Pasión y olvido de Anastassia Lizavetta

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Una mujer, debe ser, soñadora, coqueta y ardiente
debe darse al amor, con frenético ardor
para ser una mujer

Paul Misraki y Ben Molar

ttmu tgmmmmmm ssshhhhunttt jok jok jok jok uq uq schasshh ubkirt ubkirt ion ion katum atumm tummm tum tum ummm umm mm … esta pretende ser la verdadera historia de la tragedia doméstica de mi querida prima Anastassia Lizavetta contada por mí mismo y ese ruido que escuchamos con el pensamiento es el ascensor de la Torre L del complejo habitacional Parque Posadas, erigido en el corazón vegetal de la ciudad. El drama familiar comienza con ese sonido irrepetible llegando desde lejos, retumbando en mi cerebro cada vez que pienso en ella y su desolación espiritual, impresión intensa por dolorosa dejando la traza indeleble en mis sentidos. Repasando los eventos atroces que ella protagonizó hace algunas semanas y para redactar la crónica aproximada de lo sucedido decidí venir a vivir una temporada al edificio donde ocurrieron los hechos. Hubiera querido hacerlo en el mismo departamento condenado hasta impregnarme por completo de lo ocurrido; los médicos consultados lo prohibieron, los nuevos inquilinos y mi sentido común lo desaconsejaron. Así resuena en mi interior la primera frase rítmica del ascensor de la memoria cuando el mecanismo se reactiva luego de algunas horas de reposo.


En estos bloques de habitación son inconfundibles los ruidos del ascensor en funcionamiento, contrastando con el silencio pesado de la Torre descansando hasta el final de la noche. Es la hora cuando logro concentrarme mejor, mientras busco hundirme en aquella jornada irrepetible que intento revivir con mis propias palabras, está ahí cerca moviéndose el monstruo reiterado, la canaleta acústica con cables de acero engrasados y mugre adherida. Pasaron varios meses desde el último mantenimiento, los motores fatigados que nunca se detienen del todo pueden enloquecer a cualquiera que tenga la cama junto a las cajas de los elevadores y la audición hipersensible; alguien atento que capte el lenguaje reticente de paredes medianeras, conductos del baño y palpitaciones de la noche monologando. Fue por otra razón que un ruido de engranajes cansados parecido a ese fue Anastassia Lizavetta se despertó aquella precisa madrugada, era innecesario consultar la radio reloj sobre la mesita de luz. Serían las cinco de la mañana o puede que las seis menos veinticinco a más tardar, tanto daba y era igual: ella lo comprendió sospechando lo terrible mientras la pesadilla se detuvo y supo que sería imposible volver a dormirse. Creyó despertar del último sueño que tendría en vida y decidió quedarse en la cama pensando en sus cosas, como hacía otras mañanas cuando despertaba así de súbita conciencia y sin haberlo decidido el cuerpo. Con pocas horas de reposo profundo, a la hora de la cena del jueves y habiendo ido al centro a trabajar seis horas ella sería una piltrafa humana; hasta alcanzar ese agotamiento faltaba un día entero y distinto en la vida de mi prima, una jornada particular sumada a la fatiga y otras preocupaciones inherentes a lo habitual.

Esa mañana, donde intento incrustarme como si hubiera estado presente presenciando los hechos ella tiene treinta y dos años. A veces como hoy le da por pensar que la vida -en lo que aparentaba de excitante y promesa de final feliz- terminó alguna madrugada anterior bien distante y extraviada, confundida en el depósito de noches pasadas sin que fuera advertido en su momento. Distracción, engaño o coincidencia, mi prima sentía que tenía cincuenta y pico de años de recuerdos, más de los necesarios para guardar el equilibrio emotivo. Apreciación relativa a la edad errónea pero muscular y epidérmica, sobre todo epidérmica; estaba en un momento de la vida cuando se comienza a considerar seguido que la juventud pasó rápido -sin haber dado indicios de retirada- y resulta tarde para lo que sea, la edad indefinible de los números primos cuando se comienza a ser dos personas a la vez. Nadie le advirtió a mi prima adorada que la juventud pasaba así de rápido, las personas mayores repitieron para ella la patraña relativa al estado de ánimo vigilante mientras la esperaban en la edad adulta, burlándose luego de su credulidad dándole la bienvenida al fracaso. Madurar era eso pues, tomar conciencia de los años perdidos y al diablo con la experiencia acumulada; que los días fueran parecidos gracias a dios y sobrellevar sin histeria el habituarse a un cúmulo de rutinas, las que cada ser organiza a su imagen y semejanza buscando salvarse hasta que sobreviene lo terrible nunca especulado.

Sin proponérselo mi prima había merecido hasta esta mañana el estatuto “normalidad” como estado general, la madre le habría dicho -si entre ellas la comunicación hubiera sido fluida de no morir antes de concretar la tan mentada charla postergada ni callado cuando más la necesitó- que debía de dar las gracias a Dios y a la Virgen por haberla alejado del miedo a la miseria. Temor prematuro que la perseguía desde niña y la acompañó en pesadillas del crecimiento. «Tengo miedo de ser pobre» le decía mi prima a la madre cuando de chica se despertaba sobresaltada como hoy. Mi pobre tía que en paz descanse, sin saber qué responderle pensaba «vas a sufrir mucho en la vida mi querida hija Anastassia Lizavetta» y así fue.