Lefaucheux IV

en «El misterio Horacio Q», 1998

Ir en enero era perder plata, igual yo necesitaba pasar dos o tres días a como diera lugar por aquellos pagos. Para mejor caí en el peor momento, justo cuando los Carve, que como todos los años veraneaban en Punta del Este, vinieron ellos también unos días de pasada por el pueblo. Cuando me enteré de la noticia, me dije que aquello se estaba pareciendo a un relato de Faulkner. Demasiado calor estival hasta tarde en la noche, mucha presencia espiritual viciosa concentrada en el mismo lugar cargando las pasiones. Puede que fuera yo el equivocado cuando pensaba que el olor a muerte violenta se olía a la legua. 

Cuando la rata de Carve corta de golpe las vacaciones es porque hay mucha guita en juego; seguro que agarró algún chacarero infeliz contra las cuerdas y vino a ejecutarle una hipoteca, para fundir así a otro competidor haciendo un negocio redondo. Lo que el flaco hizo regresando durante la tregua, fue una agresión al pacto de convivencia de la localidad en esta época. Su ambición desmedida, la prepotencia comercial del resto del año se da por descontada; afloja en verano por imperativos de la vida mundana, una especie de feria judicial para que los otros puedan ganar unos pesitos. Este verano la rata Carve estaba cebada. 

La llegada imprevista de la familia era una violencia contra los muchachos de la revista, unos buenos muertos de hambre que tienen que morfarse aquí los meses de verano y cuya única satisfacción es la ausencia circunstancial de los hijos de puta. El flaco lo sabía, era por eso que se hizo ver por la plaza y pasó con el auto frente al boliche de don Pato. Sabíamos que el flaco estaba en el pueblo, aún sin haber visto mal estacionado el BMW sabíamos que estaba aquí; había en el ambiente esa electricidad desagradable de cuando trasladaban del cuartel alguno de los presos rehenes. De las semanas cruzando niños tristes y mujeres quebradas, viniendo de lejos por si las dudas, por si los dejaban entrar a ver un pariente, para quienes la única consigna de hospitalidad era la humillación.

Las desgracias nunca llegan juntas. Estrellita andaría supongo con uno de esos calores agobiantes del alma. Quizá vivía un rapto de elevadísima inspiración, puede que estuviera ebria de satisfacción por haber terminado un libro de dejar la boca abierta. Ignoro la razón primera de su iniciativa -más bien calentura lírica-, lo cierto es que de un día para otro, organizó en un salón del Club Social Democrático, que queda pegado al bar que atiende el gordo Acosta, una lectura pública para amistades y una que otra vieja curiosa. Me consta que algunas personas hicieron varios kilómetros desde su lugar de vacaciones para estar ahí esa tarde, el resto del auditorio fue rejuntado a los apurones por teléfono. Sería exagerado decir que se trataba de su público cautivo; eran infelices arrastrados por la admiración que tampoco comprendían del todo, motivados por una finalidad interesada especulando con el beneficio futuro. 

El Pato agregó una probable fascinación de vedette intelectual, estrella del Parnaso entre la pobre gente que, olvidándose del jodido del marido, identificaba a Estrellita con la poesía. Ella era La Poesía, El Arte, Lo Inefable condescendiendo a manifestarse esa tarde precisa de verano en ese pueblo de mierda. Como si el marido, en lugar de ovejas sucias al montón y vaquillonas preñadas, rematara gacelas y centauros, sátiros y unicornios. Yo sabía que Lo Inefable residía más lejos, en una casita de las afueras del pueblo y estaba impaciente porque llegaran las seis de la tarde para darme una vuelta por allá, que es cuando aquella empieza a recibir. 

Estaba allí digo, cuando sucedió el recital. A causa del calor, los organizadores dejaron entreabierta las dos puertas uniendo la sala de actos y la cantina, un descuido lamentable. El bar se llenó de curiosos más los que venían siempre, clientes despistados sin conciencia del acto cultural y dispuestos a tomarse su serie completa de Espinillares dobles sin importarles el agite cercano. El día había sido infernal desde el principio del amanecer y la sed hacía estragos en los aficionados a bebidas fuertes, entre los que me incluyo sin vergüenza ninguna. Si había una buena razón para estar allí a la espera, esa era la mía. En eso veo llegar a tres redactores de la revista, Fede, el conejo Neira y el sobrino del Pato; esos chupan sólo de noche como los vampiros, si estaban ahí era con el objetivo de espiar al enemigo. 

Al verlos entrar al local me mandé mi whisky nacional triple y llorón de un solo trago. Estaba clavado que me haría lagrimear pero necesitaba prepararme para lo que se venía, porque algo se venía. «¿Anda apurado esta tardecita don?» me preguntó malicioso el gordo Acosta y yo le dije: “poné aquí lo mismo de inmediato gordo. Mala tos le siento al gato.”

Puede parecer contradictorio con mi estado de espíritu, admito que la tarde aquella era clara y en el ambiente general, la corriente uniendo el saloncito con el bar en un tercer modelo de la audiencia, trasuntaba un admirativo respeto. Las palabras de la hembra Carve colmaban el ámbito, hasta las botellas alineadas en el bar contribuían a la calidad acústica. Los versos eran empujados con tal orgullo, que Estrellita parecía querer hacerlos llegar al infinito, hasta los oídos atentos de San Pedro. La cosa sucedió en el transcurso de un largo poema muy inspirado, es lo menos que puede decirse, en la leyenda del paraíso perdido. 

La autora estaba panteísta hasta el desbordamiento, su sensibilidad rozaba arcanos de alguna escatología contemporánea, si se me permite. En cierto momento pensé en la película Fantasía, había la descripción de una amenaza de tormenta poniendo en peligro la existencia del valle feliz, evocado con severos y precisos acentos bucólicos pertinentes a la ocasión. Era cuando llegaba, invocado por la invención algo beata e inocultable de la poetiza un Ángel. Tal cual: El Ángel enviado por el supremo en misión imposible. Sin reparar que plagiaba un Homero traducido al español peninsular, el Verbo encarnado para la ocasión en Estrellita Carve, dijo que las palabras del Ángel salían de su boca dulces como la miel. Así, en la inminencia del pasaje, cuando el asexuado representante celestial se disponía a hacer uso de la palabra, en ese instante supremo, cuando hasta los borrachos más empedernidos del pueblo tenían el alma en vilo, el vaso petrificado a medio camino entre el mostrador y la boca abierta, fue ahí que se escuchó una pedorrea algo sincopada cierto, exhalada con artística convicción hasta sus últimas consecuencias. 

Me dije: esto que vengo de presenciar y oír no está sucediendo. Algunas almas elevadas por pudorosas pudieron conjeturar que, producto de la milagrosa coincidencia poética cósmica, el Neuma de la naturaleza, el Numen auténtico ateniense, se había desplazado para el lado de la carretera nueva y manifestándose mediante truenos veraniegos. Curiosa analogía, porque ni los viejos vecinos del lugar recordaban amagos de tormenta en la zona en esa época del año. Modestamente repetí: esto no está sucediendo zampándome de un solo trago el contenido del vaso. La poetisa y hay que entenderla, bajó del arrebato ingrávido como si le hubieran acertado un cascotazo con una honda en pleno vuelo. Alguna gente recién comenzó a tomar conciencia de lo sucedido cuando Fede avanzó lentamente por el salón, digno y mamado. La atención de la concurrencia se centró en el muchacho, el público comenzó lentón a establecer un vínculo entre lo escuchado y ese andar del Fede, con algo del Marlon Brando primera época. Nadie de los que allí estaban aquella tarde, yo para empezar, podía concebir el tamaño de lo ocurrido y menos comprenderlo. 

La cosa pudo haber quedado en un accidente de trabajo, una negación colectiva, chiste irreprimible excusable por la mala calidad de la cerveza producida ese año. Si alguien comprensivo hubiera intermediado, bien pudo desplegarse el recatado manto del olvido sobre el incidente. Estoy convencido de que hubiera podido negociarse si Fede, al pasar frente a las puertas del salón de actos, se hubiera callado pasando de largo directo al baño. Pero se paró y sin siquiera dignarse mirarla le dijo a Estrellita: «pintalo de verde». Ahí sí, fue el acabose. La tensión que la poetisa había elaborado por casi una hora se fue al carajo. Al menos todos quienes estaban agazapados en el bar reventaron en una carcajada olímpica; luego, se comentó que fue la mayor alegría colectiva del pueblo después de veinte años, de cuando el Independiente salió campeón de fútbol del interior. 

Las puertas del salón fueron cerradas con fuerza y desprecio, la mala educación activada fue tan enorme que escamoteaba todo espacio para una reacción. En menos de un minuto, el paraíso perdido se convirtió en un chiquero donde los chanchos se comían un souflé de margaritas; después se paseaban con un escarbadientes de plástico en el hocico y cagándose de risa del Ángel lloriqueando. Hubiera apostado lo que me falta que del otro lado de las puertas, apenas repuesta de la sorpresa, Estrellita juraría venganza. Ese sentimiento era más poderoso en ella que el orgullo poético, que estaría tratando de liquidar pronto la comedia del recital desnudado de dignidad. 

Afuera en el bar, en las mesas y el concurrido mostrador, se asistía a un vértigo de pedido de vueltas. Nadie lo decía abiertamente, pero había una atmósfera de festejo indudable. «Bueno, dijo uno. Ahora se nos viene la maroma grande. Dale gordo, serví aquí a los amigos lo que están tomando. Resultó con huevos el mozo… que joda, pobre pibe, tan joven y ya boleta.”

-Aquello fue apoteótico, les contaba David esa noche en el boliche a quienes habían estado ausentes. Grandioso por increíble, coloso por inesperado, finalizó.

Pasada la excitación de las primeras informaciones del suceso, la dirección de la revista decidió capitalizarlo de alguna manera. Si bien lo hecho por Fede revestía características de acto individual, típico gesto solitario asumido sin consulta previa, su espontaneidad igual concitó de inmediato una ola de solidaridad catártica. La confirmación colectiva de la agresión debía solucionarse con premura. Era clarísimo que el campo enemigo estaría preparando represalias, que podrían adquirir formas diversas de ejecución y exentas de comprensión. Los sentimientos del grupo de muchachos se disparaban en posiciones encontradas, un batiburrillo de ideas que postergaba el hallazgo de la solución consensual más bien utópica. 

El Pato –yo lo miraba desde mi lugar- estaba preocupado; la intempestiva flatulencia de Fede, justiciera e inoportuna, echaba por tierra cualquier proyecto de futuro contando con la discreción y concentraría sobre La última curda las iras renovadas del flaco Carve. Me atreví a proponerles, a medio camino entre Helenio Herrera y Sun Tzu una actitud ofensiva; les dije, recordando a Osvaldo Heber Lorenzo y a don Luís Víctor Semino, cuando ellos comentaban por radio el campeonato uruguayo de fútbol, que no hay mejor defensa que un buen ataque. El conejo Neira y en nombre del realismo socialista sugirió la huida de Fede, su expatriación urgente a otras tierras menos poéticas y más hospitalarias. El interesado se negó siquiera a considerar era eventualidad: «Yo soy Fede y no me rindo» dijo, emulando una famosa captura de aquellos tiempos.

El Pato, hombre sabio, prudente e inclinado por la hipótesis del olvido, se lanzó en una arenga relativa al valor del instante, el ridículo y desprecio, oponiendo la incompatibilidad del ámbito poético con esa insolencia gamberra de Fede ,que pareció escenificar esa tarde un chiste viejo muy vulgar. «En el fondo, estoy seguro que Estrellita sigue siendo una buena muchacha» concluyó el Pato y quedó satisfecho de su juicio ecuánime. «Pintalo de verde, Pato, él le dijo en público pintalo de verde» recordó el conejo Neira; en lo que era un manifiesto apelando a la contundencia de la realidad, a las tres palabras cromáticas que reforzaron el gesto anterior. «Cállese conejo, cada vez que lo pienso…» dijo el Pato, que venía así de concienciar la dimensión de la cagada, su condición de irreparable.

David, a quien la situación parecía divertirlo muchísimo, estimó que se debía continuar hasta las últimas consecuencias y de alguna manera me daba la razón. «La senda está trazada, nos las marcó el Fede» dijo el guasón. Su idea era simple. Fede debería pasar a replegarse a una segunda línea, él declararía su amor secreto y reprimido de larga data por Estrellita. Ello debía ir acompañado por una apología pública de las tetas de la poetisa, dual punto de partida del amor carnal que osaba manifestarse urbi et orbi. Dos razones lactantes más que suficientes para justificar el que estuviera dispuesto a raptarla, cual una Sabina de tierra adentro y llevarla en ancas hasta una tapera preparada de antemano a tales efectos. Lugar donde retozaría en la satisfacción postergada de sus bajos instintos, de ser posible con el consentimiento expresado con vulgaridad de nuestra clone de Marina Tsvétaiéva. De paso, cañazo, desafiaba al odiado marido al disputarle los favores turgentes de esa mujer excepcional, «fina voz reluciente en el opaco Parnaso Oriental, encerrada por el efecto de pócimas y encantamientos en un establo maloliente impregnado de odio e ignominia» dijo David. «Señores del jurado –continuó-, los efluvios vicarios de mi amigo del alma, por otra parte naturales y propios de la humana condición, responden a la sentida expresión de una queja íntima dicha por la boca de los pobres de la tierra. ¿Quién puede rebajar a lágrima o reproche esa declaración de la maestría intestina, ese grito interno desgarrado e incontenible, sabiendo que el hombre que retiene a esa vestal es sensible sólo a tal calidad de razones? Respuesta que, por otra parte, dan yeguas y vacas cuando se sienten manipuladas por las viciosas manos del susodicho. Fede reaccionó como lo hizo porque en ciertas circunstancias las palabras no entienden lo que pasa. ¿Qué clase de felicidad puede vivir nuestra emperatriz de la China junto a un hombre cuya inconfesada fuente de satisfacción es inseminar, artificialmente, a vaquillonas con su propia mano derecha?» finalizó David, antes que la concurrencia estallara en una cerrada ovación.

Fue así que quedaron establecidos los términos de la querella. El reparto de tareas para las próximas horas se hizo rápido, fijándose las bases argumentales del panfleto y se prometió una redacción más o menos colectiva que quedaría pronta antes del amanecer. Yo los miraba hacer sabiendo que algo marchaba mal, estábamos en el lugar menos apropiado del planeta para esa broma de inspiración surrealista. Ellos en la euforia lo ignoraban y estaban dándole una interpretación poética a la brutalidad. Podía haberles dicho algo al respecto, pero se les veía tan contentos que hubiera sido una puteada arruinarles la fiesta. Sabía que aquello terminaría mal y que estaba en la misma bolsa, pero dejé tanto por el camino que mi situación era lo de menos. 

Como sólo espero reventar por sífilis o cirrosis, a manera de venganza suprageneracional me divertí viviendo esas dos horas. Durante las cuales los muchachos olvidaron la historia, despreciaron el chantaje de la muerte y se rieron del Cosmos amenazante. Y yo, que sólo conozco una caricatura de la felicidad tirándome alguna horita en la abyección, al verlos tan entusiastas sentí cómo se me hacía un nudo en la garganta; no era la emoción la responsable sino la tristeza por la pérdida definitiva de la juventud. El dolor por quedar afuera del fervor de ellos y que mañana sería pisoteado.

«Mañana será nuestro día» dijo David y colocó sobre la mesa un par de botellas de cerveza. «Es todo una locura» quiso replicar Fede. «Fuera locura pero hoy lo haría, pintar todo de verde un suspiro del ano, Neuma del invisible ojete, voz de las heces rumiantes, trueno perfumado del recto camino, aliento equidistante y fétido del placer de la mesa, discreto llamado de amor para una parte de más en más numerosa de la humanidad, preludio y fuga de materias innegables de la humana condición, breve romanza de imprevisto registro, rey de la noche, bajo continuo del diapasón del mundo, silogismo sonoro de la razón del culo, inopinado delator de nuestra dieta privilegiando el garbanzo, suspiro del amor alternativo, metáfora del trabuco del corsario con parche, descarga insolente de pasiones rumiados, decibeles trombonescos capaces de eclipsar el golpe de dados, el grito del albatros, el aleteo de aquellas golondrinas porque de la músique avant tout chose, coprofagia enchastrando de habano subido la piedra de sol, el blanco, irónico resumen de la vida, puerta de servicio del alma cuando deja nuestra envoltura carnal. Hoy estoy inspirado» dijo David. 

Era verdad, el muchacho parecía un iluminado yendo a un destino prefijado desde años atrás. Hablaba con la gracia de alguien llamado a reparar el desorden evidente del Dispositivo Divino. Creído de que el Universo Imperfecto tiene la configuración del larguísimo poema que siempre escriben los otros.