Pero claro que lo recuerdo como si fuera hoy. Aquello sucedió a finales de 1936, comienzos del 37… ella tenía ya unos cuantos años y fueron los meses cuando asomó la desgracia para perpetuarse. Esa familia marcada por la fatalidad se contaba entre las más prósperas, influyentes y numerosas de la sociedad montevideana; la madre trajo al mundo algo así como siete hijos y esa natalidad doméstica, le permitió a la muchacha pasar a un segundo plano acaso favorable, participando esporádicamente en expresiones mundanas de felicidad familiar.
Desde muy pequeña supo que sería una mujer distante, rengueaba como secuela de una malformación congénita en la cadera, los rasgos faciales estrictos tampoco compensaban el defecto óseo, ella concentraba apariencias rehusando el misterio sensual, incitando el desdén como si se lo hubiera anunciado la Virgen en una aparición; sabía que las ataduras cartilaginosas de fealdad trabando su cuerpo se acentuarían con el correr de los años. Ante lo inapelable e incambiado reaccionó con sabiduría estoica; a las semanas sumadas de tristeza entendible -cuando llegó el trance sabido de interrogarse sobre su anatomía- le siguieron el escrúpulo, un vago consuelo de que tanta contrariedad debía ocultar otro privilegio potencial. Así como sus hermanas soñaban con promesas de protagonismo en sociedad, ella se distanció de afectos convencionales de parentela, habiendo tanto hermano en la familia la sucesión de la sangre vigorosa de los ancestros estaba asegurada.
Con libertad impuesta ante la responsabilidad femenina de parir herederos, la muchacha se proyectó en un porvenir de soledad y aislamiento como lo haría una heroína sufrida de folletín. El reconocimiento temprano de limitaciones relativas a convenciones matrimoniales asumido, ella despejó para siempre cualquier estado de ánimo lindando el desasosiego. Fuerte de carácter por necesidad, se propuso conquistar con sus propias manos la estrechísima parcela de felicidad que le estaba destinada, dando por descontado que debería arreglárselas con su magra escudilla de dicha: tiempo indefinido, espacio probable para evolucionar y ese cuerpo… Tal era una definición aceptable de la vida aguardándola, su existencia exigiría al máximo la pericia de administrar lo indeseado, le serían negados el derroche de desplantes que consiente la belleza insolente y otros caprichos de quien está tocada para asumir un destino superior. Fue imperativo cultivar la discreción, domeñar desde la infancia el desorden de las pasiones evitando acechanzas del ridículo y hallar territorios de contento donde la fealdad no contara.
A fuerza de voluntad y determinismo fatalista impostor, desde los primeros años tenía maneras de tía solterona desacomplejada y parecía asediada por un pasado de amores turbios que la siguieran desde una vida anterior. Era la nena especial, condición ideal teniendo en cuenta los escasos tratos sociales que estaba obligada a padecer y lo mismo se las ingenió para dominar astucias elementales de la existencia. Aprendió costura dispensándose la vergüenza de ir a la modista, desnudar la cadera malformada y la pierna esa tullida; se inició a los secretos de la comida refinada, educando con dietas estrictas el cuerpo que debería aguardar sin rubores la hora de la muerte sin hijos. Conoció gramáticas de varios idiomas para escudarse de participar en triviales conversaciones caseras y aceleró su aprendizaje del piano. Mientras ella tocaba durante las sofocantes tardes de febrero, la gente al tanto respetaba sus silencios; entre otras actividades defensivas la música fue determinante, sumándole una aureola prudente de recato expatriado que la integraba en la categoría de dulce muchacha de conservatorio que tranquilizó a la familia. La frecuentación asidua de musas comprensivas y la cercanía correspondida del universo artístico, agregaba al patrimonio social otra pátina, privilegio inusual en aquella sociedad impía además de compensar carencias visibles. La gente envidiosa y que es muy cruel cuando se ensaña comentaba, «ella es deforme y Dios es justo: interpreta Chopin como los ángeles».
Las visitas diarias entre semana al conservatorio Santa Cecilia, ayudaron a fortalecerla en las virtudes invisibles. La muchacha era tullida y la familia la protegía en clausura evitándole las tareas fatigosas de la casa; si bien había un servicio doméstico exagerado, la casa era tan enorme que en cada minuto algo las tenía ocupadas. Entre compasión e hipocresía disimulada, las tres hermanas optaron por liberarla del porcentaje de labores que le correspondía, dejándola que se ocupara del teclado del Pleyel con tal que renunciara al derecho estropeado a ser feliz y pudiera irritarlas. Si el piano y su práctica persistente comenzó siendo actividad etérea, con el correr del tiempo adquirió una intensidad que nadie previó. Constante con metrónomo y hacia el final de la niñez, ella amenizaba la vida familiar opaca, volviéndose presencia ineludible en la atmósfera de la casona. Su padre se sentaba en el sillón de mimbre a escucharla cada tarde; él comenzaba leyendo el periódico y luego se concentraba hipnotizado por una fuerza nueva que podría doblegarlo. La presentaban encantados a los invitados ocasionales, ya fueran simples amistades o evasivos hombres de negocios. En las fiestas familiares -casi cada semana del año tratándose de familia numerosa- la muchacha tocaba el piano, sublimando una modalidad lateral de protagonismo y lujo de consuelo permitido a la muchacha estropeada, demostración del poder del carácter que se estaba forjando.
El pacto con la música y el auditorio cambiaron durante un examen de fin de curso, prueba intensa en los salones del Conservatorio más considerado de la ciudad. De pronto, en medio de un ejercicio sin complicaciones, sus manos habiendo dejado de pertenecerle y respondiendo a órdenes de un corazón ajeno, comenzaron a evolucionar sobre el teclado de manera imprevista, como se decían que tocaban los músicos negros de la Nueva Orleans. Sin perder el dominio de la musicalidad que no obstante se elevaba en la sala a la perfección, las manos se lanzaron a descifrar partituras con un sentido del ritmo seguro, original e inapelable que dejó estupefactos a los asistentes edulcorados por horas de interpretaciones escolares. Fue el momento en que cambiaba de intensidad la lámpara interior o candil del espíritu y ella descubría que mediante el piano podía aspirar a instancias del mundo inesperadas por ocultas. El entusiasmo suscitado en los profesores resultó excesivo y en varios se acercaba a desvanecimientos de emoción romántica. El trato de los vecinos se acercó al respecto a medida que se supo que la muchacha podía ser artista de verdad, vieron en ella -su aspecto continuaba siendo determinante- una pitonisa del reino de la música, así como hay mensajeros enviados del mundo de los muertos. Se hablaba de convencer al padre para que la autorizara a viajar al extranjero a perfeccionarse; por una vez irrepetible, ella era el centro de una situación donde se cotejaban posibilidades estéticas excepcionales y la medida del cuerpo.
Fue con la primera regla indicando una alteración interna que descubrió una distensión de su feminidad y el peso del don recibido. Lo que podía colmar de felicidad a cualquier muchacha la sumió en estados febriles constantes, acompañados de melancolía malsana comparable al movimiento perpetuo. Se propuso que nunca compartiría su talento con ningún público dispuesto a la admiración; renunció a mostrar a hombre alguno los estigmas del cuerpo deforme, legado de una naturaleza vengadora y rapaz, ensañada con una zona de su persona resonando en su vida atonal. Intuyendo el orgullo voluntarioso del padre, sin importarle la frustración de maestros y allegados, ella abortó a sus proyectos de carrera toda probabilidad de vuelo al exterior. Cultivó el don que compensaba delirios negados del amor y dedicó sin descanso sus días al conservatorio de la señora Delmira, enseñándole música a los niños obligados. Era relativamente feliz, por algún tiempo creyó dominar la paradoja resistida del alma, los deseos reprimidos de la música fueron alimañas enfurecidas que la roían por dentro. ¿Quién se abroga el derecho de conocer lo que una situación así destruye en el alma de una muchacha montevideana?
Nadie estaría dispuesto a admitir que tal como sucedió, pudieran coexistir en ella lo visible y la atracción por los valles abyectos, el atractivo del mal traído por la botella y sus escapadas de salidas nocturnas. La familia convivió con una alcohólica durante dos años sin percatarse, hay quien decía en voz baja que nadie en la casa quería darse por enterado temiendo el bochorno social y asimismo por desinterés hacia su persona. Ella comenzó dulcemente con licores caseros de las tías viejas, al tiempo no lograba despertar sin sentir desde el primer minuto de vigilia el fuego del trago de ginebra saliendo de la botella. Si se desparramaba sobre la alfombra del salón era anemia, cuando tropezaba en el zaguán un pequeño vértigo, si se dormía en la mesa durante la cena se trataba de efectos devastadores del abuso de la memoria musical. Vomitaba en el patio junto a las macetas y era la vista cansada, cuando no la sangre espesa; por no hablar del insomnio, cierta confusa tendencia al sonambulismo que le daba aires de personaje de ópera andando por la casona familiar. Habiendo negado la posibilidad de alojar una virtuosa del piano, la casa tenía entre sus cortinados a una mujer salida del aria de Donizetti, la sonámbula… hasta se acercaba al inicio de una caricatura. Pareció lógico que el alcohol fuera insuficiente, un rencor ingobernable la incitaba a tentar otras experiencias para castigar el cuerpo maldecido. Como si hubiera querido prostituirse entre mujeres tullidas, para clientes tullidos en una casa de tolerancia goyesca refinada, sabiendo la imposibilidad de concretar esa pesadilla resultó sensible al llamado del mundo asocial.
Ninguna ciudad como Montevideo La Coquette podía tener la marginalidad despreciada más al alcance de la mano, ninguna otra tenía ese camino abierto sencillo de emprender, tránsito frecuente entre vida de sociedad elegante y submundo de los otros. Pasaje natural a la intemperie accesible entre adentro y el afuera de las buenas costumbres, que se podía transitar caminando, como quien pasa de un lado a otro de la ribera por el tendido de un puente romano. Se lo dijeron desde pequeña: «Nunca bajes por esa calle que lleva al puerto, nunca», el tipo de advertencia y prohibición que más se recuerda cuando comienza a alejarse la juventud. Fue por esa calle proscripta años atrás, que una noche mágica de octubre se encaminó hacia los bordes del puerto montevideano a la búsqueda del barco fantasma en dique seco que nunca zarpa. Su plan original -si es que lo había y autodestructivo- fue atemperado por el azar puro, supuración lenta del segundo don superior aguardándola que resultó definitivo, una sífilis persistente del alma.
Caminaba, avanzaba sin mirar a los lados, ella está ahí sin haber franqueado las puertas prohibidas que temía. Hombres y mujeres adivinaba en portales de hoteles fulgurantes, conventillos ruidosos hasta tarde; envidió de las sombras movedizas la soltura con la que resolvían la poca vida que les restaba malgastar hasta la muerte temprana. Consideró la vida miserable de las mujeres, acaso envidió que esa noche les pagaran por denudarse, les dieran billetes por lamerlas en intimidades fatigadas y penetrarlas salvajemente a lo cautivas de asaltos de fortalezas medievales. Una cualquiera de esas criaturas tendría, en tres horas de esa misma noche en que arrastraba su pierna muerta por los adoquines, más hombres que ella en la vida. El andar alternado presuponía en alguien que la viera una tara, ella merecería ser florista de la calle de la perdición, vendedora de números de lotería. Su aspecto aunque recurrió a vestidos que le daban apariencia de pobre, su rostro donde la excitación transfiguraba la fealdad, despertaba el deseo de hombres bebidos y para quienes una tullida agregaba cierto morbo curioso; igual que la muchacha tuberculosa viniendo al bajo a rescatar al novio calavera de las garras del vicio, temerosa de que la sífilis y otras bacterias venéreas la condenaran a una descendencia de hijos tarados. Esos pensamientos debieron ser suficientes y paralizarle las ganas de seguir adelante; entraron sin embargo en movimiento fuerzas poderosas, haciendo de la incursión otra vivencia que el descubrimiento de la perdición, le entregarían un destino.
El paisaje del bajo resultó límpido y claro como el imaginario de las pesadillas, siguiendo la calle recta que baja sin control seis manzanas o diez en un bullicio que suplanta a la vida. Una vía prometiendo remedos fingidos de felicidad, saetas de calles adyacentes y callejones ciegos, donde el olor de sordidez es tangible entre bestias domésticas, mirando con ojos espectrales de muertos, donde había mujeres maquilladas de pudor, enemigas juradas de las luces de la prostitución afincadas en el fondo del pozo negándose a salir, atrapadas en la noria del desvestirse hasta que la muerte las alcance. Había por allí hombres traspasando el zaguán de comedia amorosa y descarga catártica como perro jadeante, en quienes la sensualidad degeneró hacia la redundancia de una manía corporal monotemática. Repetición de únicos gestos bestiales en los que suponían radicaba el placer de la especie, entretelones de monomanía que exalta y roe la vida, cuya consumación retarda los demás: danza desesperada, mientras la variedad se descarta y el movimiento acciona la bifurcación. En esa calle vertebral hombres y mujeres se buscaban siendo matrimonios enamorados luego de meses de separación forzada. Había una perversión densa en la repetición concediendo escuchar pasos lentos y palabras viciosas aisladas, dichas en voz baja, con interferencias de insultos, desplazamientos del celo artificial y negociado. Demasiada osadía para una primera vez; era tiempo de volver para una muchacha de su casa y que nunca imaginó la maravilla aguardándola esa noche del alma.
Ahora la vemos remontando la calle principal cuando algo la decidió a pararse en la vereda. Desde el interior de uno de los locales, bien triste pues el festejo era menor al necesario, especie de cabaret barato, piringundín de cuarta, alguien la miraba con insistencia inadecuada a la intención del paseo. Era la mirada del otro que parecía haber adivinado el plan de la muchacha esa noche y conocía la íntima razón -que ni ella sabía- por la que estaba allí, a esa hora precisamente y demasiado tarde para volver atrás. Lo supo así, así lo supo sin que mediara nada; entendió que el hombre era un extranjero venido de lejos y hablaba una lengua extraña. Estremecedor fue asumir que el hombre estaba muerto y esa mirada era de ánima errante, alma sin descanso exilada en la noche portuaria. A través de los cristales sucios, entre el espíritu alterado de la muchacha y luces del interior del tugurio se interpusieron seis letras oscuras y corpóreas, flotando compactas en la nada.
Ella estaba entrando en el Boston y no entraba, había una fuerza incitándola a penetrar en el recinto reducido como una cajita de los locos. De haber sido una noche de ambiente de fin de semana la situación pudo haberla ayudado y no fue el caso; apenas puso la muchacha un pie en el interior, cuando pasó de cuerpo entero adentro del Boston, el cuadro se programó en escenografía de zarzuela esperpéntica. La alejada barra del bar con marinos acodados, mesas del fondo donde alternaban hombres con familia en algún lugar de la ciudad, obreros carcomidos por el piojo de la vida perseverando en lento suicidio de alcohol y cigarrillos negros, hombres jóvenes con aspecto de poetas malditos equivocados de ciudad y siglo. En réplica, a la orden de un director de escena invisible, el desplazamiento del minúsculo coro femenino forzadas a la alegría por llegar con alguna moneda al amanecer. Le pareció que había estado antes allí, en un sueño tal vez… en otra vida era posible y con el cuerpo extraviado ella había estado allí.
Una de las mujeres que luego sería buena amiga, al verla se separó del conjunto acercándose a proponerle una variante de recibimiento.
-Chiquita, te equivocaste de puerta, le dijo en secreto, con marcado acento francés.
-C’est possible, respondió la muchacha.
La respuesta inesperada hizo sonreír a la otra por una imperceptible fracción de segundo y la mujer recuperó el rictus adecuando a la noche arrepentida de la mala jugada que le hizo la memoria.
-Cuando trabajo hablo en criollo, le dijo. ¿Qué querés?
La muchacha nada tenía para decirle a aquella mujer, explicarle las razones de la expedición que la llevó hasta allí equivaldría a insultarla, decirle que era una nueva copera en busca de trabajo la hubiera conducido al ridículo. Algo del orden providencial vino a salvarla, auxilio inesperado y providencial; en uno de los rincones del local, como si se tratara de una absurda mesa de operaciones abandonada sobre la que amontonaban paraguas rotos, botellas vacías, máquinas de coser inservibles y vasos de cristal de Bacarat había un piano vertical. Sin hablar, nuestra amiga respondió estirando hacia adelante el mentón de la cara tan fea, señalando el pianito.
-Ya mi nena, ya. Hace meses ellos me dijeron que enviarían a alguien. Mirá, caés justo. Esta noche es un velorio. Dale que te presento. ¿Cómo te llamás?
La muchacha dudó unos instantes, pensó en la música del apellido materno que soñó alguna vez utilizar en giras por el mundo, donde cada concierto finaliza con un ramo de rosas entre aplausos y pedidos de bises. El Boston era la pesadilla teatralizada de aquellos proyectos, lo mejor sería adelantarse a la crueldad de la gente y tomarle la delantera al sarcasmo popular.
-La Coja está bien.
La mujer de acento francés la volvió a mirar a los ojos, esta segunda vez sin bajar la mirada, sin necesitar observarle los pies confirmando lo que advirtió en cuanto la pianista entró al Boston, cuando la vio avanzando a tientas por el salón semivacío.
-Si tocás el piano con el mismo coraje no tenés nada que temer, le dijo pensando que la nueva necesitaba una frase de ánimo. Andá y suerte.
La muchacha caminó hacia el piano a su paso como si el instrumento mecánico fuera a desvirgarla con brutalidad. La gente, aburrida de la monotonía en que se había encauzado la noche la miró como a bicho raro, a puta renga y fea. Por un instante pudo escapar a la desgracia; sucedió que en vez de huir escapada ella marchaba a cada segundo más adentro de lo prudencial. La perspectiva estaba minada de incomodidad, hasta esa caminata crucial se permitió seguras incertidumbres, debía reaccionar con firmeza y aplomo a riesgo de terminar mal la salida. Puede decirse que empezó bien, de pasada agarró una silla por el respaldo arrastrándola sin prisa hacia el piano; el ruido de las dos patas sobre el piso de madera acalló unas conversaciones que ignoraron su llegada y la silla se hacía notar, como si tuviera un defecto de fabricación en una de las extremidades.
Cuando estuvo junto al piano sacó inmundicias acumuladas sobre la caja, vasos sucios, trapos, ceniceros llenos de puchos y que puso sobre una mesa; luego sopló queriendo sacar de allí la mugre acumulada. El individuo que atendía el bar se acercó dispuesto a llevarse las porquerías, sin que ella se lo hubiera pedido comenzó a pasar un trapo sobre el piano, dejando huellas húmedas sobre la mugre residual que se resistía a despegarse.
-Qué te sirvo, le dijo antes de regresar al mostrador.
Al escucharse responder ella se sonrió de la parte de adentro.
-Una cervecita bien fría, en vaso grande, le contestó.
La otra mujer de hace un rato del acento francés a todo eso había golpeado las palmas para llamar la atención de la escasa concurrencia. Estaba preparando al gran público de la muchacha renga, la platea singular que le estaba destinada; sus palabras de presentación si bien carecieron de sutilezas retóricas, tuvieron la virtud de la concentración e introdujo a la nueva pianista a la manera del título deformado de una polka popular.
-Damas y caballeros, prestigiosos público, el Boston se enorgullece de… y algunas toses que preludiaban risotadas lograron perturbarla, entonces decidió ir directo al grano. Aquí al piano, la Coja.
***
Debía comenzar a empezar y aquello era un horror, los que tosieron y me miraron como a una curiosidad desagradable nunca supieron que los primeros compases que toqué -y que Dios me perdone- fueron de una sonata de Scarlatti. Pasados unos segundos arranqué con una milonga que gustaba mucho por aquellos años; cuando terminé la primera pieza los parroquianos aplaudieron con generosidad, me emocioné por esos manotazos queriendo coordinarse con estragos de caña y hambre.
El espíritu del extranjero que me observó con insistencia cuando erraba por la calle se sentía bien por mi actitud en el Boston, admitía mi farsa y la deformidad como si estuviera destinada a ser amante de los muertos, penetrada por hombres intangibles que usarían mi cuerpo para el placer de comunicar, desde mis entrañas inválidas, lo que olvidaron gritar estando en vida, mensajes desesperados portadores de verdades tremendas.
-Bien Coja, dijo alguien desde el fondo, sin insinuar otro sentido que el lastimoso de la renguera.
Hacía menos de una hora fui una muchacha cauta adicta al trago asomándome a esos antros con la prudencia del miedo, cuando escuché a mi nuevo admirador ya era una vieja voz conocida de los asistentes. Nadie podría imaginar lo que sentí en esos momentos, ni yo misma creí que pudiera tocar tangos de esa manera convincente, canciones venidas desde lejos sobre marineros tatuados y putas miserables de bares crepusculares. Cuando finalicé la milonga me tomé de un trago la cerveza que me habían traído y luego, posesa y feliz de serlo, toqué una hora sin parar. Ellos estaban contentos, eso podía adivinarlo y así empezaron los meses breves más intensos de mi vida, la etapa previa al encuentro.
La francesa estaba agradecida por mi llegada que definió de providencial. Nunca supe si ella era la patrona verdadera del Boston, creo que había por encima un alguien que prefería el secreto y lo mandaba todo. Al final de mi actuación preguntó si tenía donde dormir y dije que sí, me preguntó si tres pesos sería suficiente, le respondí que podía ser si me daban la ropa de escena y una comida. Dijo de venir todas las noches, argumenté que los dolores de la piernita, entonces pidió que la disculpara y acordamos jueves y viernes.
-El sábado hay mucho borracho y puta atorranta. Ni vale la pena, dijo la francesa. El domingo es noche de maricones.
A mi manera personal descubrí los placeres de vivir una doble vida sin ser necesariamente paralela, eran tan distintas las representaciones que nadie podría suponerlo, encendía en mí una alegría lindando la felicidad, consistente en alcanzar las antípodas de aquello que nos proponemos. Nada en mi pasado lo hacía suponer; el encuentro con otra clase de personas, que para nuestro círculo familiar era la escoria de la sociedad, pudo que completara de manera feliz mi educación sentimental haciéndome saber quién era y en esa búsqueda, el piano resultó vehículo privilegiado.
El don verdadero latente en la atmósfera cargada del Boston se fue perfeccionando, allí comencé a escuchar las voces intercaladas y decir palabras incoherentes que luego resultaran verdaderas; hechos triviales como accidentes, problemas de amoríos turbios, la Coja tocaba el piano, devenía pitonisa para la gente simple y al respecto recuerdo un episodio doloroso.
Mi deseo de pasar inadvertida en el ambiente se volvía problemático. Hablemos claro: el Boston más que un lugar de sano esparcimiento era un bar del bajo con pésima fama, cafetín de mala muerte, entre mujeres, alcohol, drogas y timba por plata, los delitos más variados nos asediaban cada noche acompañando el humo de los cigarrillos. Una señorita de buena familia puede si lo quiere, habituarse a convivir entre fragmentos dolorosos de la condición humana y escabrosidades de la vida cotidiana en potencia. El asunto revelador de ese mundillo fue la historia de la muchacha degollada, los hechos retenidos fueron terribles también para ese ambiente de desalmados.
La muchacha muerta era una recién llegada del interior, la vi cuando desembarcó en nuestro reducto y desde la primera noche me apenó lo que sería su sombrío porvenir sin poder decirle nada. Con el paso del tiempo me endurecí de carácter, por más que hablara de desgracias venideras el mundo permanecería tal cual. Ahí y entre esa gente se aprendía rápido, a la semana de llegada al Boston le restaban a la muchacha pocas trazas de cierta ternura campesina, ella podía vengarse del mundo en cualquier circunstancia desplumando a un gringo, enfermando de cuerpo y alma a un muchacho primerizo. El odio de la infeliz se quedó sin tiempo de revancha, una noche cualquiera alguien la degolló en su pieza de pensión. De tal manera, que se desangró sabiendo sobre un colchón remendado que absorbió la sangre hasta volverse masa repugnante de lana, hinchada de coágulos, un animal inimaginable carnívoro en el medio del que reposaba el cuerpecito vaciado de la muchacha. La muerte, esa muerte desagradable quebró la tregua con las autoridades, fueron malos días para el bajo y el Boston en particular, que era donde la víctima sacudía sus efímeros encantos. Un viernes negro, cuando llegué para asegurar mi actuación aquello era una ratonera alborotada.
– ¿Y vos quién mierda sos? me preguntó un hombre autoritario, con voz grave de bajo borracho y tomándome del brazo como si fuera una chiruza más.
-Déjela, dijo de inmediato la francesa. Es la Coja, la pianista. Luego me miró embarazada y agregó: Perdoná Coja, una urgencia… no había manera de avisarte, ni siquiera sé dónde vivís.
Los asistentes a la representación estábamos sentados como rehenes, callados y miedosos de estar aguardando que develaran en público nuestro secreto; la francesa, igual que si contara un folletín de suceso me puso al tanto del sórdido asunto que sacudía la delictiva calma del Boston. Mientras la escuchaba tuve miedo de confesarle que en ese misterio nada había para mí de sorprendente, de contarle que había visto la noticia inscripta en la aureola de la muerta la semana anterior. Dentro del drama evocado la situación era absurda, cada uno de los distraídos parroquianos que entraba al local resultaba maltratado y proyectado al rincón donde era interrogado con brutalidad, miedos y malentendidos se sumaban en orgía de insultos humillantes.
Creo que de haber insistido hubiera podido irme para casa; preferí quedarme, los allí molestados era gente que yo quería. Esa noche dejaría de tocar, esa noche escucharía.
-Es el comisario Menéndez en persona, patrón de la seccional primera, dijo la francesa. Llegó hecho una furia dispuesto a resolver el asunto rápido, esta historia nos cuesta un mes de desgracia en el trabajo.
-Pobre muchacha, dije.
-Mirá Coja, diez minutos son suficientes para llorarla y ya pasaron. Eso es el pasado, los pobres que importan son los que seguimos vivos.
-En estos momentos me gustaría tener tu seguridad.
El hombre del bar se me acercó igual que en una noche cualquiera y yo comenzara a tocar en cinco minutitos.
– ¿Querés algo Coja?
-Dame caña, le dije.
El hombre se sorprendió escuchando que salía de mi rutina de cervecita, nada dijo y volvió al ratito con el vasito lleno hasta el borde. Tomé la caña de un trago, me sentí un poquito mareada y miré hacia la calle. Era en nuestra calle que deambulaba el espectro del extranjero de la primera noche, regresando cuando algo maligno se acercaba a mi vida. Las letras de la palabra Boston de la vidriera se habían transfigurado en un nombre ruso parecido a notsoB; nada de ruso me dije, muchacha estás aprendiendo a leer el revés de la trama del mundo. Era el nuevo don que se manifestaba en una curiosa circunstancia, permitiéndome contemplar las cosas desde el otro lado.
Entonces lo supe, vi en su totalidad la vida sin interés de la muchacha degollada, recordé la última vez que la crucé en el Boston riendo con groserías de desafío y la vi del otro lado, desde la muerte y sobre el colchón hinchado de sangre entre filamentos de la enfermedad que terminaría matándola. Vi el tajo certero, al hombre con el cuchillo en la mano, el boleto del ferrocarril con destino a Concordia. Lo miré al del bar del lado de aquí de la realidad.
-Otra caña, le dije. Esto que me diste no es caña, es agua, y yo quiero caña paraguaya, a las rengas nos gusta la caña paraguaya.
-Tranquila muchacha, me susurró la francesa. Es la noche equivocada para hacerse la caprichosa, tranquila.
-Y vos qué sabés, le contesté de mala manera.
Me tomé de un trago la segunda caña y acompañé en dolor el segundo fuego que me quemaba el esófago, la garganta, la boca. No fueron las llamas de la caña lo decisivo, era la voz desde adentro pugnando por salir hecha alimaña repugnante de palabras.
-Menéndez, dije llamando la atención a la concurrencia. El tipo que buscás con tanto alboroto entre gente decente vino o va para Concordia. Es un hombre joven y violento. Dejá a la gente tranquila, revolvé en pensiones mugrientas cerca de la estación de trenes.
El comisario así interpelado, me miró con desprecio por haberle destartalado el montaje del operativo de guapo especulador llevado adelante para su lucimiento, con el poder de detener cuando lo decidiera a pura voluntad la farsa en el bajo.
-La muerta era del litoral, me dijo la francesa. Coja, por favor… no te metás en problemas de los que puedas arrepentirte luego. Al señor comisario le desagrada que lo tuteen.
Ella estaba en lo cierto, al oírme el comisario se acercó a mi mesa, colocó una silla cerca, se sentó y aprontó sin prisa el cigarrillo, preparándose para un interrogatorio apropiado al contrabandista requerido de mucho tiempo atrás.
-Así que vos venís y zás… de un saque y así. Zás. Lo sabés todo… mandás el bochín al fondo de la cancha y dejás a todos los aquí presentes con la boca abierta. Zás… Puede que te haga caso con la búsqueda en las pensiones que decís ¿Sabés por qué? Las rengas me traen suerte, menos cuando se mancan las yeguas del hipódromo. Pero antes de despedirnos, me decís de corrido cómo es que estás al tanto de los detalles. Espero que seas bien elocuente, de lo contrario te cago la vida, así de sencillo, te cago la vida, así de zás…
Dios mío, lo miré a los ojos sin temor y lo supe todo, era una gracia oscura pasando por mi espíritu y condena sin indulto. Podía ser una infeliz, mujer recelada, la renga despreciada o arremeter hasta que la gente me temiera por algo que acepta sin entender.
-De la misma manera que estoy viendo al hombre que te matará de tres balazos, le dije al oído.
– ¡Cruz diablo renga’e mierda! Te puedo dar una lista de candidatos que quieren mandarme para el otro lado. Nunca creí en brujas, pero que las hay las hay. Vos sos una. Que dios te ampare por esa maldición que te corroe las entrañas y te comió la pierna.
El comisario Menéndez, hombre cuarentón y pesado, vestido a la manera de un propietario de caballos de carreras se levantó como si hubiera visto un alma en pena.
-Vamos, ordenó a los hombres que lo acompañaban. Capaz que mañana tenemos que hacer un largo viaje en tren.
A los pocos días me enteré del final de la historia, una sórdida situación en un pueblo fronterizo que terminó con tragedia entre hermanastros; la visión había pasado de largo, los detalles y motivos humanos me estaban vedados en mis visiones. Desde aquella noche de caña paraguaya mi situación en el Boston cambió, incluso podía dejar de tocar el piano que era lo mismo y nadie me decía nada; querían que estuviera allí, comenzaban a respetarme, temerme como una curandera y ello empezó a disgustarme. Me sacaba de la penumbra del anonimato que había elegido y sin embargo -entre tanto poder cargado de ignorancia- el episodio que decidió mi retiro de la capital fue de una banalidad absoluta. Yo, que durante esos meses de tocar en el Boston avancé en el conocimiento de mí misma, me vi envuelta en un final de adolescente descubierta en su secreto familiar, más terrible para el pudor que la muerte de la muchacha venida del interior.
Fue un jueves sin importancia siendo casi la una de la madrugada, estaba acostumbrada a los ruidos circundantes mientras tocaba el piano y sin volverme, por lo escuchado, podía saber lo que sucedía en el local. Era jueves pues. Estando al final de mi actuación me percaté que abrían la puerta y entraban algunos hombres buscando diversión, de buena familia. Lo digo por el perfume a lavanda inglesa que sobrevolaba entre aromas de letrinas, el sudor masculino, afeites ordinarios de muchachas y que detectaba como nota disonante en una partitura. Estaban a las risas de esas que se oyen después de cenar con vino embotellado, la hora previa a meterse en las pensiones de la zona. Sería una noche lucrativa para las muchachas y soledad decepcionante para los buitres que caen tarde a mezquinar ofertas de último momento. Nadie me escuchaba porque la novedad de los clientes alborotó el gallinero, toqué un par de tangos para mi propio placer, primero Viejo smoking y luego Amurado. Cuando salía del rincón del piano y me dirigía al bar a buscar otra cervecita, quedé enfrentada cara a cara con mi padre que andaba manoseando a una de las muchachas más jóvenes.
Mi padre me miró como si se descubriera metido en un mal sueño, negándose a admitir lo que estaba viendo. Avanzó hacia mí un par de pasos y pareció que descubría en mi alguna parte suya que él buscaba olvidar.
-Papá, ¿qué haces aquí? le pregunté con ternura y cierta ingenuidad, buscando abolir lo absurdo que tenía la situación doméstica en el Boston.
Mi padre continuaba mirándome más abstraído que borracho, sin percatarse de la realidad que imponía la escenografía del Boston, algo en él pugnaba por negar la circunstancia y mi estar ahí se le hacía insoportable.
-Sabés nena… una desgracia. Quiroga se mató en Buenos Aires, dijo mi padre.
Después de algunos segundos, la mirada de mi padre vagó por el astral y explotó en una carcajada diabólica que me heló el cuerpo, los huesos deformes de la cadera. Luego me dio la espalda continuando su charla animada con la muchacha manoseada, dejándome en el alma el peso de la muerte de Quiroga. Nuestro encuentro familiar pasó inadvertido, estaba obligaba a tomar alguna decisión y su risa endemoniada fue un signo abriendo otros arcanos.
Volví a casa, mentiría si dijera que con el mismo espíritu de las otras noches, dormí tranquila lo que me sorprendió y puede que en verdad estuviera cansada, agotada. Al mediodía siguiente almorzamos en familia con maneras y contento como si nada hubiera sucedido la noche anterior. Viendo a mi padre sirviéndose unos enormes trozos de carne asada al horno, dudé que nuestro diálogo hubiera sido una alucinación, síntoma tangible de que me estaba volviendo loca; para salir de dudas debía alejarme de la casa familiar y terminar con la aventura trasnochada del Boston.
Avancé una estrategia decidida, apelando a mis nanas congénitas se hizo comprensible una salida de la capital en busca de reposo. A mi maestra de piano la señora Delmira, le propuse ampliar la zona de influencia del conservatorio Santa Cecilia y aceptó encantada de la vida. Ello me acercaba una excusa con algo de verdad justificando mi voluntad de mudanza. Más triste fue, la misma tarde del almuerzo conciliador en familia separarme de mi tiempo de pianista en el Boston; a la francesa le dije que se trataba de un adiós sin preguntas ni explicaciones innecesarias, marchaba lejos y quería hacerlo de la misma manera discreta con la que había llegado.
Claro que me cuidaría del mundo y siendo una tonta sentimental, le pedía que me despidiera de las muchachas, del encargado del bar que cada noche servía mi cerveza bien fría, de los muchachos trasnochadores que venían al Boston a escuchar tangos por puro gusto. Con la francesa nos abrazamos un rato largo como las amigas que éramos. Estaba contenta, la vi morir de viejita y con el cariño del hijo que llevaba en el vientre sin ella saberlo todavía, hermoso bastardo del hombre nórdico que hablaba una lengua incomprensible.
-Una cosa te pido, me dijo la francesa cuando estábamos en la puerta del Boston. ¿Cómo te llamás de verdad?
-Mercedes, yo me llamo Mercedes.
-Adiós Mercedes, au revoir.
Había entrado al Boston siendo una muchacha ingenua ignorante de las trapisondas de la vida y me alejaba con un pasado supletivo, resignada a una idea incierta de destino, forma de error entre misión y fatalidad. Hubiera querido al sentirme acuciada por poderes externos, terminar mis días en esa calle del bajo montevideano y la vigilancia cómplice del espectro hirsuto del expatriado merodeador.
Hubiera preferido huir de la pesada responsabilidad de dialogar con los muertos, ese don caído del infierno estaba incrustado en mi espíritu y nada lo sacaría de allí; me alejaba buscando en mi intimidad fuerzas elementales para administrarlo sin destruirme y que mermaran las ocasiones poniéndome en la penosa situación de ejercerlas.
Pero claro que lo recuerdo como si fuera hoy. Aquello sucedió a finales de 1936, comienzos del 37… ella tenía ya unos cuantos años y fueron los meses cuando asomó la desgracia para perpetuarse. Esa familia marcada por la fatalidad se contaba entre las más prósperas, influyentes y numerosas de la sociedad montevideana; la madre trajo al mundo algo así como siete hijos y esa natalidad doméstica, le permitió a la muchacha pasar a un segundo plano acaso favorable, participando esporádicamente en expresiones mundanas de felicidad familiar.
Desde muy pequeña supo que sería una mujer distante, rengueaba como secuela de una malformación congénita en la cadera, los rasgos faciales estrictos tampoco compensaban el defecto óseo, ella concentraba apariencias rehusando el misterio sensual, incitando el desdén como si se lo hubiera anunciado la Virgen en una aparición; sabía que las ataduras cartilaginosas de fealdad trabando su cuerpo se acentuarían con el correr de los años. Ante lo inapelable e incambiado reaccionó con sabiduría estoica; a las semanas sumadas de tristeza entendible -cuando llegó el trance sabido de interrogarse sobre su anatomía- le siguieron el escrúpulo, un vago consuelo de que tanta contrariedad debía ocultar otro privilegio potencial. Así como sus hermanas soñaban con promesas de protagonismo en sociedad, ella se distanció de afectos convencionales de parentela, habiendo tanto hermano en la familia la sucesión de la sangre vigorosa de los ancestros estaba asegurada.
Con libertad impuesta ante la responsabilidad femenina de parir herederos, la muchacha se proyectó en un porvenir de soledad y aislamiento como lo haría una heroína sufrida de folletín. El reconocimiento temprano de limitaciones relativas a convenciones matrimoniales asumido, ella despejó para siempre cualquier estado de ánimo lindando el desasosiego. Fuerte de carácter por necesidad, se propuso conquistar con sus propias manos la estrechísima parcela de felicidad que le estaba destinada, dando por descontado que debería arreglárselas con su magra escudilla de dicha: tiempo indefinido, espacio probable para evolucionar y ese cuerpo… Tal era una definición aceptable de la vida aguardándola, su existencia exigiría al máximo la pericia de administrar lo indeseado, le serían negados el derroche de desplantes que consiente la belleza insolente y otros caprichos de quien está tocada para asumir un destino superior. Fue imperativo cultivar la discreción, domeñar desde la infancia el desorden de las pasiones evitando acechanzas del ridículo y hallar territorios de contento donde la fealdad no contara.
A fuerza de voluntad y determinismo fatalista impostor, desde los primeros años tenía maneras de tía solterona desacomplejada y parecía asediada por un pasado de amores turbios que la siguieran desde una vida anterior. Era la nena especial, condición ideal teniendo en cuenta los escasos tratos sociales que estaba obligada a padecer y lo mismo se las ingenió para dominar astucias elementales de la existencia. Aprendió costura dispensándose la vergüenza de ir a la modista, desnudar la cadera malformada y la pierna esa tullida; se inició a los secretos de la comida refinada, educando con dietas estrictas el cuerpo que debería aguardar sin rubores la hora de la muerte sin hijos. Conoció gramáticas de varios idiomas para escudarse de participar en triviales conversaciones caseras y aceleró su aprendizaje del piano. Mientras ella tocaba durante las sofocantes tardes de febrero, la gente al tanto respetaba sus silencios; entre otras actividades defensivas la música fue determinante, sumándole una aureola prudente de recato expatriado que la integraba en la categoría de dulce muchacha de conservatorio que tranquilizó a la familia. La frecuentación asidua de musas comprensivas y la cercanía correspondida del universo artístico, agregaba al patrimonio social otra pátina, privilegio inusual en aquella sociedad impía además de compensar carencias visibles. La gente envidiosa y que es muy cruel cuando se ensaña comentaba, «ella es deforme y Dios es justo: interpreta Chopin como los ángeles».
Las visitas diarias entre semana al conservatorio Santa Cecilia, ayudaron a fortalecerla en las virtudes invisibles. La muchacha era tullida y la familia la protegía en clausura evitándole las tareas fatigosas de la casa; si bien había un servicio doméstico exagerado, la casa era tan enorme que en cada minuto algo las tenía ocupadas. Entre compasión e hipocresía disimulada, las tres hermanas optaron por liberarla del porcentaje de labores que le correspondía, dejándola que se ocupara del teclado del Pleyel con tal que renunciara al derecho estropeado a ser feliz y pudiera irritarlas. Si el piano y su práctica persistente comenzó siendo actividad etérea, con el correr del tiempo adquirió una intensidad que nadie previó. Constante con metrónomo y hacia el final de la niñez, ella amenizaba la vida familiar opaca, volviéndose presencia ineludible en la atmósfera de la casona. Su padre se sentaba en el sillón de mimbre a escucharla cada tarde; él comenzaba leyendo el periódico y luego se concentraba hipnotizado por una fuerza nueva que podría doblegarlo. La presentaban encantados a los invitados ocasionales, ya fueran simples amistades o evasivos hombres de negocios. En las fiestas familiares -casi cada semana del año tratándose de familia numerosa- la muchacha tocaba el piano, sublimando una modalidad lateral de protagonismo y lujo de consuelo permitido a la muchacha estropeada, demostración del poder del carácter que se estaba forjando.
El pacto con la música y el auditorio cambiaron durante un examen de fin de curso, prueba intensa en los salones del Conservatorio más considerado de la ciudad. De pronto, en medio de un ejercicio sin complicaciones, sus manos habiendo dejado de pertenecerle y respondiendo a órdenes de un corazón ajeno, comenzaron a evolucionar sobre el teclado de manera imprevista, como se decían que tocaban los músicos negros de la Nueva Orleans. Sin perder el dominio de la musicalidad que no obstante se elevaba en la sala a la perfección, las manos se lanzaron a descifrar partituras con un sentido del ritmo seguro, original e inapelable que dejó estupefactos a los asistentes edulcorados por horas de interpretaciones escolares. Fue el momento en que cambiaba de intensidad la lámpara interior o candil del espíritu y ella descubría que mediante el piano podía aspirar a instancias del mundo inesperadas por ocultas. El entusiasmo suscitado en los profesores resultó excesivo y en varios se acercaba a desvanecimientos de emoción romántica. El trato de los vecinos se acercó al respecto a medida que se supo que la muchacha podía ser artista de verdad, vieron en ella -su aspecto continuaba siendo determinante- una pitonisa del reino de la música, así como hay mensajeros enviados del mundo de los muertos. Se hablaba de convencer al padre para que la autorizara a viajar al extranjero a perfeccionarse; por una vez irrepetible, ella era el centro de una situación donde se cotejaban posibilidades estéticas excepcionales y la medida del cuerpo.
Fue con la primera regla indicando una alteración interna que descubrió una distensión de su feminidad y el peso del don recibido. Lo que podía colmar de felicidad a cualquier muchacha la sumió en estados febriles constantes, acompañados de melancolía malsana comparable al movimiento perpetuo. Se propuso que nunca compartiría su talento con ningún público dispuesto a la admiración; renunció a mostrar a hombre alguno los estigmas del cuerpo deforme, legado de una naturaleza vengadora y rapaz, ensañada con una zona de su persona resonando en su vida atonal. Intuyendo el orgullo voluntarioso del padre, sin importarle la frustración de maestros y allegados, ella abortó a sus proyectos de carrera toda probabilidad de vuelo al exterior. Cultivó el don que compensaba delirios negados del amor y dedicó sin descanso sus días al conservatorio de la señora Delmira, enseñándole música a los niños obligados. Era relativamente feliz, por algún tiempo creyó dominar la paradoja resistida del alma, los deseos reprimidos de la música fueron alimañas enfurecidas que la roían por dentro. ¿Quién se abroga el derecho de conocer lo que una situación así destruye en el alma de una muchacha montevideana?
Nadie estaría dispuesto a admitir que tal como sucedió, pudieran coexistir en ella lo visible y la atracción por los valles abyectos, el atractivo del mal traído por la botella y sus escapadas de salidas nocturnas. La familia convivió con una alcohólica durante dos años sin percatarse, hay quien decía en voz baja que nadie en la casa quería darse por enterado temiendo el bochorno social y asimismo por desinterés hacia su persona. Ella comenzó dulcemente con licores caseros de las tías viejas, al tiempo no lograba despertar sin sentir desde el primer minuto de vigilia el fuego del trago de ginebra saliendo de la botella. Si se desparramaba sobre la alfombra del salón era anemia, cuando tropezaba en el zaguán un pequeño vértigo, si se dormía en la mesa durante la cena se trataba de efectos devastadores del abuso de la memoria musical. Vomitaba en el patio junto a las macetas y era la vista cansada, cuando no la sangre espesa; por no hablar del insomnio, cierta confusa tendencia al sonambulismo que le daba aires de personaje de ópera andando por la casona familiar. Habiendo negado la posibilidad de alojar una virtuosa del piano, la casa tenía entre sus cortinados a una mujer salida del aria de Donizetti, la sonámbula… hasta se acercaba al inicio de una caricatura. Pareció lógico que el alcohol fuera insuficiente, un rencor ingobernable la incitaba a tentar otras experiencias para castigar el cuerpo maldecido. Como si hubiera querido prostituirse entre mujeres tullidas, para clientes tullidos en una casa de tolerancia goyesca refinada, sabiendo la imposibilidad de concretar esa pesadilla resultó sensible al llamado del mundo asocial.
Ninguna ciudad como Montevideo La Coquette podía tener la marginalidad despreciada más al alcance de la mano, ninguna otra tenía ese camino abierto sencillo de emprender, tránsito frecuente entre vida de sociedad elegante y submundo de los otros. Pasaje natural a la intemperie accesible entre adentro y el afuera de las buenas costumbres, que se podía transitar caminando, como quien pasa de un lado a otro de la ribera por el tendido de un puente romano. Se lo dijeron desde pequeña: «Nunca bajes por esa calle que lleva al puerto, nunca», el tipo de advertencia y prohibición que más se recuerda cuando comienza a alejarse la juventud. Fue por esa calle proscripta años atrás, que una noche mágica de octubre se encaminó hacia los bordes del puerto montevideano a la búsqueda del barco fantasma en dique seco que nunca zarpa. Su plan original -si es que lo había y autodestructivo- fue atemperado por el azar puro, supuración lenta del segundo don superior aguardándola que resultó definitivo, una sífilis persistente del alma.
Caminaba, avanzaba sin mirar a los lados, ella está ahí sin haber franqueado las puertas prohibidas que temía. Hombres y mujeres adivinaba en portales de hoteles fulgurantes, conventillos ruidosos hasta tarde; envidió de las sombras movedizas la soltura con la que resolvían la poca vida que les restaba malgastar hasta la muerte temprana. Consideró la vida miserable de las mujeres, acaso envidió que esa noche les pagaran por denudarse, les dieran billetes por lamerlas en intimidades fatigadas y penetrarlas salvajemente a lo cautivas de asaltos de fortalezas medievales. Una cualquiera de esas criaturas tendría, en tres horas de esa misma noche en que arrastraba su pierna muerta por los adoquines, más hombres que ella en la vida. El andar alternado presuponía en alguien que la viera una tara, ella merecería ser florista de la calle de la perdición, vendedora de números de lotería. Su aspecto aunque recurrió a vestidos que le daban apariencia de pobre, su rostro donde la excitación transfiguraba la fealdad, despertaba el deseo de hombres bebidos y para quienes una tullida agregaba cierto morbo curioso; igual que la muchacha tuberculosa viniendo al bajo a rescatar al novio calavera de las garras del vicio, temerosa de que la sífilis y otras bacterias venéreas la condenaran a una descendencia de hijos tarados. Esos pensamientos debieron ser suficientes y paralizarle las ganas de seguir adelante; entraron sin embargo en movimiento fuerzas poderosas, haciendo de la incursión otra vivencia que el descubrimiento de la perdición, le entregarían un destino.
El paisaje del bajo resultó límpido y claro como el imaginario de las pesadillas, siguiendo la calle recta que baja sin control seis manzanas o diez en un bullicio que suplanta a la vida. Una vía prometiendo remedos fingidos de felicidad, saetas de calles adyacentes y callejones ciegos, donde el olor de sordidez es tangible entre bestias domésticas, mirando con ojos espectrales de muertos, donde había mujeres maquilladas de pudor, enemigas juradas de las luces de la prostitución afincadas en el fondo del pozo negándose a salir, atrapadas en la noria del desvestirse hasta que la muerte las alcance. Había por allí hombres traspasando el zaguán de comedia amorosa y descarga catártica como perro jadeante, en quienes la sensualidad degeneró hacia la redundancia de una manía corporal monotemática. Repetición de únicos gestos bestiales en los que suponían radicaba el placer de la especie, entretelones de monomanía que exalta y roe la vida, cuya consumación retarda los demás: danza desesperada, mientras la variedad se descarta y el movimiento acciona la bifurcación. En esa calle vertebral hombres y mujeres se buscaban siendo matrimonios enamorados luego de meses de separación forzada. Había una perversión densa en la repetición concediendo escuchar pasos lentos y palabras viciosas aisladas, dichas en voz baja, con interferencias de insultos, desplazamientos del celo artificial y negociado. Demasiada osadía para una primera vez; era tiempo de volver para una muchacha de su casa y que nunca imaginó la maravilla aguardándola esa noche del alma.
Ahora la vemos remontando la calle principal cuando algo la decidió a pararse en la vereda. Desde el interior de uno de los locales, bien triste pues el festejo era menor al necesario, especie de cabaret barato, piringundín de cuarta, alguien la miraba con insistencia inadecuada a la intención del paseo. Era la mirada del otro que parecía haber adivinado el plan de la muchacha esa noche y conocía la íntima razón -que ni ella sabía- por la que estaba allí, a esa hora precisamente y demasiado tarde para volver atrás. Lo supo así, así lo supo sin que mediara nada; entendió que el hombre era un extranjero venido de lejos y hablaba una lengua extraña. Estremecedor fue asumir que el hombre estaba muerto y esa mirada era de ánima errante, alma sin descanso exilada en la noche portuaria. A través de los cristales sucios, entre el espíritu alterado de la muchacha y luces del interior del tugurio se interpusieron seis letras oscuras y corpóreas, flotando compactas en la nada.
Ella estaba entrando en el Boston y no entraba, había una fuerza incitándola a penetrar en el recinto reducido como una cajita de los locos. De haber sido una noche de ambiente de fin de semana la situación pudo haberla ayudado y no fue el caso; apenas puso la muchacha un pie en el interior, cuando pasó de cuerpo entero adentro del Boston, el cuadro se programó en escenografía de zarzuela esperpéntica. La alejada barra del bar con marinos acodados, mesas del fondo donde alternaban hombres con familia en algún lugar de la ciudad, obreros carcomidos por el piojo de la vida perseverando en lento suicidio de alcohol y cigarrillos negros, hombres jóvenes con aspecto de poetas malditos equivocados de ciudad y siglo. En réplica, a la orden de un director de escena invisible, el desplazamiento del minúsculo coro femenino forzadas a la alegría por llegar con alguna moneda al amanecer. Le pareció que había estado antes allí, en un sueño tal vez… en otra vida era posible y con el cuerpo extraviado ella había estado allí.
Una de las mujeres que luego sería buena amiga, al verla se separó del conjunto acercándose a proponerle una variante de recibimiento.
-Chiquita, te equivocaste de puerta, le dijo en secreto, con marcado acento francés.
-C’est possible, respondió la muchacha.
La respuesta inesperada hizo sonreír a la otra por una imperceptible fracción de segundo y la mujer recuperó el rictus adecuando a la noche arrepentida de la mala jugada que le hizo la memoria.
-Cuando trabajo hablo en criollo, le dijo. ¿Qué querés?
La muchacha nada tenía para decirle a aquella mujer, explicarle las razones de la expedición que la llevó hasta allí equivaldría a insultarla, decirle que era una nueva copera en busca de trabajo la hubiera conducido al ridículo. Algo del orden providencial vino a salvarla, auxilio inesperado y providencial; en uno de los rincones del local, como si se tratara de una absurda mesa de operaciones abandonada sobre la que amontonaban paraguas rotos, botellas vacías, máquinas de coser inservibles y vasos de cristal de Bacarat había un piano vertical. Sin hablar, nuestra amiga respondió estirando hacia adelante el mentón de la cara tan fea, señalando el pianito.
-Ya mi nena, ya. Hace meses ellos me dijeron que enviarían a alguien. Mirá, caés justo. Esta noche es un velorio. Dale que te presento. ¿Cómo te llamás?
La muchacha dudó unos instantes, pensó en la música del apellido materno que soñó alguna vez utilizar en giras por el mundo, donde cada concierto finaliza con un ramo de rosas entre aplausos y pedidos de bises. El Boston era la pesadilla teatralizada de aquellos proyectos, lo mejor sería adelantarse a la crueldad de la gente y tomarle la delantera al sarcasmo popular.
-La Coja está bien.
La mujer de acento francés la volvió a mirar a los ojos, esta segunda vez sin bajar la mirada, sin necesitar observarle los pies confirmando lo que advirtió en cuanto la pianista entró al Boston, cuando la vio avanzando a tientas por el salón semivacío.
-Si tocás el piano con el mismo coraje no tenés nada que temer, le dijo pensando que la nueva necesitaba una frase de ánimo. Andá y suerte.
La muchacha caminó hacia el piano a su paso como si el instrumento mecánico fuera a desvirgarla con brutalidad. La gente, aburrida de la monotonía en que se había encauzado la noche la miró como a bicho raro, a puta renga y fea. Por un instante pudo escapar a la desgracia; sucedió que en vez de huir escapada ella marchaba a cada segundo más adentro de lo prudencial. La perspectiva estaba minada de incomodidad, hasta esa caminata crucial se permitió seguras incertidumbres, debía reaccionar con firmeza y aplomo a riesgo de terminar mal la salida. Puede decirse que empezó bien, de pasada agarró una silla por el respaldo arrastrándola sin prisa hacia el piano; el ruido de las dos patas sobre el piso de madera acalló unas conversaciones que ignoraron su llegada y la silla se hacía notar, como si tuviera un defecto de fabricación en una de las extremidades.
Cuando estuvo junto al piano sacó inmundicias acumuladas sobre la caja, vasos sucios, trapos, ceniceros llenos de puchos y que puso sobre una mesa; luego sopló queriendo sacar de allí la mugre acumulada. El individuo que atendía el bar se acercó dispuesto a llevarse las porquerías, sin que ella se lo hubiera pedido comenzó a pasar un trapo sobre el piano, dejando huellas húmedas sobre la mugre residual que se resistía a despegarse.
-Qué te sirvo, le dijo antes de regresar al mostrador.
Al escucharse responder ella se sonrió de la parte de adentro.
-Una cervecita bien fría, en vaso grande, le contestó.
La otra mujer de hace un rato del acento francés a todo eso había golpeado las palmas para llamar la atención de la escasa concurrencia. Estaba preparando al gran público de la muchacha renga, la platea singular que le estaba destinada; sus palabras de presentación si bien carecieron de sutilezas retóricas, tuvieron la virtud de la concentración e introdujo a la nueva pianista a la manera del título deformado de una polka popular.
-Damas y caballeros, prestigiosos público, el Boston se enorgullece de… y algunas toses que preludiaban risotadas lograron perturbarla, entonces decidió ir directo al grano. Aquí al piano, la Coja.
***
Debía comenzar a empezar y aquello era un horror, los que tosieron y me miraron como a una curiosidad desagradable nunca supieron que los primeros compases que toqué -y que Dios me perdone- fueron de una sonata de Scarlatti. Pasados unos segundos arranqué con una milonga que gustaba mucho por aquellos años; cuando terminé la primera pieza los parroquianos aplaudieron con generosidad, me emocioné por esos manotazos queriendo coordinarse con estragos de caña y hambre.
El espíritu del extranjero que me observó con insistencia cuando erraba por la calle se sentía bien por mi actitud en el Boston, admitía mi farsa y la deformidad como si estuviera destinada a ser amante de los muertos, penetrada por hombres intangibles que usarían mi cuerpo para el placer de comunicar, desde mis entrañas inválidas, lo que olvidaron gritar estando en vida, mensajes desesperados portadores de verdades tremendas.
-Bien Coja, dijo alguien desde el fondo, sin insinuar otro sentido que el lastimoso de la renguera.
Hacía menos de una hora fui una muchacha cauta adicta al trago asomándome a esos antros con la prudencia del miedo, cuando escuché a mi nuevo admirador ya era una vieja voz conocida de los asistentes. Nadie podría imaginar lo que sentí en esos momentos, ni yo misma creí que pudiera tocar tangos de esa manera convincente, canciones venidas desde lejos sobre marineros tatuados y putas miserables de bares crepusculares. Cuando finalicé la milonga me tomé de un trago la cerveza que me habían traído y luego, posesa y feliz de serlo, toqué una hora sin parar. Ellos estaban contentos, eso podía adivinarlo y así empezaron los meses breves más intensos de mi vida, la etapa previa al encuentro.
La francesa estaba agradecida por mi llegada que definió de providencial. Nunca supe si ella era la patrona verdadera del Boston, creo que había por encima un alguien que prefería el secreto y lo mandaba todo. Al final de mi actuación preguntó si tenía donde dormir y dije que sí, me preguntó si tres pesos sería suficiente, le respondí que podía ser si me daban la ropa de escena y una comida. Dijo de venir todas las noches, argumenté que los dolores de la piernita, entonces pidió que la disculpara y acordamos jueves y viernes.
-El sábado hay mucho borracho y puta atorranta. Ni vale la pena, dijo la francesa. El domingo es noche de maricones.
A mi manera personal descubrí los placeres de vivir una doble vida sin ser necesariamente paralela, eran tan distintas las representaciones que nadie podría suponerlo, encendía en mí una alegría lindando la felicidad, consistente en alcanzar las antípodas de aquello que nos proponemos. Nada en mi pasado lo hacía suponer; el encuentro con otra clase de personas, que para nuestro círculo familiar era la escoria de la sociedad, pudo que completara de manera feliz mi educación sentimental haciéndome saber quién era y en esa búsqueda, el piano resultó vehículo privilegiado.
El don verdadero latente en la atmósfera cargada del Boston se fue perfeccionando, allí comencé a escuchar las voces intercaladas y decir palabras incoherentes que luego resultaran verdaderas; hechos triviales como accidentes, problemas de amoríos turbios, la Coja tocaba el piano, devenía pitonisa para la gente simple y al respecto recuerdo un episodio doloroso.
Mi deseo de pasar inadvertida en el ambiente se volvía problemático. Hablemos claro: el Boston más que un lugar de sano esparcimiento era un bar del bajo con pésima fama, cafetín de mala muerte, entre mujeres, alcohol, drogas y timba por plata, los delitos más variados nos asediaban cada noche acompañando el humo de los cigarrillos. Una señorita de buena familia puede si lo quiere, habituarse a convivir entre fragmentos dolorosos de la condición humana y escabrosidades de la vida cotidiana en potencia. El asunto revelador de ese mundillo fue la historia de la muchacha degollada, los hechos retenidos fueron terribles también para ese ambiente de desalmados.
La muchacha muerta era una recién llegada del interior, la vi cuando desembarcó en nuestro reducto y desde la primera noche me apenó lo que sería su sombrío porvenir sin poder decirle nada. Con el paso del tiempo me endurecí de carácter, por más que hablara de desgracias venideras el mundo permanecería tal cual. Ahí y entre esa gente se aprendía rápido, a la semana de llegada al Boston le restaban a la muchacha pocas trazas de cierta ternura campesina, ella podía vengarse del mundo en cualquier circunstancia desplumando a un gringo, enfermando de cuerpo y alma a un muchacho primerizo. El odio de la infeliz se quedó sin tiempo de revancha, una noche cualquiera alguien la degolló en su pieza de pensión. De tal manera, que se desangró sabiendo sobre un colchón remendado que absorbió la sangre hasta volverse masa repugnante de lana, hinchada de coágulos, un animal inimaginable carnívoro en el medio del que reposaba el cuerpecito vaciado de la muchacha. La muerte, esa muerte desagradable quebró la tregua con las autoridades, fueron malos días para el bajo y el Boston en particular, que era donde la víctima sacudía sus efímeros encantos. Un viernes negro, cuando llegué para asegurar mi actuación aquello era una ratonera alborotada.
– ¿Y vos quién mierda sos? me preguntó un hombre autoritario, con voz grave de bajo borracho y tomándome del brazo como si fuera una chiruza más.
-Déjela, dijo de inmediato la francesa. Es la Coja, la pianista. Luego me miró embarazada y agregó: Perdoná Coja, una urgencia… no había manera de avisarte, ni siquiera sé dónde vivís.
Los asistentes a la representación estábamos sentados como rehenes, callados y miedosos de estar aguardando que develaran en público nuestro secreto; la francesa, igual que si contara un folletín de suceso me puso al tanto del sórdido asunto que sacudía la delictiva calma del Boston. Mientras la escuchaba tuve miedo de confesarle que en ese misterio nada había para mí de sorprendente, de contarle que había visto la noticia inscripta en la aureola de la muerta la semana anterior. Dentro del drama evocado la situación era absurda, cada uno de los distraídos parroquianos que entraba al local resultaba maltratado y proyectado al rincón donde era interrogado con brutalidad, miedos y malentendidos se sumaban en orgía de insultos humillantes.
Creo que de haber insistido hubiera podido irme para casa; preferí quedarme, los allí molestados era gente que yo quería. Esa noche dejaría de tocar, esa noche escucharía.
-Es el comisario Menéndez en persona, patrón de la seccional primera, dijo la francesa. Llegó hecho una furia dispuesto a resolver el asunto rápido, esta historia nos cuesta un mes de desgracia en el trabajo.
-Pobre muchacha, dije.
-Mirá Coja, diez minutos son suficientes para llorarla y ya pasaron. Eso es el pasado, los pobres que importan son los que seguimos vivos.
-En estos momentos me gustaría tener tu seguridad.
El hombre del bar se me acercó igual que en una noche cualquiera y yo comenzara a tocar en cinco minutitos.
– ¿Querés algo Coja?
-Dame caña, le dije.
El hombre se sorprendió escuchando que salía de mi rutina de cervecita, nada dijo y volvió al ratito con el vasito lleno hasta el borde. Tomé la caña de un trago, me sentí un poquito mareada y miré hacia la calle. Era en nuestra calle que deambulaba el espectro del extranjero de la primera noche, regresando cuando algo maligno se acercaba a mi vida. Las letras de la palabra Boston de la vidriera se habían transfigurado en un nombre ruso parecido a notsoB; nada de ruso me dije, muchacha estás aprendiendo a leer el revés de la trama del mundo. Era el nuevo don que se manifestaba en una curiosa circunstancia, permitiéndome contemplar las cosas desde el otro lado.
Entonces lo supe, vi en su totalidad la vida sin interés de la muchacha degollada, recordé la última vez que la crucé en el Boston riendo con groserías de desafío y la vi del otro lado, desde la muerte y sobre el colchón hinchado de sangre entre filamentos de la enfermedad que terminaría matándola. Vi el tajo certero, al hombre con el cuchillo en la mano, el boleto del ferrocarril con destino a Concordia. Lo miré al del bar del lado de aquí de la realidad.
-Otra caña, le dije. Esto que me diste no es caña, es agua, y yo quiero caña paraguaya, a las rengas nos gusta la caña paraguaya.
-Tranquila muchacha, me susurró la francesa. Es la noche equivocada para hacerse la caprichosa, tranquila.
-Y vos qué sabés, le contesté de mala manera.
Me tomé de un trago la segunda caña y acompañé en dolor el segundo fuego que me quemaba el esófago, la garganta, la boca. No fueron las llamas de la caña lo decisivo, era la voz desde adentro pugnando por salir hecha alimaña repugnante de palabras.
-Menéndez, dije llamando la atención a la concurrencia. El tipo que buscás con tanto alboroto entre gente decente vino o va para Concordia. Es un hombre joven y violento. Dejá a la gente tranquila, revolvé en pensiones mugrientas cerca de la estación de trenes.
El comisario así interpelado, me miró con desprecio por haberle destartalado el montaje del operativo de guapo especulador llevado adelante para su lucimiento, con el poder de detener cuando lo decidiera a pura voluntad la farsa en el bajo.
-La muerta era del litoral, me dijo la francesa. Coja, por favor… no te metás en problemas de los que puedas arrepentirte luego. Al señor comisario le desagrada que lo tuteen.
Ella estaba en lo cierto, al oírme el comisario se acercó a mi mesa, colocó una silla cerca, se sentó y aprontó sin prisa el cigarrillo, preparándose para un interrogatorio apropiado al contrabandista requerido de mucho tiempo atrás.
-Así que vos venís y zás… de un saque y así. Zás. Lo sabés todo… mandás el bochín al fondo de la cancha y dejás a todos los aquí presentes con la boca abierta. Zás… Puede que te haga caso con la búsqueda en las pensiones que decís ¿Sabés por qué? Las rengas me traen suerte, menos cuando se mancan las yeguas del hipódromo. Pero antes de despedirnos, me decís de corrido cómo es que estás al tanto de los detalles. Espero que seas bien elocuente, de lo contrario te cago la vida, así de sencillo, te cago la vida, así de zás…
Dios mío, lo miré a los ojos sin temor y lo supe todo, era una gracia oscura pasando por mi espíritu y condena sin indulto. Podía ser una infeliz, mujer recelada, la renga despreciada o arremeter hasta que la gente me temiera por algo que acepta sin entender.
-De la misma manera que estoy viendo al hombre que te matará de tres balazos, le dije al oído.
– ¡Cruz diablo renga’e mierda! Te puedo dar una lista de candidatos que quieren mandarme para el otro lado. Nunca creí en brujas, pero que las hay las hay. Vos sos una. Que dios te ampare por esa maldición que te corroe las entrañas y te comió la pierna.
El comisario Menéndez, hombre cuarentón y pesado, vestido a la manera de un propietario de caballos de carreras se levantó como si hubiera visto un alma en pena.
-Vamos, ordenó a los hombres que lo acompañaban. Capaz que mañana tenemos que hacer un largo viaje en tren.
A los pocos días me enteré del final de la historia, una sórdida situación en un pueblo fronterizo que terminó con tragedia entre hermanastros; la visión había pasado de largo, los detalles y motivos humanos me estaban vedados en mis visiones. Desde aquella noche de caña paraguaya mi situación en el Boston cambió, incluso podía dejar de tocar el piano que era lo mismo y nadie me decía nada; querían que estuviera allí, comenzaban a respetarme, temerme como una curandera y ello empezó a disgustarme. Me sacaba de la penumbra del anonimato que había elegido y sin embargo -entre tanto poder cargado de ignorancia- el episodio que decidió mi retiro de la capital fue de una banalidad absoluta. Yo, que durante esos meses de tocar en el Boston avancé en el conocimiento de mí misma, me vi envuelta en un final de adolescente descubierta en su secreto familiar, más terrible para el pudor que la muerte de la muchacha venida del interior.
Fue un jueves sin importancia siendo casi la una de la madrugada, estaba acostumbrada a los ruidos circundantes mientras tocaba el piano y sin volverme, por lo escuchado, podía saber lo que sucedía en el local. Era jueves pues. Estando al final de mi actuación me percaté que abrían la puerta y entraban algunos hombres buscando diversión, de buena familia. Lo digo por el perfume a lavanda inglesa que sobrevolaba entre aromas de letrinas, el sudor masculino, afeites ordinarios de muchachas y que detectaba como nota disonante en una partitura. Estaban a las risas de esas que se oyen después de cenar con vino embotellado, la hora previa a meterse en las pensiones de la zona. Sería una noche lucrativa para las muchachas y soledad decepcionante para los buitres que caen tarde a mezquinar ofertas de último momento. Nadie me escuchaba porque la novedad de los clientes alborotó el gallinero, toqué un par de tangos para mi propio placer, primero Viejo smoking y luego Amurado. Cuando salía del rincón del piano y me dirigía al bar a buscar otra cervecita, quedé enfrentada cara a cara con mi padre que andaba manoseando a una de las muchachas más jóvenes.
Mi padre me miró como si se descubriera metido en un mal sueño, negándose a admitir lo que estaba viendo. Avanzó hacia mí un par de pasos y pareció que descubría en mi alguna parte suya que él buscaba olvidar.
-Papá, ¿qué haces aquí? le pregunté con ternura y cierta ingenuidad, buscando abolir lo absurdo que tenía la situación doméstica en el Boston.
Mi padre continuaba mirándome más abstraído que borracho, sin percatarse de la realidad que imponía la escenografía del Boston, algo en él pugnaba por negar la circunstancia y mi estar ahí se le hacía insoportable.
-Sabés nena… una desgracia. Quiroga se mató en Buenos Aires, dijo mi padre.
Después de algunos segundos, la mirada de mi padre vagó por el astral y explotó en una carcajada diabólica que me heló el cuerpo, los huesos deformes de la cadera. Luego me dio la espalda continuando su charla animada con la muchacha manoseada, dejándome en el alma el peso de la muerte de Quiroga. Nuestro encuentro familiar pasó inadvertido, estaba obligaba a tomar alguna decisión y su risa endemoniada fue un signo abriendo otros arcanos.
Volví a casa, mentiría si dijera que con el mismo espíritu de las otras noches, dormí tranquila lo que me sorprendió y puede que en verdad estuviera cansada, agotada. Al mediodía siguiente almorzamos en familia con maneras y contento como si nada hubiera sucedido la noche anterior. Viendo a mi padre sirviéndose unos enormes trozos de carne asada al horno, dudé que nuestro diálogo hubiera sido una alucinación, síntoma tangible de que me estaba volviendo loca; para salir de dudas debía alejarme de la casa familiar y terminar con la aventura trasnochada del Boston.
Avancé una estrategia decidida, apelando a mis nanas congénitas se hizo comprensible una salida de la capital en busca de reposo. A mi maestra de piano la señora Delmira, le propuse ampliar la zona de influencia del conservatorio Santa Cecilia y aceptó encantada de la vida. Ello me acercaba una excusa con algo de verdad justificando mi voluntad de mudanza. Más triste fue, la misma tarde del almuerzo conciliador en familia separarme de mi tiempo de pianista en el Boston; a la francesa le dije que se trataba de un adiós sin preguntas ni explicaciones innecesarias, marchaba lejos y quería hacerlo de la misma manera discreta con la que había llegado.
Claro que me cuidaría del mundo y siendo una tonta sentimental, le pedía que me despidiera de las muchachas, del encargado del bar que cada noche servía mi cerveza bien fría, de los muchachos trasnochadores que venían al Boston a escuchar tangos por puro gusto. Con la francesa nos abrazamos un rato largo como las amigas que éramos. Estaba contenta, la vi morir de viejita y con el cariño del hijo que llevaba en el vientre sin ella saberlo todavía, hermoso bastardo del hombre nórdico que hablaba una lengua incomprensible.
-Una cosa te pido, me dijo la francesa cuando estábamos en la puerta del Boston. ¿Cómo te llamás de verdad?
-Mercedes, yo me llamo Mercedes.
-Adiós Mercedes, au revoir.
Había entrado al Boston siendo una muchacha ingenua ignorante de las trapisondas de la vida y me alejaba con un pasado supletivo, resignada a una idea incierta de destino, forma de error entre misión y fatalidad. Hubiera querido al sentirme acuciada por poderes externos, terminar mis días en esa calle del bajo montevideano y la vigilancia cómplice del espectro hirsuto del expatriado merodeador.
Hubiera preferido huir de la pesada responsabilidad de dialogar con los muertos, ese don caído del infierno estaba incrustado en mi espíritu y nada lo sacaría de allí; me alejaba buscando en mi intimidad fuerzas elementales para administrarlo sin destruirme y que mermaran las ocasiones poniéndome en la penosa situación de ejercerlas.