¿Es que Zarah Leander cantó viejas melodías en guaraní?

Este cuento integra el libro de ficción en homenaje a Horacio Quiroga editado en 1998 que tenía por título “El misterio Horacio Q”. El proyecto fue evocado en algún otro momento de estos comentarios, igual considero pertinente recordar su doble protocolo o si se quiere las figuras impuestas que debían ser respetadas. Se trataba de recuperar ciertos episodios marcantes de la biografía trágica del salteño y cruzarlos con las sentencias del famoso decálogo del perfecto cuentista. Antes de ponerme a escribir, entonces, tenía la temática sin conocer la historia que la acompañaría y ello -que puede hacer pensar en cierta facilidad de procedimiento- para el tema del cinematógrafo y su frustración industrial, resultó de cierta complejidad; como si los personajes, el narrador y también el autor habláramos lenguas diferentes.

El vía crucis del escritor – sabido y glosado tantas veces- inclina las lecturas a una vertiente biográfica; parece que de principio a fin asistiéramos a una crónica inverosímil por la obstinación de la muerte perturbando la existencia. Vida y obra entonces en versión redundante de horror, desquicio y fatalidad; una prolongada burla maliciosa de divinidades resentidas, trazando un trámite perpetuo de obstáculos; equivalencia desfigurada entre temática de algunos relatos y capítulos luctuosos de su biografía. ¿Cómo se podía resistir a una relación causa efecto tan implacable a lo largo de la vida? La juventud turbulenta de los duelos románticos termina en asesinato del mejor amigo, el viaje tras el modernismo a Paris se resuelve en una crónica naturalista del hombre fracasado, la miseria retorcida en las tripas y la casa de empeño. Quiroga fue para las Parcas un hueso duro de roer desde temprano, un contrincante empedernido capaz de jugarse la vida y que tiene la réplica en cada mano de apuestas sin nunca darse por vencido. Si falla la poesía será el cuento, si muere el amigo frecuentará a los desterrados, si una mujer abdica encontrará una novia adolescente, si París lo regurgita se exilará en la selva Misionera y si el cáncer asedia dirá suicidio, cianuro comprado al ferretero en la esquina del hospital. Esa falta de resignación ante la crecida devastadora impone respeto y puede relativizar la leyenda del hombre derrotado; muy uruguayo todo eso, y así Joaquín Torres-García pudo afirmar que en la casa de las Musas no hay lugar para las lágrimas.

Curiosa paradoja la suya, el escritor más hostigado de la Biblioteca hizo que muchos escolares -creo recordar que fue mi caso- entramos con su lectura a la literatura; nada de niñerías, sino que nos codeaba con grandes temas de la ficción cuando recién veníamos de aprender a leer. Supongo que de ahí me llegó la admiración por el relato breve, saber que en el cuento se resuelven los expedientes técnicos de la literatura y la memoria de las naciones. En los diálogos entre animales estaban las fábulas y mitologías para uso personal, la función de la ficción heredara en la educación estética y sentimental, la obligación de escuchar los ruidos del mundo, el canto de la noche y la voz de los espectros. Entre sus estrategias de supervivencia, hallamos la suma de trabajos heteróclitos, días de cielo obscurecido, empresas con balance negativo, barba a lo Landrú y tribulaciones del amor que se presenta bajo el signo de Annabel Lee. Trapecio sin red de protección, apartada por expreso deseo del interesado, entre mandatos de tradición bostoniana e imperativos de la modernidad rodando en bicicleta, como si la vida fuera un velódromo en circuito cerrado; entre ellos, el interés por el cine: durante su vida se vivió el pasado del cine mudo al parlante, del blanco y negro al color, estaban en las pantallas Chaplin y Rodolfo Valentino, ya había copias circulando de El perro andaluz, El gólem, El gabinete del Dr. Caligari y Nosferatu. Este cuento es el recuerdo de la importancia del cine en los intereses de Quiroga; el problema a resolver era inventar una historia que lo considerada y en sintonía de montaje se distinguiera por estrategias propias.

Guardé un protagonista uruguayo y la picaresca en el avispero porteño, evocación sin palabras del mundo estilizado misionero y agregué un par de invenciones: la estrella femenina del cine retirada de las carteleras y un improbable emprendimiento atrevido en Berlín. Si el Graf Spee se hundió en la bahía de Montevideo dos años después de la muerte de Quiroga, bien podía un proyecto cinematográfico hundirse en la Berlín de entonces. Está de moda la noción del punto Godwin que es menos científica que sugerente; más o menos, quiere decir que toda charla sobre asuntos polémicos, en pocas frases termina convocando el nazismo: “A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno.” En la narrativa ocurre algo similar y creo que lo intenté hace años en otro relato; es una conocida tradición, ahí están Borges, Polasnky, la infancia del Dr. Hannibal Lecter, Liliana Cavani y Visconti, Christopher Isherwood, Tarantino, Philip K. Dick, Bolaño, Jonathan Littell y tantos otros para demostrar el tirón narrativo por el mal y que presenta con el nazismo la facilidad de ser laboratorio absoluto, encajando los excesos a discreción sin presumir secuelas judiciales. Si existe una juventud atraída por modelos revolucionarios de inspiración variada desde Vietnam a Bolivia, también se activa otra comprometida con la fascinación fascista y la retórica totalitaria. Supongo que en otras vidas -que nunca tuve y es tarde para considerarlo- hubiera frecuentado los cabaret de entre guerra en Berlín. Antros acogedores permisibles donde olvidar lo que sucede afuera, empollar el huevo de la serpiente mientras cantaban Lola Lola y Sally Bowles, en el mismo barrio de los pogromos con vidrieras rotas. Es una materia curricular pendiente y a destiempo; reparando esa falla imperdonable, fui por ahí tras las obras de Brueghel: la pesadilla Babel del cuento y El triunfo de la Muerte en El Prado, que fue titulado pensando también en Quiroga. Había sobre la mesa de trabajo llegado el momento, el diálogo de animales selváticos, fotos del narrador subido a un aeroplano, los Brueghel de Bruselas y la voz de Zarah Leander cantante “il pleut sans treve”, el adolescente rubio de aquella escena campestre de Cabaret arengando “tomorrow belongs to me”… el cuento se fue escribiendo así, siguiendo su curso como otro rio ficticio bajando turbio desde fuentes huérfanas, llevando al gran Delta todo lo que arrastra en su marcha; eso, antes de que la vida rompa el timón en los rápidos y termine su navegación a la deriva.