Si es que existe una edad big bang del pensamiento, puede que durante la época de los filósofos presocrático, al parecer el fragmento breve era el nexo privilegiado entre la ciencia del átomo indivisible, la cosmogonía con comedia divina y la poesía con ríos griegos que nunca son el mismo. Luego se opera progresivamente una separación exponencial entre números y abecedarios, salvo intentos esporádicos por raros. De la tradición que conozco relativa a esa oscilación yo intenté acceder al sistema Pascal en línea sinusoidal. Me acerqué de lejos a los pensamientos sobre el hombre como junco pensante confrontado al cosmos infinito, al argumento de la apuesta pertinente a probar la existencia del Crupier Mayor y el deseo de ubicar a Dios como punto geométrico de varias coordenadas. Pero cuando comienza las series matemáticas, ecuaciones sobre la ruleta y la máquina de calcular, quedaba fuera de juego por falta de formación matemática, siendo una frustración resignada. Con Diderot ocurre algo similar, pero el proyecto revolucionario de la Enciclopedia y la visión colectiva que se llaman las luces, con su horizonte fijado en el reino de este mundo lo podía incorporar con cierta maña a la conversación. Lo mismo las extrañas novelas de circuito cerrado -como “El sobrino de Rameau”- que surgen de una intuición espontánea y me llamaron a atención por su montaje vanguardista. Más de una vez seguí esa lección del grado cero de la narrativa.
Luego y recordando el verso del tango “como esas cosas que nunca se alcanzan”, me interesé por los juegos de la ciencia. A ello contribuyeron los libros de Ernesto Sábato y pienso en “Uno y el Universo”, en “Hombres y engranajes”. Era un cotejo estimulante entre ciencia y relato, novela y Fibonacci, cuyo auge pensando en objetos y laboratorios electrificados por el rayo de Mary Shelley, fue el siglo XIX. La máquina de viajar en el tiempo, a pesar de sus desarreglos, es la locomotora Richard Trevithick de la revolución narrativa. Estamos tan fascinados al presente por chirimbolos tecnológicos de la inteligencia artificial, que por momentos olvidamos la astucia humana. Puede decirse que un escritor podía seguir el funcionamiento de aquellos intentos pioneros, de la misma manera que vemos con nostalgias las primeras imágenes filmadas, los aeroplanos casi de juguete suicida y los hombre bala en los afiches circenses; pero después se produce la falla irrecuperable. Lo ocurrido en las primeras décadas del siglo XX en el dominio de la ciencia occidental es prodigioso. Una aceleración de revelaciones dinamitando todos los puentes, yendo hasta las fronteras del universo visible, desmembrando con la física cuántica la mínima realidad invisible. Unas pocas decenas de cerebros en sinergia desafiante, transcribieron en ecuaciones bellas e inaccesibles para el común de los mortales misterios que durante milenios trastornaron a logias y exorcistas. Incompetente para acceder al enigma que se da contra el muro de Planck, a saberes que avanzan a la velocidad de la luz por la única vía de las integrales y la experimentación, me conformé con las crónicas de los divulgadores. Carl Sagan se me ocurre, en aquella famosa serie de los años ochenta, testimonios de los interesados -Werner Heisenberg “Más allá de la Física” BAC N° 370- y hace pocos meses las memorias de Benoît Mandelbrot quien dedujo que el universo y los girasoles son fractales. Ante el trabajo sobre la ficción, sentía que era ilusorio obviar ese asunto hipnótico aun sin dominarlo. La textura material evolucionaba más rápido que la ficción, la discusión sobre el bosón de Higgs circulaba en el anillo del CERN junto a la estatua de Shiva Nataraja. Lo que creíamos materia resistente se hizo mágicamente fórmulas y la serie avanzaba inexorable: nuevas conjeturas, descubrimiento de estructuras en espiral, eventualidad de varias dimensiones coexistentes, torción de las galaxias, aporía sobre el origen del cosmos y la inventiva explorando esas cuestiones me resultaba vertiginoso. Ahí anida también en afirmación o interrogante la eterna cuestión de lo real y el dictamen de la literatura como exploración de los posibles.
Lo escrito en este cuento es poco original; propone la discusión a ciegas de dos órdenes, dos enigmas dispuestos en ambas cabeceras de un puente y que tienen la solución oculta del otro lado del mismo puente. Había que aguardar para comenzar a narrar la noche de la conjunción planetaria dando acceso a los arcanos y la irracionalidad de la guerra entre naciones con sus pasiones malsanas. Repensar lo que ocurría en los talleres de pintores, el escritorio de ensayistas, las mesas de café y el reactor de la poesía cuando se abrió el séptimo Congreso Solvay, en el Hotel Metropole de Bruxelles durante el año 1933. A veces me llega el trancazo y siendo complicado trasladar el Gran Circo del Mundo a la Banda Oriental, me decido por designar un cosmonauta criollo. Lo envío en misión casi suicida hacia lo desconocido a riesgo del anacronismo, como cuando vemos un viejo episodio de Cosmos 1999 en tele nostalgia. Paris por razones obvias personales, facilidades haciendo verosímil el entorno académico y otras retortas de la ciencia inflamable. Resolución de la historia en Praga y el café Slavia, porque allí la magia ronda como compañía bohemia de saltimbanquis, afuera es el Moldava y algunos vernáculos redactan dietarios hasta tarde en la noche. La anécdota parece arbitraria y el milagro del encuentro fortuito algunas veces necesita ser provocado. El estudiante Andreas Stein resultó ser un condenado a esa utopía diferida de la humanidad y obsesión del transhumanismo, ptro episodio traspapelado de la literatura fantástica, quizá espectro recurrente que sólo habita en nuestras pesadillas reprimidas de la inmortalidad.