Levante la Fama su boz inefable,
Juan de Mena
por que los fechos que son al presente
vayan de gente sagbidos en gente;
olvido non prive lo que es memorable.
Lunes
Lo que sigue está lejos de ser el relato de un sueño de verano y menos primer asiento del dietario difuso donde consten egresos a pérdida del tiempo. Una escasa semana de vacaciones es la ocasión menos propicia para la disciplina de evaluar el pasado y ponerse a imaginar situaciones originales; este comienzo intrincado y mis ganas de comenzar, son desenlace de la evocación que viene visitándome desde hace días con insistencia mientras ingreso sin pena ni gloria en la cincuentena. Quiere ir escribiéndose ella sola, aprovechando distracciones de la atención, camuflándose en la ingenuidad que permite un cuaderno escolar.
Nada puedo hacer para contrarrestar ese mandato excepto dejarla convivir con el presente, neutralizar su tendencia a ser obstáculo volvedor en mi vida futura; si bien resulta la última ocasión que tienen algunos episodios queridos de salvarse, dejados atrás por la avalancha de olvidos neuronales en la que estoy sumido. Es a excluir que me tiente la empresa de remontar la memoria con método, mi vida carece de pasiones complejas, aventuras extraordinarias e incluso el entrevero menor con eventos históricos -digamos que notorios- de las últimas décadas en el país y la mía es trayectoria carente de interés. Estando solo, a veces vienen al pensamiento en movimiento recortes de existencia sueltos, huérfanos de continuidad, relámpagos de nostalgias alumbrando por escasos segundos paisajes reconocibles. El recurrido espejo al costado del camino fue pisoteado muchas veces y en tanto transcurren los siete años de calamidades prescriptos en razón de tamaña torpeza, me asigno el trabajo nada titánico de juntar esquirlas del olvido.
Estas mañanas de sosiego incierto, decidí que me sorprendan juntando piezas del rompecabezas que nunca será armado como infiero de antemano. Un día serán pedazos de cartas nunca enviadas, otra mañana daré con el ritmo informal de una charla entre amigos en un bar; alguna vez, la costumbre de leer hará que lo redactado durante dos horas evoque la primera versión de un cuento confuso. Debo hacerlo de tal forma –casi serpenteando- para que dentro de veinte años pueda incluir las notas bajo el rubro ficción en el libro que jamás escribiré, haciéndole creer al lector irreal que se trata de un cuento y está leyendo un relato no obstante las advertencias en contrario.
El cuento de marras podría empezar así: había una vez hace muchísimo tiempo un querido amigo que se llamaba Jprge Cuinat. Es la evocación del génesis que me incita a enfrentar un recuerdo anterior, me lo permito porque a Cuinat como si ahora mismo lo escuchara, le hubiera gustado conocer una historia parecida. Sería de las pocas personas con una curiosidad alerta y la voluntad de rastrear el sentido simulado detrás de palabras altisonantes; luego de advertir el señuelo de retórica negación en la primera frase de la semana, él seguiría leyendo. Del resto de la gente tengo dudas, incluso admito sin rencor su decisión de detener aquí mismo la lectura, cerrar el libro inexistente y ponerse a mirar por la ventana lo que pasa en la calle.
Lo que sería peor para nosotros dos querido Jorge (desde ahora escribo sólo para ti que estás muerto) es que además de condenarnos como tipos carentes de interés, ellos opten por sacar del bolsillo otro libro sustitutivo y es probable que de Sam Shepard. Te adelanto que las gasolineras abandonadas del desierto Mojabe, los pastos secos que ruedan empujados por el viento de pueblo fantasma y en pasos gringos de Estados del medio oeste, los yonkis matándose por sobredosis de crac adulterado en urinarios de Central Park con el walkman sin pilas al costado, son más verdad tangible para los coterráneos que nuestra evaporada juventud oriental.
Con ómnibus nocturnos descompuestos, empleados de mutualistas fundidas yendo en bicicleta a cobrar recibos atrasados, vidrieras percudidas del centro apagadas apenas anochece y una población envejeciendo rondando la veintena tampoco se puede hacer demasiado barullo. Igual les vamos a dar pelea con nuestra historia, aunque aquí abandonen por falta de acción los ansiosos que se lo pierden y quedemos solamente nosotros dos hasta llegar al domingo que viene, enfrentando las sirenas acuáticas del olvido programado. En parte los entiendo Jorge y dos por tres a mí me sucede lo mismo, en los últimos tiempos hay pocos libros que logren interesarme más allá de la página treinta… a propósito: te cuento algo antes que me olvide. El flaco Juan escribió unas magras líneas desde Turín, donde disfruta de una escuálida beca del gobierno italiano para estudiar la obra del maestro Calvino. Una máquina universitaria y literaria complejísima que aquel armó en las sombras, artefacto que no terminé de comprender del todo pero que te hubiera divertido. Ojito compañero: el Calvino reciente de las ciudades invisible y el viajero en la noche invernal.
La imborrable imagen inicial rescatada el primer día de la creación es la estampa inconfundible de Cuinat, la tuya viejo lobo bajando del Talgo nocturno que termina en la estación de Sants de Barcelona. Era invierno y hasta recuerdo el año, yo estaba de paso en dominios de los Berenguer y Prat de la Riva, cuando combinamos para encontrarnos a orillas del Mare Nostrum después de años sin vernos. Llegué a Barcelona para verte y conseguir unos datos confidenciales en la biblioteca de Sabadell relativos a Torres García, que preocupaba a otro amigo también montevideano y fanático de pintor. En el andén subterráneo estaba muerto de frío, abrigado con una camperita de morondanga comprada en las rebajas de El Corte Inglés. Desde allí te vi por primera vez después de tanto tiempo, vestido con impecable abrigo marrón, corbata a pesar de la hora con sombrero al tono, tenías aspecto de circunspecto inspector incorruptible, con el cometido de evaluar a fondo la vida disipada de esa avanzadilla en los límites ibéricos del imperio romano.
Llega así la primera evocación viajando por el tiempo hasta esta casa prestada en Atlántida a pocos kilómetros de la capital, desde aquí contemplo la silueta del viejo hotel REX y donde podría escribirte una carta a París a la última dirección en la calle Tolbiac. De hacerlo eso de la carta, en pocos días recibiría el sobre intacto con el sello de La Poste anunciando destinatario ausente, te hubiera parecido normal si es que estás ahí todavía -como deseo- que en Tolbiac se construya la nueva Biblioteca de Francia con forma de libro. El envío improbable sería un intento insensato por desmentir la rotunda verdad de tu muerte, que llegó tan callando por colapso cardíaco y mentirme que es mentira. Atento Jorge que va sentencia sobada: nos percatamos tarde de los episodios esenciales a nuestra existencia. Ante tamaña obviedad habrías citado a Propercio, una pertinente sentencia de Cicerón salvando la situación inclinada al folletín sentimental, de acuerdo a tu parecer los romaneos de entonces lo dijeron todo y es probable que tuvieras razón. Si un milagro secreto nos juntara a los tres –Juan, vos y yo- nos defenderíamos por el absurdo de tanta tontería que nos invade, imaginando al joven Terencio en la cafetería de un motel de Arizona -con cuatro parroquianos sin contar mexicanos- leyendo a Bukowski, comiendo hamburguesas recalentadas de bisonte con salsa de tomate Heinz y papas fritas aceitosas empotradas en cucurucho de cartulina ordinaria, escuchando música country… acaso una botella de Jacks Daniel’s pudiera salvarnos de tanta ignominia acumulada. Así están las cosas por aquí, nos hubiéramos divertido fabulando aporías no eleáticas sobre la gente que se toma en serio el prefacio a la muerte bebiendo un buen whisky; del inventado con sacrílego esmero por monjes sajones que sabían latín y alcanzaron a Dios ebrios de Fe dentro del canto de Gregorio y si de ti dependiera, distante del bourbon campesino con sabor a mazorca. Con otras lenguas pervertidas tristes derivados del antiguo sajón, sólo se inventar la Coca Cola y el banana Split.
Si es para llorar el poco tiempo que tuvimos para sacar adelante tanto proyecto divertido, cuando aprendimos (vos viejo zorro lo sabías de antes) a relativizar la compleja cuestión del universo fuimos rodeados sin aviso por legiones devastadoras. Los livianos bergantines de la amistad zarparon urgentes a la deriva, emprendiendo largas travesías en solitario hasta encallar en alejados y recónditos arrecifes de los siete mares; donde sirenas tetonas y de clítoris escamados recitan para ellos dulces relatos del horror distante hasta enloquecerlos. Como te gustaba decir, aquí hay mucho verso… es verdad y la culpa es mía. Después de tanto invierno sin noticias tuyas, ahora que te tengo a tiro en corazón y pensamiento quiero dejarte inmóvil en la escritura, haciéndote con las palabras una infalible llave de lucha grecorromana para contarte lo que viene. Con razón puedes reprocharme que dejé pasar mucho tiempo para ponerte al corriente, admitamos que tu recuerdo era remolón y me invadió al descuido por sorpresa, cuando estoy en proyectos menos portentosos que los pensados para nuestras vidas.
Debería comenzar por asuntos sencillos y lugares comunes, el mundo es ancho y ajeno, la vida sigue siendo una herida absurda, veinte años no es nada. Recuerdo que con Juan éramos peritos en despedir amigos, dos tipos entrometidos llamados por una vocación indefinida que organizaban las últimas cenas festivas en parrilladas al aire libre; con aperitivos ingeniosos hasta por ahí, postres atragantados durante los adioses y promesas incumplidas de perseverancia en la correspondencia. Confieso que me costó una enormidad admitir que me quedaba solo; entre extraños y desconocidos sin historia compartida, como el último compatriota que al irse del país tendría que apagar la luz del aeropuerto, perder sin darse cuenta un amigo más, perderlo entre el martes soleado y un viernes ventoso. El juego consistía en ceder terreno ante un afluente de barro, movilizando vacas muertas y troncos desgarrados rompiendo el dique imaginado, arrastrando río abajo centenares de horas compartidas, los momentos irre por petibles y cuperables.
Te quedabas para siempre sin voz mientras se disolvían en la nada combinaciones de palabras únicamente tuyas, como cuando decías “en esta máquina hay mucho verso». A las semanas de partir eras un dígito telefónico de la central Cordón nunca más discado, te consustanciabas con el libro que quedó sin devolver, un número primo de gestos cotidianos jamás serían repetidos, sin quererlo caíste en la prisión de fugas imposibles amurallada con bloques de recuerdo y profundos fosos de memorias, vigilada por animales fantásticos de Historias Naturales Griegas. La delectación del ayer, mi recuperación en soledad de la sombra que fue nuestra amistad no logra suplir la avidez del presente, el deseo de que habites este mundo aunque sea como pastor haragán versado en églogas e inverosímiles bucólicas. Los parientes son débiles como nosotros mismos y la pareja termina cediendo, la resistencia se confunde con la supervivencia, pierde definición de diccionario y cuando los meses se amontonan se vuelven ganas de acertar la rifa de los estudiantes de Arquitectura: casa en Carrasco equipada, auto brasilero cero kilómetro, dos pasajes a Europa por avión.
Se vivió esperando igual que si nos hubiera sorprendido una tormenta de arena en el avance a ciegas por las dunas del tiempo y el sueño dominante era barrer la casa después del temporal. Nadie funda ya ciudades con destino como lo hizo tu admirado Eneas, los predestinados abandonan los pueblos de campaña, la vida agraria se apaga, las praderas son artificiales y se ceban de infelices los monstruos del cinturón urbano. La Banda Oriental fue un arrabal de campamentos armados a guerra escondiendo prisioneros, asediada por tropas infantiles de botijas descalzos, relinchos hambrientos de esmirriados caballos arrastrando carros de basura, proclamando urbi et orbi su condición de cónsules equinos plenipotenciarios de la miseria.
Martes
Era poco probable que a Montevideo llegara un exilado de los que escaparon por poco de un fusilamiento sumario, con la peregrina idea de hallar algo de reposo. Sigo creyendo que el hombre llegó despistado, buena gente te adelanto, un peruano verdadero y a mí de lengua floja para proclamar una Latinoamérica grande y unida, me llevó más tiempo del previsto entenderlo. Cuando digo entender sabés bien a lo que me refiero… no a discutir las tesis de Mariátegui con solvencia irrespetuosa, citar tres versos de Vallejo sobre axilas, piojos y París en aguacero ni entonar déjame que te cuente limeña, sino a comprender cómo funciona la cabeza del otro.
El peruano en cuestión era joven como nosotros cuando éramos jóvenes y logró hacerme sentir un inútil por quejarme de lo que me sucedió durante la dictadura. Mientras escuchaba de alguna manera lo envidiaba, llegué por él a cuestionarme el curso de mi vida pensando si estaba en el lugar donde puede hacerse algo diferente a lo hecho. La vida del peruano tenía sentido tangible ajeno a mi entendimiento sin ser admiración, mirá quién para caer en esas… ni envida que se reconoce enseguida; algo distinto y más en situación te escribo este segundo día para descubrirlo juntos. El tipo era dirigente de una liga campesina de reforma agraria en serio, a la que una redada del ejército le liquidó la cúpula dirigente ala juvenil. Desde ahí me confundo en fracciones regionales disidentes de partido, me pierdo de verdad en una cadena de retoques ideológicos entre el gran timonel chino y la teoría andina del foco. Tenés razón, hubiera sido sencillo averiguarlo; me negué a una indagación solidaria y franca, estaba agotado de explicaciones infalibles sobre razones de la Malinche, el gobierno esotérico de Isabelita Perón, comprender la emigración mexicana en la frontera gringa y la psicología de pingüinos del polo cuando me agotaba entender los rudimentos de mi vida.
Allí estaba el hombre de los Andes amenazado de muerte en su región, en nuestra San Felipe y Santiago donde llegó por una cadena de contactos clandestinos que recorría el continente por el medio, como otra cordillera oculta debajo de la tierra. Lo conocí en una de las reuniones de crueles sábados de proceso cívico-militar en invierno, iniciadas con la alegría contenida de cada invitado trayendo una cosita para picar y al final con gente tirada por los rincones, noqueada por discos repitiendo músicas compañeras de vino suelto y recuerdos discretos. Era complicada administrar el efecto de tales encuentros, de improviso, necesitándolo, aparecían relatos calmos y enervados de peregrinaciones a cuarteles del interior del país, para hablar unos minutos con un familiar si al comandanta a cargo se le antojaba; llegaban noticias vagas de amigos dispersos por el mundo y nadie estaba contento en su piel. Cómo sería la situación, que borré de la memoria los cuentos de la mayoría de quienes estaban esa precisa noche del mes de julio que te vengo armando.
Aquello parecía La batalla de Argel de Pontecorvo, uno llegaba conociendo bien a unos pocos y al resto lo tenías manyado de oídas. Si la máquina se armaba entre gente de oficio, de teatro por ejemplo, el que caía en la conversación sin experiencia, al principio se sentía sapo de otro pozo, que al final fue una profesión tan digna y respetable como cualquier otra. Uno llegaba a esos oasis de la noche buscando espejismos de esperanza y olvido, yo con botella de vino, un paquete de empanadas caseras rellenas de carne con pasas de uva. Cada envoltorio hacía las veces de ofrenda distinta y todos lo mirábamos codiciosos, como si adentro hubiera efebos, doncellas y hermafroditas predispuestos a una orgía que como las mejores cosas de la vida debería ser romana. En consecuencia de tal política tributaria sin planificar, se disponían sobre la mesa del comedor de la casa designada un montón de botellas diferentes, si había como plato fuerte de la velada ravioles con estofado, uno comía el primer plato con pan y vino tinto; por más buena voluntad del colectivo el segundo plato venía con moscatel y grisines. ¡Anárquicos excesos de la crisis!
«Así que sos conocido de…» era la frase usual en las presentaciones de entonces, la llave abriendo cavidades de memorias ajenas, iniciando conversaciones, buscando a ciegas hasta la aparición de tal huelga general o aquel partido (final de sudamericano, Uruguay 1 Argentina 0, estadio Centenario de Montevideo, nocturno gol de Virgilio a Roma ¡atletas con nombre senatoriales Jorge! en el arco de la tribuna Colombos, verano de 1967, clásico de antología) cuando coincidimos en las gradas con el desconocido que veníamos de saludar. Si estaríamos jodidos por aquel entonces, que por una pavada de casualidad creíamos tener el salvoconducto para todo tipo de confidencias, un frontón de pelota vasca dando y aguantando, estábamos ahí para ser nosotros también el extranjero.
Cuando cerca de medianoche llegó el tal Patricio a la reunión desconfié de primera, traía una botella de pisco Control, la cara distante en épocas de desconfianza marcó el inicio de mi recelo, viendo usurpados códigos compartidos en los que me hallaba cómodo hasta el momento. Era la suspicacia ridícula ante un americano verdadero, nos contaron tantas veces la pamplina cierta de que los orientales bajamos de barcos y estamos aquí implantados enfermos de europeísmo, que uno termina por creerla, destilando la defensa soterrada de conductas maniáticas xenófobas. El peruano era individuo de pocas palabras, me irritaba su silencio de cordillera y antes de intercambiar dos frase sentí su distancia como cuestión personal. Después del primer round de estudio y aprontando las depresiones nostálgicas sin redención, hacia las tres de la madrugada nos sobreviene a los orientales la verborrea lúcida de corral, superponemos brillantes aportes a la cultura humanista en general con la interpretación de los sueños para la quiniela y si hay una audiencia resignada, despacharnos con nuestra irrebatible tesis sobre la filmografía polaca de los años cincuenta.
En esas horas intermedias se puso a funcionar la máquina, bastó que Patricio contara –puedo escribirte que lo hizo con sinceridad- sin ponerse en actor dramático de pacotilla alguno de los terribles episodios de la vida minera y campesina de allá, para que captara como un imán la atención, concitando una solidaridad unánime por la desgracia de sus hermanos de sangre. Una compañera predispuesta a la veta política sensible quería llevárselo a la cama o sucedáneo -se le notaba- para ahondar sin trabas intelectuales ni teóricas pequeño burguesas las raíces indigenistas de su sexualidad inconclusa. Cierta voz docta de barítono, que nunca falta cuando se reúnen más de cinco compatriotas, desde su puesto de observación sobre un mullido almohadón artesanal de Manos del Uruguay, decorado en graciosa coincidencia con guanacos rectangulares de cooperativas lanas multicolores, comenzó la evaluación del cambio en general y su articulación en el caso concreto considerado e instruyendo de paso al visitante; otro, más tímido pero igual de astutillo, se embarulló en las opciones evangélicas de la teología de la liberación y potenciales redentoras de la comunicación alternativa. Era un enorme malentendido arborescente, si bien comenzaba a disfrutar las irreverentes evoluciones del encuentro pluricultural no podía meter la cuchara de ninguna manera, por carencia e información sobre cuestiones tan ajenas a mi cabeza y luego por móviles subjetivos menores.
Sabrás que desde mi llegada a la reunión sin mi aquella de entonces, resulté permeable al parpadeo deslumbrante de la ninfómana cósmica que te referí líneas atrás. Ello justificaba erigir una plataforma indigna y desde donde conformar un orillero rechazo por Patricio, por otra parte venido de tan lejos. Bastante tenía con lo sucedido en casa terminando una semana de mierda para encima asumir, sin comerla ni beberla, la cuestión minera de un cerro conflictivo perdido en el interior peruano. Audaces fortuna jovat me dije y pasando sin transiciones de la teoría a la praxis organicé la contraofensiva, su recuerdo me produce todavía vergüenza sin negar que en su momento la disfruté. Mientras la reunión seguía concentrada en cuestiones trascendentes, yo me dirigí al rincón donde estaba el pasadiscos. Luego de buscar con perfidia de cínico deforme, coloqué la púa sobre el surco de una versión insultante de El cóndor pasa Ray Coniff orquesta y coros. Terrible y lamentable, un mamado despistado creyó que lo mío fue iniciativa simpática y banda sonora del film que nos contaban en versión original; el peruano que de gil no tenía un pelo captó la provocación al vuelo, valga la imagen habida cuenta de la música concernida. El perfil político de la conversación estaba hecho añicos y la anécdota del peruano desprestigiada, Ana María se acercó y me dijo al oído «adorado mío»… ahí supe que las consecuencias de mi iniciativa serían duras de pagar. Patricio se marchó a la cocina, la ninfómana causante del desaguisado por su excesivo interés, traducido en atención exclusiva con aroma a entrepierna mojadita, también aterrizada de emergencia del éxtasis andino, me miró con desprecio de fiera como al último machista del planeta, deseando que allí mismo por maldición de brujería aymará se me secaran los cojones como pasas de empanadas. Adiós esperanzas vanas. Ninguna victoria es completa ¿cómo lo traducirías al latín?
Dos caballeros desparramados sobre el sofá comenzaron a cantar «no nos moverán” y recordarás lo sucedido siempre que emprendimos tales estrofas de militantes emperrados. Antonio, el iluminador del Teatro Circular viendo que la situación degeneraba a inusitada velocidad, pudiendo llegar a vergonzosas escenas de palabra y acarrear conatos de pugilato, se precipitó hasta el rincón de los discos y puso el primer larga duración que grabaron Troilo y Grela. Ellos dos solitos como musiqueros trasnochadores de boliche, tocando a puro bandoneón y guitarra unos tangos maravilloso.
-Linda la musiquita, me dijo Patricio volviendo de la cocina y trayéndome a mí, a mí Jorge, una taza de café caliente y una copita de pisco.
-Si, linda, contesté sin intención de retractarme, incómodo por quedar en evidencia y la inesperada reacción conciliadora, cuando lo más lógico hubiera sido que me partiera la jeta de una piña sin mediar palabra.
-Algunas noches la música es más expresiva que las palabras, agregó.
-Cierto.
-También puede falsear.
El diálogo venía demasiado inteligente para mi precario estado de lucidez a tales horas y dejé consolidar sin preocuparme el silencio de las confusiones. A pie firme Patricio permaneció a mi lado sin aflojar.
-Un día de estos –siguió- tendremos que escuchar música nosotros dos, mano a mano. Por unos meses esta será mi ciudad, nunca me gusta despedirme de los lugares sin haber conocido sus mujeres, escuchado su melodía profunda y es seguro que los uruguayos además de charangas militares tienen otra música. ¿Sabía que los mejores tangos cantados por Gardel los escribió un brasilero?
Las palabras de Patricio fueron cursis y efectivas, se levantó sin esperar mi respuesta y me sentí mal de todos lados, cuando volví del baño el peruano no estaba a la vista, la que te dije tampoco era localizable en las inmediaciones, pura coincidencia pensé en crisis de celos patrióticos. Queriendo consolarme busqué el disco de Edmundo Rivero cantando en lunfardo, que antes era música de reo de barrio y ahora es objeto de culto. Araca la cana Jorgito y a domani.
Miércoles
De otros pormenores de aquella noche mi memoria venial guardó el embrujo del guiso de lentejas, en eso Ana María la dueña de casa es maestra invicta e imbatida después de todos estos años. Al mes del incidente reconstruido ayer un encuentro casual pudo alterar la jerarquía de los recuerdos, la reconocida mecánica perversa de tu cerebro, tendiente con malicia a la bacanal romana, se inclinaría hacia el rembolso de pasiones frustradas, especulaciones libidinosas sobre la reactivación de la ventura erótica, de haberme cruzado con la ninfómana telúrica en el trámite para renovar la cédula de identidad. Ahí, con palabra dulces y mimos compradores de galán experimentado, recuperar el honor mancillado del élevage criollo en la infortunada noche de los piscos.
Recuerdo que ese día fui hasta la Intendencia a pagar una cuota atrasada de la contribución inmobiliaria cuando algo sucedió camino del foro. Me desplazaba por el interior del terrorífico edificio amenazado por sospechas de marabuntas insaciables, cuando de pronto, en el tenebroso recodo de una escalera mal iluminada donde empezaba un largo corredor, de seguro conducente a despachos abandonados, donde el responsable cayó en desgracia (muerto por asfixia de expedientes animados y voraces, apoyados por ataque sincronizado de ratas asesinas) me topé con Patricio. Podés imaginar que el peruano era la última persona con quien deseaba encontrarme. ¿Entendés por qué te digo que el Municipio es un edificio maldito.
Me reconoció y tenía carita de pensar “esta es la mía».
-Que hubo pues, después de tanto tiempo, dijo, enfrentándome sin permitirme inventar una excusa de ventanilla a punto de cerrar aguardando mi contribución. Pues sí que es una casualidad y de las buenas.
-Caramba Patricio… ni que me hubiera estado buscando, respondí dando por descontado que él sabía la razón por la que yo estaba allí y también el olvido, el clásico manto piadoso del suceso de marras que nos encontró el mes anterior.
-Claro que no hombre, faltaba más. Presentía que nos veríamos antes de mañana, purita intuición nomás.
– ¿De qué signo es usted? pregunté burlón, relativizando casualidades y oráculos soterrados en que el peruano bandido quería comprometerme.
-Mi carta astral es de otro cielo que el de sus horóscopos, para mi tienen otro nombre secreto las constelaciones. ¿Qué tiene que hacer el sábado de noche?
– ¿El sábado? Por ahora no sé, pero si tuviera un plan por más importante que sea debería cancelarlo. ¿Estoy en lo cierto?
-Está. El sábado llegan unos compañeros de por allá y quisiera que se dejara caer por casa. Nada formal, unos traguitos de pisco y de su grapa ítalo uruguaya. Anote la dirección. Venga con las manos vacías, lleve en todo caso unos tangos de esos que tanto le gustan y el resto déjelo por mi cuenta.
Como si hubiera tenido un desgraciado encuentro con un hechicero me encontré en la explanada municipal con la dirección de Patricio en el bolsillo y la certeza del sábado perdido. Era claro que no estaba en mis mejores días. Si, ya sé Jorge: jodete por nabo.
Era imposible definir cuánto tiempo mío faltaría para llegar del miércoles municipal al sábado indicado por la celada, había por medio los trabajos y los días querido pibe, diría el insigne magister Vicente O. Cicalese, entre altivos estilistas testarudos y santas prostitutas en deliciosa conciliación de oficios preconciliares. Tan imposible resultaba como medir los años extraviados desde aquella espera del sumario andino, hasta esta mañana soleada de vacaciones en que te cuento la carta del tercer día imaginado que la envió sabiendo que jamás la leerás. Si es dogma que la muerte se ensañó primer contigo, no dejaremos que ello borre nuestras horas felices. Scribitas ad narrandum. no ad probandum. Bien ahí… tranquilo el perro, depón toda sospecha de máquina intertextual demostrando nuevos conocimientos de tu viejo latín. ¡Que Santa Petronila perdone semejante osadía! Es el saqueo de las páginas rosadas del Sopena verde, las del final con voces y locuciones en desuso.
Dejando aparte las aversiones menores causadas por el topetazo burocrático, resulta que marché a la cita coercitiva asumida como reparación, tránsito doloroso de la autocrítica. Sé que Patricio decidió que yo fuera en cuanto me vio y tal vez antes; estaba curioso por conocer la forma del castigo preparado, siguiendo mis inclinaciones a la escasa autoestima marchaba dispuesto a poner la cara y de puro belinún quedé contrariado por mi reprobable actitud de cretino celoso. La dirección correspondía a una casita modesta de la zona menos poblada del Cerro, bastante a contramano de todo para intentar una escapatoria tempranera y combinar otra actividad posterior a la reunión prevista.
Mi aspiración de comenzar el sumario haciendo buena letra me llevó a ser puntual, cuando llegué la reunión se estaba armando y había un clima de recepción menos sutil del que supuse. Lo peor vendrá más tarde pensé, y si en algo se equivocó Patricio al invitarme, fue en suponer que fui un cajetilla toda la vida. Quién sabe qué le contó la que te dije sobre mí y salteándose planes quinquenales de existencia sobre calles adoquinadas, cuyo recuerdo utilitario da oficio para salir de encerronas como la que veía venir. Si pensó que yo estaría incómodo entre «gente sencilla» ahí le erró como a las peras.
-Esto sí que es una sorpresa, me dijo el anfitrión cuando abrió la puerta. Pensé que a última hora se echaría para atrás.
-Empezó mal entonces. Como dice el himno patria… sabremos cumplir!
-Hoy es distinto a la otra noche, no habrá invitados que trabajen en el teatro ni en la enseñanza superior, apenitas amigos de la construcción, gente sencilla.
-Si es por eso despreocúpese; sin saberlo el peruano me brindaba una buena oportunidad de réplica que aproveché sin pérdida de tiempo: Mi abuelo fue albañil de cuchara y fratacho, desde niño conozco lo que es ganarse el jornal construyendo casas para los demás,
-Acomódese por donde le parezca, se limitó a comentar.
La advertencia del recibimiento era fundamenta, en el salón había una cuadrilla de obreros jóvenes de la construcción, que fue donde Patricio encontró trabajo para vivir los duros meses montevideanos, un par de lindas chilenas venidas de Valparaíso a estudiar medicina y pisándome los talones, llegaron los compatriotas de Patricio en ruta hacia Europa.
Te cuento que la primera hora estuve tenso sin beber casi nada, con defensas alertas esperando el envión reivindicativo de Patricio que no cuajaba en ninguna de las configuraciones que imaginé los días precedentes. Todo lo contrario, la peña avanzaba destrabada en la conversación y sin sociodrama a la vista, mediante modalidades de comunicación diferentes a las nuestras los mensajes circulaban en códigos cuya existencia y funcionamiento me eran ajenos. Siendo el clima mejor de lo esperado me desacomodaba aquello, al punto de hacerme sentir vergüenza retrospectiva por hablar del continente con soltura sin haber nunca saltado el límite departamental, creyendo que por obra y milagro de la historia estaba viviendo en el punto de observación privilegiado. Sin resultar falso era todo mentira Jorge. En el mismísimo Cerro de Montevideo rondé el sólo sé que no sé nada en traducción subtropical, pruritos pretéritos que puedo confesarte hoy; en cuanto a la distancia entre las ilusiones de antaño y la agobiante verdad sobre la cincuentena, pienso fastidiare otro día.
En la segunda noche donde estamos la manera de hablar el español era otra, que a mi entender sonaba a legítima lengua de violencia, sin olvidar -como tú señalabas al pasar- que se trataba del arrabal morisco y sefardí de la única gramática digna de tal nombre. Como vez querido amigo, hago méritos y necesito captar la atención predisponiendo tu benevolencia; las pausas, los silencios de altura percibidos en el ambiente frenaban mis intenciones de sacar del bolsillo la casete de tango que llevé a modo de amuleto protector.
Marché al Cerro en plan evangelizador a predicar -en nuestro único monte a mano- la verdad que nada había en el mundo comparable a un tango del barrio sur y resultó que mi razón para estar en casa de Patricio era escuchar sin interrumpir. Pasaba de ser un preste de la teología de la liberación a feligrés converso y temeroso de prodigios que llegarían el año mil quinientos. Entendí la estrategia del incaico; él prescindía de estrategia en acepción militar de legión invasora, excluyó argumentos vengativos y gesto irónicos despreciando mi arrogancia pasada, deseaba que lo dejara hacer a su manera sin interrumpirlo, verlo vivir entre los suyos hasta que fuera consciente de mi ignorancia.
En aquellos días por razones que no vienen al caso evocar, vivía la ciclotimia que transita de la infundada superioridad agresiva e ignorando la existencia del otro, a un complejo de inferioridad injusto con nosotros mismos. Esa vez era yo el de facciones diferentes y faltaba la solidaridad esperada en compatriotas de la construcción, que parecían hostiles a mis intereses. Es más, cuando los andinos se despachaban entre ellos con expresiones en su dialecto común, me sentía observador intruso detrás del cristal esmerilado y con desprendimiento de rutina mirando la nada, como hacen los perros viejos que tienen cataratas.
Jueves
Me parece oír antes de ponerme a escribir la risa y tu voz, diciendo jodéte por entrar de ojos abiertos en ese verso telúrico, poniendo como angelito la cabeza adentro de la boca del león, insistiendo en que lo mejor que pude hacer hubiera sido borrarme discretamente y meterme en un cine a ver un trasnoche policial. Pude haberlo hecho de todo corazón… concédeme en la emergencia algo de crédito, no te contaría pormenores de un episodios que me llevó a la humillación y bochorno si algo de lo ocurrido esa noche en el Cerro no lo justificara.
Lo cuento por escrito, arrastrado por la inesperada cadena de recuerdos que me enredó en el balneario y como a nadie le importan los sucesos del pasado, es preferible decirlo al amigo que leyó a Ovidio en lengua original sin traducciones. Situación privilegiada para entender que lo fantástico es breve repliegue de la realidad, metamorfosis evanescente y mariposa del deseo. Luego de conocidos los hechos hallaremos explicaciones coherentes, que sin duda existen a pesar de desconocerlas. Especulando sobre tales minucias nos hubiéramos divertido, pero antes debo pasar el trance egoísta y liberado de narrarte los hechos de esa noche. Cuando un recuerdo complejo se hace anécdota común y corriente, que puede contarse como si hubiera sucedido a un extraño las pesadillas se alivianan. Distingo ahora mismo el recuerdo completo metido en la cabeza, es un virus ajeno a mi sistema, bacteria nociva, generación espontánea de fantasía enferma, incubando para marearme en los momentos cuando el cerebro está ocupado en asuntos mejor administrables; es bueno tener amigos a quienes confesarle secretos que avergüenzan.
La tertulia tendía a concentrarse por el ritmo lento de la conversación que ellos imponían, lo opuesto a nuestro estilo de comedia del arte que nos permite manejar varios centros de atención distintos a la vez y en voz alta. La amistosa dispersión resultó dejada de lado, las palabras sobrantes fueron excluidas, a medida que avanzaba la noche las frases de despojaban, las oraciones desprendían sin resistencia lo accesorio e íbamos en marcha hacia el silencio, la ausencia del diálogo rebasando mi compromiso. Ninguno de los presentes levantaba la voz ni para pedir otro vasito de pisco, con decibles de bajísima frecuencia como se venía manejando la audiencia, se entendía lo dicho sin la sospecha de un segundo nivel de referencia, allí hubiera sido insoportable una carcajada. Sin derivar la charla a la unanimidad estática, el conjunto parecía orquestado por un titiritero invisible, que alcanzaba sin esfuerzo la claridad de las palabras evitando la superposición. Valorando el sigilo como tesoro, balanceando con delicadeza sonidos y ausencias ellos utilizaban la lengua vencedora para la comunicación imprescindible con el mundo. Podía ser a causa del pisco o la conciencia de culpa transitando la lingüística comparada, pero yo deducía en las facciones de Patricio la violencia de los sonidos impuestos; a nosotros el calorcito del sur nos derritió la zona furiosa del idioma, que naufragó como un vapor de pasajeros en el estuario del Plata. El frío de la cordillera congela las palabras, comprobé que las mismas palabras hacen volar sentidos diferentes según quien las pronuncia, comprendí poquito a poco -en esa vivienda modesta detrás del Cerro nuestro- que hablé toda la vida el idioma equivocado utilizando sin percatarme un instrumento imperfecto.
La infelicidad acumulada provenía de mi incapacidad para expresarme y llegar a entender lo que decían de verdad los otros si me decidía a escucharlos. Estudiar gramática se me apareció como una farsa mayúscula y engaño previo al otro mayor de querer enseñarla. Tú lograste flotar los años de vida que te quedaban porque en gesto soberbio, remabas en latín y soñabas sin traducción glorias de toda especie que fueron verdaderas. Leyendo en tu sillón arrasaste sin piedad ciudad amuralladas, conspiraste con suceso en intrigantes foros urticantes de puñales homicidas, aprendiste los ritmos incambiables de las lluvias agrícolas y rebautizaste dioses malhumorados en tanto de apropiabas del mundo parcela tras pacerla. Los otros que estudiamos los escritos de lenguas derivadas, caminábamos por cornisas de playas sin resabios de islas maravillosas; llegábamos a duras penas hasta roquedales despoblados obstruyendo el sendero de la arena mojada. Igual que los patos amaestrados del circo acrobático de Pekín retornábamos al punto de partida, cebando mate satisfechos como turistas despreocupados, eligiendo el sitio sobre la costa donde levantar la casita de ladrillos y tejas, toreando el mar minimizando su voracidad agazapada, aguardando bajeles cuya quilla jamás calafateamos ni partieron la espuma tóxica de olas fatigadas del este del país.
Aquella noche recelaba a esos hombres curtidos de pelo renegrido cuyos antepasados desafiaron el verde de la selva y el frío de la altura para que sus palabras resonaran cerca del sol. Ellos osaron cotejarse a riesgo de la vida y de lo otro con seres superiores aguerridos. Lo hicieron luego de infinitas generaciones escalando laderas con el fin de erigir la ciudad imposible, la ruina perfecta ajena al murmullo compacto de jubilados nipones con viseras Sony, una fortaleza escondida, el templo inaccesible abandonado para disipar cualquier asedio. Me daba por pensar si los orientales seriamos capaces de construir escaleras interminables sacando con las manos los corazones vivos, trepar hacia mitologías inciertas, si podríamos concebir en nuestras conversaciones de falsos suizos -más soberbios que los verdaderos- el gesto de esculpir en la roca dura un bloque cúbico de siete varas de lado con varias toneladas de peso, subirlo cuesta arriba desafiando el verde impenetrable de la selva y el veneno de alimañas mitológicas: nosotros que ni siquiera inventamos los relojes cucú. Había en los tipos y el pueblo de donde venían algo de demencial en eso de concebirlos llevando un caudillo adorado a hombros, siguiendo la ruta sagrada que conduce de la nieve al arroyo, del hielo eterno a las aguas termales del llano.
Los entendía sin que se tratara de mi lengua; convencido de mi sagacidad aplicada antes de manera incorrecta, Patricio me colocó en el umbral de la desesperación dejándome mudo aventándome hacia socavones de silencio. Esa noche puede que haya decidido abandonar los estudios sistemáticos del idioma castellano, eran demasiadas vivencias amontonadas para mi blanda comprensión del mundo sin raíces, me quedé de pronto sin pasado, tenía acaso un esbozo de biografía y un álbum familiar deteriorado. El mapa de América me pertenecía tanto como la carta desmembrada de tu amado imperio romano al llegar la hora crepuscular de las legiones, era sencillo recrear la historia desde la llanura y adquirir un sentido de la inutilidad que arrastro desde hace tiempo. Claro que vos, como buen cínico formado en la mejor escuela, desvelas el nudo inicial de una tragedia sin escapatoria, aunque la trama sea insignificante y el deux ex machina de último momento falta sin aviso. También esta mañana de jueves para traerte aquí conmigo, entre los vivos por ahora, compartiendo un refresco de naranja con hielo, mientras avanza el día hacia las sombras de Plutón.
Viernes
Las elucubraciones donde busqué auxilio aceleradas por el pisco y la soledad creciente, insinuaban que tu amigo estaba en el sitio equivocado. Sentí unas ganas enormes de huir y regresar a mi casa, abrir el pestillo de mi puerta, subir a oscuras los peldaños de mi escalera, sentir cerca de la cara el olor de mi frazada de mi cama, para dormir mi sueño. Mi yo debía aceptar estar atrapado en la jaula del Cerro, ser pájaro campana en una trama de filamentos tenaces de donde escaparía sólo cuando soltaran la bandada. Consideré irme de allí sin dar explicaciones, me repetía que deseaba con toda mi alma partir en tres minutos lo que fue irreconciliable con mi voluntad para hacerlo; a la par que me atemorizaba poniendo en entredicho hasta la última de mis palabras, la situación desafiaba mi coraje de vivir una nueva experiencia.
En la conversación contemplaba y siendo estudiante novato en la primera fila del quirófano cómo se procesaba la autopsia del lenguaje. Era mirar el cuerpo descuartizado de un hermano mellizo muerto en un accidente de auto; indefinido y filoso algo desgarrador se hundía sin piedad en las palabras, hurgando por si tenían un alma distinguible del cuerpo. Desde la austera profanación se ordenaba una ceremonia sacrificando a divinidades innombrables verbos cautivos, degollando adjetivos, preparando con pericia preposiciones para ofrendarlas a los dioses de piedra que rigen el callar probando que la riqueza excluye la abundancia sonora. El verdadero tesoro de la lengua no está en el Corominas sino en interiores palpitantes, el lenguaje seguirá siendo una montaña sagrada que se deja rodear sin peligro por la base y ofrece el filón sólo si hay valor para escalar, dinamitar, arrancar con manos ensangrentadas y a ciegas en galerías profundas poniendo en peligro volver a contemplar la luz del día; quedar atrapado en la oscura alienación del sendero equivocado o morir en la mitad del intento. Escuchaba en la ladera del Cerro demolerse la lengua insulsa con la que intento escribirte y admito el fracaso en cada oración cuando pretendo inventar nuestro idioma en común, disolviendo distancias y circunstancias negadas.
Ni cigarrillos cargados circulando con generosidad ni el pisco fluyendo frío por las víscera sin provocar la ebriedad vomitiva del vino tinto malo eran la causa de mi creciente desasosiego. Conocía la razón del nuevo estado de ánimo, la sabía alejada del amor propia maltratado y temía lanzarme en una indagación a como diera lugar. Se hablaba por otra parte de asuntos varios sin interés, digamos el ajuste trampeado de jornales adeudados la quincena pasada y el examen postergado de endocrinología, universos extranjeros de nuestras tendencias a la sátira y mi empecinamiento en hablar con los muertos. En el ambiente aproximado al que intento describir cada detalle del todo alcanzaba dimensiones desmesuradas, levantarme del asiento y llenar hasta el borde el vaso con pisco era distinto al mismo gesto entre nosotros, mirarnos a los ojos con una de las chilenas era recordar la frescura de acercamientos previsto a las heridas de la vida –imagen cursi coincidirás conmigo- cuando aquellos nosotros estábamos lejos del temor al fracaso.
Fumé como habitualmente y exageré la bebida tomando demasiado, en términos generales estaba bien pero debí invertir la proporción de los placeres para conformar la lucidez apropiada a lo que se venía. Te dije que había músicos y como cosa normal del encuentro, comenzaron a tocar cuencas sencillas sin pretensiones ni enunciados de tiempos venideros para concretar mitos conocidos de reivindicación social. Les dispensaba una atención lateral, pero escuché cuando Patricio le dijo a uno de los viajeros:
-Acá el amigo tiene dificultades para entenderse con la música andina.
El interpelado movió la cabeza pareciendo estar al tanto de todo, como si Patricio le hubiera narrado con lujo de detalles lo sucedido donde Ana María.
-Si no le molesta –dijo Patricio sin esperar oposición en un espíritu bajo en defensas racionales-, el compañero tocara alguna cosita nuestra. Faltarán violines de sintetizador y los sha la lá de muchachas de colegios mormones, hoy puede prescindir de ello.
-Por mí todo bien, no problemo.
Era tarde para recular, a esa hora en vista del asalto imprevisto había que bancar lo que viniera y me abandoné sin oposición olvidando el sentido del tiempo. Cada uno de los presentes buscó su lugarcito en los sillones modestos de la sala, algunos optaron por tirarse en el suelo, había caras de fatiga por una semana de trabajo duro. Lo único bueno que anunciaba la situación, era que una vez terminado el recital improvisado que anhelaba brevísimo comenzarían las despedidas y mañana será otro día. Por el momento mi problema era saber cómo haría para salir del Cerro a tales horas, la estrategia decidida consistía en aguardar quietito, sin provocar ocultando mi asunto privado con la crisis del idioma, tratando de pasar inadvertido hasta que se alejara cualquier asomo de escaramuza.
Mis queridos casetes de tango sobraban en esa noche precolombina, los pobres pesaban más que un Smith & Wesson de grueso calibre con el cargador lleno. Era una bestia aria y nazi conquistando el dominio sagrado de Atahualpa, interpretando un Te Deum de extermino en un flamante bandoneón Doble A. Como decimos los perdedores partidos son partidos; a mí que prefiero los churrascos achicharrados, me invitaron a comer pescado crudo macerado en jugo de limones verdes y sin chistar debí tragarme un inmenso plato de ceviche. Los recuerdos tangueros eran mi única vía de salvación, milagro chapucero de santo malandrín napolitano apretaba las cintas grabadas como si se tratara de amuletos destinados a San Cono y bendecidos en Florida; para prometerme recordaba a ritmo de plegaria mariana de primera comunión las letras escritas de Enrique Cadícamo, Homero Manzi y Federico Silva. Me emocionaba con oraciones perfectas del arrabal y eludía el avance implacable de la máquina del lenguaje congelado, recordaba que nosotros en la Banda Oriental heredamos la exuberancia de la orilla latina del Atlántico, sin pasar a cuenta de defectos congénitos atributos pintorescos que creo positivos. Recitaba estrofas en murmullo buscando paliar el temor a quedarme mudo por la economía lexical de los contertulios.
Más distendido recobré la respiración del habla rioplatense, volviendo a nadar como corvina neurasténica en las aguas marrones del Río de la Plata; al fin de cuentas es sugerente que dos de los grandes poetas tangueros se llamen Horacio y Cátulo. Por rosa rosae venía para nosotros el reconocimiento del habla cotidiana, mirá: Aníbal Troilo ¿no es nombre de incorruptible senador togado en desgracia, exilado a las últimas fortificaciones del sur del imperio, donde mitiga su dolor componiendo música de una región inexistente? Mafia, Grieco, Piro, Donato, Héctor, Julio, Virgilio, Ástor. ¿Ubi sunt? Por los laureles triunfantes de nuestros héroes vernáculos levanto en mi Atlántida real el vaso de Cinzano Torino, desde esa última trinchera recuperé la fuerza moral y vislumbré la salvación posible sin temer la arremetida.
Podía admitir la diferencia sin temores pero algo cambio y para siempre, el amigo músico en cuestión coordinó nos movimientos, se paró pongamos por caso para regular la respiración luego de sacar de un bolso de cuero, pintado con muchos colores, una flauta de varias cañas de diferentes tamaños. Después de sonidos aislados que mi ignorancia en las artes sonoras del aire atribuyó a una especia de afinación, comenzó a tocar una melodía de montaña. El grupo marchaba a Europa, seguirían de aquí por tierra hasta Río de Janeiro, donde el billete de avión hasta Madrid era más económico, se venía hablando de actuaciones contratadas en radios escandinavas. Lo que más interesaba al grupo era recorrer mundo, yendo con la música por plazas, mercados, estaciones de tren.
Para mi oído inepto, cerrado a músicas distintas a las oídas en la radio de la casa de mis abuelos italianos sería complejo afirmarlo con certeza, la intuición me insinuaba que el peruano tocaba el instrumento a la perfección, avanzando sin tropiezos en la intención de vincular sonidos con un paisaje que nunca visité. Perdería el tiempo si quisiera describirte la música escuchada, tampoco sabría decirte su nombre, anotá para ir llevando que era inconfundible y se parecía sólo a ella misma evolucionando. Faltan palabras para comunicarte lo escuchado, podría ensayar acaso narrarte lo ocurrido que invalida de antemano el estilo realista. Sin prisa, como si tuviera el secreto del cosmos de su lado, el músico pasaba de un tema a otro sucediéndose tristezas de notas prolongadas con ritmo urgido, de los pulmones el aire salía musicalizado y lo digo por cierta pausas prolongadas entre las cuales los presentes quedábamos inmóviles. nadie interrumpió dando así su conformidad ni para manifestar el menor descontento. Adentro del cuerpo mío el pisco, al que me dediqué con exclusiva desde el comienzo, permanecía sin mezclarse con la sangre. Podía sentirlo fluir por venas y arterias sin desmenuzar enlaces moleculares, siguiendo recorridos torrenciales imponiendo su voluntad propia, corriendo libre y espeso desplazándose sin respetar obstáculos, veloz. Los parpados me pesaban como bolsas inmensas de arena mojada negándose a caer del todo, algo desconocido me inmovilizaba en tan extraña vigila, fuerza inconfundible con arrebatos ácidos de la borrachera y propia de toda ebriedad; la boca reseca ni el dolor de cabeza presentida formaban parte de los síntomas inmediatos, tampoco la sensación de revoltijo en el estómago anunciando el vómito bordó en la vereda. Temía cerrar los ojos durante siete segundos y quedarme dormido, era un temor justificado y cuando lo hice -sin separarme del ambiente- se pulverizó mi sentido del tiempo, fui transportado a dominios lejanísimos y algo intangible se desprendió de mi cuerpo iniciando una huida levísima. La música ejercía tal atracción que podía levantarme a alturas donde tenía dificultades para respirar y allí me cruzaba con espectros recordando rostros queridos del pasado.
Era inconcebible que Patricio hubiera mezclado algo en la botella de Control que expropié para uso particular, tenía miedo y aquello era fantástico, perdía mis certezas de racionalista medroso mientras era incorporado en naturalezas sorprendentes. Estoy loco, pensé para protegerme; borracho era lo que estaba escribo ahora más cerca de la verdad, es la única explicación que con el tiempo pasado se mantiene en pie. Sería inverosímil que por unas quenas de morondanga, respiraciones discontinuas impelidas a pasar por cañas desiguales y unos piscos alineados padeciera tamaña transferencia. De lo visto los minutos finales de la reunión, lo sencillo de explicar es la sensación de frío intenso y provocada por el paulatino alejamiento del calor concentrado en la tierra. Frío indagando un universo hecho noche sin soles moribundos colgados en el firmamento: el frío de frontera con la muerte y a pesar de lo mucho que tiene la metáfora de valsecito esquimal se me congelaba el cuerpo descubeindo la aventura que sucede al otro lado de la vida.
Como hoy te veo en las palabras que escribo, te veo a vos Jorge que estás muerto.
Sábado
Todo será olvidado algún día, lo sabés mejor que nadie porque viviste a lo grande interpretando palabras que por siglos parecidos a la eternidad definieron el poder, insectos, monstruos, enemigos, la escena y el reino de la muerte. Yo imagino algunas tardes, que mis abuelos muertos bajan casi niños desde la cubierta de paquebotes de tercera a muelles americanos, pisando pasarelas inestables prolongando mareos; por eso me visitan pesadillas de muelles desahuciados en bahías inexistentes y traté de arreglármelas remendando el cocoliche que escuché hablar en los años de infancia. Un tanguero recalcitrante rondando la cincuentena, si logra sacudirse de la cabeza la instantánea de barcos escorados cargados de inmigrantes y la perorata de profesionales de pirámides escalonadas salidas del subsuelo, te dice que el continente al que no sabe qué nombre darle es un espacio especulativo verde y miserable, inalcanzable y mágico con rincones altísimos donde hace frío.
El epílogo de toda alegría pregunta dónde están, qué fue de nosotros aquellos que en las horas puente del Instituto de Profesores Artigas nos juntábamos en el bar de Guayabos y Eduardo Acevedo. Con el curioso libro de Auerbach sobre la Mímesis, la gramática de Sobejano, la Paideia mexicana comprada de segunda mano, el ¿qué hacer? del camarada Vladimir Illich, la Divina Comedia en la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos (el pan de nuestra cultura católica) y el diccionario enciclopédico de Ducrot/Todorov sobre las ciencias del lenguaje. Los recuerdos son las únicas ruinas de aquellos años irrecuperables, el resto será para los audaces dispuestos a conocer en carne propia el frío perpetuo de los picos andinos; que puedan llegar a la fortuna del amor de una linda chilena, delicia mucho más inolvidable si la trasandina es doctora diplomada en Medicina.
Cuando me descubrí devuelto al living después del tiempo sin minutos entendí lo innecesario de cualquier agresión de Patricio, ese partido se jugó en regiones donde la revancha nunca se concreta. En la salida Patricio nos despidió uno por uno a los albañiles, las chilenas y a mí que estaba malherido de pisco. Los músicos en ruta se quedaban a dormir en su casa.
-Hasta el próximo encuentro pues, me dijo el chileno apretándome la mano sin violencia.
-Difícil compañero, empecé y luego argumenté como defensa destinada al fracaso, pensando sin saberlo en nosotros mismos Jorge: Las horas que pasan ya no vuelven más.
Afuera, en pleno Cerro soplaba lindo el viento viniendo desde la bahía dibujada perfecta en la noche del río. Luego de lo vivido hacía un rato el recodo costero era poca cosa, sospechaba mi ciudad buscando acomodo para dormitar, echar un sueñito liviano como hacen en los sanatorios las ancianas recién operadas. Tampoco sentía frío y me tranquilizaba saberme de regreso a mi mundo receloso de barrios arbolados. Las cuadras que nos separaban de las paradas de ómnibus más cercanas las caminamos juntos, había quedado sin ánimo hasta para intimar con las chilenas especulando encuentros posteriores. Al llegar a la principal calle del Cerro cada cual se marchó buscando su propio rumbo, nos dijimos adiós como si mañana, el lunes a más tardar fuéramos a encontrarnos otra vez al pie de los andamios salpicados de cal, en el anfiteatro de la Facultad de medicina ante un cadáver flotando sin identificar. A esa hora incierta se cruzaban los últimos taxis de la noche con los primeros ómnibus de la mañana en dirección al centro, llevando los maestros panaderos de mirada despojada y pelo mojado hasta la boca caliente de los hornos de leña.
Domingo
Así es Jorge… primer fin de semana en casita prestada de balneario para unas merecidas vacaciones, nada de falsa prosperidad querido amigo, sucede que la vida necesita un descanso. Te aviso que estas notas a ti dirigidas me cansaron tremendo y mañana -es decir hoy mismo- bajo los brazos con la escritura diaria regresando a las certidumbres de la rutina. Esta mañana María del Carmen llevó los pibes a la playa, que querés bobo latinista, si aceptamos una historia posible que inventé el lunes donde estás con vida, leyendo mis envíos diarios sentado en tu sofá de estilo en la calle Tolbiac, hay otra igual de verdadera en la cual me casé con ella, contradiciendo los pronósticos pesimistas en los que metiste cuchara, augurando que terminaría largándome por inútil y haragán.
Los muchachos nuestros, que por cierto salieron bellos como la madre están decididos a estudiar informática y contabilidad, es su manera de olvidar que el padre quiso ser profesor de Idioma Español en secundaria; antes de poner los pies en la realidad y abrir con dos socios un salón de repuestos para automóviles en la calle Cerro Largo. ¿Sabés cuál es el indicio que marca el envejecimiento de nuestras historias? Cuando vienen al mostrador clientes avergonzados a pedir repuestos para cascajos automotores de los años cuarenta, que fue más o menos cuando nacimos nosotros. Nadie los fabrica, los repuestos originales para tipos como nosotros desaparecieron del mercado y por eso Jorge: ¿a quién sino a vos le podía escribir estas Catilinarias caseras? Ahora debo dejarte y volver a la vida de todos los días, con dos horas matinales durante una semana nadie avanza lejos en el estilo epistolar a un destinatario muerto.
En pocos minutos enciendo el fuego para preparar a la parrilla unas tiras de asado tierno y choricitos picantes para el almuerzo, con ensalada de lechuga, cebolla y tomate. Hay por ahí una torta gallega, anoche la cocinó María del Carmen y en la asadera tiene flor de pinta, tengo en la heladera enfriándose un vinito rosado más que respetable. Me queda por delante otra semana de vacaciones pero ahora te abandono devolviéndote al silencio sin palabras escritas del reino de los muertos. Lo sabías desde el comienzo, es peligroso continuar el diálogo por más tiempo sin olvidar que dentro de poquitos años tendremos la eternidad por delante.
Te cuento a manera de epílogo que mañana llevaré los gurises al zoológico de Atlántida. ¿Adivina qué bichos fantástico lo tiene intrigado al más pequeño de mis hijos? Los búhos y lechuzas; finalmente no está todo perdido, al menos que hayas sido vos que desde el otro lado orientas el destino. Quién te diga que dentro de unos años, alguna tarde perdida de invierno, harto de programas de inteligencia artificial y navegar por el océano estéril de Internet, metido en la tranquila soledad perfumada de una de las librerías de viejo que sobreviven en Montevideo, le dé por regatear a propósito de una Eneida, en la Edition Belles Lettres. ¿Seguirán los franceses haciendo los libros rosáceos y amarillos con la loba vigilante que amamantó a los gemelos y la sabia lechuza en la parte inferior de las tapas? Sería maravilloso… si después cae en la trampa de los libros se morirá de hambre dando clases sin parar. La vida es tan breve que ello es un detalle sin importancia y a nosotros dos –resulté un padre egoísta- nos daría en secreto una enorme alegría que él ni se imagina.
La semana del búho terminó viejo amigo, te rememoro ahora mismo desde la ventana de la cocina en la estación de Sants en Barcelona, la memoria debe cumplir horario como los trenes y te recuerdo subiendo al Talgo pendular nocturno que marcha rumbo a Austerlitz. Me veo caminando en el andén todavía con el gusto bermellón del pacharán compartido en la boca, sin saber que esa era la última vez que te vería. Ave Cuinat, morituri te salutant.