Estimado Sr. Ángel R. Moner:
Así que tenía que ser usted quien al final me diera caza como si yo fuera un criminal de guerra, el responsable de un campo de concentración nazi escondido del mundo sediento de justicia. Al leer sus crónicas periódicas sobre asuntos literarios pude intuir una tendencia a retornar seguido sobre viejas historias sepultadas, usted tiene una curiosa obsesión -poco uruguaya- por la precisión en las informaciones, cierta inclinación por vericuetos molestos de la verdad, virtudes propias de los hombres jóvenes. Compruebo ahora para mi sorpresa, que su celo un tanto necrológico lo desplazó al mundo de los testigos sobrevivientes; claro que puedo considerarme un hombre vivo apenas unos pocos minutos al día, lo que es un milagro casi, síntoma anormal de la medicina e inesperada suerte para usted. El resto del día (descontando los minutos de tregua referidos) soy un vegetal, otro organismo sin cuerpo, entidad desagradable en descomposición que, en paradojal corolario de otro extraño mecanismo biológico se resiste a morir del todo. Esa es la principal razón por la cual le rechazo la entrevista solicitada hace algunos días, por más que insista y lo hago con convicción que debería ser aceptada a cómo de lugar.
Así que fue usted quien finalmente resolvió el enigma… pensar que por sesenta años pude escapar a rastreadores de gran pericia, sabuesos calificados de los cuales durante años sentí cercana la respiración. Nunca se manifestaron de manera concreta, más de una vez cuando parecía inminente la iluminación, por desaliento o falta de perseverancia terminaban conformándose con la duda, proponían una salida falsificada que creían ingeniosa y seguían adelante con otros asuntos. Nadie se interesa demasiado por los comparsas de la literatura, actores secundarios del sainete, casi nadie exceptuándolo a usted. Debo admitir que irrumpió con mesurada ferocidad en mi vida retirada y desde la primera carta con desmesurada soberbia, su reconocido temor al ridículo me hizo suponer -con la razón que luego me dieron los hechos- que lo leyó todo sobre el episodio expedicionario que perturbaba su sueño. Agotando chismes de memoriosos, pasquines irrespetuosos, aprovechando a destajo su reciente círculo de conocidos, accediendo a fuentes porteñas con la insolencia y desparpajo sólo esperable de algunos orientales; actitud esta última no justificada por la historia presente, sino por la vago reminiscencia de escaramuzas y montoneras libertarias. El suyo Moner es un país que ha vivido abusando de réditos sobre cuadros de Blanes y novelas de Acevedo Díaz, de aquellos treinta y tres bravos desembarcados tan citados en los colegios. Pensaban sembrar otro país que el que tienen ahora, pero esas consideraciones municipales podemos dejarlas para otra carta que dudo me decida a escribir y volvamos pues a su iniciativa.
Asumiendo esa insolencia que suministra el poder de información ni siquiera insinuaba, tampoco preguntaba buscando algún atajo, usted aseguraba que estuve allí y pedía -exigía más bien- un testimonio de confirmación, claro está que para mayor gloria anónima de la desinteresada exégesis literaria… Sin conocerlo ni intentar relacionarme terminé por tomarle fobia, usted había detectado un agujero negro denso en las informaciones dispersas. Por una serie de deducciones que honran su olfato y cuestionan su ética, finalizó por asociarme con aquella situación de duelo encubriendo otra circunstancia secreta, la que debería quedar en la intimidad del silencio y para la cual el aura de la palabra traición es buen antídoto. Decidí no responderle; como le decía párrafos atrás, los desarreglos de mi cuerpo que me van convirtiendo en un ser monstruoso, inconcebible en mis peores pesadillas, impiden cualquier contacto con el mundo al que terminé odiando. Sólo soporto alguna música mientras aguardo los minutos de pensar en cosas y que pueden llegar en cualquier momento de la noche. Los primeros días pude desentenderme de sus fórmulas finales de cortesía, la carta terminó siendo un motivo constante de ofuscación, objeto que en su aparente levedad vegetal contenía el desprecio de la realidad exterior.
La leí durante una semana hasta que logré memorizarla, hacerla parte mía para confiscarle su condición de objeto hostil. Luego me di al ejercicio de repetirla en voz alta y como usted era para mí una acechanza sin aspecto humana, le atribuí las voces que se me antojó. Sus palabras salían de la garganta de Roberto, de Humberto, de Federico e incluso de la voz notarial de Macedonio. Le aseguro que fue un privilegio someter su atrevimiento a semejante coro, de esa manera hice conocer sus exigencias a mis amigos, fantasmas sorprendidos a su vez pues ninguno tenía conocimiento de mi aventura. Las sombra de los muertos, únicos personajes con quienes dialogo, entonces se marchaban como tantas noches sin hacer comentario alguno. Una vez que les narraba la historia optaban por la discreción, todos menos Roberto, imagínese. Recuerdo que lo crucé en uno de los períodos de patotero caprichoso, que para él consistían en hacerse el malevo metafísico, apurar pingos gramaticales hasta alcanzar el galope. Roberto dijo, «nos cagaste a todos con esa foto, tus razones tendrás para haberte borrado y quedarte piola. Como joda era poca cosa y me importa un carajo. El tipo que te dio el manyamiento te conoce bien. Ojito botija, eso que adelanta de los datos es puro grupo. Aquí hay gato encerrado, alguien muy de adentro te batió y vas a entrar en la ratonera como un pipiolo». Después de escucharlo releí la carta y Roberto tenía razón, las deducciones suyas si bien acercaban la información, eran insuficientes para que llegara hasta mi refugio llevado de la mano, guiado por un informante. Ello era evidente, me costó un mes largo pensar y repensar la búsqueda de la falla, el conducto por el cual circuló la verdad protegida.
A pesar de sentirme acorralado tenía algunas ideas. Ha pasado demasiado tiempo, mi cuerpo se aleja cada día más de la condición humana y la memoria se apaga debilitándose. Decidí hablar con el único médico que resiste conversar conmigo en una habitación oscura, el tiempo que me queda es breve y sería una ironía decir que es de vida, más bien la persistencia de funciones que siguen adelante porque están confundidas. Fue entonces que decidí honrarlo con la confesión que tanto esperaba, al precio de obtener antes la suya, la solución al enigma de haberme encontrado. De ahí la razón de mi carta anterior donde proponía un contrato, pacto impregnado de cierta malignidad. Confirmaba haber estado en el barco cuando aquel viaje para incentivarle el interés, que lo supongo de una inusitada codicia, prometí adelantarle detalles, en verdad conjeturas más que comprobación de hechos, a cambio de la sola información que me intriga en el tramo final de mi disolución: saber cómo logró ubicarme en los andurriales de Colonia del Sacramento donde persisto hace casi un siglo. Usted lo entendió, era eso o nada.
El viejo no estaba solo y le adjunto una fotografía inédita (debilidad y testimonio único de mi pasaje por esta broma que es el universo consciente) que lo llevará a la gloria de los hermeneutas del pago, aunque lo adivino más proclive a las certezas secretas que a glorias pomposas de otros eruditos compatriotas suyos. La literatura es la única actividad humana que tiene dos historias legítimas y la mayoría de los lectores se dan por satisfechos con la versión visible, si usted me permite la imagen. Del grupo que aparece en la fotografía, el desconocido que nada le dice a su fichero mnemotécnico, del que siempre se escribe en revistas y reportajes «hombre con sombrero, segundo a la izquierda, sin identificar» soy yo. Puede suponer quién tomó la instantánea, alguien diferente al del mentado desembarco. Desde aquí logré adivinar sus luchas de conciencia al verse confrontado a resquemores de investigador honesto, justificarse por verse obligado a una pequeña traición y se habrá convencido que el objetivo superior de la tarea lo merecía. Yo sabría al instante si la información que usted ponía sobre la mesa era verdadera; de pasar por mí una mínima sombra de sospecha, el perfume tóxico de pretender mentirme en un solo detalle aunque fuera, lo castigaría con la muerte prematura, la pena para el resto de su vida de nunca corroborar su suposición.
Llegó veinte años tarde a esta historia, la manera, el estilo con que respondió a mi carta de desafío me dieron deseos de conocerlo aunque fuera de lejos o conocerlo al fin. Recuerde que pese a nuestra diferencia de edad y conocimiento de la condición humana. estamos a pocos kilómetros de distancia uno del otro, después de todo Colonia y Melo parecen ciudades de países distintos, como Salto y Rocha, Trinidad y Tacuarembó. Es extraño este país suyo, es un enigma geográfico sin pistas de resolución, como si el destino del territorio estuviera revestido en el tajo Heráclito del río Negro atravesándolo de parte a parte, muesca sin cicatriz del sable de la historia, condenándolo a nunca más juntar las partes. Ningún otro país tiene en la tierra tamaña marca de la duplicidad. ¿Qué dos partes separa ese río horizontal amigo Moner? Dos elementos espejados que nunca harán un todo. Al comienzo lo de Melo, lo de usted escribiéndome cartas desde Melo era una situación inconcebible y perdone, hasta una broma viniendo desde allá. Mucha montonera recordada en mateadas me imagino, caudillaje blanco con pañuelo, nacionalismo de vitrina cambalachera, descendientes de prohombres que dan bochorno, mucho chanchullo en negociado ilegal, demasiado milico codicioso para que esa ciudad pudiera custodiar durante decenios un enigma que me implicara. La información venía desde otras regiones, sabiéndolo viviendo en Melo descartaba su espíritu emprendedor y viajero, con algo de esfuerzo poético me lo podía imaginar bebiendo cerveza en la Plaza Real de Madrid una noche tranquila. Nunca lo creí dispuesto a internarse en el Brasil enmarañado, pero al final y ganó con ello varios puntos de estima, resultó una suerte de Gumersindo Saravia de la crítica literaria. Es apenas una imagen tosca, olvide las ilusiones… dejamos de ser la Cisplatina y en las contraofensivas por más que lleguemos a las puertas de San Pablo, estamos condenados a recular. El éxodo es lo que nos define, forzados a emprender dolorosas retiradas y estoy hablando como uno de ustedes.
La escritura de sus compatriotas fue una literatura de fuga. su mentalidad imaginativa es adecuada para la defensiva, la estrategia de ataque la llevan mal y ahí está la realidad para probarlo en caso de intentar desmentirme. Eso fue el detalle revelador; una joven mujer enamorada que nunca entendió mi situación sentimental y corporal en el mundo. A ello se agregan dos o tres cartas que nunca debí escribir, buscando justificar con mentiras mi lento desinterés por su hermosura mestiza y ella que las guarda en algún cajón sin ninguna razón, negando abandono y separación. Cartas que sin quererlo pasan de generación en generación, como reliquias de santo venerando el amor malogrado de la abuela… si hasta parece una mala saga, lo mismo que decir una buena novela en nuestros días. Dudo en calificar el episodio central de su iluminación entre ridículo y patético, termino por inclinarme ante las causas nimias que pueden incidir en las decisiones de la gente, esas pocas palabras cambiando el ritmo de una vida, son poemas terribles dichos sin ninguna intención precisa. Allí asoma el interés de la muchachita brasilera por estudiar aspectos de la literatura uruguaya, lo que dice mucho de sus modestísimas ambiciones e ignorancia de estar participando en el azar.
Usted que llega a esa inconcebible universidad funcionando en los límites de la selva, ella que se acerca luego del primer curso y usted que escucha con desidia las primeras palabras de la tímida muchachita, hasta que ella habla de cartas viejas que tiene en su poder, recuerdos de familia… Y ahí la epifanía, ese es el momento, apenas ella pronunció la palabra cartas, antes que terminara la frase que incluía la palabra cartas, usted decidió que haría lo que fuera para encontrarse con esos papeles. Es lo que imagino leyendo su epístola con aires de informe, las imágenes que se resuelven por debajo de las palabras suyas. La técnica utilizada para el logro de sus propósitos la omite y es mejor así, nunca hay que perder el tiempo en el agobiante asunto de medios y objetivos, las miserias de los avances de la crítica literaria deben quedar en los umbrales de la decencia. Me lo imagino como un père Goriot de treinta años, lo intuyo cuando a los pocos días del primer encuentro con la muchacha quedó por fin a solas con esos inesperados documentos, botín precioso de su gira al corazón de América. Descarto la avaricia de su comportamiento, puedo conjeturar la maquinaria cerebral marchando a gran velocidad, buscando confirmaciones, husmeando ignorancias, descartando lo sabido, desconfiando lo oculto, rabiando ante lo visto, disfrutando por el encuentro casual del secreto. Lo mismo me ocurre a mí en esta hora que la lenta muerte me concede cada día, hacerme saber que la fetidez que me define tuvo un pasado y tal vez me hubiera comportado igual ante esa revelación mostrando el atajo al misterio.
Las fechas coincidían a la perfección sobre el tablero, la zona geográfica especulada se ajustaba a presunciones del territorio donde se desarrolló la historia y el nombre implicado era desconocido. Fue por ello y descarto la prudencia que usted demoró unas semanas en escribirme. Con una simple llamada telefónica podía haberlo resuelto, como si fuera una consulta al farmacéutico; me convertí en presa codiciada, cachalote blanco que una vez embarcado usted no deseaba compartir con nadie. De ahí el precipitado viaje que emprendió a Buenos Aires antes de escribirme la primera vez, supongo que habrá sido una enorme fatiga consultar -nuevamente- la totalidad del material dando cuenta del episodio decisivo, con el propósito de hallar un solo nombre o iniciales que lo pusieran sobre la buena pista.
Como se lo escribí, por aquel entonces yo no era nadie ni creo que hubiera podido ser algo de haber insistido en la escritura. El urgente acicate propia de la juventud me llevó a publicar el único poema que usted exhumó, una suerte de falso soneto vanguardista que bien estaba momificado en la antología del olvido. Tentación a la que se sumó el atrevimiento que habita a los mediocres y me llevaron a propiciar un acercamiento discreto a nuestros conocidos. Después de haber cruzado el río, luego de encontrar el enigma me obstiné en el anonimato. La sucesión de tragedias personales y desgracias colectivas de nuestros pueblos, la desmesura de contadas producciones literarias y un silencio persistente urdieron una muerte prematura. Haciendo dudar a los pocos personajes que frecuenté en mi brevísimo pasaje por las letras, si yo había existido de este lado de la ficción o era personaje inventado, simple referencia en un cuento. Instalado para siempre en ese limbo nadie se preocupó por comprobar el espesor de mi existencia, en algún pueblo perdido de la provincia de Entre Ríos, cuyo nombre es oportuno olvidar, debe estar el original de mi partida de nacimiento. Ni lo intente eso de marchar al norte para buscarla, le llevaría la vida que le falta encontrar el documento que me recuerda bajo otro apellido; en cuanto al certificado que prueba la realidad de mi muerte tan cercana es algo que tampoco le incumbe. El resto, digamos la curiosa secuencia de unos pocos días decisivos del pasado se la voy a detallar pues seguro quedará como algo velado entre nosotros. Estoy convencido de que cuanto más sepa del episodio, menos se atreverá a hacer públicos los detalles y para ello deberían cambiar demasiadas cosas en el mundo.
Créame, resulta difícil tentar con la memoria un viaje al pasado teniendo luego que escribir sobre una travesía en la que, aun estando se supone mi ausencia. La verdad es que no debería haber estado embarcado, me colé siguiendo a un poeta y juzgando que en esa circunstancia de solemnidad, nadie me interpelaría exigiendo papeles de identidad ni billete de embarque. Lo hice eso de jugar al polizón, porque un presentimiento me hizo saber que se trataba de un evento capital el que estaba ocurriendo, con aureola aventurera y romántica crepuscular destinada a perderse para siempre en el tumulto de los aciagos tiempos que venían. La muerte de Quiroga, el suicidio impregnado de intensos olores de hospital logró igual que un disparo de escopeta a boca de jarro, sacudir las más variadas formas de conciencia; desde el dolor sincero ante el gesto brutal a la diatriba rencorosa, desde la lástima llana a la sorda alegría inconfesable. Esos tragos finales amargos del atormentado escritor, pudieron tender el puente uniendo unos últimos días de miseria y anonimato a la falta colectiva, la urgida actualización de recuerdos personales relacionados con Quiroga. Conciencia pública de la ausencia atroz que se manifestó de manera sorprendente e inesperada para el ambiente cosmopolita del carnaval porteño, como si sólo los complejos rituales de la muerte corrompida pudieran lograr la movilización de las masas y el destino de Buenos Aires fuera llevar en andas muertos ilustres hasta el panteón acartonado de la fama.
El hombre delgado que vivió cercado por todos los fuegos era aquel día un montoncito de ceniza, monte de hombre áspero hecho carbón, el cuerpo que amó a las muchachas tiernas estaba reducido a escoria enamorada, quien rechazó la idea de honores estaba allí, polvillo ceniciento, llevado por una comitiva heterogénea y carácter imposible de justificar, cuya única razón circunstancial de existir estaba en la literatura. Aquél que remontó afluentes contracorriente y alucinados a sus inquietos personajes, cruzaba por última vez el Río de la Plata, las aguas que recibían los residuos de la selva, la correntada que –vaya uno a saber las razones profundas- él amó hasta la extenuación. Regresar así a la patria y a la hipocresía que despiertan al morir los hombres molestos, tenía algo de reparadora venganza. Esas sutilezas a usted no deben importarle, lo que le interesa es que allí estaban los que dice y estaba yo. Cada uno de los presentes tenía motivos para justificar la presencia, desde la viva admiración hasta la lástima sin descartar cierta neblina de la vida vicaria. Quiroga vivió la vida de aventurero que sueña todo hombre que escribe, otros seguirían con soterrada envidia el enigma de su atractivo entre las mujeres, algunos acompañaban atraídos por el temeroso respeto a los abismos del suicidio, los menos viendo en él la reencarnación del abuelo Juan Facundo y Horacio sería la fuerza degolladora del escritor de la barbarie, cronista de tierras carnívoras que nos impidieron crecer en la planicie de la civilización. Los habría llamados por la renovada confirmación que los afanes humanos, el cúmulo de empresas cualquiera sea su originalidad, terminan de esa manera y sólo sobreviven los textos, la trama de historias como la que nos puso en contacto.
Debo reconocerlo, su celo e insistencia lograron que luego de setenta años el barco se desprenda de la dársena de Buenos Aires, un viaje breve hasta el puerto de Colonia y que tiene la apariencia de la eternidad. Un río que por momentos es el Océano Indico y parte de mares más detestables; había algo de ceremonia sajona en eso de sentir alejarse el drakar de costas argentinas, el retornar el ser de las cosas a su lugar de origen luego de la muerte, como si la vida fuera travesía autorizada por los dioses. El homenaje de repatriación en algunos claros tenía trazos grotescos y pareció que ciertos viajeros se interrogaban sobre el motivo de mi presencia en la ceremonia. Tratándose de Horacio yo podía ser un hermano lejano, otro hijo natural aparecido a último momento, el conocido de alguien de los deudos cercanos. El barco era una nave funeraria y cuando los muelles de partida más la gente curiosa amontonada en el puerto empezaron a ser un recuerdo, me asaltó a mí el peso de la presencia invasora del río, el pavor de que pudiéramos morir allí mismo; lo previo pudo ser una broma de Quiroga, todo lo que ocurría y si es que las cenizas transportadas eran las suyas, no de un mensú quemado por error premeditado en un horno de ladrillos.
Desde hacía unos días cuando circuló la noticia del suicidio del uruguayo, el grupo cercano al muerto vivía el frenesí de las secuelas del gesto del amigo. Ese desarreglo que confunde cuando se trata de adecuar detalles contiguos ante la muerte, la compleja tarea de conciliar pensamiento ante la ausencia final del hombre salvaje, a lo que venía a ocurrir de escandaloso entre gente de buen gusto, el sentido del abrupto silencio para una playa lindando la literatura, observada con marcada condescendencia. En la resolución del suicidio Quiroga resultaba un pionero, como si el oriental hubiera restituido a la intelectualidad rioplatense el valor olvidado y la dimensión trágica de un gesto bárbaro por definitivo, al precio de sus propias tripas y en esa refutación de piedad al agua de Colonia restaurara la pertenencia cierta de la vida. Como si la cimarrona originalidad de envenenar lo que ya era un cuerpo sin salida, fuera deber de imaginación hasta el último suspiro, gesto de suprema coherencia; haciendo consigo la osadía que pudo destinar a cualquiera de sus personajes, envenenados por el alcohol, dragados por el rocío pegajoso de selva misionera y destilado de naranjas, por la ponzoña agazapada en colmillos retractiles del crótalo en digestión.
Estaban allí las conciencias trabajando, la brisa en cubierta, el imperio inmortal del oleaje enlutado y la correntada remolcando miserias de lejanos yerbatales arrullaban a delicados espíritus afectados; el río decía que el furor se daba tregua, la correntada estaba de duelo y la liturgia pomposa inevitable seguiría al tocar la otra orilla. «Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo –género obligatorio en el Uruguay-, cuando el tema es un uruguayo» escribió con implacable lucidez un conocido mío. Desde el barco se escuchaba el afilar de plumas laudatorias y la proclamación apremiante de actos de homenaje, lamentos diseminados en el itinerario de la ceniza. En ese tiempo de suspensión entre indignidad y infamia posterior a la muerte, el barco nuestro era la nave Argo mitológica construida con lapacho misionero, el ansiado vellocino de oro un cuero de capincho baleado en pajonales, las noticias cuentos terroríficos manteniendo despierta la atención de peregrinos, los animales fantásticos hormigas voraces y víboras dicharacheras acaso satisfechas, las sedas traficadas ponchos mugrientos y sudados.
Al Uruguay los héroes lo evitan, regresan después de muertos como terceto final de soneto quevediano, hay que morir lejos y téngalo presente, siempre del otro lado aunque sea cruzando la línea del Chuy, pero lejos. Sucedió que terminado el murmullo de la partida cada uno de los pasajeros se resignó a gestos habituales de un crucero cualquiera. Algunos haciendo valer la potencia del despiste preguntaron por las señas de la cafetería para ir a tomar un cortadito, otros sacaron cigarrillos del bolsillo como si estuvieran en un palco del hipódromo de San Isidro, en los minutos previos a la largada de la carrera reservada a potrancas de tres años. Los hubo que optaron por instalarse en un rincón donde acomodarse a leer distrayendo el tiempo que quedaba en suspenso, en un controlado desmayo generalizado éramos le bateau ivre del adolescente de Charleville en traducción salvaje, la misa del rito simbolista en la esclusa natural del universo conocido. Nuestro río es una grosería que desperdicia el tiempo que va a la mar del morir, en un mundo en guerra éramos un viaje mecido por el movimiento de un trío de Schubert o su Stábat Mater, una estampa melancólica de Trieste entre dos de algunas guerras. Las cenizas de Quiroga era la fuerza que nos transportaba, nuestro universo se impuso al suyo, su historia sería literaria pues los tiempos, la civilización imbuida de progreso y nuestras costas fluviales rioplatenses, hicieron de él un hombre del pasado. En apartes discretos recordábamos su presencia intangible, revisábamos las imágenes que en cada uno de nosotros dejó y era trabajoso considerarlo uno de los nuestros. La glorificación espontánea era la manera elegante de relegarlo al olvido e incorporarlo a paisajes lejanos de nuestra circunstancia, lanzábamos su recuerdo con orgulloso desdén a la infamia colonialista de Kipling y destinándolo a improbables paisajes orientales. Lo que se pretendía poner de manifiesto con esos gestos -canallescas metáforas de la literatura- era que si en nuestro mundillo de la NRF y Remy-Martin había la eternidad para la narrativa de Quiroga se la vedaba a su escritura.
Muchos de los personajes embarcados así lo entendieron viendo en su agonía brutal un signo decisivo de la mudanza del tiempo. Quiroga moría en la frontera con el apogeo de la posteridad y conviviendo con quienes estaban llamados a desplazarlo. El viaje, ese cruce de un río y en ese barco, en una vuelta de destierro convertido en cenizas, era alegoría de una terrible transferencia de poderes en los subterráneos de la literatura. La muerte de Quiroga fue el gesto de descarte elegido que daría lugar a otra manera de escribir cuentos, el maestro moría inmolándose para ser precursor, así suceden las ceremonias en la literatura aunque al común de los mortales le parezca inconcebible. El viaje hasta la otra orilla era escena, situación ineluctable para operar la casualidad, nadie sabrá cuál fue el momento mágico o el primero, yo puedo atestar cómo y por qué caen las cosas del otro lado. Le consta que en esa travesía había varios escritores y estaba embarcado el más grande entre ellos, que empezó a serlo en ese mismo año casualmente… Pero tranquilo, continúe leyendo esta carta sin impacientarse, tampoco le estoy pidiendo que crea en Dios ni se convierta, sino que pondere y admita el peso de las coincidencias, la potencia brumosa del diálogo secreto entre los textos. Algo sucedió durante ese viaje que nadie supo nunca, yo sé y lo contaré en los raros minutos de lucidez que me restan esta noche. Comprenderá así por qué esas leyes que le insinúo llegarán a la perfección mañana cuando yo muera. El secreto en cuestión es la única explicación de mi larga agonía y la escritura otro avatar manuscrito de suicidio.
Por razones que expliqué demasiadas veces, en mi lejana juventud prestaba atención especial a uno de los pasajeros del barco funerario, era un hombre interesante y cercano a la cuarentena, estaba en esa edad en que los hombres perdemos el atractivo de la juventud sin alcanzar todavía encantos de la madurez. Yo estaba por aquel entonces en la estación florida cuando alguien puede enamorarse de tres poemas de un libro, de la continuidad musical de dos endecasílabos; temo volverme enfático y es contraproducente para la situación presente, me conformaría con avanzar un atractivo, el deseo intenso de acercamiento y luego estaba dispuesto a dejarme llevar por cualquier camino que pudieran depararme las consecuencias. El grupo de conocidos que en la Aduana porteña era compacto, unido por la jalea de la muerte, al poco tiempo de navegación uniforme se confundió con el resto de los pasajeros, tomados por rehenes del dolor. El duelo a cada nudo que avanzábamos hacia nuestro destino se volvía de más en más asunto personal. Con interés y a contramano del espíritu flotante de la expedición me fui acercando al hombre que explicaba mi presencia, unos vagos encuentros anteriores podían justificar el inicio de una conversación. Había preparado una aproximación con varias posibilidades de apertura, incluyendo el halago, el azar, amistades comunes, una pequeña enciclopedia consultada. Fue así que nos dirigimos al bar del barco, el día de febrero estaba doblegado por el calor húmedo que volvía trivial toda vestimenta otra que la balnearia, en especial sacos oscuros, chalecos abotonados oprimiendo el pecho, sombreros opresores.
Decidimos sentarnos en el lugar desde donde podía verse la estela leonina dejada por el avance del navío, el vapor ponía más cuidado a lo dejado atrás por el ruido de la hélice que a la inminencia de la costa oriental que buscaba la proa. La explicación atropellada sobre la coartada de mi presencia en el viaje -una pobre ficción por supuesto- fue aceptada sin desconfianza ni emoción y yo pregunté a mi vez la razón del hombre. Siempre, me dijo él y creo que fue sincero hay que estar atento a un hombre extraño; luego confesó amar en secreto la brevedad de ofidio, la resolución violenta de ciertos cuentos y que el muerto no era indigno de la gran tradición. Había, agregó, la impronta que daba el Salto Oriental a contados varones y los años fatigando la vida en Misiones; recordó sin insistir demasiado un doloroso episodio de la juventud del muerto ocurrido en Montevideo, todo lo que a su parecer justificaba la recatada admiración. Dijo que había concentrado en su existencia episodios trágicos que podían hacer la vida de una generación de escritores, como si la humanidad pudiera concentrarse en un hombre palimpsesto. Quiroga bastaba para defender la curiosa hipótesis de una literatura uruguaya, había en él algo de Bartolomé Hidalgo elemental y lo que viniera luego narrado estaba de alguna manera ya escrito en su obra. Todo le parecía conjurado para explicar una locura, era demasiada la conspiración existencial para provocar la irrupción de una literatura y sin embargo lo intimidaba el recuerdo del muerto; algo le hacía sospechar que estaba en un viaje redentor y preguntó por qué estaba contándome eso precisamente a mí, a un desconocido.
En cuanto se descubrió discurriendo entre sentimientos oscuros y relacionados al oficio ante un extraño, un par de citaciones clásicas oportunas lo llevaron a hablar del tiempo, cine americano, la política criolla cuyas leyes suponiendo que las hubiera dijo desconocer. Creo que quedó gratamente sorprendido cuando demostré mis conocimientos recientes de la poesía francesa del siglo XIX y que podía navegar con pericia entre arrecifes parnasianos o simbolistas. Cuando pretendió indagar más sobre mis preferencias literarias, le respondí que se las confesaría cuando regresáramos a Buenos Aires y en un ámbito menos lúgubre.
Recuerdo que él sonrió, dudo que intuyera mis intenciones confusas y si lo intuía lo disimuló en los pliegues de una invitación cómplice.
-En la otra orilla hay alguien que me espera, creo que es un personaje que puede interesarle a un amateur de la poesía francesa. Cuando el barco atraque en puerto oriental, mientras dura la confusión de responsabilidades venga conmigo, dicho lo cual se levantó dejándome sólo con mis cigarrillos, dándome a entender que era suficiente.
Era extraño que en la ceremonia ostentosa social el hombre hubiera tenido voluntad suficiente para resolver asuntos confidenciales, incluyéndolos en la congoja y me fue laborioso afinar prioridades de dicha coincidencia; sin él yendo a conversar con las amistades habituales, el resto del viaje resultó aburrido. Quise arroparme en las tribulaciones suyas diciéndome que yo también viajaba con otro destino que acompañar las cenizas ilustres del muerto. El suicida sería el más incómodo de la situación si de verdad existiera el alma, un hombre que le dio la espalda hacía pocos días a lo que estábamos representando de manera terrible, asumiendo una muerte como la que los tibios damos a ciertos animales, estaría fastidiado y furioso.
Había en el barco por la voluntad excesiva de expresar su opinión final sobre el sentido de la vida, un clima de dolor sincero al que me fui integrando como cualquier amante de la selva, de la vida de campaña que hui en cuando pude. Es a bordo de ese navío que se inicia mi desaparición del medio, el viaje cambiaría a los implicados y yo -pequeño arribista del mundillo letrado, ansioso de suplementos literarios de diarios populares y ver mi nombre en librerías de la calle Montevideo en Buenos Aires- sabría que era asimismo mi viaje. De pronto, sacándome de la distracción en que estaba metido, alguien a mi lado dijo «Colonia» como si descubriera la playa del Averno. Miré hacia adelante, fue sorprendido por la cercanía de la ciudad oriental que suele conjugarse en pasado, era el primero de nuestros destinos, islote del tiempo de virreinatos y donde había gente aguardando. De acuerdo a lo conversado me acerqué a quien usted sabe, que estaba impaciente por bajar del barco, urgencia que para nada correspondía con la estampa de personaje ponderado que ustedes le atribuyen. «Sígame, me dijo al oído. Tenemos poco más de una hora antes de que el cortejo parta hacia Montevideo. No hay tiempo que perder, vamos».
Lo contado hasta ahora, lo ocurrido hasta poner pie en tierra oriental era lo que a usted le preocupaba y debería estar satisfecho. Más que satisfacerlo por la confirmación prefiero removerlo con una ignorancia, cada información que se concreta dispara varios episodios que quedan sin respuesta. Lo sublime fue lo sucedido la hora siguiente, evaporándome hasta convertirme apenas en mirada testigo y seré breve tratándose de lo único que puede llamarse mi vida privada.
Nunca en Buenos Aires lo había visto a él caminar con ese porte y seguridad, si hasta parecía tener algo de compadrito orillero, avanzaba ignorando la duda, como si su memoria hubiera desplegado la trama secreta sustentando el enigma Colonia. Atravesamos varias calles sacudidas por el acontecimiento mortuorio y llegamos al barrio viejo de la ciudad. Dos vueltas en plazoletas con farolas, tres cruces de callejones empedrados en bajada, alguna manzana partida al medio y perdí las referencias del viaje real incluyendo la memoria del viaje precedente. Ninguna señal del siglo veinte se advertía en las callas andadas ni en las inmediaciones, esa zona de la ciudad estaba incrustada en un tiempo negándose a avanzar. La gente cruzada en nuestro camino parecía habitar un territorio neutro de la imaginación, con algo de corte abrasilerada como si en el mandala ensangrentado del país se hubieran incrustado la Provincia Oriental deseada por los porteños, la Cisplatina para hacerlos hablar la lengua de Camões y un invento diplomático furtivo: auto de fe americano recomenzado tantas veces y prometido a la excomunión eterna.
Sentí que ese barrio en nuestro día de duelo tenía algo contrariando el sentido de la empresa en marcha. Habíamos tal vez equivocado el destino, pude comprender la fascinación que tamaña anacronía podía tener en alguien cuya osadía era caminar de mañana por la calle Florida hasta la Richmond, tenía insomnios de renegados a destruir, expediciones hacia los bajíos en la desembocadura del río Cuareim. En cierto momento éramos contrabandistas embozados en cortejo, él avanzaba llamado por una selva conjetural de signos hasta que se detuvo y sin dudarlo frente a un portal de reja. «Es aquí» dijo. Nada contesté y entramos a un zaguán revestido de mayólicas mitológicas en sombras, con olor intenso de jazmines. Avanzamos hasta llegar a un patio abierto iluminado por un sol de dos siglos atrás, el hombre a conocer estaba sentado en un sillón de mimbre junto a una mesa con papeles y libros. Al parecer había tomado el té y fumado unos cuantos cigarrillos, era un dandi que avanzada la treintena hubiera insistido en evocar el espectro de Julio Herrera y Reissig en días de gloria mundana o del muerto que dejamos en el puerto cercano, cuando se ataviaba de poeta maldito sin suponer que azuzaba los mastines del destino.
«Vengo de Nimes, dijo el hombre luego que nos invitara a sentarnos. Pensé que vendría solo, siguió dirigiéndose al hombre de la otra orilla. Quería conocerlo, me dicen que es una persona interesada en proyectos extraños. Tenga.» siguió y le extendió a él un cartapacio de cuero. «Allí hay parte de mis búsquedas digamos que filológicas, puede hacer con esos papeles lo que quiera. Para que mi nombre supuesto sobreviva debo desaparecer, en Francia falta espacio respirable luego de Mallarmé. Morí para la literatura, lo mismo y de manera distinta de los restos mortales que ustedes acompañaron, sólo me queda esa vaga costumbre de la reencarnación en la ficción». Luego me miró y comprendí la totalidad del pacto en el torbellino de su mirada acuosa, abandonada, resignada al olvido total. Supe que estaba enamorado cuando el desconocido pronunció el nombre de Nimes bajo el cielo improbable de Colonia, mientras nombró la ciudad del mediodía francés como si fuera el nombre de alguien querido y perdido por siempre, el nombre prohibido de una ciudad imaginada. «Usted parece muy compungido, me dijo. Es demasiado joven para admitir las secuelas de la muerte, déjelos a ellos seguir la caravana funeraria. Su amigo argentino, se lo aseguro, en cuanto lea mis papeles volverá como un poseso a Buenos Aires. La muerte de Quiroga, mis escritos legados en el mismo campo magnético le traman un destino celestial y me desagrada cenar solo».
Alguien, desde dentro mío respondió «está bien» y entonces el extranjero volvió la mirada hacia él. «Adiós -dijo pronunciando su nombre-, recuerde que ambos tenemos una cita con ese malentendido llamado inmortalidad». «Su confianza es excesiva para alguien tan torpe como yo». «Adiós» repitió el oriundo de Nimes y mi compañero de viaje salió de la casa sin aguardar ni preguntarme, despidiéndose con una leve inclinación de cabeza.
Usted sabe lo que pasó después y para ello indagó durante años, viví con el francés en una casona fuera del mundo y en las entrañas coloniales del Sacramento los únicos años felices de mi vida; él se consumió en la tarea de una traducción de lo intraducible, los dos hicimos de la disolución en el mundo nuestra ignorada obra maestra, erigida hasta su abrupta interrupción demostrando que la eternidad es virtud devota de la perfección. Mi vida deberá quedar en secreto, lo que usted desea conocer es lo otro. ¿De qué episodio fui testigo durante aquellas horas que cambiaron mi vida? Del viaje alucinante podría decir y un encuentro entre sentenciados a la poesía. Busco convencerme de que el suicidio de Quiroga sacudió las tripas de un joven poeta ultraísta y de manera incontrolada. Ese velar sobre el río la muerte de un hermano bastardo, arriesgo que lo animó a dejar de ser el hombre previsible que el éxito y la estima le habían prometido. Decidió traficar con otros poderes, aceptar renovando el pacto trismegisto del relato e inclinarse en la elección de su propia maldición, aferrado a parapetos negros de ceguera incipiente, un anonimato de anciano al abrigo, siendo todos los hombres que fue en cada uno de los relatos inventados. Tal el sentido de la obra invisible que tanto se menta, el persistente silencio posterior a ese viaje sobre los cuentos acres de Quiroga, el pacto supuesto de asumir la tarea de escribir historias de otras tierras venciendo a la armada del olvido. La verdad nada cambia de la marcha del mundo, al contrario oscurece lo que antes de conocerla teníamos por certeza inamovible. Cuídese Moner, trate de ser menos curioso en el futuro sobre asuntos que prescinden de su opinión; piense que quizá lo que leyó pudiera ser la ficción de un viejo agonizante fuera de sus cabales y en los tiempos que corren ¿en qué versión del mundo se puede tener confianza?