Post escriptum

Querida Anainés:

                         Nunca más volví a ver hasta ahora a la mujer de la mirada clara y seguro que habita la misma ciudad desde donde te escribo. El número de teléfono que me anotó en el restaurante de Belleville estaba fuera de servicio desde hacía varios meses, a la segunda tentativa que hice por localizarla con los medios a mi alcance supe que era tarea inútil y abandoné el intento. Veremos si una vez publicado el material, si ello se produce y como fuera pactado ella da señales de vida.

Esta es la historia verídica del manuscrito que te estoy enviando, tal como conversamos los últimos días de junio en la calle Blanes. Tú verás si puede activarse alguna palanca, si vale la pena poner la maquinaria editorial en movimiento y hacer de estos papeles un libro. Por los aspectos legales del episodio, dudo que alguien allí en Uruguay reclame la autoría de los textos precedentes. Atraviesan el proyecto heredado historias aludidas y antiguas de Montevideo cuyos personajes están en segundo plano, abandonando la escena otoñal, desafectados por el desgaste como el bar Siroco de 8 de Octubre y Garibaldi, rumores que nadie querría desempolvar.

Antes de llevarlo a La Poste dentro de un rato, anoche mismo leí hasta tarde el manuscrito. La traducción al español podría mejorarse corrigiendo imperfecciones de mi entera responsabilidad, falsas opciones, contrasentidos, confusiones de nombres y fechas, cosas propias del descuido. Este material, desde que ella se desprendió del cuaderno me quema las manos, atrasa mis propias invenciones y quiero que salga cuanto antes de mi cercanía. Lo leí esa última vez y como balance puedo confesarte que tampoco incorpora nada nuevo sustancial o documentado al conocimiento de la obra de Quiroga.

Quien sabe… quizá sea esa la labor paradojal y secreta de la crítica literaria que tanto nos interroga, acrecentar sin pretenderlo el misterio persistente de algunas escrituras singulares. Los autores se continúan leyendo mientras persiste un enigma, el saber que ninguna edición crítica llega a desvelar, la intuición fulgurante que termina huyendo de nuestra lectura como un puma joven. Inexplicable como el rastro de sangre del jabalí herido en un bañado de Rocha, el humo acre de una pipa de cerámica, el hedor a sábanas manchadas de pensiones demolidas del bajo montevideano. Ese regusto a cianuro diluido en un siglo de lecturas y que persiste en la boca luego de leer un cuento de Quiroga… algo así.

Tanti bacci

JCM

La tele de Babel

Al despertar aquella mañana invernal de un sueño intranquilo el comisario Bugatti supo, delante del espejo del baño, que seguía siendo el comisario Bugatti sin que hubiera ocurrido la aberración de la metamorfosis. Esa mañana él se levantó más temprano de lo habitual y salió del dormitorio procurando no despertar a la asmática de su esposa; como todas las mañanas abrió el ventanal grande del patio hacia un paisaje de montañas lejanas, polígonos industriales contaminantes, dispersas casas campesinas y pensó que si alguien por venganza quisiera matarlo, ese sería el mejor momento.

Bugatti era un hombre robusto y honrado, ello le aseguraba una agonía de tercera edad prolongada con la mente aceitada y una carrera privada de ascenso; recorrió las viejas habitaciones familiares de lo que sería la futura familia numerosa, siempre y cuando la pobre Marcella no continuara perdiendo embarazos.

Se estaban viviendo tiempos relativamente tranquilos. Nada comparable con lo sucedido hace cinco años, cuando estalló por todo el perímetro de la ciudad un ruido constante de escopetas, de explosivos mecánicos durante la llamada semana negra y sus siete asesinados. Episodio tipo cosecha roja que dejó en entredicho el honor de las autoridades policiales; desde entonces, Bugatti temía que algo parecido de desestabilizador volviera a ocurrir.

Como cada mañana, en apenas media hora quedó pronto para enfrentar la jornada. A partir de las 7h, 30 los subordinados estaban autorizados a telefonearle al domicilio, cosa que muy rara vez sucedió en los últimos meses. El comisario se preparó un desayuno copioso: panceta frita, huevos revueltos con queso, un par de tostadas, café cargado, jugo de pomelos y abundante leche achocolatada.

La casa estaba ubicada en las afueras de Palermo y salvo contadas excepciones –en general cuando se trataba de ceremonias políticas y oficiales- prefería manejar él mismo la máquina hasta el comisariado en el centro de la ciudad, sobre una calle tranquila y vigilada en los costados de una plaza popular, disimulada por una larga hilera de árboles frutales.

Primero, el teléfono sonó una sola vez y pareció que se trataba de un número equivocado; luego se sucedieron una molesta sucesión de timbrazos neurasténicos, lo que disipó cualquier duda sobre lo excepcional del episodio.

-Pronto… dijo Bugatti.

Del otro lado de la línea tensa, el cabo Emilio Benveniste le informó que comenzaba la jornada con el enigma enunciación del cadáver de rasgos indoeuropeos; un hombre había sido asesinado las últimas horas de manera tan desconcertante, que justificaba esa intromisión tempranera y la puesta en alerta de los protocolos hermenéuticos.

– ¿Le parece que puede ser complicado?

Siendo todo tan reciente -tanto la información como el desconcierto- Benveniste lo ignoraba y estaba trasmitiendo apenas las primeras señales performativas recogidas; ya había dado la orden de dejar intacto el campo semiótico contaminado y si de verdad son arbitrarios los signos, bien podría serlo su enunciado reenviando al postulado de una orden. Cualquier detective medianamente informado que conociera las funciones del lenguaje enunciadas por Jakobson estaría advertido: nada de recuperar indeterminaciones del lenguaje poético, un cadáver es tautológicamente un cuerpo work in progress: a saber un conjunto precario de señales significativas.

-Prepare una reunión general para las nueve y si considera que los redundantes mass media de la ciudad, en especial los descritos considerando su trasmisión de mensajes icónicos ambiguos, se ponen a olfatear siguiendo el rastro de la sangre fresca, cítelos al mediodía. Voy para ahí de inmediato.

Después de todo la situación tampoco parecía ser tan grave. Los asesinos con pretensiones innovadoras no suelen llegar tan lejos en sus iniciativas compitiendo en creatividad con los casos más clásicos. Asistido por un poco de suerte y de presión sobre las partes blandas del asunto, a las nueve tendrá al asesino confesando por escrito el delito en su escritorio. Si bien en los últimos tiempos se comprueba un cambio de tendencia, los asesinos regresan cada vez menos a las escenas de sus crímenes atraídos por una voz interior que dobla la vocación delictiva y el arrepentimiento residual del bautizo con agua bendita sin gas.

Bugatti terminó despacio el desayuno sin dejar de hojear un número atrasado de la revista Versus. La luz natural inundaba metro a metro todos los rincones del comedor familiar. Escuchó a los pájaros llenando del mismo canto de hace medio siglo los fondos cultivados de la casa donde señoreaban siete pinos centenarios; esos pocos minutos fueron suficientes para que supiera que sería un día hermoso atravesado por nubes negras del oficio.

El comisario se incorporó, se detuvo delante del espejo principal y cada vez que lo hacía era inevitable que pensara en Isidro Parodi. Viejo sabueso argentino que desde la celda 273 de la cárcel del Palermo de allá, insistía en insinuar que los espejos eran objetos abominables y conjeturando que reproducían el hombre imperfecto al infinito.

Antes de salir al mundo fluctuante regresó al dormitorio para despedirse.

-Hoy te llamaron. ¿Sucede algo?

-Simple rutina, le respondió Bugatti a su querida esposa.

-Siempre dices lo mismo en esos casos y sé bien que no quieres inquietarme.

Bugatti tenía demasiado problemas que lo aguardaban en la oficina como para continuar discutiendo en la zona referencial y conativa, su mente avisada estaba fuera del campo magnético hogareño; dentro de todo y usando las buenos argumentos, Marcella siempre entraba en razones.

-La lógica simbólica diría que faltan motivos para inquietarte, pero ello es secundario. ¿Acaso me vino a buscar un auto oficial con la sirena abierta?  ¿Fueron más de una las llamadas con varios interlocutores en el circuito? ¿Deconstruí mi rutina habitual durante el desayuno en razón del mensaje recibido?

-Está bien, con tres juicios de interrogación por hoy es suficiente… pero cuídate igual.

Bugatti caminó hacia la salida, sabía que los cadáveres sumados al caos real integran otra concepción del tiempo y que para el asesino –agotada esa ventaja temporal entre muerte y descubrimiento- comienzan a engranar los artefactos psicológicos que atrasan y adelantan el desarreglo. Había ruido proveniente de la cocina y él pensó “la eterna lucha entre lo crudo y lo cocido”; una mujer atareada en el lavadero tarareaba una canción popular que podría ser de Domenico Modugno: “seguramente siendo joven y hermosa, ella se enamoró perdidamente escuchado el tema ganador de San Remo 57” continuó pensando.

Abrió el gran portal y se metió en la corriente del sol. ¿Qué actos de habla o desarticulación del delicado equilibro de humores pudo llevar a un hombre -o a una mujer- a matar en vísperas de tan espléndido día? El motor del auto encendió el primer contacto con el mundo industrial, el circuito entre la neurona correspondiente del cerebro y el eje central de las ruedas alejó toda duda sobre una posible alteración. La máquina así incentivada se deslizó sin dificultad en la pronunciada pendiente de la primera curva –invadida de indicaciones de advertencia y anuncios de productores locales- que lo llevaría un kilómetro más abajo a la ruta principal.

En los campos aledaños ya estaban los hombres y mujeres en plena faena, algunos campesinos reactualizando códigos de sociabilidad ancestral levantaron su mano de manera automática significando su paso en la asepsia del paisaje preservado de pesticidas Monsanto.  Los animales, fantásticos prototipos bastardos y alterados de bestiarios imaginarios –creados por manos cluniacenses y cistercienses sobre códices iluminados medievales- huyeron volando y reptando cual mantícoras espantadas por el ruido del motor reconociendo el circuito. Bugatti quería recordar cuál era el título de la canción que cantaba la lavandera, aunque si era de la cosecha 57 bien podría ser de Pepino di Capri.

Mal día se presentaba ese para el teniente Gilo                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        Dorfles, nunca es bueno comenzar en la repartición detectives con un crimen de estas características tóxicas. “El nuevo diseño activo de la criminalidad apela a la atención de demasiados sentidos, la polisemia se presenta como más importante que el procedimiento dermatoglifo de Bertillon.” Le quedaba bien poco tiempo para reflexionar y el comisario Bugatti lo saludó sin la habitual amabilidad de otras mañanas anteriores.

-Alguien que comienza como yo la jornada en un día así tan estético, tiene que ser un gran coglione.

Dorfles consideró replicar ante tan violento inicio de diálogo laboral con un mensaje connotado por la injusticia de apreciación, pero Bugatti se le adelantó.

-Disculpe Dorfles, no fue mi intención hacerle vivir mi propia experiencia vicaria de ansiedad por conocer los detalles de lo sucedido y usted sabe mejor que yo mi situación doméstica. ¿Alguien está al tanto a esta hora de qué carajo se trata?

El propio Dorfles fue el primero en tomar la palabra, haciendo un descriptivo sintético por pertinente de la situación anómala. Hacia las afueras elegantes de la ciudad, en un pequeño castillo alejado del mundanal ruido –esmerada reconstrucción de una arquitectura divinamente inspirada del siglo IX y también con aportes infrecuentes de un gótico tardío-, camino de la llamada abadía innombrable de los iconoclastas, se encontró ritualmente asesinado al propietario y último descendiente de la familia que lo habita hace varias centurias.

Complicando el asunto del enigma y pasando de lo obvio a lo intrincado, tenía a su servicio cinco personajes cuyo pasado se estaba pasando al peine fino y ningún mastín cancerbero vigilaba el perímetro violado. Reciclando un clásico del género negro, el cuarto donde se halló el cuerpo estaba cerrado por dentro y el único mono grande que se había visto en las inmediaciones, pertenecía a un viejo circo y que pasó por la región hace más de cinco años: se trataba pues del binomio tradición/originalidad pero con variantes a la vez sutiles y brutales

“Seguramente en el 57 –pensó el comisario Ettore Bugatti, sin lograr recordar todavía quien había ganado ese año el festival de San Remo-, pudo ser Luigi Tenco… pero no: lo suyo en su tragedia con Dalila y posterior suicidio sin ser ciego en Gaza fue posterior a esa fecha.”

– ¿Móvil?

-Desconocido.

– ¿Hora del crimen?

-El forense estima en su informe preliminar que cerca de la medianoche.

– ¿Saña?

-No sabría explicarle.

– ¿Apareció el arma homicida?

-Aún la tiene metida en la cabeza.

– ¿Cómo es eso?

-Lo mataron con un televisor Telefunken lo que abre una posible pista alemana. De atrás, encendido y todo le incrustaron la cabeza en la pantalla o viceversa… un 25 pulgadas con control. Nadie tocó la programación, a esa hora emitían en la RAI una vieja versión de “El conde de Monte Cristo” del año 1954, con la actuación protagónica de Jean Marais en el rol de Edmond Dantès

-Ahá… seguramente un apocalíptico, algo relacionado a los tele evangelistas radicales que pululan en la isla, dijo Bugatti.

-Lo dudo, se atrevió a cuestionar por primera vez el teniente Dorfles, Un apocalíptico hubiera utilizado un objeto mortal que tratara sobre los mass media, sin recurrir a un objeto emblemático de los mass media. Ya lo dijo Rita Pavone:

non essere geloso se con gli altri ballo il twist
no essero furioso se con gli altri ballo il rock
con te, con te, con te che sei la mia passione
io ballo il ballo del mattone…

Luego de esa inopinada intrusión de la técnica del karaoke en la pesquisa, por vez primera Bugatti prestó atención sostenida a ese hombre de anteojos metálicos, pipa recta, prematuramente calvo y con extraña manera de vestirse. “Tiene algo diferente, una mezcla improbable de Alberto Sordi y John Beluschi… pero es bueno en el oficio”, pensó el veterano comisario.

-Más despacio Dorfles, más despacio… recuerde que todo crimen es un mensaje en clave que nos está destinado.

El comentario llegó oportuno, Dorfles sintió que estaba pisando terreno seguro y prosiguió con sus especulaciones.

-Un mensaje claro… también un concepto fetiche post moderno o un episodio de ruido altísimo en el circuito cotidiano enturbiando el devenir. Una serie de pistas capaces de confundir los avances de la investigación, llevándonos al terreno ilusorio de lo emotivo.

– ¿Usted de dónde viene Dorfles?

-Séptimo distrito de Bolonia, señor.

-Ya me parecía…

Bugatti se reconcentró sabiéndose en un día disperso por varias preocupaciones recientes y continuó organizando con su estilo lo que podría ser la investigación encaminada. Era incuestionable, la época del asesinato como una de las bellas artes había terminado y en el horizonte se perfilaba la vela latina de la pensión retiro prematura.

“Hasta en el horror cotidiano del crimen –pensó Bugatti- el medio es el mensaje: en qué se habrá transformado ese cuerpo tieso de un falso aristócrata decadente. ¿Un objeto real encadenado a su consistencia física? ¿Mensaje semántico de pasiones inmediatas sensibleras y nutridas por los culebrones colombianos? ¿La forma de mensaje cultural profético que augura los tiempos tontos y violentos que se avecinan?”

Bugatti sentía en carne propia el conflicto entre la tradicional y la criminología monótona de la era industrial, que tendió una alfombra rojo a la serie desplazando el caso único. “Soy un viejo zorro de una época superada de inteligencias diferentes. El nuevo caos hasta nos empuja a un léxico nuevo, una infraestructura terminología necesaria para la construcción de una visión coherente del nuevo mundo del crimen, aunque parcial.”

A su lado, el teniente Dorfles pareció entender la lucha interior del superior que alteraba a la vez el canon y los sistemas de interpretación. Le puso una mano en el hombro y de hombre a hombre, quizá por primera vez de colega a compañero le habló pausadamente.

-Vamos comisario… nos espera un cuerpo que tiene mucho para decir en su quietismo, un caso que nos aleja por unas horas de novios celosos y notarios travestidos. Recuerde lo que debía Valery: “cuánto más práctico es un espíritu, más abstracto.”

Un joven policía se acercó ansioso y de prisa al auto banalizado en que ellos llegaron el lugar del crimen.

-¡Comisario, comisario!!! Hay unas buenas pisadas en le jardín que puede ser explotadas.

Bugatti siguió su camino ya trazado sin contestarle ni detenerse; si al menos le hubieran dicho que esas pisadas correspondían a las cuatro patas de la bestia de Gévaudan…

¿Qué sucede comisario? Preguntó Dorfles un poco extrañado por la reacción antipática del comisario.

-Si los crímenes todavía se detectaron con pisadas en la gramilla, un molde de yeso y la superstición de campesinos asustados, estaríamos dudando del avance de la inteligencia humana. Tampoco debemos tener por objetivo de nuestras investigaciones estudiar los códigos ridículos que saturan la realidad.

-Pero la criminología debe estar abierta de espíritu crítico a todo lo que suscita curiosidad.

-Lo que usted llama hasta con orgullo inocultable criminología mi joven amigo, es algo que se está redefiniendo de continuo. A pesar de esa ignorancia final, conozco gente que daría la vida por ella.

-Sería inconducente trabajar en el vacío.

¿Le alcanza por el momento con saber que se trata de un conocimiento riguroso? ¿Puede entender que en principio sería la disciplina que considera el conjunto cerrado que tolera todos los cadáveres, que debemos distinguir entre cadáveres arbitrarios y los otros motivados que suelen ser disimulados? La relación arbitraria entre un infarto de coronarias y la muerte me es indiferente. Cuando la relación a explicar conecta un hacha ensangrentada de la marca Raskolnikov y el fin de la actividad eléctrica cerebral por descarga –por descarga del hacha- ahí recién, nunca lo olvide, comienza a determinarse con precisión nuestro objeto de estudio.

Ambos hombres sabían que los esperaba el caso todavía sin nombre popular; eran conscientes igual que era con la textura de la sangre fresca, entre ese olor a madera tratada y matadero clandestino cuando su actividad necesitaba de las especulaciones creativas. 

Después, todo el tiempo libre se lo devoran las última fotos de la romana Onerlla Mutti y las vicisitudes previsibles del scudetto…

-Usted bien sabe que víctima y criminal siempre son humanos. El enigma se cierta cuando se conectan esos dos extremos del circuito de otro encuentro ocurrido en el pasado, dijo Dorfles queriendo rescatarlo de una casuística fría y pretendidamente objetiva.

-Ergo, lo que cambia es el sentido; replicó Bugatti que parecía haber esperado ese planteo para llegar a una proposición evidente y luego continuó su tirada en tono quedo algo paternal. El crimen en nuestra sociedad que se cree post y todavía está clavada en el pasado, es la forma más intensa de la comunicación y fuente privilegiada de los relatos más recordados. El emisor de ese circuito corto, sabe con premeditación alevosa quién será el malogrado receptor de su intenso mensaje. Conoce por haberlos reflexionando los códigos violentos plurales, suspende en su conciencia alterada las claras consignas del Código Penal. El mensaje es simple, escueto: el triunfo de la muerte y la risotada de la venganza. El medio puede ser manual cuando se recurre al estrangulamiento, distante si se opta por bala y la prodigiosa mira telescópica. Lo más interesante del procedimiento es que se asegura el feedback más efectivo y garantizado: el silencio del lenguaje.

-De ser así, todo quedaría acotado a un paradigma esquemático.

-Lo mismo pensó el sagaz detective Lasswell del FBI: él se decía: tu pregunta quién dice qué, en qué canal, a quién, con qué efecto y tienes todas las respuestas necesarias.

-En primera lectura es correcto el procedimiento.

-Claro que si… pero debemos considerar que todo crimen es un sistema verbo gestual visual de alta complejidad.

-¿Cuál es su técnica?

-Sería osado y prematuro llamarla así… yo sé… escuche bien Dorfles: si hay algo sobre lo cual tengo una firme certeza, es que cada crimen es la traducción en lo real de un modelo secreto. Sólo en el caso que consigamos aislar dicho paradigma y que pueda funcionar en niveles de mayor complejidad, nos será posible estudiar todos los crímenes con el único objetivo de dilucidarlos; al menos los posibles crímenes que cometía el homicida.

A todo esto ya era mediodía.

Los dos hombres habían compartido un buen plato de tagliatelli Panzani con pesto rosado y queso parmesano, pero era tiempo de ir al encuentro del repertorio.

-Seguro que hay por aquí una buena biblioteca, fue lo que especuló Dorfles mientras subía la escalera de madera que resentía con ruidos ridículos de termitas haciendo claquetas el peso de los policías.

-Videoteca mi amigo… videoteca es lo más seguro y a propósito: ¿vio la última performance de la Cicciolina?

Dorfles prefirió ignorar esa grosería intertextual, tan distante de un espíritu sensible formado desde niño en la estética del neorrealismo de Ladrones de bicicletas. Además, sabía que lo de Bugatti era una broma de mal gusto, queriendo templar el ánimo antes de enfrentar al fascinante espectáculo de la muerte en movimiento y el enigma de otro crimen sin resolver.

-Dígame Dorfles: ¿qué le va pareciendo toda esta historia happening de la cabeza aristocrática y el televisor?

-Una metáfora exagerada, comisario.

-¿Usted tiene abono a la televisión por cable?

-Todavía no señor, lo estoy meditando.

-Debería, debemos conocer las armas sutiles de las nuevas tecnologías.

-Sería más sencillo considerar un cuchillo de hielo, un libro envenenado en los bordes de página o una cerbatana made in Amazonia. Pero un televisor realmente… parece obra de un desquiciado.

-Locos nos vamos a volver nosotros si no solucionamos el misterio en cuarenta y ocho horas… ¿qué le parece el enigma del control remoto?

-Lo veo bien tranquilo comisario, ¿ya tiene en mente alguna pista?

-Estamos obnubilados por la ignorancia en una selva de símbolos.

-¿Comisario Poirot dixit, comisario?

-Baudelaire, Dorfles… Baudelaire…

El personal del servicio -resignado por las funciones de distracción que suelen asignarle los protocolos del género- se había reunido como un solo ente sospechoso de varias cabezas, aguardando el interrogatorio contradictorio de rigor donde les sacarían todos los trapitos al sol. Tenían en sus expresiones sumisas el aburrimiento propio de los inocentes que se disculpan por ello. Estaban más preocupados esa mañana por el salario vacacional impago (que sería indigno reclamar antes de un prudente período de duelo) que por el destino victimario y eléctrico de su patrón.

Afuera del recinto las sirenas de la urgencia seguían ululando, como si estuvieran abriendo paso a un embajador partiendo al exilio. Las luces rojas giraban dando vueltas y más vueltas encima de los vehículos inconfundible de cada cuerpo de seguridad.

Bugatti pasó frente a todos ellos alineados a lo usual suspects contra un muro iluminado, calibrando a los cinco posibles culpables a la búsqueda de la mínima falla en sus versiones de juro mentirosas y aspecto delator: ladrón en pausa, satanista adepto del complot, homosexual enamoradizo, farsante de la picaresca comedia del arte y –la exclusión que confirma la regla- un hombre con honrados antecedentes.

Bugatti pensó en un clásico: el rostro es el espejo del alma. Recordó su afeitada de la mañana y quedó conforme con la analogía referida, aunque no tanto con la paz del alma de Dorfles.

El quinteto, esos buenos para nada, esos seis personajes en busca de autor si incluimos al difunto sólo podrían darle información fútil.

-¿Dónde está el televisor? comenzó Bugatti que disfrutaba las sinécdoques improvisadas y la ironía.

Su estilo de interrogar sobre el reciente extinto, más próximo de un ingeniero en comunicaciones que de un aguerrido sabueso del cuerpo de carabinieri logró desconcertar al personal. Estaba a punto de decirles que todos los convocados eran culpables de oficio hasta que demostraran lo contrario de manera fehaciente; fue el mayordomo farsante el encargado de responder.

-Esa es una pregunta que en nuestro caso es complicado sacarse de la cabeza.

-Mire Dorfles, hoy estamos de suerte… aquí tenemos al gracioso del dream team… dime payaso ¿alguien tocó algo de esta instalación de Nam June Paik?

-Nada señor, tal como lo indican sus colegas de ficción que salen en la tele… y disculpo señor esa infeliz coincidencia.

-Deja a esos Sherlock Holmes de BBC de lado que aquí nadie se toma por Jeremy Brett.

-Mas bien pensaba en Rex…

-Que nadie se mueva de aquí. Vamos teniente, creo que la comadreja está cerca, dijo Bugatti pensando que más tarde y con tiempo se encargaría de joderle la vida al gracioso.

Dicha escena referida había transcurrido en el primer piso de la residencia, en un estudio de trabajo totalmente cerrado. La única violencia exterior se observaba en la puerta de entrada, algo forzada por los empleados de la casa, que dijeron haber sentido un mal olor desde las primeras horas del día.

-Era muy pronto para la apoteosis de la putrefacción, acotó Bugatti con olfato detectivesco.

-Era olor a pelo quemado comisario.

Bugatti estuvo de acuerdo con esa evidencia. “Por fin –pensó- alguien que piensa en mis servicios. En buen poco tiempo, este mozalbete se quedará con mi puesto por la lógica dialéctica de los hechos; antes de dicho desenlace lo haré sudar un poco.”

-Desenchúfelo, ordenó el comisario.

Un fotógrafo de la técnica apagó el televisor considerado arma del crimen, elección que debería contener información latente por su elección sobre la psicología del asesino. El espectáculo resultante, dentro de la limpieza de la faena, era complejo por la transgresión de operaciones encendidas en su realización. Podía indicar a la vez violencia, ironía de inteligencia superior, esquizofrenia secuela de una lobotomía fallida y crítica radical de la sociedad capitalista punta.

A primera vista no se percibía la evidencia de ventanas forzadas, sótanos con trampas llevando al cuarto de los horrores ni pasadizos secretos detrás de bibliotecas falsas. Adentro del recito mágico había un hombre cincuentón en robe de chambre, sorprendido por el criminal mientas disfrutaba un Macallan 15 años 1957 sentado en un sillón Chesterfield bordó. El aparato había descrito en su envión asesino una curva descendiente, el humano al origen del mensaje lo había incrustado con violencia potenciada en la cabeza del infeliz. Era prematuro conocer la causa verdadera de la muerte, seguramente era el resultado de una conmoción cerebral sin por ello descartar una falla eléctrica del símil casco virtual o la explosión del tubo catódico.

El tubo de rayos catódicos, es una tecnología que permite visualizar imágenes mediante un haz de rayos catódicos constantemente dirigido contra una pantalla de vidrio recubierta de fósforo y plomo. El fósforo permite reproducir la imagen del haz de rayos catódicos, mientras que el plomo bloquea los rayos x para proteger al usuario de sus radiaciones. Fue desarrollado por Willian Crookes en 1875 (Wiki). En el equipo de audio había un disco cd con la sinfonía “El reloj” de Haydn y una casete de los mejores éxitos de Albano y Romina Power.

Una pequeñísima biblioteca exclusiva de incunables venecianos completaba lo básico de la decoración y donde había un pequeño hueco. En el piso, Bugatti recogió el volumen faltante. “Hoy nadie mata por Plinio el viejo, ni aún por un volumen en tan excelente estado y codiciado por coleccionistas obsesivos.” Sobre una mesita baja, la caja empezada de Romeo y Julieta, una lata abierta de Coca Cola descafeinada y un par de aventuras de Corto Maltés.

-De lo más complejo, Dorfles. Estamos ante un crimen mosaico, fíjese bien… pistas populares, clásicas y masificadas… muy difícil teniente, muy difícil… como si se tratara de una arborescencia queriendo desconcertarnos y le aseguro que el responsable lo logró, al menos en las primeras impresiones

-Comisario Bugatti, se acabaron los bellos tiempo de la artesanía del crimen; ese bello ejercicio ajedrecístico donde los cadáveres más emprendedores buscan los escaques y dos mentes poderosas proyectan sus movimientos… Una, por la perfección delictiva de evitar dejar pistas y otro para pillarlo por el olvido fallido o el pecado de hibris de un pequeñísimo error. Ello con las armas lamiñas de la intuición moviéndose en diagonal y los trebejos del ingenio.

-No sea pendejo Dorfles. Usted lee demasiado literatura policial, la vida se trata de otra configuración más real y hoy debemos admitir la existencia activa de una industria del crimen.

-Este crimen y específicamente: ¿es signo y símbolo?

-Evite pensar circunscripto en dualidades cerradas, abra la mente al campo de los posibles hombre.

-¿Quiere decir que podría tratarse de un ícono?

-Cuando se descarta lo posible, aquello que queda es excipiente y por más imposible que parezca, seguro se trata de la verdad. El mundo, teniente Dorfles, es la suma de los hechos que acaecen.

-Está en lo cierto comisario, hay otros mundos pero están en este.

Bugatti impuso un silencio de observación, recorrió la estancia simbólica tratando de recordar cada uno de los detalles.

-Teniente Dorfles, con nosotros y en este mismo cuarto también está rondando la inteligencia superior del asesino.

-Por la violencia dejada como mensaje parecerían ser profesionales venidos del norte, quizá la famosa hermandad genovesa.

-Sin embargo, por la estructuración de los elementos utilizados nos quieren hacer creer que eran seguidores de la Escuela de Fráncfort.

Bugatti tenía una confianza ciega en esa zona intermedia oscilando entre la ola intuitiva, tabla de la experiencia y playa de la deducción. El peso heredado de la tradición, le imponía sin embargo seguir nutriendo el sub mundo de la delincuencia, el entramado lingüístico mediante una delación retribuida y la promesa que supone toda traición; por un puñado de dólares, otro plato recalentado de lentejas, barra de droga afgana o distracción policial ante pillerías menores.

Esa noche salió solo, guiado por el deber algo apolillado y sin sexto sentido machucado, Bugatti se encaminó al terreno de los bajos fondos recalcitrantes e imprescindibles de la ciudad, buscando otra vez los misterios folletinescos de Palermo, su corte de los milagros en los mismos callejones malolientes por se dice deambuló el judío errante, hace más de dos siglos, buscando las luces de los burdeles donde nadie se detiene. “Aquí robarían hasta al mismísimo Fantomas”, pensó el comisario mientras transitaba esquinas con demasiadas luces coloreadas.

El olor penetrante de esa extensa ciénaga humana en especial lo excitaba; le hubiera gustado y hace tiempo, haberse levantado por dos horas a Mary Jane Kelly en la miserable ebriedad de Whitechapel, la noche previa a la que el tío Jack hizo su faena de carnicero con estudios superiores.

Eugenio lo estaba esperando, la alimaña olía bien feo pero Bugatti igual le ofreció un cigarrillo.

-Vayamos al grano cucaracha inmunda… tú sabes bien por qué yo estoy aquí a pesar de la repugnancia.

-El service audiovisual atiende sólo hasta las 18 horas.

-Conozco tu pútrido sentido del humor… hoy lo que necesito son bits con sentido y que señalen una orientación.

La noche era propicia a las delaciones fétida. El silencio si fuera material podía cortarse, se hubiera escuchando el vuelo diagonal de una mosca. Los hombres hablaban sin verse como en un confesionario clandestino de tahúres con mandato de arresto.

-Es muy pronto, dijo Eugenio. Hasta ahora, lo que viene siendo esencial es establecer la comunicación y menos lo que nos es comunicado.

-Adelante, adelante…. La lógica del sistema es problema mío.

Hacía muchos años que el comisario había aprendido en la Universidad del Asfalto, que la información pertinente consiste más en lo que puede decirse que en lo que se dice.

-Usted sabe comisario… la vida está muy dura entre la represión policial sobre el terreno y el multiculturalismo que se advierte en nuestras transacciones. La información operando en un circuito confuso y con polución de ruidos incomprensibles, es apenas la medida de una posibilidad de selección en la elección de un mensaje original críptico.

-Dios mío… hasta los soplones han cambiado de protocolos. ¿Así que ese es tu juego en las presentes circunstancias? Bien, entonces escúchame con todos los sentidos ratilla astuta, porque esto no pienso repetirlo: la información representa la libertad de elección de que se dispone al construir un mensaje.

-¿Y yo qué voy en eso como beneficio concreto?

-Nada, porque tú eres esencialmente una cucaracha; pero no se te olvide que debe considerarse una propiedad estadística de los mensajes en su origen de emisión.

A esa altura de la entrevista el comisario Bugatti estaba furioso contra su iniciativa y el receptor. Le desagradaba esa pérdida del auto control y el instinto de insecto carroñero que sobrevive incluso a las catástrofes atómicas.

Eugenio por su parte, integró a su razonamiento que debía pasar de las teorizaciones a un plano mercenario, evitando así las iras súbitas de su fuente de recursos.

-Esta noche hay liquidación, necesito pocas liras siendo mis necesidades bien modestas y tampoco hay mucho para decir.

-Tú y tu maldita redundancia… replicó Bugatti con los dientes apretados.

-Usted lo sabe muy bien, en los tiempos que corren la buena entropía es cara y peligrosa.

-Si no lo supiera estaría bien lejos de este estercolero oliendo las emanaciones mefíticas de una sucia rata. Es pronto y presiento un alto grado de incertidumbre desordenada en el repertorio de signos ambiguos que encontramos esta mañana.

-Tenga confianza… mañana puede aparecer algo determinante… hoy en promoción gratuita le diré que se fije detenidamente en los objetos.

-¿Del latín Objectum?

-Muy bien comisario, ya ve… a veces la etimología es el mejor sabueso gramático.

-Creo recordar que ello significa lanzado contra…

-Y con existencia fuera de nosotros mismos…

Bugatti sintió en la noche de la rata Eugenio la milagrosa epifanía de una cadena de silogismos desconsiderada, pasando del desdén profesional al entusiasmo casi solitario.

-Me pregunto por qué no me avivé antes: cosa puesta delante de nosotros y que tiene carácter material. Claro, claro… tampoco es mucho y da para empezar. ¿Cuándo nos vemos?

-Tranquilo que yo le aviso, tengo su teléfono aprendido a puñetazos.

-Nada personal.

Cuando Bugatti levantó la mirada luego de encender su cigarrillo le respondió el silencio; regresó a paso lento, esa noche tenía buen material conceptual para reflexionar.

Entró a uno de los bares ambiguos de la zona y donde era tan conocido como detestado; al verlo, dos hombres salieron presurosos por la puerta de servicio dando a los callejones oscuros. Bugatti estaba demasiado ocupado en su cadena de silogismos y deducciones como para abrir una segunda carpeta de indagaciones. Recordó los viejos tiempos y recupero en el crimen catódico todas las señales orientadas al desafío personal.

Cuando se acercó el camarero, el comisario le pidió una medida doble de Jack Daniels sin hielo y el teléfono.

-Hola mi amor… ¿cómo está esa salud a esta hora? Despreocúpate y descansa que por mi lado todo está bien. Lo de esta mañana resultó más complicado de lo previsible… si querida, claro… ya te contaré. Ahora no puedo hablar mucho… si querida, estoy bien abrigado. Tengo varios sospechosos para interrogar… exacto… un poquito más tarde… a ver si en vez de gritar como histérica te preocupas por esa podrida tos. Yo también te amo… adiós.

Bugatti pidió una segunda dosis de bourbon de Tenesse y la preguntó a una puta filipina cuánto cobraba por un polvo de media hora.

Dorfles lo esperó en la comisaría hasta las cinco de la mañana y comenzaba a clarear cuando Bugatti entró en los locales hecho un tigre de la Malasia. Se sirvió una taza inmensa de café negro y con la convicción de quien está rondando una eterna certeza, conminó la complicidad del joven teniente.

-Venga hombre, tenemos muchísimo trabajo.

Haber condenado en el pasado a tres inocentes por un análisis imperfecto de las pruebas materiales plantadas, le daba a Bugatti una comprensible cautela para lanzarse de inmediato a explotar sus primeras conclusiones. Consideraba aun así que esas fallas sólo afectaban de forma colateral lo medular de su propia metodología, en el oficio retórico de hacer salir a la superficie la verdad ocultada por una puesta en escena astuta del asesino verdadero. Lo que hace sobresalir a la figura olvidada del falso culpable, cuya construcción forma parte del montaje del asesinato. Raymond Burr, Darren Mc Gavin y Peter Falk también se equivocaron en algunos episodios.

Bugatti retardaba su impaciencia de sedimento juvenil apelando a los procedimientos que eran más convencionales.

-¿Alguien sabe realmente quién es el muerto?

-Por el momento, todo parece indicar que es un viejo padrino del Piamonte que tuvo poder hace muchísimos años atrás, respondió un Benvenista extrañamente silencioso esa mañana. Vino a vivir a la región con falsa identidad y buscando un poco más de tranquilidad, pero fue evidente que la venganza tiene cara de antifaz.

-Al parecer hubo alguna falla en su estrategia mudanza y desaparición, acotó Bugatti. ¿Piamonte me dijo?

-Es correcto; en cuanto a la identificación definitiva, los muchachos del departamento forense tienen mucho trabajo con eso de extraerle los circuitos sud coreanos del cerebro. Tampoco es a excluir ciertas modificaciones operadas mediante repetidas cirugías estéticas tras el famoso principio poético de yo soy otro.

-Coincidencias Dorfles… demasiadas coincidencias…

La carrera de Bugatti había agotado el repertorio aceptable de las fallas mecánicas y una vez más la ansiedad conducida por el tiempo que fluye a toda pastilla eran sus mayores enemigos. “Es preferible un gran error a la ausencia de diagnósticos hipotético, una falsa interpretación de los signos al vacío hermenéutico” pensó el comisario, contemplando lo que suponemos es la realidad con la mugrosa intermediación de los vidrios de las ventanas de su oficina.

Algunos vecinos llevaban a sus hijos al colegio y esa escena cotidiana le hizo recordar su propia infancia. Corriendo por las viejas calles de Urbino, tomando pendientes empedradas donde cada arco (del latín arcus, es el elemento constructivo de directriz en forma curvada o poligonal, que salva el espacio abierto entre dos pilares o muros trasmitiendo toda la carga que soporta a los apoyos, mediante una fuerza oblicua que se denomina empuje.), árbol, rostro y pared eran las huellas del pasado presumible de la ciudad.

Habían pasado muchos años desde aquellos episodios de educación e inocencia; a la mente movediza del comisario todo parecía cerrar a la perfección aunque la opinión pública se le volcara en contra. Entre el cristal de la memora y la mirada especulativa de Bugatti, subió el humo denso de cigarrillo turco, pensó en el ejemplo pedagógico del humo y el fuego que se deduce en lógica implacable. Una vez más el comisario decidió jugarse, los espectros amigos de su lecturas encabezados por el sargento Richard Cuff –un hombre tan aficionado a las rosas inglesas- le hicieron ver en una aparición digna de Camille Flammarion el rostro identificable del verdadero culpable.

Bugatti era un espiritista por herencia de la abuela materna, que ocultaba sus dones propios del siglo XIX porque nadie le creería y solía atribuir los éxitos de su pesquisa no al mundo de lo invisible, sino a casualidades posibles por la inestimable ayuda de sus subordinados: yo soy otro, pero no aquel que ellos piensan era la segunda parte de la consigna.

-Dorfles, prepare una orden de arresto.

Al oír esa orden el teniente quedó fijado en el relato como una estalactita, la sangre se le congeló ante el espectáculo imprevisible de una mente poderosa en acción. Era demasiado para tan solo veinticuatro horas de extravíos y se limitó a cumplir la parte mecánica del pedido. Colocó el papel en la vieja Olivetti, encabezó retóricamente el expediente y se detuvo.

-¿Qué espera teniente?

-El nombre comisario, lo ausente y lo que permanece es el nombre.

Bugatti hubiera preferido decirle un simple “continuará en la próxima entrega” y así ganar un tiempo precioso. La vida no es un folletín superficial sobre los misterios de Palermo ni menos comic de aficionados retenidos en la infancia, la vida es una herida absurda y una opera aperta. La vida es una tómbola tom tom tómbola o un soplo porque veinte años no es nada.Una rosa roja hubiera temblado más que el comisario Bugatti cuando dejó en libertad el nombre escrito por su mente.

Dorfles, lo poco de Dorfles que persistía en el relato ya se vio traslado de oficio a distritos de estructura ausente; pensó que Bugatti había enloquecido, la tensión ya era demasiado insoporrtable para este hombre y quiso apenas verificar si estaba en lo cierto.

¿Cómo dijo?

-Lo que oyó Dorfles, lo que oyó…

Bugatti dejó que Dorfles terminara el papeleo, luego trató de recordar si en el año 57 el ganador de San Remo había sido Claudio Villa, cuya voz le venía como un eco amable de la niñez. 

Lola de Lodz

Que haga buen o mal tiempo tengo costumbre de salir a eso de las cinco de la tarde a estirar las piernas por la calle Verdi. Es una arteria relativamente breve que comienza perpendicular a un cementerio, cruza dos plazas íntimas –de los Olímpicos y Eduardo Fabini- y se distiende en la rambla Concepción del Uruguay, la calle ancha con canteros centrales marcando el límite de algo esencial de la ciudad que yo ignoro –escollera sumergida, proyecto fallido de arquitecto urbanista- y que luego sigue unos cien metros más, hasta morir en 18 de Diciembre.

Algunas tardes me quedo sentado en uno de los bancos de la plaza de los Olímpicos, pensando sobre las escasas variantes defensivas que tengo por delante en los próximos movimientos. Cuando la tarde es soleada aguardo la llegada de perros y vecinas, hasta que algún carro tirada por un caballo flaco me recuerda la ciudad en la que habito. Si está frío y llovizna me refugio en “El submarino Peral” que queda a once minutos de marcha a pie desde la segunda plaza, subiendo por la calle Candelaria. A esa hora de la tarde el café lleva bien su nombre, se respira una atmósfera de inmersión distante, como si afuera nos rodeará la profundidad oceánica y el periscopio estuviera plegado.

El lugar contradice la sensación de barrio sin sorpresa, se parece vagamente al café “Praga” del centro de la ciudad, último bastión ciudadano de una vida intelectual y bohemia a la antigua, malherida por los ventiscas post modernas carentes de ambición del talante Excalibur. En el espacio exiguo de “El submarino Peral”, reaparece el gusto por pasiones del pensamiento que llevan a abismar la vida en algún objeto preferencial –obsesión por un autor olvidado, como ser Denis Diderot- y la concentración reflexiva que aquieta la pasión resignada. Identificación de los tertulianos con esa militancia mental vintage que les devoró la vida dándole sentido, inventándose personajes extravagantes de una sátira que nunca será escrita. Supongo que voy por ellos al café, para verlos actuar detectando por ráfagas la manía que olvida la vida entre detritus, tentando adivinar cuál será el día, detalle, casualidad, error, consecuencia, el milagro secreto que abrirá las compuertas de la miseria, enfermedad, la locura y muerte accidental por mano propia. También a mí pueden perderme esas horas de invierno en inmersión, destinándome a una tarea beatífica de mero observador sin voz ni voto.

Si el ex maestro está en vena positiva, despliega las piezas de ajedrez sobre el tablero y alguien silva la melodía del tango “Copacabana” de Julio de Caro, me imagino estar en un café de Buenos Aires sobre Avenida Callao. El ex maestro ya no participa en competiciones de ningún tipo; algo ocurrió de terrible en su vida, en medio de una partida decisiva perdió ventaja considerable en posición, tiempo y material que lo llevó a abandonar el circuito: “uno puede ser un buen lector, que es bien difícil, sin necesidad de volver a escribir el mito de Fausto” me comentó alguna vez, y refiriéndose a su rechazo de la confrontación con otros contendores, que es el corazón cruzado del juego de Ruy López de Segura. Es más extraño porque la gente dejó de jugar ajedrez como cuando el mundo está en peligro de desaparecer; nombres como Lasker, Smyslov y Tartakower parecen guerreros mágicos de una saga de fantasía heroica, sobre combates aristocráticos fatales en planetas expulsados del tiempo finito y la Física cuántica.

Mantiene la pasión por la tradición de los grandes maestros mediante el homenaje diario. Se dedicó en cuerpo y alma a reproducir las partidas más bellas del ciclo de la épica lúdica destinado al olvido, conoce cada detalle de todas las partidas desde los orígenes del juego, hasta reproducir los movimientos entre el Hombre y la Muerte tal como aparece en “El séptimo sello”. Pudo deducir la partida entre el campeón húngaro Mirko Czentovic y el Dr. B. en el trasatlántico que hizo la travesía entre Nueva York y Buenos Aires. También el torneo a 34 partidas, que se jugó del 6 de septiembre al 9 de noviembre de 1927 en Buenos Aires, entre el ruso Alexandre Alekhine y el cubano José Raúl Capablanca; alguna vez lo escuché despotricar contra el ruso por haberle negado la revancha al cubano. Cuando evocaba las simultáneas a ciegas del argentino de adopción Miguel Najdorf –tenía especial admiración por la competición de 1943 en Rosario- nacido en Grodzisk Mazowiecki, cerca de Varsovia, la ilusión polonesa de los años cuarenta era completa.

De pronto, se escuchaba hablar en alemán a algún parroquiano venido de la guerra con esvásticas y sólo dos posibilidades de origen que era preferible dejar en la indeterminación. Entonces mi deseo de refugio se marchaba al café Gluck de Viena, pensando en los destinos trágicos de exilados de la violencia en “El Submarino Peral”. Recordaba lo que Stefan Zweig dijo del librero de viejo Jakob Mendel: “Pero, bien pronto, él se retornó de Jehová, el terrible Dios único, para entregarse al seductor politeísmo de los libros.” Se refería al personaje donde se dramatiza el dilema de la erudición en tiempos de guerra, el debate entre las armas y las letras, que vería también yo mismo y pronto en esas mismas calles del barrio. Por ahí caían los meteoritos de la guerra como estado del mundo y lejos de los puentes de mando, ondas expansivas de la violencia promoviendo una trampa entre los parroquianos de “El Submarino Peral”.

Observaba una variante de la defensa Alhekine y recordaba la guerra ruso japonesa por el control de Port Arthur, de cuando el gran maestro tenía doce años. Admiraba la astucia caribe de Capablanca para rematar una partida y recordaba que él tenía siete años cuando mataron a José Martí. Había un veterano que decía haber estado siendo niño en Tupambaé el 22 de junio de 1904 y yo recordaba algunos nombres de caídos en esa masacre que partió la historia de mi país en dos mitades. Quizá yo mismo regresaba en mis lecturas al olvidado Zweig, sus relatos por el dolor de inocentes destrozados de la Gran Guerra y porque se suicidó del otro lado de la frontera, el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, bien cerca de Río de Janeiro donde fui feliz alguna vez. Me veía a mí mismo recorriendo en la adolescencia “La batalla del Río de la Plata” de Sir Eugen Millington Drake, persecución marítima que inició la partida mortífera de la segunda guerra mundial, cuando tres peones ingleses encerraron una torre alemana y acorazado de bolsillo. Hasta que el capitán del Graff Spee -Hans Wilhelm Langsdorff- sacrificó la pieza mayor haciéndola implosionar en la bahía de Montevideo.

Ahí estaba mi paranoia Ismael, embarcado en un café que homenajeaba al primer submarino de la historia, de 22 metros de eslora y que desplazaba 85 toneladas en inmersión tal como enseñaba el Espasa Calpe. El invento de Isaac Peral y Caballero, nacido en Cartagena y muerto en Berlín en 1895 por una complicación de meningitis mientras le trataban un cáncer de piel. Historia militar de invención y vilipendio, indiferencia y hostilidad. El prototipo fue botado el mismo año que nació José Raúl Capablanca, el ajedrez retorna al campo visual cuando hay tambores de guerra redoblando cerca de casa. Los mandos le negaron al ingeniero Peral el permiso para atravesar el estrecho de Gibraltar –donde nació Molly Bloom y Corto Maltese pasó la primera infancia- desde Algeciras a Ceuta. El ingeniero, que redactó un tratado teórico práctico sobre huracanes, sucumbió a la campaña de difamación, seguro que montada con mentiras, papeles falsificados y espías financiados para sabotear su proyecto. Durante el último año de su vida escribió un manifiesto para defenderse, que sólo pudo publicar en “El Matute”, una publicación satírica, probando que toda tragedia declina a la larga su propia parodia. Sobrevivió a la guerra en Cuba, a la tercera guerra Carlista y siempre fatalmente hay un absurdo que arrasa con nuestras ilusiones.

Aquella tarde que yo creía haber escapado a un temporal cruzando a paso rápido la plaza Fabini, en “El Submarino Peral” me aguardaba la tormenta eléctrica de la memoria y quizá la razón de mi inclinación por considerar la situación perpetua del conflicto acicateado por dioses de la guerra. Estaba ahí para olvidar y se encarnó en mí un recuerdo infantil archivado por falta de pruebas: no debía ser casualidad que me encontrara con un camarada de la escuela primaria. Fuimos inseparables durante seis años, hasta que su familia cambió de barrio y nosotros de liceo; estaba a toda hora en bar, vivía en la misma manzana y el dueño decía que lo trataba bien porque era descendiente lejano del ingeniero Peral. Nos reconocimos de inmediato, nada preguntamos de la suerte en los meses pasados, es preferible después de los treinta ignorar pormenores de esa correntada vital. Retomamos la conversación como si ayer nos hubiéramos despedido en vida y habiéndonos encontrado luego de la muerte, cuando el pasado era ahora, descubriendo que el Purgatorio reproduce el café de la infancia.

Fue Juan Francisco quien abrió la partida paradigmática con piezas blancas: “¿Te sigue gustando el olor a cuero y pomada de las zapaterías de viejo?” preguntó, cambiando la apertura insulsa habitual en nuestros diálogos por una variante con sacrificio que nos llevaría lejos.

Yo: Si, si, entiendo… te veo venir… ahora que lo evocas claro que lo recuerdo. Para mi aquel capítulo fue un cruce desconcertante y mágico, ahora le perdí el gusto a los olores de taller de zapatero pero esos a los que te refieres son imborrables.

JF: Ella era una memoria inconcebible entre nosotros. La mujer esa… presencia providencial, embajadora de otro planeta furioso y destinada a trasmitir el horror de los otros números. Alguien la envió para pasar un mensaje sobre lo que nunca pudimos entender, críptico por insondable pero mensaje al fin y ella era la portadora. Te lo debemos a ti que se haya salvado del olvido, eludiendo la amnesia programada que nos carcome.

Yo: Claro, ahora con el tiempo es sencillo regresar sobre el asunto de la mujer del zapatero remendón. En el barrio lo sospechábamos como un juego implicando la cábala ancestral que ignoramos, ella pertenecía a un sistema mágico de pensamiento diferente al nuestro. Comenzó siendo un detalle del paisaje barrial, luego el tiempo hizo de las suyas buscando el sentido, alimentando el horror. El saber de una historia creciendo con información aleatoria, testimonios que sumamos de forma casual y azarosa, casi sin darnos cuenta.

JF: Hoy día falta información correcta, intuyo que nadie quiere aceptar eso de frente y las urgencias enturbian en pasado. Cuando lo sepamos en su totalidad será insoportable, si es que nos decidimos a querer saber.

Yo: Lo extraño es que ambos lo recordemos en la misma situación espectral, de manera distinta como cuentos gemelos y coincidentes en los datos centrales.

JF: Nunca dijo nada al respecto. Ella sabía que luego de la traducción al español sería imposible recordar lo vivido, a la vez que se liberaba contando volvía a ser prisionera tal vez en Belzec. Nadie le creería el relato hasta el fin, declararíamos que se confundió al cambiar de lengua. Los informados comenzaban a barruntar la historia y en nosotros el asunto requería un primer párrafo de aceptación.

Yo: Lo conmovedor era que se trataba de una mujer y había estado en el vientre del monstruo, la peor combinación imaginable para aquellos años: mujer, judía y polaca. Luego de descubrir su destino de muerte, saber lo sabido y habiendo escapado me cuestiono cómo podía seguir yendo luchando por la vida. Hacer la compra en el almacén q      ue queda siempre en la otra cuadra, levantarse cada día y mirarse en el espejo, enjuagar las medias en la pileta…

JF: Las fuerzas de la vida refutando la destrucción y disculpa la banalidad.

Yo: Tengo un recuerdo preciso. Iba seguido a la zapatería cuando todavía vivía el difunto marido; un verano, debería ser a esta misma hora, estaban por cerrar y ella venía de la cocina secándose las manos con un repasador. Vi que había algo en un brazo suyo que me encandilaba la mirada, parecía una mancha borra de vino al principio, un moretón de dos días que se vuelve violeta. En otras visitas, hipnotizado por ese borrón sobre una piel blanca y dura con pintitas marrones, reparé que era algo delineado por la caligrafía, difícil de asociar al capricho de la naturaleza, brote, sarpullido, la picadura infectada de un insecto.

JF: ¿Ella captó tu curiosidad?

Yo: Claro, ella sabía que yo era un niño ignorante del mundo, curioso por bobera y tenía la misma edad que su hijo

JF: Marquitos.

Yo: Tampoco dijo nada en plan reproche ni se sintió fastidiada por mi curiosidad insistente. Después del descubrimiento era flagrante que yo pasaba seguido por la zapatería y quería mirar esa mancha del antebrazo. Ello continuó por semanas; tratando de entender lo que sucedía y sin saber lo que ocurría de perverso en mi actitud. El tiempo de las revelaciones lo decidió ella y una mañana dijo: “Mira bien, son números. Esta es mi fotografía de identidad de hace unos años atrás: un número.” Supe que eso sería todo y por más que preguntara nunca tendría otra respuesta que eso que venía de escuchar. Lo dijo en voz baja, con aquella voz ronca que tenía… sin dejar de sonreír continuó trabajando en el taller… ordenando suelas enteras, juntando clavos semilla, acomodando cepillos circulares de la máquina de lustrar. Eran números alineados, quedé sin palabras ni poder deducir la razón de esa cifra en la ecuación del mundo. En esa época se me ocurrieron tonterías para evadirme por la imaginación de una revista de historietas; decidí que era la cifra oculta del universo cuya memorización y combinatoria abría arcanos últimos del conocimiento.

JF: Tampoco estabas tan equivocado en relación a los números. Eran guarismos aberrantes del universo, el brazo de esa mujer tenía tatuada la cifra del misterio y secreto de la destrucción de la razón, el nombre oculto por vergonzoso de dios y los dioses, del maligno y del advenimiento.

Yo: La transformaron en eso, la vida reducida a logaritmo tatuado sobre la piel humana viva. Las matemáticas abrían sus secretos rindiéndose a la humanidad, luego de siglos de historia velada seduciendo lo hermético, en la trayectoria del big bang hasta el final los números hallaban su razón de ser: punto de intersección entre arquetipos abstractos y el hombre. Desde esa revelación detesto las matemáticas que hicieron posible el horror que descubrí en la infancia.

JF: La ciencia no es responsable de lo sucedido, somos los hombres que…

Yo: ¡Y un huevo! Prefiero ser un vago malgastando la vida en la calle Verdi a estudiar esa objetividad abstracta teñida de sangre. La historia del horror es la historia de la ciencia, después de Hiroshima el edificio de la Física en sus declinaciones y los casilleros químicos de la tabla periódica están malditos por la eternidad. Nada las podrá redimir, habiendo concretado la traición contra la creación seguirán su éxodo hacia el final… tomarán un atajo por la tontería y la estulticia, serán algo estratégicos antes de la recta final para responder a la pregunta que sustituyó la relativa a la existencia de Dios: ¿Es posible abolir el Planeta en un gesto suicida de simetría artificial? Números enteros, series y operaciones de cálculo tienen por finalidad la ruina circular. Terminarán por atontar los cerebros que lanzaron su comprensible inteligencia del Cosmos, se abrió de par en par la puerta de los siete cerrojos a la demostración matemática de la desesperación. Nada podrá detenerlo.

JF: Los sabios cabalistas son prescindibles buscando números en las escrituras, el número secreto se tatuó en millones de hombres y mujeres, esa es la verdadera serie. Uno de los dioses es la cifra resultante de la suma de los marcados que resuelve la incógnita; ofrece la ecuación última del misterio, profetiza el número de vueltas que le queda a la Tierra alrededor del Sol. Ese dios utilizó a los nazis para borrar la soberbia que supone pretender probar su existencia.

Yo: Parecía una cifra de científico loco caricaturizado en las películas de serie B. Buscar a dios mediante los números y dios gritó que hay que buscar la criatura perdida entre los números. Yo intuía lo relacionado a los números negándome a admitirlo, estaba interesado en la historia como explicación racional y negando las deducciones aritméticas. Sabía que estuvo en un campo de concentración. ¿Qué noción podía tener a los nueve años de un campo de concentración? Nunca había ido ni al teatro Solís; a lo máximo y mediante la televisión lo suponía un campo de prisioneros con perros adiestrados y alambrados de púas, focos de luz y torretas, guardias armados hasta los dientes. Del resto nada, hasta era racional eso de numerar a los prisioneros; tampoco parecían prisioneros, prisionero eran Edmond Dantés, Jaromir Hladik y Patrick McGoohan. El horror fue un cuento que se fue conociendo en cuanta gotas.

JF: A ver, a ver… me parece que estás confundido.

Yo: Es posible, cada detalle era normal, a medida que se sumaban –como los números- actuando en conjunto el horror se definía hasta perder contornos. Había un número, la cifra buscada y estaba tatuada en la piel, esa cercanía alteraba el sentido de la historia, la noción de familia, la condición humana haciendo de la vida algo detestable.

JF: Ahí te puedo entender… el cambio para el resto de la existencia: tatuar en serie un antes y el después. Individualizar la supresión, organizar antros de muerte colectiva, atribuirle hasta el conjunto finito, banalizarla en depósitos de cajas de madera, proponerla como salida única y en condiciones de animalizar.

Yo: Numerar la muerte en una acción vasta y programada, agregarle un acoplado inédito a la guerra tradicional. Tarea digna de titanes ganados por la asepsia y el deseo de limpiar de escoria los dominios terrestres del hombre superior.

JF: La dimensión de la percepción del problema y postulando la solución absoluta, eso era la tesis. De ahí a una gestión racional de las prisiones… primera selección a ojo y criterios genéticos, trenes para el traslado al campo, cámara de gas y eliminación de cuerpos en hornos crematorios. La cadena industrial en astilleros y la muerte; uno de los frentes siguiendo mandatos de estratega berlinés y otra práctica en la retaguardia por la guerra secreta del alma. La guerra clásica a la manera de Helmut von Moltke y Carl von Clausewitz fue una maniobra de distracción para ocultar la enormidad. Esa historia cuando la entiendes mediante la epifanía en su despliegue de maldad es insoportable.

 

Yo: Algunas veces estuve tentado de preguntarle a la mujer del zapatero, suplicarle que me contara lo indecible, negarme a morir el siglo próximo viviendo como un ignorante, habiendo pasado al costado del único enigma del siglo. Es la primera historia que merece ser contada, después vienen las otras, pero nunca me atreví.

JF: ¿Miedo tal vez?

Yo: Por supuesto. Miedo de saber, respecto por un secreto, dejar esa historia en ella y lejos. Una maldición del tiempo de la tumba de Tutankamón que podría expandirse en cuanto la abriera. No éramos culpables y menos víctimas directas. La segunda guerra comenzó su controversia por la supremacía marítima en la bahía de Montevideo, nunca fuimos sitiados por los japoneses como Port Arthur. Acaso una lejana solidaridad de sufrimiento, sentimiento de jamás comprender del toda la insensatez humana que tanto necesita de las masacres.

JF: Contentarnos con la única versión que decidieron para nosotros. El primer frente heroico escrito por Selecciones del Reader’s Digest, ediciones Marvel y películas de la Metro-Goldwyn-Mayer. Si a los ocho años aceptas que masacren a comanches, búfalos, apaches y pérfidos coreanos ¿qué pueden importar las doce tribus de Israel? Desde entonces tenemos una visión de la historia atravesada por la propaganda activa: Custer, Superman y Paul Tibbets pilotando por el honor del águila americana el Enola Gay, un Boeing B-29 Superfortress. El Departamento de Estado nos formó la cabeza en la infancia; fue un crimen contra la humanidad cuando empieza a entender el mundo y leer en silencio.

Yo: No había otra visión de la historia para nosotros, será nuestra compañía hasta la muerte del circuito de la memoria- Esos tres valientes están incrustados en nuestro inconsciente personal y colectivo, los confundimos con la nostalgia. El Impero del Mal con su cortejo de superhéroes nos asignó un rol de extra y nos desprecia por ignorancia, privándonos de la indignación elemental.

JF: Los marcados fueron los judíos que no pudieron escapar.

Yo: Hubo de todo… la cabeza de algunos judíos de la Mitteleuropa era una esperanza para la humanidad, eran el enemigo.

JF: Algunos parecían tener vergüenza por lo ocurrido.

Yo: El capitalismo mecánico es una poderosa maniobra de negación y digiere como las anacondas todas las presas enemigas.

JF: Supongo que vivir en la costa, penúltimo piso, doscientos metros cuadrados, sabiendo que miles de miserables, que creen en tu mismo dios, pendientes de tus mismos libros sagrados, marcados de por vida por los nazis o no penan en los barrios de Montevideo, antes de marchar al Shaolh y pedir el libro de reclamaciones, requiere cierta textura emocional que me desborda.

Yo: Te jodiste… ahí se te filtra tu vertiente antisemita.

JF: Puede… digas lo que digas sobre este expediente de la historia estando fuera serás acusado de antisemita, un poderoso estigma para marcar al otro que funciona a maravilla; es cómodo, manifiesto y en ciertas circunstancias se vuelve insoportable.

Yo: A pesar de esas trabas éticas, como todavía era un niño pude reconstruir pedazos de la historia. Nunca tendré detalles de lo ocurrido, aquello es el territorio temido de lo indecible, al menos quisiera acceder a fragmentos de papiros, sin pasearme por la vida que me resta en la ignorancia del enigma clave. El resto permite que lo trabaje la imaginación, meditación sobre la depresión nihilista, relatividad de utopía revolucionaria, recorte del epicureísmo que no merece la ignorancia ni el viaje alienado a las estrellas…

JF: Todo un programa de cara al futuro…

Yo: Hay tramos de vida de ella insondables ante los que declaro mi absoluta incapacidad de juicio. Parece que a pesar del hambre de la guerra seguía existiendo la juventud y otro joven ocupante con algo de piedad y el secreto sobre la situación de las mujeres… Ella escapó, es suficiente para nosotros. Nunca conoceré el misterio absoluto, la trayectoria que lleva de su infancia, la razia nocturna, los meses de internación en el campo polaco, la relación con la masa prisionera, el funcionario que la numeró en una larga fila, el otro día con un principio de infección, el escape o la liberación a su vida entre nosotros… el azar finalmente de “ese” número y no otro.

JF: Nada sencillo y es lógico. El asunto te puede comer la vida como le pasó al jugador de ajedrez en el barco con rumbo a Buenos Aires.

Yo: Si existe un itinerario real de venida debe existir en simetría, en inversa, en paralelo, otro itinerario ideal de regreso al origen. Nada nos impide suponer que algún día lejano y conjetural podemos emprenderlo, hasta comenzar a entender. ¿En la realidad y siguiendo las escalas, en pesadillas fruto de la obsesión, la imaginación encerrado entre cuatro paredes, el peligro cuando la escritura es la posible? ¿Existe otra entrada temática razonable hasta que se puede descifrar la serie de los números tatuados? La cifra final, la segunda producto de la suma, el prisionero del número anterior, la vida del otro prisionero posterior y el número último que fue tatuado ese mismo día o en la serie marcando la finitud del procedimiento.

JF: Preguntas que tienen estigmas aberrantes; la demostración es imposible de atenernos sólo a las matemáticas.

Yo: Además de esa paradoja de y contra la ciencia, a mí me marcó el misterio de los itinerarios. Conducen a esta seudo broma que no es tal, de que ella estaba aquí a la espera de la muerte sabiendo que nunca habrá regreso, pensando que su estar aquí era decisión de duelo; que nosotros ignoramos creyendo conocerla. Esa situación celestial recóndita enuncia algo capital para el equilibro del cosmos, esa mujer judía y polaca viviendo entre nosotros, mi vecina que venía a casa a ver televisión con nosotros, porque mi madre la quería, ella a mi madre le contó la marcha del horror y mi madre nunca quiso contarme a mí. Los números tatuados en el antebrazo de esa mujer -única en la historia de la humanidad e irrepetible como Cleopatra- nos indican un mandato relativo a la memoria, la imaginación y el resto. Nos recuerdan el interés que debemos incorporar a nuestros proyectos futuros.

JF: En caso que tales proyectos fueran pertinente y necesarios, si es que se justifican y acomodan a la verdad del mundo que se nos viene.

Yo: Jode, nos interpela por ser extranjeros llamándonos a cierta responsabilidad más extensa.

JF: No estamos a la altura de tan enorme tarea. Debemos dedicarnos a otras actividades menos sagradas, lo preferible sería formar una banda musical con guitarras eléctricas y amenizar bailes de verano en la costa. Así no enfrentamos estos problemas, es más fácil, horizonte, historia y muerte son menos complicados; manejando la ironía de la sobredosis letal estás en óptimas condiciones para responder.

Yo: Por lo otro me consta al punto de estar cercado. Alguna vez en la vida seré llamado e interpelado por esos itinerarios; no todos ellos puesto que sería intolerable, acaso algunos. Estoy seguro que cierta temporada quedaré trancado en un segmento de los que ella trazó… decidí que ella venía de Lodz. Lodz como destino y punto de partida. Lodz como misterio último. Algún día iré a Lodz para saber y dejarme morir cubierto por la nieve, cuando llega el invierno y me sorprenda en el medio del viaje.

JF: Lodz…

Yo: Lo que me atraía era el nombre de la mujer. Lola.

JF: Fassbinder viejo y peludo… demasiado bonito para ser cierto, ese no debería ser el nombre verdadero.

Yo: Casi seguro y por qué no. Tienes razón, parece nombre de cantante de cabaret de Berlín años veinte y de Lodz para pautar una trágica simetría. De antes, cuando se rompían vidrieras y se pintaban estrellas de David en las puertas.

JF: Grosera estrategia de transferencia.

Yo: Quiero olvidar el horror y para ello le inventé una historia de antes del horror.

JF: Es más cruel, desconoces la causa del horror, la inventas y quieres olvidarla. Era judía en Polonia y dieciocho años en 1942, la máquina trágica fue implacable con ella, sin piedad, pudo ser otro testimonio de “Shoah” y el destino la trajo hasta nuestro barrio como si fuera poco.

Yo: La imagino vestida con lencería sugerente y plumas livianas, fumando con boquilla cuando se escucha la música. Cantando canciones evocando tórridos amores de adulterio, historias de legionarios celosos hasta el crimen pasional. Travestidos operados con mala praxis, condes polacos decadentes marchando a la heroína intravenosa entre jóvenes ambiciosos, ingleses de paso espiándose a sí mismos, muchos soldados jóvenes de asueto, pasiones inconvenientes con muchachos y muchachas llegadas de provincia con ilusiones ambiciosas. La quiero ver antes del horror con una vida religiosa liviana, delgada y demacrada, saliendo a actuar en ropa negra apenas iluminada por luces tenues y filtrada por humo, con orquesta minimalista presente sobre escena… en estrella erotizada de music hall censurado cada madrugada por autoridades municipales de inspiración católica.

JF: Tu procedimiento ficticio es cuestionable. Eso es lo que te gustaría a vos, no quieres salvarla a ella, te querías salvar vos. Seguro era una pobre muchacha analfabeta con una chorrera de hermanitos a su cargo, salida del campo y alimentada con papas terrosas.

Yo: Ya lo sé… también se me hace insoportable lo que me rodea. Sin perder la versión de la víctima te contamina hasta la muerte, se filtra en rincones del alma obligándote a que lo sientas. Huyo cobarde por el glamour del cisne, la ironía de suspender el horror del mundo esos años y quiero creer que ella también por la paz al menos del alma. La supongo sobreviviente, descubrí en el brillo de sus ojos y la sonrisa que se salvó por la vida que tenía antes del horror, por la vida feliz que le inventé y decidí creer que en los malos momentos ella se refugiaba en el pasado.

JF: No hay mayor dolor que recordar…

Yo: Que se salvó porque en la carencia total del sentido de la vida, la pateadura de dios y la masacre del año que viene, en la degradación que lleva a la peor de las muertes y destrucción del ritual ella se cobijaba en el pasado. Se salvó de milagro porque a la carencia de vida ella le opuso la segunda vida que yo le atribuyo, de cuando era estrella nocturna del cabaret de Lodz. Es un milagro con partitura de canciones.

JF: A ver eso.

Yo: Considera el conjunto de fuerzas destructivas acumuladas desde la Creación que se cifraron en ese antebrazo, la suma en paralelo de talento e imaginación para descifrar el universo, de odio hasta alcanzar la aporía de la autodestrucción. Estética perversa, ambición irracional y el poder absoluto de alterar el sentido de la historia forzando la orientación de la Creación. Esa mujer estaba condenada a ser disuelta en la ceniza cósmico que cubrió la luz durante décadas.

JF: Y después si tienes razón, ella resultó salvada y por extraños laberintos llegó hasta nosotros.

Yo: No necesitamos ir hacia el horror, el horror termina siempre llegando a nosotros y eligió la tarea manual con enseñanza. Ella comienza a remendar zapatos viejos como si juntara despojos de cadáveres escamoteados a los verdugos y aquí estando lejos, entre nosotros que nunca entendimos nada de su pasado y suponemos tontamente que vino aquí por las playas, la carne de novillo a las brasas y el desfile de carnaval encabezado por carros alegóricos…

JF: Viene al Uruguay, desafía de nuevo a la muerte mirándola a los ojos sin pestañear y dice: Hola, yo soy Lola.

Yo: Además de la muerte, a las fuerzas negativas esa mujer les opone el poder resistente del cabaret. Esa es mi versión de los hechos.

JF: Tenemos ante nosotros varias pistas para escoger, hace tiempo que no estábamos tan serios.

Yo: Estamos ante la evidencia de que todo lo que hagamos, cualquier proyecto pretendidamente original tendrá un punto de partida: Lodz.

JF: Creo entenderlo. Tu Lola vendría a ser Musa inspiradora, la verdadera hasta el final, desplazando incluso deseos fundados hacia algunas vecinas en la edad del desarrollo, que nos tienen inquietos y quisiéramos llevar un par de horas al hotel más próximo.

Yo: Te quedas corto: la justificación de todo lo que podemos hacer de interesante, la profundidad de la memoria, el horizonte de imaginación, el trabajo sobre la breve historia de nuestra colectividad, lo relativo de nuestro estar en el mundo, las historias que podemos inventar, nuestro pequeño sufrimiento de la vida, la comadreja de la ambición y la envidia que nos carcome los relatos, las que decidamos callar para siempre, ese planeta egoísta está en la permutación de las cifras tatuadas de la mujer que decía llamarse Lola.

JF: ¿Te parece fuerza suficiente? Quizá es un meteorito salido de órbita, de historias distantes que nunca nos pertenecieron.

Yo: Si fuera exterior a nuestra historia esta conversación carecería de sentido. Los números tatuados en esa mujer pueden salvarnos de la guarangada, protegernos de la confusión, advertirnos de la mediocridad tentadora, relativizar las inconsistentes ambiciones de la ignorancia. Enseñarnos la pertinencia del misterio, hallar el equilibrio entre la recepción y la rectitud ante la tarea que se sabe un mandato.

JF: Las condiciones objetivas son exigentes.

Yo: ¿Y qué? Una sola consigna: ni una línea que sea indigna del número de Lola.

JF: Qué será de su vida si es que todavía vive.

Yo: Vaya uno a saber… cuando falleció el marido ella vendió el taller y se mudó cerca del barrio, pero es como si hubiera regresado a Lodz. Me pregunto si de veras la conocí.

JF: La cruzaste y jamás podrías llegar a conocerla al menos que fueras un mago de Lublin. Creemos y es la advertencia que se nos enviaba, señal del camino reordenando nuestra responsabilidad si agarramos para otro lado.

Yo: Nunca volví a ver otro tatuaje como ese.

JF: Nada lo hacía posible, fuimos testigos de algo excepcional en la historia de la humanidad. Un eco, luz lejana de la Creación y brasa ardiente del horror. Nadie que haya visto y estando cerca de esos brazos tatuados será el mismo del día anterior.

Yo: El mundo en pocos años olvidará esos números terribles, esa disposición del horror encarnado en los inocentes. Ya verás. Recuerdo su piel gruesa, rugosa creo que dije, con cientos de pecas como si tuviera dos epidermis, tirando a pelirroja y la manera de hablar…

JF: No podemos seguir con ello.

Yo: Es probable que nunca más hablemos. A todas las personas que conoceré hasta la muerte les contaré mi vida inventando aventuras fabulosas, todo menos esa experiencia y esta conversación en “El Submarino Peral”. Intentar olvidarlo será absurdo.

JF: ¿Cómo eso se puede volver problema nuestro?

Yo: Bonito programa para los años venideros. Vendrán otros dolores, nos alejamos de esos números, diremos que la historia es otra. Lola es luz debilitándose de una lejana estrella muerta.

JF: La zapatera prodigiosa.

Yo: La mujer tatuada.

JF: El número inolvidable.

Yo: La reina de la noche.

JF: Lola.

Yo: Musa extranjera del equipaje, de la tripulación del submarino y esto comienza a tener sentido.

JF: No es juego y no hay banda. ¿Luego de esto tenemos derecho a bebernos una cerveza?

Yo: Necesito un litro de Zywiec bien helada para ahuyentar los demonios. Quiero que ya sea después de medianoche, que Lola salga por esa puerta y cante algo del cabaret de Lodz. Escuchar los golpes de un zapatero remendón he tique taque tuque he tique taque tuque para mantenerme despierto, hasta que salga el sol de la conciencia y memorizar los números. Decidirme por alguno de los segmentos del itinerario de la muchacha polaca, prometerme ir alguna vez en peregrinación, una vez en la vida aunque sea hasta olvidar mi propia vida. Necesito un segundo litro de Tyskie helada que queme los labios y desgarre la garganta, me congele las cuerdas vocales hasta dejarme mudo. Lo necesito, tengo miedo de que el mundo quede fijado, estar aquí mismo en “El Submarino Peral” dentro de treinta años, siendo pasajero espectral del buque fantasma, contando las mismas historias.

JF: Tranquilo loco, tranquilo.

Yo: Lodz… nunca conocimos Lodz…

Las llamadas adicionales

Lo primero que se oye es el ruido de la cerradura, las dos vueltas completas del mecanismo de seguridad y del lado de afuera el tintineo de llaves colgadas golpeándose entre ellas mientras dura la manipulación. Una habitación a oscuras, es noche cerrada, las persianas están bajas. El pestillo cede e irrumpe sobre la moqueta el fragmento de la luz del palié, se abre apenas la hoja permitiendo el ingreso del cuerpo de mujer que cierra de inmediato la puerta, lo hace con miedo como si alguien la siguiera de cerca. Por unos segundos vuelve a eclipsarse el ambiente, escuchando los pasos se supone que ella conoce la distribución correcta del espacio, los tacos de los zapatos avanzan sin vacilaciones, hasta que el clic del interruptor de una lámpara dosifica en la estancia una luz homogénea y suave.

La mujer deja bajas las persianas, tira el saco de lana y un bolso negro sobre el sofá de tres cuerpos, ordena su llegada, se quita los zapatos mientras se sienta en un sillón individual, masajea con una mano los dedos de los pies descalzos y estira la otra encendiendo el aparato de música -un combinado de hace treinta años- distraída de la calidad del audio antiguo enviando sonidos ambientales distrayendo la soledad. Encogida, protegiéndose igual que un animalito acorralado, desde su asiento mira para todos lados dudando por dónde continuar su movimiento sin sufrir demasiado. Se decide por la cocina, va y acciona el interruptor que hay junto a la puerta. Mientras el tubo luz del techo encuentra su acomodo parpadeando ella sigue su camino hacia el baño, deja la puerta entornada para oír la música y orina. El ruido del chorro contra el agua quieta induce a creer que hace horas que retiene las ganas; por debajo de ruidos eléctricos del combinado se escucha el roce, contra la pared pintada al aceite, del rollo de papel higiénico, del corte y plegado, sonido de celulosa perfumada al frotarse contra el sexo. Pasados unos segundos el botón del inodoro libera el agua del depósito incrustado en el muro.

La mujer sale del baño olvidándose de apagar la luz, es más: le resta importancia a ese detalle. En la cocina pone unos cubitos de hielo en un vaso grande y regresa a la sala principal, de debajo de una mesa ratona saca una botella sin abrir de whisky, se sirve una medida y hace girar el vaso como si estuviera acompañada en una confitería al caer la tarde. Ella vuelve sobre el bolso abandonado en el canapé y busca sin mirar, con la mano derecha saca los cigarrillos y de la cajilla un encendedor rojo de esos desechables. Bebe y fuma, se pasea descalza por el salón, levanta las persianas. Afuera es noche cerrada y está por descolgarse como todos los años por estas fechas una buena tormenta. A su pesar afuera sigue siendo Montevideo, ella mira con insistencia hacia la calle buscando en las inmediaciones alguien que pudo haberla seguido.

No está angustiada en exceso, quizá tranquila, más bien fastidiada; sí, ahora parece estar fastidiada, las bocanadas de humo son violentas, liquidó el whisky de un trago y se sirvió un segundo vaso grande, doble esta vez, sin cerrar la botella como si pensara seguir bebiendo. Mueve mucho los dedos de los pies, retorna a los sillones y comienza a hojear viejas revistas femeninas sin prestarles atención. Está atenta a la hora que consulta repetidas veces aguardando la llegada de un minuto preciso para el que falta poco, una música cualquiera finaliza, el locutor anuncia la programación para el primer día del nuevo año. Entonces, ella llega decidida hasta el teléfono, lo descuelga y disca, al parecer del otro lado de la línea hay alguien en casa, aguarda medio minuto y habla.

-Soy yo, perdona la hora… hoy es especial y no aguantaba las ganas de ponerte al tanto. Caéte de espaldas: lo de Germán se terminó de la manera más estúpida, te juro que no sé qué hacer. Esto es para hablarlo personalmente y al menos te adelanto los titulares.

La miro a Luisa sin que lo note y la hallo de una hermosura excepcional. Es una locura, hace dos años que trabajamos juntos y sigue siendo una desconocida para mí. Ella evita fiestas de camaradería entre compañeros, cuando le descubrimos el día del cumpleaños estaba radiante por la sorpresa; en el fondo del corazón deseaba marcharse rápido para su casa, se quedó con nosotros por cortesía y de puro educada que es. Le gusta su trabajo, se pasa el día hablando con clientes y compañías aéreas, combinando pasajes a todo el mundo, negociando descuentos y escalas breves, en poco tiempo se hizo con una profusa cartera de pasajeros fieles a sus modales.

Luisa tiene aspecto de ser divorciada, se parece más a esas mujeres hermosas que de forma inexplicable llegan a los treinta sin haberse casado. Hermosa y discreta, desde que me dio por ahí no hallo excusa válida para invitarla a salir, cada tanto le dejo caer mi situación de separado definitivo. Con dos hijos y asuntos de pensión alimenticia pendientes en espera del fallo judicial, mi condición más que despertar garantías espanta. Lo preocupante es la duda emocional, creía estar curtido para siempre, con ella estoy haciendo cosas de chiquilín y lo duro de admitir es haberla seguido. A mis años mezclé amor con fisgoneo, pantomima mitad inocente y media perversa de descubrirle una historia del desencanto que al final siempre llega.

Empecé un día durante la hora que tenemos para almorzar, después la seguí otra vez a la salida del trabajo y le dediqué un domingo completo comportándome como lo haría un marido comido por los celos. En todos los casos siempre la vi sola; Luisa comía sola, salvo cuando una compañera de trabajo se le pegaba entrando al mismo restaurante, tomaba una copa sola en los bares de la misma manera que hacía sola las compras en las galerías, se acomodaba sin compañía visible en la cola de las boleterías de cines y teatros. Descubrí lo mismo que existía alguien importante en algún lugar del otro lado de la línea. Había una constante en su rutina de mujer solitaria y era la insistencia en hablar por teléfono con periodicidad, gesto que observado a la distancia como era mi caso puede irritar a extremos increíbles. Estaba claro que trabajando en Jetmar ella podía llamar por teléfono durante todo el día y de hecho lo hacía, ello que en otro trabajo puede resultar normal en nuestra empresa es un árbol en el bosque. Fue imposible para mí deducir en cuáles de los cientos de veces que la miré de reojo discar con el lápiz se trataba de comunicación personal; yo lo hice repetidas veces con cierta impunidad, debe evitarse exagerar con la larga distancia y que al final del día se hayan cerrado buenos negocios que conformen a la dirección.

En la calle eso es diferente, para mí que la observaba con ojos interesados en cada uno de sus movimientos, fue desconcertante verla levantarse después de haber hecho el pedido al camarero -por ejemplo- dirigirse a los baños y de repente dar media vuelta hacia el rincón del teléfono público, buscando línea, luchando con la horquilla, las fichas tragadas sin devolución. Cuando los aparatos públicos estaban destartalados, ella se acercaba al mostrador junto a la caja con una sonrisa que ni el más refractario de los patrones podía resistir, pedía el teléfono para uso exclusivo del local y hacia su llamada respetando el “sea breve” escrito en una cartulina. Así sucedió todas las veces que la seguí y a cualquier hora. Las jornadas vacías en apariencia ella repetía igual cada hora y media el gesto como si dependiera del estado de salud de una parienta agonizante.

Fue previsible que junto al metejón crecieran los celos, si del otro lado había un hombre con poder suficiente para provocar esa constante dependencia, lo mejor sería desechar cualquier tentativa de acercamiento; decidí atribuirle a Luisa y de forma arbitraria una situación relacionada con la política militante, con otro de los miedos que nos asedian. La aureola de peligro real en una compañera de trabajo interesándome me hacía vivir una excitación distinta a lo conocido, al punto que dejé de verme con una amiga de encuentros furtivos y más de una vez me descubrí insomne en el baño, pensando en Luisa y masturbándome. La estaba deseando con la necesidad furiosa de ignorar cómo salir de la sumisión a la distancia.

La situación sentimental de Germán era harto clásica para esperar de ella una sorprendente novedad. En el trato laboral de las últimas semanas, Luisa recibía sobradas señales para entender que sucedía algo novedoso implicándola y con prerrogativa a formular las preguntas que quisiera. Sabía que faltaba mucho para que ambos hablaran claramente de ciertos asuntos y de acuerdo a lo sucedido tiempo después –con reparos que le merecía la situación ambigua de su compañero- ella aceptara que Germán no le resultaba del todo indiferente.

-Es increíble, dijo Luisa una tarde de los días siguientes. Tanto tiempo trabajando juntos, vos siempre complicado con líos de tu matrimonio y jamás se me pasó por la cabeza que pudieras fijarte en mí. Dime como empezó, a las mujeres nos encanta escuchar esa historia previa aunque sea inventada.

Las explicaciones congruentes nunca fueron el fuerte de Germán, que debió improvisar algo relacionado con el color de los ojos de Luisa combinado con la manera de vestirse y los gustos comunes en relación al cine. ¿Qué mujer admitiría que despertó una pasión violenta mientras era vigilada? Fue así: en un principio Germán se la quería voltear porque le parecía naricita alta, distante por pituquería, pero al olerla de lejos y seguirla como perro jadeante se volvió un hombre atolondrado. El primer paso del acercamiento intencionado entre ellos fue casual y sucedió durante el almuerzo del 24 de diciembre, ese día se trabajaba en la agencia de viajes hasta el mediodía y los empleados habían concertado almorzar juntos; la mayoría entre ellos, pues algunos salían disparados para las casas del balneario. Conociendo las costumbres de Luisa por haberla vigilado Germán estaba entregado, había aceptado dejar de verla hasta el próximo lunes y esa tarde sería un sinsentido seguirla.

Llegaba la hora, ella permanecía arreglando papeles sobre su escritorio sin apuro como los otros. Fue así que Germán debió cambiar de estrategia sobre la marcha.

-Pero cómo Luisa… ¿se queda a almorzar con nosotros?, le dijo así y al pasar mientras los compañeros se estaban reuniendo en la puerta de entrada.

– ¿Qué tiene de raro Saldías? dijo Luisa. ¿Vio? Sí, me quedo a almorzar. Sabe, yo también trabajo aquí.

Germán que fue intrépido y desmadrado en los seguimientos temió que Luisa lo hubiera descubierto, aguardando ese día para pedirle explicaciones fastidiosas arrasando su proyecto secreto. Era lo contrario, Saldías comenzaba a vivir una jornada de sucesivas coincidencias y podría decirse que era su día de suerte.

El verano montevideano había comenzado espectacular en su primera semana, los penachos de las palmeras de la Plaza Independencia presentaban un verde intenso que parecía selvático, las muchachas que cruzaban al rayo de sol en todas direcciones eran hermosísimas más que de costumbre. La brisa trayendo olorcito de agua salada y limpia, invitaba a caminar en mangas de camisa llevando el saco al hombro. Era un mediodía de tregua, podía olvidarse la tristeza instalada sobre la ciudad y se vivían las horas intensas entre el cierre de oficinas, compras de último momento para la noche, la calma unánime que avanza a su aire promediando la tarde. Los bares de las rinconadas de la plaza, en especial los alineados bajo las pasivas del Palacio Salvo estaban llenos de gente; para un grupo tan numeroso como el de la agencia de viajes Jetmar sería difícil encontrar sitio. Los muchachos allí eran de la casa, los mozos los conocían de otros mediodías del año y cuando llegaron -serían unos quince- de algún lugar aparecieron tres mesas, sillas y manteles de papel.

De mesa a mesa la gente cruzaba saludos aceptándose sin más trámite como conocidos de la vuelta. El gordo Oscar encargado de la contabilidad de la empresa, que después del café sacaría las cuentas, se atribuyó el derecho de distribuir la gente a su antojo; por capricho de los hados decidió que Luisa y Germán se sentaran juntos.

– ¿Usted por acá Saldías? le dijo ella a Germán cuando estaban leyendo el menú plastificado de la cervecería.

-Le tiré unos pesos al acomodador, respondió Germán.

-No me extraña, de usted se puede esperar cualquier cosa.

– ¡Qué poco me conoce Luisa!

Acompañando sus palabras levantó la mirada al cielo, queriendo provocar en ella un cruce de intriga y cariño. Germán estaba de suerte, ello lo puso nervioso con temor de decir macanas, estropear la oportunidad que el azar y el gordo Oscar le daban.

-Más de lo que cree.

-Se puede llevar una sorpresa…

-Usted también Saldías, dijo Luisa, dando por concluido ese tramo de la conversación.

Durante el almuerzo continuaron el juego de desafíos indirectos entre sobreentendidos. A medida que pasaban los minutos y hallando en Luisa una inesperada predisposición, Germán aflojó las tensiones iniciales, olvidó la densidad de pensamientos acumulados sintiéndose en estado de gracia, ingenioso e irónico, sutil cuando fue necesario; discreto en sus insinuaciones sensuales, administrando con recobrada pericia las palabras, demostrando interés y escamoteando debilidad.

Luisa aceptó las evoluciones de la danza social contribuyendo con la complicidad que se esperaba de ella, a la mujer de apariencia solitaria le encantó el tono que Germán impuso durante el ritual del acercamiento, sin la menor sospecha sobre la desventaja de información. Su actitud demostraba que había en juego más que escarceos de seducción social y pasajera entre compañeros de trabajo. Ella, que cuando lo quisiera podía salir por la tangente decidió permanecer en el círculo peligroso y forzando la marcha. Eso duró entre ellos hasta los postres; al final, como si se hubieran puesto de acuerdo con anterioridad ambos se callaron al unísono.

De haber estado solos la situación se hubiera manejado de forma distinta, además de haberse negado la oportunidad anteriormente dependían allí del sistema imprevisible de relaciones, oídos y palabras de personas ajenas a la corriente activada entre ellos. Algunos compañeros miraron el reloj con impaciencia, el gordo Oscar pidió la cuenta y en dos minutos le dijo a cada uno lo que debía pagar.

– ¿Qué hacés esta noche? le preguntó Germán a lo bruto, sin necesidad de justificar el pasaje al tuteo ni dar razones, sugiriendo un encuentro fuera del ámbito de trabajo, invadiendo la noche del 24 que suele guardarse para íntimos y familia.

Luisa reaccionó como si desde hiciera tres meses estuviera esperado una pregunta parecida.

-Hoy estoy complicada, le dijo. ¿Mañana te quedás en tu casa?

-Qué remedio, dijo Germán.

-Entonces te llamo de tardecita.

-Te paso el número.

-Ya lo tengo.

– ¿Y eso? preguntó Germán.

– ¿Vio Saldías? Lo conozco más de lo que usted supone, dijo Luisa y se despidió dándole un beso larguito en la mejilla.

Ella parecía nerviosa sin estar del todo segura de comportarse como era debido, todos se dijeron adiós hasta el 26 y enviaron saludos de felicidad a familiares conocidos. Por un segundo Germán estuvo tentado de seguirla; se dijo que sería torear demasiado a la fortuna, sabía que a la segunda cuadra caminada ella entraría en algún bar a buscar un teléfono.

-Mañana de tardecita, dijo Germán y él también enfiló para 18 de Juli recordando la costumbre de las compras de último momento, antes, cuando tenía una familia.

Saldías corroboró que durante los días libres de obligaciones, ella sale a caminar sola y se detiene para telefonear siguiendo una rutina confusa. La repetición induce a creer que de existir un interés en el gesto de llamar por teléfono, el mismo se bifurca en la atención circunstancial y la densidad de mensajes, tratando de distinguir con claridad las cuotas de redundancia y novedad que poseen. Una mujer hablando por teléfono puede constituir una tontería, comienzo de historia, final de la misma historia modificada y prólogo de un enigma: ¿estridencia resuelta en nada, escenificación monótona de tragedia condensada sin respetar unidades de acción, tiempo y lugar?

Los domingos en el centro de la ciudad tienen desde temprano una dilatada disciplina de silencio sin incienso. El séptimo día de la semana, el movimiento de personas se traslada a la periferia adinerada y ello hasta las últimas horas de la tarde. Quienes vivieron alguna vez una parte de su vida en la zona céntrica de Montevideo conocen bien esa tristeza cíclica, que afea empalizadas de obras en construcción después de años y humilla las filas de gente aguardando la primera función vespertina, incluyendo cines de marquesinas espectaculares. Durante esas horas que van de la madrugada del sábado a la noche dominguera, se activa en el centro un imán gaseoso reteniendo a vecinos menos emprendedores y lo hace con eficacia desagradable. Hombres y mujeres de todas las edades caminan atontados las veredas en uno y otro sentido, semejan animales tristes de zoológico pobre, hastiados de ver las mismas vidrieras con objetos sin permutar; sombreros pasados de moda, libros apilados, máquinas para lavar ropa, cartelitos resaltando precios imbatibles, los mismos menús proponiendo tallarines caseros al tuco y milanesas con puré, escritos con trazos blancuzcos en los cristales de los bares.

Este domingo Luisa hizo seis llamadas. Es momento de cambiar el gran angular -que comprende el paisaje grisáceo de la ciudad semivacía- al teleobjetivo leyendo de cerca el movimiento de los labios, captando contraseñas de palabras y mensajes cifrados cuyo significado se nos escapa. Ella parece cumplir cierta misión oscura en la que una de las fases la obliga a reportarse sistemáticamente; todo sería posible y obtener información suplementaria requeriría vigilancia constante. El día en cuestión, el primer contacto con el otro lado se estableció entre las diez y las once de la mañana. “A pesar del frío hace un tiempo espléndido, el cielo está azul y limpio. Creo que dejé algo prendido en el departamento. Te haría bien un poco de sol, tienes que salir, tampoco puedes quedarte siempre allí. Estoy cansándome de invitarte para nada. Haz como quieras con tu vida. Después te llamo.” Luego continuó la serie. “Caminé hasta la Ciudad Vieja, es agradable pasear por calles abandonadas, da chucho el silencio golpeando contra edificios vacíos, oír el movimiento de ratas dentro de obras derruidas. Un día más por tu egoísmo debo almorzar sola. Sabes que los domingos ir a Morini me intimida, atravesar el salón lleno de familias hasta encontrar un rincón solitario es insoportable. Picaré cualquier cosa en uno de los bares del centro. En el Gran Castro de la esquina de Andes y Mercedes cocinan bastante bien. Si ando de ánimo luego te cuento.” “Si al menos te animaras a encontrarnos en un café estaría tranquila, alivianada de terminar con la dependencia. En el fondo es injusto conmigo y te importa un bledo. Te aseguro que estoy harta, un día de estos dejo que todo reviente. Claro, tu posición es comodísima… ¿y qué supones que puedo hacer? Lo de siempre, meterme en el primer cine que encuentre para ver alguna porquería.” “¿Viste qué guampuda que soy? Sabes bien que a la larga termino llamando. Después de todo la película era pasable, nada del otro mundo pero se dejaba ver y ni pienses que voy a contarte el argumento. Si continúas con tu actitud un día no vas a saber ni en qué país vives o las infamias que pasan fuera de tu casa. Siempre esperando que los demás te cuenten, eres incorregible. Ya te veo venir con tus afanes de meterte en mi vida privada, pero estás lejos de conseguirlo… faltaba más… chaucito.”

“Tienes razón, alguien me sigue. Te dije mil veces que no quería meterme en cosas raras y ya ves el resultado… Si llego a estar en una situación comprometida es tu culpa. ¿No te alcanzó con lo de tu hermana muriendo en España de cáncer y sin poder volver? ¿Quieres joderme la vida a mí también, que me quiebren como lo hicieron contigo? Sácatelo de la cabeza: no quiero saber de nada ¿entiendes? ¿Soy clara? Para ti es fácil decir que son fantasías mías y me hace falta un macho en la cama. Si te digo que estoy vigilada por algo es y si tienes el teléfono pinchado ni te cuento. Estoy muerta de miedo.” Era de noche cuando Luisa estableció el último contacto del domingo y Germán la miraba desde lejos sin oír lo que decía. “Soy yo otra vez, quién si no… Creo que los despisté pero por poco tiempo, si ando bajo sospecha es asunto terminado… dan soga para que me ahorque mejor y arrastre a unos cuantos. Aprovecho el despiste y voy para ahí. Estoy tensa, necesito conversar con alguien. ¿Te queda una botella de escocés pasable? En diez minutos.”

Cumpliendo lo prometido el día anterior Luisa llamó a Saldías la tardecita de Navidad. Germán esperaba desde temprano el sonido del teléfono mirando en la televisión viejas películas sobre la crucifixión y un partido de fútbol del seleccionado de Inglaterra contra el resto del mundo. La llamada cumplió sus objetivos; fue normal en los términos y cálida, dejaba entornadas las persianas a una evolución de la relación entre compañeros de trabajo.

El lunes al reencontrarse estuvieron discretos, procurando que nadie del personal se percatara de una aproximación que comenzaba. Luisa fue sorprendida cuando, al contestar una llamada en pleno loquero de tarifas y confirmaciones escuchó la voz de Germán.

-Hola, te extrañé mucho, le dijo. Estás muy linda con ese vestido amarillo.

Ella sonrió, teniendo delante una pareja de clientes atentos a ciertos trasbordos complicados respondió para continuar otra conversación imaginaria.

-Si, despreocúpese, tengo la confirmación de sus pasajes. La salida del aeropuerto de Carrasco está prevista para la fecha manejada, en cuanto al regreso quedaron en contestar hoy mismo. Cuando le quede bien puede pasar a retirarlos.

– ¿Almorzamos juntos?

-A ver, a ver, permítame consultar la agenda… sí, está bien… a esa hora estoy libre y podemos encontrarnos.

Tres horas más tarde disfrutaron del almuerzo improvisado con cautela, sin perder oportunidad de aclarar que estaban a gusto con la situación. El resto de la semana aprovecharon para estar juntos la mayor parte del tiempo, tomar un cortado de pie y comprar un pantalón tenía insospechadas facetas de felicidad. Germán omitió cualquier referencia a las costumbres de Luisa que lo inquietaron cuando iba tras ella, temeroso de ponerla sobre aviso de su censurable costumbre y alejarla, lo que sería insoportable.

En cada encuentro reafirmaba su interés por Luisa, si bien eran inocultables las ganas de desvestirla y en ella de permitirlo, él prefería esbozar aspectos de la vida cotidiana; especular si podían planificar juntos las próximas vacaciones, pensando en la cara que pondrían los compañeros de Jetmar cuando descubrieran, sorprendidos e irónicos la relación que surgió delante de sus narices sin que se hubieran enterado. Germán producía sin cesar tales ensoñaciones postergando la urgencia de abrazarla y estaba seguro de dominar su reacción. Lo atemorizaba de antemano el carácter de la versión que, algún día futuro Luisa le contaría luego de hacer el amor, una historia con preámbulos relacionada a llamadas compulsivas, tratando de revelarle, con dulzura, un secreto que presentía desagradable.

Con esfuerzo puesto en disimular por parte de Luisa, durante las primeras salidas se repitió el gesto de las llamadas, escondida en la justificación ajetreada de las fiestas y antiguas amigas sin saludar hace años. El temor era que quien fuera que escuchaba del otro lado, significara un real peligro para la posible relación y obstáculo insalvable. Germán estaba dispuesto a asumir lo que fuera si lo ignorado era algo tangible; se proyectaba luchando con el monstruo de fichas, membranas, cables subterráneos recorriendo la ciudad y palabras dichas al oído de alguien invisible. Se propuso olvidar el domingo de las llamadas, lo logró repitiendo que una vez conocido el asunto la anécdota movería a risa por intrascendente; debía aguardar el momento oportuno de hablarlo en pareja y luego archivarlo con los malos momentos del pasado. Buscaba olvidar los últimos años, en los cuales se agolparon sobre su vida calamidades duras de soportar, requiriendo para cicatrizar tiempo de gestión sin la densidad con que se sucedieron. Germán vivía la mejor semana de la década, precisamente él tan desconfiado de que la situación del país pudiera permitirle estar así de contento antes de pensar en Luisa; “no hay derecho a vivir una felicidad de tanta calidad” se decía y el instinto de supervivencia lo llevaba a subvertir valores de la ética diaria. Admitiendo que podía sentir con intensidad, concentrarse sin avaricia en procurar algo de dicha olvidando murmullos y malas noticias redundantes, darle vacaciones a la conciencia deshonesta de haber roto amarras con el mundo, vivir en una isla continental alejado de la mano de dios y pegado a las piernas de Luisa.

Los primeros días del acercamiento se sucedieron en una confusión mental estimulante e incluso encontraron su lógica interna de bienestar sin inconvenientes. Aunque la situación era de caracterización común y corriente, ellos perseveraron atribuyendo en lo iniciado tintes de evento excepcional, inesperado y grato. Eran una pareja más en su primera semana de encuentro vivido en pleno presente agotador y coincidiendo con la última semana del año. Sin dominar del todo los mecanismos liberados, alcanzaron la fuerza interior recuperando un estrato agradable de la ciudad, sepultado por la tristeza generalizada que los chirimbolos navideños acentuaban. Vivían la excitación de una complicidad descubierta por ambos, la clandestinidad de inventarse claves fingiendo ante el mundo como sucedió la tardecita del jueves.

A la salida de la confitería Del León donde fueron a tomar una copa y conversar tranquilos, vieron subir por la calle Andes el auto del gordo Oscar; consideraron media hora si el contable agente de que se sentaran juntos en el almuerzo del 24 los descubrió. Se contaron las mentiras que inventarían en la oficina si fueran interpelados sobre la salida a escondidas, poco a poco llegaron a confiarse fragmentos sueltos de vida, confesándose que se sentían adolescentes, descreían que a sus años pudieran querer con tal intensidad, temían la locura irreflexiva, que pasado el primer momento terminarían y era preferible no empezar. Trabajar en el mismo lugar tenía inconvenientes y es cuesta arriba renunciar a ciertas manías después de vivir tanta vida cada uno por su lado.

-El 31 nos reunimos al mediodía con los compañeros en la oficina, le recordó Germán. ¿Qué harás?

-Me quedo, con una condición.

-Siempre negociando. ¿Se puede saber?

-Que luego tomemos el café en casa, contestó Luisa.

Por primera vez que se hablaba de estar solos. “Eso quiere decir que vive sola” pensó Germán, tenía la respuesta a la pregunta que rondó su cabeza durante la semana y antes; el último día del año sería el primero entre ellos de intimidad. “Año nuevo vida nueva” se dijo, convencido de haber descubierto una fórmula de renovación inédita y original.

Llegó a los pocos días el día de fin de año, la noche anterior Luisa y Germán se despidieron sin hacer referencia a la tarde siguiente. Ella decidió que fuera así, en condiciones excepcionales, para probar que nada le impediría a Germán estar con ella, que ella ya era importante en su vida, tanto como para postergar otro encuentro cualquiera y le agradó esa prueba inicial de poder. Germán, sorprendido en su estrategia (inseguro como era hubiera necesitado más tiempo de acomodo) lo mismo se mostró dispuesto a aceptar los términos de la negociación.

Ella fue al trabajo con el mismo vestido de hace unos días cuando él la llamó por el interno, se había comprado ropa interior nueva, una combinación color carmesí con bordados florentinos; él vestía el conjunto de siempre, pantalón gris pizarra y saco azul de trevira, tenía una camisa nueva, azul a rayitas blancas con botones en las puntas del cuello. Para suerte de los planes, entre los compañeros de la empresa el clima estaba menos predispuesto que en nochebuena a una salida colectiva. La dirección había comprado un par de botellas de whisky y algunas docenas de sándwiches. Después de cerrada la atención al público cerca del mediodía y un buen rato de camaradería en que se habló de chárteres, vuelos bonificados en millas y chimentos de las compañías aéreas, nadie se sentía responsable de continuar la conversación; deseaban estar con sus familias y otros amigos.

Luisa y Germán, indecisos sobre la oportunidad y el momento de salir juntos sin despertar sospechas, temían que algún compañero se les pegara para ir a tomar la última copa en cualquier boliche por ahí; por la línea interna convinieron que en la peor de las hipótesis, se encontrarían a las dos de la tarde en la Galería Delondon cerca de la salida de Río Negro. Se organizó un grupo liderado por los más jóvenes, emprendedores hombres y mujeres complotaron con eficacia para ir al mercado del puerto e invitaban, por puro cumplido, a los mayores con la esperanza como sucedió que rechazaran la propuesta y poder divertirse sin la mirada de generaciones precedentes. Los continuos adioses fueron efusivos con prolongados abrazos y deseos insistentes de felicidad, olvidando que dentro de cuarenta y ocho horas volverían a verse disputando por la liquidación de comisiones del grupo de viaje de Arquitectura; igual era creíble esa tregua reconciliatoria circunstancial con buenos sentimientos.

Pasado el mediodía quienes salían de la empresa se conformaban con sonreír vagamente, levantar la mano haciendo un hasta la vista general sin compromiso, uno a uno los empleados de más edad se retiraron apurados por llegar de una buena vez a sus hogares. Luisa y Germán aguardaban la salida de Marisa, la contadora que dejaba el auto en el parking de la vuelta y de Pedro que -fiel a su rutina- iría con paso apurado hasta el Teatro Solís para esperar el 121.

– ¿Llevo a alguien? preguntó Marisa con cordialidad poco convincente una vez que el grupo pequeño estuvo en la calle.

-No, gracias, respondió Pedro enfilando para la parada del ómnibus.

-Por nosotros está bien Marisa, vamos para el lado del Centro, dijo Luisa.

La contadora sonrió, dio media vuelta y salió con paso firme rumbo al estacionamiento despreocupada de lo que sucedería a quienes dejaba atrás.

-Usted manda jefa, dijo Germán cuando quedaron solos en la vereda, simulando que más o menos sabía dónde vivía ella.

Luisa sonrió con otra calidad distinta al rictus de la contadora y cambió de tema, comentando la salida al mercado de los compañeros más jóvenes.

-Alguna vez, en otra vida anterior yo también marchaba las tardes de fin de año para el mercado del puerto, dijo Luisa. Cuando había cosas para festejar.

– ¿Quién no? replicó Germán. Una salida clásica, primero abrazos, a las cuatro de la tarde cantarela murguera, mamados y piñata segura.

-Exagerado, dijo ella.

La avenida 18 de Julio era un hormiguero que se vaciaba oyendo el ruido cercano de una manguera abierta al máximo, la gente caminaba más de prisa que Pedro rumbo al 121, a paso de ir contra el reloj devorando las últimas horas del Año de la Orientalidad decretado a prepotencia por el gobierno cívico-militar. Cuando llegaron a la esquina de la avenida con la calle Paraguay doblaron a la izquierda, Germán se dejó llevar mansamente por el paso de Luisa hasta la calle Mercedes entre Cuareim y Yi donde un domingo estuvo aguardando la salida para seguirla.

El edificio tendría unos cuarenta años de construido. La entrada -portón negro pesado de vidrios gruesos, rejas repujadas y portero eléctrico nocturno- estaba centrado entre dos salones grandes donde se vendían autos de ocasión y televisores color de marcas japonesas; su fachada tenía imponentes barandillas con tanta ornamentación, que daban el efecto de estar a punto de derrumbarse. Luisa manipuló con eficacia la cerradura del portón principal y entraron al edificio. A esa hora de ese día la portería estaba vacía.

-Es al fondo, dijo Luisa. Tenemos que pasar por aquel corredor, los primeros ascensores son de los departamentos que dan al frente. Una enormidad, ciento ochenta metros cuadrados, mucho piso para una mujer sola. Cuidado con los escalones.

Pasaron la línea de ascensores enfrentados, atravesaron un corredor zaguán de piso de mármol con puerta de cristales biselados y fueron a dar a un pequeño jardín interior. Desde ahí se veían tres entradas identificadas con grandes letras de bronce A B C. Germán miró hacia el cielo, arriba descubrió un rectángulo azul, hueco perfectamente recortado desde donde caían demasiadas ventanas y pocos barandales de terracitas de unos treinta centímetros.

-Nunca me hubiera imaginado esta construcción compleja en el centro de Montevideo, dijo Germán.

-Es la historia de siempre, dijo Luisa. Acostumbrados a ver fachadas nos conformamos con lo evidente, somos haraganes para imaginarnos que hay algo ignorado detrás de la primera impresión.

-Sospecho que querés decir algo que escapó a los cálculos del arquitecto, dijo Germán. Apunta a regiones abstractas y hoy mi perspicacia está monotemática.

-Bobo.

Traspasaron el umbral C, llegaron hasta la reja de un ascensor antiguo de puertas batientes que los llevó sin prisa hasta el piso noveno. En el trayecto Germán acarició a Luisa en la entrepierna por encima del vestido amarillo y ella lo dejó hacer. Cuando entraron al departamento, apenas cerrada la puerta se besaron a gusto sin distraer el momento con prisas innecesarias.

-Al fin solos, dijo Luisa. Ponte cómodo que voy a buscar algo para tomar.

¿Ponerse cómodo? Germán vivía un entrevero de ansiedad e incomodidad generalizada, lo único que hizo para seguir el consejo de la dueña de casa fue echar una mirada al departamento. Los muebles eran antiguos y de buena calidad, caros, los objetos parecían estar ahí desde hacía años, muchos. Germán era ajeno en cuestiones de pintura y arte, alcanzó con ver la forma como estaban colgadas, enmarcadas e iluminadas tres pinturas en la pared grande, para deducir que su precio sería en dólares; lo mismo le sucedió con el juego de té de plata inglesa y otros detalles de la decoración. Se dirigió al rincón de los libros y discos donde, además de sentirse en terreno seguro saldría del circuito de tasaciones de rematador inescrupuloso.

Mirándolo deambular Luisa se adelantó adivinando las preguntas de Germán.

-Mi familia es desde hace cuatro generaciones dueña de campos y molinos en Salto, dijo. Es decir que tiene muchísimo dinero, por lo general es una información que me guardo de divulgar, a la mayoría de los hombres uruguayos los asusta.

– ¿Un molino? Lo primero que me viene a la mente es un chiste de Mafalda.

-Dale, seguí.  

– “Para amasar una fortuna hay que hacer harina a los demás.”

Luisa apenas sonrió, venía de la cocina, en una mano traía una botella y en la otra dos copas con el vaho helado resultado de haber estado varias horas en el refrigerador.

-Muy gracioso, comentó Luisa. Somos lo que se dice una familia con buen pasar.

-Un pasar, entre otras cosas, por champagne legítimo.

– ¿Y qué mi amor? Un día es un día… el de hoy tiene al menos la virtud de ser único e irrepetible. 

– ¿Tan segura estás? dijo Germán.

-Intuición femenina… y vos: ¿estás bien estando aquí? ¿no estás arrepentido de haber venido?

-Negativo lo último y lo primero demasiado, dijo Germán. Estoy al borde de olvidar mi sempiterna conciencia de culpa, día espléndido meteorológicamente hablando, aquí contigo y solos a punto de cambiar el café prometido por champagne del bueno. Demasiada felicidad para un simple mortal.

-Con todo lo que está pasando afuera… ¿es eso?

-Algo así.

-Vamos a terminar todos locos en este país, dijo ella.

El departamento de Luisa era interior, exceptuando unos ruidos sueltos provenientes de distantes departamentos y más en esos días el resto era silencio, poniendo atención puede escucharse el sonido atenuado saliendo del dormitorio que la pareja transformó en isla lejana. Por las ventanas, a través de cristales con cortinas llega la luz iluminando la escena a través del filtro amarillo, dos filtros amarillos alineados. Se escucha el lento goteo del lavabo mal cerrado, grabadores encendidos después de terminada la cinta, palabras cuya reiteración tiene intensidad de gemido articulado, un murmullo sensual compitiendo con la actividad del moderado motor del ascensor del bloque C. Un pájaro imprudente se lanzó a tentar piruetas riesgosas en la sombra del pozo de aire. El paisaje sonoro concertó pequeños ruidos de la casa, cuerpos moviéndose, sábanas estrujándose, muelles de colchón, besos estallando, roce de pieles ardidas en zonas sensibles del cuerpo, golpe sincopado de entrepiernas empujándose decenas de veces, el manoteo a tientas buscando cigarrillos tirados por el suelo, el cric cric de la ruedita áspera de metal arañando la piedra que suelta la chispa, el silbo descomprimido del gas escapando. La llama ilumina durante tres segundos la habitación como el ángulo de una tela de Rembrandt, luego regresa la penumbra encubriendo corridas hacia el baño de un cuerpo de mujer, la risa al sentir que el esperma nervioso todavía descuelga por la pierna derecha. Ella debe salvar el último tramo caminando de manera graciosa, medio doblada con la palma de la mano apoyada en el sexo, evitando manchar de gotones espesos el fieltro de la alfombra. Se escucha el distante enjabonar del pubis recortado para la ocasión, los dedos frotando repetidas veces contra el clítoris hinchado, después con una toalla peluda y celeste que semeja un topo miope de juguete, luego el fish del desodorante íntimo para impregnar el sexo del perfume dulzón de rosas reventonas, besos venideros.

-Anocheció, dijo Luisa y decretaba el crepúsculo del último día del año.

Los dos temían preguntarle al otro si hoy debía cenar con otra persona, en una mesa cercada de familiares más o menos cercanos y de falsa felicidad premeditada.

– ¿Estás solo esta noche? le preguntó Luisa sin imponer ninguna entonación particular a sus palabras que parecieron casuales, duda propia de personas con años de matrimonio encima.

-Tan solitario como vos decidas, contestó Germán. ¿Hay algo en la heladera?

-Ve a inspeccionar si con lo que hay se puede hacer algo.

Germán salió de la cama, de espaldas era una sombra confundida con la oscuridad y la única luz obstaculizando la serie continua de sonidos fue la del refrigerador cuando él lo abrió. Adentro encontró la fuente de espárragos preparados, pollo trozado presentado en bandeja de loza, potes de salsas varias, tres botellas de vino blanco, una tarta de frutas, todo pronto para una cena íntima ligera sin secuelas de modorra ni digestión pesada.

-Hay dos o tres cositas, le dijo a Luisa desde la cocina. Algo se puede hacer.

-Ya me parecía. ¿Tenés hambre?

-Por ahora… ¿y vos?

-Vení, no me dejes sola, dijo Luisa.

Cuando Germán cerró el refrigerador la puerta hizo un sonido de goma seco, como si hubiera aguardado esa señal durante años y el motor comenzó a funcionar reiniciando la recarga.

Luisa y Germán permanecieron en la cama hasta bien entrada la noche, dejaron que la habitación siguiera a oscuras, abrazados y mirando la negrura donde debe estar el techo comenzaron a conversar en voz baja de sus historias respectivas, por momentos retomaban los besos. Eran más de las once y media cuando decidieron levantarse a cenar.

-Ya vengo, dijo Luisa.

Desnudo, Germán se reincorporó y caminó hasta el living. Primero encendió una de las lámparas de pie, luego puso radio Sarandí para escuchar música, noticias del mundo del que se había fugado, en ese minuto era un hombre feliz, le agradó escuchar mezclado con las voces de la radio el sonido del agua empapando el cuerpo de Luisa, el cuerpo de Luisa, el cuerpo de Luisa se repetía Germán. Una parte de su mente estaba lejos de ahí pensando en nuevas formas locas dóciles de felicidad, acentuando el bienestar en que flotaba desde hacía horas, necesitado como estaba de ponerse al día en materia de alegrías luego de una acumulación de fracasos agotadora. El artificio era sencillo, se trataba de aferrarse a la bella molinera dejando pasar la última media hora del año; sin esfuerzo se sentía en su propia casa, después de pasar la tarde en la cama con Luisa, el temor sobre la eficacia del diálogo de sensualidades, la llegada conjunta de orgasmos y la erección recuperada se diluyó. Estaba en terreno conocido, en el cuerpo de Luisa reconoció la distribución de los espacios del departamento, la piel tenía el olor de haber vivido rodeada de objetos bellos, legítimos, desde la ausencia de ella el paisaje en penumbras le resultaba familiar. Ella sublima el egoísmo del cuerpo, pensaba Germán, en almohadones y color de las cortinas que llegan hasta el piso, la distribución de cremas de belleza para el cuerpo dentro del botiquín del baño y el olor a años sumados del cajón de cubiertos de la cocina estaba Luisa, entrando a la oficina hace menos de una semana con un vestido amarillo.

Ella se enjabonó por segunda vez para así palpar por más tiempo la tensión del cuerpo, descubrir el halo oscuro de los pezones irritados, la fatiga dolorosa de los muslos, un tirón grato en los aductores por soportar embates de un hombre: la cancel abierta para escapar de la soledad que sofoca, hablar sin pensar que sus palabras ponen en peligro otra vida. ¿Podría abrir la boca sin sentir que algo se perdía, iniciar una conversación sin hacer referencia a dólares y traslados de vuelos en El Galeao de Río? Satisfecha por su osadía de haber incitado a Germán a tomar la iniciativa, un buen golpe de intuición confirmado por el bienestar de las últimas horas, Luisa dejó caer el agua sobre el pelo y el cuerpo. Las toallas grandes suaves y perfumadas hoy tenían sentido, después de cortar el agua se miraría desnuda delante del espejo de manera diferente, palpándose el vientre chato, las tetas firmes todavía, el culo parado sin trazas de celulitis, perdería la vergüenza de tener un cuerpo hermoso, olvidaría el castigo autoimpuesto de negarse a tocar el placer desde lo sucedido con Ana. Luego de cerradas las canillas deslizó la mampara de acrílico con motivos de mariposas, escuchando el agua concentrándose en el hueco del resumidero. Tentó con el pie derecho fuera de la jaula de aluminio hasta apoyarlo en la moqueta turquesa; salió, aguardó que el vapor caliente desapareciera del espejo y que esa niebla arrastrara los despojos de un año desgraciado.

Son las doce menos cinco, afuera en las calles comienza el estruendo creciente del festejo por el pasaje de un año a otro. Germán espera el ingreso triunfal de un año más y le vienen deseos de hablar con sus hijos que estarán con la madre en casa de los abuelos; son las primeras fiestas que pasan separados, el único sinsabor que sabe inevitable en el juego de la felicidad ideal. El número telefónico lo conoce de memoria por los desagradables asuntos de coordinar con los suegros las salidas de los niños, mezquindades del cheque de la pensión, reproches por asuntos escolares y enfermedades. Durante los años que duró la convivencia Germán cree haber sido un buen padre, le gustaría que los hijos estuvieran esperando su llamada y especula con que Paula no responda el teléfono, el diálogo puede terminar con insultos conocidos. Hablar con los hijos nunca le requirió preparación especial, como papá está contento seguro que podría trasmitir un poco de fantasía sobre el futuro en el breve saludo intercambiado.

Pone whisky en un vaso, se sienta junto al teléfono adosado a otro aparato chato simulando madera, levanta el tubo y escucha la línea muerta. Buscando comunicación insiste con golpecitos sobre la horquilla sin éxito, pasa de on a off una palanquita al costado; esperaba el sonido de línea libre, en su lugar comienza el artificio de sonidos mecánicos, luces verdes en el aparato del costado que se pone en marcha de manera accidental. La experiencia de Germán en relación a las nuevas formas de tecnología aplicada es nula, ante el temor de destrozar el mecanismo si inicia un movimiento lo deja seguir, a la espera que llegue Luisa y haga la maniobra correcta. Se tranquiliza al comprobar que la parafernalia intimidante simula un contestador automático, en venta en los free port de aeropuertos internacionales.

Al comienzo, antes de las palabras, se escucha la música, un tema de Vivaldi. “El número que marcó es correcto. Usted está en comunicación con el hogar de Luisa Amorín. Lamentablemente estoy ausente, pero luego de la señal sonora puede dejar su mensaje y número telefónico, me comunicaré a la brevedad. Gracias.” Germán confirmó que con esa voz tan seductora por teléfono nadie en sus cabales podría resistirse a comprarle pasajes, ninguna compañía aérea aunque la encargada fuera una mujer avinagrada se opondría a solucionarle complicaciones que surgieran con sus vuelos. Siguiendo lo anunciado por la cinta se escuchó un bip, luego, igual que si se tratara de una llamada de larga distancia se oyó la voz irritada. “Hoy te llamo más temprano. Tengo muchas cosas para contarte. Me fastidia que siempre hagas como que no estás en casa. Hay noticias de tu hermana. Tus padres pudieron enviarle unos dólares por una persona que viajó a Madrid. Ella igual se muere, la está viviendo un compatriota sin escrúpulos, que encontró casa y filón con la excusa solidaria de cuidarla. Prometiendo entre lágrimas y giros mensuales que estará con ella hasta el final. Luego vuelvo a llamarte.”

Inmóvil, con el vaso sin tocar pegado a la palma de la mano e insensible al frío Germán buscaba convencerse del error, una broma de fin de año, la voz, la segunda voz era imposible que fuera de Luisa. La cinta siguió girando y él permaneció junto al aparato sin el coraje de distanciarse, sin saber qué hacer atrapado por las voces que eran la misma. El mecanismo prosiguió su destino, primero la voz gentil del aséptico mensaje de bienvenida, luego la otra Luisa fastidiada con problemas de línea, crispada con un fondo de ruido de pizzerías, autobuses viejos arrancando cuando el semáforo da paso, junto a cabinas públicas al aire libre, con la música funcional de galerías céntricas.

Afuera el estruendo alcanzó la máxima intensidad, habían dado las doce en nuestro meridiano, en los barrios alejados del centro donde Germán vivió de niño los vecinos estarían saludándose en la vereda y las líneas telefónicas saturadas de buenas intenciones. En el cielo siempre amenazante de fin de año reventarían petardos multicolores con silbidos agudos, hacia la costa los atolondrados habrían comenzado las carreras con autos de papá.

Germán levantó la vista llamado por otro presentimiento y vio en el dintel recortada la silueta de Luisa, ella estaba descalza, una toalla grande le envolvía el cuerpo desde las exilas hasta las rodillas, el pelo mojado se le pegaba en la frente. La voz de Luisa era directa, sin Vivaldi se obertura ni interferencias de controles defectuosas.

-Es una pena, no debiste hacerlo, dijo ella.

-No sabía, yo quería, mis chicos…

Las palabras adecuadas a la situación que Germán buscó quedaban sin coordinar, la explicación devino balbuceo incomprensible.

-Preferiría dejarlo para otro día, si no te importa.

-Como vos digas, aceptó Germán.

-Mejor así, dijo Luisa. Cenamos y después te vas a dormir a tu casa. Lo siento… dormir contigo hoy era lo que más deseaba, pero ahora… ¿vivís lejos? Es una macana, mi auto quedó en Salto.

-La noche está linda y puedo caminar. Además siempre hay un taxi por ahí. ¿Me llamas mañana?

-No sé, ahora tengo ganas de llorar.

-Buenos, traé ese pollo de una buena vez que estoy muerto de hambre, dijo Germán camino de la ducha.

A las dos menos cuarto de la mañana Germán estaba parado en la calle Mercedes, en las esquinas había familias con niños dormidos en los brazos buscando el taxi improbable, los automovilistas seguían de largo hacia la fiesta que comienza a la una. Enfiló hacia la avenida principal a tranco lento tarareando el aire de Vivaldi y más que reaccionar concebir la reacción era lo arduo. Germán creyó haber violado un ritual protegido igual que el peor de los secretos cogitados durante el seguimiento de la última semana. Lo imperdonable era haber quedado en evidencia de espía sin pruritos en la situación equivocada, por error; comprendía tarde la actitud de Luisa, su comportamiento extraño, mientras los cabos sueltos emergían de manera brutal mostrando la trama anegada de ella. Los desplazamientos de Luisa hallaron su sentido y era preferible haber continuado en la ignorancia recurriendo a explicaciones ruines. Germán entendía, hacerlo le demolió una alegría que ni tuvo tiempo de empezar y cortada de raíz, lo ocurrido se dijo, era sin importancia, casi gracioso en su simplicidad, Luisa dejaba mensajes a ella misma y se la imaginó entrando sola al departamento, apretando por hábito el interruptor del contestador mientras caminaba por la casa poniéndose cómoda para escucharse contándose las novedades del día. En una cinta –Germán pensó que guardaba las grabaciones- estaría la versión de su encuentro junto con otras historias, distintas a la de la hermana en Madrid que él alcanzó a escuchar inocentes como el procedimiento mismo.

A pesar del cielo amenazante anunciando lluvia para el amanecer la noche era agradable, calculó que le quedaba una hora de caminata hasta llegar a su casa y tenía distintas fatigas acumuladas. Con una buena noche de sueño estaba seguro de digerir la sorpresa, si Luisa lo permitía él estaría junto a ella, si ella superaba el mal momento vivido a partir de hoy sería él quien dejaría mensajes en el contestador, hasta que ella vuelva a confiarse por entero y lo devuelva a su cama, le hable de las tías viejas de Salto.

Después de oír el ascensor parar en la planta baja y dejar pasar el tiempo para que Germán saliera a la calle, Luisa fumando permaneció acurrucada en lo hondo de un sillón; inició un despacioso hamacarse en uno y otro sentido, a derecha e izquierda, adelante y atrás sintiéndose la intrusa enchalecada en su propio departamento. A una Luisa le descubrieron el secreto y a otra le probaron la existencia de una conducta anómala difusa hasta hace unos minutos cuya verdad insistía en negar. El amor no tenía derecho a irrumpir en la vida conociendo demasiado del otro, ambas se sintieron vacías creyendo que ya no tenían nada para dar, hubieran querido postergar el día de año nuevo hasta la eternidad y sufrían sabiendo que mañana estarían ahí recomenzando removiendo explicaciones. A la otra Luisa hoy le sería difícil dormir entre esas cuatro paredes, donde el intruso escuchó las voces de las dos. La otra Luisa lanzada por la decisión de huir terminó de vestirse, partió hacia el departamento que tenían sus padres para cuando vienen a la capital -quedaba a pocas cuadras de Mercedes-, allí evitaría el equívoco punzante de las últimas horas, la medianoche más odiosa que pudo imaginar.

En el departamento así abandonado quedó sin apagar la luz que Germán encendió al telefonear a sus hijos, sobre la mesa ratona había un vaso de whisky aguachento con cubitos disueltos y al fondo seguía goteando la canilla mal cerrada, rota. Después que Luisa cerró la puerta por fuera, los objetos de la casa iniciaron su reacomodo nocturno solidarios a la tragedia breve que ocurrió allí mismo. Eso duró una media hora, hasta que agrediendo el silencio nocturno se escuchó el timbre del teléfono, una vez, dos veces; a la tercera el aparato inició la secuencia automática de reacciones, los engranajes interiores luego de unos instantes dejaron espacio para la inspiración de il Prete rosso. “El número que marcó es correcto. Usted está en comunicación con el hogar de Luisa Amorío. Lamentablemente estoy ausente, pero luego de la señal sonora puede dejar su mensaje y número telefónico. Me comunicaré a la brevedad. Gracias.”

-Soy yo, perdóname la hora pero hoy es especial y no aguantaba las ganas de ponerte al tanto. Caéte de espaldas: lo de Germán se terminó de la manera más estúpida, te juro que no sé qué hacer. Esto es para hablarlo personalmente, pero al menos te adelanto los titulares.

Desde el teléfono monedero del bar Green Park al principio de la Avenida 18 de Julio, frente al parque de los Aliados y el Obelisco, que está abierto de noche durante todo el año, Germán intentó llamar a Luisa varias veces. Daba ocupado, al final supuso que ella descolgó el aparato para dormir tranquila queriendo olvidar lo ocurrido. Decepcionado por el fracaso regresó a la calle, el movimiento de gente y autos disminuía de manera notoria. En la vereda un borracho detuvo su marcha vacilante, miró intrigado hacia los luminosos de neón y comenzó a cantar “un año más que importa, como vino se irá…”

Der Tod un das Mädchen

Lo pienso cada día que pasa a la llegada del crepúsculo sin poder evitarlo, habría que gritarlo en una lengua intraducible, extranjera y violenta para que sea soportable y por fin alguien nos escuche. ¿Por qué están matando a nuestras niñas con tanta saña? De aquello maléfico que se volvió imborrable pasaron tres años y sigo sin salir de la pesadilla del insomnio perpetuo, ni me importa si lo que hago ahora pensando en su memoria tiene sentido. Cerrar el sobre grande si me dan las fuerzas, ir hasta Correos central, esperar mi turno y franquearlo, hacerlo llegar hasta sus manos. Quizá rogarle a la Virgen María que usted lo lea pudiera ser una manera ridícula de guardarla a ella en la memoria desatenta de la gente, del vecindario; el tiempo que huye sobornado, está cada día más amenazado por la avalancha voluntaria del olvido.

Una de las últimas veces que hablamos por teléfono con mi niña –lo recuerdo como si fuera ahora mismo- me comentó que había comenzado a redactar una bonita fábula infantil y le estaba gustando. Cuentito dulce recuerdo que agregó, puede que para tranquilizarme, si bien por ese entonces yo lo ignoraba todo de su tragedia doméstica. Después de varias conversaciones sobre el asunto de su tarea, ella avanzó algunas confidencias; era la invención de un mundo inexistente de juguete, con niños extraviados, secretos a preservar y animalitos suaves que hablan entre ellos con voz casi inaudible, intentando paliar la tristeza del abandono. “Si tú supieras mamá” me dijo pidiendo auxilio a su manera y cuando lo supe fue tarde para salvarla.

Ahora que después de tres años finalizó la parodia de justicia con sentencia y sin redención, de una manera que prefiero obviar para evitar indignarme hasta el agotamiento, nosotros recuperamos por fin sus pertenencias retenidas por la policía. Las pruebas materiales, como dijeron en el juzgado durante el proceso, refiriéndose a objetos tan queridos que guardan el aroma de su perfume preferido. La justicia podría ser social hasta cierto punto, pero el dolor íntimo es imposible de compartir en lo abisal de su verdad. Este se volvió el cuento de nunca acabar, la pena impuesta al miserable que la mató fue maniobra de dilación indigna en la memoria de cotillón, que nada conoce de juez ni fiscal y para que el olvido no la asesine una segunda vez. Las causas más inmundas tienen también su abogado defensor enfático y motivos atenuantes que son considerados por la magistratura. La historia evocada de evasión infantil por la ensoñación quedó revolcada por el camino, los fragmentos sobrevivientes se parecen a esbozos de alguien atemorizado que se busca a sí mismo, jugando a las escondidas en un jardín inmenso, borradores de ilusión tronchada de manera violenta.

En una de las notas recuperadas, esquelitas rosadas que ella agregaba cada tanto, siguiendo sus humores y para protegerse, anotó que pensaba enviarla a un editor de libros infantiles cuando llegara al punto final. Eran invenciones para intentar escapar con vida del acoso que la sofocaba, fantasías inocentes queriendo salvarse del horror cercándola como una enfermedad maligna sin antídoto conocido.

No sé si hago bien en enviarle esas primeras páginas, si usted tiene algo en el corazón del otro que ella soñó mientras redactaba a escondidas y estando sola en la casa. Su lector ideal fue ella misma, era otro niño hipotético que hubiera adivinado sus miedos de muchacha. Si no es así yo seguiré igual adelante mientras me den las fuerzas, insistiré una segunda vez, otra más y las que sean necesarias hasta que el eco de la indiferencia se digne responderme. Prefiero comenzar por usted que siendo mujer habló con tanta sinceridad y recato por la radio sobre el caso de mi niña, que conoce a tanta gente que puede ayudarnos.

En las audiencias públicas ni siquiera se tomó en consideración su testimonio dejado por escrito de mano propia. Se dijo con énfasis que la ficción nunca constituye una prueba material convincente para condenar a un hombre enfermo, son meras especulaciones de subjetividad imaginativa decía la defensa, propósitos que se distancian de la veracidad de los hechos. La brutalidad que fue reconstruida resultó enorme, las circunstancias del acto explícitas y la confesión del matador reivindicada con orgullo tan esquizofrénico, que fue innecesario nutrir el expediente con pruebas irrefutables ni efectos teatrales de careo e informes adicionales, con expertos psiquiatras justificando lo inexplicable. El porvenir quedó inconcluso en su vida cegada de manera brutal: el envío pensando en la fantasía infantil, un libro con ilustraciones coloreadas a doble página, los proyectos ingenuos de mi querida niña de dar vida a sus temores. Yo misma pasé a mano palabra tras palabra y luego a máquina cada oración, mientras lo hacía, me convencía que era la historia más bonita del mundo, sin llegar a entender que fue un grito de auxilio y testamento, carta desesperada sin destinatario preciso, el refugio de la mentira. Es justo que lo diga, mi hija tenía la imaginación necesaria para evadirse de la realidad que insistía en lastimarla sin descanso; faltaba alguien que la guiara y la escuchara como en la vida.

Leí cientos de veces esas poco más de sesenta páginas y nada había para saber del infierno hogareño en que estaba cautiva, lo que vivió cada día de sus últimos tiempos luego que algo sin nombre se rompió en su matrimonio. Nunca sabré si ella sabía de qué manera la violencia crecía dentro del hogar, si llegó a percatarse que la estaban matando y nada hacía suponer ese final de horror que parece inventado. La que escribía era otra persona que la muerta, era sin embargo la misma niña y quedó intacta en su corazón, en nuestro recuerdo. La que escribía era mi niña y la muerta es la joven mujer que destruyó a sabiendas ese personaje endemoniado, que se pudre en la cárcel y tendrá asistencia médica siquiátrica si consideran su caso recuperable. Era como si ella intuyera la muerte, mirándose asesinada por un poseso en un presentimiento necesitado de dejar testimonio.

Con cadencia de crónica y testamento ella contó entonces a su manera la historia imaginada de un país paralelo. El relato inacabado fue la ilusión de vida que meció en secreto, como el hijo que por suerte no tuvo y nunca supimos con el padre qué nos quería decir sin alarmarnos. Era una persona estable y buena desbordante de planes felices relativos al futuro, hasta que conoció a ese hombre y tuvo que ser él el responsable del daño. ¿Cómo permitió Dios ese encuentro sabiendo lo que luego pasaría? Somos gente sencilla, no supimos ver lo que estaba ocurriendo y nunca nos perdonaremos esa ceguera. Repasamos fotos, videos caseros, recuerdos compartidos de almuerzos y aniversarios, de salidas al campo, nada podía sospecharse en esos testimonios sobre lo que sucedería después.

Mi marido dice que las víctimas propiciatorias nunca dejan trazas de su martirio entre cuatro paredes, son espectros inconsolables del pasado y se vuelven asunto de familia que nadie desea escuchar más de dos veces. Ella avanzaba hacia la muerte con la misma inocencia que lo hizo en la iglesia cuanto recibió la primera comunión. Es por esa pureza insoportable que los autores prefieren a los asesinos, la maldad que se ensaña sobre las mujeres los atrae como jalea nauseabunda y hace vender más papel. La tragedia de mi niña está en la historia de su marido asesino, esa es la novela y los cuentos que otros escribirán con entusiasmo, pensando en el efecto cautivo sobre los lectores, felices de entender las razones, contándolo a quienes estén dispuestos a pagar por meter la nariz en cloacas ajenas. La gente que lee en salas de espera y trenes de cercanías tiene la fácil debilidad por asesinos de mujeres; como si gozaran viendo esa manifestación del mal irreversible, disfrutaran con detalles escabrosos de lo ocurrido y la variante ingeniosa que halla el homicida para matar una mujer indefensa.

Mi niña no era la cosa inerte y prescindible descrita en el telediario, ese cuerpo cubierto a medias por una sábana amarilla teñida de sangre. Que acaben de una vez por todas los periodistas con esa falsa compasión de hienas utilizando la muerte ajena para ser inventivos. Lo único que pretendían era entrar primeros al dormitorio para filmar de cerca las manchas coaguladas y el cuerpo deformado, indagar como buitres carroñeros en su pasado para explicar lo ocurrido a la manera de las series americanas. Estaban decepcionados cuando supieron que el matador no era reincidente ni firmaba los crímenes con un criptograma, que mi niña tampoco formaba parte de una serie macabra insistente comenzada años atrás. Es tan siniestro todo, que si ahora escribiera su nombre de soltera nada la evocaría, estamos en una sociedad de amnesia programada que injuria el nombre de las mujeres muertas y nuestra ciudad no es la excepción, las que nadie menciona hasta que la tragedia recomienza. ¿Quién puede recordar el nombre de tres mujeres asesinadas en el hogar por el hombre de su vida? Nadie salvo nosotros que la sobrevivimos, que tanto la extrañamos y sabemos que ninguna justicia, ni siquiera la divina en caso de que existiera, sería suficiente para suponer lo que pudo haber sido su vida. Que su nombre se borre porque distrae la inspiración de los ingeniosos, las muertas nunca hablan y las fotos viejas son hojas muertas del cementerio de fosas comunes; que los falsos memoriosos babeándose cuando la lista se incrementa terminen con la hipocresía y confiesen que se interesan por la mente del asesino desde que era niño.

Ese individuo tan requerido hace pocos meses por el interés público, algún día será un viejo que avanzará pasito a paso por el paseo arbolado de una ciudad marítima, entre corredores quemando calorías con zapatillas Nike y madres paseando los hijos pequeños; disfrutando la brisa de libertad recuperada sin que nadie de los que cruza en su camino de anciano sospeche que es el brutal asesino de mi niña. Me es insoportable pensarlo en esa situación, llegando a viejo sin perder las facultades y que lo recojan en un asilo geriátrico por piedad, financiado por el ayuntamiento; que nadie sepa de su pasado criminal y el personal se encariñe con ese abuelo, ensimismado en sus recuerdos, cuidado por una enfermera que tenga la misma edad de mi niña cuando él la mató.

Como se nota desconozco por dónde comenzar a enhebrar los hechos, mis recuerdos se agolpan sin hallar un orden coherente y en eso debo ser fuerte. Puedo imaginar a mi yerno siendo anciano cuando nosotros estemos muertos, la recuerdo a mi única hija cuando cumplió su primer añito, trato de revisar cientos de veces los testimonios del noviazgo y la preparación para la boda. Con todo lo que hicimos para que la ceremonia fuera un momento inolvidable en su vida, fue como si nosotros la hubiéramos llevado al sacrificio hasta con alegría. Nadie nos envió un signo de advertencia o si hubo signo, en nuestra ignorancia y exceso de felicidad seguro que nada supimos interpretar.

Su padre fue quien la descubrió muerta en la cocina, lo contó decenas de veces a la policía y en el proceso. Fue él quien respondió a los alegatos de la defensa insinuando el merecimiento, revolviendo basura psicológica justificando un crimen pasional, intentando la cobardía de una irracionalidad espontánea. Quiera Dios que pudiera yo decirle el momento de ver por primera vez a nuestra niña muerta, pero fue mi marido que la descubrió. Nunca quiso abundar en detalles, lo que puede darle una idea del horror, se lo guarda para él y no puedo hacer nada. Dice que es por mi bien y le creo, demasiado peso de remordimiento para su sola conciencia, es un buen hombre y sé que morirá de pena dentro de poco sin poder evitarlo.

Lo que guardo de ella parece distanciarse, sólo nosotros podemos reconocerla y cuando faltemos de este mundo nadie recordará su manera de andar ni tendrá presente el martirio. Podría pasar horas mirando fotos de la infancia, seguro que puedo rearmar pormenores de cada emoción y circunstancia, si le enviara una fotografía junto con el manuscrito sería una imagen más de las niñas de cualquier pueblo. Contar lo bonita que era, el color del pelo largo y su sonrisa me agota, me destruye de solo pensarlo, la piedad de la escucha hará que la verdad se diluya en lástima que ni pido ni merezco. Cuando lo intento, queriendo ser precisa en singularizarla, definir lo que a mis ojos la hacía única termino por confundir las emociones. En el conjunto de las niñas suprimidas por sus enamorados y diabólicos asesinos es una más de la lista. Si alguien se llegara a nuestro barrio ni cuenta se daría del horror ocurrido con mi niña; vivimos en una ciudad del interior de las que hay que repetir el nombre para recordarla, dejó de ser la de mi propia infancia y nada hay aquí de terrible en apariencia.  

Habría que inventar para esas tumbas femeninas del camposanto otra forma de cruz escandalosa y un ángel custodio desfigurado, que en su nombre renegara de Dios señalando los lugares donde están sepultadas las mujeres. Me pregunto qué les dirán quienes reciben sus almas confundidas en el cielo, si es que tienen algo para decirles además de pedirles perdón, prometerles venganza porque la justicia nunca alcanza; llorar sin agregar ni una sola palabra de consuelo que sería innecesaria y obscena. Hay gente buena que nos ayudó en los primeros meses a sobrellevar nuestra pena pero el tiempo avanza y pesa, una dice que está bien para quedar a solas, entonces esas almas benévolas se marchan de prisa a su hogar luego de despedirse y no pasa un santo día sin que ocurra otro crimen. ¿Qué les pasa a esos hombres? Es como si hubieran empeñado la humanidad, extrañaran la guerra, hubieran sido paridos por el cieno pútrido sin mujer; bestias descontroladas donde se incrustó una forma del mal que los lleva a destruir lo que una vez amaron. Como si olvidaran las palabras dichas cuando se enamoraron, perseverando hasta hundirse en lo injustificable, sin soportar la contemplación de aquellas que son espejo revelador de su fracaso. A veces ni yo misma lo entiendo, hay mañanas en que me despierto sin la memoria del crimen de mi niña, entonces pienso en llamarla por teléfono, por el gusto de conversar del clima benigno diez minutos y de una receta de cordero al horno escuchada en la tele. Pienso en manera obsesiva en recordar los aniversarios, en especial el de la boda; alguna vez me confesó que había sido el día más feliz de su vida hasta que quedaron a solas. Si se hubiera ahogado durante la luna de miel… si hubiera muerto en un accidente de la ruta la conciencia de esa injusticia hubiera sido consuelo para sobrellevar la muerte.

Acaso en una tarde como ésta, en lugar de estar escribiéndole sin conocerla –hasta su nombre verdadero ignoro- estaríamos de conversación familiar con mi niña, bebiendo chocolate caliente, con la muerta en la casa de visita y recibiendo las flores del mismo hombre que la asesinó. Nunca una carta, alguna explicación balbuceada ni el comienzo del arrepentimiento pidiendo perdón o el intento de un entendimiento. Lo que haya sucedido se lo guardó para él y debe de odiarnos mucho para negarnos el consuelo por la palabra. No debemos guardar esa sobriedad enfermiza en el interior de la familia, mi niña es una más de las víctimas de la locura de unos hombres señalados por el infierno, condenados por una pulsión asesina que comienza cuando las invitan a bailar en una fiesta, las cruzan en el colectivo, les piden el número de teléfono y son presentados en una agencia de reclutamiento laboral.

Esas imágenes que recupero me hacen daño sin poder evitarlo, significan la ausencia y nunca el tiempo que pasó, las fotografías de sus primeros años me dan la ilusión de vida en otra parte que resulta falsa negándome el conocer lo inconcebible. Tampoco consigo hacer el duelo absurdo ese que todos aconsejan, mirándolas una y otra vez las horas se evaporan en el aire y el mundo es un lugar con ardillas veloces donde el crimen nunca ocurrió. La apariencia me exonera de una cadencia que marque la usura del tiempo.

Resulta curioso, es sólo cuando leo su relato inconcluso, la historia inacabada, que oigo una música tierna de ausencia. En su escritura se condensa la voz suya que sigo escuchando dentro de mi cabeza, desde las deducciones de lo que supongo ella quiso decir. Imagino que accedo a la confesión de su vida auténtica, en la progresión de la trama ingenua y sugerente se advierte el horror del desenlace invisible en vida.  La lectura de ese puñado de páginas susurra que mi niña está muerte, la situación es irreversible y el llanto preferible a las ilusiones de una reaparición en sueños. En la lenta lectura de ese final abrupto y su manera de callarlo mirando la frustración de redacción interrumpida, comprendo el sentido de su desaparición. Cierro las páginas, clausuro la carpeta de tela como si fuera un féretro de papel y arrojara un puñado de tierra con pétalos de flor roja en la tierra excavada de la tumba. Entonces me cubren dos sensaciones; la conciencia pútrida de la muerte y el saber que ella no es el último ritual de los avatares del recuerdo. Comienza ahí la sospecha, luego la esperanza en una resurrección por la lectura evocándola. No del cuerpo porque sería maléfico y tampoco del alma, pues después de su muerte perdí la fe en esas cosas; es otra luminosidad la que aparece, melodía inasible evocando un cuarteto de cuerdas, quiero decir de esa condición de la resurrección. Abro una vez más la carpeta y busco la primera frase escrita por mi niña asesinada, leo como si fuera por la primera vez, es ella escribiendo esa línea inicial, sé que está muerta y se instala en mi memoria de una manera dulce.

Quizá era eso, ella escribió a escondidas en los últimos meses de su vida sin pensar en una colección de cuentos infantiles. Lo hizo para decir la sospecha del miedo que ni ella misma llegaba a concebir, se servía de la caligrafía sin poder gritarla, aferrándose a la vida porque su hora se acercaba de manera violenta y sanguinaria. Dejando el recuerdo de su ternura amenazada, ella captó al vuelo los fantasmas criminales rondándola, los transformó queriendo que recordáramos de ella los febreros de su vida pasada, diciéndonos que así era ella. Su vida no puede resumirse a las circunstancias del asesinato, era mucha mujer para ser reducida a simple presa del psicópata tan citado en la prensa de entonces.

Se acerca la resolución y me sucede algo extraño como si la filiación continuara en la escritura, rezo para que algo de ella sobreviva al olvido y sólo puedo hacer pasar el dolor de la madre de una muchacha muerta. Que ahora irrumpa mi tristeza, como cada día de los que me quedan por vivir nada significa en relación a lo ocurrido. Hay que hacerlo así, la memoria de los seres queridos es una tarea con notas de relato perpetuo. Los que estamos todavía en vida somos los únicos que podemos ir al otro lado para hablar con los muertos. El dolor de mi niña nunca regresará de allá donde se halla, si ello sucediera estaríamos cercados de un coro de muchachas y su alarido sería un confutatis maledictis insoportable. Por eso se prefieren estadísticas y se olvidan los casos, por ello especulamos sobre cuál será la próxima mujer que se sumará a ese coro infinito destinado a alcanzar una cifra inconcebible.

Lo puedo aceptar con experiencia de los años pasados y los intentos de esperar algún signo angelical, nada escuché sino el silencio, para recuperar el recuerdo limpio hay que abandonar la vida, partir de viaje hacia una región desconocida. Se lo puede hacer sin temor, la justicia humana pasó y en el otro lado nadie aguarda ni siquiera las almas saturadas de reproches. Esas muchachas muertas y hablo por mi querida niña, no aspiran al infierno circular esperando al viajero para contar el momento del crimen. Ese gesto asesino les cegó la vida sin poder con la integridad de su existencia, lo que ellas cuentan a quien quiera escucharlas es interrupción, ilusiones secretas suspendidas ante la eternidad y felicidades simples que les fueron arrebatadas.

A esa conclusión llegué leyendo lo que ella dejó escrito. En cada lectura mi niña reaparece y es su manera de continuar viviendo, lo escrito es otra vida que una noche se interrumpió, la hora última cuando el universo se transfiguró en nube negra ensangrentada. Leerla es ir al otro lado y verla, escucharla, recordarla, mi niña es una voz que se niega a ser silenciada por el resto de la eternidad. Poco interesa si tenía talento para llevar a buen puerto el relato, esas pocas páginas resumen su historia preservada, la vida interior e inadecuada para lo que le tocó padecer. Con mi marido decidimos dispersar sus cenizas en un estanque con patos y cisnes, mi niña es puñado de polvo de reliquia y memoria infinita. Con mi marido cambiamos su cuarto de soltera hasta hacerlo irreconocible, ella nunca regresará a la casa y sabemos que la voz está en las páginas que le adjunto. Se trata de una experiencia sencilla y tiene el riesgo de cuando se cruza al otro lado de la vida, sabiendo que es improbable dialogar con los difuntos al menos que sean de la propia sangre.

La lectura inicia el milagro de escuchar sus voces como si estuvieran en la misma habitación, por momentos ello ocurre en una sola línea; es suficiente, y yo que comencé suplicando en lengua incomprensible quiero finalizar con la voz de mi hija adorada. En alguna tarde sin nubes ella paró de vivir porque no daba más del alma y decidió llevar una existencia al margen rodeando esa rutina amenazándola. Cuando quedó a solas anotó entonces en su cuaderno: “Las tres muchachas de quienes trata la historia que comienza, se conocían desde la infancia. Una de ellas, que respiraba con dificultad y manchaba los pañuelos de color escarlata, deseaba detener su crecimiento. Temía que algo maligno la estuviera aguardando, allá lejos en los meses venideros de incertidumbre poética, cuando comenzara la juventud precoz anunciando la estación florida del amor.”

Los titanes

Desde que tengo memoria de mis actos, jamás se me pasó por la cabeza iniciar una discusión crispada por asuntos familiares. Yo sabía por escuchas salteadas en el trajinar de la cocina, que desde hace años mamá ahorra para comprar una casa en algún balneario de la costa oriental de la isla. Mis padres cotejaron planos de terrenos delimitando perímetros inconcebibles, visitaron construcciones suntuosas fuera de su alcance económico, merodearon viviendas inacabadas de propietarios en apuros, avistaron ranchos precarios, siniestras taperas olvidadas entre la desembocadura del arroyo Carrasco en el delta mayor y el desvío sin asfaltar llevando hasta Piriápolis.

Me desagradan las playas interminables y a mi hermana también, somos hijos inesperados de la vejez de nuestros progenitores. Nuestros padres tendrán poco tiempo para disfrutar de la dichosa casa, si es que el proyecto se concreta algún día. La idea de una propiedad sobre la costa era el anhelo obsesivo que daba sentido al trabajo de mi padre, al ahorro de nuestra madre vintén a vintén contagiada por la sombra insensata del plan de compra. Ambas fuerzas reunidas y siendo de naturaleza diferente les consumían las tardes de los domingos cuando leían, con perseverancia de entomólogos, los miles de anuncios del diario El País. Ellos alimentaban listas de ofertas interesantes en cuadernos cuadriculados, minúsculas libretitas negras y fichas de cartulina; priorizaban números telefónicos según la cifra de terminación en una cábala incomprensible, calculaban por adelantado intereses trimestrales de la cuenta de ahorro del Banco Trasatlántico y comentaban el monto abusivo de algunas entregas fijadas por escribanos sabandijas.

La obsesión por la casa que espera debía justificarse; el creciente incentivo se explicaba por la tendencia que empujaba las ambiciones familiares hacia la costa, como si nuestra marea humana obedeciera al vaivén del mar regulado por los tamaños cambiantes de la luna. Lo que resultaba una marcada contradicción era alquilar un chalet e incluso en condiciones ventajosas ello suponía achicar los ahorros, pero «había» el mandato de perseverar en la costumbre de abrir casas ajenas con olor a humedad en los rincones y pilotes incrustados en la arena. Recuperar el hábito de calentar de apuro muros fríos de panteón, pasarse horas limpiando remedos de jardines invadidos por hierba mala, acomodando garajes sin furgoneta y atiborrados de herramientas antiguas, cambiando piezas defectuosas a la bomba de agua, vigilando los movimientos taimados del parrillero cuyos ladrillos tienen vocación por despegarse. Papá se responsabiliza de llevar adelante tareas de reacomodo circunstancial, sin reparar en la gravedad del abandono de lugares fijados con anticipación y en términos confusos en contratos manuscritos.

Apenas desplegado el maniático propósito de compra argumentado en razones confusas, mi padre inició una agenda minuciosa asentando los progresos del plan. Con repertorio alfabético de inmobiliarias, catálogo profuso de profesionales implicados en transacciones similares, nombres de simples particulares ofertando su residencia secundaria para ganarse unos pesos, listas de amigos que alquilaron o compraron y de amigos con parientes que alguna vez pensaron comprar o alquilar por siete días (para mi padre esa medida era suficiente) en un punto cualquiera de la franja marítima. Debido a la constancia y acumulación de datos él adquirió un saber relativo a metrajes, precios negociables, sendas vecinales, horarios de transportes, farmacias de turno y profundidades donde hallar agua fresca nada desdeñable.

Entre ese inmenso conocimiento acaso inoperante y la evolución de las cuatro estaciones se produjo una extraña empatía; venimos así alquilando casas distintas cada temporada, arbitrio que de interesante se volvió preocupante. De unirse los puntos agregados año tras año la línea resultante sería un zigzagueo insensato y el paralelo demencial de la orilla costera. Algunas veces –las menos- los esfuerzos de tradujeron en fortuitas transacciones y premio consuelo por otra seguidilla de temporadas desastrosas. La mayoría de las ocasiones los resultados fueron frustrantes, coincidiendo con el clima que acompañó nuestras excursiones fuera de temporada, promediando primaveras caprichosas o cuando se abaten sobre la isla esos otoños tristes, refutando sin piedad las tesis de papá empecinado en augurar falsos veranillos y donde hasta podemos zambullirnos en el mar. Según él son los mejores días para inspeccionar con mirada crítica de futuro inversos, advertir sin interferencias las trampas y virtudes de los alrededores, preciosa información que ingresa con método a la agenda. Quiero decir al implacable cotejo con paisajes de años anteriores, horizontes venideros que se proyectan sin obstáculo insalvable al proceso de su imaginación fecunda. «Ya que se invierte una sola vez en la vida hay que estar bien seguro» suele afirmar mi padre, justificando la búsqueda y postergación de la decisión que daría punto final a enredadas especulaciones.

No obstante las inclemencias repetidas que lo fastidiaban, poniendo a prueba su constancia, jamás lo escuché quejarse ni recurrir al argumento de la mala suerte. Mi padre se limitaba a sostener que ni loco invertiría en una playa como en la que veníamos de «veranear” y “donde las calles se inundan con cuatro gotas locas que caen… ni quiero saber lo que será esta baldío en invierno» decía, puede que sabiendo que estaba repitiéndose en su alegato como el año pasado; llegar a tamaña conclusión justificaba el tiempo invertido y el dinero malgastado. Al final de la aventura, sabiéndose a salvo de la especulación inmobiliaria complotando en su contra se lamentaba, sin ocultar la ironía del que escapó a la trampa de los cretinos que enterraron miles de pesos en esa porquería, embaucados impíamente por vendedores inescrupulosos.

Sobre el sentido del concepto «veranear» es intransigente, por más que la experiencia haya incluido semanas de temporal continuo la apelación vacacional del desplazamiento es respetada. Como si bastara pronunciar la palabra veranear para disipar desagradables momentos de pésimo humor, amaneceres decepcionantes calcando el cielo plomizo del crepúsculo anterior, sobremesas de gélido encierro jugando a las cartas para conjurar las fuerzas del mal tiempo. Mientras la costa, destinada para disfrutar del sol mirando el horizonte, era fatigada por furiosas ráfagas, trayendo hasta la orilla la marejada marrón y sucia.

La desgracia tampoco es una constante irreversible, algunas fallas estadísticas nos deparaban aciertos cada tanto de cielo despejado y que podían la dicha de aventar desagradables episodios pasados, enorgullecer a mi padre confirmándole su pronóstico favorito: los mejores días de verano se ocultan en la periferia otoñal. Más de una vez pensé que esa manía de alquilar casas en fechas extravagantes, dependía de razones ligadas a la salud precaria de la caja de ahorros familiar, luego deduje que la verdad respondía a un aspecto brumosos de su carácter, la convicción secreta de ir contra las costumbres englobando también las de la naturaleza. En la tarea de padre de familia, asumida de manera tardía y poco convencional logró inculcar en nosotros, sin violencia y diluyéndola como herencia irrenunciable hecha jarabe, una manera de anunciarnos cómo sería nuestro porvenir. Al menos fue lo que sucedió conmigo, que acepté sin buscar entender su estilo de interpretar el almanaque y la manía de recaer en ensayos otoñales, sabiendo que para mí no habría un verano que conciliara calor con calendario antes que la familia se hiciera de casa propia frente al mar, la que nos estaba destinada y se negaba a manifestarse poniendo a prueba nuestra perseverancia.

Aguardando el reconocimiento, las casas usurpadas por mi padre con mirada crítica tenían un aliento de amenidad y postergación decepcionante. Eran el fatigado espectro del plan alistado al porvenir, que al espíritu emprendedor de mi progenitor tenía la contundencia de un muro de piedra y su historia capitulada en depósitos en garantía, retiros e intereses del Banco Trasatlántico.

El proyecto familiar disipando ardores de la vida cotidiana y el olor pútrido del Estado descomponiéndose tenía en mi carácter secuelas fluidas, escoltando los manantiales subterráneos que papá detectaba sin error a siete metros de profundidad, en cualquier claro de un bosque de pinos o bajo la textura de un terraplén. Era así: él «sabía» que debajo había agua, la detectaba con la intuición entrenada de Orientalista que para tantas decisiones ordinarias suplantaba el razonamiento positivista. En sus salidas en trance, al momento de la iluminación, parado sobre el manantial invisible y oculto a vecinos desdeñosos de los indicios naturales, al alcanzar la máxima concentración, padre lograba que los incrédulos oyeran fluir el agua. Aceptaran sumisos la transparencia desde el primer chorro frío desconcertado al recibir la tibieza del verano agónico, una luz nunca vista, saturado de minerales beneficiosos para las funciones vitales del cuerpo. Cotejado a ejemplo paterno tan decisivo debí habituarme a intuir el agua primordial y aprendí a observar la sed allí donde mis ojos verían montículos de arena plagados de cascarudos. Vislumbrar una casa en las hojas de la libreta forrada de nylon, adivinar veranos venideros en nubes fugando por encima de porches de casas alquiladas por la tercera parte de los precios estivales. «Temporada que por otra parte fue un rotundo fracaso. Así matan a la gallina de los huevos de oro» decía él y mi pobre madre lo miraba intrigada, pensando que nosotros pudiéramos ser un leve plumón del buche de la inquietante gallina de los huevos de oro.

Todas las horas de convivencia cerca del mar no eran salpicadas por el delirio de mi padre, Orientalista aficionado de fines de semana. Me reservaba otras horas para caminar en solitario habituando la imaginación, organizando un bastión cuya construcción será defendida a cualquier precio hasta la última gota de sangre, un mecanismo interno a utilizar sólo en caso de peligro extremo. Nada extraordinario por otra parte, sencillas persecuciones mentales, mutaciones del paisaje, un amigo inventado para conversar andando por senderos de balasto, fantasías integrando a mi hermana. Desde que yo era adoptado y ella lo sabía, hasta las ganas de espiarla cuando ella me echaba sin mucha convicción, antes de bajarse la bombacha hasta los tobillos, agacharse sobre la pinocha, hacer pichí y luego vichar el charquito filtrarse entre hojas secas intoxicando insectos desprevenidos.

Los años de esos descubrimientos acompasaron mi formación de solitario desconfiado, templando el espíritu hasta dejarlo en estado de alerta permanente y prometí que ello me ubicaría en la vida en situación ventajosa. Cuando entraba en crisis de seguridades, el afán de padre incambiado tras la casa fantasiada, sus divagaciones sobre desaparecidas culturas orientales por causas de pecados humanos, castigos divinos y el don para encontrar agua a tientas, tuvieron sobre mi carácter efectos positivos que fueron de gran ayuda. Buscaba agua en las personas que encontraba considerándolo el mejor criterio para conocerlas de verdad; el cuerpo y la voz de los otros tenían consistencia arenosa, descubrí que salvo rarísimas excepciones y en quienes era intensa la humedad emanada, los demás eran seres desecados desde la infancia, cuerpos porosos indiferentes a la muerte. La capacidad de percepción heredada, sostenida con modestia por el esoterismo paternal y aledaños de locura mansa hicieron de mí un niño diferente. La negación de un niño, un mutante con cuerpo infantil y capacidad analógica inesperada dadas las condiciones intelectuales del entorno; salvo la indicada falla de padre abarrotada de tratados interestelares, cosmovisión de secta y testimonios contando el otro lado del mundo, la primera hora después de la muerte corporal, los secretos perdidos de antiguas civilizaciones sumergidas. La mujer mayor que lo acompaña e inquieta ante la mención de la gallina ponedora de hueso áuricos, sin saberlo supongo, era madre de alguien diferente.

La primera manifestación práctica de mi anormalidad fue el silencio, la negativa a toda confesión de la excepcionalidad en la acepción menos frecuente. Con el silencio inflexible la puse a especial recaudo de sospechas familiares; cuando me atreví a insinuar algunas pistas tibias, recibí respuestas alternando entre papanatas y mentiroso. Juicios que me alertaron y evité así ser abanderado en las fiestas patrias escolares, recibir educación personalizada de docentes creídos que mis logros escolares eran resultado de sus capacidades pedagógicas, contribuir al desarrollo coercitivo de la diferencia en el dudoso beneficio de las ciencias pragmáticas.

Destinado a una vida distinta procuro obtener el mejor beneficio del desajuste, mi diversión favorita consiste en experiencias vinculadas a las visiones. En ciertos instantes que prolongo hasta el agotamiento, puedo transgredir el mecano temporal y mantenerme en contacto con anomalías simuladas en la naturaleza, condensadas en objetos de apariencia trivial. Llego hasta ahí en mis incursiones; con las personas tengo dificultades, como si esa hora superior estuviera todavía por llegar. Mi estado es definido de distintas maneras, existen cuadernillos con figuras para medir coeficientes mentales, conocidos por escolares de vocación indecisa y maniáticos de toda especie. Donde los médicos incitan a buscar, en manchones simétricos de tintas, combinaciones neurológicas apartando del atolladero de la mediocridad, pruebas humillantes que rechazaré en su debido momento; desprecio su objetivo mezquino de asociación obligatoria cuadriculando lo inmedible por estrellitas, ladrillos multicolores y redondelitos.

La falta de una vida normal durante las vacaciones escolares adiestraba el autodominio, cuando adquirí esa brumosa conciencia de mi circunstancia la enmascaré con esmero. La evolución de mis visiones avanzó a buen ritmo sin alterar la vida familiar y sus ritos, algunas miradas de mi hermana sugerían que ella, además de intuir con gusto mis fantasías fraternales advertía lo callado. El control excesivo conduce pronto a la exageración y más de un pariente anda murmurando si no me estaré volviendo tarado, hijo tardío de la chifladura de mi padre por comprar una casa en la playa, confinado a herencia genética; la esquizofrenia mentada de mi abuelo paterno, sobre la que planea la plancha de silencio y versiones disonantes que afectan su final sanguinolento.

Es complicado al hablar dominar la represión y desviar la conversación. La dicción para quien sabe escuchar es lo que delata el desarreglo de mi cabeza, a veces pienso que el ejercicio represivo de la palabra se amontona en un arrabal miserable del cerebro y allí permanece al acecho, aguardando el momento de abordar el costado feliz, siguiendo su avance entre anagramas del mundo y símbolos inmutables del caos en movimiento perpetuo. En el círculo próximo mi cerebro y yo nos comportamos con relativa educación, involucrados como estamos en una familia consumida por un plan coagulando la ambición oriental e insensatez del hombre que cumple apático su jornada laboral; alguien que malviviendo extravió en ruta la sandalia fracaso y emprende absurdas expediciones a un levante cercano, desprovisto de asombro, creído que un día mágico nos conducirá al esplendor de la fortuna.

Esta digresión mía se justifica, además de haber perdido el sentido de la extensión mientras pienso, en esta falsificación de verano sucedió un incidente perturbador y durante una de mis caminatas habituales di con una construcción particular. Estamos a finales de abril, pasó la vuelta ciclista, semana santa, la criolla del Prado y el fastidioso ceremonial de la resurrección. Hasta los últimos días de marzo él mantuvo el suspenso de saber si alquilábamos algo y en la eventualidad de decidirnos, implicarnos en la tarea azarosa de adivinar el lugar consagrado esta vez. Las mujeres y yo confrontados a cabriolas geográficas del padre de familia, salteamos entre curiosidad, resignación, indignación y desinterés. Lo sabía: se repetiría el atropellamiento de salir para allá de un día para otro… luego de la llamada providencial cerca de medianoche, consecuencia fulminante de una turbia entrevista en un boliche mugriento cerca de la Caja de Jubilaciones. Para subsanar las secuelas de nuestra accidentada escolaridad él se las ingenia, consigue certificados falsificados de médicos falsos y del resto me ocupo yo a la vuelta, recuperando las clases perdidas, ayudando a equilibrar el retraso escolar de mi hermana.

El nombre clave y contraseña fue esta vez Los Titanes, al menos es apelativo original. La elección paterna condicionada por semanas en fuga hacia el invierno y ahorros mermados, si excluyo la simpatía por el nombre resultaba indiferente. Yo estaba de antemano convencido sobre lo que encontraría en Los Titanes; las mujeres crédulas escucharon el relato fundador de padre desplegando las maravillas potenciales del lugar. Exponía el catálogo de virtudes con pasmosa persuasión y conocimiento de causa digno del vecino que, luego de treinta años de fidelidad al balneario, mantuviera entero el entusiasmo de pionero. Las calidades supuestas de Los Titanes eran engarzadas con tanta convicción que alguna vez creí las anécdotas, posponiendo juzgar el pleito entre su delirio bordado contra la realidad evocada. Con el paso del tiempo y las estaciones me incliné por la conjetura del desarreglo irreparable en su cabeza, una autosugestión potente y forma de locura chistosa. Lo veía sufrir cuando mi reacción a sus patrañas era distante, contraria a la hipnosis de mamá y mi hermana, dispuestas a creer, temerosas por la posibilidad de concebir una objeción. Le dolía que yo cayera en pozos de desinterés, era inevitable; a decir verdad nunca quise ofenderlo, si algo podía reprocharme era que callara episodios que le comunicaba recién de regreso al hogar, lejos del teatro de operaciones como él dice. Detalles sugestivos para retrotraerlo a la inestable realidad, allí donde nos arrastra algunos días del año y haciéndole saber que sus esfuerzos tampoco me eran indiferentes.

El entusiasmo por Los Titanes se concentró en la abundancia de corvinas, la quimera de impresionantes ejemplares de corvinas negras y la certeza del oleaje descontaminado pues en Los Titanes –afirmó- no hay fábrica procesadora de pescado en actividad. Cerca de la parada de autobuses había un mercadito siempre abierto, la farmacia y una pizzería con horno de leña, cuya fainá era famoso hasta las playas de San Francisco y Punta Colorada. A pesar de razones tan inconsistentes para reivindicar el balneario de la tristeza de sus partes, la manera particular de presentarlas movilizaba el entusiasmo familiar, contagiándonos la proximidad del aroma de viaje, haciéndonos dudar sobre si el verdadero verano recién estaba por llegar. La vida familiar igual que los salmones avanzaba a contracorriente del almanaque, contradecía el decurso natural del deambular planetario. Tiempo atrás descubrí su sistema argumental bien complejo bajo apariencia sencilla, él repetía las figuras tradicionales modificando el orden y contenido de los anunciados. Dos o tres eran exageradas para crear la ilusión del viaje y otro par permanecía en discreto segundo plano agrisado; estas últimas eran destinadas a explicar el probable fracaso, las razones fatídicas por las que el verano zafó de lo previsto, hados intercambiables destinados de antemano al sacrificio.

Cuando comenzaban los preparativos de una excursión mis ilusiones eran tibias, los conocía hasta en los pequeños gestos y podía pronosticar las reacciones de mis padres mirando el curso de las nubes. Era distinto con mi hermana a quien me unían corredores ajenos a la inteligencia, túneles placenteros aunque me hicieran sentir sucio, vigilado, pendiente de lo temido por ininteligible. En aquello que me era dado conocer mi espíritu parecía malgastado, si yo guardaba la esperanza de ser sorprendido –contingencia que descreía a diario- dependía del azar y caprichos exigentes de mi hermana. Cualquier conjunto de información bastaba, aquello que tuviera la apariencia de inexplicable a la primera mirada me interesaba volviéndose indagación disfrazada de desafío. Sabía que mi horizonte de conocimiento era limitado, que para llegar lejos debía proyectarme fuera de mi alcance ganando espacios intimidatorios, de esa conciencia difusa a suponer que la clave huidiza estaba en Los Titanes había un paso enorme. Puedo ahora confesar que mis prejuicios iniciales con respecto al balneario, fueron desestabilizados cuando ocurrió lo imprevisto confundido en la apariencia de un suceso trivial.

Al otro día de instalados seguí rastreando la soledad, aguardando variantes del cariño fraterno y paseando a horas arbitrarias sin método, divagando por senderos estrechos, calculando la distancia entre intenciones y realidad, placer y culpa, sueños faraónicos que intuía al origen de magros resultados en chalets a medio terminar. La costa abandonada es la pesadilla penumbrosa de Montevideo y su revancha, los terrenos desafían la imaginación constructora contenida de individuos raros y perturbados. La ruta que une los balnearios orientales es el desfiladero por donde escapan utopías postergadas de grandeza, ambiciones desmedidas incapaces de vivir fuera del verano. Ello explica la anarquía del trazado de caminos y extravíos en las construcciones visibles, como si ventanas, inclinación de techos y distribución de cimientos fuera concreción de sueños de la infancia, compañeros de avatares frustrantes, orígenes de conflictos familiares, disputas con albañiles hoscos y ofendidos. Como si esa forma precisa de vivienda, tan distinta de todas las anteriores desde las cuevas de la prehistoria, tuviera el poder de compendiar una ambición precisa, justificara los trabajos de una vida y bastara para olvidar la existencia otra dejada de lado. Así concebida y según mi visión desoladora hasta la repugnancia, la franja de construcciones aisladas era insoportable.

Una vez cerradas las casas al comienzo del otoño, desalojada la incomodidad de cuñados haciendo asaditos, amigos de los nenes, parentela rumbo a Florianópolis, cuando quedan abandonadas en la impotencia de remontar las huellas hasta las dunas, adquieren aspecto de animales, curiosas alimañas de cemento atacadas por cazadores armados con ballestas de tiempo y retraídas en permanente defensa. Algunas veces un carnicero hablador o mamá en tardes lluviosas –ella mientras fríe pasteles de dulce de membrillo- cuentan historias de robos en casas de veraneo. Los pormenores evocan enormes candados saltados con tenazas industriales, rejas levantadas con gatos hidráulicos de semirremolque, cristales astillados con martillos de zapatero y banderolas abiertas en azoteas que permitían apenas el paso de un ladrón de siete años. Nunca falla el descubrimiento desagradable de los propietarios, que en noviembre de regreso a la casa costera al abrir la puerta de entrada encontraron, en medio del living lo que quedaba del cuerpo de supuestos rateros, fulminados como si hubieran caído en una trampa para comadrejas, muertos de repente, junto al sillón de tres cuerpos cerca de la ventana forzada, rodeados de cafeteras viejas, vajilla rota, ropa arrugada para usar en enero, hormigas insaciables que siguen la procesión en orden romana por las dudas.

Con cuentos así se completaban las veladas familiares mientras duraba el exilio invernal, jamás menos de siete días y nunca más de catorce; para mi padre esa duración es aleatoria e indiferente, lo medular es ir siempre a un lugar distinto. Otros años, en amaneceres ventosos encontré mujeres sentadas en la orilla inhóspita contemplando el mar olvidadas de la creciente y el viento, parecían cómodas en su inmovilidad contemplativa, aguardando que finalizara la eternidad y sin embargo, en el instante que empleaban en hurtarle la cara a la arena volando, mirando el rencor de gaviotas lanzadas en picada depredadora, ellas desaparecían del paisaje hasta ser sombra de la nada, ni tan siquiera una mancha deslizándose entre la arena arrebatada. A veces avistaba hombres mayores con pijama a rayas verticales, robe de chambre estampadas con motivos chinescos y calzados de pantuflas sin talón caminando solemnes por la arena dura. Dejando una huella levísima, marchando del dormitorio perfumado de sándalo hacia el salón de música hindú a tomar una taza de té de los jesuitas, con una gota de leche y pellizcar galletitas inglesas con jalea de frambuesas; como si vinieran de recibir The Times dominical en el portón del jardincito de una dimensión equivocada, fuera tarde para retroceder al caminero correcto y no les importara el error.

Vi zozobrar un jueves a la tarde una barca de pesca a no más de un tiro de piedra de la costa. Los dos hombres embarcados remaban con fuerza sobrehumana para ganar la orilla, el mar jugaba con su desesperación silenciosa y tensa, dándole cada tanto la ilusión de la inminente arena recobrada para devolverles un segundo después a la conciencia creciente del naufragio. Así por largo tiempo, hasta que la noche se extendió por completo, el viejo océano se aburrió de mi espera neutra contemplativa y decidió con un golpe de agua devorarlos sin más, sin que mientras duró la escena ellos increparan mi falta de ayuda. Nunca supe si encontraron los cuerpos ahogados, el silencio de comentarios al respecto entre el vecindario dio a pensar que los desaparecidos eran pescadores venidos de un caserío lejano, levantado en islas inexistentes. A los tres días y cerca de donde naufragó la chalana, encontré restos de madera petrificada desgarrados por corales acerados y enormes piedras afiladas. Tropezar con esos despojos me sobresaltó, los adopté recogiéndolos de la marea y tuve los pedazos maleables como signo. Vi en ellos el presagio inaugural de la muerte que llegaba a mis manos, vaticinio inconfundible, reliquia que podía ser de alguna de las naves Argos, otro arpón infructuoso clavado en la aleta dorsal del cachalote albino. De algo terrible sucedido anteayer y que llegaba a mis pies buscándome, traído por las olas como un virtual caracol de bosque, que una vez acercado al oído, en lugar del consabido mar atormentado, arreciara con voces disonantes contando historias fabulosas y gratas a mi alma harta de datos carentes de sentido.

Tales encuentros son ingobernables, obedecen a ciclos caprichosos, habitan en mí confundidos entre búsqueda y provocación. Concibo lugares extraños e irreales cuando trepo las dunas altas ignorando lo que hallaré en la ladera opuesta, las supongo colinas del desierto soñado después del último desierto conocido, cayendo en pendiente hasta valles relucientes de una muerte violenta. Cuando escuché este año por primera vez el nombre de nuestro destino, el balneario otoñal que un orden secreto había decretado, me agradó la idea de alcanzar la sombra singular de una luna de Saturno. Los consabidos preparativos otra vez más teñidos del aura de distancia inalcanzable tuvieron, sin embargo, un perfume de olvido premeditado de retorno, de nunca más volver al hogar como si esta vez lo abandonáramos para siempre.

El día señalado de la partida se presentó desconcertante. Recuerdo que estábamos vestidos con ropas de verano pasadas de moda y marchábamos a Los Titanes en un ómnibus vacío por la ruta, formábamos una comparsa carnavalesca indiferentes al estío dejado atrás, desentendidos del cielo amenazante. Ese abril que evoco algo marchó mal, en años anteriores la instalación estrafalaria me tenía sin cuidado, ayudaba en las tareas sin hacer ver mi falta de entusiasmo por el trabajo ni agregar un mínimo esfuerzo suplementario. Mi cabeza se mantenía alejada guiada por el deseo de secundar la previsible fatiga de mamá, teniendo así un orden exterior que me mantuviera distraído y ocupado.

Cuando dejamos atrás la ruta interbalnearia doblando el transporte a la derecha, mi padre comenzó a manipular con aire de entendido un papel sucio con pretensiones de mapa, saturado de flechas orientadoras, alertas y señales decisivas, indicaciones de estaciones de servicio Texaco y fachadas inconfundibles de casas y negocios. Al verlo concentrado en ese desplegable manuscrito me asaltó una irritación superando mi capacidad de autodominio. Parecía que una fuerza externa hubiera captado mis facultades en su totalidad, dispuesta a fastidiarme; planteaba desafío sin permitirme perseverar en mi inercia voluntaria y la intrusa cuestionara el derecho al silencio, obligándome a intervenir en la locura paterna, tomando partido con lo acaecido en el mundo. Su distancia me puso en estado de alerta sin predisponerme contra la familia y si mi hermana ejercía sobre mí una inquietud sensorial, algo rondando situaciones más complejas que los juegos convenidos hasta el presente, tampoco era en ella que se originaba la agresión. Lo repito: era una fuerza circulando en la zona, el secreto oculto en los límites de Los Titanes incitándome a actuar, algo difuso ilusorio de identificar.

La novedad de eso intangible alteró desde la llegada mi vínculo con el paisaje del balneario. Dejé de pasearme sin rumbo perdiendo el tiempo y lo hice buscando, poniendo la mente en disposición de tender un puente sobre la falla que se extendía, hasta ahora inadvertida y se abrió entre el mundo y mi conciencia; desde entonces me esforcé por detectar indicios de un llamado que presumía distante. La soledad, que fuera incentivo para mis reflexiones devino conciencia de cacería, presa o cazador y si andaba en bicicleta, pedaleaba con fuerza temiendo protagonizar un encuentro desagradable. Así se sucedieron los primeros días en Los Titanes cargados de incertidumbre y me aclimaté en la cercanía a la rutina familiar, esas tonteras para matar las horas, timos pausados de mis padres dando cuenta del desayuno, la pantomima preparando los almuerzos, aburridos juegos de salón de reglas anticuadas. Cada gesto lo necesité con hambre de saberme allí y ellos también (me refiero a mis padres) estaban sorprendidos por el regreso al primer círculo del hijo especial. Fue así que descubrí en mi hermana miradas de celo, supongo que mi vuelta a la rutina ella la vivió como claudicación al poder de ciertas normas morales, la condena indirecta a placeres culposos. Sin nada mediando en mis intenciones ella exploró otra zona exagerando demostraciones, descartando los juegos infantiles, acelerando fugas abisales a caricias irreversibles. Tenía ante mi dos incertidumbres de diferente naturaleza y tan grave una como otra; ahora admito que ambas resoluciones posteriores ocurrieron de forma simultánea, el miedo y la falta de escrúpulos cotejado al deseo omnipresente de tocarla me dejaban temblando.

En preludio de expulsión de sensaciones y el atardecer aquel cuando salí de casa sabía hacia dónde dirigirme. No dudé ni un instante del camino a seguir reconociendo el derrotero evitado en paseos anteriores, orientándome convencido a una zona alejada del balneario y luego a un rincón determinado; sin conocer de antemano mi objetivo concreto, lugar, objeto o ser que conseguía influirme a la distancia con tamaña potencia. Al final del trayecto hubo sorpresa y decepción, el contacto resultó de una simplicidad mediocre, era una casa sin apariencia de estar abandonada, como si hubiera gente habitándola a medias y estuviera poblada por seres incompletos. Al menos podía suponerse una pareja de cuidadores viejos que la mantenían siempre pronta, previendo la llegada inopinada del propietario ausente por viaje de negocios.

Tenía el jardín bien cuidado y la casa es un chalet de dos plantas, chimenea rectangular de piedra, techo a dos aguas de tejas coloradas. Al contrario de otras obras modestas del balneario, saturadas de rejas de barrotes con soldaduras ásperas, el chalet predisponía a creer la indiferencia a ser desvalijado. Las ventanas eran inmensas, los vidrios lavados provocaban tentación de pedrada, tanta libertad incitando al asalto hacía sospechar acechanzas intimidantes, sofisticados sistemas de alarmas eléctricas doblegando la audacia de los ladrones, de eso se trataba pues… la casa con un secreto prisionero en su interior. Al comprenderlo pude dominarme hasta estar calmado y renuncié a pisar la gramilla de la propiedad de verde intenso inadecuado al mes que vivíamos, optando por inspeccionar sin prisa los alrededores de la casa; viniendo descuidé que el camino que muere en la casa daba varias vueltas en todas direcciones y era inclinado. La casa fue construida en la cima de una colina y esa era una primera información desconcertante. En la costa oriental no hay hasta donde me consta una colina parecida, las casas construidas sobre elevaciones arenosas tarde o temprano se derrumban, fagocitadas por un terreno inestable en ensimismamiento de las napas profundas. Si lo que me atraía era un vértigo de altura ¿cómo es que nunca la identifiqué antes? Caminé alrededor y observé con atención, desde cierta perspectiva distinguía lejos hacia abajo buena parte del balneario, en un ángulo particular me pareció ver otra casa que bien podría ser la nuestra. ¿Por qué escapó a mis cálculos la colina en Los Titanes? Mi hermana me perturba demasiado, pensé. Recién estábamos en los primeros días de vacaciones, si la casa pudo interpelarme persistía la cuestión del montículo improvisado. Sopesando pensamiento descendí el camino de hormigón quebrado, balasto, tierra floja y arena sucia dejando correr la bicicleta, despreocupado por retener en la memoria los recodos, sin marcar puntos de referencia útiles para el regreso. Cuando volví a casa había oscurecido, la noche se vino encima en apenas media hora y a lo lejos se distinguían luces débiles. Mi hermana esperaba impaciente. «¿Dónde mierda te metiste?» preguntó cuando me tuvo cerca. «Por ahí» contesté.

Esa noche tuve la pesadilla, hasta donde recuerdo soñé que con una hojita de afeitar herrumbrosa partida a la mitad yo abría el cuerpo tibio de un pájaro pequeño, sacaba con cuidado las vísceras diminutas y las esparcía sobre un espejo horizontal hasta la disposición final para leer controvertidas noticias del futuro. Al acercarme queriendo interpretar sin error, debajo de las vísceras, donde se suponía estaba mi imagen duplicada, me vi a mí mismo soñando y en el sueño, que veía incluido como otra transparencia de imágenes superpuestas, yo estaba adentro de la casa en la colina durmiendo. Así comenzaba el sueño; bien adentro, en lo más hondo de las visiones sentí una lengua húmeda de vertebrado hurgando en mi oreja derecha, con cadencia tal que terminó despertándome. La sensación de ser despertado a lambetazos y el saber de quién era la lengua fue lo mismo; permanecí con los ojos cerrados, suplicando desde mi pasividad complaciente que la lengua mojada bajara por el costado del cuello y desde allí -como el trazo de grafo quirúrgico anunciando una traqueotomía y el sacrificio ritual para que un otro leyera su destino en mis entrañas- siguiera vientre abajo. Hubo un instante en el que fui insensible, lo suficiente para aflojar algunos músculos contraídos y desperté del primero, del segundo y del tercero de los sueños a la vez. Del primero, que en sentido inverso era el último, escapé gritando que aquello era una locura pero estaba sin nadie en la cama. Los muslos estaban pegajosos y en los dedos sentí el olor habitual distinto al de un pájaro vaciado. Amanecía, tenía otros datos que verificar más reales que lo visto en el sueño. Con el agua de una botella de Matutina que tenía en la mesa de luz me enjuagué los pegotes.

Cuando entré al cuarto de baño encontré a mi hermana desnuda secándose el pelo. «Se golpea antes de entrar» me dijo. «Ya termino» agregó, haciéndome un lugar en el borde de la pileta, para que yo pudiera lavarme los dientes y mirarla por el espejo. Al salir ella me sonrió, parecía saber lo que había soñado por haber estado en el cuarto mirándome dormir. Igual que otras mañanas dejó abierta la canasta de la ropa sucia, estoy seguro que ensucia las bombachas a propósito para molestarme.

Lo primero que hice fue mirar por la ventana, nada había de especial en el paisaje salvo el cielo amenazante confirmado. Salí de la casa, caminé por el terreno, miré en todas direcciones sin hallar señales de la otra casa. Algo estaba mal, al menos debería distinguir la elevación, la colina debía estar en las cercanías pero nada se le asemejaba. En el horizonte circular la mirada pasaba sin interferencias del final definido del bosque a los grises del cielo, era evidente: la colina del día anterior subida por mí unas horas antes de activar los sueños entrelazados, antes de ver en el espejo del baño las tetas de mi hermana que maniobraba un Moulinex destartalado no existía, pura ilusión, espejismo del desierto del alma. Ese desajuste estaba al origen de la excitación padecida los últimos días, descarté toda relación con el episodio del sueño inmiscuido y de los sueños me acuerdo como si los hubiera vivido. La tentación de la locura rondaba, la esperaba como a la primera novia bajo apariencias más deslumbrantes que la casona de familia acomodada. El destino resultó pobre y decepcionante, necesité calma anotando la cuestión a otras preocupaciones en términos reales con organización, conjeturas y sistema. Si la colina realmente era inexistente el fallo menos podía atribuirse a la memoria más que a la visión. La vi con mis propios ojos y tampoco surgió de la nada, sería insoportable admitir en consecuencia la existencia de los dioses. De haber estado allí desde antes mi padre, afecto a resaltar las particularidades de cada balneario, lo hubiera dicho al llegar: «¿Vieron? con colina y todo.” Era otra visión cambiante inventando paisajes sin estar en el mundo o algo parecido. Nunca había sucedido en ese tamaño, se trataba de una anormalidad, tara evolutiva hacia otro estado de la conciencia por el atajo de amplificar mis facultades, como si mis engranajes racionales hartos de gastarse en menudas tonterías sin riesgo, se hubieran lanzado al testimonio libre de sus posibilidades. Comenzando a manera de advertencia por los límites del juego, paso previo a empresas desconocidas que ignoraba cómo poner en movimiento, controlar y asediaba el temor. Si la primera prueba hostil de esa nueva etapa fue grosera las siguientes eran imprevisibles, los próximos días podría intentar tareas sensatas y tal vez descifrar el enigma sin caer en la trampa recelada.

Esa tarde monté a la bicicleta y marché al rumbo incierto pedaleando con fuerza adecuada a la ansiedad. Pasados los primeros minutos el ritmo aflojó y el avance dejó de ser guiado por la conciencia, di muchas vueltas extraviándome hasta que un tirón muscular en la pierna derecha me hizo ver que subía una pendiente conocida. Al rato estaba frente al muro de piedra y transparentes tupidos que delimita el jardín de la casa. Parado y de piernas abiertas dejé caer al suelo la bicicleta, la rueda delantera falta de apoyo en el aire siguió girando en plano inclinado; era un torpe prototipo de ruleta al que un pedalista inmaterial imprimiera la fuerza exigida para los metros finales del embalaje fantasmal. Lo que observé era igual a lo visto el día anterior, se copiaban detalles anodinos en mi cabeza, entendí que la información complementaria debía buscarla en otro lado, si es que alguien en Los Titanes sabía de una construcción que parecía elevarse nada más que en el solar baldío de mi espíritu.

Siendo la nuestra una familia lo que se dice simpática y que mi padre práctica la política de buena vecindad, ante la eventualidad de invertir en la zona, al otro día de llegar teníamos un conocimiento correcto de los proveedores. Ellos estaban al tanto de nuestra llegada a destiempo, se insinuaban fiados semanales; para los pequeños comercios (el supermercado más próximo estaba sobre la ruta a varios kilómetros de distancia) éramos una novedad imprevista, inesperados clientes tardíos, la oportunidad de alargar por unos días conversaciones insustanciales antes que ganara la costa el silencio invernal. Estaba preocupado por conseguir noticias de la casa en la colina sin avanzar mi dilema de percepción; providencial, llegó en mi ayuda la audacia parlanchina de un almacenero comedido. La táctica de mi padre se puso otra vez en funcionamiento, él insinuaba una marcada preferencia por el lugar entre cierta y falsa, estratégica y exagerada. Solía confesar el tardío conocimiento de la zona –Los titanes pongamos por caso- lamentándolo con palabras convincentes y deslizaba el cobro inminente de una herencia respetable, destinada, desde que tuvo conocimiento del testamento, una vez superadas las instancias en que intervienen notarios, expertos contables y el pronunciamiento inapelable de la justicia civil a los bienes raíces que, como es de sobra conocido constituye la modalidad estable de capitalización. Según él, de acuerdo a la eficacia demostrada en oportunidades anteriores la estratagema despertaría en el interlocutor de turno una recepción más que favorable, teñida de chovinismo local como prólogo a la apología orgullosa este año de Los Titanes. Estando con papá aguardé la respuesta del almacenero. «Como quiera, pero enterrar aquí tanta plata… en Los Titanes hace añares pasan cosas raras. Se lo digo con propiedad.» Ahí dejó la cosa.

La imprevista salida por desalentadora logró sorprendernos a mi padre y a mí. Me agradó la reacción sin complacencia estando a punto casi de pedir certificar ahí mismo sus afirmaciones reticentes. Preferí callar dejando al almacenero armar la intriga a su gusto, mi padre tampoco insistió, le descubrí la mirada de cuando desconfía, él ya estaba pensando que la evasiva del almacenero era una astucia para cobrarle más cara la yerba, los fiambres y marearlo con deudas amañadas con deshonestidad; en sus maneras de tire y afloje tampoco pidió aclaraciones, temiendo el efecto demoledor de respuestas pensadas de antemano. Salí del almacén satisfecho y curioso, antes de nuestra llegada ocurrieron episodios extraños en Los Titanes y si no podía esperarse de ellos la complejidad del mío, era sedante saber dubitativos a los habitantes permanentes del lugar.

Al final de la entrevista recuerdo que hice un comentario: «Algo nos dijeron y le restamos importancia.» Fue cuando mi padre me fulminó con la mirada y recibí el mensaje secreto, «calláte belinún que le hacés el campo orégano al atorrante», seguido de «quien te dio vela en este entierro.» El almacenero pareció reparar en mi presencia, le gustó que yo abriera la boca. «Despierto el pibe» le comentó a mi padre, luego me miró interesado en el precoz recién llegado, que exageró sobre lo no dicho y que él insinuó apenas con malicia. Habrá pensado, «así que sos el vivillo de turno, ya te voy a esperar con el pingo cansado para contarte historias que te harán cagarte hasta los pelos.» Estaba hecho, el tipo era el banco de datos, tenía la lengua floja, faltaba provocar el encuentro para que se sacara las ganas y largara los hechos faltantes a mi intuición. La primera entrevista terminó sin grandeza, lo que comenzó con fanfarrias de misterio se consumió en chismes de comadre sobre el tiempo inestable y el precio del vino en damajuana. De los enigmas orbitando Los Titanes me estaba reservado el supuesto en la casa de la colina que debería dilucidarlo a mi manera.

Fue así que frecuenté la única fuente de información a tiro y cambié las costumbres ofreciéndome varias veces al día para hacer los mandados. «¿Eh?» comentó mi sorprendida madre al verme ingresar sin protestar al tiempo de las responsabilidades, la pobre se conforma con poco. La primera vez que fui solo al almacén, una tosca construcción de bloques grises agregada a la parte lateral de una casa venida a menos, hecha con chapas desiguales de distinto grado de herrumbre, rejas caseras y tablas sin cepillar, con los precios escritos en tiza blanca el dueño sonrió disfrutando por adelantado. Comenzó a interrogarme sin preámbulo, confiado, utilizando un tuteo empalagoso falsamente cómplice, satisfechas las primeras curiosidades el almacenero me regaló dos chocolatines de esos que le dicen Colibrí. Sin pensar que abría juego a fantasías escabrosas, demostré interés en entablar charla intercambiando confidencias, falto de experiencia sobre ciertas variantes de la condición humana, hice evidente un interés que podía ser administrada con maldad por el tipo e insistí sobre la forma bizarra de ciertas construcciones. «Hace años hubo una casa donde ocurrió un drama que es preferible olvidar» dijo y vanidoso del preámbulo misterioso, se inclinó acercándose a mi cara para hablar como si fuéramos antiguos compañeros de correrías. «Contigo habrá otros secretos botija” susurró y al incorporarse agregó «una luz el pibe.» La información recogida era poca y carente de interés, así de la entrevista con barrunto caótico debía negociar tomando precauciones.

La segunda vez que lo visité se fastidió por la presencia en el almacén de una matrona que examinaba latas de pulpa de tomate con lentitud exasperante, sin decidirse entre dos marcas. El hombre hizo una seña de complicidad, «pasá más tarde, es más tranquilo» dijo mientras me cobraba unos caldos Knorr de gallina, el bollón de mayonesa con limón, media docena de huevos caseros, una Pepsi grande, dos kilos de papas coloradas y un preparado para flan. Con el vuelto vino entre las monedas otro Colibrí, la invitación tenía reminiscencias de orden y súplica, el hombre estaba ansioso por hablar y debía aprovechar esa vena de locuacidad.

De tarde pasé en bicicleta por la puerta del almacén, el patrón leía un diario viejo sentado en una silla plegable desvencijada. Iba acompañado de mi hermana, al tipo lo saludé de lejos. «¡Botija! Vení que tengo que decirte algo” gritó. «Esperáme» le dije a mi hermana y fui al encuentro del almacenero. «Cuando te digo de venir es de venir solo, así charlamos de asuntos de hombres. Bueno, por hoy pasa» agregó comprensivo perdonador, “Te preparé algo, tomá.» y de un cajón sacó un sobre marrón de medianas proporciones que me entregó discretamente, abultado como si estuviera lleno de acciones al portador y billetes de banco. «Eso sí, guárdalo bien escondido. Es para vos, que tu hermana no lo vea. Ellas no entiendes. Vichalo en secreto y mañana me contás.» Sin dudar tomé el sobre que el tacto me dio la sensación de estar usado, lo metí entre la camisa y el pecho, subí el cierre de la campera y salí, hasta le di las gracias. «¿Qué quería ese?» «Nada especial» le respondí a mi hermana, «que le avisara a los viejos que el domingo trae unos kilos de tallarines verdes frescos.»

Esa noche cuando regresé a mi cuarto, agotado y temblando cerré la puerta con llave decidido a examinar el contenido del paquete. Eran fotos recortadas de revistas pornográficas de dudosa calidad; había de todo, la mayoría era de hombres en las más diversas actitudes y posiciones, como si fuera un curso de sodomía por correspondencia de la American School. Vaya con la camaradería secreta de hombre a hombre me dije, la situación se retorcía y había que andar con cuidado. El tipo quería indagar si me asustaba por su arremetida descontrolada o quedaba con ganas de ver más imágenes detrás del almacén, en el monte.

Al otro día, cuando me vio entrar al negocio metido como estaba entre pedidos desordenados, pagos en monedas y paquetes, el tipo del almacén se esforzó por sonreír simulando el malestar de asistir al cruce de trabajo y placer. Le hice el comentario en voz alta. «Lindas las fotos don» y después más canchero: «las mujeres son un poco viejas, salvo la pecosa.» De acuerdo a lo planeado se ponía más nervioso a medida que la gente prestaba atención a mis palabras, le disgustó perder el dominio de la situación, ver desmoronarse sus ilusiones en público. La insinuación y proximidad del descubrimiento según mi parecer, era preferible a la denuncia con escándalo. Para que el equilibrio resultara mayor agité el sobre sobado por encima de mi cabeza, antes de dejarlo caer en el plato metálico de la Berkeley con restos de azúcar y lentejas sin pelar, para que ahí mismo, en su propia salsa, sopesara las secuelas de la osadía de anteayer. La aguja de la balanza llegó hasta los doscientos setenta gramos; él recogió el sobre con prisa y lo tiró detrás del mostrador, los clientes quedaron sin saber de qué se trataba preocupados por la fecha de caducidad de los yogurts. «Mañana vengo sin falta y hablamos de aquello» le dijo. «A un tío comisario le interesaron mucho las instantáneas, dice que usted debe ser un tipo piola.» Me di media vuelta y salí. Ahora lo tenía en mis manos, el bufarrón de baja temporada, que mandaría sus hijas al liceo de Atlántida empachadas de advertencias hablaría hasta por los codos, cuidándose de llamarme botija con la boca llena de saliva, acariciándome la cabeza revolviéndome el pelo lacio. Quedaba por saber si daría noticias fiables de lo sucedido en la casa de la colina colonizando mi cabeza.

El almacenero tenía razones para preocuparse, lo que yo más disfrutaba era suponer la rabia contra él mismo por haber apurado la reacción de la presa; asustado de saberse descubierto y obligado a simular nada podría decirme de decisivo. Así fue nomás, cuando en encuentros posteriores lo acorralé pidiendo nueva información, gesticulando buscando un entendimiento que borrara aquella confusión depravada, reiteró algo sobre rumores persistentes en Los Titanes desde hace treinta años. Secuelas misteriosas de la segunda guerra mundial, cadáveres extranjeros torturados y luego un silencio que ningún vecino rompió, persuadidos por la fuerza inmanente de la cercana base militar. La casa, una casa, faltaba saber si se trataba de la misma casa, luego de los hechos y una vigilancia discreta de varios meses, fue vendida a inversores de medio Oriente. En esa casa las temporadas se sucedieron en creciente abandono hasta ser destruida. A partir de la discreta demolición sin testigos y en una sola noche, como si los muros se hubieran desmoronado por milagro, las nuevas oleadas de vecinos perdieron todo signo de referencia con la historia anterior. Nadie conocía con exactitud el antiguo emplazamiento y las contradicciones se apelmazaban cuando los memoriosos intentaban describirla, nada había escrito al respecto, Los Titanes carece de historia. Mi nuevo padrino concluyó que se trataba de una mentira exagerada, invención colectiva de vecinos incentivados por el tedio, la falta de misterio en el lugar y la monotonía de aguardar y así cada año, la llegada del mismo verano que se repite. O apropiación por inercia de otra historia sucedida más al este de la costa atlántica, digna del sur de Brasil.

La nueva información tampoco se adecuaba a mis necesidades pero colmó expectativas menores, el relato del almacenero presentaba interferencias interesantes de la realidad. Las relaciones llegaban a mi mente desde el pasado con la máscara de un enigma desafiante, la oportunidad de alternar con espectros que me aguardaban para probarme me ponía a las puertas de aventuras ausentes en mi vida pasada. La fortuita visión interior de la casa y una trampa del camino hacia lo inexistente, trajeron la constancia del misterio intocado pidiendo un ingreso presuroso, exigiendo compromiso de los sentidos y algo de coraje. Al salir del almacén me dirigí hacia la casa, di más vueltas de las previstas, cuando renegaba de mi impericia y las piernas dolían de tanto pedalear a ciegas me dejé llevar por el agotamiento. La casa estaba allí, comprobar su existencia esa alegría suficiente para comenzar el mediodía. El enigma persistía en el tiempo, tenía la convicción de resolverlo para mí sin que nadie supiera el método utilizado para lograrlo. La alegría duró poco, apenas organicé lo sucedido conmigo en Los Titanes me atacaron unas jaquecas agudas, la cabeza presionaba y el cerebro quería estallar cuando arreciaban los dolores. Malestares del reacomodo supuse, puesta en alerta en razón de estar hundiéndome en aguas pantanosas entre potencias superando mis fuerzas desenterradas.

Era tal el entusiasmo que disipé sospechas, me di a la tarea poniendo cuidado en mantener la vida familiar como hasta entonces. ¿Qué debía hacer con mi hermana? ¿Contarle lo que pasaba? ¿Dejarla en la ignorancia sin agregar otro problema a su cuerpo caliente? Yo dudaba, era complicado conciliar mi solitario deambular barajando la casa con nuestros sobreentendidos en los que ella lleva la delantera del dominio. Seguía atado a la rutina de sometimiento sin oportunidad de cambiar por causa de un placer culposo, me atraía su olor, el cuerpo incrustado en mis pensamientos como la concha de la cholga en la roca.

Había en el ambiente un complot en mi contra incentivado en los últimos días, determinante por un cambio de circunstancias y la tempestad que alteró mi sistema inmunológico. Una tarde mi padre entró a la casa apurado, «cierren todo que viene temporal» dijo. La lluvia era cosa común en nuestras salidas pero nunca antes había estado adentro de tormenta tan violenta como esa. A la media hora del anuncio la familia, desde la ventana trasera de la cocina vio llegar del horizonte marítimo la masa de nubes avanzando a gran velocidad marcando los colores sombríos del cielo. En el centro de la masa se sucedieron sin tregua los relámpagos, viendo caer los rayos mar adentro yo pensaba en lanchas de pesca partidas en dos y toninas fulminadas sin remisión. Pasada la visión, una vez que el borde de la única nube del cielo bajo y sustituto estaba próximo, comenzó el viento desgajando ramas frágiles de los eucaliptos. Cuando la materia se instaló por completo sobre el techo sobrevino la calma. Eso duró unos siete segundos mientras la creación tomó un respiro, luego oímos un estruendo presagiando el fin del continente y a partir del silencio la lluvia. «El segundo diluvio» murmuró mi madre, persignándose, dando testimonio que los últimos meses era permeable a sermones amenazantes del satánico pastor nordestino de la secta de la iglesia de los santos de los últimos días, instalado con pancartas y altoparlantes en nuestro barrio.

Sin secundar las visiones graves de mi madre carentes de originalidad, eso parecía de verdad la última tormenta. Observé las reacciones de mi padre sin decidir si su tranquilidad era de claudicación ante otro fracaso o mostraba la serenidad de alguien que dejó de pelear frente a lo inexorable, me pregunté si guardaba deseos aún de llevar adelante el proyecto de compra o estaba resignado. Las especulaciones se adaptan a los hechos, en familia contemplamos la tormenta con nostalgia, durante la lluvia cenamos oyendo el furor natural, hablamos lo imprescindible y luego cada cual marchó a su cama. Si esa noche repetí el sueño con pájaros y espejos lo olvidé, a la mañana siguiente desperté con temor de encontrar desagradables secuelas del temporal. Era un día espléndido, parecía que había sol de mediodía ecuatorial después de setenta horas seguidas, ni rastros de humedad en postigos y marcos, incluso las ramas quebradas desordenadas en el terreno, tenían apariencia de estar ahí en esa posición desde el invierno anterior por lo menos.

Mi padre permaneció callado, disfrutaba del reconocimiento a su criterio en cuanto a que el verano continuaba para nosotros y con intensidad más gratificante que en las triviales semanas de febrero. El clima estaba bien, mi situación era la inestable, la piel ordenaba que debía disfrutar del sol como cualquier jovencito normal de mi edad y mis facultades entraron en fase de marcada desconfianza. Prefería las tormentas claras, luminosas de rayos, la sensación tangible del tiempo que huye; el sol me predispone a experiencias temidas, el calor excesivo enlentece el fluir de las horas, la temperatura alta tiene sobre mi efectos negativos y acarrea confusión, embota el entendimiento. Supongo que a instancias de mamá fue que debimos dar gracias al cielo, con el sol colgado perpendicular nuestro esfuerzo se concentró en ganar la costa y cuando lo logramos el paisaje resultó alienado. A lo lejos un auto se desvió de las rutas normales, escasos vecinos se contentaron con caminar para ver de cerca la mermada violencia del mar convaleciente acortando caminos hasta la cita con horas venideras, bestias voladoras andaban por ahí marchando y dos caballos sin jinete merodeaban la orilla añorando batallas improbables.

Era verano cruel en Los Titanes y nosotros estábamos desterrados al sol, faltaban las oleadas de veraneantes, el griterío humano que se asienta en la costa mientras dure el estío, jugadores de voleibol rotando sobre espuma de arena, las muchachas de piel untada con aceite de coco expuestas sobra lonas; viejos esqueléticos de renegridos pellejos flojos al trote artrítico huyendo de la muerte de enero o corriendo a su abrazo, esquivando niños desnudos sumergidos en charcos tibios, perros con la lengua afuera enarenados hasta el cogote. Las sombrillas plegadas de colores marchitos y bolsas de polietileno rodando alocadas, papeles marrones con manchas traslúcidas de aceites sudados por croquetas de arroz y buñuelos de acelga. Faltaba bajo el sol el resto del universo exceptuando nosotros, la familia sentada sobre toallas compradas a una vecina contrabandista.

En esa desigualdad flagrante éramos un considerable error, protuberancia de la raza, equivocación desalojada de los relojes, una variante tullida sin censar en los mitos antiguos. Quise de todo corazón disolverme en ese instante, avergonzado de los míos sin saber la razón de mí mismo por integrar esa familia. «Esto es vida» dijo mi padre. En la soledad de Los Titanes admití que sus excentricidades se distanciaban de los embarcaderos cuerdos, superaban el rictus cómico para dirigirse a una anormalidad generalizada y que terminaría por arrastrarnos a todos y algo había que hacer. El universo decidió prescindir de nosotros cuatro, olvidarnos, los solitarios que pasaban caminando cerca ni advertían nuestra presencia, las gaviotas se posaban a escasos metros de donde estábamos ignorándonos por completo. Quise destruir la insolente indiferencia de las aves provocando un incidente, tomé una piedra, la lancé con violencia al centro de la bandada imperturbable y seguro que emprenderían vuelo al unísono. Los aspavientos amenazantes ni la curva del cascote logró espantarlas, para aumentar mi rabia el proyectil caído en medio de los pájaros ni produjo siquiera un aleteo de salvación en la gaviota más amenazada. La estrategia necesitaba modificarse, ese incidente me enseñó que debía terminar mi composición de una reticencia oculta, que algo o alguien esperaba de mí más que la tontería de hacerme el desentendido.

Cuando volvimos a casa luego de almorzar sin apetito me encerró en mi cuarto, quise dormir sin conseguirlo, empecé la lectura de tres libros diferentes que se me cayeron de las manos a los pocos minutos. Intenté pensar, pero en cuanto lograba concentrarme en una idea cualquiera me venía una intensa jaqueca, di vueltas en la cama en un clima de verano dislocado con mi cabeza de invierno. Serían los bloques, el rectángulo de la ventana, la orientación del dormitorio o el techo de chapa, el calor se concentraba en mi cuerpo como si fuera el foco de una lente potente. De continuar tirado sobre la cama pronto me moriría, dudada si escapaba o había una fuerza exigiendo incorporarme a historias antiguas, relatos de aparecidos, esquirlas de cuentos orientales. La situación tenía la apariencia de una ilusión absurda, yo diluyéndome en el calor e intangible como la casa de la colina inexistente, la densidad de mi cuerpo sólo era concebible cotejada a un dominio invisible a los otros.

Cada vez más era un asunto entre la casa y yo, nunca existe cuando estoy fuera, al penetrar como un intruso es ella que me orienta haciendo que la realidad se olvide de mí y olvido quién soy cuando estoy fuera. Ella me retiene para sonsacarme un misterio, regreso para hacer otro tanto, ella estaba esperando, la recorro despacio perdiéndome, nunca alcanzo a contar el número de escalones que avanzo en mis desplazamientos ni coincide lo que veo desde las ventanas con lo exterior. Presiento que pronto quedaré allí encerrado por siempre, a veces llega desde la cocina un fuerte olor a papas fritas quemándome y me parece escuchar descargarse la cisterna en alguno de los cuartos de baño de arriba. La casa revive cuando la habito, seguro que las paredes admiten mi presencia reanimándose cuando sentado en el piso o recostado a un rincón aguardo voces dispuestas a confiarse. El vacío se puebla de sonidos que se hacen eco al golpear dentro de mi cabeza; hago esfuerzos por sobrepasar el umbral de gemidos sueltos hasta entender palabras aisladas y después supongo puentes de silencio que tienden a la frase preanunciando la historia. La espera de murmullos me quitó el apetito y una tenia solitaria trepa de las paredes intestinales por la médula ósea hasta alojarse en los pliegues rosados del cerebro.

Los días pasan sin yo darme cuenta desentendiéndome de todo a excepción de la casa y junto a la cama se aburren los libros que prometí leer. La familia es feliz coexistiendo en silencio, sabemos que hablar es adelantar desgracias, somos felices tensando la desconfianza, nos tranquiliza desconocer el sentido de las tareas de cada uno de nosotros y en la indiferencia se ocultan secretos inconfesados. Vivimos cuando los otros nos olvidan. Papá llena sus monótonos cuadernos estadísticos, los abruma con metrajes, temperaturas y comentarios como si desde niño buscara un lugar de paz que nunca termina de encontrar. La deja tranquila a mamá, sin sacudirle ese aire perenne de mujer resignada que organiza sus días cuidando que sean una repetición de ayer, las mismas carreras de la tricota infinita para otro hijo, un hermano que algún día volverá de su viaje por el Peloponeso, los puntos suspensivos que anudan las agujas, los potes de dulce de higo que siguen saliendo de una alacena inagotable.

Con mi hermana estamos distanciados, ella persiste en el poder, yo prosigo con esa casa incesante en la siesta que irrumpe en mi pensamiento igual que una isla de tumores malignos. Está la casa y las voces parecen retiradas deliberadamente, dudando si dirán la verdad al viajero que atraviesa este falso verano, tengo la impresión de haber desaprovechado el tiempo malgastado los días pasados a la espera de una revelación. Fue mi padre que me sacó del letargo con la simpleza de un gesto olvidado. «El domingo nos vamos» dijo, informó, ordenó. Utilizando las palabras mínimas para que organizáramos nuestro tiempo faltante.

Era viernes y nadie replicó, mamá bajó la vista y siguió tejiendo. Es sabido: dentro de siete meses luego de cálculos farragosos que le insumirían madrugadas enteras de fatiga, él dará su veredicto irrevocable sobre Los Titanes. Durante una cena cualquiera, mientras nos servimos guiso de arroz con presas de pollo recalentado. Así es desde que tengo memoria.

La conciencia de un final a la aventura que llegaría pasado mañana me sorprendió, la situación mía con la casa estaba lejos de estar resuelta. Sería precipitado renunciar justo ahora la confrontación, en la inminencia de, encuentro que presentía a cada hora más cercano, no podía abandonar Los Titanes en las próximas cuarenta y ocho horas ni oponer una razón válida a la decisión de mi padre. Algo relacionado a la casa advertía un peligro, oráculo anunciando que era insensato pretender quedarme en la zona y también huir sin haber resuelto lo ordenado.

Si en algo me equivoqué durante esas horas de cavilación ella lo adivinó, la noche del anuncio de la partida, después de tres días de ausencia sin explicaciones apareció por mi cuarto. «¿Qué querés?, si es que se puede saber» preguntó. «Nada» contesté sin convicción, sintiendo humillación y vergüenza. «De verdad» seguí y medio balbuceando «no es nada especial, cosas raras que me pasan.» «Lo sabía.» Entonces ella se rió como yegua, nunca pudo perdonarme que tuviera dudas y remordimientos, rió porque sabía lo que pasaba como leyendo en un libro abierto. Ella aceptaba gustosa que con pocos años de vida ya tuviéramos el futuro perdido, la tenía sin cuidado que hubiéramos abarrotado el sótano destinado a los malos recuerdos y parecía disfrutar la idea de mentir en todo. Sólo podía detener su risa callándome; ella lo tomó como un desafío y comenzó a morderse el labio de costado. sabiendo que haciendo así logra descontrolarme y hacer de mi lo que quiere. Esta vez se conformaba con humillarme escuchando mi confesión, le narré el hallazgo de la casa en la colina y muy por arriba las consecuencias, el impulso de volver allá a escuchar algo que nos concernía. Lo que más le interesó de mi relato fue mi espera de las voces, «no te creo» dijo, «son mentiras tuyas, todos inventos, te hacés el loco para deshacerte de mí, sos un asqueroso repugnante.» Mi hermana se levantó de la cama, salió del cuarto y me quedé despierto esperando. A la media hora regresó, «salimos para allá a eso de las diez» dijo «pero si son mentiras te juro que me las vas a pagar, ya sabés cómo.»

Mi temor se tradujo en miedos concretos, temor de no encontrar el camino correcto llevando a la colina y ella tuviera razón, todo fuera invento mío empezando a perder el dominio de componentes básicos y la chifladura de papá fuera hereditaria; miedo a la reacción de mi hermana si fallaba a lo confesado bajo presión. En un instante pensé en buscar otra casa para simular, pesaba tanto en mí la de la colina, estaba tan fijada en la cabeza, escuchaba tan claras las voces guiándome que cualquier variante intentada sería perjudicial y la farsa hubiera sido descubierta apenas comenzada; pensando en eso y otras simulaciones pasé la noche sin dormir. Cuando clareaba imaginé que recién con el amanecer empezaría de veras a soñar; temía soñar una de esas historias de personajes del extremo oriental poco creíbles y que mi padre lee en libros narrando la infancia del mundo, porque fue como un sueño lo vivido el día siguiente.

El tiempo se disolvió para medirse en imágenes sin transición evocando la secuencia del Tarot que papá practica para entrenarse, donde cada figura revelada confirma y agrava el presagio inicial. Primero vi la casa de la luna triangular donde nos metíamos con mi hermana la misma mañana del eclipse y vi que llegábamos hasta la inmensa chimenea donde había troncos de sangre que iluminaban la estancia con llamas negras. Vino después la lectura del espectro que parecía hablar con voz de oráculo y de fuego para revelar la historia verdadera, dictaba una serie de órdenes llegadas de los semidioses en exilio, interrumpiendo en mi conciencia la mancha vergonzante de la descendencia que consiguió cruzar los mares y los siglos. Todo sucedió en una pesadilla escenificada en la arena de Epidauro y contemplar a mi hermana muerta a mis pies fue más simple de lo imaginado; me ayudó su inesperado dejarme hacer sin oponer resistencia, hipnotizada como estaba por los ojos de sorpresa y el arrullo del cuento de familia ayudándola a aceptar su destino. El cuerpo tan hermoso, alivianado de la culpa original que arrastramos se volvió ligero como una túnica blanca, lo dejé en un monte cercano a la casa donde bien podría haber un santuario escondido erigido a las divinidades menores. Lloré mientras esparcía algunos recortes de revistas sucias alrededor del cadáver como si fuera incienso; otra parte importante de la voluntad divina estaba así cumplida, podía regresar a la casa a esperar sin impacientarme los hechos en cascada que despierta la muerte.

La sucesión fue previsible como una batalla final perdida de antemano, cuando un vecino encontró el cuerpo desnudo de mi hermana hacia el atardecer del mismo día comenzó el revuelo en el lugar, hasta llegó gente de balnearios limítrofes y esa noche por primera vez hablaron de nosotros en la radio El Espectador. Mamá llora sin parar desconsolada por la desgracia y grita un castigo excesivo del cielo siendo Yocasta revivida, papá envejece ese sábado eterno un puñado terrible de años, como si hubiera regresado del cerco de la nueva Troya con un ojo de menos y trata con torpeza de ponerme al abrigo de las secuelas del crimen afectando la descendencia maldecida. A las pocas horas de empezar el último día de vacaciones llega el patrullero de la comisaría más cercana y se llevan esposado al tipo del almacén, que camina con la cabeza baja entre dos policías tratando de entender.

Lo único que finaliza en esa resolución emponzoñada de pistas fraudulentas es la tragedia inicial de la trilogía que llevaría mi nombre. El final de la historia sucederá lejos de esta región y cuando yo vuelva a escuchar en un palacio amurallado, prisionero en otro laberinto oriental, alguna noche insomne encerrado en un sueño de espejos, las voces murmurando cuentos de Titanes desaparecidos. Después que padre haya quemado en el fuego sagrado y purificador la libreta de los datos inútiles, que el Banco Trasatlántico se haya hundido en un río marrón arrastrando al olvido los ahorros de su querida hermana; si es que antes los amos de las voces no deciden apresurar el tiempo poniendo un cuchillo de bronce ardiente entre mis homicidas manos, para lavar con sangre parricida el pecado vergonzante que me arrojó la isla de la tierra oriental.

Corcovado

existiria verdade,
verdade que ninguém vê
se todos fossem no mundo iguais a você

Vinicius de Moraes

Ingresamos a la bahía de Guanabara sin conciencia visual de lo que nos aguardaba e inventado una fábula compuesta de una nota sola, fue un martes sin fecha, antes de las aguas de marzo cerrando el verano y cuando fugaba desafinada la noche carioca. Tamaña empatía de naturaleza afectando el conjunto de los sentidos y un estado del espíritu melancólico en mi caso, con esperanza de final de travesía, tampoco respondía al azar de corrientes marítimas.

Fueron órdenes del capitán noruego a cargo, forzando reproducir la recóndita armonía cromática de orígenes panteístas, haciendo palpable la existencia del Dios de su parroquia y posible por la maniobra de arrimar el barco a los embarcaderos. Había en la línea del horizonte segmentado y marcada por el cielo, una luz rasante suficiente para contemplar un paisaje excluido de la temporalidad humana. El pudor de la oscuridad mulata arrastraba el terror selvático caliente sin domesticar, temor arcaico de infinitos ofidios escamados deslizándose veloces en un pudridero vegetal asfixiante y felinos manchados en la piel para simular la ilusión, ojos de gemas amarillas irradiadas yendo de una rama inclinada por su peso a la presa dormida soñando que van a devorarla.

El viaje resultó más prolongado de lo previsto o me lo pareció por mi precaria situación, haciéndome dudar de mi lugar en el mundo asignado para la próxima semana. Recordaba como lo inmediato anterior a esa visión de arcadia, escena precediendo la iluminación multicolor, una tormenta eléctrica de tramado cerrado al salir de las Islas Canarias, encima casi de nuestras cabezas. Más atrás me negaba a forzar la memoria, había amontonado con urgencia lo que nunca terminaría de olvidar. En aquellos años era actor de teatro esporádico, cómico de la legua y lo que fuera para mal ganarme la vida sobre escena. Mi único interés rondando la obsesión era alcanzar el puerto fantasma de Montevideo, antes de que se agotaran los escasos ahorros que pude salvar en la desbandada de los últimos días. Tenía entre los papeles secretos una breve esquela de recomendación para Margarita Xirgu –escrita a las apuradas en una taberna por alguien desaparecido a la semana de ese encuentro- que dirigía la Comedia Nacional uruguaya, recortes de prensa que hablaban de mis personajes dobles y triples sobre las tablas, un baúl conteniendo el conjunto exiguo de mi existencia.

Si hubiera pensado dos veces en mi familia amputada y los amores desgraciados habría saltado durante la travesía por la borda, en la hora precisa cuando cruzamos la línea imaginaria del ecuador, puede que antes, al segundo día de zarpar de Vigo. Me decidieron a viajar sin considerar el regreso unos libros de poesía publicados en Argentina por Editorial Losada, la misa militar al aire libre en la plaza principal de mi ciudad de provincia por otro aniversario con camisas negras, la noticia de la muerte del amigo tuberculoso que agonizó entre piojos, preso desde el final de la guerra por el delito de pensar y la envidia. Se trataba de mi primera incursión en suelo americano, estaba seco del alma para hacer circular la emoción bucólica cuando avistamos tierra, pero al ser captado por el semicírculo de la ciudad de Río, cuando la noche se inclina ante la luz rojiza –decidí que las esferas del cosmos se trancaron en Cuelgamuros entre sangre de inocentes con piedra y Dios, tal como me lo enseñó mi santa madre que en paz descanse- prosiguió una experiencia creativa ultraísta del otro lado del Atlántico. Era un experimento podía decirse que concluyente; buscando la nueva vida de consuelo, emulando a millones de compatriotas con menos pruritos de ruptura y la muerte por inanición pisándole los talones. Una prueba de laboratorio de vida insinuando que la resurrección existencial es posible sin pasar por el martirio del cuerpo. Ese personaje lunar de navegante, cotejado a la transición por la maravilla estaba fuera de mi repertorio, lo venía de incorporar al elenco de uno solo como pasajero y nada más que de ida en tercera clase.

En Río de Janeiro permaneceríamos anclados tres días, como si nadie tuviera prisa entre los pasajeros por alcanzar su destino en movimiento y la condición de viajero resultara suficiente esbozando la felicidad de disponer del tiempo fugitivo. Yo sí estaba ansioso por continuar la travesía sin respiro, avanzar hasta encontrar la nueva casa de Bernarda Alba bien lejos del silencio carcelario de Andalucía enlutada. Me dijeron que sería como estar en casa y ello me atemorizó, por nada del mundo deseaba estar en casa, quería morir en el extranjero y mejor si había un océano de por medio para consentir a las corrientes profundas del olvido. Siempre me gustó, era agradable cuando salía de gira en la juventud, otra vida antes de la primera muerte, descubrir el corazón de las ciudades que fui conociendo por pequeñas que fueran. Saborear despacio ese paréntesis oscilante, transcurriendo entre el descubrimiento inicial de perspectivas arboladas y la costumbre de sospecharse uno más del lugar, sortear en polizonte la distancia entre magia espacial y detalles decepcionantes de la realidad reiterada.

Llegando a Río de Janeiro esos cálculos me hicieron una mala jugada, el azar con las horas, la caída de cuerpos sólidos y campos magnéticos resultantes respondieron allí a ecuaciones perfumadas, impidiendo deducir las leyes que los expliquen. Estaba integrando lo ignorado, apoyado en el barandal de cubierta en lenta aproximación a enseñas de propaganda elemental, personas de todas las edades a la espera decepcionante de algo prodigioso, carteles indicadores escritos en portugués, cuando sin avisar llegó el embozado personaje del amanecer. La noche sería por siempre mi ciudad preferida y acostumbrarme a esa claridad era lo mejor que podía ocurrirme.

Ahora que recuerdo, con la malformación de la memoria, sin distinguir la hora de la siesta en esta Cosmópolis de trasnoche y violencia, confundiendo grajeas multicolores de medicamentos que debo tomar cada día hasta decidir que es suficiente, que me habitué a la nostalgia de tangos instrumentales de la guardia vieja, la última visión que recuerdo nítida y con detalles, en movimiento y sonido sincronizado entre evocación y mundo, es la llegada en barco a los muelles cariocas, ello por lo que luego ocurrió en veinticuatro horas, permitiéndome otra existencia que resultó la definitiva.

La historia sucedió durante la escala en Río de Janeiro y en una finca inabarcable de las afueras de toda comparación posible, donde la ciudad dejó de ser referencia geográfica, hormiguero humano con tranvías reptantes y kilómetros de arena dorada, volviéndose prólogo difuso de la selva. Paraje inconmensurable por la distancia y recorrido, con esa naturalidad americana de abolir siglos e instalarnos en una anécdota lacerante, que pudo ocurrir en la colonia, mucho antes también y algo que sucedehoy mismo: caballos sueltos sin estribo, molinos de agua luminosa arrastrando partículas de oro, postes de madera tiznada con grilletes herrumbrados mentando la esclavitud.

Ella era mujer decidida por la ausencia, nació belga, oriunda de la capital del reino de Leopoldo y que la novela escrita por un polaco tránsfuga definió la ciudad sepulcral. Descendiente de familias habituadas a emperadores hereditarios misionadas a mantenerlos en el poder, compañías coloniales africanas tentadas por el caucho, marfil, subsuelo radioactivo y superioridad indecente de la raza, en su adolescencia fue una belleza desconcertante anunciando la condena del trágico destino. Llegó al Brasil siguiendo a su marido, sin considerar lo dejado atrás que asimiló al olvido porque así había que hacerlo; un aventurero audaz y encantador hasta el hipnotismo de los sentidos, que conoció en Londres durante una carrera de caballos formando parte de una fastuosa ceremonia de coronación. La corte amorosa entre ellos duró un año para concretarse; el hombre realizó en esos meses gestos probando un misterioso amor y excepcional por la ebriedad de los sentimientos. Gastó en seducirla una fortuna sin que le importara, era el precio a pagar y la constancia del Tiempo hecha peaje; sabía cómo recuperarla en juegos violentos de la Bolsa, triplicarla con telégrafo inalámbrico, inversión oportuna donde los otros accionistas pasaban de largo, la clarividencia entre compra y venta.

Cuando intimaron descubriendo la dependencia mutua, ella le confesó que un ramo de rosas amarillas y un libro de Verlaine con poemas de la pasión prisionera hubieran sido suficiente, pero deseaba saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

-Hasta el fin del mundo, dijo el enamorado profetizando su final.

El hombre sabía que la relación formaba parte del destino superior y su condenación de hombre mortal, tenía el don de inventar por prestidigitación automática la fortuna, creciendo al ritmo de la naturaleza y de llevar una dura vida de trabajo. No se negaba los fastos de la vida social que ella organizaba porque la amaba, tocados como estaban por la gracia de la elegancia, susurrando que lo ocurrido en la pareja merecía un festejo ininterrumpido. Sin decirlo en voz alta: el mundo es envidia que circula, rechaza rabioso esa concordancia escandalosa y desafiante, detesta la felicidad del prójimo.

Ella adoptó como si le fueran innatos, los márgenes de dicha propios a estar en un lugar donde la naturaleza manda y decide destinos, lo sagrado es presencia tangible entrando al alma por los poros y la condición humana cuestión en camino de perfección. Privilegios olvidados en Europa por razones inhumanas, pudriéndose en campos de batalla arados de trincheras, especulaciones labradas de cadáveres uniformados. Electricidad y penicilina oscurecieron la zona central del paraíso; eso lo supe después y porque ella lo evocó durante nuestra única entrevista, mediante a posteriori una correspondencia de personas mayores fatigadas de secretos guardados.

El orden natural que todo lo rige si descartamos el principio divino, estaba alterado con esa felicidad y siendo inconcebible el amor sin ángel replicante que opte por la caída, la tragedia de la muchacha belga ocurrió cuando ella tenía veintiún años y estaba decidida a tentar la descendencia.

-Hubiera agradecido que lo mataran de un tiro por la espalda y llorarlo de cuerpo presente, aunque fuera irreconocible, contó. Cualquiera de las muertes agazapadas en Brasil es preferible al argumento de la desaparición, la incertidumbre de perder un ser amado sin tener un cadáver palpable y un montón de huesos resulta insoportable. Me lo robó el Amazonas, que es el más terrible e irónico de los enemigos porque sus brazos se multiplican hasta ser infinito. Mi amado esposo decía que lo conocía como nadie, como la palma de mi mano decía, se jactaba de esa complicidad, recordando que el río inabarcable le brindó las tres fortunas de su vida con materias primas diferentes; que allí estaban, al alcance de la mano temeraria que no teme ser devorada durante el sueño. Me quedé sin interrogar el cuerpo inerte de mi dueño, para saber si fue el río que le arrebató la vida, si hubo otro incidente que permaneció oculto.

La vida cambió en un aniversario de hacía dos años, cuando él decidió obsequiarle en prueba de fidelidad un diamante eterno, de esas piedras sublimes con nombre propio que marcan el antes y un después. Amuleto que consideraba prueba última del amor humano, lejos de bandidos e iluminados de las supersticiones, aventureros apátridas y formas indígenas de vida asediadas con codicia. Facetas sin tallar del país infinito que incluyen la vegetación, brutalidad de geología milenaria, animales huyendo de llamas voraces, correntadas destructoras cuando arrecian lluvias ácidas y el dolor inconsolable de generaciones sacrificadas por abrir las purulentas heridas del progreso.

Cualquier otro hombre sensato, hubiera hallado satisfacción a ese deseo pagando una fortuna al mejor orfebre levantino afincado en San Pablo. Unos años antes, sin ella en la intimidad, el enamorado hubiera construido el mayor velero del que se tuviera noticia en esa parte del mundo y navegado en solitario sin escala hasta los canales de Ámsterdam. Una vez allí hubiera exigido por la fuerza la apertura de los cofres mejor guardados, donde están lejos del mundo codicioso piedras que nunca tocaron otras manos que las del tallador. Así hubiera dado con la excepcionalidad, se la hubiera apropiado con violencia y de ser necesario declarando una guerra; luego, sin probar bocado en tierra, sin beber ni un trago de agua de beber, sin dormir para despreciar el sueño, sin dejar de pensar en ella a cada instante, hubiera desplegado el velamen en dirección al sur hasta alcanzar la bahía de Guanabara que resultó su Puerta del Paraíso y entrada del Infierno.

La originalidad consistía en que deseaba obsequiarle un diamante en bruto, corolario del proceso enterrado millones de años, piedra de la misma edad del planeta y que nadie hubiera contemplado. Sería prueba de fusión que acompañó en temblor la creación del mundo, que sólo destellaría ante los ojos de su querida para envidia de Dios y legiones celestes obsecuentes. Soñaba un yacimiento con ahínco, el diamante sin desenterrar y una veta inconcebible que lo aguardaba.

La idea venía desde antes, buscó ese paso durante cinco años como si fuera una ciudad escondida en la selva encerrando secretos del porvenir y riquezas incontables. Lo humano en su conjunto le era indiferente ante la obsesión de la piedra última, talismán del dios anterior al jaguar moteado, secreción venenosa del diablo con alimañas hundidas en el infierno verde, piedra absoluta de lo mineral que sería transición apenas para la verdadera misión.

-Estaba radiante cuando narraba pormenores de la aproximación, contó que internándose en piragua dos días con sus noches por uno de los ramales ocultos, estaba lo que yo merecía. Ese día de la precisión y del tramo final fue la última vez que lo vi. La información del plan era el primer destello; había sido tan secreto en sus intenciones que omitió instrucciones para orientar la expedición de rescate. Las campañas emprendidas resultaron búsquedas a ciegas y a la semana sin noticias de su paradero, se lanzó la alarma general de desaparición. Sus amigos buscaron hasta la extenuación, los enemigos exultantes insinuaron que me había abandonado por la mujer del norte que lo embrujó con ungüentos y caricias de maga. Los envidiosos sonrieron, los mercenarios se aplicaron a la cacería durante meses. Recibí anónimos y mentiras anunciando la verdad a cambio de dinero, hice venir los mejores telepáticos de Inglaterra y compré la confianza de conocedores del Amazonas. Nada, ningún rastro de embarcación ni los hombres que lo acompañaron. Una noche revolviendo papeles, sin acostumbrarme a aceptar su muerte, descubrí en el escritorio la gaveta secreta y en su interior el diario personal de los últimos dos años. Allí estaba anotado en secreto el amor que me tenía, en fórmulas que ni siquiera se atrevió a decir en nuestra intimidad, “es pronto” escribió para justificarse; estaba el entusiasmo por la nueva empresa, informaciones que obtenía acelerando el azar. “Anhelo que en un día cercano las aventuras de pasión amorosa y la búsqueda del milagro se hagan una sola, cuando mi amada reciba lo que fui a buscar para ella al centro de la tierra y presiento que el momento se aproxima.”

– ¿Qué ocurrió?

-Lo único que se acercó fue la noticia de su desaparición. Luego en una línea renació en mi la esperanza, cuando leí que marcharía “al río que llaman Xaxakundo y destino final de mis afanes.” Con esa información en mi poder hice venir a mi finca al Ministro de la Guerra y le entregué los materiales, que aceptó traduciéndolo en orden prioritaria con efecto legal en menos de veinticuatro horas. Como si fueran tiempos de guerra a la búsqueda de un santón apocalíptico, un bandido con ínfulas de caudillo, el regimiento extraviado sin dejar rastro de jóvenes reclutas, partió hacia ese río la expedición militar con misión de hallar trazas de mi querido. Se convocaron geógrafos y peritos, baqueanos y cazadores, una tropa de elite sin problemas de mando. Durante semanas se rastreó el caos e interrogaron a sacerdotes indígenas, se movilizó la oficina gubernamental que tiene la tarea única de espiar el Amazonas y su sistema infernal hasta el último recodo. Ello duró meses, hasta que el Ministro me solicitó una entrevista.

-No traigo nada para usted, dijo. Lo lamento señora, ese río no existe ni en las tradiciones tribales.

Eso lo dijo el Ministro a la mujer, ella se retiró a su habitación a llorar y dormir sin dormir para seguir llorando. Cuando se despertó de llorar sin dormir estaba paralizada de la cintura para abajo, sus piernas se negaban a caminar.

Tres días de escala en Río para alterar la fuerza del destino y yo sin sospecharlo… La mañana siguiente a nuestro desembarco llegó al hotel donde estaba alojado una invitación manuscrita en castellano y catalán, acompañando el presente de un espléndido reloj de oro. Esas invitaciones tentadoras nunca se rehúsan.

Dejé de extraviarme por caminos que clausuraban la ciudad más allá de los morros siguiendo instrucciones que tampoco comprendí en su totalidad. Creo que marchamos cerca de una hora, el tiempo que insumió pasar de ruidos urbanos al silencio y del silencio a una algarabía de pájaros en libertad, monos cautivos ante una amenaza, temí que pudiera tratarse de una venganza, trampa urdida por un bandolero en busca de notoriedad y recompensa. Había bebido la noche anterior y dormido poco, apenas amanecía cuando pasaron por mí y el sol, que allí tenía una fuerza de hipnotismo afrodisíaco me dejaba en un estado de suspensión e indefenso.

Luego de los pájaros, tal vez de los monos olvidé mi llegada y recuerdo los diez pasos avanzados hasta verla a ella, las secuelas de un cuerpo atado a un sillón de ruedas, artefacto que decía sin miramientos su función ortopédica. Ella no pretendía ocultarse en una mentira sin tullidos de poderosos y dejaba a la vista la mecánica degradante, sustitutiva del auxilio cuando parte del cuerpo deja de palpitar. De la cintura para arriba, a la manera parcial de estatuas de la antigüedad romana resultaba una mujer seductora y de belleza rara que el dolor acentuaba de manera inexplicable. Desde el ombligo hasta la tierra era el cuerpo desaparecido del marido… suspensión, trasgresión, pausa inmóvil aguardando el milagro improbable de la reaparición.

Eso es lo que encontré siguiendo las instrucciones de la esquela y ella dijo:

-Disculpe lo intempestivo de la invitación, necesitaba verlo a solas.

-Nunca rechazo una invitación de tales características, es la primera vez que me ocurre algo así. Alguien que avanza la medida del tiempo sólo puede ofrecer luego la eternidad y la muerte.

Hice lo posible para mantener una conversación en términos cordiales, olvidando la condición de saltimbanqui de paso y el sillón de ruedas donde estaba prisionera. Luchando con cierta indiferencia su situación era bien poco comparado con lo que había visto en mi pueblo e hice como si eso nunca hubiera ocurrido. Comenzó entonces de inmediato el capítulo secreto del encuentro.

-Usted es el Amazonas de los hombres, dijo.

Debo confesar que entendía sólo ráfagas de lo que sucedía, estaba acostumbrado a tratar con orates, pasé semanas en sanatorios observando movimientos de los pacientes más afectados para mi trabajo. Ella era la primera desquiciada que me había obsequiado un reloj de oro; estaba allí secuestrado por el tiempo y ella sabía de mi pasado, como si hubiera seguido mi carrera de segunda zona desde la primera noche que subí a escena. Conocía el repertorio en su extensión, mi trabajo de transformista de cabaret y las razones explicando una salida en desesperación; sabía que en un tramo del espectáculo en solitario, le hago recordar a la mayoría de los asistentes algún gesto de un ser querido, el amigo inolvidable de la infancia, un secreto de familia… alguien imborrable que cruzaron durante unas vacaciones crueles o felices.

Fue luego de esa declaración que ella evocó su historia sin que yo adivinara la razón –seguro que la había- de estar allí escuchando.

-Es un pedido especial, dijo.

-Lo suponía y la escucho, respondí.

A una señal que pasó inadvertida, movimiento ensayado la víspera, un hombre ingresó al salón con un baúl donde alcancé a distinguir, ordenadas como para un viaje alrededor del mundo, ropas masculinas de gran calidad.

-Es parte del guardarropa de mi esposo. Le propongo que durante su espectáculo, en los próximos meses, las utilice cuando salga a escena. Alguna de las noches estaré allí para ver y supongo que será lo único, esa ilusión del regreso, que me permitirá levantarme del sillón y aceptar que él jamás volverá a esta finca. La voluntad es insuficiente para continuar adelante.

Estaba habituado a situaciones extrañas pero nunca había escuchado algo así, hablé de lo incierto de mi situación, expresé mis dudas en cuanto a los efectos concretos del plan propuesto. Observaba habiendo previsto mis reflejos negativos y pronta para argumentar, haciéndome saber que yo ni siquiera podría imaginar lo que ella había sufrido, lo doloroso del proceso que la llevó hasta la proposición. Estaba tan convencida de su iniciativa, que a medida que yo hablaba, saliendo de una pesadilla de los sentidos, me persuadió de lo contrario, de que faltaban razones válidas para negarme a su pedido y debía obedecer sobre aquello que crecía como mandato.

-Tiene razón, soy consciente de todos y cada uno de mis inconvenientes. Le suplico que estime la intensidad de mi desesperación llevándome a interrumpir una historia dolorosa inventando ilusiones teatrales queriendo salir del desfiladero. Confiarme a un desconocido como lo estoy haciendo.

A una segunda señal apareció otro hombre con una carpeta que tenía algo de armisticio impuesto.

-Aquí hay dos documentos que pueden interesarle, un contrato por un año en un teatro céntrico de Buenos Aires y un título de propiedad del apartamento en un barrio tranquilo de la capital argentina. Si acepta son suyos; no me conteste ahora, mañana salga a pasear por la playa Roja; si lleva puesto alguno de esos sombreros, querrá significar que nuestro trato está cerrado y nunca nos volveremos a encontrar. De lo contrario, cuando regrese a su habitación no habrá traza de nuestra conversación, ninguna prenda que le recuerde este incidente. Es pedido extravagante y un acuerdo justo; no pregunte razones ni detalles. Soy racional para creer en ceremonias de convocación espectral, estoy agotada de verlo en sueños y si rechaza la propuesta, es probable que me adentre en la locura.

-Es una enorme responsabilidad, le dije.

-Es posible que esté ya en la locura sin saberlo. Gracias por haber venido y darme una hora de su valioso tiempo.

Ella fue quien dio por terminada la entrevista sin consentir la eventual contrariedad de una respuesta negativa.

-Es una historia de amor conmovedora, le dije.

-Gracias, contestó. Una historia que debe finalizar y pronto, como un relato de Stefan Zweig y la vida del escritor, que se suicidó bien cerca de nuestra charla. Si acepta, el recuerdo se irá de esta casa, dispersándose entre los espectadores que lo aplaudirán en Buenos Aires sin sospechar que forman parte de nuestro secreto.

Nunca fui motivado por la ambición, tampoco estaba en condiciones de rechazar una puerta de acceso que daría a mi aventura un tiempo imprescindible de reflexión. Desde que escuché el disparate formulado supe que era verdad; lo confirmó una llamada que recibí antes de desayunar de un empresario argentino, concertando detalles del nuevo espectáculo que comenzaba a ensayar la próxima semana. Nunca hubiera sospechado que mi búsqueda de una nueva vida pasara por esos atajos.

En Montevideo que se volvió ciudad de tránsito informal, preferí abandonar mis posibles contactos pues seguiría de largo. Mediante la embajada de Brasil intenté ubicarla a la belga paralítica para restituir los títulos de propiedad, el cónsul me informó que la indagación llevaría meses y no tenía motivos suficientes para iniciar un procedimiento oficial. A mi hotel de la calle Soriano me llegó una carta manuscrita que no tenía trazas de haber pasado por servicios de correo habituales. “Empiezo a tener sensaciones en las piernas, pocas pero un poco más cada hora después de nuestra entrevista. Es difícil ser una mujer abandonada por la aventura y un diamante que será para otra dentro de miles de años. Quizá pueda viajar a Buenos Aires y asistir a alguna de sus primeras representaciones, es una certeza. Aquí nuestros caminos se separan, puede que sea verdad aquello de que la vida es ilusión.”

Cuando el horizonte sin pretensiones del Río de la Plata se llenó del perfil irregular de Buenos Aires, pensé en la fuerza de los afluentes ocultos por la selva del norte, la travesía por los meandros del Delta del Paraná y que le dan ese color de león agonizante. Se posaron en mi espíritu certitudes que eran órdenes: debería cambiar de nombre para inventar otra carrera argentina y ese sería mi hogar hasta el final de los días. Eran dos vidas no una las que dejaba atrás, huyendo sin volver la mirada hacia mi madre patria tan bella y perdida.

Encuentro fortuito en la librería colonial

Al otro día de la invitación a estar con ustedes por zoom tomé algunas notas para ordenar la charla convenida, puesto que el objetivo de la maniobra era evocar a la distancia la figura de Lautréamont. Durante el reparto de la tarea, alegué que sólo estaría cómodo hablando del enigma en tanto episodio personal, testimonio llano del asombro primero ante la obra del escritor, su influencia en otras lecturas y la traza indeleble en mi narrativa incluyendo la crónica biográfica; su obstinación espectral en el presente y otros proyectos que pudiera inspirar, incluyendo aquellos que quedarán por el camino.

Así fue que comenzó la charla organizada a distancia por la Academia Nacional de Letras, donde soy un espectral miembro correspondiente en la calle Dantzig después de los años vividos en Commandant Mouchotte; lo que debía ser una exposición sobre la valoración y actualidad de la obra de Ducasse, se volvió la reconstrucción de un recuerdo y que sólo podía asumir la forma de un relato. Ello sucede cada tanto en mi escritura, cruzando crítica y narración e ignoro si es exploración renovadora, estrategia instrumental o argucia dialéctica, valorando carencias que a esta altura de la existencia son incurables. Pudiera ser el mandato de tentar la ficción con los materiales que uno frecuentó desde muchacho y sin cambiar de categoría como sucede en el boxeo, un dominio donde la lectura equivale a dar la vuelta al mundo en ochenta días y dar la vuelta al día en ochenta mundos o embarcarse hacia la órbita del planeta Solaris, donde las pesadillas nocturnas se hacen realidad en cuanto los tripulantes despiertan. 

Sucedió en el abril pasado en época de pandemia respiratoria y conexión internet; acepté participar en un ejercicio colectivo que en otro tiempo se hubiera llamado surrealista, lejana herencia de los hermanos Lumière con gente en movimiento y para el cual carecía de gimnasia técnica. Hablé a una pantalla catorce minutos, sabiendo que siempre caigo en el desliz de considerar los asuntos literarios en mi condición doble de profesor y narrador, los años de docencia en todos los niveles me dieron cierta pericia para disertar ante un auditorio cautivo, aunque fue extraño eso de hacerlo sin retorno provocado. Unos días más tarde, el amigo Wilfredo Penco me pidió la versión escrita de la conversación para una publicación. Había olvidado si la versión hablada guardaba relación con las notas preliminares y decidí invertir el proceso, miré un par de veces el video, el emisor se volvió receptor, tomé nuevas notas de lo escuchado y trato ahora de reorganizar un relato dando un tono memorialista a las pausas de la oralidad.

El comienzo del vínculo con la leyenda Ducasse fue libresco a la antigua, incluso casual. La coincidencia de haber nacido en la misma ciudad del celebrado, con un poco más de un siglo de diferencia -casi nada en la economía del universo- crea cierta complicidad portuaria intemporal, así como el estar redactando el informe a unas diez estaciones de Metro de donde murió en Paris. El Conde es génesis del misterio más incandescente de nuestros asuntos literarios y meteorito poético, para el cual es insuficiente la crítica tradicional, siendo de esas sombras extrañas que forman un enigma inextricable al interior fractal de la literatura. Desde hace tiempo me interesaba la articulación en tríptico concentrada en su caso, exponiendo intereses exegéticos sensibles de la literatura contemporánea; el itinerario abreviado del autor entre dos lenguas, la marginación ante la industria cultural, muerte prematura y sin sepultura, iconografía monologante en discusión, proceso de legitimación por la vía del salón de los rechazados. Destaca y desde antes de abrir el libro, el ocultamiento sugerente del apodo Conde de Lautréamont; pocos seudónimos dieron lugar a tantas especulaciones, en su caso se trata de una novela folletín minada de celadas dentro del corpus crítico. Crea a Maldoror implicando narrador y personaje protagonista, anclado en la tradición de los gabinetes de curiosidades, capaz de anticipar la violencia exacerbada del relato moderno, abriendo puertas condenadas del abismo poético. Está la obra en papel viniendo de algún lugar excomulgado entre Tarbes y Montevideo, el objeto libro “Les chants de Maldoror” (1869) irrumpiendo como anomalía pendiente dentro de la lengua francesa, polizonte en una literatura densa por entonces, de poesía entre flores del mal, folletines complotistas, novela rojo y negro. Sedimentos y piezas herrumbradas de historias naturales iluminadas en latín e imaginerías incunables arrumbadas por excesos altivos del racionalismo, filamentos sensibles a la modernidad que se venía engendrando entre Marx y Helena Blavatsky. Así pues, ser uruguayo e interesarse por la literatura -ya sea como lector, estudioso del caso esotérico, poeta circunstancial o creador de ficciones- significa estar pronto a cruzar en algún momento la ruta virulenta de Maldoror.

En lo personal, de tal encuentro -lo fui urdiendo en plan de batalla- me cuento una fábula supuestamente verosímil que trata de casualidades y el azar absurdo guiando nuestros gestos; recuerdo, acentuando más la ironía, que en el liceo tenía problemas con las conjugaciones francesas, el tirón barrial era potente y nunca pensé que saldría en pie del ruedo ibérico. Tentando inventar una explicación retrospectiva, diría que el caso Ducasse fue el cruce de una conciencia aproximativa geo poética y la bifurcación hacia una vida doble, ofrecía una segunda tradición cosmopolita, con algo de tirada de dados que pude aceptar o repudiar y las luces que a lo lejos alumbran la ciudad de la Comuna trágica, aguardando al viajero del otro lado del viejo Océano. Estaba por entonces en las interrogantes del estudiante de literatura -sin olvidar las otras- y Ducasse invitaba a la absenta verde de la escritura propia, imponía casi el vivir una vida en estado de traducción ebria, como algunos barcos adolescentes.

Siendo estudiante del IPA, Alejandro Paternain -al que conocía desde el liceo- me llevó a visitar la librería Colonial en Guayabos y Dr. Juan A. Rodríguez, de Washington Pereyra el librero nigromante que falleció hace un par de años en Buenos Aires. Empecé yendo cada tanto como bachiller curioso y terminé trabajando -en condición de colaborador- sin horario, en lo que fue parte entrañable de mi educación literaria y libresca. Demasiado viejo para la picaresca entre ciegos y joven para pensar una situación sedentaria acaso todo era preparación para lo que vendría. La enseñanza secundaria había hecho su obra, el deporte colectivo y la música mostraron los límites de torpezas técnicas, reconocía una felicidad en caminar las librerías del centro, comenzando por Paideia cerca del túnel de 8 de Octubre, siguiendo hasta llegar a Monteverde en la calle 25 de mayo, que para nuestra secta fue el templo mayor; era un tiempo extraño, recuerdo la parada en la librería Arca en la calle Colonia, donde podía leerse la producción narrativa uruguayo del último trimestre. Así vista como una intervención en el tiempo, trabajar en una librería anticuario era visitar en 3D virtual un cuento de Borges, así como concretar la ilusión de alternar en universos paralelos, donde el planeta alternativo tenía configuración de librería montevideana. Mediante tres episodios creo que podría ilustrar esa modalidad de la educación liberaría laboral, que se sumaba a las horas de lectura y el orden epistemológico que luego darían los años en el instituto de profesores Artigas. Allí aprendí y de otra manera a valorar el período colonial del virreinato del Rio de la Plata y la provincia cisplatina, el nexo privilegiado con las letras francesas y a una visión sesgada de la cultura española que dejaría trazas durante años.

Conocí la pasión de los coleccionistas, hombre adinerados y discretos, generalmente argentinos, que hicieron fortuna en las actividades sorprendentes y viajaban por el día para comprar una edición rara, tres números de una publicación, la moneda de plata con tres ejemplares conocidos, algún parte de imprenta sobreviviente; sobre todo encuadernaciones de las misiones, relevamientos ilustrados de la fauna y flora de los viajeros europeos. Tenían algo del hombre temeroso de que alguno de los otros contrincantes que estaban en lo mismo pudiera adelantarse; recordaban en el trato a Charles Foster Kane, luego de las transacciones salían del local rápido, dignos, disfrutando por anticipado el momento cuando estuvieran a solas con el objeto deseado desde hace años: Rosebud. Invertir parte del presente que huye por un tiempo pasado, en períodos revolucionarios donde todo era la era que advenía y la orden del día la tabula rasa, ver esa pasión posesiva sensual por objetos mágicos -libros y ediciones- que sobrevivieron al desgaste del tiempo era lección de algo; acaso de forjarse una tradición persona -proveniente del país bárbaro- que imponía su reconocimiento antes de tentar la exploración narrativa de los posibles a los cuales nunca se llega sin espejo retrovisor. Activaban la pasión del objeto mágico, amuleto que abría otros posibles, talismán obligado para la trasmutación interiores, eran herederos tardíos de la tradición del libro sagrado, mágico, prohibido y maldito. Obsesión del objeto que se desplazó de espadas, coronas, tronos y anillos al libro; como si se hubieran inventado las bibliotecas con la finalidad de ocultar los pocos libros codiciados por la secta enemiga para destinarlos al círculo de fuego. De haber nacido argentino como algún de esos coleccionistas, quizá la relación de trabajo con otra lengua de la materna me hubiera inclinado a la literatura inglesa e interesado por W. H. Hudson, siendo oriundo de la Banda Oriental y sin que lo hubiera buscado, estaba norteado a la lengua francesa.

Este relato da cuenta de ese encuentro con la obra clave de la modernidad escrita por un montevideano; en esa librería escuché de los otros uruguayos franceses, conocí historiadores de la inmigración francesa al Uruguay, penetrando un campo magnético poético identitario precario en otras regiones del continente americano. Es curioso que el recuerdo de estas escenas relativas a la Librería Colonial llegue en el proceso de traducción de “Alcools” de Apollinaire y que fuera editado por un compatriota de orígenes polacos. En lo estricto del negocio había pues lo excepcional y la administración del cotidiano; de lo raro se encargaba el azar o la picaresca del librero, siendo cuestión de información, estar al tanto de cotizaciones, tener la agenda secreta y el sentido de oportunidad. Sin embargo, la fuerte principal y fue todo un descubrimiento, era la disolución de bibliotecas uruguayas particulares, el universo expansivo medido en libros había alcanzado su máxima expansión y comenzaba el sentido inverso. Hubo un tiempo del país cuando ese corpus excepcional se fue formando y luego llegaban los herederos, desatentes al patrimonio libresco, deseosos de ganar espacio en la casa familiar y parecía repetirse en maqueta la caída del imperio romano. Algunos mayores previsores, antes del desinterés de los hijos o la codicia indisimulada de los sobrinos, se encargaban ellos mismos de desintegrar esa suerte de disco duro intelectual montado en una vida o dos. La mayoría de las veces pasaba por los remates, algunas bibliotecas con nombre tenían la fortuna de ser ofertadas por lotes, la mayora era el caos al kilo en dunas de papel o aguardar una invasión de bárbaros desconsiderados. Podría decir que ingresé a esa conciencia algo temprano si consideramos la llegada espectacular de la informática o también que era tarde y el quiebre se produjo en algún momento que no logro precisar; se me hace a mediado de los años cuarenta y quizá el cruce coincida con la llamada generación del 45, creía estar trabajando con la quintaesencia de un país culto cuando en verdad estaba en medio del despilfarro. Mi deseo de ser profesor de literatura estaba en pleno decalaje, como que uno se preparara equivocado para un país que se distanciaba de las humanidades: yo vi durante la educación sentimental cerrar las mejores librerías de la ciudad de Montevideo una tras otra, hablé con Marcelina de Taranto, con Napoli, con Hugo de Losada, conocí a los hermanos Maestro y al manco del primer piso de Mosca. A veces tenía la felicidad que consistía en hallar libros excepcionales y que desaparecieron de circulación, y eran los restos del naufragio que no afectaba tan solo a mi país, quizá los estragos en España eran igual de extensos o más.

De repente llegaban a mis manos tesoros que nunca hubiera conocido por propia iniciativa, tuve en mis manos algún volumen de la Biblioteca Rivadeneyra, conservo El Quijote en la edición clásicos castellanos de La Lectura en ocho tomitos; entre regalos del patrón o adquisiciones a precio de lazarillo con crédito, conocí los trabajos de Marcelino Menéndez Pelayo, “Antología de poetas líricos españoles”, “Historia de las ideas estéticas en España” y la “Historia de los heterodoxos españoles”. Ahí se concentraban misterios que todavía me rondan cuando el asunto es la literatura española; primero la capacidad de trabajo de ese hombre sin soportes tecnológicos de nuestro siglo y luego que alguien, en la primera mitad del siglo veinte en Uruguay, había juntado esos volúmenes destinados a una librería de viejo. Aparte de las ficciones de brujería a exorcizar con crueldad, creo que la historia de los heterodoxos fue de los sacudones intelectuales más fuertes, que quise verificar durante la pandemia. Con los años pasados la impresión todavía fue más fuerte y de manera diagonal, me ayudó a entender la dimensión negra goyesca de la historia de España, de su poesía y narrativa. Algunas líneas pues para describir ese estupor que consistió en cambiar el punto de vista o pacto de lectura; en mis años de formación predominaban las lecturas estructuralistas (como el género en la actualidad y la robótica dentro de quince años) y la mayoría de inspiración sociológica, donde -digamos la novela- o el relato de ficción era una estrategia tangente de decir de la sociedad y los ejemplos abundan. Acaso en la impunidad solitario de la lectura yo hice trampas con los heterodoxos de don Marcelino; si la leía como ensayo mi condición de ateo y heredero de las luces pasaría pronto por la indignación, abandonado la lectura ante tanto postulado reaccionario. Previniendo las pesadillas de ser quemado vivo en una hoguera inquisitorial y post confesión forzada, escuchando increpaciones de exorcismo, donde el oficiante desafiara a los demonios Gramsci y Hauser que tomaron posesión de mi cuerpo, mientras los asistentes a manera de astillas demoníacas, pondrían a mis pies ediciones de Pueblos Unidos y las obras completas del húngaro Georg Lukács. En un acto mágico y por tanto según el autor demoníaco, procedí a un acto de Fe sublime y decidí que la “Historia de los heterodoxos españoles” es una de las novelas más formidables de la mejor narrativa en lengua castellana. Ese gesto de rebeldía imperdonable y liberador me condujo a experiencias de lectura donde descubrí capítulos memorables y una sinergia que, acaso, permitía entender la tragedia de la España moderna, el envión dispuesto por Dios de la conquista con voluntad imperial extendida a la totalidad del planeta y su población sobreviviendo en la ignorancia.

No es momento de detenerse en detalles, pero recuerdo el círculo sofocante de la Iglesia poderosa y complotista en los fueros internos, el funcionamiento infatigable de odios y celos, las relaciones tumultuosas con corona y papado, la aceptación de la justicia pragmática del Santo Oficio, la obediencia de la doctrina, el rigor ante las desviaciones detectadas, el celo para perseguir hasta el extermino ovejas descarriadas, tentada por la concupiscencia gregaria y pensadores franceses tóxicos. Su alabanza feliz de la Inquisición es inolvidable, el ataque en regla a la enciclopedia francesa obra del arte de la argumentación, los retratos ejemplares de desviados mordaces, precisos, luminosos por casi irrebatibles, la defensa de la poesía sagrada más emotiva que la tentada por los arcángeles. Esa inteligencia brillante sin embargo a veces tropezaba sin caer del todo, vacila dudando en el abismo del cotejo, ataca cuidando la retaguardia, avanza con espadas de fuego sin perforar el misterio; ello cuando los heterodoxos son legión en la península no por ambiciones de cátedra, teoría del lucimiento, malas traducciones condenadas de la cicuta afrancesada, sino personajes supersticiosos inspirados por las malas artes, las debilidades, los hechos, las orgías satanistas y el sacrificio; ahí la mano de don Marcelino titubea, porque si hay tamaña Fe en la divinidad, si es capaz de reconocer el complot desde la doctrina hermética y en toda su arborescencia europea, el seglar de Dios sabe que se enfrenta con fuerzas, que si bien serán derrotadas por la luz, rondan por el mundo, tientan la carne débil, emponzoñan las almas, contagian comunidades y ponen en entredicho los postulados de la Creación misma.

Haber trabajado en la librería colonia de Washington Pereyra, fue una temporada en el purgatorio, viendo debajo a los condenados aspirando a estar entre los elegidos, una beca esotérica, un postgrado sin programas previos y docentes aleatorios de la Universidad Cagliostro, un tatuaje invisible de un estudiante del instituto de profesores Artigas afortunado de iniciarse en ese mundo otro que estaba en el nuestro por el diablo Alejandro Paternain. Estar en ese ambiente de librería anticuario, donde se conjugan los tiempos en palimpsesto y con ese librero digno de la Comedia Humana, sumaba otras memorias; abría telones espesos a zonas discretas del Uruguay y puede que allí hallé, sin sospecharlo, algunos asuntos que redacté años después. Luego, la librería se mudó a la calle Ituzaingó frente a la sastrería La Silencieuse, cerca de Monteverde, el Café Brasilero y el Bazar del Japón. Pereyra me orientó a respetar los libros viejos, asistir a remates de Gomensoro y Castells tras colecciones raras, la agilidad del oficio y la intuición felina ante las bibliotecas, la pasión por ediciones princeps del “Martín Fierro” y “El cancionero gitano”. Asistía como escucha -práctica docente inesperada- a la peña heteróclita de algunos sábados en la librería -con vinillo de jerez y la crema de la intelectualidad…- donde llegaban tertulianos buscando su personaje. Armando Pirotto que solía sentarse en sillones papales, el Dr. Fernando Mañé Garzón, Jacques Duprey –“Voyage aux origines françaises de l’Uruguay”- Vicente O. Cicalese de nuestro viejo latín, otros visitantes esporádicos, y eso al comienzo de los años setenta que arrastrarían con todo.

Entre esos estantes en reacomodo permanente encontré por primera vez las obras de Ducasse, era una edición francesa de José Corti de 1953, que tiene un retrato del autor a los 19 años, obtenido por el método paranoico crítico de Salvador Dalí en el año 1937. Debió ser manifiesto mi interés, Pereyra me regaló el ejemplar que todavía me acompaña y a partir de aquellos días, debí ubicar la obra del vecino de la ciudad vieja en la tradición que me correspondía, con decisiones a tomar a manera del decálogo de Horacio Quiroga. Lo evocado fueron los capítulos iniciales y la memoria fichada compartida con los espectros, lo que quedó atrás para siempre como la juventud y cierta idea del amor apasionado por los libros en Uruguay. Lo que sigue, se asemeja a la información ordenada cuando se arma un CV, más conocida socialmente y localizable con facilidad; igual, siempre se pueden avanzar algunas astucias del zurcido invisible. Estaba convencido que la zona subversiva de la modernidad literaria comienza en Montevideo y había que alcanzarla transitando la lengua francesa; que debía adoptar más tarde que temprano en traducciones o mediante estrategias drásticas, cuyo último episodio es la versión en castellano uruguayo de “Alcools” del enorme Guillaume Apollinaire. La literatura uruguaya era esos ríos con dos fuentes como el Danubio, que exploró Claudio Magris en la lección magistral de paisaje e historia cultural que es su libro de 1986. Existía otra tendencia fluida derivando en la gauchesca, la construcción de la patria entre divisas enemigas, el mentado barbero Bartolomé Hidalgo y una segunda escrita en otra lengua, conectada a Paris que en las décadas Maldoror -al decir de Walter Benjamin- era la capital del siglo XIX. Esas dos fuerzas coexistían como problema en mis proyectos y necesitaban una solución pertinente.

Durante los años de formación, me acerqué a los textos del auge de la novela latinoamericana, sintiendo una mayor empatía lógica por la literatura rioplatense. Seguí los cursos del Instituto Artigas, desde la cólera del pélida Aquileo hasta la canción de amor de J. Alfred Prufrock comentada por Jorge Medina Vidal. Al decidir los doctorados universitarios opté por los papeles del país de Torres-García y Onetti; rondaba sin embargo la tentación sensual de la galería Vivienne, la ciudad de Balzac que contaba José Pedro Díaz, aquel tránsito entre pasajes del cuento “El otro cielo” de Cortázar, donde se cita a nuestro Lautréamont. Era el elogio a la vida clandestina, durante el día estaba al tanto de las colas de cerdo en Macondo y patriadas en taperas de Eduardo Acevedo Díaz; por las noches frecuentaba la poética alquímica de los hijos del limo, la nueva forma de nombrar la belleza de ese uruguayo muerto a los veinticuatro años. Luego respondí -buscando una salida al entuerto- a la convocatoria del concurso Jules Supervielle de la Alianza Francesa en 1984. El breve ensayo se titulaba “El arte de comparar” y analizaba variaciones en los Cantos de lo bello cotejadas con la circunstancia del autor; el premio fue un primer viaje a Paris y la edición del trabajo. Si sostenía que ahí había otra fuerte de la literatura uruguaya, debía asumirlo también en la ficción. El primer cuento del primer libro publicado se titulaba “Montevideo en video Ducasse”; narra el regreso en clave onírica del hijo pródigo muerto en 1870 a los muelles montevideanos en estado de sitio. En su momento lo sentí como escena fundadora, plan de ruta y programa en ciernes; uno nunca sabe si se trata del itinerario correcto, fue una combinación de mandato y circunstancias -derivando con felicidad- entre “Los tres gauchos orientales” de don Antonio Lussich y “Les chants de Maldoror”. Va siendo tarde para cambiar de librería, así que sólo me resta reincidir en partituras conocidas, el divino Conde está en las preocupaciones actuales de los cuarteles de invierno; fue por ello que en abril del año 2020 -en inesperada alineación de los planetas, antes de las alarmas mundiales y en mes de San Isidoro de Sevilla- abrí un sitio web donde reincidir en la literatura uruguaya, antídoto oportuno a la crisis editorial y circuitos culturales. Es un proyecto a plazo fijo que durará tres años y se presenta bajo la denominación de Cabaret Literario, se llama La Coquette, que fue como Ducasse denominó a su ciudad de nacimiento al evocar el Río de la Plata. Ahí reaparecen cuentos propios de hace años sin reedición a la vista y restaurados, artículos escritos en ocasión de actividades universitarios para revistas desaparecidas y textos de otros escritores uruguayos. Los visitantes son poetas y narradores, viejos amigos, jóvenes conocidos por mail que aceptan participar -La Coquette les agradece de todo corazón su aporte a todos y a cada uno- con fragmentos de sus creaciones. Me entusiasma en su progreso la coexistencia de estilos, sexos y generaciones, hace bien la presencia de autores de renombre y el entusiasmo de quienes comienzan la aventura. El escenario del Cabaret Literario acepta poesía e inéditos, cuentos y ensayos, manifiestos y correspondencia; la idea surgió en una charla con mi querido amigo Jorge Musto, que mandó la primera carambola de escritura abriendo el camino.

En el presente, el montevideano sigue siendo un estante de la biblioteca y reflexión obligada antes de emprender cualquier otro libro, tengo la tentación pendiente de pasar algunos en sus textos no tanto al español internacional sino al lenguaje de la Banda Oriental. Su ejemplo paradigmático -sumado al de Torres-García- me sirvió para hallar el fundamento a los cambios de código y vida cotidiana, de ciudad caminada y paisaje literario; aceptando los procesos históricos aleatorios y la vejez que aguarda sin estancarse en el planto. Ducasse es paradigma de varias situaciones; vaivén de ida y vuelta, conciencia con mandato del escritor uruguayo, batalla contra el tiempo y condiciones de producción, procesos de legitimación, armonía entra tradición y originalidad: todo el poder a la obra. Inicia el campo magnético algo desactivado entre Uruguay y la lengua francesa; el tríptico Laforgue, Supervielle y Ducasse se da por adquirido sin darle la importancia debida. Esa trinidad es una de las obras mayores de la literatura uruguaya; por fortuna, otros poetas jóvenes en perdición lo recuerdan, ellos y Arturo Bolano y Ulises Lima al comienzo de “Los detectives salvajes” citan poesías del montevideano en un bar de la calle Bucarelli, México D.F. Es comprensible que se trata de una filiación difícil de aceptar; les solía comentar a mis estudiantes: uno es azar, dos un error y tres crean un prodigio impar como es la dicha tituló Iván Kmaid. La prioridad central de Ducasse en el ícono francés proviene de una biografía fugitiva, la traza de una obra cismática aglutina saboteando la relación del escritor con su patria de nacimiento y la literatura que lo precede todos géneros confundidos.

Lautréamont dio todo lo que tenía para escribir, para publicar y pago con su vida el rescate exigido por los dioses; por eso, cuando el lector comienza a entender el horizonte de expectativa vuelve a distanciarse. Alguna vez y cada tanto pensé -como lo hizo Thomas de Quincey con Kant- novelar de un tirón los tres últimos días de Isidore Ducasse, fingir acaso que siempre hay un cuaderno que lo implica rondando la escritura de la semana próxima. Cuando eso ocurre necesito acercarse al barrio en París donde él vivió, en especial la Place des Victoires y cruzar sin apuro el pasaje cubierto Colbert. Tiene algo espectral asumido ese atajo del siglo XIX, conexión ilusoria de tiempos y espacios, pasillos y escalones gastados que –una vez sabido el itinerario secreto- conducen al tercer reino. Allí cada vez que me hago presente distingo una vidriera donde está escrito Librería Colonial; adentro, un hombre flaco fuma y bebe el cuarto café en pocillo de la mañana. Cuando ingreso al local, a pesar de los años transcurridos él parece reconocerme, sonríe y sin decir ni una palabra continúa escrutando la colección -perfecto estado de conservación y completa- de The Southern Star – La Estrella del Sur que tiene entre las manos.

Danza ficción

Nunca pensé hallarme en esta situación inexplicable de enviarte un último mensaje con la absurda esperanza de que atraviese el complejo espacio temporal, para que así escuches mi voz y sepas que alguna vez estuve vivo, al menos hasta este mismo momento. Intento los tres procedimientos a la vez asegurando la recepción; envío un mensaje dirigido a todos los posibles captores intermedios, que a su vez los puedan hacer llegar en efecto dominó o indirecto hasta la central fija de tu cerebro, que es el único destinatario deseado. Activé el procedimiento de grabación en un soporte audio con acciones automática, queriendo producir tres copias; una quedará aquí por si llega la misión de rescate que está en viaje, otra sellada en una cápsula que en siete años y si no hay coalición con un meteorito entrará en el campo gravitacional terrestre, una tercera la aplicaré en un chip cuántico y lo meteré dentro del cuerpo. Activé para asegurarme el procedimiento hasta lograr un soporte papel, deberá ser recibido el mensaje más como desvarío narrativo que testimonio de algo en verdad ocurrido; falta la opción paloma mensajera descartada por el momento por razones obvias.

Hola… hola…. hola… déjame ver… con estos aparatos nunca se sabe, crees dominarlos, lo supones hasta el convencimiento y siempre te hacen una mala jugada. Vayamos a lo increíble de primera, fui y sigo siendo uruguayo de nacimiento, soy el último sobreviviente de la misión espacial internacional del Mercosur que terminó mal y se destina al fracaso. Los demás tripulantes murieron por causas que por ahora desconozco y sería sencillo si pudiera afirmar que yo mismo los maté uno a uno. Algo que está entre nosotros e invisible al equipaje los suprimió con sistema y eso ignorado me dejó a mí con vida, considerándome inmune para que diera testimonio de lo ocurrido, sabiendo que nadie me creerá. Como me empeño en contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, cuando se evalúe esa versión subjetiva en un tribunal imparcial, los miembros del comité pensarán que enloquecí de tanto estar viajando en el vacío de la antimateria. Es una hipótesis medianamente aceptable.

Esa música que estás escuchando como telón de fondo es Ravi Shankar, entró por algún lado de la memoria del sistema central y borró todas las músicas programadas antes de partir. Dios o el capricho maligno de las fuerzas finales, al parecer le tomaron cariño inventando una melodía de intervalos irrepetible que acompaña el epílogo existencial. Al final no hay trompetas celestiales, jinetes en el cielo ni siete sellos que se abren sino música sitar de Ravi Shankar y un Raga Ganesh será mi Réquiem. Los contadores marcan 17 minutos exactos para que todo termine, se produjo una coincidencia armoniosa entre al aire restante, mi cerebro funcionando, tiempo para grabar y mecanismo en cuenta regresiva de autodestrucción planificada años antes de este momento. Quiera Ganesh que hubiera un prodigioso secreto final de la existencia, la materia, el origen del Cosmos, la divinidad o la Nada que mereciera ser rebelado y estuviera en mi poder. Nada de eso hay por el momento y el tiempo se agota, guardo la esperanza de que cuando los indicadores acordados lleguen en coincidencia al segundo final -al cero en todos los registros- ocurra una maravilla por la que valga la pena tanta angustia. Temo que el Ser Supremo con Cabeza de Elefante sea una especie de perro salchicha, con peineta de folklórica andaluza tocando castañuelas y bailando con gracia dudosa parado sobre las patas traseras.

Hablar es lo único que puedo hacer y con sentido, debo estar atento a cada una de estas palabras que tienen algo de final resuelto y está pendiente aquello manido de la comunicación: si uno no intenta contar y evocar hasta el final –recuerdo un cuento misionero de Quiroga con río, hombre moribundo en bote y serpiente venenosa- la gente que lo escucha te acusa de desamorado, vos el primero. Hace un tiempo que debía hacerlo, estando aquí arriba y fuera de la nada es como si se hubiera perdido la sucesión del tiempo. Decir once y veinte mirando mi Grand Seiko hasta tiene su gracia, lo mismo te veo la semana que viene o nací en 1924 hasta se puede entender. Desde que escapé de la fuerza gravitacional del sistema solar ingresé en otra escala de medida temporal ignorada por el conocimiento humano a nivel del mar. Adelantándome unos minutos a lo inevitable, lo sensato sería decirte que te escribo desde la muerte misma, instalado en una fecha anterior a la de mi nacimiento. Tampoco es para tanto tejemaneje… si el mensaje llega poco o nada interesan las condiciones de la emisión y como ahora mismo lo estás LEYENDO, YO SÉ que llegó a las buenas manos a las que estaba destinado, después de un viaje por las Estrellas de Treinta Años.

Lo determinante no es que nos hayamos conocido en otra vida sino el mensaje final, tampoco conocí a Milena la muchacha de Praga y la considero una buena amiga y que es –en esta cápsula con forma de libro: todo libro es cápsula para viajar por el complejo espacio temporal- compañera de viaje porque ella estuvo Allá y lo supo en carne propia. Lo necesario es que estés ahí permaneciendo hasta el final quieto y sin interrupciones, como si se tratara de la lectura del cuento de una sola sentada. Acaso creas que el mensaje es apócrifo y el destinatario del relato otro y ando equivocado en mi iniciativa, el destinatario nunca es otro, el único destinatario del mensaje transfigurado sigues siento tú, si es que sigues vivo y ello desde el lejano 1986. Pasaron treinta años, aquí estamos ambos mano a mano; hizo falta la catástrofe politeísta vivida luego de treinta años avanzando hacia allá, para que recuperara estos diecisiete años de soledad. Tanto para hacer a cada día y cada hora, más trece años desde el último despertar del letargo programado en la nave que ando abombado. Estoy bien de la cabeza de lo contrario no tendría conciencia de la situación, uno es duro de cocer a fuego lento. Siento que me voy aflojando y es el último mensaje antes de la disolución total, hablo para mantener la unidad previa a la explosión del planeta, por ahora sigo reconociendo y te recuerdo.

Emoción absurda, hace unos días ronda mi cabeza un pensamiento que vuelve y vuelve, siendo el perro obediente que trae la rama que les tiran a las olas en las costas de Rocha; es el dolor de estar lejos de los amigos que valen la pena, de esos que se pueden contar con los dedos de una mano. Antes de emprender el viaje fui algo alcohólico a mis horas, si bien ensayé técnicas para ocultarlo. Mi reino por un vaso de whisky de por lo menos 12 años de añejado que es el tiempo del último silencio; el recuerdo del whisky es lo que necesito para entrar en confidencias. Llegar a ser el único sobreviviente de una misión al último reducto del espacio –el espacio del cual hablamos tiene la dimensión temporal de una vida apenas- y para terminar en una confesión indirecta. Lo que tengo para decirte jamás lo diría por teléfono y tampoco en charla de café, ni a un confesor acreditado por el Vaticano, aunque sea de la familia y menos sonámbulo, ni bajo tortura lo que no deja de ser una ironía. Cosas que sólo se dicen cuando se es el último sobreviviente de una misión espacial en el fondo del Cosmos y donde casi nadie escucha tu grito, sucedidos que se cuentan una sola vez y este tiene la virtud de ser el del final, por eso se puede escuchar una sola vez.

Luego podrás destruirlo por el fuego y hacer “como que nunca existió algo así.” Podrás decir a los conocidos comunes “prefiero recordarlo como era antes del lanzamiento de la base espacial, cuando éramos jóvenes los dos.” Sigo siendo el mismo y en otra circunstancia. No estoy ahí ni sé dónde estoy ahora mismo, soy el sobreviviente por unos minutos y nadie vendrá en mi ayuda, en menos de una hora estaré muerto. Es como si vos fueras Dios y esta fuera mi catarsis seglar, última oportunidad de hallar un argumento que pueda acercarme al paraíso perdido, al infierno tan temido. Puedes tirar el contenido luego de haberlo escuchado, junto con el recuerdo de nuestra amistad, desde el puente que cruza ese río que visitas los domingos. Si hay alguien contigo dile que se vaya, también vos Graciela, esta vez es algo personal que no quiero que escuches; en otras circunstancias te daría la explicación que mereces, pero siendo el último sobreviviente en una misión tocada por la muerte desaparecen ciertas delicadezas. Estoy por explotar, la muerte se aproxima, la sospecho cerca siendo incapaz de explicitar la forma que tendrá, cuánto durará y si habrá sufrimiento. El Infinito es lo que tiene de indiferencia… hubiera querido enviarte un regalo que te gustara, la distancia recorrida en treinta años es enorme y los objetos teletransportados en pliegues no euclidianos siguen siendo un sueño de Cosmos irrealizado. Me podrías haber enviado tres kilos de yerba Nobleza Gaucha y algunos ejemplares de El Diario de la noche.

¿Por qué vos? Los frontones del Euskal Erría de pelota vasca mientras tomábamos el copetín y almuerzos en el Forte di Makalle, antes que lo cerraran por invasión de ratas en la cocina. El Carnaval de la infancia con murgueros de barrio de verdad y menos pretenciosas que al presente, cuando Montevideo era más linda, sin basura y había menos viejos malandrines dando lecciones de moral de la historia. Al final, ¿qué importancia? Condenados a esta disparidad, al menos que hallemos el secreto de viajar en el tiempo todo se altera hasta la duración de un cuento. Ahora quisiera encender un cigarrillo y meter los pies en el agua con hojas medicinales, beber un triple escocés luego de hacer sonar los cubitos en el vaso de cristal como caballeros. Sería bueno para iniciar una dulce borrachera y en esa impunidad –que se suma a la de ser el último sobreviviente de la expedición más allá de los anillos de Saturno- puedo contarte el sueño.

Viviré el sueño espectáculo una segunda vez y podré así comprobar que en realidad ocurrió, más porque dadas las características de lo ocurrido seguro que mañana lo olvidaré. ¡Pero qué tonto…! olvidaba que mañana es una noción improbable habida cuenta de mi actual situación. Si por rara maniobra azarosa de los corredores del tiempo estuvieras aquí a mi lado nos reiríamos de la situación que tiene algo de payasesco, como en los años que coincidimos en el mismo tramo de la historia nacional uruguaya. Quizá es ahora que estoy soñando y lo que voy a contar es la realidad. Soy un hombre en el último round de su existencia que soñó con una rata cantora; puede que esa rata inteligente que soñó (o está soñando en este instante) que es un hombre que soñó con una rata cantora y pretende contarle la experiencia a un viejo amigo extraviado en otra dimensión del tiempo sin que él lo sepa. Después de lo escuchado seguro que te llamas a silencio, te preguntarás si es eso lo que venís de escuchar, si eres tú el loco o soy yo que voy a contarlo. Estás ahí y es preferible, mejor paralaje que el mío, no es envidia y lo tienes merecido. La actual situación yo mismo la busqué, mis veinte abriles me llevaron lejos, locuras juveniles, la falta de consejos… tenía el virus de la aventura y jamás supuse que esto terminaría así. Como me conoces te pido unos minutos de confianza, un crédito de escucha sin exagerar. Olvídate en mí y a pesar de la situación desastrosa, consideraciones como flojera, delirio o cansancio de conciencia.

La verdad es que siento en la cabeza que llegando el final comienzan a suceder escenas raritas y la Gran Máquina se aburre de ser repetitiva, esa sensación insoportable de que todo será idéntico hasta el final. De pronto un tornillo se parte en tres pedazos, la máquina se desarregla y decís: al mundo le falta una tuerca… que venga un mecánico a ver si lo puede arreglar. Fue la gran noche a eso de las cinco de la madrugada, desperté con la sensación de haber soñado algo fuerte y haberlo olvidado, dejándome llevar por un resquemor de principiante. Como en Solaris de Tarskosky sobre Lem comencé a creer en los sueños y figuras que aparecían, si decían algo de mi interior se fueron a la infancia; no eran seres queridos los que irrumpían sino personajes de Tex Avery, animales HUMANIZADOS QUE SE VAN METAMORFOSEANDO a medida que avanzas las peripecias del dibujo animado. ¿Qué me contás?

El sueño estaba ahí delante de mí, comenzó y quería despertar para que terminara y continuara hasta el infinito, aportaba una felicidad extraña como desconocía desde que mi madre me llevaba al cine Metro de la esquina de Cuareim y San José. Estaba parado delante de mí y sentía, sabía que eso me conduciría a la locura, lujo que no podía darme siendo el último sobreviviente de la misión. Tenía miedo, murió el comandante de manera extraña y debí tomar la situación entre las manos, había muerto el médico de la nave y comencé a recetarme medicinas en la ignorancia; seguro que alguna de las pastillas, combinada con otra igual de extraña produce un efecto alucinógeno letal, el movimiento por los espacios afecta la estructura molecular de la química artificial.

Tal como ocurrió, la pesadilla debió haber salido de mí, era un retablo de OTRO y que me estaba destinado. Muerta el resto de la tripulación, nadie a quien pudiera tomar por testigo y decirle: “Miren, miren. ¿Ahora me creen? ¿Están viendo ustedes lo que veo ahora mismo?”

Creí buena la estrategia de cambiar por completo el contexto, creo que es la cuarta vez que cuento la historia y cada vez invento cosas para ocultar lo que tengo que decir. Una cosa es la verdad y otra la necesidad de contar; si pretendes saber la verdad, deberás ir a las maneras previas para observar cómo intenté contar la historia. Son años que pasan y capacidad de olvido, el mundo se cuenta de manera diferente una vez que pasamos los sesenta. Cuando lo hice por la primera vez, no habían inventado esta nave espacial virtual en la que me refugio al sentirme descompensado. Es increíble lo que se puede hacer con un casco y la tercera dimensión, al pasado que nunca volverá le damos una mano de pintura dorada de la imaginación y 1986 está bien lejos de nosotros. Siempre retorna lo rechazado, la historia de la muchacha muerta sigue vigente, yo hago que la olvidé y tengo derecho de olvidar, pero vos no pues conoces la razón. Lo ocurrido –lo sabemos y lo leímos- decidí olvidarlo como si pudiera, regresa sin necesidad de repetirse tal cual y está incrustado en esta nueva versión; eso sí: disfrazado en retablo de títeres de cordel y bajo la forma de pesadilla zoológica. Los viejos enemigos en el planeta Tierra acceden al poder y no son mejor que nosotros, en el mismo lodo todos manoseados; tenemos un ministro maravilla, el hombre nos entiende y con él se puede negociar. Cree que somos iguales y nos enfrentamos de igual a igual, un capo; en treinta años cambian los textos, también ellos y nosotros los de entonces ya no somos los mismos…

Nunca entendiste lo que te quise contar cuando entonces, así que ahora lo contaré como si fuera una murga que se presenta en el Teatro de Verano con pretensiones de ganar, vos de murgas entendés, si hasta saliste en una a marcha camión y seducido por el 7 y 3 con vino de damajuana. Cómo te conozco gran guacho… seguro que estas mirando para todos lados desde que escuchaste la fabulación de la misión espacial. Cerraste la puerta y colocaste los audífonos para que sólo vos puedas escuchar el cuplé de actualidad que tanto le gusta al pueblo. Estás esperando las palabras del Dios Momo, la despedida y otros tinglados que nos aguardan, agazapada comadreja de gallinero –estoy volviendo sin percatarme a las fuentes camperas del relato- estás esperando que comience con detalles ahora que ando con el pico caliente. No deberá llevarnos más que 17 minutos incluyendo detalles, siempre hay algo más para contar, aunque de la primera versión pasaron treinta años. Siempre puede aparecer un nombre más decías: un dato olvidado, una fecha curiosa como el 29 de septiembre de 1970 de la era Acuario, un lugar sin importancia en el barrio Carrasco, siempre hay algo más, aunque lo tapen con palabras y alguien marque un strike tapando la memoria de la historia. Atención que llegamos a los once minutos y viene lo esencial del sueño, escucha bien que vale la pena y te puede divertir si la noche se presenta aburrida.

Estaba durmiendo profundamente dentro del sueño, de pronto siento que me pegan un par de sopapos para despertarme. Costó abrir los ojos, al final desperté y encontré una enorme rata de dibujo animado vestida como maestro de ceremonias circense, la tenía a pocos centímetros de la cara y era enorme como rata. Con ese vestuario parecía un juguete de cuarenta centímetros, exacta medida del horror, la rata me dirigió la palabra interpelándome, considerándome espectador sobreviviente de la última comedia musical de la historia de la humanidad.

-Si bien el mundo abunda en número de pequeñas cosas, yo sé bien que todos deberíamos ser felices. ¿Lo somos realmente? ¡No! Ciertamente no, positivamente no. ¡Decididamente no! mmm mmm. Los chiquitos hacen caras largas y los altos achican el rostro. La gente grande tiene poco humor y ningún humor la gente común y corriente. Y en las palabras de aquel dios inmortal, Samuel J. Snodgrass cuando estaba llegando a la guillotina…

Eso fue para empezar como si se tratara de una pequeña introducción, quedaba sin iniciativa y parecía intrigado por ese galimatías que me dejaba sin voz. Tienes todo el derecho del mundo de preguntarte si no enloquecí, dadas las circunstancias es probable y también yo lo pregunto, las condiciones de los últimos tiempos –como si pudiera medirlos- lo hacen presumir. Tu recuerdo oportuno y mi iniciativa para probarme a mí mismo que tuve una vida anterior, la conciencia de ser el único sobreviviente de una expedición espacial que se cruzó con el horror indescriptible en el medio del viaje. Los últimos minutos que se suceden y la certeza de que no habrá expedición de rescate; si a ello le sumamos el sueño melodioso de la rata cantora, puede dar lugar a todas las hipótesis y que no estoy en esas condiciones épicas de la ciencia ficción. La historia de la rata es una forma cabaret del delirio y vos mismo escuchándome serías otra invención de sustitución, la trama rebuscada urdida por maléficos encantadores que buscan mi perdición, hasta es posible. Seguro que envejecí, me falta coraje para repetir la historia tal como fue consignada en versiones anteriores y a fuerza de querer olvidar se volvió quiste con ramificaciones incrustado en el cerebro. Luego de tres tragedias la cuarta versión tiene “la necesidad” de volverse paso de comedia.

A esa rata no había probabilidad de interrogarla, rogaba para que el número ese bastante divertido se terminara rápido y una vez concluido el sueño me permitiera despertar, retornar a la miseria del cotidiano. No podía sin embargo sacar los ojos de ese animal extraño que hacía enormes esfuerzos no exentos de talentos para llamar mi atención. De a poco comencé a verlo con simpatía; estaba en situación desesperada perdido en el espacio interestelar con compañeros de viaje muertos y me quedaban pocas horas de vida, en esas circunstancias a mi cerebro lo único que se le ocurrió urdir fue una rata cantora.

Daría lo que fuera por saber si es que sigo con vida al final del cuento, si esta penúltima versión te llegó como lo presumo y resististe al menos hasta este momento decisivo. Estoy sereno como si comenzara el cuarto vaso de Chivas, hablar con un viejo amigo que me conoce hace bien, sólo a ti podría contarte el sueño de la rata cantora haciendo su número musical. El asunto tal como viene “parece largo” pero en mis condiciones actuales cierta noción del tiempo se disolvió; como totalidad o secuencia progresiva y sólo queda ese imperativo de cuenta regresiva tic tac tic tac. ¡El espectáculo deber continuar! Si estás arrepentido de estar escuchando tampoco te hagas mala sangre, el mensaje una vez finalizado se autodestruirá en siete segundos; estará programado para que lo escuches y no para escucharlo una segunda vez.

La rata cantaba, la escuchaba y en el fondo como pantalla se desplegaba la escena que sucedía en una fábrica. Podía ser empresa de mudanzas, un depósito y también un Estudio pronto para filmar una escena. Había uno que otro operario de overol, lo que recuerda clarito es que había un piano de cola de esos de concierto del Sodre. De pronto la rata con la manito me señaló a un personaje que sale del lote y tocaba el piano y hacía caras raras como mueca deformando los rasgos, era flaco y tenía una gorra o un sombrero flexible; que se lo saca para golpear a otro. Después aparecen otros tipos con tablones largos cruzando la escena, el flaco de la gorra se sentó en un tablón, se tiró contra la madera y parecía que nadara en el aire moviendo los brazos de forma rara, de un sacudón los obreros lo tirarán al suelo. Por ahí había un sofá y pasaba por el cuadro más gente con tablones que el flaco esquivaba como podía siempre al borde del desastre, hasta que uno de los tablones le pegó en la nuca. Con el impulso el flaco se reventó contra otro operario y abrió una puerta que era falsa y estaba pegada a un muro de ladrillos sin salida. Sobre el sofá, estaba un enorme muñeco de trapo de tamaño humano que intrigó al flaco que vino a sentarme a su lado. El flaco y el muñeco de trapo se acercaron, bailaron y luego el flaco le agarró la mano al muñeco de trapo, lo quiso besar, el muñeco de trapo le propinó tremenda cachetada y el flaco igual se seguía riendo. No había salida: era aceptar la canción de la rata y mi locura propia al sobreviviente de la misión espacial. Sucede que después de la gimnasia coreográfica con el muñeco de trapo el flaco lo patea, se revuelca por el piso igual que si fuera un epiléptico en pleno ataque o el piso estuviera electrificado, que se puso a caminar de rodillas y lo intenta sin poder levantarse. Luego se arrastra y otro tablón que llega, el flaco toma velocidad hasta un corredor largo donde trepa con los pies por tablones verticales, subiendo paredes por un papel que se rompe y el flaco cayó de culo. Se ríe y cantaba hasta que cae de culo. La rata entonces me miró a los ojos dejándome tres segundos para pensar. “No hay esperanza y voy a morir en tres minutos. Nadie vendría a salvarme. Esa rata es la última imagen que tendré de mi pasaje por la vida. Si tuviera derecho a una última voluntad quisiera decir aquello de: lindo haberlo vivido pa poderlo contar, contártelo a vos y no me digas la razón, cuento con tu complicidad para entender la situación y la capacidad reconocida para liquidar asuntos que te incomodan. Dar vuelta la página como si fuera final de un cuento repetido y pasar a otra cosa.” La rata me dejó pensar esas palabras, me señaló con el dedito afilado donde había un anillo con una piedra verde y dijo:

– ¡Ahora sigues tú!

Lanzó de inmediato en el sueño el desplegado poético de la canción, la misma que después de treinta años no puedo sacarme de la cabeza y seguro que cuando empiece a cantarla la rata la reconocés:

make ’em laugh
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh?
ha ha!
my dad said “be an actor, my son
but be a comical one
they’ll be standing in lines
for those old honky tonk monkeyshines”
now you could stuy Shakesperare and be quite elite
and you can charm the critics and have nothin’ to eat
just slip on a banana peel
the world’s at your feet
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
male ‘em…
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh
my grandpa said go out and tell ‘em a joke
but give it plenty of hoke
make ‘em road
make ‘em scream
take a fall
but a wall
split a seam
you stary off by pretending
you’re a dancer with grace
you wiggle ‘till they’re
giggling all over the place
and then you get a great big custard pie in the face
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
don’t you know… all the… wants?
my dad…
they’ll be standing in line
for tose old honky tok monkeyshines
make ‘em laugh
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh?
ha ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha ha ha
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh!

Epístola final de Santa Fe

En estos días, cuando releo por debilidad en riguroso orden cronológico las anteriores cartas recibidas, durante las lecturas ligando en tinta y papel tantos buenos recuerdos, en recuerdos empañados del aliento de mi memoria malherida, desconfío de la veracidad de mis sentimientos hasta la duda ingrata: ¿algún día conocí en verdad a Magdalena? Unos cuantos sobres guardados, ocultos en el tercer cajón del escritorio parecen suspender la presunción del engaño, del primero de los engaños a que puedo apelar. A pesar de las frases dispersas entre fechas que conozco de memoria, puedo igual reconstruir cada detalle de la historia vivida con ella, decidido hoy a que suceda por última vez, reclinado en una convicción frágil y con temor de morir de reincidencia en el espejo de los días venideros.

Lo inobjetable en la situación presente es la sensación de permanencia y espesura inmaterial que reclaman los recuerdos, redivivos hasta en la barba que afeito mañana tras mañana. Densidad que tampoco se erosiona ni en la alevosa adición de mujeres diferentes, algunas hasta ingenuas, que buscando ser el perfecto artificio del olvido -lo que yo pretendía- se vuelven pitonisas reanudando el pasado. Tales son las discutibles ventajas de vivir la excelencia amorosa prematuramente, es la persistencia del dolor causado por la pérdida temprana y por fin la ironía que ocasiona la abusiva convivencia del pasado con recuerdos recientes; alterando el sentido del presente, el acto mismo de mi lectura final del manojo de cartas de Magdalena, la esperanza extraviada de un futuro con el alivio del olvido. Ambos de qué se trata, digamos que son incomodidades trastocando la vida afectiva sumando el bochorno, jamás envejecido, de presentir la inminencia de secretos descubiertos y que callé a mi propia conciencia; como será también último éste recuerdo de ella que dejaré por escrito.

Es grato ahora contemplar el cielo nublado, la luz llegando atenuada por un tramado de nubes suspendidas sobre la ciudad, despreocupadas de la duración relativa de la eternidad. Creo recordar que coincidimos por primera vez hace muchísimos años y sucedió en el centro de Buenos Aires; hasta hoy sólo ella y yo conocíamos los detalles irrelevantes del episodio, trivial por otra parte, encuentro bajo el alero publicitario de una confitería de la avenida Santa Fe. En aquellos tiempos -ahora soy yo hablando como un hombre abrumado por la edad- cruzar el charco era en mi vida situación frecuente. Más que del juego de las cotizaciones del peso de cada orilla del río, dependía de mis deseos de renovar parte del guardarropa, ponerme al día con repertorios de teatros de varieté… frivolidad juvenil, acompasar cambios de cartelera, estar al tanto de novedades de cada temporada. Como en el presente el dinero no sobraba, al contrario; otros tiempos aquellos estoy tentado de escribir, sería excesivo considerando el presente cuando los recuerdos fueron violentados y exilamos la persistencia de haber sido felices algún día.

En Derecho la ignorancia de la Ley nunca resulta el mejor de los alegatos para la defensa y en la tristeza de este día, siento aún la culpa de haber sido feliz. Más tarde o temprano la vida se cobra (en mi caso estaremos de acuerdo que de manera sutil y original) hasta unas escasas horas de euforia que fue la medida de lo compartido con Magdalena. Me disculpo, la última afirmación es injusta y mezquina, pienso el conjunto de cartas desparramadas sobre el escritorio y admito que una sola noche pudo inventar la esperanza durante largos años. Los desgarrones desparejos en algún borde de los sobres o matasellos mal entintados y difíciles de descifrar, testifican lo inexplicable de una alegría expandida a la distancia. Como si las horas de amor tan breves se hubieran concentrado ahondando cada segundo, expandiéndose en explosión de deslumbramiento cósmico, rompiendo la barrera del silencio, recobrando la velocidad inmedible de los años amor.

Volvamos al pasado… un modesto sueldo del Poder Judicial en atención a mis jóvenes años de vida y escasa obligaciones laborales me permitía, cada tanto, las escapaditas evocadas a Buenos Aires. Era por entonces agradable alardear fumando cigarrillos norteamericanos sobre la cubierta del Vapor de la Carrera, hacerlo durante esas las horas de navegación que separa ambos puertos; mientras silbatos prolongados, anclas levados y remolcadores acompañaban el barco saliendo del puerto, buscando el canal marcado por boyas de lamparillas rojas. Participando del juego crepuscular entre cielo y mar envolviendo el momento, sentía de verdad estar surcando cualquiera de los océanos, temiendo, en compañía de turistas belgas, espías portugueses e inmigrantes españoles, que del horizonte belicoso surgiera la silueta recortada del Admiral Graf Spee; sabiendo que su casco encajó los mortales embates de Ajax y Aquiles, hasta morir por ley de suicidio marino en aguas internacionales confinando la bahía de Montevideo. En esos minutos tenía ante mí el espectáculo de las estrellas guiando al timonel por si fallaba el instrumental a bordo. La proa rumbo a la dársena bonaerense, al puerto del día adicional con una fiesta patria –en mi estado de ánimo era indiferente si de ellos o nosotros- con desfile de infantería motorizada, vuelo rasante de aviones sobre la multitud y caballería criolla recordando los orígenes ecuestres de las patrias. Antes de embarcar caminé unos minutos por el muelle adoquinado, mientras las familias se despedían y el movimiento de la tripulación a bordo se intensificaba sucedía en mi cuidad otro atardecer de otoño. El sol traducía en rojos y naranjas de mutación la violencia ígnea de astro joven, salpicando un cielo virando sin término a tonos más intensos, como sólo puede contemplarse desde las calles de Montevideo. Al otro lado del río por generosidad del primo Rómulo, porteño de ley, me aguardaba una quinta en las afueras de la capital donde hospedarme durante la estadía y una butaca, tercera fila de tertulia, para el único recital que daría Horowitz en el teatro Colón; a esa edad pretendía que desde las corbatas hasta los recitales de piano tuvieran algo de espectacularidad.

La fortuna es a veces caprichosa. Mi salida tan pensada en Buenos Aires al otro mediodía del viaje me recibió con el primero de los chaparrones de la temporada otoñal que allá duran más; las fiestas patrias en otoño también son legado de la lluvia que parece disfrutar destiñendo uniformes de conscriptos. Sin obligaciones de ningún tipo ni urgido por horarios de bancos o dependencias públicas, miraba la lluvia rasante barrer la ciudad, disfrutando en lo íntimo esa simplicidad de la naturaleza, reconciliándome con una parte mía ensillada a vacaciones pasadas en el campo durante la infancia. A la espera de que la lluvia pasara -tenía pinta de ser pasajera- me cobijé debajo del alero de una confitería con el objetivo de proteger unos zapatos nuevos de cabritilla. Mi plan del lento y delicioso deambular desorientado por las calles del centro, sería un intermitente zigzag entre vidrieras y toldos. Faltándome cualquier predisposición para hacer algo concreto, en especial la libertad ejercida sin conciencia, daba a mis actos un toque de irreverencia excluyendo secuelas de cualquier tipo y nunca imaginé llamar la atención de una mujer distinta como fue Magdalena. En tal principio fue el empellón, encuentro donde el azar se descontrola; después de disculpas mutuas y torpes primero entre risas discretas, luego sonoras cuando un colectivo, en otro episodio bautizado travesuras del destino, empapó a un pituco que insultaba rabioso como si estuviera un domingo en la Bombonera. Después de evocarlo en varias cartas, tanto Magdalena como yo perdimos la certeza de saber quién atropelló a quien esa primera vez. Yo juraba que estaba quieto en el mismo lugar después de un buen rato y cuando intenté un giro del cuerpo, ella se me vino encima llevándome por delante. Magdalena olvidó si venía mirando hacia atrás cuando creyó reconocer a una amiga o saltó por un bocinazo alertando la cercanía peligrosa del tráfico; lo probado fue el golpe con la intensidad de dos cuerpos libres en el vacío, que no resultaron tan libres y en un vacío descubierto al correr de los años. La diferencia entre chubasco, llovizna y lluvia resulta difícil de establecer, la supongo oculta en la relación con el tiempo de caída del agua, densidad de las gotas, sensación de humedad de la tierra y baldosas desajustadas; la lluvia persistía y ni ella ni yo teníamos paraguas. Con las primeras palabras que nos dirigimos supimos que éramos uruguayos, después confesamos que cada uno por su lado hizo un arqueo rápido de conocidos por si encajábamos en uno de los círculos frecuentados en el pequeño país; pero no, éramos perfectos desconocidos. Es cierto que los uruguayos somos pocos, pero no tanto como para ir tropezando unos con otros a cada rato en el extranjero.

A esperar salpicándonos era preferible hacerlo tomando un café con canela en homenaje al añorado sol de la patria y desagravio público a la avenida Santa Fe, que no merecía el flagelo de esa llovizna molesta. Yo cargaba discos del joven Piazzolla comisionados por un compañero del juzgado, pionero fundador del club de la Guardia Nueva; mis compras estaban por el momento postergadas, era incómodo elegir camisas y calzoncillos en pleno temporal; Magdalena -ignoraba su nombre todavía- cargaba bolsas repletas de novedades de las tiendas elegantes de Buenos Aires. Por diferentes razones o en el fondo las mismas nos gustaba Buenos Aires, atracción irrazonable donde yo marchaba al encuentro de lo desconocido y ella huía de historias silenciadas. Desde la primera vez que la miré a los ojos me entregué atado de pies y manos a esa mujer, aceptando una variante apasionada del hipnotismo, desde ese instante fue descabellado pensar ni remotamente en seducirla. Magdalena imponía la aceptación de una distancia, cierta superioridad natural no tanto por la suposición de lo que podía haber vivido, sino por su utilización de los silencios. El inmovilismo que provocaba su presencia tampoco provenía del despliegue de vivencias ostentosas, sino de una elegancia retenida insinuando que todavía era posible algún riesgo de la imaginación. Su aplomo de saberse dominando la situación, la tranquilidad rescatada luego de la sorpresa del empellón me condujeron a una sinceridad rara en mí. Fui yo como si la conociera de siempre y a los pocos minutos, que estaba confesándome con sinceridad orbitando el ridículo y si en algún momento sucumbí en él, ella tuvo la delicadeza de no hacérmelo notar. A esa mujer era imposible mentirlo, ni siquiera intentarlo, de hacerlo cualquier gesto me hubiera delatado, al segundo mismo de la levedad pasaría a ser el hombre más desgraciado de la creación.

Ella escuchaba con cauto interés mis experiencias jurídicas poco gloriosas hasta el presente, interesada por expedientes de rateros vecinales como si se tratara del prontuario de famosos estafadores ingleses, talentosos falsificadores de cuadros impresionistas. Le narré la difícil convivencia con compañeros de trabajo que cuentan los días en rojo del calendario del año próximo, disfrutan con treinta años de adelanto su condición de jubilado igual que niños inmortales. Escuchó de mi lucha sin cuartel debatiéndome entre tomos inexpugnables de todos los Derechos existentes; disfrutaba sin sorna, observando desde su tramado protector que parecía cubrirlo casi todo y por siempre, el espectáculo desordenado del hombre a medio hacer. Impaciente, aguardé la llegada que sería imparable del espinoso asunto de la edad y poder quitarme de encima el peso de decir veintidós entre dientes, pasando rápido a otro tema; siempre y cuando no fuera ese el momento elegido por la desconocida para hundir la espada a fondo, dejarme tieso sobre la arena hasta que me cortaran orejas y rabo. Nunca preguntó mi edad, creo que realizó una rápida estimativa aproximada, terminó por atribuirme más años de los que tenía y puedo estar equivocado, en una de las cartas sin que viniera al caso, algo insinuó sobre su impericia para calcular edades: “ignoro cuánto tiempo es un año y casi nunca sé quiénes son las personas que me rodean. Calcular la edad de los demás cuando insisten en callarla, más que un juego de salón es una tontería.” Sentado frente a una extraña que guardaría esa condición por siempre, en una confitería de Santa Fe cambié mi creencia sobre que nunca pasaban episodios originales en mi vida. Se sucedían varias evidencias para entender el conjunto, la totalidad de experiencias de los pocos minutos iniciáticos del encuentro fugaz y luego vivencia prolongada a la distancia con final -este final impredecible- por más que tenga que aceptarlo en cada una de las oraciones que escribo.

Dudo si fue durante esa primera charla luego del incidente, cuando comencé a entender la razón por la cual esa tarde de lluvia porteña quedaría en mi por siempre. ¿Es ahora cuando comprendo que viví largos años sin conocer el efecto real de aquella tormenta? Magdalena, en la situación de nuestro primer café se comportaba de manera irreprochable, si es que a ese paréntesis podía llamársele situación. En un solo detalle la engañé y nunca me arrepentí; esa noche debería haber ido al teatro Colón. Entre los dedos de Horowitz abriendo acordes, prodigando escalas descendentes y extraviarme en mirar esas dos manos de mujer que jugaban con la cucharita para el azúcar no dudé ni un segundo. ¡Adiós Vladimir y la 5a. sonata de Scriabin! y pedí otro café para olvidar la tertulia del Colón. Ella comentó que regresaría a Uruguay por avión al otro día; tendría la tarde de mañana para comenzar a extrañarla, pero aquel hoy promediaba la tarde porteña y era grato ese estar con ella en una ciudad que sin ser la nuestra lo era. Buscando postergar el final del encuentro esgrimí el argumento del apetito, un pobrísimo recurso de principiante… no sé cómo, la cuestión es que terminé proponiéndole una absurda invitación a una pizzería que conocía. Cuando terminé ella rio de buena gana y dijo que yo era un caradura, era evidente que no tenía ni un peso partido al medio y era tiempo de saber qué tipo de mujer se invita a las pizzerías. Sin detenerme propuso un pacto entre compatriotas; separarnos en cinco minutos y en unas horas encontrarnos para cenar en forma, además se adelantó diciéndome que dejara de lado hacerme el uruguayo orgulloso y ofendido, la invitación de ella a cenar y pagar era su manera de retribuirme el café. “Estoy humillado como pocas veces en mi vida, contesté. El peso y evidencia de la realidad se impone y me inclino.” Era cierto lo dicho y dejó de preocuparme sentirme así.

Afuera la gente había cerrado los paraguas, se había levantado un viento frío barredor que sopló hasta dejar secas las veredas; el tiempo escaseaba para viajar a la quinta de Rómulo, cambiarme de ropa y regresar al centro si quería ser puntual. Me metí en el baño de un cine enorme para acomodarme lo mejor que pude el aspecto y peinándome, ajustándome el nudo de la corbata, odié a Piazzolla cuyos discos debía seguir cargando. Luego entré a ver una película olvidable para hacer tiempo, a lo que siguió un recorrido por cafés y librerías esperando la hora de encontrarnos; sin ocurrírseme pensar su ausencia aunque no había manera de ubicarla en la ciudad, típica torpeza de sobreentendidos en las despedidas, teléfonos mal anotados en papelitos y diarios, dejando a la deriva otras vidas posibles distintas a la que nos tocó en suerte.

Volvió mi alma al cuerpo cuando la vi llegar, fue puntual, regresó vestida con un elegante traje sastre, llevaba sombrero y zapatos de medio taco en combinación con la cartera pequeña que compró -dijo- después de despedirnos. Seguro que intuyó el tiempo y la escasa variación de vestuario en mi poder, curiosamente mi traje azul cruzado combinaba con su elección. Ateniéndome a su mirada sin edad, a mi bigote recortado al estilo de galanes de cine francés podíamos dar la impresión de estar más cerca en edad de lo que estábamos realmente, puede parecer bobada afirmarlo ahora, pero formábamos una linda pareja. Con naturalidad de viejos conocidos ella me tomó del brazo, caminamos por las calles porteñas con algo de insolencia recién estrenada, mirando vidrieras que decían de gustos parecidos, caracterizadas, algunas por la distancia entre preferencias y alcances económicos. Nos acompañaba, más a Magdalena que a mí el estado de alerta que aviva la incómoda eventualidad de cruzarnos con algún conocido, mi desdicha financiera que coincidíamos en considerar circunstancial, le hacía gracia; acaso mi manera de entenderla, de continuar la dieta de pizzerías -afirmó- en pocos años estaría en posesión de una sólida fortuna, siempre que matizara con la indigestión de tomos de Procesal y Civil. Fue allí, caminando del brazo que ella contó su matrimonio con un ingeniero agrónomo, tenían campos en algún lugar del departamento de Colonia que se guardó de precisar; escuchándola, creí entender que era una mujer feliz.

Cenamos en un pequeño restaurante alemán que ella conocía de viajes anteriores, le agradaba el lugar, la comida era estupenda y se podía conversar sin ser molestado; llegamos al restaurante después de caminar varias cuadras del brazo, luego tomados de la mano y buscando trayectos largos igual que dos adolescentes. Cuando la camarera luego de entregarnos el menú encendió la vela del centro de la mesa, nos miramos con Magdalena más de cinco segundos por primera vez de noche; en ese trasluz de una luz de fuego y tiempo huyendo, apenas la muchacha nos dejó solos, como lo más evidente del mundo le dije que me gustaría besarla durante horas y que esa misma noche hiciéramos el amor. Un disparate imposible de contener, ella sonrió y dijo que también. Eso dijo, pudiera ser por esa brusca irrupción de cuestiones importantes, la impertinencia de haber dicho lo querido en el inicio, durante la cena ni evocamos el futuro inmediato, las horas venideras, limitándonos a confesar esa parte de vida que queremos que el otro conozca, callándonos episodios que el otro no debería saber.

En aquellos días festivos la quinta del primo Rómulo quedó sin personal y allí nos amamos con Magdalena por única vez. Mis manos, contenidas durante días para aplaudir el recital de Vladimir Horowitz se inhibieron acariciando la piel de la mujer más hermosa que conocí. Dejemos de lado las intimidades; había pasado la madrugada cuando dijo que debía retirarse, insistí en acompañarla hasta el centro e hicimos el viaje en silencio apretándonos las manos. Cuando bajamos del taxi hacía muchísimo frío, la despedida fue breve, le suplicaba el volver a verla cuando apoyó su dedo índice enguantado sobre mis labios ordenando silencio. Desde lejos la vi entrar al Hotel y permanecí una hora parado en la calle aguardando inútilmente el segundo milagro de su salida para convenir otro encuentro. Estaba adentro de esa grata felicidad reciente, rotunda e indefinida cuando un pensamiento cruzó por mi cabeza confundida: hubiera sido mejor que nada de lo vivido hubiera sucedido. Unas pocas horas antes era el hombre más feliz del mundo en la ignorancia, con la promesa de una ciudad que adoro y ahora sabía de una dicha que sería irrepetible. En esa zona imaginaria de una frontera sin territorio, comenzaba a dudar si sucedió de verdad en mi esa mujer que entró al Hotel sin mirar hacia atrás, olí mis manos en el frío de la madrugada para tener un algo más de lo que ya nada tenía, inventando el perfume de la dicha perdida. Por el centro de Buenos Aires se podía vagar toda la noche sin estar solo si se acepta el cruce de otros desesperados, caminando por Corrientes creí que nunca más podría dormir para borrar la idea del ayer. Mañana a esta hora, pensé, ella habrá cruzado el Río de la Plata, entendí la persistente metáfora del río asociada al fluir del tiempo, lo del río asociado a la vida. Arrastrando el insomnio y a la vista del Obelisco, mañana seguía estando lejos de mi vida, mañana fue el día cuando gasté el dinero ahorrado para adquirir la dirección de Magdalena con un conserje del Hotel. Me sentí sucio por recurrir a ese procedimiento, pero fue más fuerte que yo y después fui mejorando; nunca supe utilizar la información cayendo así en una cobardía de la que jamás pude arrepentirme.

Con el tiempo me recibí de Abogado antes de lo previsto por docentes y familiares, sería trivial afirmar ahora que los manuales de procedimiento y fórmulas de contratos eran mi manera de tenerla a mi lado. Esas páginas protocolares fueron la barrera impidiendo reincidir en rutinas adquiridas, obsesivas, fijándome en un día concluido: escuchar a Piazzolla, buscar restaurantes alemanes para revivir cierta luz de candelabro, admitir que en cada mujer cruzada buscaba otro destello de Magdalena, un movimiento de cabeza que la evocara, la pollera de color parecido al que llevaba aquella noche, cierta manera de sonreír que se le pareciera. Terminados los estudios me apliqué al trabajo profesional con intensidad y a la militancia política en el Partido Nacional, asegurándome así una equidistancia histórica y concreta del poder verdadero, de ambiciones mayores; puede conjeturarse que esa era la suma de razones invocadas para mi olvido en formar una familia. El recuerdo era Magdalena y la totalidad del pasado, incluso después de hoy supongo no tener otra alternativa. La vida vale la pena vivirla para descubrirse débiles ante esas tonterías evocadas, la absurdidad para otros de concebir la vida concentrada en una única noche.

A la semana de cumplir mis treinta y cinco años recibí la primera carta de la serie que parecía cercana a la escena imborrable de la despedida. Con una prolija caligrafía donde se adivinaba el pasaje por el Colegio Sacré Cœr me informaban que, en algún lugar del departamento de Colonia una mujer, “revolviendo papeles viejos y recuerdos de los lindos” había dado con mi dirección anotada en una servilleta de papel del restaurante Dantzig y luego: “no sabría la íntima razón que me impulsa a escribirte. Ahora está lloviendo otra vez y tengo la secreta esperanza de que ya no vivas en esa calle.” Las pocas veces que fui discretamente feliz, escribía, se debió a impulsos repentinos bien esporádicos en su vida, “y a pesar de no estar ya en edad de sostener esa excusa” ella no podría negarse a lanzar ese mensaje “al encrespado mar de las memorias compartidas.” Hay cartas que fueron releídas cientos de veces, evité pensar -a veces fracasé- una vida diferente si hubiéramos continuado viéndonos luego del encuentro. Agradecí no sé a quién de superior que hubiera respondido a ese atropellamiento de escribir, atreverse a confiarme algunos secretos personales, tuvimos lo poco tenido y su recuerdo era una dicha dulcísimo. Nada de reproches tardíos ni deseos de encontrarnos temiendo la decepción, las cartas eran una invitación a tomar café guardando las distancias, contestar y contarnos sucedidos como viejos amigos que se pensaban desaparecidos. Las mujeres no siempre entienden lo que pueden en la vida de un hombre; a Magdalena no se lo supe decir con todas las letras, seguro que lo adivinó sin esfuerzo entre las decenas de cartas que le hice llegar y le agradó, si bien que nada podía hacer por cambiar esa evidencia. Estaba visto, mi vida afectiva se resignaba a repetir variaciones sobre un tema de amor creado en Buenos Aires. Por prudencia y honestidad al pasado, en la correspondencia jamás invocamos las horas pasadas en la quinta, con la nueva costumbre tenía más tiempo para el reencuentro con su mirada sin tener que peinarme en los lavabos de los teatros. Habiendo aprendido a cenar en restaurantes como aquel y deformado por fórmulas legales aprendidas de memoria, poco podía con la fragilidad y paciencia de escribir cartas importantes. Era más sencillo leer sentimientos de los otros que ensayar narrar en palabras digresiones cotidianas y requería un esfuerzo avanzar en mis reflexiones. Con tiempo y paciencia mejoré el estilo, nos contábamos tantas cosas a veces sin interés, que ahora, sin ella perdieron sentido y existen en mi apenas si recobro las fuerzas necesarias para escribirlas.

Hacia el año setenta y dos me intrigó un prolongado paréntesis de cartas de Magdalena, corte abrupto que ni siquiera podía atribuirse a los episodios tristes que ocurrían en el país. Caí en las dudas de un enamorado celoso sin razón; olvido súbito, traición, escándalo… hasta mandé dos breves misivas dolidas previas a una tercera pidiendo disculpas por mi comportamiento. En esas contradicciones estaba cuando recibí la esperada respuesta, en un estilo sobrio raro en ella anunciaba una fractura de brazo y mano muy dolorosa al caerse del caballo. El accidente le hizo perder sensibilidad en los dedos, “si no te molesta –decía en uno de los párrafos- desde ahora preferiría escribirte a máquina. Es una nueva habilidad adquirida por obligación estas últimas semanas. Me hace olvidar los dolores articulares y permite trabajar en otros proyectos que ya te contaré, para aguardar los años venideros evocando tiempos pasados.” Temí que estuviera mintiendo y la caída hubiera sido más grave de lo narrado allí, tardó en recuperar fórmulas y maneras inconfundibles de contarnos ciertos hechos, presentí que no era la misma mujer de antes; tampoco era yo el mismo hombre y si bien acepté felicidades que me salieron al paso después del incidente, seguí pendiente de la palabra de Magdalena a través de las cartas. Esperando en ellas la clave del tercer milagro que nunca conseguí enunciar con llaneza y relacionado con el deseo de verla.

Si acepto que jamás busqué desprenderme del pasado por caminos convencionales, igual provoqué la casualidad temida por años, concretada hace pocos días, en este agosto de mil novecientos setenta y siete. Un antiguo cliente me encomendó arreglar asuntos de herencia de campos, con partición de bienes conyugales, testamentos contradictorios esgrimidos por dos escribanos y un buen lío de papeles que tenía su epicentro cerca de donde vivía Magdalena; fue entonces que viajé a Colonia de inmediato, con el mismo entusiasmo que de mozo me provocó ir al encuentro con Horowitz. Llegué a la ciudad de Colonia una media mañana hace pocos días, por aprensión y escudándome en lo engorroso de trámites jurídicos necesarios, aplacé el llamado algunos días. Resultó sencillo adaptarme al cambio de vida lejos de Montevideo y recuperé una soledad que sentí verdadera, fue grato extraviarme en expedientes familiares y encontrarme conmigo por los callejones de la parte vieja de la ciudad que conserva su aspecto colonial, lo mismo ver el río allí donde el marrón es más intenso, adivinar la vida cotidiana dentro de casonas de ladrillos con rejas y faroles. Gozar el fresco navegable de la noche invernal, cuando sopla un viento ríspido cruzando pendientes empedradas perpendiculares a la orilla, desde donde pueden adivinarse las luces de Buenos Aires. Esa conjunción de árboles y silencio hicieron que renegara de negarme a transitar seguido las dos horas que separan Colonia de Montevideo, que pudieron alejarme de Magdalena, como si las distancias temporales fueran irreconciliables con las espaciales; la imaginé caminando por ese mismo barrio la noche previa al viaje del encuentro, la vi recorrer por vez primera esas pendientes coloniales después del amor en la quinta porteña.

Con porte de gentilhombre portugués y sin el sentido culposo de hace años, llegué una segunda vez a la recepción del Hotel en busca de señales de Magdalena. Pedí al encargado sin proponerle dinero a cambio esta vez la guía telefónica del Departamento de Colonia y me apronté a buscar; hubiera preferido no haber hallado la dirección. Allí estaba en el recorrido del dedo índice por el orden alfabético, anoté el número en un papel que doble con cuidado antes de guardarlo en el bolsillo del saco y me retiré a mi habitación sin llamar la atención. La estancia del segundo piso era cómoda y agradable, un ventanal daba al patio interior con flores que serían resistentes al invierno y asientos de madera pintados de blanco similares a bancos de los grandes paquebotes. Desde la primera llamada tampoco tuve suerte de que fuera número equivocado, del otro lado, una voz femenina que supuse de la servidumbre, atendió al tercer llamado de la señal y pregunté por la señora. La mujer, que sí era una doméstica contestó que seguramente estaba en un error puesto que la señora había fallecido. Me senté sobre la cama y confirmé el nombre con la esperanza tonta de un error o mudanza reciente, la confirmación fue más dolorosa; disculpándome argumenté un largo viaje por el extranjero y pedí, sin insistir demasiado, algún detalle de la tragedia que creía cercana. “Fue hace unos cinco años señor, dijo la mujer. La señora Magdalena se cayó del caballo y se desnucó. Pobrecita, que Dios la tenga en su gloria. Si lo desea, puede hablar con alguien más de la familia…”

-No, está bien, gracias, dije. Era un asunto particular y ahora perdió sentido… en realidad debo recibir instrucciones… gracias otra vez.

-Entiendo señor. Adiós.

¿Pero qué podía haber entendido la mucama? Pasado el desconcierto llegó la rabia de sentirme ridículo, traté de comprender en su plenitud el acto definitivo supuesto en la muerte de alguien tan amado. Quedaba sin pasado, tampoco había nada para insistir ni llorar, era inservible quejarse, ninguna forma que adquiriera la verdad será suficiente. Corresponde ahora escribir en el esfuerzo final escapando a la trampa de papel que construí yo mismo en buena parte. Renuncié a saber quién es, quién sos la persona que está leyendo esta última carta fechada Montevideo, miércoles dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete. Hubiera preferido que nunca hurgaras entre mis cartas a Magdalena, la leída en estas páginas es la única verdad y así será por siempre. Ni te molestes en contestar pues romperé los sobres sin abrirlos y tampoco quieras mostrar tu cara alguna vez, menos inventar una historia indigente para justificarte. Hace cinco años que estoy en desventaja emocional y a partir de mañana no queda en mi nada que valga el esfuerzo descubrir.

Jamás te perdonaré el haber tomado el lugar de Magdalena y osado deslizarte en su sombra, nunca te agradeceré lo suficiente haberme hecho creer por cinco largos años que ella guardaba algunas horas nocturnas para escribirme. Será mejor así; cuando llueva durante días enteros o caiga un chaparrón de verano, yo recordaré que Magdalena está muerta, pero vos -seas quien seas. cada vez que releas esta carta y la recuerdes, sabrás que ella continúa viviendo entre nosotros.

Atte.