«El cazador Gracchus» amarra en Montevideo

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-ESTA EL SR. JANOUCH PARA USTED

Kafka tiene grandes ojos grises bajo espesas cejas negras, su cutis es moreno y los rasgos extremadamente móviles. Se expresa con su rostro y cuando puede cambiar una palabra por un movimiento de los músculos de su cara, él lo hace. Una sonrisa, un fruncir de cejas, la arruga de su frente baja, cualquier gesto con los labios: una gama de movimientos que suplen las frases habladas.

Franz Kafka adora los gestos, los utiliza con parsimonia sin que acompañen las palabras ni las dupliquen. Resultan expresiones de un lenguaje mímico casi autónomo, una manera de comunicarse que no tiene nada de un reflejo pasivo y constituye la expresión adaptada de una voluntad.

Juntar sus manos, colocar las palmas extendidas sobre la carpeta, calarse en el sillón sin que el confort suprima la tensión, inclinar la cabeza hacia adelante al mismo tiempo que levanta los hombros, apoyar la mano sobre el corazón: son una muestra de los medios expresivos que utiliza con parsimonia, acompañándolos de una sonrisa de excusa que parece decir: “Es cierto, confieso que juego. Espero que mi juego les agrade y además… hago eso para ganar vuestra comprensión mientras transcurre un pequeño momento.”

Olvidé cuántas veces fui a ver a Franz Kafka a su oficina. Una cosa la recuerdo con precisión: su manera de reaccionar, media hora o una buena hora antes de que finalizara su horario, cuando yo abría la puerta en el segundo piso de la Oficina Aseguradora de Obreros contra los Accidentes.

Él estaba sentado detrás de su escritorio, la cabeza echada hacia atrás, piernas extendidas y manos ligeramente reposadas sobre la mesa. El cuadro de Filla titulado El lector de Dostoievski puede evocar un tanto su pose, había un gran parecido entre el cuadro de Filla y la manera que tenía Franz Kafka de comportarse. El parecido era apenas exterior y ocultaba una gran diferencia interior.

El lector de Filla está subyugado por alguna cosa, mientras que Kafka tenía una actitud de abandono deliberada y en consecuencia victoriosa. Sobre sus labios delgados flotaba una fina sonrisa, que era más bien reflejo emotivo de una lejana alegría, vivida por otros, que la expresión de una alegría personal. Sus ojos miraban un poco de abajo hacia arriba. Franz Kafka tenía así una extraña actitud, como para excusar su gran figura alargada. Toda su silueta parecía decir: “Por favor… yo no tengo importancia. Me darían una gran alegría si prescindieran de mirarme.” 

Hablaba con voz de barítono, velada y débil pero marcadamente melodiosa, si bien permanecía mediana en altura y volumen. Voz, gesto y mirada irradiaban esa calma proveniente de la comprensión y la belleza.

Franz Kafka hablaba checo y alemán. Mejor el alemán, su alemán tenía un acento duro, parecido al que tiene el alemán hablado por los checos; pero se trata de un parecido lejano e inexacto. En realidad, era otra cosa.

El acento checo del cual yo pienso en alemán es duro. La lengua parece entrecortada, pero la lengua de Kafka jamás daba esa impresión. Se hubiera dicho angulosa, resultado de su tensión interior: cada palabra era una piedra. Su dureza provenía del deseo violento de medida y precisión; estaba determinada por caracteres personales y activos, no por trazas colectivas y pasivas.

Sus palabra se parecían a las manos. Tenía manos grandes y fuertes –palmas generosas, dedos largos y finos, uñas chatas en forma de espátula- con segmentos y articulaciones salientes pero delicadas.

Cuando recuerdo la voz de Kafka, su sonrisa y las manos me viene al pensamiento una acotación de mi padre: ”Una energía sumada a una fineza ansiosa; energía por la cual las pequeñas cosas resultan más difíciles.”

La oficina donde trabajaba Franz Kafka era una habitación de dimensiones medianas, bastante alta y opresiva. Su aspecto recordaba la distinguida elegancia del escritorio del patrón en un importante gabinete de abogados. La disposición del conjunto era agradable, había en esa oficina dos grandes puertas de doble hoja laqueadas de negro. Una daba hacia un oscuro corredor, atestada de enormes armarios de archivo, sintiendo a polvo de mugre y tabaco frío. La otra puerta, que se hallaba en el medio de la mampara que uno tenía a la derecha al entrar, daba hacia los otros escritorios ocupando el primer piso, costado calle, de la Oficina de Seguros. Hasta donde puedo recordar, esa segunda puerta casi nunca se abría. Los funcionarios y el público sólo utilizaban la puerta del corredor. Los que llegaban golpeaban, Kafka respondía con un “¿Si?” breve y con voz más bien débil, mientras que el colega con el cual Kafka compartía responsabilidades y oficina respondía gritando: “¡Entre!” con tono huraño de orden.

El tono de dicha interjección, buscando persuadir al visitante, antes incluso de que hubiera atravesado la puerta de su despreciable importancia, se acompañaba con cejas amarillas fruncidas, una raya trazada a cuchillo hasta la nuca con pocos cabellos color orina, cuello falso haciendo juego con la larga corbata sombría, chaleco abotonado hasta debajo del mentón y ojos de oca, preeminentes de un azul desvaído; ese era el hombre que, durante todos esos años, estuvo sentado frente a Kafka en su escritorio.

Recuerdo que ante cada “¡Entre!” huraño emitido por su colega, Kafka se sobresaltaba ligeramente. Parecía encogerse sobre sí mismo y miraba al otro con desconfianza mal disimulada, por debajo, aguardando casi de un momento a otro recibir un golpe. Por otra parte, adoptaba la misma actitud cuando su colega se dirigía a él con tono amable. Era claro que Kafka sufría confrontado a ese Treml de inhibiciones desagradables.

Fue así que, desde que comencé a visitarlo en la Oficina de Seguros le pregunté: “¿Podemos hablar delante suyo? ¿Es posible que sea un infidente?” El Dr. Kafka sacudió la cabeza y respondió: “No lo creo. Pero la gente que tienen tanto temor de perder su empleo son, eventualmente, capaces de cometer cierto número de iniquidades.”

-¿Usted le teme?

Kafka sonrió algo molesto y dijo: “Un verdugo es siempre sospechoso.

-¿Qué quiere usted decir?

-En nuestros días, el verdugo es un funcionario honorable; el espíritu pragmático de la función pública le asegura un buen sueldo. En consecuencia ¿por qué no habría un verdugo dormitando en todo honorable funcionario?

-¡Los funcionarios no matan a nadie!

-¡Oh que sí! ¡Y cómo! respondió Kafka bajando sus manos y golpeándolas sobre la mesa. Ellos toman seres vivos capaces de transformarse y hacen de ellos matrículas de archivos, muertos e incapaces de la mínima transformación.”

Reaccioné con un movimiento de cabeza, persuadido de que generalizando el Dr. Kafka quería evitar caracterizar a su colega de Oficina. Disimulaba la tensión que reinaba después de muchos años entre él y su colega más próximo. El Dr. Treml parecía tener conciencia de la aversión que inspiraba en Kafka: ya fuese sobre asuntos administrativos o personales, le hablaba con tono condescendiente, algo protector y una sonrisa mundana sarcástica se dibujaba en sus labios finos. ¿Qué importancia podía tener ese Dr. Kafka y sus visitantes, la mayoría adolescentes? ¡Y yo en particular!

Treml adoptaba una expresión que decía a las claras: “No logro entender por qué usted, el experto jurídico de la Oficina, se relaciona con mocosos carentes de interés, como si se tratara de personas de su rango; por qué los escucha y algunas veces como si incluso aprendiera alguna cosa.”

El más cercano colega de Kafka no hacía misterio de la aversión que tenía para con él y sus visitantes. Pero como ante su presencia estaba obligado a imponerse cierta reserva, salía con regularidad de la oficina, al menos cuando era yo que llegaba. El Dr. Kafka daba entonces un suspiro exagerado. Kafka sonreía y yo no me engañaba: ese Treml era para él un suplicio. Así le dije un día: “La vida no es sencilla teniendo un colega parecido.”

Levantando su mano, Kafka hizo un gesto enérgico de denegación:

“¡No, no! Es Inexacto. Él no es peor que los otros funcionarios. Al contrario, vale más que ellos. Tiene vastos conocimientos.”

Yo repliqué: “Acaso quiere hacer sólo una demostración.”

Kafka movió la cabeza: “Si, es posible. Mucha gente lo hace, sin realizar por tanto un trabajo real. Al contrario, el Dr. Treml es realmente trabajador.”

Suspiré: “Está bien. Hace su elogio, y por tanto no lo quiere. Vuestros elogios no tienen otro objetivo que ocultar su rechazo.”

Kafka parpadeó y mordió su labio inferior. Yo completé mi propósito: “Para usted, es alguien que pertenece a otra especie. Usted lo ve como una bestia extraña en su jaula.”

Entonces el Dr. Kafka me fija casi de mala manera y articula con voz baja, ronca a fuerza de energía contenida. “Usted se  equivoca. No es Treml, soy yo que estoy enjaulado. 

-Es comprensible, La Oficina…”

El Dr. Kafka me corta la palabra. “No hablo solamente de esta oficina, hablo en general.” Apoya su puño derecho sobre el pecho. “Yo cargo mis barrotes en mí continuamente.”

Nos miramos unos segundos en silencio. Alguien golpeó. Mi padre entró en la oficina, la tensión desapareció. Luego, sólo hablamos de cosas sin importancia, pero la impresión que me hizo esa frase “yo cargo mis barrotes en mí continuamente” seguía vibrando en mí. No sólo ese día, sino durante semanas y meses. Era como una brisa bajo la ceniza de los pequeños acontecimientos. Fue recién mucho tiempo después –en la primavera o verano de 1922, creo- que una potente llama surgió repentinamente de esa brasa. 

Estaba de visita en la oficina de Franz Kafka cuando él recibió por correo un ejemplar justificativo de su relato “La colonia penitenciaria.”

Kafka abrió el sobre gris sin saber lo que contenía. Cuando hojeó el volumen encuadernado en negro y verde, y reconoció su trabajo el malestar fue evidente. Abrió el cajón de su escritorio, me miró, cerró el cajón y me ofreció el libro:

“Creo que usted desea ver este libro.” Respondí con una sonrisa, abrí el libro, miré por arriba la tipografía y el papel; luego, sintiendo la nerviosidad de Kafka le devolví el libro y le dije:

“Está muy bien presentado. Es por cierto una muy bella impresión en tipo Drugulin. Tiene todo el derecho a estar satisfecho.

-No es tal el caso, dijo Franz Kafka. Metió el libro en el cajón que luego cerró con llave. La publicación de alguno de mis borradores siempre me inquieta.

-¿Entonces por qué permite que se impriman?

-¡Ese es el problema! Max Brod, Felix Meltsch, todos mis amigos, regularmente se apropian de tal o tal otra cosa que yo escribo, y luego me hacen la sorpresa de llegar con un contrato de edición en regla. No quiero causarles problemas y es así que, finalmente, se publican cosas que de hecho no son otra cosa que notas de uso personal o juegos. Estos documentos íntimos, atestiguando mi debilidad de hombre, se hallan así impresos y hasta vendidos, porque mis amigos, comenzando por Max Brod, se empeñaron en hacer literatura y porque, por mi parte, no tengo fuerza suficiente para destruir esos testimonios de mi soledad.

Kafka hizo una pausa y luego retomó la palabra en otro tono:

“Esto que vengo de decirle es por cierto exagerado, una pequeña maldad para con mis amigos. En realidad, estoy tan pervertido y falto de pudor, que yo mismo colaboro con esas publicaciones. Para excusar mi debilidad hago al mundo que me rodea más fuerte de lo que es en realidad. Por supuesto es un engaño. Uno es jurista o no lo es y por ello no sabría escapar del Mal.

Mi amigo Ernst Lederer escribía sus poemas con una tinta especial, azul claro, sobre bellas hojas de papel veneciano.

Se lo comenté a Kafka, que dijo:

“Él tiene razón. Cada mago tiene su ceremonial. Haydn, por ejemplo, sólo componía luego de ponerse una peluca solemnemente espolvoreada. La escritura es una manera de evocar a los espíritus.”

Algunas veces quedaba estupefacto por las profundos conocimientos que Kafka tenía de los diversos monumentos de la ciudad. Conocía a fondo no solamente los palacios y las iglesias, sino también las más escondidos de las casas con pasajes de la ciudad vieja. Sabía los nombres antiguos de las casas, incluso cuando sus viejos blasones habían sido retirados de las entradas y llevadas al museo municipal en la calle Ne Parici. Kafka descifraba sobre los muros de las viejas casas la historia de la ciudad. Me llevaba por las calles recónditas a esos minúsculos patios interiores en forma de embudo que se encuentran en la vieja Praga y que denomina “escupideras de luz”. En el barrio del viejo puente Charles, me hizo atravesar un porche de inmuebles barrocos, luego otro patio chico como un pañuelito con arcadas renacentistas, luego un estrecho túnel oscuro llevando a una taberna liliputense, apretada en un pequeño patio y llamada ”Vigías de estrellas” (en checo U hvezdaru): ese nombre proviene de que Kepler vivió allí un cierto tiempo y que fue ahí, bajo esa arcada sombría como una caverna, que surgió en 1609 la célebre obra que dejaba bien atrás las certitudes de la ciencia de entonces: “Astronomía Nova”. 

El Dr. Kafka amaba las viejas calles, los palacios, los jardines y las iglesias de la ciudad donde había nacido. Hojeaba con placer e interés todos los libros consagrados a la vieja Praga que yo venía a mostrarle a su oficina. Con manos y ojos, literalmente acariciaba las páginas de esas obras, incluso si las había leído hace tiempo, sin haber esperado que yo se las llevara. Tenía en esos casos la mirada brillante del coleccionista en éxtasis, si bien él no tenía nada de coleccionista; los objetos del pasado no los consideraba piezas de colección fijadas por la historia, sino instrumentos de conocimiento, maleables, frágiles puentes entre pasado y presente.

Tomé conciencia un día que fuimos de la Oficina de Seguros hasta la plaza de la Ciudad Vieja. Nosotros nos detuvimos cerca de la iglesia San Jacobo, que está al frente en diagonal a la Cour de Tyn.

“¿Usted conoce esa iglesia? me preguntó Kafka.

-Si, aunque superficialmente. Creo que pertenece al convento de los Franciscanos, que está al lado. Es todo.

-Seguramente usted ya vio la mano colgando de una cadena, que se halla en la Iglesia.

-Si, y muchas veces.

-¿Quiere que vayamos juntos a verla?

-Con gusto.”

Entramos en la iglesia; sus tres naves están entre las más grandes de las iglesias de Praga. Cerca de la entrada, sobre la izquierda, al extremo de una larga cadena que cuelga de la bóveda se distingue un hueso ennegrecido por la humareda, donde quedan fragmentos resecos de carne y tendones, evocando por sus formas un antebrazo humano. Se dice que sería el de un ladrón a quien se lo cortaron hacia el año 1400, o bien poco tiempo después de la Guerra de los Treinta Años, para colgarlo en la iglesia perpetuando así el recuerdo de la historia que epiloga con ese acto atroz y que, según viejas crónicas y una tradición oral todavía vigente, sería la siguiente:

En esa iglesia, que aún hoy día presenta un número importante de pequeños altares laterales, sobre uno de ellos había una estatua en madera de la Virgen María, recubierta de collares hechos de piezas y oro y plata. Fascinado por ese tesoro, un mercenario sin contrato se escondió en un confesionario aguardando que la iglesia cerrara. Luego, saliendo del escondite, se acercó al altar y subió al taburete que servía al pertiguero cuando enciende los cirios. Había tendido la mano para intentar arrancar su adorno a la estatua, pero su mano se paraliza. Era la primera vez que el ladrón se introducía en una iglesia y creyó que era la estatua que le aferraba la mano. Intenta soltarse sin lograrlo. A la mañana siguiente, cuando el pertiguero lo descubre, agotado, sobre el taburete delante del altar, alertó a los monjes. Al pie del altar donde la estatua de la Virgen aferraba todavía al ladrón pálido de terror, bien pronto se fue juntado una muchedumbre rezando. Entre ellos estaba el burgomaestre y algunos concejales de la ciudad vieja. El pertiguero y los monjes intentaron arrancar a la estatua la mano del ladrón. No pudieron hacerlo. El burgomaestre ordena que viniera el verdugo que, de un solo tajo de espada corta el antebrazo del ladrón. Entonces, “la estatua suelta así la mano”. El antebrazo cae por tierra. Curaron al ladrón y unos días más tarde fue condenado por sacrílego a una larga pena de prisión. Luego de haberla purgado, ingresó como hermano laico en los Franciscanos. La mano cortado fue suspendida de una cadena cerca de la tumba del Concejal Scholle von Schollenbach. Sobre el pilar vecino se fijó una estampa inocente representando el evento, acompañado de una leyenda en latín, alemán y checo.

Kafka levanta la mirada hacia el muñón desecado con interés, miró el pequeño panel describiendo el milagro y luego de dirigió hacia la salida. Yo lo seguía. 

“Es atroz, le dije una vez afuera. Además de un milagro de la Virgen, fue naturalmente un espasmo tetánico.

-¿Qué fue lo que lo provocó?” dijo Kafka. Yo sugerí:

“Casi seguro una inhibición súbita. El sentimiento religioso del ladrón, relegado por su deseo de las joyas de la Virgen, fue despertado de pronto por su gesto. Ese sentimiento era más poderoso de lo que el ladrón pudo creer. Fue eso que le paralizó la mano. 

-Bien visto, dijo Kafka y me tomó del brazo. La nostalgia de lo divino, el temor –que lo acompaña- de profanar el santuario y el deseo innato de justicia: tantas fuerzas poderosas e invencibles que, en el hombre, se sublevan cuando él reacciona contra ellas. Ellas constituyen un regulador moral. Un criminal siempre debe comenzar por vencer esas fuerzas interiores, incluso antes de llegar a cometer una acción criminal. Cada crimen comienza también por un acto físico de automutilación. Ese acto el mercenario ladrón de estatua no pudo concretarlo. Fue eso lo que paralizó su mano. Ella quedó bloqueada por su sentimiento de justicia. La intervención del verdugo no fue para él tan atroz como usted lo piensa. Al contrario, temor y dolor le sacaron un peso de encima aportándole la salvación. El gesto físico del verdugo resultó el sustituto de la automutilación psíquica. Ese pobre mercenario, incapaz de desnudar incluso un maniquí de madera, fue librado al bloqueo que le infligió su conciencia moral. Y fue así que pudo rescatarse como hombre.

Caminamos en silencio. Luego, a mitad de la estrecha calle que une la torre de Tyn con la plaza de la Ciudad Vieja, Kafka se detuvo y me preguntó:

-¿En qué está pensando?

-Me pregunto si una historia como esa del ladrón de la iglesia San Jacobo sería todavía posible hoy día, respondí de inmediato, y lo miré con aire interrogativo.

Él comienza por fruncir las cejas. Luego, después de dos o tres pasos, me dijo: “No lo creo. La nostalgia de Dios y el temor al pecado están en el presente muy debilitados. Estamos sumergidos en unas miasmas de presunciones y la guerra lo probó. La masiva deshumanización pudo, durante años, anestesiar las fuerzas morales humanas y en consecuencia del hombre mismo. Creo que hoy día un ladrón de iglesia no sería víctima de esa forma de parálisis. Pero si ello ocurriera, no se amputaría a ese hombre su brazo, sino de su imaginación moral arcaica: lo encerrarían en un asilo de locos. Allí adentro, las pulsiones morales inactuales manifestadas por su rigidez histérica serían suprimidas, simplemente, por un análisis.”

Sonreí y dije: “El ladrón de iglesia se transformaría en víctima de un complejo oculto, edípico, maternal. Ya que, finalmente se trataría de robar a la madre de Dios.

-Naturalmente, dijo Kafka. No hay pecado ni tampoco nostalgia de Dios. Todo es terrestre y pragmático. Dios está más allá de nuestra existencia. Vivimos por tanto en una rigidez total de la conciencia moral. Los conflictos trascendentes desaparecieron en apariencia, pero todos, absolutamente todos, se defienden como la imagen de madera de la iglesia San Jacobo. Nosotros no reaccionamos. Estamos aquí, eso es todo. ¡Peor todavía! La mayoría entre nosotros, estamos pegados a sillas inestables de principios degradados por los excrementos de nuestra angustia. A eso se resume la práctica de la existencia. Yo, por ejemplo, permanezco sentado en mi escritorio, compulso expedientes y busco disimular con aire serio el asco que me inspira la Oficina de Seguros. Después llega usted, nosotros hablamos de un sinfín de asuntos, andamos las calles bulliciosas para luego perdernos en la serena Iglesia San Jacobo, miramos la mano cortada, hablamos del tétanos moral de nuestra época, luego voy al comercio de mis padres para comer alguna cosa y después a escribir cartas amables de aviso a deudores con atraso de pago. No pasa nada. El mundo está en orden. Estamos igual de inmóviles y rígidos que la imagen de madera en la iglesia. Pero sin altar.”

Kafka me toca la espalda y me dijo: “Hasta la vista.”

En los muelles, en compañía del Dr. Kafka. Vagones de carbón, cargados hasta desbordar, bajo el viaducto de las vías.

Le conté a Kafka que, durante el último año de la guerra, los muchachitos de mi calle en Karolinenthal, organizaban expediciones hasta la colina de Ziska: cuando los trenes de mercancías llegaban a la curva y la tomaban despacio, los muchachos saltaban sobre los vagones abiertos y tiraban para afuera carbón, que luego recogían en bolsas que llevaban a sus casas. Fue en esas circunstancias que uno de mis condiscípulos, Karen Benda –un muchacho joven algo bizco, hijo de una sirvienta gastada por el trabajo, quedó atrapado por las ruedas que lo destrozaron.

Kafka me preguntó: “¿Usted estaba ahí cuando el accidente?

-No, fueron los muchachos que me lo contaron.

-¿Usted participaba en esas expediciones?

-¡Oh que sí! Yo acompañé algunas veces a esa banda de carboneros, como ellos se llamaban. Pero era simple espectador, yo no robaba carbón, en casa teníamos suficiente. Cuando iba a la colina Ziska permanecía algo alejado, detrás de un árbol o un arbusto y miraba desde lejos. Muchas veces era apasionante.

-La lucha por el calor indispensable a la vida es generalmente apasionante, dijo Kafka marcando con fuerza las palabras que él me tomaba. Se trata de una elección entre vida y muerte. No podemos contentarnos con ser simples espectadores. No hay arbusto o árbol para protegerla y la vida no es la colina de Ziska. Cualquiera puede quedar bajos las ruedas. El débil y el pobre más temprano que el fuerte y el rico que tiene su saldo de calor. El débil se desmorona igual casi siempre antes de caer entre las ruedas. 

Yo estaba de acuerdo: “Es verdad. El pequeño Benda algunas veces se quedaba cerca mío sentado en los arbustos. Sus mejillas estaba cubiertas de lágrimas. Tenía miedo, él no quería robar carbón. El robaba sólo porque los otros gamberros se burlaban de él, pues muchas veces la madre lo golpeaba con una escobilla de tapices los días que él volvía a la casa con las manos vacías.

-¡Claro y luminoso! exclamó Kafka con un gran gesto de la mano. Su condiscípulo, ese pequeño Karen Benda fue despedazado no por un tren de mercancías, sino mucho tiempo atrás por la falta de amor de su entorno. El camino que lleva a la catástrofe es peor que su final. ¡Imposible que suceda de otra manera! Los actos de violencia, como esos temerarios saltos sobre un tren en marcha aportan poco. Se saquean algunos pedazos de carbón que se queman rápido y uno se halla temblando en el frío. Las fuerzas necesarias a esos saltos repetidos disminuyen de día en día, los riesgos de caída aumentan. Entonces, es preferible mendigar. Pudiera ser que hubiera alguien que nos tire algunos pedazos de carbón…

-Si, es exacto, dije interrumpiéndolo. Las expediciones de la banda de carboneros comenzaron por una especie de mendicidad. Los muchachos se paraban a lo largo de la vía y pedían a los ferroviarios que les dieran un poco de carbón; ellos generalmente les tiraban unos puñados. Los muchachos comenzaron a saltar sobre los trenes cuando no encontraron ferroviarios generosos.”

El Doctor hizo un nuevo signo de aprobación: “Sí, es eso. Los muchachos sólo osaron saltar cuando no podían esperar ese obsequio y se hallaron en una situación desesperada. Lo veo como si hubiera estado allí, la desesperación pudo empujarlos bajo las ruedas.

Nosotros seguimos nuestro camino sin hablarnos. El Dr. Kafka mira durante un momento el río que rápidamente se oscurecía. Luego, comenzó a hablar de cualquier otra cosa.

Durante una caminata que, de callejuelas y pasajes de la ciudad Vieja nos llevó hasta el decorado moderno de Braben, mi amigo Alfred Kamph me dijo: “Praga es una ciudad trágica. Ya lo vemos en su arquitectura, donde las formas medievales se imbrican casi sin transición. De repente, el alineamiento de fachadas tiene algo de flotante y visionario. Praga es una ciudad expresionista. Las casas, calles, palacios, iglesias, museos, teatros, puentes, fábricas, campanarios y los grandes inmuebles de habitación son trazas petrificadas de un movimiento interior y profundo. No es por nada que Praga tiene en sus blasones un puño enguantado de hierro, que rompe la reja de un cerco estrecho. La apariencia cotidiana de esta ciudad esconde un furor de vida dramático, que sin cesar quiere romper las formas antiguas para consolidar la nueva vida. Pero ellos ya contienen los gérmenes de la decadencia, la violencia llama a la violencia. El desarrollo técnico partirá el puño de hierro, sobre el presenta sopla un olor de ruinas.”

Entrando a casa escribí las palabras de Kampf en mi diario, para poder leerlas a Kafka al otro día en la Compañía de Seguros.

Kafka me escuchó con atención y cuando mi diario estaba cerrado, guardado en el portafolios, sobre mis rodillas, se mordió el labio inferior durando unos instantes. Luego se inclinó apoyando su brazo sobre el escritorio; sus rasgos se distendieron y dijo con dulzura, pesando sus palabras. “A decir verdad, los propósitos de su amigo son ya, en ellos mismos, un puño de hierro. Imagino que lo hicieron estremecerse. Eso también me pasa a mí, a veces, cuando escucho a mis amigos. Ellos son tan elocuentes que me fuerzan sin cesar a pensar por mí mismo.”

Soltó su pequeña risa inconfundible, muy suya y que hace pensar al ruido del papel arrugado; moviendo la cabeza hacia atrás y concentrándose en el techo con su mirada intensa me dijo: “No sólo Praga: el mundo entero es trágico. El puño de hierro de la tecnología rompe las barreras protectoras. No es el expresionismo, es la vida cotidiana en toda su desnudez. Nosotros somos arrastrados hacia la verdad como los criminales hacia el cadalso. 

-¿Por qué? ¿Cuestionamos el orden? ¿Ponemos en peligro la paz?” Quedé espantado del tono burlón de mi pregunta y observando su reacción a mi exclamación, no pude impedir llevar a mis labios el pulgar replegado. Kafka miraba a la distancia más allá de mi persona, de todas las cosas y a la vez reaccionado a cada palabra de mi pregunta: “Si, nosotros perturbamos la paz y el orden. Ese es nuestro pecado original. Nos ubicamos por encima de la naturaleza. No podemos contentarnos de morir y regresar en tanto que especie. Nosotros queremos, cada uno como individuo, guardar y conservar la vida en la alegría tanto tiempo como sea posible. Es una revuelta que nos hace malgastar la vida. 

-Sigo sin entender, respondí francamente. Que queremos vivir y no morir es algo natural. ¿Qué tiene ello de crimen extraordinario?”

Mi voz estaba ganada por una ligera ironía, pero Kafka parecía insensible a ello. Con calma dijo: “Nosotros intentamos ubicar nuestro mundo individual y limitado más allá del infinito. Con ello, perturbamos el ciclo de las cosas. Ahí se halla nuestro pecado original. Todos los fenómenos del cosmos y la tierra se desplazan, como cuerpos celestes, de manera circular; ellos conforman un eterno retorno; sólo el hombre, el ser humano concreto, sigue un trayecto rectilíneo desde el nacimiento hasta la muerte. Para el hombre el regreso personal es inexistente. Lo único que resiente es su caída, con ello contraría el orden del cosmos. Es el pecado original.”

Interrumpiendo a Kafka le dije: “¡Pero él no puede hacer nada. Ello no puede ser pecado ya que él nos es impuesto por el destino.”

Kafka gira lentamente su rostro hacia mi. Vi sus grandes ojos grises sombríos e impenetrables. El rostro estaba ganada por una calma profunda y mineral. Sólo se movía ligeramente el labio inferior avanzando hacia delante. ¿Era tal vez apenas una sombra?

Él me preguntó: “¿Usted quiere protestar contra Dios?”

Bajé la cabeza, sin decir ni una palabra. Del otro lado de la mampara se escuchaba el murmullo de una voz.

Entonces Franz Kafka dijo: “Negar el pecado original, es negar a Dios y al hombre. Quizá el hombre sólo tiene su libertad del hecho de ser mortal. ¿Quién puede saberlo?”

Cuando terminó la primera guerra mundial, el Golem de Gustav Meyrink fue la novela alemana de mayor suceso. Franz Kafka me habló de ese libro:

“La atmósfera de la ciudad vieja judía de Praga está lograda maravillosamente.

-¿Usted se acuerda todavía del viejo barrio judío?

-A decir verdad, ya estaba en camino de desaparecer y sin embargo…”

Kafka hizo con la mano izquierda un gesto que quería decir: “¿Qué fue lo que allí cambió?” y su sonrisa respondió: “Nada.”

Luego agregó:

“En nosotros continúan viviendo los rincones oscuros, los pasajes misteriosos, las ventanas ciegas, patios sucios, tabernas ruidosas y restaurantes clausurados. Nosotros nos movemos por las largas calles de los barrios nuevos, pero nuestras miradas y pasos son dubitativos. En el fuero íntimo seguimos temblando como en los viejos callejones de la miseria. Nuestro corazón no está preparado para esos trabajos de saneamiento. La vieja ciudad judía insalubre que llevamos en nosotros es mucho más real que la nueva e higiénica que nos rodea. Bien despiertos, marchamos en un sueño y somos apenas un espectro de los tiempos pasados.”

El poeta Hans Klaus me ofreció un pequeño libro: Tubutsch de Albert  Ehrenstein, con doce dibujos de Oskar Kokoschka. Kafka vio el libro entre mis manos, yo se lo presté y me lo devolvió en la siguiente visita a la oficina.

“Un libro pequeño y adentro un ruido enorme, me dijo. ¿Usted conoce L’homme crie?”

-No.

-Creo que es una antología de poemas de Albert Ehresntein.

-Entonces usted lo conoce bien.

-Bien… dijo Kafka levantando los hombros. Nunca conocemos a los vivos, el presente es cambio y metamorfosis. Albert Ehrenstein es de la raza del presente. Es un niño extraviado en el vacío y que grita.

-¿Qué opina usted de los dibujos de Kokoschka?

-No los entiendo. Dibujo viene de dibujar, designar, significar. Ellos no significan para mi otra cosa que la gran confusión y el gran desorden interior del presente.

-Es la exposición expresionista de Rudolfinumn, yo vi su gran cuadro de Praga.”

Kafka mueve, palma hacia arriba, la mano izquierda que reposaba sobre la mesa.

“¿El gran cuadro, con la cúpula verde de la iglesia de San Nicolás en el medio?

-Si, esa.”

Kafka inclina la cabeza para decir:

“En ese cuadro, los techos vuelan, las cúpulas son paraguas en el viento. La ciudad toda ella está batiendo las alas para emprender vuelo. Sin embargo, a pesar de todas esas tensiones internas Praga sigue de pie. Es eso lo que esta ciudad tiene de maravilloso.

Le presté a Kafka una traducción alemana del Bhagavad Gita, el libro sagrado de la India.

Kafka me dijo: “Los textos sagrados de la India me interesan y repugnan a la vez. Como un pez ellos tienen algo de seductores y horribles. Todos esos yogis y magos se vuelven maestros de la vida, en su contingencia natural, no por su ardiente amor de la libertad sino por un odio, retenido y glacial, de la vida. La fuente de los ejercicios religiosos de la India, es un pesimismo sin fondo.”

Evoqué el interés de Schopenhauer por la filosofía religiosa de la India. Kafka acota:

“Shopenhauer es un artista de la lengua. Es al nivel de la lengua que nace su pensamiento. Hay que leerlo absolutamente aunque más no sea por su lengua.”

-¿Usted estudió la vida de Ravachol?

-¡Si! Y no sólo la de Ravachol, sino también la vida de otros anarquistas. Me metí en las biografías y las ideas de Godwin, de Proudhon, de Stirner, de Bakounine, de Kropotkine, de Tucker y Tolstoi. Frecuenté diferentes grupos, asistí a reuniones; resumiendo, invertí en ese asunto mucho tiempo y dinero. En 1910 participé en las reuniones de los anarquistas checos en una taberna de Karolinental llamada “Zum Kononenkreuz”, donde se reunía el club anarquista llamado “Club de los jóvenes” disimulado en club de mandolina. Max Brod me acompañaba varias veces a esas reuniones que, en el fondo, no le gustaban nada. Las consideraba el equivalente político de un extravío de juventud. Para mi eran asunto muy serio. Estaba en la pista de Ravachol. Ella me condujo luego a Erich Mühsam, Arthur Holitswcher y al anarquista vienés Rudolf Grossmann, que había tomado el nombre de Pierre Ramuz y publicaba la revista “Bienestar para todos”. Todos ellos buscaban realizar la felicidad de los hombres sin la Gracia. Los entendía y sin embargo…” –Kafka levanta los brazos como alas rotas que caen sin fuerza- “yo no podía continuar por mucho tiempo a marchar del brazo con ellos. Permanecía del lado de Max Brod, Felix Weltsh y Oskar Baum. Ellos están más cerca de mí.”

Kafka permanece quieto. Llegamos a la casa donde él habitaba, me miró uno o dos segundos con una sonrisa soñadora, y luego me dijo en voz baja: “Todos los judíos son, como yo, unos ravachones, los excluidos. Siento todavía los puñetazos y patadas que me daban los malos compañeros, cuando no volvía directamente a mi casa; pero no soy capaz de pelear. No tengo aquella energía de la juventud. ¿Una gobernanta que me protegiera? Ahora no la tengo.

Kafka me tendió la mano. “Se hace tarde. Buenas noches.”

Tres años más tarde, a propósito de no recuerdo cuál escritor moderno, Kafka comentó al pasar que la tonalidad propia de un escritor “siempre dependía de los íconos de su juventud”. Riendo yo agregué: “Mis íconos me los proporciona la Wiener Kronen-Zeitung.”

En nuestro siguiente encuentro, le mostré al Dr. Kafka los ejemplares de la revista que había hecho encuadernar. Hojeó el volumen con interés, se divierte mirando las frutas y ramos de flores en la cabeza de las damas, se toma más tiempo sobre escenas de la revolución rusa y resopla exageradamente afectado: -“¡Puag, qué horror”- al ver el cadáver mutilado de una prostituta vienesa.

Yo digo: “Es una ensalada de imágenes, abigarrada y contradictoria como la vida.” Kafka respondió sacudiendo la cabeza: “No, eso no es cierto. Esas imágenes ocultan más cosas de las que revelan. Ellas no van a lo profundo, hasta el nivel donde las contradicciones se corresponden. La figuración de un suceso es aquí sólo un modo de ganar dinero. Bajo esa perspectiva, las ilustraciones de la Kronen-Zeitung son más unívocas y tienen por tanto menos valor que los grabados inocentes en madera que antiguamente se mostraban en las ferias populares. Esas ofrecían todavía un estímulo a la imaginación, la cual podía trascenderlas. Es lo que ya no hacen los periódicos. Ellos rompen las alas de la facultad imaginativa. Es natural. Más se mejora la técnica de la imagen, más nuestros ojos se debilitan. El aparato paraliza los órganos, es el caso de la óptica, la acústica y los transportes. La guerra acercó la América de Europa, los continentes se imbricaron unos en otros. Una chispa lleva en un instante la voz humana de un lado a otro de la tierra. No vivimos en espacios limitados por las dimensiones humanas, habitamos un pequeño astro perdido, rodeado por millones de mundos grandes y pequeños. El universo se abre como enormes fauces. En esa inmensa garganta, nosotros perdemos cada día un poco más nuestra libertad personal de movimientos. Creo que dentro de poco deberemos tener un pasaporte especial para descender en nuestro corazón. El mundo se metamorfosea en un ghetto.”

Con prudencia le pregunto: “¿No es eso un tanto exagerado?”

Kafka sacude la cabeza: “¡No, de ninguna manera! Eso lo constato para empezar aquí, en la Oficina de Seguros. El mundo se abre pero nosotros estamos hundidos en los estrechos abismos de papel. Nada es menos seguro, por el instante, que la silla donde estamos sentados. Vivimos en una regla sin entender que cada hombre es de hecho un laberinto. Nuestros escritorios son lechos de Procusto sin que seamos héroes de la antigüedad. Por tanto, más allá de las apariencias somos apenas personajes tragicómicos.

Kafka era un partidario convencido del sionismo.

Cuando abordamos ese tema por la primera vez en la primavera de 1920, yo volvía a Praga luego de una breve temporada en la campaña.

Fui a ver a Kafka a su escritorio sobre el Poric. Estaba de buen humor, locuaz y hasta lo que me pareció, realmente feliz de mi visita improvisada.

“Lo pensaba bien lejos de aquí y he aquí que está bien cerca. ¿No fue agradable ese viaje a Chlumetz?

-Oh que sí, pero…

-Pero aquí es mejor, completa Kafka sonriendo.

-Usted sabe lo que es eso… Uno siempre está mejor en su casa. Todo es diferente.

-Todo es siempre diferente cuando uno está en su casa, dijo Franz Kafka, con los ojos como velados por un sueño. La vieja patria es siempre nueva, cuando uno vive conscientemente; estando plenamente consciente de aquello que lo une a los otros y los deberes que tenemos para con ellos. El hombre sólo se vuelve un hombre libre cuando acepta esos vínculos. Es lo que hay de más precioso en la vida.

-La vida sin libertad es imposible”, le digo.

Franz Kafka me mira como si quisiera decir: calma, calma. Con sonrisa triste dice: “Ello parece tan convincente que hasta nos lo creemos. En realidad, las cosas son mucho más difíciles. La libertad es la vida, la ausencia de libertad es siempre mortal. La muerte es tan real como la vida. La dificultad está en que estamos expuestos a las dos: tanto a la vida como a la muerte.

-En consecuencia, usted considera que si un pueblo no es autónomo, ello significa que él se apaga. El checo de 1913 es menos vital y en consecuencia, peor que el checo de 1920.

-No es eso lo que quería decir, replica el Dr. Kafka. No sabríamos por tanto distinguir con claridad los checos de 1913 a los de 1920. Hoy día los checos tienen muchas más posibilidades y por tanto podrían –se podría decir- ser mejores.

-No llego a comprenderlo.

-Tampoco sabría decirlo mejor. Si me puedo expresar mejor sobre ese asunto, es quizá porque soy judío.

-¿Cómo es eso? ¿Qué tiene que ver?

-Nosotros hablamos de los checos de 1913 y 1920. En cierta manera es un asunto histórico y pone en la luz eso que llamaría una insuficiencia moderna de los judíos.”

Yo debería tener un aire bien estúpido, ya que –de acuerdo al tono y actitudes que adopta Kafka- él estuvo luego menos atento del asunto en sí que de ser comprendido por su interlocutor. Se inclina hacia mi para decir en voz baja y con extrema claridad:

“Hoy día, los judíos no se contentan con la historia, esa patria situada en el tiempo. Ellos desean hallar un país que les pertenezca en el espacio, pequeño pero similar a los otros. Hay de más en más judíos jóvenes que regresan a Palestina. Es un retorno hacia ellos mismos, hacia sus propias raíces y el crecimiento. Esa patria Palestina es para los judíos un objetivo necesario. Mientras que Checoslovaquia es para los checos un punto de partida.

-Una suerte de pista de despegue.”

Kafka inclina la cabeza hacia su lado izquierdo.

“¿Usted piensa que ellos llegarán a despertar? Los vería más bien alejarse excesivamente de sus bases, de las fuentes de energía que les pertenece. Nunca escuché decir que un aguilucho haya aprendido a volar como águila observando, obstinada y constantemente, cómo nada una carpa enorme.

“Judíos y alemanes tiene varios puntos en común, dice Kafka en una conversación sobre Karen Kramer: ellos tienen gancho, son concienzudos, trabajadores y cordialmente detestados por los otros. Judíos y alemanes son excluidos.

-Puede que los detesten precisamente por esas cualidades.” dije.

Kafka sacude la cabeza: “¡Oh no! La razón es mucho más profunda. Es una razón religiosa al fin de cuentas. Tratándose de los judíos es evidente. En cuanto a los alemanes, es menos claro ya que ellos todavía no destruyeron su templo. Pero ya vendrá.

-¿Cómo es eso?” Yo estaba perplejo. “Los alemanes no son un pueblo teocrático, ellos no tienen dios nacional ni templo especial.

-Es lo que generalmente se admite, pero la realidad es muy otra, dijo Kafka: Los alemanes tienen el dios que hace crecer el hierro. Su templo, es el estado mayor prusiano.”

Comenzamos a reírnos, pero Kafka pretendía que él hablaba seriamente y se reía porque yo mismo reía. Era una risa contagiosa.

Franz Kafka me cuenta que el escritor judío praguense Oskar Baum había ido a la escuela elemental alemana. A la salida, generalmente había peleas entre alumnos alemanes y checos. Durante una de esa agarradas, Oskar Baum recibió tales golpes en los ojos dados con un porta plumas de madera, que sufrió un desprendimiento de retina y perdió la vista.

“Es en tanto que alemán que el judío Oskar Baum perdió la vista, me dijo Kafka. En el nombre de una pertenencia que en realidad él no tenía y que nunca le fue reconocida. Pudiera ser que Oskar sea el triste símbolo de lo que en Praga se llama los Judíos alemanes.”

Nosotros hablamos de las relaciones entre checos y alemanes. Yo decía que, para favorecer una mejor comprensión entre las dos nacionalidades sería bueno publicar una historia checa en versión alemana.

Kafka rechaza esa idea con un gesto de desaliento.

“Es inútil, me dijo. ¿Quién leería eso? sólo los checos o los judíos. Sin duda no los alemanes, ya que ellos no quieren conocer, comprender, leer. Ellos sólo quieren gobernar y poseer, y en ese caso es un obstáculo el comprender. Uno oprime mejor al prójimo cuando no lo conoce, se hace la economía de los remordimientos. Es por ello que nadie conoce la historia de los Judíos.

Yo protesté: “Es inexacto. Desde los primeros años de escolaridad se enseña la historia bíblica, y por tanto una parte de la historia del pueblo judío.”

Kafka esbozó una sonrisa amarga:

“¡Es precisamente eso! Ello aporta a la historia de los judíos su aspecto de relato, que permite luego a la gente tirarlo, al mismo tiempo que su infancia, en el abismo del olvido.”

Franz Kafka hojeaba el libro de Alfons Paquet El espíritu de la revolución rusa, que yo había llevado a su escritorio.

“¿Tiene usted la intención de leerlo? le pregunté.

-Gracias, dijo Kafka y me tendió el libro por encima del escritorio. En este momento no tengo tiempo. Es una pena, los hombres intentan en Rusia construir un mundo perfectamente justo. Es una historia religiosa.

-Pero el bolchevismo ataca la religión.

-Lo hace porque él mismo es una religión. Esas intervenciones, sublevaciones y bloqueos, ¿qué significan? Son pequeñas aberturas de telón de vastas y crueles guerras de religión que van a caer sobre el mundo.

Cruzamos un cortejo de obreros yendo a una manifestación, banderas y estandartes al viento. Kafka me dice:

“Esa gente están tan orgullosas, confiados y felices. Porque son dueños de la calle se imaginan que son los dueños del mundo. En realidad se equivocan de punta a punta, detrás de ellos ya hay secretarios, permanencias y politiqueros; todos esos sultanes de los templos modernos y que retardan la vía que lleva al poder.

-¿Usted no cree en la potencia de las masas?

-Esa potencia de las masas yo la veo: ella es informe, nadie puede domarla y no tendrá descanso hasta que sea domada y formada. Al final de toda evolución en verdad revolucionaria surge un Napoleón Bonaparte.

-¿No cree que la revolución rusa se extienda todavía?

Luego de un instante de silencio, Kafka respondió:

“Más una revolución se extiende, menos su agua es profunda y se hace turbia. La revolución se evapora y sólo queda el florero de una nueva burocracia. Las cadenas de la humanidad torturada están hechas de expedientes e informes.

Llegando dos días más tarde al escritorio de Kafka lo encontré a punto de salir, con un expediente en la mano. Iba a irme, cuando él me retuvo:

“Vuelvo enseguida” me dijo y ofreciéndome la silla reservada para los visitantes. “Mientras espera puede hojear esos periódicos.” y empuja hacia mí algunos cotidianos alemanes y checos.

Me concentré en esos diarios, leí los titulares, recorrí una nota de audiencia y algunas pequeñas novedades teatrales, de hecho reducidas al anuncio de algunos espectáculos. Pasando las páginas encontré, en medio de las informaciones deportivas, la continuación de un folletín policial. Había leído dos o tres párrafos cuando Kafka volvió. 

“Veo que esperó en compañía de bandidos y detectives”, me comenta habiendo mirado mi lectura.

Puse de inmediato el diario sobre el escritorio y dije: “Apenas una curiosidad sobre esas bobadas.”

-“¿Usted trata de bobadas a la literatura que le aporta más dinero al editor?” preguntó Kafka, simulando indignación. Se sienta en su escritorio y continúa, sin esperar mi respuesta: “Es una mercadería importante. La novela policial es una droga que deforma todas las proporciones de la vida y hace ver el mundo al revés. En la novela policial, siempre se trata de descubrir los secretos que se ocultan detrás de los sucesos extraordinarios. En la verdadera vida, ocurre exactamente lo contrario. El secreto no está agazapado en un plano secundario. Al contrario, nosotros tenemos todo bajo las narices. Es todo lo que parece natural. Es por eso que no la vemos. La banalidad cotidiana es la historia más grande de bandidos que existe. La frecuentamos a cada minuto sin prestarle atención, suma millones de crímenes y cadáveres. Es la rutina de nuestra existencia. En caso que, al contrario de nuestra costumbre, hubiera y es de esperar alguna cosa que nos sorprenda, disponemos de un calmante maravilloso, la novela policial, que nos presenta todo secreto de la existencia como fenómeno excepcional, pasible de ir a tribunales. La novela policial no es por tanto una bobada, sino –retomando el título de Ibsen- un sostén de la sociedad, una pechera almidonada bajo la blancura férrea y cobarde inmoralidad que, por otra parte, se hace pasar por las buenas costumbres.

Estaba con Kafka en una exposición de pintura francesa en la sala de exposiciones de Graben. Había allí algunas telas de Picasso: naturalezas muertas cubistas y mujeres rosadas con pies gigantescos.

“He aquí alguien que deforma como él quiere, dije.

-Yo no lo creo, dijo Kafka. Lo que hace Picasso es dar cuenta de las deformaciones que todavía no han llegado a nuestra conciencia. El arte es un espejo que “avanza”, como un reloj. Algunas veces.”

Le llevé a Kafka para mostrarle algunos libros nuevos que pedí prestados en la librería Neugebaner.

Hojeando un volumen de dibujos de George Grosz me dijo: “Es la vieja imagen del capital: el hombre obeso con galera, sentado sobre el dinero de los pobres.

-Es únicamente una alegoría”, intenté acotar.

Franz Kafka frunció las cejas.

“¡Usted dice solamente! La alegoría, en el espíritu de los hombres, se vuelve una copia de la realidad, lo que es naturalmente falso. Pero tal imagen ya induce el error.

-Usted piensa entonces, señor, que esta imagen es falsa.

-No diría exactamente que ella es falsa. Es falsa y justa a la vez. Justa en una sola dirección, falsa en la medida en que decreta que una mirada parcial es una vista de conjunto. Que el hombre obeso sea el capitalismo, de ninguna manera es justo. El hombre obeso domina al pobre en el marco de un sistema determinado, pero que en sí mismo no es el sistema. Él no es ni siquiera el dueño de ese sistema. Al contrario, él también arrastra unas cadenas que no están representadas en ese dibujo. La imagen es incompleta. Por esa razón ella no es buena. El capitalismo es un sistema de dependencias que van del interior al exterior y del exterior hacia el interior, de arriba abajo y de abajo hacia arriba. Todo es interdependiente y está encadenado. El capitalismo es un estado del mundo y del alma. 

-¿Entonces cómo lo representaría usted?

El Dr. Kafka levanta los hombres y sonríe con aire triste.

“No sé. Nosotros los judíos no somos pintores a decir verdad. No sabemos cómo representar las cosas de manera estática. Siempre las vemos fluyendo, en movimiento y metamorfoseándose. Somos narradores.”

El ingreso de un empleado interrumpió nuestra conversación. Cuando el inoportuno visitante salió del escritorio quise volver al interesante asunto que habíamos abordado, pero Kafka declara a manera de conclusión: “Olvidemos eso, un narrador no sabría hablar de su trabajo de narrador. O bien hace su tarea de narrador, o bien él se calla. Eso es todo. O bien su universo comienza a resonar en él, o bien ese universo se hunde en el silencio. Mi universo poco a poco cesa de resonar. Yo estoy apagado.”

Cuando, después de la Primera Guerra mundial, vimos llegar a Praga los primeros filmes americanos, y con ellos los pequeños filmes burlescos de Charles Chaplin, Ludwig Venclik, por entonces joven cinéfilo y ahora periodista especializado del cine, me pasó un montón de revistas americanas y algunas fotos de las películas de Chaplin.

Se las mostré a Kafka que las recibió con una amable sonrisa. 

“¿Usted conoce a Chaplin?, le pregunté.

-Muy poco, respondió Kafka. Vi uno o dos pequeños filmes de él.”

Considera con atención y gravedad mis fotos, que yo había puesto delante suyo y dijo con tono pensativo: “Es un hombre extremadamente enérgico, que tiene la pasión del trabajo. Vemos arder en sus ojos la llama de la desesperación que le inspira la convicción de que la bajeza es incambiable, pero él no capitula jamás. Como todo verdadero humorista tiene una dentadura de fiera salvaje, se sirve de ella para lanzarse sobre el mundo. Lo hace de una manera que le pertenece y es bien particular. A pesar de su cara pálida y ojeras no es un Pierrot sentimental, pero sin llegar a ser un crítico acervo. Chaplin es un técnico. Es un hombre de un mundo mecanizado, donde la mayoría de nuestros semejantes no disponen más de sentimientos, ni de instrumentos intelectuales para apropiarse realmente la vida que le es dada. Ellos carecen de imaginación. Chaplin entonces se pone a la tarea. Como un dentista de prótesis fabrica sus dientes falsos, él aporta prótesis a la imaginación. Que son sus filmes. En general, el cine no es otra cosa que eso.

-El amigo que me dio esas fotos me comenta que iban a proyectar, en la Bolsa del cine, una serie de filmes burlescos de Chaplin. ¿Le gustaría venir conmigo? Venchik nos llevaría con mucho gusto.

-No, gracias, respondió Kafka sacudiendo la cabeza, preferiría no ir, la diversión es para mi un asunto mucho más serio. Me arriesgaría a encontrarme allí como un payaso sin maquillaje.

Franz Kafka tomaba siempre un aire sorprendido cuando le comentaba que había ido al cine. Un día reaccioné a su mímica y le pregunté: “¿A usted no le gusta el cine?”

Luego de reflexionar algunos instantes él respondió:

“De hecho, nunca reflexioné al respecto. Es cierto que es un juguete magnífico. A mi me resulta insoportable, quizá porque soy muy visual. Soy uno de esos seres en los cuales prima la vida y el cine perturba la visión. La velocidad de los movimientos y la sucesión precipitada de imágenes las condenan a una visión superficial de manera continua. No es la mirada que capta las imágenes, son ellas que captan la mirada. Ellas sumergen la conciencia. El cine obliga al ojo a portar un uniforme, mientras que hasta ahora él estaba desnudo.

-Es una afirmación terrible, acoté. El ojo es la ventana del alma, dice un proverbio checo.

Kafka parece aceptarlo y agrega:

“Los filmes son postigos de hierro.”

Algunos días más tarde retomé esa conversación:

“El cine es una potencia terrible. Es mucho más potente que la prensa. Las vendedoras, modistas y costureras tiene todas los rostros de Barbara La Marr, Mary Pickford y Perla White.”

-Es natural, respondió Kafka. El deseo de la belleza transforma a las mujeres en actrices. La vida real no es otra cosa que el reflejo de los sueños de los escritores, y la lira de los escritores modernos tiene como cuerdas interminables películas.

Le llevé al Dr. Kafka un número especial de la revista checa Cerven, que tenía la traducción de “Zona” de Guillermo Apollinaire, ese poema de marejada potente. Kafka lo conocía. Él me dijo:

“Leí esa traducción apenas se publicó. Además conozco el original francés que estaba en la antología Alcools. Esos poemas y una reedición de bolsillo de las cartas de Flaubert, son los primeros libros franceses que me pude procurar después de la guerra.

-¿Qué impresión le hicieron? le pregunté.

-¿Cuál? ¿El poema de Apollinaire o la traducción de Capèk” reajusta Kafka, de una manera un tanto seca que tenía cuando se trataba de una precisión.

“Los dos”, respondí y de inmediato emití mi opinión: “¡Yo me siento trasportado!”

-Le creo sinceramente, dijo Kafka. Desde el punto de vista de la lengua, es una proeza. Tanto el poema como la traducción.

Su reacción me estimula. Estaba contento que mi “descubrimiento” hallara un eco en el Dr. Kafka; entonces intenté exponer y motivar más en detalle el placer que había experimentado. Cité el comienzo del poema, la evocación de la torre Eiffel comparada a una pastora en medio del rebaño de automovilistas balando, evoqué la alusión al reloj del barrio judío de Praga, con sus números hebreos, cité la descripción de los muros de ágata y malaquita de la capilla San Wenceslao, en la catedral San Vito sobre el Hradchn, y concluí mi apreciación de la obra de Apollinaire con esta frase: “Este poema es un imponente arco de poesía, tendido entre la torre Eiffel y nuestra catedral, y abrazando la diversidad abigarrada del universo de nuestro tiempo.

-Si, dijo Kafka aprobador. Ese poema es una verdadera obra de arte. Apollinaire resumió en una especie de visión sus encuentros visuales. Es un virtuoso.”

Esta última oración emitía un ruido extrañamente ambiguo. Bajo la explícita admiración, sentía una reserva reprimida y sin embargo neta, que a pesar mío, despertaba en mi un eco expandiéndose discretamente. Le dije: “¿Un virtuoso? Eso me desagrada.

-A mi también, exageró Kafka de manera espontánea y me pareció, con cierta alivio. Me opongo a todo virtuosismo. Su habilidad de malabarista coloca el virtuoso por encima de las cosas. ¿Puede un poema estar por encima de las cosas? ¡No! Es el prisionero del mundo que él habita y representa, como Dios lo es de su creación. Para liberarse, él extrae ese mundo de sí mismo. Eso no es una proeza de virtuosos, es un nacimiento, un parto que como todo parto, aporta a la vida. ¿Pero usted escuchó alguna vez decir a una mujer que ella era una victoriosa del parto?

-Nunca escuché tal cosa. Nacimiento y virtuosidad, eso no van juntos.

-Por supuesto, dijo Kafka. No hay virtuosismo en un nacimiento. Hay partos fáciles o difíciles, pero siempre dolorosos. El virtuosismo es asunto de comediantes. El comediante comienza allí donde el artista se detiene. Ello se observa en el poema de Apollinaire, que condensa sus diferentes experiencias espaciales y una visión temporal suprapersonal. Lo que Apollinaire despliega sobre nuestros ojos es un filme verbal, es un malabarista que sugiera al lector una imagen divertida. Es el trabajo no de poeta sino de comediante, de un humorista casi. El poeta intenta integrar su visión a la experiencia cotidiana de un lector; para lograrlo utiliza una lengua sin asperidades aparentes que sea familiar al lector. Es aquí el caso, por ejemplo.”

Diciendo eso, el Dr. Kafka tomó en una casillero de su escritorio un pequeño volumen con tapas grises verdosas y lo coloca delante mío. “Eso son los cuentos de Kleist, dijo. Es la poesía de verdad, la lengua es límpida. Usted no hallara aquí fiorituras ni pretensiones. Kleist no es un malabarista ni cómico público. Toda su vida se pasó bajo la presión de tensiones visionarias entre hombre y destino; las hay luminosas y fijadas en una lengua límpida, que todo el mundo puede comprender. Su visión está destinada a ser patrimonio de experiencias, al cual cada uno puede tener acceso. A ello se esmera Kleist sin recurrir a la acrobacia verbal, comentarios ni sugestión. Aúna modestia, comprensión y paciencia. Aporta la indispensable energía a todo nacimiento, es por ello que lo releo sin parar. El arte no es asunto de desmayo momentáneo sino de ejemplo durable. Los cuentos de Kleist lo muestran claramente, son las raíces de la literatura alemana moderna.”

Al momento de despedirnos, antes de su partida para el sanatorio de los Cárpatos, le dije: “Usted va a descansar y regresar curado. El futuro todo lo arreglará. Todo cambiará.”

Sonriendo, Kafka apunta el índice de su mano derecha sobre el pecho y dice:

“El futuro ya está aquí, en mi. El cambio será la manifestación de mis heridas ocultas.”

Yo me impacienté:

“Si usted no cree en una cura ¿por qué va a ese sanatorio?”

Kafka se inclina sobre su escritorio.

“Todos los acusados se esfuerzan por lograr que el veredicto sea aplazado.”

Luego de la primera audiencia de divorcio de mis padres fui a visitar a Franz Kafka.

Yo estaba muy agitado, deprimido y por tanto injusto.

Cuando llegué al final de mis lamentaciones, Kafka me dijo: “Sea tranquilo y paciente. Deje que caigan sobre usted el mal y el disgusto con calma. No deje que lo venza. Al contrario, obsérvela de cerca. Sustituya la comprensión activa con reacción afectiva y su desarrollo espontáneo lo llevará pronto más allá de las cosas. Para alcanzar la grandeza, el hombre debe pasar necesariamente por su propia pequeñez.”

Durante el verano de 1924 estaba en Obergeorgenthal, cerca de Brüx. El viernes 20 de junio, si, el viernes 20 de junio de 1924, cuando recibí de Praga una carta de mi amigo el pintor Erich Hist.

Él me escribía esto:

“Me entero ahora mismo, por la redacción del Tagblatt, que el escritor Franz Kafka murió el 3 de junio en un pequeño sanatorio privado de Kilesling, cerca de Viena. Pero fue enterrado aquí en Praga, el miércoles 11 de junio de 1924 en el cementerio judío de Strahcnitz.”

Levanté la mirada hacia el pequeño retrato de mi padre colgado en el muro, encima de mi cama.

Él se había suicidado el 14 de mayo de 1924.

Kafka había fallecido el 3 de junio, veintiún días más tarde.

Veintiún días más tarde.

Veintiún días…