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ME RECUERDAS A AUDREY HEPBURN

1) LAGUNA GUACHA 

– ¿Lo sientes? Escucha: eso malsano regresa y se huele la descomposición en el viento. El olor es inconfundible, nos quedamos con un legado de cuerpos pudriéndose a la intemperie tras la derrota, sin tierra baaldía donde darles sepultura, festín macabro de animales carroñeros. Ustedes los humanos siempre tan emotivos… preservaron la plegaria del caos original como reliquia de milagro y hasta escribieron la fórmula secreta de una prodigiosa predicción redentora. Me temo que no entiendas del todo lo que quiero decir, dijo Teseo.

-Siempre el mismo altisonante, le respondió Leopoldo, sin ánimo para continuar la conversación, por decir algo anodino evitando dejarle la última palabra al gato, siguiéndole la corriente.

-Nada hay más contagioso que el Mal.

A siete kilómetros de la Laguna Guacha, siguiendo un tortuoso camino hacia el noroeste del territorio nacional (apenas una huella borrada en el campo) y tirando para el lado de la frontera brasilera, sobre el que nunca pedalearon ciclistas en competición homologada, en las afueras de un pueblo de nombre compuesto de colono pionero –que en otra vida olvidada fue estación de ferrocarril- se cometió el último hasta el momento de una serie de crímenes espeluznantes. Una orgía de horror por las condiciones deducidas del secuestro, la bestialidad sexual que le siguió y peor considerando el tratamiento infligido a los cuerpos de las niñas antes del asesinato, después de la muerte. Escena de horror premeditada despreciando el satanismo de bricolaje con calaveras pintadas, imágenes color bermellón del maligno encornado de ojos saltones y velas negras plantadas en tierra formando el círculo ritual. Espanto abisal hundido en el rapto rumiado, al que siguieron semanas de encierro en condiciones infrahumanas, catálogo integral de suplicios y aberraciones, droga barata circulando, corrupción fermentada entre notables prohombres de la zona, participantes activos en los hechos y sujetos fuera de toda sospecha, venidos del otro lado del límite litigado. Se comenta que también individuos llegados desde la capital, cómplices de la patota de despiadados, mentes azuzadas por hábito de la impunidad e imaginación enfermiza con entradas secretas en el aparato judicial regional y autoridades locales.

Es lo que se murmura con insistencia, se venía insinuando en voz baja sin pruebas materiales concretas y comienza a filtrarse a cuentagotas de la pesquisa, sin que haya hasta el momento un culpable creíble para calmar las aguas revueltas. Episodio más escandaloso todavía que la coartada policial de los miserables detenidos e incomunicados desde hace unos días, comparsas para calmar a la opinión pública y que se vieron fugazmente en los informativos de la noche, esposados, tapados por camperas deportivas con capucha; dos infelices desde que nacieron por equivocación, hermanos analfabetos que ni sabían de lo que se les acusaba y a quienes unos vecinos quisieron linchar la primera noche que pasaron encerrados en la comisaría del pueblo. Nadie evoca la presunción del sospechoso principal y cerebro degenerado de la maniobra descubierta por casualidad, tampoco se conoce la identidad del propietario de la finca donde ocurrían las atrocidades y eso que por allá todo el mundo murmura apellidos compuestos de los implicados que nunca serán fichados. La gente de la zona se calla amordazada por el miedo, quiere salir rápido del basural con forense alcohólico y retomar la vida normal, como si fuera posible continuar viviendo incluso entre detritus persistentes después de lo ocurrido. Las conciencias están compradas, seguro que amenazadas por mensajes anónimos o intimidadas por superstición de magia nefasta; son aldeanos atemorizados esa gente olvidada por ángeles guardianes, bajo influencia del castillo del monótono conde Drácula cuando llega la noche sin luna y que tienen conocimiento turbio de los entretelones.

Dan ganas de abdicar del pensamiento, el sueño progresista con pancartas y el sentido de la existencia, de la aspiración a lo grato de un plato de ravioles con estofado y medio litro de vino tinto, ganas de apostar la vida a la única ficha nacarada del desprecio. Las víctimas hasta el momento fueron elegidas con cautela de seguimiento paciente y trampa coordinada; ratonera similar a la que se arma cuando se trata de maleantes escaladores de paredes, ladrones confiados en la consigna trasmitida en clave sobre la ausencia de moradores. Siguen siendo muchachitas sin infancia del mundo rural, niñas con cuerpos desnutridos de pueblos de ratas y ranchos de lata oxidada que se van sumando, agua de pozo con mosquitos infecciosos y respiración tuberculosa despertando en tipos insospechados deseos devastadores de bicho carroñero. Descendencia femenina de mujeres que olvidaron el hambre por resignación y várices talladas de treinta años que parecen sesenta, dedos con sabañones de pileta de hormigón, agua congelada de cachimba para enjuagar y encías desdentadas por caries; chiquilinas que a fuerza de estar lejos de todo cayeron fuera de la República, olvidadas sin remordimiento por el discurso de los teóricos inclinados al lamento social de ceño fruncido, que serían las últimas agraciadas también si la revuelta con petardos hubiera triunfado en la frontera.

Los nuevos sedientos de sangre de la generación reciente tampoco se conforman como antes –en los buenos tiempos, cuando había respecto por el prójimo- con estrangularlas después de violarlas, violarlas luego de desnucarlas teniéndolas por el mentón partido entre los dedos, desangradas por el tajo en el vientre. Los nuevos varones las suplician sin prisa, aterrorizándolas durante horas con métodos e instrumentos rudimentarios, las humillan hasta borrarlas como personas, haciéndoles sentir estando atadas e indefensas la proximidad de la muerte con paso de chacal hambriento. Las amenazan con tirarlas del helicóptero en laguna Merín para alimentar cangrejos, cronometrar la caída de los cuerpos como si fuera el horario del tren fantasma semanal y con siete vagones de la arrocera extranjera, fletado por el molino de los holandeses. Son ellos la Muerte enmascarada con letra de molde. Las condenadas tienen que entenderlos, mostrar la sorpresa de tamaña revelación y dolor en el cuerpo ultrajado. La agonía debe durar en sufrimiento, alumbrando la conciencia de que no habrá escapatoria y es preferible suplicar para que termine pronto. Ellas desnudas, maniatadas con esposas, amordazadas para sofocando los gritos y capuchas nauseabundas sin ojos, son menos que nada: prisioneras condenadas satisfaciendo un plan macabro que avergüenza el instinto de las bestias. Hablaron hasta de cintas de video insoportables, es probable que filmen las escenas del martirio con cámaras japonesas última generación de contrabando traídas de Miami. Imágenes registrando el suplicio de muchachas sumisas como hacen los criminales del cine de terror, tomas en directo y sonido ambiente para rebobinarlas en casa después de medianoche. Mientras beben brandy del bueno sin falsificar reforzando el espíritu de cofradía, asegurándose la solidaridad del secreto compartido entre caballeros manipuladores del ritual. Secuencia incontrolable que nunca se sabrá si inventan ellos mismos en ratos de molicie o imitan de otros lados, hasta que alguno de la barra bullanguera proponga ir a venderlas lejos –las copias finales son pasables a pesar de ser trabajo de aficionados- pues conoce a alguien que sabe hay interesados por esa mercadería codiciada, dispuestos a pagar cash un buen fajo de billetes verdes sin pedir explicaciones ni darlas.

Entre los periodistas asignados al caso ninguno se atrevió hasta ahora a evocar el estado de los cuerpos recuperados más allá de la insinuación habitual, maquillada de recato sensible y discreción pensando en el lector desprevenido. La evidencia era más indecible que lo visto desde hace años; lo incomunicable marcaba a fuego la impotencia del pacto forzado al que llegaron los medios, prensa, radio, televisión y seguro que los autores materiales del proyecto hallaron satisfacción íntima en esa cobertura informativa. Es inconcebible que ese montaje yendo más lejos del infierno sea resultado de una única mente maléfica, que una sola persona sea capaz de llevar adelante el operativo apenas entrevisto, aunque fuera el mismo Belcebú, el nieto imitador del destripador de Londres y el episodio producto de cierta locura pasajera; eso tiene tufillo inconfundible de cóndor carroñero infiltrado de colaboración. Ellos lo hacen, se juran fidelidad de hermanos de sangre, de manera secreta desean que se conozca su obra y alcanzar el estremecimiento de nunca ser sospechados, evaluar con discreción el efecto devastador entre los conocidos. Acaso sea síntoma con fiebre y sinopsis de la espiral en que ingresó la sociedad uruguaya, vorágine de otra violencia urdiéndose que se vislumbra en al horizonte.

Es seguro y parece inevitable: dentro de poco tiempo y a partir de ahora, en algún lugar aleatorio de la mansa república, reputado por ser zona mansa de gente trabajadora, conglomeración urbana de preferencia, caserío que se deshilacha en una campaña similar al barranco de pastoreo, un muchacho pálido y vestido de negro con botas de comando Made in China, maquillado por si fuera a cantar al aire libre ante siete mil fanáticos liderando una banda satánica, entrará en su antiguo colegio secundario saludando al portero tocado de enfisema, en un liceo público de preferencia y en el horario de la mañana. Así será: ex alumno colérico y decidido, confiado en la legitimidad de cada paso dado desde que despertó en el día G de su existencia. Llamado por insistentes voces interiores en falsete, convencido de ser víctima y agente vengador de perimidos sistemas de evaluación pedagógica, despechado por un carné de notas insultante, inspirado por ejemplos de casos ocurridos bien lejos, determinado como armero matarife y creyéndose arcángel justiciero, transfigurado por una sustancia alucinógena de preparación casera, incitado por música apocalíptica en los auriculares dándole coraje, antes de acceder al Nirvana por la rendija estrecha de la muerte suicida. Como un recluta joven sureño entrenado entre Arizona y Texas, de apellido hispano y nombre de actor de cine ganador de la célebre estatuilla dorada, el soldado Kevin Morales, que entra en acción por primera vez con el uniforme de los marines en un pueblo del desierto. Go go go entre casas de barro y cabras flacas, go go go antes de ser acorralado por un perro entrenado a desgarrar jabalíes en lo hondo del monte, go go go luego de escuchar con satisfacción el llanto de compañeritos de curso, suplicando en recuerdo de buenos momentos compartidos en el recreo, los mismos que tardaron en entender las reglas del juego de masacre, descargará la escopeta de dos caños recortados confiscada al padre cazador consumado y el resto de la artillería menor sobre todo lo que se mueve en su camino. Habrá cinco muertos en los primeros minutos, algunos heridos graves y por mandato histórico anterior al instinto gregario, Kevin rematará a un par de agonizantes con un tajo amateur de puñal Rambo en la garganta. Eso antes de sacar fotos testimoniales de la faena, inmortalizar la secuencia poseído por el espíritu de un baqueano local reputado del siglo pasado con sed de reconocimiento.

Aquellos habladores reactivos de tertulia y que tienen siempre engatillada una explicación para todo, irán en peregrinación a las audiciones de mayor audiencia de los medios audiovisuales a dar su visión de los hechos sobre el malestar juvenil; recordando la opresión endémica del sistema educativo, la patología comprensible en una sociedad estructuralmente injusta y olvidando, negando y descreyendo la fuerza acelerada del Mal en estado puro. En pocas horas de reportajes en directo desde el lugar de los hechos, el muchacho logrará lo que deseaba: llamar la atención de cientos de miles de conciencias y por unos días ser famoso como Diego Armando Maradona en los barrios populares de Nápoles, sentirse en simpatía con el demonio habiendo ajustado cuentas amistosos. Escuchar el dulce son de palabras preludiando el Averno, dudar sobre si estaba en la realidad y el pasaje al acto era un wargame de la mente acelerada. Lograr que al menos durante un fin de semana se lean sus últimas cartas tachadas de rechazo al mundo cercándolo; que la familia se decidiera por fin a considerarlo con respeto y sin que nadie pueda acceder al misterio último de lo que estaba en juego. Subir en cartelera de la crónica roja como Number One, hasta que otro muchacho emprendedor sienta el llamado, el desafío implícito en el gesto pionero y se entrene a fondo para batir el record, que por una vez en la vida los familiares se sintieran orgullosos de su paso por secundaria y dejaran de ignorarlo. La sociedad será distinta luego de su gesto sublime sin otra explicación que el misterio flotando y persistente luego de visionado el video testamento.

Falta poco para que las hordas callejeras, sin otra razón que divertirse comiencen a atacar ancianas en calles perpendiculares a plazas con tenderetes de feria y cajones de verduras. De preferencia las dobladas por la artrosis de columna, ayudadas por bastón con tope en trípode, cuando salen a la intemperie en el minuto fatal a buscar mermelada de higo, ciento cincuenta gramos de leonesa al almacén de la otra cuadra, cuanto más desamparadas mejor para la diversión colectiva: las golpeen a mansalva, las tiren entre empujones, rematándolas a patadas por todo el cuerpo entre insultos y risotadas. Vieja de mierda, vieja de mierda lo tenés merecido por grandísima puta dirán, mientras parten botellas de vino tinto en la vereda, antes de atacarse entre ellos como perros rabiosos, ignorando que emulan una escena de película culta que al menos tenía una buena banda de sonido.

Leopoldo estaba en una encerrona. ¿Qué se puede hacer ante la crueldad lanzada contra los débiles de la sociedad y comenzando por los niños mártires? ¿Qué otra cosa que escribir indignado veinte líneas aceptando la incomprensión ante lo ocurrido, contemporizando con dejo de admiración ante las nuevas tribus urbanas y su tóxico léxico poético, reconsiderar el código penal incursionando en la barbarie, deambular entre desprecio y caridad, buscar el origen de la violencia primera, hallar un chivo expiatorio a mano y salvarse por la excepcionalidad? ¿Advertir los peligros de la amalgama y sin meter todos los gatos en la misma bolsa? ¿Escribir una novela negra con hipótesis condescendiente, único camino a la verdad social para exorcizar entre todos el horror colectivo?

-Si tuviera la respuesta adecuada te la daría de todo corazón, dijo Teseo.