en «El Misterio de Horacio Q.», 1998
Horacio Quiroga es el autor de cuentos y relatos cuya lectura, iniciada en mi ciudad natal de Nîmes hace de ello una eternidad, alteró de manera tajante el curso de varias existencias entre las que me incluyo. Escuetas noticias deslizadas en diccionarios enciclopédicos que pasaron de moda, informan que Quiroga nació en Salto (República Oriental del Uruguay) en el año 1878 y murió más al sur, en la orilla argentina del río de la Plata, en Buenos Aires, cuando comenzaba el año 1937. Los informantes insisten con razón en las características dramáticas de la última escena, en el lecho del Hospital de Clínicas, después de haber escapado a comprar él mismo su veneno, Quiroga ingirió por propia decisión una dosis mortal de cianuro. El suicidio brutal del escritor aceleró apenas el inexorable final, exigido por un cáncer de próstata terminal. La conclusión imparcial que superpone las fichas biográfica y forense, equivale a atribuirle una explicación simple por rústica al misterio del gesto y más por tratarse de la muerte de Quiroga. En su caso –no puedo omitir en ello el recuerdo de mi pasado- por circunstancias que concurren a urdir el mito del escritor, el gesto adquiere tonalidades de tragedia arcaica, destila una melaza fatalmente desgraciada impregnando cada detalle vinculado a su memoria.
Esta imposición de escribir un cuaderno evocando su espectro me llegó por el camino opuesto al de la inspiración. La trajo una tarde de otoño la furiosa correntada del río como mar junto al que decidí aguardar mi carro de la muerte, la hice mía como quien recoge en la arena gruesa de la costa tablones al garete con signos, pintados a fuego, fijando un lenguaje ignorado por los occidentales. El cuaderno es testimonio de un fracaso, el mío en el intento de traducir la totalidad de los cuentos del uruguayo al francés. De la misma manera que para incontables lectores diseminados en una parcela del mundo, los relatos de Horacio Quiroga evocan en cada lectura el recuerdo del temblor asociado a miedos de la infancia. Un libro del escritor que me regaló mi abuelo vasco –el mismo día que otro título de Pío Baroja- fueron la causa de mis primeras emociones estéticas asociadas a la literatura, la temprana conciencia de las posibilidades del lenguaje, tan infinitas y terribles. El uruguayo suicida, el oriental salteño como le llaman por estos pagos sacramentados, fue tema de uno de los primeros artículos de crítica literaria que me publicaron, escrito para una modesta publicación universitaria cuando estudiaba Letras en mi ciudad, más famosa por arenas romanas y toros del ruedo que por felices hallazgos hermenéuticos.
Además de la escritura, había otros detalles curiosos para justificar mi pasión quirogiana. Recuerdo aún de manera obsesiva las primeras fotografías del escritor; no las del dandi adolescente artificial, en pose de pacato provinciano sino las otras, las tardías del hombre que pasó pruebas atroces en movimiento perpetuo, hasta que decidió cortar una serie de episodios que resultó infernal: escribir cuentos magistrales intercambiando desafiantes miradas reiteradas con la muerte. Rememoro los esfuerzos analógicos para conciliar ese rostro que pudo imaginar Dostoievsky para uno de sus atormentados personajes, rasgos que Quiroga forjó con sus entrañas y la pujanza de una escritura que devoraba febrilmente en los largos veranos pegajosos del principio de siglo XX; con pasión de lectura nunca reencontrada y mientras removía el dolor sin piedad, transfigurando a golpe de machete «el arte detenido y rudimentario de la lectura» así definido por un querido amigo argentino.
Entre la imagen robada por un improvisado fotógrafo al aire libre y el verbo capturado en los cuentos, el tiempo histórico se ocupó de cubrir intervalos con noticias preocupantes de la vida de Quiroga. Informes que en su obstinado engranaje de fatalidades incitaban sospecha, desconfianza sobre la verdad de la aporía, contradictorias con requerimientos de paz interior propios de un hombre de letras y desbordando protocolos del dudoso género que constituye la biografía de escritores. Creí entender que tanta muerte horaciana era necesaria para la dolorosa invención del escritor Quiroga, sobreviviente a la emponzoñada mordedura de la obsolescencia. Pocos escritores pagaron un precio tan alto por seguir fieles al oficio, el conjunto de su trayectoria retrata un aventurero que desafió los abismos del alma, pájaro curioso de lo lejano, enamorado romántico de barbas landrunescas, perseverante de la fortuna picaneado y asaeteado por diestros que la parca celosa envía al ruedo del mundo posponiendo la estocada final: un lúcido trágico de su tarea y que bebió hasta la hez de cianuro la copa que le estaba destinada.
Pretendí alguna vez y fracasé detectar en su escritura secuelas concretas, partículas residuales del brevísimo viaje a París y las astucias viscerales del embalsamador aficionado que fue, descubrir el último abrazo sonriendo con el compinche Federico allá en Tontovideo antes del disparo y el olor penetrante de naranjas fermentadas que lo acompañó una temporada. Leer su mano incrustada con restos de pólvora negra acariciando senos blanquísimos de novias adolescentes, verlo remar contracorriente en el río Paraná frente al que como sentenció Alfonsina Storni no se puede vivir impunemente, hasta intenté adivinar la espesura del alma cuya existencia probó mediante el argumento irrefutable salido del Averno.
¿Dónde marchaba ese hombre atormentado a buscar sus historias? Yo quería mirarlo pedalear la bicicleta de competición en paralelo al río Uruguay y escucharle la voz cuando compró el cianuro del fin, preguntando cuánto se debía en aquella ferretería o farmacia de barrio. No sé, para decirle algo. En mis noches de lectura lograba despertar al insomnio su búsqueda incansable de algo indefinido y la reiteración insistente del desatino. La paradoja de una vida que pretendió encauzarse por rieles racionales de escritura, al punto de contar las palabras de un cuento y atajos de ambición económica descarrilando en estaciones siniestradas, cruces a nivel de una vida enajenada donde el enloquecido guardabarreras belga fue devorado por insectos hambrientos provenientes de la selva; la represa artesanal del alma, perpetuo erotismo de primera juventud, voluntad de dominar la naturaleza por procedimientos mecánicos, regirlo todo y a la vez como un capataz trilingüe de la sintaxis, controlar lo más posible el caprichoso fluir de los acontecimientos.
Lo que Quiroga construía de día el Horacio nocturno lo anegaba en la noche hasta el alba, nadie puede explicar con fundamento el origen iracundo del desbordamiento, se lo padece y acaso se lo admira. El aura Quiroga fue vislumbrada con admirable rigor por Augusto Monterroso que escribió lo siguiente. «Fíjense: su padre, sin quererlo, se da muerte con una escopeta de caza; su hermano mayor muere en un accidente; su padrastro cae víctima de la parálisis y un día, desesperado, tras una laboriosa tarea de intensos minutos, logra por fin colocarse en la boca el cañón de una escopeta y disparar la muerte con el dedo pulgar de su pie derecho; su gran amigo literario, Federico Ferrando, previendo que tendría que batirse en duelo, compra una pistola y va a ver a Quiroga para que éste lo instruya en su manejo: Quiroga, buen conocedor, ignora que el arma está cargada, sale un tiro, y ese tiro, cuyas probabilidades de ir a cualquier otra parte se cuentan por millones, va a dar muerte a Ferrando y sume a Quiroga en la desesperación. Cierto día Quiroga emprende en la selva una de sus fantásticas empresas económicas, labra la tierra y levanta su casa con sus propias manos; cuando la casa está suficientemente habitable y bella, lleva a vivir con él a su mujer, con el resultado de que, desquiciada por una vida para la que no estaba hecha, su mujer se suicida ingiriendo veneno. Años más tarde, aquel 19 de febrero de 1937, el propio Quiroga, perseguido por los males físicos, se mata en forma semejante. El epílogo lo pone su hija, quien también se suicida algún tiempo después. No, nadie podría escribir un buen cuento con ese tema: demasiados tiros, demasiado cianuro, demasiado azar. Pero Quiroga sí.»
Pero Quiroga sí. La organización final de los textos que siguen tampoco me pertenece, llegaron en ese orden con apariencia discontinua en escritura y disparidad de cadencia que eludí unificar con una corrección posterior que resultaba innecesaria. Contemplados con distancia los considero objetos que dejaron de pertenecerme y nunca fueron míos, sospecho que destilan el homenaje de la intrincada selva del lenguaje a un adelantado temerario. La correntada citada unas líneas atrás consiguió abolir el transcurrir del tiempo tal cual lo entendemos, es cierto que décadas del siglo evocadas en los textos se alternan sin insinuar un criterio, por momentos de manera caótica y premeditada; lo mismo sucede con las referencias espaciales, como si la acción de los relatos transcurriera en hipotéticos dominios de geometrías no euclidianas. Otro tanto sucede con el comportamiento de los personajes, llegaron a la manera de una improvisada corte de los milagros y festejando el carnaval de los tullidos en suburbios de la noche oscura del alma.
Decidí olvidar la experiencia que supuso escribir los textos que vendrán, me llegó en la decadencia acelerada y a destiempo; en sincronía anunciadora de la muerte, sólo puedo advertir que su lectura está lejos de ser una guía transigente de destinatarios cómodos, habituados al estrago del lugar común roídos por la monotonía. La lectura debería ser un desmayo de pérdida y delirante viaje de extravío por laberintos de lo improbable. No carta de navegación de marinos aficionados bordeando la costa, sí mapa de divagación alucinada por mares ignorados y aberración manuscrita derivando entre arrecifes del lenguaje. Aquí mismo declaro mi irresponsabilidad reivindicando el derecho al perturbado homenaje que Quiroga prescribe; fue alguien destinado a la selva interior y acosado por demonios acechando a quienes alcanzan corazón de las tinieblas literarias, hombre de tratos con la muerte que luego de mirarlo desafiante le respiró en la boca variaciones próximas violentas; birlándole amistad y amor en reiteradas oportunidades, hasta arrebatarle finalmente la vida. Habitaba en él una vegetación con rubíes entre monos posesos de la India, que tenía su avanzada en la admiración colonizadora de Kipling; retratado por apologistas británicos, identificado con la aventura depredadora de los hijos de Hastings y Wakelfield, negadores de Shiva Nataraja en dominios de un vastísimo imperio, con cientos de dioses equivalente al universo. Sintió el llamado de la selva brotada en las vísceras podridas de Edgar Allan Poe, donde se recelan rápidos de eutanasia y árboles de hojas catalépticas, reptiles desalmados roídos por pústulas de la peste amarilla, atardeceres magnéticos que hipnotizan las aves en vuelo, lagunas de alcohol clandestino donde flotan nenúfares de cocaína. La selva bonaerense de cemento, autopsiada por el querido Ezequiel Martínez Estrada y a cuyo asalto sin cuartel se lanzó el intrépido salteño; la selva real y verdadera allá lejos en las Misiones, donde resistieron los discípulos de San Ignacio de Loyola e indígenas imberbes descifraban partituras con pasacalles de Buxtehude. La selva sin metáforas donde el orfebre modernista y miembro insigne del Consistorio del Gay Saber –despiadado rival del cenáculo de la Torre de los Panoramas liderado por el divino Julio Herrera y Reissig- se topó con lo fatal en la colonial y montevideana calle del Cerrito de la ciudad vieja. El espejo del joven Larra, la osadía de Puskin aquel amanecer, la noche que cobijó a Novalis, el caballo golpeado que Federico Nietzche abrazó en las calles de Turín antes de cabalgar el potro rojo del desquicio. Una lectura sin riesgo sería indigna de Quiroga, como lo sería un homenaje donde reptara la solemnidad. El suicida rioplatense me enseñó que la lectura es el único antídoto para lograr sobrevivir, cuando nos cercan en todos los frentes signos reproduciéndose como ratas y exigiendo nuestra imperativa conversión a la secta de la imbecilidad.
La construcción aleatoria de los relatos que siguen no pretende ocultar una doble filiación secreta, algunas escenas dependen de episodios verdaderos de la vida del escritor y rechazan la sospecha de ser otra cosa que textos irreductibles al anecdotario biográfico. Siguen acaso en imprevisible secreto las trazas del decálogo del perfecto cuentista, escrito por Quiroga y refutándolo sin entrar en detalles en el final del siglo que cerrará el milenio. El cuaderno fue escrito durante las horas de la noche y en un espíritu de posesión convencida (pudo ser la bebida a la que era aficionado en aquellos meses), situación similar al hipnotismo que me resulta difícil explicar ahora, como si estuviera poseído por un espíritu insistiendo en dictarme historias rastreando el punto final, dictarme de corrido hasta provocar el agotamiento y sin importarle la opinión de mi anestesiada voluntad. Yo, que viví para traducir lo escrito por otros en distintas ciudades y tiempos, por única vez en mi existencia me sentí impelido a la curiosa y desagradable experiencia de la creación aunque fuera vicaria. Tampoco descarto que en estado de suspensión del juicio, fusionado a la figura omnipresente de Quiroga invadiendo el cuaderno sus páginas conlleven un homenaje lateral al cuento, forma narrativa injustamente despreciada en tiempos penosos que corren hacia ninguna parte.
J.C.M.
Colonia del Sacramento (Uruguay), 19…