El navegante solitario del Danubio

Un acercamiento inicial al relato del navegante solitario, digamos que proviene del contexto uruguayo precediendo su publicación y mi vínculo por entonces con la escritura, el tramo encrucijada de la existencia cuando una anécdota así irrumpe en los cuadernos y se resuelve en cuento. Era la salida negociada de la dictadura tan glosada, de un período perturbador afectando lo personal y lo colectivo; ello activaba mareas sociales interactivas puede decirse que previsibles. Una fue el entusiasmo generalizado liberador a la manera del destape español, la sensación de abrir puertas y ventanas proyectándose al futuro; sin considerar en el fervor que las reglas del juego cambiaron para siempre y la euforia reivindicativa era insuficiente para contener la erosión consecuente. Como generalmente en esas coyunturas, se trataba del ensayo vano de recupera el tiempo perdido confiscado por otros uruguayos y la estrategia internacional. Remasterizar las culturas pop (hay demasiado en la expresión como para extendernos aquí) desde el rock al cine, el desdén hacia la vapuleada consigna de patria para todos, las drogas abriendo adarves del paraíso con guitarras Fender y otra serie de performances culturales heterodoxas de la teología de la liberación. Fueron catarsis lúdicas de Arte en la lona, homenaje a Titanes en el Ring, Montevideo rock proliferando bandas, repertorios y cantantes censurados, la incidencia de figuras no futur como Gustavo Escanlar, cronista reactivo y narrador talentoso de esa situación. La segunda fuerza activa fue una memoria post revolcón, la del triunfo ideológico aparente, resolana agridulce nutrida en expedientes municipales y estigmas carcelarios. De hecho, una diplomacia de resarcimiento y re/vivir años idos con múltiples aristas: testimonio conmovedor, explicación sociológica, búsqueda de verdad partidaria, deseo de justicia burguesa, postergación sine die de transformar el país por un reajuste compensatorio; repasar la película con dos finales. Detectando donde estuvo la falla en la proyección, postergando la crítica para luego de consignar la violencia desatada. Había algo en ello de avanzar volviendo, situación gramsciana ejemplar, de movimiento sin salir del lugar dejado atrás y apostar casi a lo que hubiera pasado si… que se decidió por mayoría proyectando la mirada sobre el espejo retrovisor. Stand by del relato país, la acción de imaginar los posibles latentes se detenía para remedar lo pasado y aquello que permaneció inactivo. La famosa estrategia futbolera del club “Avanzada y retroceso”, filosofía humorística del coach Cholo Capandegui, interpretado por el inolvidable Alfredo de la Peña, también profesor de literatura. Nos situamos ante varias estrategias que podían explicar el imaginario colectivo pero siendo escuetas para fundar un proyecto literario unificado. A la triada prisión, exilio e insilio se sumó la leyenda urbana de manuscritos guardados en los cajones a la espera de publicación. Ese ejercicio pactado se perpetuó durante años traducido en programas de enseñanza, insistencia de reconocimiento social, corpus reflexivo producido, políticas editoriales y reflejos inamovibles del aparato crítico. La investigación periodística, el relato histórico, la vertiente sociológica se impusieron a los dominios clásicos del género ficticio; quizá la poesía, por ser cuestión de jóvenes en renovación perpetua, guardaba el interés de operar en los márgenes ante una recepción colectiva afín a las artes del espectáculo.

Cada escritor fue buscando su propia estrategia, muchas veces operando en antípodas válidas coexistentes; ello explica en simultáneo los textos de proyección continental de Galeano y los talleres presenciales/virtuales de Levrero en su Aleph culto de la calle Bartolomé Mitre, con mediaciones de computadoras y acólitos, universo paralelos con palomas moribundas en la azotea. En lo personal, practicaba la doble Nelson de dejar traza reconocible de lo vivido evitando la tentación mimética y con el mandato de una diagonal narrativa. Por los finales de los ochenta había en la mochila una incursión exploratoria en Barcelona, trabajaba en publicidad y me interesaban los signos de los medios masivos de comunicación. El domino preferido era el cuento -límite de energía, aprendizaje tardío, tradición rioplatense integrada, idea del mosaico- y venía preparando el tercer libro. Su título fue “In memoria Robert Ryan”, se basaba en el recuerdo de una película donde el actor de Chicago actuaba un boxeador en su última pelea. Las historias del libro fueron saliendo a su aire y quise inventar un nexo que unificara: se trata de ocho relatos ocurridos en Uruguay el mismo día 16 de agosto de 1977, cuando murió Elvis Presley en Memphis. Me interesaban los personajes secundarios y víctimas colaterales, asistentes casuales en tertulias barriales, la patota de los vestuarios y otros lesionados revolcados por el torbellino padecido. Era imposible no estar al tanto de lo ocurrido, pero buena parte de la población fue testigo ocasional, tenía planes ajenos a proclamas y comunicados conjuntos o estaba a favor de los mandos reinantes. En el planteo anecdótico el cuento puede resultar sencillo, para la ocasión fue la crónica de muchachos de barrio -mi barrio hasta bien entrada la vida- que tenían sueños parcos relativos al ascenso social y la frontera delictiva a la vuelta de la esquina, pudieron probarse en las divisiones inferiores del Danubio Fútbol Club (1932) y zafaron del barrio a la búsqueda de su propio río. La tragedia arde cuando los dos países se topan de manera fortuita y de la nada surge aquello del mal momento en el lugar equivocado y en la noche fatídica, predicha por tres brujas de la Curva de Maroñas. Yo conocí por dentro la sede del Danubio, me llevaba mi padre y fue antes de asistir por la tarde a la Escuela N 49 República de Nicaragua, de la calle Andrés Latorre esquina Pirineos; la cuidadora con casa era una morena que se llamaba Anchorena y su marido vendía biscochos durante el recreo.