Vía Santiago

En «Aperturas, miniaturas, finales», 1985

Por los tiempos que corren como tantas otras cosas, el jazz clásico existe en mi querida Montevideo bajo formas y manifestaciones digamos que clandestinas. Los escasos sobrevivientes del naufragio de la síncopa, sin quererlo ni percatarse han improvisado una variante de la masonería Dixieland. La cofradía de oscuros y camuflados cultores del saxo tenor, charlestón y trombón de vara –esos personajes- fueron desplazados del campo visual acorralados por ritmos violentos, gritos acoplando sintetizadores; toda suerte de estridencias eléctricas, sofocando la milagrosa música sin partitura mediante un caos de decibeles agresivos, y están obligados a refugiarse en intercambios polizontes de tomas estudio memorables, registradas en discos negros frágiles con surcos fatigados. Los músicos aquellos de años atrás, corbata finita, zapatos bien lustrados de punta y cordones, pantalón bombilla, fumadores de Nevada sin filtro y pelo corto están en avanzado peligro de extinción. 

Cuando alguno de ello entre los temerarios se asoma de la reserva, su aspecto anacrónico envejece hasta las propuestas más osadas de Chick Corea. Podría ser la resultante de dialéctica histórica y vejez; la verdad es que los vanguardistas de años atrás pasan la franela con nostalgia perfumada de tristeza, a instrumentos legendarios que perdieron su brillo interior original. Algunas veces consigue filtrarse información, pueden escucharse en la radio programas de jazz casi esotéricos en horas inverosímiles y frecuencias que forman parte del secreto de los iniciados; hay circulando un par de eruditos que son los últimos expertos en la materia y arrastran el estigma de la especie amenazada. Cada tanto reaparece el asunto en programas de preguntas y respuestas, circunstancia donde el Coltrane de Lush Life forma parte de la historia –como los perros de Pavlov-, y la fecha de grabación e integración que hizo posible una versión irrepetible de Saint Louis Blues, pueden significar quedar en la cuneta o seguir en carrera por obtener un suculento y necesario premio en efectivo.

El movimiento fue del orden a la improvisación, del swing al caos, mal que nos guste nuestro jazz necesita con urgencia café en grano para simular el olor a muerte. A nuestra ciudad vienen poquísimos conjuntos de jazz clásico y los que llegan se enojan por el recibimiento amateur de los organizadores, se emborrachan la hora previa a entrar en escena y dejan de tocar el único concierto programado; otras veces el esperado recital –así se llama ahora a la sesiones- se concreta el día anterior o tres días después a la publicación del anuncio en la prensa. En los últimos tiempos han venido más instrumentistas alemanes que músicos estadounidenses negros; tratándose de jazz es un fenómeno tan insólito como imaginarse al ecuatoriano Alberto Spencer y al peruano Juan Joya Cordero, delanteros morenos del fenomenal Peñarol del 66 ministros del III Reich. Los aficionados incondicionales junto con la exangüe generación de músicos de refresco, reciben como pueden revistas especializadas, captan en la madrugada emisiones en onda corta, se van a San Pablo en TTL o transan en diversas mixturas del jazz con rock, bossa, salsa, candombe y lo que sea. Desabridas ensaladas circunstanciales que no consiguen hacer olvidar a los maestros (así se les llama ahora) cuyo ejemplo inspiraba a músicos compatriotas quienes, por razones que intuyo y desconozco pasaron del juego con las notas a cierta seriedad y de esta a la petrificación. 

De música despreciada por degenerada pasó a formar parte del panteón cultural, alguna vez fue música de vida desordenada, ausencia de moral siendo que comparado con cantantes actuales Amstrong tenga el aspecto de un integrante influyente del concilio de Trento. Ahora aquí esa música que nos hace sentir vivos es recreada generalmente por: integrantes de la Sinfónica del Sodre, la orquesta Municipal, orquestas típicas, combos tropicales, bandas del instituto policial y militares, creadores de jingles, solistas trasnochadores que se pasean por locales cada vez menos localizables en la cuadrícula de la ciudad y donde los negros spirituals compiten con actividades más carnales. Son signos sincopados de los tiempos que corren.

Jazz, lo que se dice jazz auténtico en estado puro tuvo en Santiago Luz su último cultor, negro a pesar del nombre, que según informaron los diarios murió pobre porque era músico y nunca se rindió. Santiago era flaco y chiquito, tenía el pelo blanco de los negros sin edad como fuera del tiempo. Algunas temporadas se dejaba crecer la barba y se decía que en otros períodos menos afortunados empeñaba o perdía el clarinete que fue el instrumento que eligió para vivir. El tono de su voz, cuando no tenía más remedio que comunicarse hablando, hacía presumir que le gustaba y necesitaba dosis repetidas de alcohol en sus variaciones menos refinadas. Si la memoria no me falla recuerdo que lo escuché tres veces. 

Una fue en un teatro de la calle Cerrito, integraba un trío creo que con Cucurullo y el maestro Quintas Moreno; hacían un repertorio tradicional los domingos de tardecita pensado para los estudiantes. Otra fue en un homenaje que le hicieron a Santiago en el Cine Plaza, que previsiblemente no estaba lleno como cuando proyectan alguna estupidez de Steven Spielberg. Se juntaron todos los músicos que había en Montevideo y alrededores, de las bandas oficiales, integrantes del Hot Club, solistas solitarios. Cada uno a su manera tocó esa noche lo mejor que pudo; para ellos y Santiago que siempre permaneció en la primera avanzada, para nosotros que estábamos en las butacas tratando de entender lo que ocurría en escena. 

Santiago tocó poco, menos de lo que esperaba, pienso que ya estaba mal del labio; era bravo remontar la circunstancia, fue uno de esos llamados homenajes que mezclan la necesidad de la recaudación para ir tirando y preanuncian la muerte del homenajeado. Muchos de los que fuimos lo comprendimos sin saber disimular, los jóvenes de la platea se gozaron aunque extrañaron la falta de rock, los otros quisimos jugar a ser negros de New Orleans que replican con música a la muerte. Montevideo nunca será New Orleans y la tercera vez es la que más recuerdo. 

Porque nunca antes lo habíamos hecho, concretando una necesidad de confidencias o sintiendo el cosquilleo en la billetera del sueldo recién cobrado, Leonardo y yo decidimos hacer un tour nocturno por esas calles del centro. Dos años de trabajo compartido en Ferrero & Ricagni le daban a la salida fuera de horario sin agenda de grabaciones, un aire de revancha contra la amasadora publicitaria. Empezamos con dos lugares olvidables donde tomamos algunas copas, tampoco es digno de memoria el restaurante donde buscamos el apoyo de alguna milanesa para continuar adelante hacia un rumbo que el vino acompañando las milanesas hacía incierto. Entrada la noche de verdad recalamos en el Sherlock, un Pub entrañable regenteado por Ramón Mérica, el único de esa calidad que había en la ciudad y con la idea de toparnos con algo interesante, tal vez esos personajes inseparables de la madrugada picaresca montevideana, convencidos que terminaríamos aburridos porque lo desesperante de la comedia es que siempre se repite. La ruptura de este prejuicio superficial fue lo que hizo de aquella una noche memorable.

Era posible adivinar el tipo de gente que encontraríamos; confiábamos en tener suerte en la rotación de personajes, que nos permitiera pasar un momento agradable, sin obligar a la retirada estratégica motivada por cruces de saludos inoportunos. Empezamos bien, sólo encontramos un tipo medio conocido de la vuelta de conversación bastante potable para el lugar como un coctel novedoso. El individuo mezclaba ironía hiriente y anecdotario del medio publicitario con hallazgos dialogales simpáticos, creando la sensación contagiosa de sentir –realmente- que la noche es joven y la cosa recién empezaba. El tipo, tal vez nosotros dos, el dueño del Sherlock –lo recuerdo poco- mandó la primera vuelta para los que estábamos en ese pedazo de la barra. 

Los beneficiados, sabíamos que ese gesto era el inicio de una cascada en cadencia de cruce y retribución de atenciones, plena de “a ver jefe, sirva acá a los amigos” que llenaban vasos intactos y vaciaban botellas. Además era viernes, a Leonardo ni a mi nadie nos esperaba en otro lado de la ciudad ni teníamos plan B para después del boliche; como quien dice, estaban dadas las condiciones objetivas para que llegara el momento.

Ese instante inconfundible por preciso cuando se siente que uno dejó de llegar al local y pasa al estado de no querer irse, se rinden sin condiciones latencias de emprender el regreso a casa, planificar la huida del magma comenzando a insinuarse y se evapora el recuerdo culposo de las cosas que deberemos hacer al otro día. El instante en que nos sacamos la corbata, la metemos en el bolsillo del saco, tomamos de un sorbo lo que hay en nuestro vaso, hecho lo cual lo golpeamos contra el mostrador. A ese gesto de estanciero pituco, el barman responde igual que un Doberman adiestrado y es con él que comienza el tuteo. Te sentís el rey de la noche, parece que hubieras nacido ahí, te entra la confianza campechana del habitué de todas las noches y te decís para adentro ¡ma sí!, como si alguien dependiera de tu vuelta aplazada y pensás, si sos un tipo casado que esto que se está armando bien vale un divorcio. Además, te justificás, no estás haciendo nada malo qué joder… porque le decís a quien quiera escucharte que te reventás toda la semana trabajando y los amigos son los amigos, sentencia por otra parte irrefutable. Es la conciencia brumosa de estar instalado y de que todo cambia para bien de un momento a otro, el amigo que te acompaña pasa a ser el mejor amigo de la vida, el barman tendría que estar donde se merece: el Club Savoy de New York; el encontrado de pedo se torna un fulano graciosísimo y andás deseando que se arme piñata para dar tus grititos Bruce Lee y que entre Jane Fonda con su séquito para sopapearla por estar tan buena. El tipo que toca sobre la tarima unos modestos platillo, bombo y redoblante, mínima expresión del ritmo con una batería subdesarrollada, te hace acordar a Gene Kruppa en su apogeo, en especial si nunca escuchaste a Kruppa en directo y aplaudís como gran entendido cuando el tipo ahí mismo –a poquitos metros- se enloquece y golpea a rabiar contra los parches sin ton ni son, con desesperación que sólo puede justificar algún brebaje tipo torpedo. 

Entonces mirás alrededor y no das crédito, ves que todos cierran los ojos para alcanzar la comunión rítmica, levantan la patita apoyando el talón llevando el ritmo del aquelarre sonoro y gritan en plena descarga. Los más dotados emiten unos chiflidos para espantar chanchos que te dejan el yunque como de herrería; el tipo que toca la guitarra eléctrica apenas insinúa el punteo más elemental, tiene algo de Django Reinhardt con cinco dedos. Es bueno vivir a veces esa pequeña mentira compartida, vos como que sabés, el tipo quebrado pero que desde el alma se siente Django tocando Nuages. Todos sabiendo que dentro de pocas horas llega el sol y siendo inofensivos Nosferatus vegetarianos de la ilusión, apuramos esos tragos vitales de noche espesa para que entre todos prolonguemos la mentira piadosa. Vos sabés que en la mejor de las hipótesis, al otro día te levantarás con dolor de cabeza y la boca en modo secante siempre y cuando no hayas vomitado antes. Sabés que dejarás a Django, congelado de frío en la esquina de Andes y Mercedes esperando el primer 143, con la guitarra en el estuche y comentando como lo más normal del mundo lo caro del boleto con el barman del Savoy que va para el mismo lado. Si esas visiones las tenés entre trago y trago, sabés muy bien que las tienen los otros por más que como vos disimulen sin conseguirlo.

Esa atmósfera teatral admite en su interior pequeños climas íntimos como cuando, estando todos de acuerdo y habiendo encontrado el reglamento del juego de esa noche entra alguien más en el tablero. Se hace un silencio agresivo, un frío atraviesa al recién llegado un poco en orsay, hasta el dueño del Sherlok se olvida de la consumición y lo mira con desprecio impropio a su negocio. Si el advenedizo es persona sensible echa un vistazo, siente el rechazo y se va; es la actitud que decide la mayoría de quienes se hallan en esa situación. Otros más duros de voluntad, conscientes de la situación aislada se apresuran en llegar a la barra y apuran en cinco minutos lo que vos ingeriste en varias horas. Un buen síntoma de humildad, demostración empírica de su desinterés en garronear lo que a otros nos llevó tanto trabajo lograr. Negación de una temida intención de dejarte en evidencia, prueba irrefutable de rechazar vivir sobrio lo que hay que sentir en otro estado rumbo a la ebriedad.

Esa noche me había dado por el Negroni, brebaje delicioso que es bastante cabezón: un tercio de gin, segundo tercio de bíter, otro tercio de vermut Torino y un último tercio de jaqueca después del tercero. Una fórmula tan estricta como la de las ecuaciones de segundo grado, que hay que obedecer sin desviarse ni una gota hacia otra bebida bajo riesgo de precipitarse en un peludo de padre y señor nuestro. Se concretó lo insinuado y cada cual a su manera repetía las vueltas de copas, incontables como las calesitas infantiles. En ese estado de cosas y la caja de la noche cubierta, llegan las atenciones de la casa: pizzetas, sopas calientes, legumbres cortadas y canapés sencillos consumidos por la asistencia como si fueran el menú único de la última cena. Ayuda el gesto con clase de hombre de mundo y las vituallas retardan efectos demoledores del beberaje, te brinda un sabor renovado en la boca obligándote a callarte un poco. 

Es bastante tarde, los apasionados tomados de sorpresa en las salidas primeras, indiferentes a lo que dejan atrás comienzan la retirada a departamentos discretos y casas de citas atiborradas, lugares de intimidad a los que es menos romántico llegar cuando clarea el séptimo cielo y comienzan a cantar los gallos. Las parejas estables con un poco de historia, que saben que un buen polvo es intenso con menos gin circulando en el cuerpo y ya piensan en cabriolas de la siesta sabatina, los solitarios empedernidos o desdichados y noctámbulos ocasionales nos quedamos un rato más. De pronto sin que nadie se diera cuenta, sin que lo hubieran anunciado Santiago Luz apareció entre los músicos sobre la tarima. 

Nadie entre los presentes sabía si Santiago debía tocar esa noche en el Sherlok y había llegado tarde, si pasó por casualidad y le dio por entrar, si lo habían llamado a último momento o qué; estaba ahí a su manera creando una atmósfera que se volvía mágica, fundiéndose a su única forma de hacerlo tocando el clarinete. Lo fuerte es que lo veíamos de cerca, pequeño, tambaleante y sonriendo, mirándonos con los ojos fijos muy húmedos a mi parecer, buscando con el clarinete la posición cómoda para la boquilla en los labios. 

Durante los preparativos se propagó la conspiración del silencio y fue recién entonces que Santiago tocó, sería ficticio decir que produjo el milagro esperado y la magia misteriosa de los elegidos. Don Santiago Luz era un negro ya mayor uruguayo tocando jazz, que se sabía querido y respetado; él manejaba a entera voluntad la trasnochada atención flotante, nuestras ganas de escuchar su música y hasta su palabra entre tema y tema. En esos intersticios habló de su raza, del pasado que falta por escribir, su saber de que entre él y nosotros había un puente largo tan roto que sólo podía cruzarse por arriba, muy por arriba sin llegar a tocarlo y creía que era inútil ni siquiera intentarlo. Despacio y arrullado por su monólogo balbuciente fue creciendo el mito de Santiago, otro de los pequeños mitos nuestros que nos ayudan a sostenernos; el recuerdo poroso de Duke Ellington, Count Basie y algún otro de los monstruos sagrados que escuchó tocar a Santiago y quiso llevarlo para allá hasta el alma negra del jazz. Pero cómo irse, dijo Santiago… alguien como él… se extrañarían tantas cosas… si hubiera nacido allá en los guetos del sur a lo que él hubiera llegado, pensamos los de afuera. Santiago siendo símbolo de la eterna oportunidad que da vuelta la vida, ese momento tan esperado y postergado eternamente donde se puede modificar el sentido de la historia; agazapado dentro de nosotros en un sueño hecho de pelotas pegando en el palo y sin entrar, piñas en gancho de mala fortuna cuando se baja la guardia un segundo, siempre inmerecidas llegando directas al mentón para voltearnos por toda la cuenta; dejarnos a mitad del camino sin oportunidad de reincorporación, definiendo la escena de derrota que estamos condenados a representar el resto de la vida. Santiago entrañable, arrastrando hasta el final eso tan uruguayo de aguardar la iluminación y sin invertir la fe necesaria en dioses que se divierten con nuestras tribulaciones. Cada vez que se lo veía tocar y escuchaba debíamos codearnos por instinto y comentar en voz baja que –hace muchos años- los más grandes músicos quisieron llevarlo a los Estados Unidos y que si Santiago hubiera nacido allá a lo que habría llegado. 

En el Sherlock nos codeamos y lo dijimos; mientras se reiteraba esa hipocresía sin riesgo de lo enorme posible Santiago tocaba. Santiago era viejo y estaba enfermo de la última enfermedad, él cerraba los ojos y se adivinaba viéndolo tocar un pasado de noches blancas sin descanso, muslos de negras inquietas y caucásicas tibias, esplendor del whisky importado con la ropa de dandy, economías extremas con distancia de pocos días; todo lo que según las páginas ciudadanas de suplementos culturales conforma el cuadro de la mitología popular. Santiago en la escena del Sherlock sufre sin demostrarlo, nosotros lo queremos durante la próxima hora, aplaudimos como si fuera en el Cotton Club de Lenox en el corazón de Harlem. Le pedimos que toque otra melodía con la misma insolencia con que exigimos otra copa al barman, olvidando que Santiago tiene instalada la muerte en los labios y nuestro bis se la anticipa. Lo que interpreta nos gusta, olvidamos la capacidad crítica, el rigor de exigencia y lo anterior, hasta perdemos la cuenta de las repeticiones clásicas. Poco importa que Santiago insista con Estrellita de Ponce y Cuando los santos vienen marchandoporque él no puede más y se fija allí delante, bajo la luz carcelaria de un spot cenital cantando, tocando como si este ya fuera su entierro al que no irá ninguno de nosotros aunque el día se presente soleado y agradable. Creíamos a esa profundidad de la noche estar escuchando a un monstruo sagrado y somos nosotros los monstruos que le pedimos a Santiago Luz –clarinetista negro, pequeño y uruguayo- el milagro imposible de encontrar lo que no somos capaces siquiera de presentir. Le exigimos que invente e improvise para nuestro orden tan triste, le imponga ritmo a la monotonía que nos aguarda a la salida del Sherlok, nos obsequie sin retribución un fragmento de ilusión triunfal a nosotros, torpes manipuladores de nuestras propias vidas.

Esa noche Santiago Luz simuló que se dio por entero y una vez más se negó a cruzar el puente para salvarnos, Santiago mintió, negro bandido, un sentimiento limpio. Nos dejó jugar al jazz como niños ignorantes para quedarse él del otro lado, improvisando el tema de un recuerdo, el día cuando dijo no –nadie sabrá jamás la razón verdadera- a estudios de Chicago y elegantes Clubs de New Orleans, a un entierro a lo grande; dejando atrás el sueño norteamericano y caminar a su aire las veredas de Gonzalo Ramírez al sur de la ciudad, preguntando a los vecinos cómo salió Peñarol en el Estadio, si los negros Spencer y Joya hicieron de las suyas en la cancha… y así arrastrando indiferencia, advertirles a sus compatriotas presumidos que hay en otro lugar una región inventiva sin pentagrama y donde sólo se puede vivir improvisando; como nunca hacemos la gente de bien, claro. 

Al otro día cuando me desperté lo primero que hice fue ir al baño y me asusté, orinaba un líquido espeso muy rojo como si fuera sangre. Después recordé que en la barra de Sherlock pedía los Negroni cargaditos de bíter.