Algunos días me levanto pensando que el whisky es el cursor divino cinco estrellas para medir la cultura y la civilización, el avance de la condición humana hacia una insinuación de lo sublime en el reino de este mundo. En tiempos de relativismo y apologías de la mediocridad, recuerdo con ternura a los monjes retirados y pacientes. Que además de dedicarse a tareas de copista (próximas a la literatura) y regular la vida por un ceremonial estricto, inventaron con los arroyos, la cebadas y barriles de la cultura celta esa maravilla. Como muchas otras cosas un muchacho de los barrios populares montevideanos llega después a esas experiencias sensibles; recuerdo con cariño las fases de la educación al respecto, que va del mate dulce al Jameson, que era la marca preferida de James Joyce. Primero el Espinillar de Ancap, después el Paddy que mi abuela le regaló a un médico que la operó de la vesícula biliar; el tío Perucho era aficionado de Monje en botella cerámica, el tío Julio Carvalho -al que la tía Delia mató de dos balazos- sacaba del puerto donde trabajaba, las primeras botellas rojas de Johnny Walker. Padre compraba alguna Catto’s en la licorería Los Domínguez, eran épocas pioneras hasta los ochenta y con repertorio de botellas austero.
En esa tradición inglesa también se deslizaba el relato policial, las pasiones llevadas hasta el crimen y la conciencia de la teatralidad que supone la existencia; la famosa frase con variaciones infinitas y deformaciones del monólogo del cuento contado por un idiota, que se pavonea sobre un escenario y que nada significa. Es conveniente buscar el enroque o la variante para intentar la sorpresa en un nuevo relato; en la primera impresión de lectura del cuento – espero y está en el último libro publicado en Montevideo “El submarino Peral”- da la impresión hospitalaria del género policial. Leí mucha novela policial y creo que -paradojalmente- ablandan el misterio, responden demasiado a un recetario, consuelan -por ello el sistema las acepta feliz, fomenta, produce, promueve y mundializa: no hacen daño- con el triunfo del bien. Algunas series tratan de reivindicar a psicópatas inventivos, se pasman ante la inteligencia criminal activada y dan manuales de instrucciones para martirizar el prójimo. Finalmente todo cambia para que todo siga como está: deducción inteligente, pruebas demoledoras, explicación comprensible y culpable castigado. Los tenientes con perro, comisarios mediterráneos, expertos de laboratorios en ciudades gringas, forenses de autopsia, detectives privados, negociadores, periodistas expuestos, mentalistas, profilers de ambos sexos, Quantico, FBI, Interpol, NCIS, Scotland Yard, Hawai 5-0 y el resto terminan ganando. El relato industrial de esta noche misma en la tele -por lo menos diecisiete- primero disemina pavura en la audiencia abonada mediante monstruos asesinos, luego en los últimos minutos del episodio, nos murmura al oído que estamos bien protegidos y ello hasta la semana próxima.
En el relato quise plantear la intriga con algo de Comic historieta solidario con el protagonista, y -aunque pueda resultar demagógico- dejo que la solución quede fuera del texto. Quizá en el lector y es imposible comprobarlo, seguro que en el autor sin poder asegurarlo; hasta ahora formulé tres hipótesis para explicar la ocurrido en la isla, que acaso es el epilogo de sucedidos en el continente, tal vez en una vida anterior. Tiene algo del clásico despertar y hallarse en una situación anómala -in memoriam Gregorio Samsa- cuyos mayores ejemplos vienen del cine. Series de películas exitosas como “Saw” o “Cube” prueban el efecto del artificio, pues la ecuación del encierro con enigma funciona en piloto automático. Mundos paralelos inducidos según “The Truman Show” (1998) con Jim Carrey o empresas del engaño como “The Game” (1997) con Michael Douglas. Mi preferida es “Sleuth” del año 1973 -mal para los uruguayos- de Mankiewicz, con un mano a mano inolvidable de astucias mecánicas, disfraces circenses y mentiras entre Michael Caine y Laurence Olivier. Para la industria en cadena y desde niño está el ritual “Misión: Imposible”, las seis declinaciones fílmicas y la serie desde 1966; donde todo casi empezaba con máscaras de látex y el afro descendiente Barney Collier (Greg Morris) desarmaba una central atómica con un destornillador de bolsillo. El final de mi cuento podía suponer una rebelión, el hombre atrapado que se subleva contra la suerte que le destina la ironía de sus enemigos. Mi personaje opta por la resignación, lo inmediato ya lo sofocó, sabe que ellos saben que no tiene respuesta ni movida secreta para contrarrestar la maquinaria. Necesita lo que le falta en los minutos previos al arresto, tiempo para entender cómo se armó la trama por la cual está pagando y quizá está en ello aún en estos años de virus.
Se trata de forzar el paradigma usual, avanzar la tesis en el Club Privado Clandestino de que el verdadero personaje creado por Conan Doyle es el Dr. John o James Watson. Nacido en 1852, herido en Afganistán -cfr. “Estudio en escarlata”- y repatriado a Londres. Si sabemos lo ocurrido en el 221B Baker Street y las aventuras del violinista excéntrico con el mastín de los Baskerville, es porque el médico lo escribió. Lo que prueba la superioridad indiscutible del relato sobre los hechos efímeros: sólo persisten en la memoria los gestos que se nombran. Al paladar del Buchanan’s 12 evocando gaitas soplando “Scotland the brave” en almenas de Cadwor, de Glamis y los tíos pícaros de la infancia, se suma el aroma del Montecristo N⁰ 4 a medio fumar. Armado por diestras manos cubanas, mientras alguien con buena voz de bolero, en la tabaquería y desde una tarima con ventilador, lee sin apuro la escena inolvidable, donde Edmond Dantès pone en marcha la obra suprema de la venganza.