Esta narración me resultó problemática desde el comienzo, la terminaba -al menos lo creía- y había siempre flotando algo de insatisfacción; el trabajo parecía desviarse de sus objetivos originales y tomar rumbos inciertos. Dentro del proyecto “Nunca conocimos Praga” estamos en la cuarta redacción y la sensación es idéntica; puede que la quinta sea la vencida. Así que es preferible enumerar razones de la frustración organizando el diagnóstico y las intenciones que quedaron por alcanzar. Técnicamente omití en el espíritu de recuperación las versiones II y III, preferí trabajar pensando en el urs del relato de la memoria, ubicado incluso antes de la primera versión por escrito. Por ello la problemática “escribir un cuento igual/otro treinta años después” forma parte del relato. Eso de la obra en progreso en la variante reescritura me interesaba desde el punto de vista teórico; la cuestión es cómo plasmar un litigio teórica en relato. Quizá es un falso problema de profesor y más propio a quienes aconsejan valorando una estética de carnicería, mediante el famoso escribir con las tripas. Nunca me saco las tripas poniéndolas encima de la mesa cuando toca escribir; tampoco puedo hacerlo desde otro lugar del cual estoy, laberinto sin importar la salida porque aún estoy buscando el centro. Lo que sí puedo afirmar es que pasan cosas y el sentido, ritmo, recursos y resoluciones se alteran de alguna manera. El tiempo hace su tarea y ahí están para probarlo las ruinas de Roma, las fotos de los casamientos de los compañeros del IPA, las películas de El Club del Clan.
Luego trabajé el cruce entre ensayo y relato tramando la paranoia propia; por aquel entonces me preocupaba la alternancia entre cuento y novela, la manera de acertar en la cosecha de protocolos para intentar ambos géneros ficticios. Comencé por el cuento para calentar los motores y porque la novela me parecía inaccesible, la extensión podía borrar ese efecto de canción criolla que tiene la forma breve. El cuento porque admiraba el género, era lector insistente y los poetas siempre fueron los otros. Lo que ahora se titula “El comisario de Cerro Mocho” fue una trampa preparada de esas contradicciones. Tenía demasiados asuntos orbitando para el resultado fuera un cuento tradicional, pero haciendo carretear los asuntos quedaban pegados a la pista sin levantar el vuelo novelesco, sin alcanzar una respiración elemental para otras ambiciones. Siempre vi el asunto como otra configuración menos un cuento; ya dije que lo imaginaba novela, también una pieza radiofónica, se podría hacer un collage escénico e incluso -es la solución formal aquí presente- una serie de diez episodios. Lo que fuera menos un cuento, pero resulta que es un cuento que termina decantándose por ser maqueta de novela. Quizá esa paradoja funcionando le aporte una energía insospechada, la misma que mueve a los cometes volvedores a la pantalla de los telescopios. Si, es eso: los volúmenes en una mesa de arquitecto del puente, el barrio o el teatro romano de lo que será si es que ganamos el concurso de los proyectos.
Me quedó en la memoria de estudiante una bonita fórmula de Leo Spitzer, que hablaba de “la enumeración caótica de la poesía moderna” y hay algo de ello en el cuento. El caos regenerado está en pleno funcionamiento operacional, ahora quisiera tentar insuflar un poco de orden en los asuntos tratados y es difícil de explicar… Primero sería la lucha política de los relatos o la confiscación narrativa y metonimia de la historia del Uruguay. Lo que ahí cuento es parte de mi historia personal, pero también de la colectividad en algunos tramos. Me consta que esos episodios pasan a la amnesia programada en soporte de epopeyas de derrota y siendo relegados al depósito de la intrahistoria. La noche aquella del IPA es como la noche del cazador, con letras de amor y odio tatuadas en las falanges. Esa noche mágica me parece más sublime que otras noches que nos repitieron hasta el hartazgo; ese mundo que cuento perdió interés en el periodismo, la historia de manuales militantes, la sociología interesada y la facilidad de nuevas generaciones en aceptar siempre los mismo cuentos sin chistar y lo que es peor creerlos. Es entonces que viene el poder de la literatura a dar una versión simbólica; lo entendí cuando trabajaba en Grenoble y visitaba la casa del abuelo de Stendhal, allí donde el futuro escritor pasó la infancia. Hay miles de libros sobre la transición española, pero todo pasa a la feria de Tristán Narvaja como la Historia Patria de H.D. Lo que permanece como recuerdo imborrable y resplandor llevando al entendimiento -pensemos en la transición española luego del franquismo- es la lectura de “El pianista” de Manuel Vázquez Montalbán, la música callada de Federico Mompou.
Hay conflicto en el cuento pues convergen en un punto líneas de interés a priori sin perspectiva de cruce. En la nota a “Radio de remate” expliqué la importancia del medio, los mensajes y aparatos tal como se presentaban en la niñez. En ese universo había una audición “El comisario de Cerro Mocho” que era sainete entre carnavalesco y esperpento criollo de género menor, proveniente de la gauchesca absurda con el personaje del comisario caricaturizado. Era el teatro del pobre o de barriada; encuentro con el espectáculo, el escenario y la ilusión cómica con lo que se tiene a mano. Allí imperaba la figura del actor, autor y director saltimbanqui omnisciente; Roberto Barry era un todo terreno que fue adelantado en el one man show político, como Julio César Armi en otra rúbrica se hacía llamar actor de los humildes. Después, uno abandona la infancia, accede a otras formas del espectáculo y eso asociado al tablado del barrio quedo atrás. El narrador viaja en el tiempo, pasan unos quince años y se encuentra en medio de una huelga de los estudiantes del IPA contra la Ley de Educación. No entro en detalles a confirmar porque eso está en los libros de historia; yo mismo olvidé los detalles, pero asoma una noche interminable entre las otras 1001 noches que es allí contada. Busco lo exacto y se pierde, espectáculo es pomposo, acto militante cierto y exiguo. Fue como una noche de tablado fuera de carnaval con un paisano de cada pueblo subiendo en orden al proscenio. El cuento lo narra, lo mágico fue que apareció Roberto Barry y eso hace explotar las leyes de las casualidades en beneficio del encuentro fortuito. En medio de la educación sentimental y literaria, de pronto me encontré con una calle de la infancia. Di marcha atrás hasta los días de la escuela y sin saber que esa noche comenzaba el largo viaje que me trajo hasta aquí, pasando entre otras por la estación Franz Kafka. Entonces algunas expresiones que pensaba fórmulas de los cursos como carpe diem y ubi sunt, adquirían una encarnación que debían suturarse en relato. La lucha nunca es contra la página en blanco, sino contra el olvido y la obsolescencia. La juventud no está y los espectros rondan; valió la pena y nada estará perdido si por ahí resisten estudiantes del IPA, muchachos del interior que escuchan a Ignacio Corsino en las pensiones del Cordón…
Era rubia y sus ojos celestes
reflejaban la gloria del día,
y cantaba como una calandria
la pulpera de Santa Lucía…