Alas negras de serafín abatido

¿Por qué tus alas, tan cruel quemó la vida?

Alfredo Le Pera

Como si el cuento entero rotara por completo sobre un eje carbonizado, la historia comenzó a tener sentido cuando concluyó de manera desgraciada y la primera ya era la página final. Gabriel jamás entendió las causas por las cuales las vueltas de la vida lo llevaron hasta la carnavalesca irrupción de la inconsolable humareda, lo hizo caminar entre restos de carbón y ceniza empapada, residuos irreconocibles del mecano de fuego tan frágil como el canto de un pájaro pequeño, un juego para armar parecía, que no empezaba en el desorden de piezas entreveradas en la caja abierta, sino en la conciencia tardía de que allí hubo algo compacto y por segundos, el jugador se perdió de ver el derrumbe reciente, formas sugerentes, pedazos parciales con posibles siluetas anteriores.

Tampoco fue esta una crónica fidedigna entretejida en un tirón de escritor inspirado ni existe la certeza de una verdad final, las circunstancias del relato consumieron siete pacientes días de creación, capricho tozudo del dios ulceroso de los imaginativos disparando sin cesar mundos ilusorios destinados al olvido. En cada encuentro de los desconfiados protagonistas del relato, a la invención se sumaban recuerdos íntimos que podían o no haber sucedido y estaba Gabriel, rellenado huecos con esquirlas imaginadas, haciendo irreal un final como el que le tocó en suerte contemplar, sin invocar el atajo de la fantasía. A pesar de ser el otro protagonista de enjundia en la historia, él siempre creyó –seguro hasta el día de hoy- que se quedó corto. Obviando el asunto de comprobaciones razonables, la primera verdad ante la cual debemos inclinarnos es que un inesperado objetivo pudo modificar -en pleno vuelo- los planes de Gabriel para la semana de turismo esperada con entusiasmo. Emocionante en todo caso, pues sin experiencia de ningún tipo en campamentos al aire libre, el muchacho se embarcó en un plan depredador colectivo prometiendo cacería de carpinchos en inhóspitos bañados, zorros montaraces, centenares de perdices y hasta chanchos salvajes de aspecto intimidante. Lo que Gabriel nunca soñó, fue que pasaría de ese zoológico de picadas y pajonal, cañada y pradera artificial a señuelos hechos de palabras; donde las infelices criaturas entrampadas con patas mutiladas y espinazos partidos, son presas con historias complicadas de creer.

Donde fuera que vive en el presente Gabriel debe ser todavía un hombre joven y fornido, de buen humor para sobrellevar dificultades cotidianas, médico rural vocacional de auto viejo, honorarios pagados en gallinas ponedoras y damajuanas de vino casero; con idéntica paciencia asistirá partos cimarrones y defunciones de vejez, haciéndose un tiempo cada tanto para un recuerdo insistente que se resiste a abandonarlo. En los tiempos que evoca el relato, era un estudiante novato de medicina y a pesar de ser hombre de ciudad tenía la secreta aspiración de caminos vecinales polvorientos, prolongados mugidos vacunos a la sombra de montes pequeñitos, atardeceres calmos que se alargan durante horas entre lomas panzudas dibujándose contra el horizonte. Fue por ese futuro incierto que Gabriel aceptó la invitación, yendo sin saberlo al encuentro de sí mismo y se sumó feliz a los otros catorce que subieron al camión remendado una fría madrugada del mes de abril. Los componentes del grupo eran amigos del barrio, mezcla de torneros avezados y jugadores de fútbol de segunda división, maridos fieles radiantes por zafar unos días de mujeres corpulentas y jóvenes pobres con un humilde sentido de la aventura.

Durante la primera etapa del trayecto hacia la vida difícil Gabriel realizó un curso acelerado sobre armas de fuego del arsenal, que para eso había en el grupo un especialista; aprendió a distinguir la carabina calibre 22 de una escopeta española de doble caño, reconocer dónde estaban los seguros activando el mecanismo del gatillo, cómo se carga un cartucho de manera artesanal y a detectar el movimiento de las presas por el oído, auscultando el paisaje con la misma atención con que se escuchan los torrentes arrítmicos de las arterias, la música desafinada de un corazón gastado. El organizador de la salida y dueño del camión que los transportaba, como todos los años prometía hondonadas vírgenes y desiertas forestas impenetrables, atiborradas de alimañas de todo tipo, cada vez más salvajes y que pondrían en situación límite la capacidad de supervivencia del colectivo; del comando, pensaba Gabriel escuchando la perorata del líder exaltada y provocadora de coraje, sospechando en ese afiebrado alegado aventurero demasiadas lecturas de Horacio Quiroga. La ausencia de replicas locuaces parecía inocular en el grupo, a medida que avanzaba el viaje la anhelada tentación de abrirse el vientre con un machete, sentir el gratificante abrazo de una anaconda interminable y disfrutar secuelas sudadas de una fiebre tropical alucinante, tirado en el barro entre mosquitos descomunales y hormigas voraces sin siquiera una aspirina a mano. Ese emprendedor y unánime espíritu grupal pudo que el viaje fuera entusiasta, en la ruta hacia el interior del país los aventureros encontraron decenas de autos, motos y camiones marchando a lugares obviamente salvajes donde tampoco nunca antes había entrado nadie. La naturaleza tenía sus propios designios, las nubes densas corrían allá arriba más deprisa que la caravana de vehículos y el cielo se oscureció a una velocidad mayor que el despliegue de toldos en la caja de los camiones.

En dos horas apenas, una impresionante masa de agua apagó por completo el día, destacando el furioso azul de los relámpagos espectaculares, olímpicos. Los potentes motores de los camiones enmudecieron al ser confrontados con la sucesión incontenible de truenos que hicieron oír su bombardeo de vencedores, además de la lluvia pesada buscando abismos sin nada de mansa ni pasajera. El arroyo final que separaba excursionistas y territorios de la aventura terminó transformado en un torrente demencial incontrolable, en su violencia desbordante logró apaciguar los anhelos misioneros del conductor del camión que se volvió hombre prudente, temerosos de que su Scania nuevo en ablande marchase a la deriva entre camalotes y sapos aterrados. A esto, estaban a siete kilómetros del casco de la estancia donde les permitían acampar durante la semana. Regresar hasta allá buscando refugio esa impensable; en las casas habían recalado demasiadas personas invitadas y nadie conocía tan bien a los dueños para negociar hospedaje para todos. De común acuerdo optaron por arrimarse a un pueblo desahuciado, de los que hay tantos en campaña –quedaba a una hora de viaje a marcha lenta- a esperar allí el cambio del tiempo que venía revirado. Estaban resignados al extravío cuando lograron divisar a unos cientos de metros y enmarcado por el parabrisas, un conjunto desparejo de casas fantasmales apareciendo entre una cortina de lluvia y la escasísima claridad remanente, algunos perros temerosos de los truenos observaban el avance de la caravana desde los más insólitos lugares de protección, sin salir a ladrarles como recurso de protección. Los nuevos trazados de carreteras nacionales y los cambios en la ruta de ómnibus interdepartamentales, hicieron de ese caserío de paso -que debió ser campechano en otro tiempo- un pueblo de olvido y muerte. Todavía podía verse sobre la antigua carretera metida en la calle única y principal, la huella inservible dejada por autos y tractores; la cinta de pedregullo saliendo para ninguna parte, se confundía con abrojos lacerantes entre matorrales que nadie arrancaría hasta el fin del mundo.

A la entrada del caserío como si fuera animal de mal agüero electrocutado por cables de alta tensión, los forasteros dieron con un galpón quemado. Persistía en los alrededores un olor intenso a madera ardiendo apagada de pronto por la lluvia; semejando dedales ciclópeos, unos baldes caóticos estaban a medio hundir en el fangal junto a pedazos calcinados de pared, un desagüe espontáneo de lluvia y carbonilla serpenteaba hacia el barranco lateral. El camión en fuga pasó despacio por delante de esos despojos y como una casa más del conjunto, se acomodó en un hueco de la calle cuya aparente firmeza inspiraba confianza. La careta metálica del inmenso Scania era una fachada de utilería, hacia atrás se proyectaba la caja con toldo impermeable desde donde saldrían las primeras carpas. Sólo quedaba esperar que pasare la lluvia y corrieran las horas, el espíritu de cuerpo inicial dejó paso a discretas distensiones individuales, cada hombre se ensimismó en sus pequeñas cosas: empatillar anzuelos, jugar solitarios a las cartas, tallar pedazos de madera con navajas de bolsillo, beber vino tinto con parsimonia, recordar aquello que decidieron olvidar. El joven Gabriel, inhabituado a los rigores de disciplina interior de curtidos baqueanos de campamento, prefirió arrimarse hasta el almacén; había algo en la luz pendular de la entrada y llamándolo parecido a una celada inevitable.

Un tabique de bloques rústicos sin blanquear dividía el recinto en dos mitades, en la primera dando a la entrada y puerta principal, la mujer que parecía no haber sido muchacha con trenzas atendía lo concerniente a fideos secos, jabones de glicerina, tabaco, galletas duras de campaña y otras yerbas elementales. Hacia el costado derecho un piso gris de hormigón lustrado se destilaba en la pieza destinada al consumo de bebidas; se veían allí muchas botellas de unos pocos alcoholes, copas con historia y vasos todos diferentes, algunas mesas, dos de las cuales estaban reservadas a los jugadores de naipes. Una tabla larga apoyada sobre barricas brasileras hacía las veces de mostrador, por ahí había un hombre mayor de edad indefinida, atendiendo a los pocos parroquianos con aspecto de aparecidos del pasado y tirados en el boliche por el temporal. Apenas puesto un pie en el recinto Gabriel se sintió pisando un terreno que existía en otro tiempo y algo abombado acomodó su cuerpo fortachón en el extremo peor iluminado del mostrador. Evitando ostentaciones se sacudió restos de agua persistentes en su campera de tela fluorescente, que allí era incómoda extravagancia; pidió caña, el patrón le sirvió y permaneció a su lado, Gabriel bebió de un envión la primera copa, el viejo volvió a llenarle el vaso hasta el borde sin que le fallara el pulso mi decir una palabra.

El estudiante de medicina capitalino recibió de sopetón la incomodidad de esa presencia cercana, considerando que lo sensato para sentirse bien era decir algo.

-Qué lluvia don, comentó Gabriel y apenas lo dijo escuchó en lo dicho una tontería de las grandes, pésimo comienzo para entablar un diálogo.

-Si, respondió el patrón, mirando de soslayo hacia el exterior como si recién viniera de enterarse, sorprendido, del bruto temporal que había afuera y estremecía el boliche hasta los cimientos.

Buscando recuperar terreno perdido en el debut, recordando la catastrófica visión del ingreso al pueblo Gabriel creyó ser oportuno cuando sentenció con aire de conocedor:

-Suerte por lo del galpón.

-Lástima por lo del muerto, fue la réplica del patrón.

Sin agregar ni una palabra más el viejo levantó el cigarrillo armado que había apoyado en el borde de la madera y se alejó; dejó flotando en el aire húmedo el aroma inconfundible de un tabaco negro intenso, la sensación para el forastero vestido raro de haberse metido en algo desconocido que ya lo incluía.

La lluvia persistía en caer como parte perpetua de la naturaleza, algunos hombres de la expedición prefirieron quedare todo el tiempo del diluvio entreverados en las apariencias caprichosas de la baraja; otros más añosos se metieron en un monte cercano, de donde regresaron horas más tarde con algún bicho ahogado, prueba de su mala fortuna y sin haber disparado un solo tiro. Si se concede aún que el río es algo parecido al tiempo, la lluvia era un reloj que inició en Gabriel una de las horas más densas de su vida. Las pocas veces que intentó reconstruirla en su memoria, nunca logró recordar si lo poco rescatado era sedimento calcáreo de borrachera o dudosa remembranza destinada a ser disueltas con el correr de los años. A lo largo de esos días Gabriel tomó unas notas (están metidas por aquí) y que no aclaran de manera irrefutable si el asunto central es la historia del muerto, lo narrado por la voz pausada del viejo bolichero o lo que Gabriel creyó entender de la versión que le contaron; después de todo, que llueva torrencialmente en semana santa es poco milagroso si acaso se viviera en la discreción del silencio. Gabriel, conviviendo ahora entre el dolor de la gente callada dejó su letra escrita para una música sin autor definido; como si una melodía entradora se contara de manera insistente y omitiendo el avance por derecho de autor.

El hombre muerto decía llamarse Serafín Antúnez. Nació y creció en el barrio del Hipódromo de Maroñas por donde se cruzan las calles Besares y Guerra, trotan caballos de nombre estrafalario respirando vapores del amanecer abrigados con mantas multicolores, esquinas donde a la madrugada se escuchan relinchos de los pingos en celo. Vino al mundo Antúnez en el año treinta y nada hizo suponer durante la infancia que algún día terminaría abandonando la vecindad; el botija era macizo y fortachón, liquidado para pensar un futuro de jockey, orejano para seguir la disciplina vareliana de la escuela pública, la única esperanza de su madre -buena mujer viuda y planchadora- era que saliera clandestino de carreras para que zafara del mundo del hampa; actividades donde el barrio venía haciendo meritorios progresos comentados por la prensa, no en hípicas sino en crónicas policiales. Ante la incertidumbre materna que la mujer padecía en secreto, el muchacho creció atraído por la vida callejera e indiferencia al destino aguardando.

Las casualidades, que a veces condescienden a mezclarse con la pobre gente le dieron a la vida chúcara de Serafín un vuelo imprevisto. El muchacho vivía en un mundo acelerado donde la suerte se lo pasaba corriendo, alguna vez llegaba y sólo se la podía alcanzar a rienda suelta, en su historia irrepetible jinete y caballo eran la misma materia los dos en uno, desbocándose sin detenerse en un galope desenfrenado persiguiendo la muerte. Una de las casualidades era atributo personal e intransferible, Serafín tenía boca grande generosa, sonrisa robadora con dientes blancos y parejos de potrillo prometedor, cabeza de alazán nervioso, predispuesta para peinarla a la gomina y ganar por un hocico en el último quinto. La segunda casualidad triste por inesperada y ocurrida durante el año 1936, fue la muerte de Carlos Gardel; este último es un largo cortejo fúnebre todavía en marcha entre la memoria colectiva y sin que puedan avistarse hasta ahora los enterradores definitivos. En aquellos primeros años que siguieron a la muerte del cantor, la negación testaruda del drama en Medellín provocó una avalancha de poses y vestimentas miméticas -sobre todo el sombrero- entre muchachos que soñaban con la pinta del malogrado intérprete. En las esquinas de los barrios montevideanos se veían -de preferencia al atardecer- proliferación de caricaturas ridículas, patéticos disfraces amortajados; algunos de esos alienados sin saberlo lograban reproducir gestos específicos, chispazos brevísimos que nunca encendían a continuidad. De esa procesión mamarracha de títeres abandonados al costado de la cuneta, sólo uno pudo cortar los piolines y comenzó a caminar sin ayuda, marcando paso a paso una certeza de parecidos acentuándose con el correr de los años. Ese muchacho fue Serafín Antúnez.

Desde aquellos días de coincidencias anatómicas y mínimas Antúnez fue Gardel. Al principio excitante, ello le significó un gasto adicional en ropa de calidad comprada en la Avenida 8 de Octubre en la zona de la iglesia San Agustín; le deparó copetines gratis en los boliches del barrio y más hembras de las previstas, veteranas calentadas a alcohol y desinformadas. Mozo manso de buen trato Antúnez era identificado como “el morochito”, de a poco se hizo un lugar en el ambiente, espacio sin codiciar por nadie entre la gente influyente del turf, Si bien la patota pesada de los capos se negó por principio a mantenerlo evitando el mal ejemplo, cada tanto le arrimaban discretamente un dato “seguro” para una carrera del domingo. Que Serafín no abusara de ese privilegio cayó bien entre la gente, que fuera hijo del barrio y de viuda trabajadora pudo que nadie lo considerada de su propiedad. Hasta entonces Antúnez era poco más que una fotografía con movimiento, unos metros enrollados de película sin comienzo ni continuidad, nadie llegaba a formularlo y todos sabían que había en el muchacho algo incompleto e inacabado. Faltaba la magia imposible, una especie de magia como la que se produjo cierta noche de San Juan durante el festejo de una victoria inexplicable para la Cátedra.

En el Stud Toulouse se celebraba el triunfo peleado hasta los últimos metros y obtenido en buena ley del crédito Fogata, el pingo con tiempo de carrera impresionante -sin dar lugar a dudas de bandera verde- se adjudicó el clásico más prestigiosos de la temporada invernal. Esa tarde corrió mucha plata en el momento de las apuestas y la fiesta improvisada de la noche lo confirmó, los propietarios de Fogata estaban pensando en las pistas de Palermo y San Isidro en Buenos Aires apenas despuntara la primavera. El cuerpo de ventaja sobre el favorito de la prensa merecía el mejor asado, el vino embotellado y un poco de música para amenizar. Un trío de guitarreros se arrimó al festejo sin avisar, sabiendo que estaba corriendo plata dulce; discretos, mientras unos a otros de los invitados –también unos colados- se contaban por centésima vez el peligroso arrime en el codo y la inaguantable arremetida en la recta final, los musiqueros se acomodaron en un rincón. Como para ambientar un fondo musical, sin pretender competir con la galopante excitación de los asistentes dejaban caer boleros que estuvieron de moda hace treinta años y sambas populares, esperando que la concurrencia se percatara de su presencia.

Un peoncito bastante bebido empezó la función fuera de programa, fue él quien se acercó hasta Serafín que estaba trasegando vino de damajuanas a botellas opacas; mientras lo contemplaba absorto y vacilante, desde una confusión entendible embarazosa le dijo:

-Déle don Carlos, cántese una, déle… no sea malo, cántese una, déle…

El pobre muchacho de alpargatas, bombacha gris y gorra vasca tenía una de esas vocecitas aflautadas penetrantes. A pesar del bochinche generalizado todos escucharon su pedido, se hizo un silencio molesto que duró una eternidad, en ese tiempo Antúnez palideció del lado de adentro: era imposible retroceder haciéndose el desentendido, excusarse por un dolor de garganta o huir. La continuación de la acción llegó como resorte, desde la cabecera de la mesa principal uno de los patrones, un tipo gordo de carácter avinagrado abandonó su grotesca imitación de jinete ganador, pegando fuerte con la fusta en los últimos cincuenta metros, para gritar sin mirar a nadie en particular.

– ¡A ver ustedes, che, además de pelotudeces de maricones saben algo de tango!

El trío así interpelado permaneció callado, los tres músicos se encresparon como si les hubiera llegado una descarga de corriente eléctrica; sabiendo que de repente se volvieron centro de atención afinaron los instrumentos, reacomodaron requintos, sacaron púas de nácar de los bolsillos de los chalecos, tantearon las uñas exageradas con las yemas de los dedos y en medio del silencio, algún punteo de afinación recorriendo escalas cromáticas pudo escucharse. A la orden de uno de ellos de tez muy blanca -casi tuberculoso- con anteojos de sol oscurísimo de ciego de nacimiento y cicatrices de quemaduras en la mano derecha, arrancaron con brío en la versión patotera de La mariposa y al final de la interpretación apaciguadora los asistentes aplaudieron con vehemencia.

Mientras el trío más tranquilo continuaba con acordes de acompañamiento el entorno festivo se alteró, dando paso de la imagen triunfal de las patas vendadas de Fogata a la gateras del prodigio distinto. De pronto, las miradas se posaron en la espalda de Serafín y el pibe sintió la presión de una exigencia desafiante que podía poner punto final a su sueño de aceptación. Con carpeta insospechada en un muchacho sin mundo se acercó al guitarrista de los lentes oscuros, le conversó algo al oído, el otro asintió y a su vez murmuró breves instrucciones a los dos restantes.

Antúnez dio un paso adelante buscando por instinto el desafío de la luz más potente, la gente que debería tener adelante despareció, transfigurándose en un inmenso espejo donde Serafín ensayó la mejor de las poses que lo hicieron popular; jamás había estado tan idéntico y él hubiera proferido que lo provocaran a pelear a cuchillo ahí mismo, eso nadie lo supo nunca. Las manos de Antúnez empezaron a moverse por sí mismas, Serafín miró al peoncito que inició su tormento y así mismo lo hubiera mirado el Carlos verdadero, el pobre muchacho sintió que era el Carlos de verdad que lo estaba mirando; no había en esos ojos admirados la bronca concentrada de quien está en un brete incómodo por alguien flojo de lengua, más bien la ternura resignada de un soberano generoso.

Sin saber qué pasaría en los próximos segundos, Serafín sonrió demostrando confianza, le hizo una guiñada al peoncito alelado para decirle que el tango que llegaba se lo dedicaba. La introducción musical había comenzado y Antúnez tenía ganas de llorar, se le hizo un nudo en la garganta y de una cuerda larga que se perdía en la infancia, mirando de lejos caballos piafando, viviendo entre la ropa limpia y planchada de los otros, viendo las carambolas del billar del boliche de la esquina, teniendo el paño a la altura de los ojos curiosos, buscando a los gorriones entre las ramas de los árboles; el pasado se anudaba en su silencio y seguro rodaría en poquísimos metros, hizo lo posible para que le brotaran lágrimas de los ojos y un filo de facón de un alguien invisible le reventó las cuerdas enlazadas, desató el tiento anudado para dejar pasar una segunda voz salida de un disco viejo que se metió insolente en los versos burreros de Bajo Belgrano. Los presente en el Stud Toulouse sintieron el golpe de la cos en el costado zurdo, testigos sueltos y curiosos tragaron su saliva atando sus gargantas a la voz milagrosa que volvía de una muerte improbable, en la noche fría, bajo las enramadas tupidas que contenían la helada en vértigo de otra noche de julio.

“Don Martín –le confesó Antúnez años después al bolichero-, aquello fue uno de los sustos más grandes de mi vida. Le juro, nunca había cantado antes, nunca pasé de escuchar la radio como cualquier hijo de vecina, desconocía que sabía las letras, entradas a tiempo, entonaciones y menos que pudiera salir de mi garganta esa voz cuando cantaba. Que no era de Serafín Antúnez… no era él.”

Como la gente quiere creer y si se trata de un milagro mejor, la gente creyó; poco importaban los detalles, “el morochito” cantaba como Gardel, el hijo de la planchadora era Gardel y a otra cosa.Así comenzó la vida espectáculo de Rafael Dumont, segundo nombre y apellido de quien durante muchos años se habló como se habla de un espectro, un aparecido, no buscó ni tuvo tiempo Serafín para repensar lo sucedido, bastante hizo con vivirlo en carne propia. La necrolatría gardeliana era impenetrable niebla de mercurio inmóvil sobre la cuenca del Río de la Plata; hasta más lejos, allá donde había un público dispuesto a pagar caro el descuido de haberse perdido la actuación del final y gente que ignoraba la muerte en el aeropuerto de Medellín. Montevideo y Buenos Aires estaban en una cruzada permanente buscando la presencia y la voz que pudiera cubrir aquel vacío imposible de llenar, cada pocas semanas reclamaban ese dudoso privilegio fonomímicos, imitadores de tablado, transformistas esforzados; también cantores de los buenos que sin buscarlo, sucumbían al estigma del muerto y declinando sin remedio prometedoras carreras en la búsqueda inútil de equipararse al modelo añorado. Antúnez consiguió el portento de saltar las barreras del escepticismo y hacerse creíble imponiéndose en el cariño popular, ello sucedió al comienzo de los años cincuenta; Perón presidente de Argentina y uruguayos campeones del mundo hacían creer a millones de personas que todo era posible en el reino rioplatense. Inmerso en esa locura colectiva Rafael Dumont dio con un buen agente artístico y trabajó sin interrupciones durante mucho tiempo. En pocos meses hizo el Montevideo todo lo que podía hacerse en la Banda Oriental relacionado al canto; si de la recordada fiesta turfera Fogata nunca llegó a Buenos Aires por fractura de remo delantero -que obligó al sacrificio- Serafín concentró la osadía de seducir siendo oriental la capital porteña. “No sé cómo, entre lo que sentía adentro del pecho y lo que me preparaban terminé repitiendo allá lo hecho por el difunto. Me invitaron a cuanta audición de radio pueda imaginarse, tuve reportajes a doble página en revistas donde salí fotografiado con Mona Maris, canté en un cabaret de Avenida de Mayo mientras a pocos pasos Tito Lusiardo bailaba con cortes y quebradas… en los trasnoches teatrales repetía antiguos repertorios que registraba la prensa de la época. Lo más bravo de tragar fue cuando llegué al premio Carlos Pellegrini del año cincuenta y poco; la afición presente advertida de mi presencia por los altoparlantes, me aplaudía de pie más que a los favoritos en el paseo preliminar y para colmo Leguisamo ganó la carrera. Los burreros y hasta yo mismo creímos que podíamos dar marcha atrás el almanaque impunemente.”

La historia desprecia piruetas osadas y tramposas, a pesar de su incesante representación pública la novedad del doble de Gardel fue perdiendo altura como aeroplano descompuesto. Lo peor para la inexorable cuesta abajo fue la gira de un año por el viejo continente, esa desaparición efectiva sin lágrimas de los escenarios, les recordó a todos quien era el fantoche vivo y quien el muerto antes de la segunda guerra. Dentro de lo previsible el periplo europeo fue satisfactorio si bien el número de Dumont derivase a tendencias grotescas humillantes, con espuelas enormes y sonoras, trajes camperos floridos llenos de colorinches, algún zapateo torpe remedando el malambo pampeano brindando al conjunto un toque exótico y sauvage. Al regreso de la gira Antúnez supo que también él estaba muerto. “Una noche –contó- en una parrillada de medio pelo en el barrio de Flores, estaba cantando el último tango de la segunda vuelta y alguien de público me gritó “callate… payaso.” Desde ese momento me negué a subir al escenario y nunca más canté.”  Fue cuando el hombre supo que tocar tierra es más peliagudo que seguir cayendo hacia adelante, dijo que se tocó la cara, estaba insensible y vio restos de maquillaje sobre la repisa del camerino dibujando una casa deforme, la usada de prestado durante los últimos años. “¿Que me quedaba de Serafín? Nada, algo parecido al recuerdo, entrevisto más allá del vapor caliente de la ropa recién planchada.”

Desde muchacho el hombre fue otro, de ahí para adelante le sería arduo seguir siendo aquel que con esfuerzo deseaba reencontrar; sólo podría intentar cambios radicales, cortarse el pelo de otra manera, dejarse crecer el bigote, fumar tres paquetes de cigarrillos por día moldeando la voz de canceroso y que los dientes amarillearan hasta pudrirse. El manager le dijo: “la cuenta del Banco si la cuidás te da para ir tirando un par de años. Pibe, contigo gané plata, algunas noches muy tarde y borracho me lo creí. Nunca te robé, pasamos buenos momentos juntos y ahora te quedas más solo que un perro. No vuelvas nunca más a verme, puede ser jodido el reencuentro… cuidate y suerte.” Eso fue en el año 1958, cuando el Partido Nacional ganó las elecciones, antes de las inundaciones que casi ahogan al río Uruguay.

“Serafín –contó en una de las noches el viejo- hablaba sólo de los años de extraña gloria prestada mientras lo suyo era lo más parecido a la vida. Después don Gabriel… hay doce años de profundo silencio. El mozo, cuando estaba contento me esquivaba el tema de ese pozo, diciendo que si veinte años es nada poco importaban una docenita.” Fue así que varias horas de conversación entre Gabriel y Miguel emigraron lentas, llevándose probables capítulos plagiados de una biografía apócrifa, cosas que le pasaban a Serafín y le sucedían a uno de los espectros de Gardel que todos querían conocer para despreciar mejor. Así era su vida, nunca hubo reincidencias afectivas ni segundos encuentros con mujeres y amigos, ante el hombre sin identidad de apariencia falsa, deslumbramiento ante la estampa y desprecio por usurpación sucedían en el mismo encontronazo. La gente en su pérfida tontería buscaba en Antúnez –sin importarle quién diablos era Antúnez- a Gardel encarnado; soportaba mal encontrar al final una réplica y admitir la ausencia definitiva del cantor: lo que lograba el doble irreal era triplicar la ausencia. Ese cuerpo intruso debía ser un autómata mecánico, reflejo usurpador, truco burdo de curandero, intangible oasis tanguero incapaz de saciar la sed que nadie lograba formular, similar al ahogo del moribundo asmático quedándose sin aire en los fuelles.

«Lo embromado, pobre muchacho, era que en medio de todos esos años de vida prestada le pasaban cosas que lo hicieron dudar, me entiende, si no se estaría volviendo mal de la cabeza. Una vez le menté retorcidas jugarretas del maligno vistas bien de cerca por estos ojos. Ni siquiera me escuchaba, afiebrado de imágenes contaba sucedidos dudando él mismo si los había visto. En ciertas ocasiones, me confesó, recalaba en parajes nunca visitados antes y le parecía estar en verdad regresando. Una vez se llegó caminado hasta una casona perdida del Paso del Molino, era pleno mediodía de un verano sofocante, la hora de las cosas vistas con entorno tembloroso, cuando ni los perros se animan a estar en la calle, otro día más de deambular sin sentido, pegado a muros de casas viejas, escuchando sonidos caseros de la hora del almuerzo, cuando lo reclamó con fuerza el hueco tentador de un zaguán distinto, en el que la luz ni siquiera entraba por una de las puertas entornada. Cuando Serafín entró, del fondo del corredor que terminaba en patio interior con claraboya y macetas de malvones, alguien o algo, una sombra sentada en un sillón con hamaca lo saludó levantando una de las manos. Devolvió la gentileza del desconocido sin avanzar ni un paso para ir a su encuentro, pegado como estaba a las primera baldosas supo que lo por hacer ahí estaba hecho, nada más quedaba que salir al sol de la vereda y derretirse bajo la luz caliente ajena a este mundo. Si bien el episodio con su falta de sentido pareció marcarlo, él nunca intentó volver a reencontrar la sombra; perdió la pista que lo llevó hasta dar con el patio, el sillón que se mecía, la calle escondida del Paso del Molina. «Aquel mediodía, cuando bajé el escalón de la casona pisando las baldosas grises de la vereda miré el suelo y ni sombra tenía.» Decía el pobre hombre sin ubicar bien lo sucedido, ni en su pasado ni en el futuro. Yo le decía para tranquilizarlo: muchacho, usted debe entender que vivió por años una timba peligrosa. Ni así largó prenda de esos doce años de silencio… ni así.»

Nadie desaparece doce años como si hubieran apagado la luz, lo metieran en el fondo de un aljibe y lo mandaran al último rincón del Canadá. Entre copa y copa, el viejo y Gabriel rellenaron esos años de vida sin Antúnez de las maneras más insolentes, acaso irrespetuosas. Primero le dieron cárcel; en una última actuación jamás declarada y venido a menos, estando borracho Serafín tuvo un lío con un espectador burlón y sin mediar palabra lo cosió a puñaladas, buscando de paso matarse un poco él mismo. Segundo, lo metieron de cuidador en el cementerio de La Chacarita en Buenos Aires; Antúnez era el desconocido que a diario le cambiaba el cigarrillo a la estatua de Gardel. En tercer lugar lo instalaron con su modesto capital rescatado cuando se retiró, en un barrio suburbano de Montevideo donde nadie conocía pormenores de su dicha pasada; cumpliendo el sueño de la madre se hizo clandestino de juego, cumplidor y respetado. Cuarto: se asoció con un fotógrafo bandido de la calle Ituzaingó para hacer las fotos de Gardel que la historia dejó sin revelar, contribuyendo así a que la mayoría de las imágenes que circulan del ídolo popular –habría que verificarlo- sean falsas, con lo cual la gente venera la estampa retocada de Ricardo Dumont. «¿Por qué no pensar –dijo el bolichero- la supervivencia de Gardel también como obra secreta de Serafín? Más que el doble fue una segunda vida que se le ofreció al muerto, los años de yapa ofrendados al cantor son lo que todos necesitaríamos, como mínimo, para no terminar muertos del todo.» Una quinta apuesta fue que se metió en las selvas del Río Grande del Sur, dejando que el tiempo, alguna pelea provocada y voces abrasileradas terminaran de borrar de su cabeza gachos grises, sacos cruzados a rayitas, polainas de botón y le hicieran cantar que las horas que pasan ya no vuelven más. A pesar de apostar a todas las chances anteriores, los doce años siguieron orquestando un profundo silencio; las posibilidades amontonadas en la fiebre del temporal y del recuerdo, fueron insuficientes para explicar su reaparición en el tiempo fugaz de los mortales.

Ford Trimotor F-31

«Apareció igual que un enorme albatros perdido en abril del año 70, lo recuerdo con precisión porque llegó junto con la caravana de la vuelta ciclista, el único año en la historia que fuimos final de etapa, de pedo. Mire usted, hace de eso justo tres años… fue la despedida del mundo antes que nos llevaran el carretero varias leguas p’al costado. Vino el hombre a pasar una noche y se quedó sin fuerzas para despegar al amanecer con el resto de la caravana. A los pocos días de andar dando vueltas arrendó una pieza, sin despreciar nada se puso a trabajar en lo que iba encontrando y de tardecita se dejaba caer por el boliche. Haciendo cuentas calculo que tardó dos años en animarse con la confesión. Sin apurarlo durante ese tiempo lo esperé, tarde o temprano ese hombre, con cara de renegar de sus facciones y del pasado terminaría abriendo la boca. Así pasó pues y usted don Gabriel es el primero en conocer lo sucedido. Ni creo ni termino de descreer… Antúnez se sentía bien en el tardío aflojar de los nudos del alma. Nunca mostró nada concreto para probar sus decires escénicos ni se lo pedí, el hombre imponía el creerle su palabra y tenía razón. Cuando al fin se sacudió esa carga de encima pareció estar mejor de ánimo, hasta reformó un galpón para iniciarse en el negocio de la lana. Era hombre serio y estaba clavado que todos le darían una mano a la hora de la verdad.»

Esta última charla fue el jueves, cuando el cielo empezó a abrir. Gabriel estaba decidido, por lo vivido los días anteriores en medio de la lluvia a quedarse el resto de la semana afuera del monte, con una buena gente del lugar consiguió arreglar el hospedaje por tres días. Le dijo al resto de la barra que pasaran a buscarlo el domingo porque estaba indispuesto; ayudado por faroles asmáticos, nubarrones amenazantes y caña pegadora él ingresó al éxtasis de una escucha obsesiva que no deseaba ni podía abandonar. Recién ahí Gabriel se percató de que el viejo tenía una rara habilitada para atender las mesas, observándolo al disimulo entre la luz mortecina de lámparas a keroseno y el humo de fumadores. Miguel parecía un maestro de los trebejos jugando partidas simultáneas, en cada pasada para llevar vasos vacíos el viejo intercambiaba unas palabras con cada parroquiano, parecía retomar historias distintas encontrando en las vueltas incesantes un «¿y?» ansioso e ingenuo, al que le daba la más sorprendente y justa de las respuestas. La continuación precisa inconclusa antes de desprenderse de la mesa, mientras el otro, junto con el alcohol recién servido hasta desbordar el vaso, paladeaba en su interior una cabriola de la imaginación dejándolo perplejo; a pesar del descubrimiento de la estrategia narrativa, a Gabriel le interesaban en prioridad los desplazamientos interrumpidos del Serafín. El próximo encuentro con Miguel quedó convenido para el viernes en horas de la noche. «Es más tranquilo» argumentó el genio telúrico de las botellas, que en tiempos mejores pudo haber sido un gaucho.

Más por tradición culposa que convicción espiritual, al mediodía del viernes santo Gabriel compartió con otros forasteros una cazuela de bacalao con papas, garbanzos, galletas de campaña y un vino áspero difícil de desprender del paladar. Comió como desesperado con hambre de finales, repitió varias veces de la olla y el resto de la marítima digestión durante la siesta soñó la prodigiosa vida de Antúnez, como si fuera lo más importante del mundo para resucitar en el transcurrir pasional del viernes santo. La noche convenida Miguel ubicó a Gabriel en una mesa desde la que se podía ver la calle a través de una ventana que desentona, redonda como ojo de buey más apropiada para una casa levantada frente al mar. El viejo le pidió esperar, dejó sobre la mesa una botella de caña con butiá sin abrir y dos vasos iguales, distribuyó entre los cuerpos nocturnos del boliche la combinación sedante de bebida y palabra y cosa rara encendió la radio; lo que aterrizó a Gabriel en sonidos conocidos de una Montevideo lejana de sus pensamientos a pesar de las escasa horas de viaje que de ella lo separaban.

En ese momento mágico de soledad suspendida e ignorancia de verdades elementales, fue cuando Gabriel decidió irse a vivir a un pueblo del interior en cuanto tuviera su diploma de médico; en ese instante plural entró al boliche un niño de siete años vestido como peoncito con boina de vasco y alpargatas, cuando alguien gritó en una de las mesas una flor de truco, en el momento cuando un hombre curtido por la intemperie, con la última pulgada de un pucho armado entre los labios se ladeó recostado al mostrador pidiendo otra ginebra; y a él le vinieron ganas de ver a Ricardo Dumont agradecer canchero sobre el escenario de un teatro del centro, mientas se acallan lerdos los aplausos de los reos del gallinero.

«Después de todo hay poco misterio y aquí amigo Gabriel me quedo sin más datos. Soy el primer sorprendido, lo mismo le pasa a la buena gente que conoció estos últimos días. Fíjese que durante el sábado pasado lo vi nervioso al Serafín, conociendo el paño evité incomodarlo con preguntas de viejo metido. A pesar de la poca gente que se arrima por aquí, al ser sábado había trabajo. Ni me preocupé cuando lo vi pasar delante de esta misma ventana desde donde puede verse ¿ve allá? el fondo del galpón donde ocurrió la desgracia. Eso sí, estaba empilchado raro… usted me entiende don Gabriel… como en los viejos tiempos que había contado. Me dije: todo hombre tiene el derecho del mundo a mamarse hasta las patas, cuando quiera y sin dar explicaciones a nadie además de su conciencia Pensé para mí: el hombre hace un tiempo que vive entre nosotros, sin recaída ni un mal gesto, si quiere mamarse que se mame… Ni yo ni nadie podía adivinar el resto. Seguí en lo mío olvidándome de Antúnez, a eso de las diez era noche cerrada y por eso se destacaba el resplandor reciente. Era el galpón de Antúnez, sin duda. A esa hora estábamos despiertos pocos en este pueblo de pocos, cuando arreció el chisporroteo oído clarito desde aquí supimos que nada podía hacerse, apenas el amague de arrimar unos baldes de agua y compadecernos por la mala suerte del amigo. Los pocos despiertos nos acercamos al galpón a toda carrera, desde el fondo las primeras llamas que divisamos iluminaban una chimenea de humo denso y espeso, un fuerte olor de alquitrán más que lana quemada. El portón principal estaba entreabierto, fui el primero en entrar pero apenas pude avanzar un par de metros, tropecé con bidones vacíos de nafta y unas estopas empapadas que eran un peligro, el calor era insoportable, aquello se había vuelto un infierno, como pude usando así la mano como ala de chambergo alcancé a distinguir algo que nunca olvidaré. No podía ser y sin embargo era. La armazón de un aeroplano hecho de madera y papel del que se usa para los carros de carnaval ardía en ese hangar improvisado. Al instante adiviné dónde estaba Serafín, pude imaginarlo atado con cuerdas al estómago del avión de mentira ardiente como para que ninguna movimiento lo salvara; imaginarlo cuando comenzó a rociar el traje con nafta, lento como si se estuviera perfumando con agua de colonia; verlo llenarse la boca con trapos sucios para que los últimos gritos no se parecieran a nada ni a nadie. Las llamas llegaron pronto al techo, que se derrumbó en un único estruendo dejando pasar el aguacero con toda impunidad, de puro milagro los tirantes cayeron lejos del aparato que, a medida que ardía se retorcía sobre sí mismo igual que esqueleto de vaca. Los testigos quedamos mirando hipnotizados el final de la tragedia, unos gotones de lluvia me golpeaban la cabeza haciéndome entender que eso no fue un sueño. Al rato quedó delante nuestro una masa de papel quemado, emplaste repugnante de engrudo mojado y alfajías de estructura crocantes como leña chica. El precario fuselaje había desaparecido, las alas de juguete se esfumaron; eso sí, la cola entera del avión se desprendió quedando intacta en el suelo, parecía un barrilete de gurises a punto de remontar. El cuerpo de Antúnez era una brasa de raíz deformada, entre pedazos de paño chamuscados asomaba una dentadura blanca y que recordaré mientras dure lo poco de vida que me queda. Ya lo ve amigo Gabriel… tres años conviviendo con un hombre y cuando empieza a conocerle algo de la vida, uno se percata que ni siquiera llega a entender la muerte de los otros. Quien le dice –siguió hablando el viejo Miguel-, capaz que Antúnez se pasó los doce años de silencio subiendo a aeroplanos de colección en modestos museos aeronáuticos de campaña, esperando que alguno se incendiaria cuando él estaba en el asiento del piloto y nunca se le dio. Quien le dice que aquella noche que abandonó la escena en Flores, en verdad le gritaron “matáte… payaso” y esperó esta semana para arder en su propio circo del aire pobre, de pueblo chico con la ayuda involuntaria de un viejo hablador, durante una única función que resultó primera y última, entre pulgones, arañas de galpón, comadrejas asustadas, un montoncito inservible de cueros de oveja.»

Cuando ya no quedaba caña en la botella, Gabriel salió alienado a recorrer el tablado de la tragedia que venía de escuchar, el viejo lo siguió caminando despacio; encontró al final paredes quemadas, un montón informe de ceniza mojada, el estuche vacío de guitarra española. La cola del aparato no apareció por ningún lado como si hubiera levitado por miedo a ser una reliquia. Gabriel preguntó con insistencia por esa supervivencia del fuego provocado y el viejo comentó: «Mire don Gabriel, de los aviones aunque sean de mentira y de los cuentos cuando son de verdad a veces los finales se pierden.»

Era tan cierto como que la semana de turismo se inventó para salir al campo a emboscar liebres y olvidarse de la cacería de historias a medio quemar; imposible conocer con certitud cuánta imaginación ardió aquel sábado antes de medianoche, cuáles fueron los mojones de alcohol y atardeceres que atravesaron Serafín, el viejo Miguel y Gabriel. Como cada tanto los diarios y la televisión inventan un nuevo doble de Gardel lo escuchado puede pasar como verídico. Cuando Antúnez murió -si los cálculos son correctos- tenía cuarenta y tres años; en el barrio del Hipódromo de Maroñas donde había nacido a pocos veteranos el nombre del suicida todavía le aletea en la memoria, eco lejano sin alcanzar a escucharlo del todo, «… después de treinta años…. ¿está seguro que era de por aquí? Serafín Antúnez, Serafín Antúnez…» y desarmao por la pregunta el hombre interpelado se aleja pensativo, mientras un zorzal, guacho y solitario, canta feliz en el silencio de la tarde desde las tupidas ramas del paraíso ese, poblado de caballos.