En “Nunca conocimos Praga” Versión IV inédita 2019
Aquellas calles, en las que todavía se advierte la traza invisible de mis pasos han cambiado de nombre y difíciles de pronunciar para el viajero venido de afuera, son la trama ilusoria de una segunda trama esa sí subterránea, compuesta de fétidas cloacas cilíndricas y conectadas de manera implacable. Lo mismo sucedía en la Viena nocturna de la noche americana y que delataba la sombra de Orson Wells mediante el recurso de cine expresionista. Los escasos peatones que cruzo durante mi deambular lento y apático parecen enjaulados en sus íntimos pensamientos de prisioneros, buscando accionar la traba de la incomunicación cotidiana; utilizan para ello lenguas de orígenes diferentes, algunas llaman la atención por ciertos fraseos curiosos y declinaciones de músicas gitanas. En esta ciudad como en ninguna otra, una silueta casual de sobretodo oscuro y sombrero de fieltro gastado puede ser el tercer hombre, volverse a medida que anochece pesadilla real, sueño sublevado de un rabino obsesivo en comunión con dos divinidades irreconocibles; un afiebrado estudiante talmúdico si de signos alfabéticos se trata y desafiante circunciso a la terrible Ley de Yahvé.
Yo afirmo como si escribiera: estoy hace años de paso por la ciudad mágica y para unir palabras herméticas; no sólo para ello, pretendo dilucidar también el sentido de párrafos misteriosos y manipular escritos de oscuro significado. En esta pesadilla textual con callejones es creíble decir y especular: “A ama a B” y hacerlo sin llamar la atención ni despertar sospechas. Hasta es posible alterar la serie binaria de las letras penetrando de lleno en el dominio del azar. Un sistema puro de propuestas minadas de enigmas y adivinaciones, conjeturas de formulación lúdica esotérica en códigos complementarios, con claves protectoras guardando (escamotean sin disimulo) un secreto (la interpretación reveladora se agazapa en la evidencia de los sueños) compartido por una pareja, padecido por uno solo entre los dos.
Cuando Franz Kafka (1883-1924) escribió “A” y luego “B” es seguro que B intuía que ella era B y podía reconocerse hasta en la letra que la designaba. En cambio A (que bien podía ocultar sin mucha convicción al propio FK real) escribió sobre B definiéndolo “B” para que nadie supiera por contaminación (en especial B) que él pensaba hasta la obsesión en Ella = B además de avanzar la tarea de cobijar ese pensamiento íntimo mediante la escritura. Si FK lo hizo eso –quiero decir el gesto crepuscular y dispersante de escribir sobre “eso”- fue para saber y él antes que nadie, que producir obsesiones era pensar “a su manera” en B. De amarla a su irrepetible manera aunque debiera para ello tomar las precauciones del caso.
A posteriori, luego que A formuló por escrito la reacción en cadena –entre previsible e imprevisible- compuesta de signos induciendo a engaño A debió alcanzar -obligada y lógicamente por la necesidad del procedimiento- un factor C que desarmara la secuencia precedente. Es más: de atenernos a la versión coincidente en ediciones críticas que abundan sobre el incidente del pirómano sionista (el fuego retiene la atención del pensamiento evocando el Infierno), A dejó instrucciones precisas para que un “alguien reconocible” hiciera –o renunciara a riesgo de ser un condenado- aquello que “él” (es decir A) no tuvo el coraje de encender en el campo magnético del fuego. C (lo sabemos, el episodio es parte de la historia de la literatura y la memoria de la Novela) en principio, afectado por el desvarío del enfermo yendo hacia la muerte, condesciende, acepta (cree aceptar o finge aceptar o espera que le llegue la iluminación del arrepentimiento). Escucha, promete y asegura. El pacto parece cerrado con Dios Levítico, pero un hecho probable en el devenir del cosmos y fortuito –teniendo en consideración la dimensión reducida del tiempo biológico y la materia orgánica- trastoca planes interpósitos, promesas ígneas y determinación vicaria de A tumbado en su lecho de enfermo, respirando con dificultad, preparándose para el Encuentro y trastornado porque su vida se volvió Escritura: su propia muerte “física”.
La vida con árbol genealógico, caminatas por la ciudad imantada, partidos de tenis y semen accidental, la correspondencia con muchachas que deberían ser personajes de “otro escritor” para haber aceptado –justo con él- la convención del amor para vivir lo verdadero intenso, que son las horas de rupturas. Hecho brutal (común en los sanatorios europeos de entonces, en clínicas de médicos que se creían dioses, en la cara de los emigrantes) y que dadas las circunstancias “literarias” que la rodeaban, se convierte en un problema poético que A en vida no logró formular en sus reales términos.
El problema, las incógnitas así como procedimiento y solución se desplazan cual segmento congelado del río en los meses de invierno. Muerto A el C pensado en la amistad, intuido durante la fiebre crítica y apalabrado por A en los intervalos de los tratamientos, designado por el poderoso e inconsistente argumento de la “amistad desde los años de la juventud”, pudo comportarse en la hora post-mortem, reaccionar a lo prometido sin convicción (circulan promesas en lechos de muerte, bancos de parques públicos y casas de citas) de manera distinta (llegando hasta cruzar a la orilla opuesta del río de la promesa) a como se supone debió hacerlo –(todo había sido sencillo cuando ocurrió: el pedido del muerto al sobreviviente fue simple de entender “a nivel de los hechos de la vida cotidiana”)- si el detalle del fallecimiento de “aquél que exigió la promesa” no hubiera irrumpido –“acaso antes”- de lo diagnosticado por el médico de cabecera.
Esa innegable distancia entre promesa y realidad modificada, el margen imperceptible de flexibilidad ética que se desencadena resulta tangible porque el universo e incluso la noción de Fe “es” Transfiguración. Es probable que C recordando el perímetro de su condición humana fuera incapaz de percibir la intensidad de los cambios infinitos e incesantes que se suceden en la materia; los lentísimos desplazamientos de galaxias invisibles desde el hemisferio Norte hacia espacios inconmensurables. Otros dominios que escapan al área de influencia de creación del dios de los judíos: las historias narradas en alfabeto sánscrito. La Creación es un efecto finito y calculable, el resto es otra cosa por ahora incompleta; pero aún en conciencia mítica e inteligente de tales limitaciones, que pueden crear un intervalo de angustia en la conciencia, C asimila la evidencia irrefutable (refrenada por el dolor del duelo y el “perímetro del cementerio”) de “una” de las alteraciones próximas y definitivas: la muerte de A.
La libertad así invocada puede conducir a la convicción y la duda. Con sistema C se interroga si en el nuevo ahora, al otro día de las exequias del querido amigo está obligado a mantener los textos manuscritos confiados por A y que dicen noticias de B –debe recordarse para entender el significado de lo que se avecina- la praxis redentora que fuera prometida con convicción; que se concretó en un minuto de flaqueza cuando A vivía esa equitativa condición de moribundo. Obviamente, más allá de las suposiciones el proceso de interrogantes en nexo y cuya evolución interna es ignorada. Refuta eso de mantener la promesa, entonces C creyendo satisfacer de manera alternada religión y libre albedrío, sin conciencia de traición a la amistad, al absoluto, su juventud y la literatura, desplaza lo que luego serán noticias que nos llegaron de B pero escritas por A del prometido fuego a manos inocentes de linotipista; luego a anaqueles de modestas librerías que aceptan en consignación ejemplares a cuenta de autor. En consecuencia, en la superficie del mundo (entiéndase la noción de “mundo” en su acepción común y corriente) se suceden miles de lectores en serie: L1, L2, L3, L4, L5… Ln y que saben del B versionado sin conocer nada del B original. Más allá de la llama de una débil intuición es imposible deducir y saber si el B real llegó a reconocerse en el esbozo del B textual. Es probable…
Pasa el tiempo, asimismo en su definición frecuente, uno de los lectores L anotados en la serie descubre entre los apólogos desconcertantes de A, leyendo hasta el final novelas inéditas en vida del judío, hojeando mientras viaja en ferrocarriles de provincia confesiones del Diario de A –husmeando por procuración humores hospitalarios de misivas apasionadas a muchachas enfermas del corazón y los pulmones- ese L descubre un indicio, la sombra de un saludo. Entonces se le hace evidencia la clave cifrada del encuentro, la constancia de un beso con sabor a marzo y traduce el susurro del fraseo germánico propio del judío cuando atraviesa caminando el Puente para encerrarse en su madriguera de alquimista con ventana triangular. Ello por encima del río sagrado separando la parte alta de Praga y donde asoma inevitable el castillo iluminado de negro.
Nuestro L de laboratorio alcanza mediante la lectura la puerta del misterio. Con una B replicante –una B cruzada de mi vida alfabeto- en otro tiempo imaginamos rincones de la ciudad de Praga que decidimos creer nos estaban esperando; conversamos de los textos de Franz Kafka, que pudo equivaler a los pocos días de caminar por primera vez los barrios antiguos de la ciudad de Praga. Ahora, cuando todo ocurrió en el pasado lo sé y como todo saber de relevancia para aceptar la felicidad resultó tardío e impertinente. Al interior de la palabra “Praga” operan leyes inflexibles por inextricables y ajenas por completo a los tratados de lingüística. Cosas como: cualquier línea recta y proyectada “intencionalmente” al infinito termina por bifurcarse, o más grave: el todo conocido nunca es de ninguna manera la suma ordenada de las partes, sino –lo que resulta desconcertante- su contrario. La hipótesis pesimista postulando que la felicidad se dosifica en pequeño momentos es indemostrable; el futuro pensado tantas veces ya fue, haciendo que nuestros recuerdos se rijan por un teorema ambiguo, memorizado aunque nunca dejado por escrito y que evoca vagamente al principio de la entropía.
Todo esto retardativo para concluir en la simplicidad de afirmar que, el atardecer que “vos” señora llegaste al dominio de Praga sin haberme advertido, igual lo supe y sin necesidad de los sentidos. Luego de un largo vuelo interrumpido por escalas inverosímiles, cuando “vos” avanzabas por corredores del aeropuerto Ruzyne mi cuerpo sintió, contigo y sin que tú lo supieras, un dolor de garganta debido al cambio del aire y al unísono. Fue así que durante días nosotros recorrimos las mismas calles de la ciudad de Praga sin cruzarnos. Es seguro que subimos a idénticos trenes subterráneos hasta alcanzar los paisajes de las afueras de la ciudad, coincidimos en la estación de Metro más próxima al cementerio judío y que tanto te impresionó estoy seguro. Podría afirmar, sin temor a perder el alma por hacerlo que disfrutamos del calor estable en cafeterías céntricas y que están ahí desde el siglo pasado. Nosotros alejados por detalles de escasa importancia en sí y determinantes para nuestra historia: otro tiempo distante al pasado común, diferente pareja habitando apartamentos del presente, distinto diseño de planes para el futuro incierto.
Tratándose de aquello que puede tenerse por cierto, cualquier momento es inapropiado para reflexionar al respecto. Me contentaría con que aceptes y ello nada más que por hoy (donde sucederá nuestra última coincidencia) la hipótesis de trabajo solitaria que puedo formular y plenamente consciente de que se trata de una trampa consuelo: el amor está en la periferia de lo cotidiano. Admito que se trata de una formulación mezquina cuando se la hace positiva, arrincona a puro temor de quedarnos solos y nos empuja por costumbre a ser demasiados severos con el ilusionista burlón que a veces, no siempre sin que intervenga la voluntad asoma en nosotros.
De ello se deduce para razonar y protegerse que el amor, en tanto sentimiento asociado a la sexualidad y la literatura se halla en lo perdido necesitado de memoria; así en lo irrecuperable, en lo que pudo ser pero no es al presente. Aunque tarde por innecesario parece prudente reivindicar la mirada sobre el mundo y el género humano de los pesimistas. Suponiendo entre tú y yo el amor, al menos signos de la apariencia (y ello durante una cierta cantidad de días y admito lo aproximativo) quisiera suponer, sopesando el peso del tiempo transcurrido, de haber durado nuestra relación la hubiéramos abrumado con recibos atrasados de la luz eléctrica, fugas de una canilla en la cocina durante la noche, manchas de humedad expandiéndose en el techo del living comedor, con atados de acelga asomando del carrito desvencijado para las compras del mercado callejero. Es preferible así y ¿sería de otra manera? Oponer a cualquier condición “posible” de felicidad estable el imparable argumento del consabido “desgaste cotidiano”. Reiterarse hasta el seudo convencimiento de que proyectados en el rectilíneo decurso de los años ciertos sentimientos exultantes “y relativos a la situación de pareja” resultan una metáfora de utilería.
Incluso y por encima (esta hipótesis de inspiración Oriental te hubiera agradado por la levedad exótica que la sustenta) la justificación de la línea inabarcable de la Muralla China. Su misma construcción posee el poder de anticipar la carga enemiga de los siglos venideros, atacar con artefactos desmesurados sus muros altos de catorce metros y antes de la terminación del plan original con algo intimidante de divino, sería indigno para un guerrero formado en la nobleza y la prueba para la eternidad, si traiciona esa condición, de comportamiento cobarde y miserable. Lo soberbio consiste si alcanza la respiración de la vida o aún si acaso, en lanzarse contra esa línea artificial y sinuosa delimitando la frontera terrestre del Imperio, hacerlo sin considerar las consecuencias por terribles que ellas puedan ser.
Sería dificultoso confesar mirándote a los ojos “te amo” en un mundo caótico, confundido por la proliferación de mensajes postergados en sobres lacrados con signos del I Ching, criptogramas portados sin respiro por mensajeros invisibles y destinados a la consideración inalcanzable de mandarines imaginarios. Considerando que el tiempo desangrado que marcan los periódicos del día de hoy y enormes relojes de estaciones de trenes, nos retacea la poca fortuna imprescindible para “encauzar” la barca de la vida. Hasta es gracioso recordar precisamente ahora que el colorido restaurante chino que frecuentábamos – “El Dragón de Jade”- tan real como reales eran los arrollados primavera con hojas de menta, humectados de salsa de soja, los brotes tiernos de bambú, el bol de arroz blanco de intimidante media esfericidad, los gajos imperfectos mandrágora de jengibre confitado (que según afirmabas era afrodisíaco siempre y cuando preexistiera el deseo), no tenía galletitas de la suerte con un mensaje interior en clave, que dicen los conocedores hay en restaurantes chinos del norte, en la costa oeste.
No obstante la ausencia de esos mensajes minúsculos presagiando hechos futuros, fue contigo que sentí por momentos fulgurantes en su íntima prolongación, que la Historia con mayúscula (en la cual de manera tangencial estábamos comprometidos) dejaba de ser perímetro donde las clases sociales perpetúan su lucha infinita, madrastra de la Verdad, tiempo conjetural donde los tiranos hipotecan el juicio de sus actos, para ser el brevísimo segundo de tiempo que permanecimos juntos. Entonces comprendí que el Infinito, intrigante noción y que acepta múltiples teorías de explicación, según nos enseñó el diccionario de Nicola Abbagnano, se hallaba inscripto en el color de tus ojos fatigados y la libertad se confunda con la manera de tu mano revolviendo el café, con una cucharita que podría haber sido de plata.
Bien mirada, la técnica neo cabalística de utilizar A, B y otras letras es cómoda, aséptica en su base tiene la virtud de simplificar razonamientos y la nada desdeñable de despersonalizar; suprime sentimientos intermedios, trasladando los medulares a una instancia imprevista donde aparecen puros, sin evitarnos por ello heridas que nos estaban destinados. Te informo que en el perímetro de la ciudad de Praga tampoco es posible imaginar un B absoluto y sabe dios lo mucho que lo intenté. Cuando te pienso a ti en tanto mi B, el sentido inicial se descompone en recuerdos: aromas sin perfume, pelos acariciados y empapados por la ducha caliente mañana tras mañana, pelos de puntas recortadas cada cuarenta días que difieren de color y textura a lo largo del cuerpo; se desprenden en cabellos delgadísimos, debilitados cuanto te peinas despacio, delante de espejos que devuelven tu expresión fijada de muchacha novelesca. Cientos de esos cabellos están destinados a las cloacas de Checoslovaquia, después de ser separados del cepillo ámbar de tu mano (la misma mano que disolvía el terrón de azúcar en el café) en un cuarto de baño decorado de azulejos azules, contiguo a una pequeña habitación de un modesto hotel praguense y que sólo conozco mediante las virtudes de la imaginación.
La vida no está regulada por la filosofía, por ahí y sin intención se construyen enunciados tontos, oraciones pretendidamente ingeniosas queriendo que B las disfrute; para que B retenga esas palabras y luego las olvide por la formulación de otro nuevo retruécano más original que el precedente. La B que evoco murió, que es el estado de las personas que necesitamos a nuestro lado como el aire cuando advertimos su ausencia; desde esta modalidad en variante de la muerte igual suelen filtrarse noticias intermitentes, informando que en territorios profundos del Eterno Imperio Celestial Inaccesible B continúa existiendo. Por esa condición de vez en cuando me da por escribir mensajes con significado misterioso, buscando evadirme de otra forma de rutina, el recurrido “desgaste cotidiano” y que me está cercando. Lo hago con la remota esperanza de que lleguen tales mensajes hasta las manos de B (las manos de la cucharita de café y el mango del cepillo de pelo) por cualquier medio y sin que me importe la “naturaleza” del mensajero –que puede ser un libro y este mismo libro- para que ella logre descifrarlos. Nadie conoce mejor la clave sencilla que los retiene, nadie podría leerlos y descifrarles luego el sentido único “excepto ella”.
Mis recuerdos recurrentes suelen ser indolentes, están conformes con su condición de recuerdo y temen hacerse notar prefiriendo la confidencialidad. Les evita el sufrimiento que supone la actualización y provoca la ausencia, pero los precipita, esa misma condición, en la nostalgia sensiblera incitándolos al juego de “las variantes y posibilidades.” Ello sucede cuando descubren lo que son: simples recuerdos confrontados unos frente a otros. Cada uno de mis actos vitales, de preferencia el proceso de envejecer lo hago con tiempo suficiente para poder pensar el tiempo que se agota; temiendo desafiar todavía el futuro más allá de lo razonable y que distingo acercarse en masa conminatoria de repeticiones. Contemplo mis recuerdos, observo de qué manera unos y otros se asumen alternando el rol de Tortuga paradojal y Aquiles con coturnos Nike, desconfiando si se trata de velocidad y años, juventud perdida o cuestión de talones mitológicos que nunca están para los seres mortales en el talón. Tal vez la cuestión es asunto de miradas penetrantes hasta la fecundación, según es leyenda entre los lentos quelonios de las islas Galápagos, el archipiélago sobre la línea imaginaria y que parte en dos el mundo conocido. Ese ecuador al que nosotros dos mientras estuvimos juntos ni siquiera supimos llegar; a pesar de haberlo cruzado por separado repetidas veces y haber sentido el aroma penetrante de cebollas fritas en los barrios populares de la ciudad de Praga que están al otro lado del río.
Aquí estoy al final de “este” mensaje de persona a persona que debería ser entregado en propia mano, sentado en un aula magna universitaria “en la misma ciudad de Praga” compareciendo ante un adusto tribunal de Filosofía prusiana. Ellos pretenden de mí una escritura manuscrita racional y alemana; es curioso, de alguna manera debería estar aquí en esta circunstancia concretando el sueño adolescente de vivir entre pensamientos y sin embargo, en cuando comencé a meditar sobre el tema del examen propuesto por el Tribunal, me saltó de sopetón a la memoria tu manera de reír. A posteriori, sin terminar de explicarme por qué diablos mis ideas brillantes sobre Th. A. Adorno y sus camaradas del Institut for Sozielforschung se esfumaron por el aire como alma en pena y se me dio por escribir de ti en esto que llamamos la lengua materna. Soy consciente de que malogro la oportunidad largamente esperada de salvar el examen; pero si en simultánea acepto que perdí para siempre tu sonrisa real y el tacto de tus manos hace tiempo, importa poco este casi proceso burocrático con Tribunal y comparecencia pública ocurriendo tan cerca del Castillo. Lo que en verdad me duele en el espíritu es el cielo gris plomizo que alcanzo a distinguir del otro lado de imponentes ventanales bohemios, el cielo está y por si acaso te interesara, como siempre lo imaginamos contemplado desde la plaza Wenceslao.
El procedimiento protocolar continúa, dentro de pocos minutos pediré disculpas al jurado y me retiraré del aula del examen arguyendo una indisposición estomacal, marchándome en silencio y llevando conmigo estas anotaciones en dialecto montevideano manteniendo el estilo, siendo fiel a la persistencia de la memoria. Hacía tiempo que tu no te aparecías en los sueños ni que yo te pensaba sin razón. Me resigno a no ver juntos las últimas películas filmadas por Woody Allen, vos me dejaste sin tiempo suficiente para continuar adelante y fue así que te perdiste mi número deslumbrante de zapateo americano, previsto para festejar el primer aniversario de nuestra relación que asomara, la fórmula secreta del Corazón de Indio y tantas otras cosas para poblar las horas. Al comienzo de estas notas informales especulé con la importancia de las fechas en una historia, pero tuvimos tan pocas oportunidades de inventarlas que intentarlo parecía una broma.
Hoy no había nada especial para festejar aparte de la dicha agridulce como la salsa china, de continuar unidos al menos en los descuidos de la memoria. Andá vos a saber la verdadera razón, será que después de ocho años sin verte recién ahora vengo a descubrir esta mañana y aquí que nunca conocimos juntos ni siquiera la cuadrícula de nuestra Montevideo; acaso segmentos de calles mientras caminamos abrazados y acuciados por la lluvia, porque llovía casi siempre cuando nos encontrábamos sin sospechar el tamaño que alcanzaría esta ausencia y una variante de la tristeza que ninguna filosofía logró disipar. Te lo puedo jurar en esta coincidencia y por lo que más quiero, lo que no deja de ser una paradoja intensamente perturbadora.