicia, emulando una Mágnum 44 fuera del catálogo otoño invierno Ikea. Mientras rememoraba mi tiempo de concubino infeliz en la opulencia, los pájaros migratorios pasaban junto a la torre del edificio de Correos en ángulo picado y sonó la campana mayor del colegio de monjas.
Me acomodé en la baranda abisal del limbo prestado, en ese instante de gracia en equilibrio se encendieron farolas centenarias del parque enjardinado donde juegan los niños pequeños del barrio. En eso escuché a la distancia el motor inconfundible de una moto Yamaha 500 –de esas cosas de motores con dos ruedas sé casi tanto como Valentino Rossi- y me dije que era una buena noche para cenar japonés. Era un antojo acomodándose a mí nuevo estado de ánimo y presentí que algo mutante estaba ocurriendo conmigo, fue la sensación palpable de que había años encastrados resumidos en una vida. Desde la infancia de niño adoptado por otra clase social y vivía en ese departamento enorme, demasiado opulento para mis necesidades; también niño huérfano o abandonado y no lograba imaginar, aunque me esforzada en hacerlo, la familia acorde a esa situación. Sería incapaz de reconocer los rostros de mis padres conmigo en un álbum de fotos polaroid que me fuera presentado.
La excusa de la novedad resultaba insuficiente, cuando lo pienso casi a vuelo de pájaro, diría –sin temor a parecer cursi abrumado por confesiones en Twitter- que los últimos siete días se concentraron en los ambientes de ese piso, ahora que me siento marchando por pretiles virtuales con el equilibrio prodigioso que tienen los sonámbulos. Los esfuerzos de la imaginación al garete, la cortesía preventiva y el cuerpo desnudo se orientaban a la tarea de alargar los días y mis noches de ocupa de clase privilegiada. Mi vida social se redujo a ser chaperón de compañía –perrito faldero, habría susurrando alguien de mala fe- de la dueña del tesoro. El mayor misterio al que la existencia me confrontaba era saber quién vivía detrás de la tercera puerta, sumado a imperativos menos ligeros de la agenda: ir al trabajo, intentar ser perspicaz en las charlas descosidas con el Escribano, parecer intruso simpático ante los guardianes y cambiar impresiones con la camarera que me confundió con el señor Ricardo. Vaya proyecto estimulante para las próximas semanas; si contara esto a cualquier otro aquí y a esta hora del día, me tomaría por un amnésico incurable para la causa de la coherencia. Uno más desentendido del esfuerzo elemental en el mundo inquietante del paro masivo, el típico desamorado que –y si hasta aquí llegamos- ni una línea sensible trazó sobre sus orígenes familiares verdaderos, alguien que decidió darle vuelta la cara al otro pasado. Excepto a ese episodio entre gin tonic y secador manual, que de tanto repetir en fragmentos precedentes se volverá impostura de justificación, hasta hacerla poco creíble. Personaje transparente e insustancial, entidad espectral negado para hilvanar tres anécdotas sobre su propia vida; otras más entretenidas que esa redundante entre gin tonic y secador de cabello que lo hace víctima consentida de la pasión traicionada.
Mi angustia hizo superficie imitando un sarcófago a la deriva, asumiendo que nada del álbum familiar anterior a la mudanza tenía interés o azufre luciferino suficiente para pretender ser relato tentador. La entrada al departamento prestado hace días era pues mi mantra intransferible, el “había una vez y no hace tanto tiempo” de cuentos ilustrados para niños autistas. La impresión mental mutante operó un encorsetamiento físico concentrado en mis domicilios anteriores; porque el estado ficticio alcanzado jamás correspondía con un deseo reprimido y otras pretensiones de muchacho pobre, que se trancaron en el camino. Ante cada ocasión que se presentaba y huyendo del sofoco, yo escapaba a la vereda sin tener un plan claro de los desplazamientos.
B** tener un plan claro de ñps dedese era garantstellana,ajaba al vecindario a comprar la barra de pan francés que luego dejaba sin rebanar, tenía a propósito la nevera casi vacía y ello me obligaba a salir a la calle por yogures naturales, jamón cocido embalado al vacío, medio kilo de café arábica molido, cerveza a la unidad de lata, vituallas básicas de atún y manteca, desodorante spray que hallaba en comercios asiáticos abiertos durante la noche. En esa vida de deambular entre esquinas cercanas, con tal de no regresar a casa presionando el play del cotidiano, me quedaba horas en bares con tele bebiendo un cubata tras otro. Mirando embobado en la pantalla sin decir palabra Liverpool contra la Juve, el Real Murcia Imperial contra Real Oviedo Vetusta, las eliminatorias regionales para Eurovisión con votación resentida de la audiencia, programas de preguntas y respuestas de la televisión portuguesa. Interesado por cuanta refriega popular inducida por la ONG de Soros tras la democracia for export se sacudía con muertos por la causa de la libertad; en las plazas de El Cairo mostradas en directo durante horas y a las puertas de Kiev, trasmitidas por la parcialidad emotiva de CNN en español con acento cubano de Florida.
Estaba muy a gusto en el piso y hacia lo posible para evitar salir más allá de lo que imponían mis obligaciones laborales. Temía que, mientras durara la expedición punitiva fuera de esas murallas y torreones inexpugnables, un encantador malabarista enviado por potencias enemigas viniendo a por mí, cambiara la cerradura de acceso y yo quedase fuera del castillo encantado por el resto de la vida. Sin impedir la intromisión brutal, expoliación de secretos y pillaje consecuente, obligándome a tomar la ruta del exilio, cruzar el puesto de frontera con retén anidado de ametralladoras en un sentido único hacia la patria peregrina. Incrustado en ese dilema, me sentía más inclinado a permanecer al abrigo del refugio atómico y con apetito de dieta japonesa.
Saliendo del atolladero mikado, busqué la aplicación adecuada en la oferta del teléfono celular del delivery y encargué el suculento menú degustación Okinawa para dos personas. Durante los cuarenta minutos de espera del motorista karateca, cuando pensé en esa paradoja de mis fugas pasadas –lo que fuera necesario para salir del hogar desagradable, que el destino me programó y por alguna falta de mis ancestros- decidí organizar salidas esporádicas al mundo desafiando al destino, al menos una segunda vez en la vida. Ello sería a partir de mañana o pasado sin falta, cuando me hubiera convencido de que mi cobardía era manifestación del miedo a la pobreza, asimilado durante la infancia como la aritmética elemental de una lengua extranjera. En ese estado espiritual estaba –escuchando versiones de Tete Montoliu tocando a ciegas los clásicos sublimes de Cole Porter- cuando llegó una enorme bandeja con arroz perfumado, atunes rojos tornasolados y salmones fileteados en cubitos, una ensalada fresca de soja con pesticidas, la bolita verde de wasabi contaminado picante, gajos carmesíes humectante de jengibre fresco, una sopilla caliente con algas y hongos de invernadero. Por fortuna para mi estómago delicado, la entrega del restaurante Okinawa omitía un chuchillo en cerámica para el honorable ritual harakiri.
Lo que aquí ocurriría justificaba un comentario ganado por la ambigüedad, que era la verdadera naturaleza del girar caprichoso del mundo. En mi anterior período de pareja –era extraño evocarlo en la nueva configuración de los astros, como si hubiera ocurrido hace siete años y yo fuera el eje trabado de una película sueca sin subtítulos del siglo pasado- me parece que sólo me limitaba a vivir. La existencia fluía pastosa en lógica binaria de causa consecuencia, siguiendo un modelo conocido del método mágico del acierto error; sin hacerme el coco con exceso, pasándome una película sinfín y mañana será otro día.
Nunca antes se me hubiera ocurrido preguntarme con interés sincero, quién vivía del otro lado de la tercera puerta y si la vecina del sexto – ¿había una vecina en el sexto? – tenía un animal de compañía, sobre la decoración kitsch del segundo B ni si los personajes evasivos del penthouse habían salido de viaje. El paso de la indiferencia al interés progresivo supongo que venía implícito en las condiciones del contrato, ignoré por descuido la letra pequeña que complica siempre el pacto social, donde se decía lo relativo a cambios previsibles en mi persona, como si volviera a la moda la coartada occidental de yo soy yo y mi circunstancia. Me equivoqué feo creyendo que lo nuevo lo merecía por cuestión de talentos ignorados, reivindicación digna por injusticias padecidas en mi ciclo de fatalidad tribal.
Debía regresar a los fundamentales de lo conversado al momento del pacto, estaba ahí becado para observar la irrupción de la anomalía tramposa que activara los sistemas de alertas del Escribano. Recoger información sin decidir su rango de pertinencia y traducirla en datos de confidencialidad verosímil a las personas adecuadas. Nadie me instruyó sobre modalidades del intercambio de datos, si debía ir a un parking subterráneo a partir de medianoche un martes de luna llena; dejar un mensaje de veinte segundos en un número pre pago que me habían pasado, enviar palomas mensajeras amaestradas con la clave atada a la patita o intentar la trasmisión de pensamiento a la distancia, siguiendo el sistema de los delfines entrenados por instructores de la marina rusa. Debía estar atento a las partes sueltas que se salen de lugar, imantándose por terceros polos y que resultaba estar incidiendo en el centro de la movilidad.
La cosmogonía del sistema se perfilaba a medida que se ajustaba el movimiento de mi integración a la tramoya; alguien que hubiera seguido de cerca mis notas previas, un lector atento a esta altura avanzada del relato, seguro que podría formular media docena de preguntas pertinentes sobre aquello que chirría en la intriga. Por mi parte debía dilucidar a qué motivo velado respondía la invitación para darme a conocer a la vecina protegida, una señora mayor a no subestimar, de cuya suerte dependía una colmena de zánganos impacientes bordoneando día y noche en el polen disperso. Cuando las dudas vagas se condensan en interrogantes y sin que haya nadie en un radio de escucha para compartir confidencias, ante el pasaje al acto de cenar japonés en solitario, después de haberlo encargado por teléfono a una aplicación gastronómica sub tratante por la comisión consecuente, de beber del cogollo tres botellines de cerveza Anahí, mientras la soledad decide vestirse de samurai yendo al combate, pagando con la vida el honor de derrota, lo aconsejable en tales casos de excepción, es volverse un autómata turco mágico abriendo la partida con peón de reina. La trama tejida sobre el piso prestado proponía un enigma proliferante; la única pista con antecedente era la versión del Escribano, defendiendo varias líneas de intereses en pugna. Necesitaba armar baterías antiaéreas previendo la llegada de escuadrillas kamikaze enemigas; de creerle a pie juntillas a ese farsante diplomado, merecía ser despreciado por tontuelo y dejar de ser el narrador ahora mismo, si una parte mía aceptaba que él mentía estaría obligado a contrarrestar la celada con otra estrategia eficaz. El Escribano era astuto en sus maneras de proceder y le agradaba tener en la mente tres o más movimientos de avance en la partida. Con su cuento del hijo perdido en circunstancias de relato marino, me sirvió en bandeja de plata una ventana tentadora para explicar la invitación de la patrona por razón de carencia afectiva y transferencia psicológica. Fue artero omitiendo el planteo aritmético de la tragedia familiar y mantuvo pocas incógnitas en suspenso, dejaba que dedujera yo mismo una explicación plausible y me sintiera satisfecho por el razonamiento concluyente. Luminoso en exceso para ser verdadero y esa tentación sublimada del suicidio ritual japonés –cuando se pierde el honor- me dejó inquieto.