Lo primero que se oye es el ruido de la cerradura, las dos vueltas completas del mecanismo de seguridad y del lado de afuera el tintineo de llaves colgadas golpeándose entre ellas mientras dura la manipulación. Una habitación a oscuras, es noche cerrada, las persianas están bajas. El pestillo cede e irrumpe sobre la moqueta el fragmento de la luz del palié, se abre apenas la hoja permitiendo el ingreso del cuerpo de mujer que cierra de inmediato la puerta, lo hace con miedo como si alguien la siguiera de cerca. Por unos segundos vuelve a eclipsarse el ambiente, escuchando los pasos se supone que ella conoce la distribución correcta del espacio, los tacos de los zapatos avanzan sin vacilaciones, hasta que el clic del interruptor de una lámpara dosifica en la estancia una luz homogénea y suave.
La mujer deja bajas las persianas, tira el saco de lana y un bolso negro sobre el sofá de tres cuerpos, ordena su llegada, se quita los zapatos mientras se sienta en un sillón individual, masajea con una mano los dedos de los pies descalzos y estira la otra encendiendo el aparato de música -un combinado de hace treinta años- distraída de la calidad del audio antiguo enviando sonidos ambientales distrayendo la soledad. Encogida, protegiéndose igual que un animalito acorralado, desde su asiento mira para todos lados dudando por dónde continuar su movimiento sin sufrir demasiado. Se decide por la cocina, va y acciona el interruptor que hay junto a la puerta. Mientras el tubo luz del techo encuentra su acomodo parpadeando ella sigue su camino hacia el baño, deja la puerta entornada para oír la música y orina. El ruido del chorro contra el agua quieta induce a creer que hace horas que retiene las ganas; por debajo de ruidos eléctricos del combinado se escucha el roce, contra la pared pintada al aceite, del rollo de papel higiénico, del corte y plegado, sonido de celulosa perfumada al frotarse contra el sexo. Pasados unos segundos el botón del inodoro libera el agua del depósito incrustado en el muro.
La mujer sale del baño olvidándose de apagar la luz, es más: le resta importancia a ese detalle. En la cocina pone unos cubitos de hielo en un vaso grande y regresa a la sala principal, de debajo de una mesa ratona saca una botella sin abrir de whisky, se sirve una medida y hace girar el vaso como si estuviera acompañada en una confitería al caer la tarde. Ella vuelve sobre el bolso abandonado en el canapé y busca sin mirar, con la mano derecha saca los cigarrillos y de la cajilla un encendedor rojo de esos desechables. Bebe y fuma, se pasea descalza por el salón, levanta las persianas. Afuera es noche cerrada y está por descolgarse como todos los años por estas fechas una buena tormenta. A su pesar afuera sigue siendo Montevideo, ella mira con insistencia hacia la calle buscando en las inmediaciones alguien que pudo haberla seguido.
No está angustiada en exceso, quizá tranquila, más bien fastidiada; sí, ahora parece estar fastidiada, las bocanadas de humo son violentas, liquidó el whisky de un trago y se sirvió un segundo vaso grande, doble esta vez, sin cerrar la botella como si pensara seguir bebiendo. Mueve mucho los dedos de los pies, retorna a los sillones y comienza a hojear viejas revistas femeninas sin prestarles atención. Está atenta a la hora que consulta repetidas veces aguardando la llegada de un minuto preciso para el que falta poco, una música cualquiera finaliza, el locutor anuncia la programación para el primer día del nuevo año. Entonces, ella llega decidida hasta el teléfono, lo descuelga y disca, al parecer del otro lado de la línea hay alguien en casa, aguarda medio minuto y habla.
-Soy yo, perdona la hora… hoy es especial y no aguantaba las ganas de ponerte al tanto. Caéte de espaldas: lo de Germán se terminó de la manera más estúpida, te juro que no sé qué hacer. Esto es para hablarlo personalmente y al menos te adelanto los titulares.
La miro a Luisa sin que lo note y la hallo de una hermosura excepcional. Es una locura, hace dos años que trabajamos juntos y sigue siendo una desconocida para mí. Ella evita fiestas de camaradería entre compañeros, cuando le descubrimos el día del cumpleaños estaba radiante por la sorpresa; en el fondo del corazón deseaba marcharse rápido para su casa, se quedó con nosotros por cortesía y de puro educada que es. Le gusta su trabajo, se pasa el día hablando con clientes y compañías aéreas, combinando pasajes a todo el mundo, negociando descuentos y escalas breves, en poco tiempo se hizo con una profusa cartera de pasajeros fieles a sus modales.
Luisa tiene aspecto de ser divorciada, se parece más a esas mujeres hermosas que de forma inexplicable llegan a los treinta sin haberse casado. Hermosa y discreta, desde que me dio por ahí no hallo excusa válida para invitarla a salir, cada tanto le dejo caer mi situación de separado definitivo. Con dos hijos y asuntos de pensión alimenticia pendientes en espera del fallo judicial, mi condición más que despertar garantías espanta. Lo preocupante es la duda emocional, creía estar curtido para siempre, con ella estoy haciendo cosas de chiquilín y lo duro de admitir es haberla seguido. A mis años mezclé amor con fisgoneo, pantomima mitad inocente y media perversa de descubrirle una historia del desencanto que al final siempre llega.
Empecé un día durante la hora que tenemos para almorzar, después la seguí otra vez a la salida del trabajo y le dediqué un domingo completo comportándome como lo haría un marido comido por los celos. En todos los casos siempre la vi sola; Luisa comía sola, salvo cuando una compañera de trabajo se le pegaba entrando al mismo restaurante, tomaba una copa sola en los bares de la misma manera que hacía sola las compras en las galerías, se acomodaba sin compañía visible en la cola de las boleterías de cines y teatros. Descubrí lo mismo que existía alguien importante en algún lugar del otro lado de la línea. Había una constante en su rutina de mujer solitaria y era la insistencia en hablar por teléfono con periodicidad, gesto que observado a la distancia como era mi caso puede irritar a extremos increíbles. Estaba claro que trabajando en Jetmar ella podía llamar por teléfono durante todo el día y de hecho lo hacía, ello que en otro trabajo puede resultar normal en nuestra empresa es un árbol en el bosque. Fue imposible para mí deducir en cuáles de los cientos de veces que la miré de reojo discar con el lápiz se trataba de comunicación personal; yo lo hice repetidas veces con cierta impunidad, debe evitarse exagerar con la larga distancia y que al final del día se hayan cerrado buenos negocios que conformen a la dirección.
En la calle eso es diferente, para mí que la observaba con ojos interesados en cada uno de sus movimientos, fue desconcertante verla levantarse después de haber hecho el pedido al camarero -por ejemplo- dirigirse a los baños y de repente dar media vuelta hacia el rincón del teléfono público, buscando línea, luchando con la horquilla, las fichas tragadas sin devolución. Cuando los aparatos públicos estaban destartalados, ella se acercaba al mostrador junto a la caja con una sonrisa que ni el más refractario de los patrones podía resistir, pedía el teléfono para uso exclusivo del local y hacia su llamada respetando el “sea breve” escrito en una cartulina. Así sucedió todas las veces que la seguí y a cualquier hora. Las jornadas vacías en apariencia ella repetía igual cada hora y media el gesto como si dependiera del estado de salud de una parienta agonizante.
Fue previsible que junto al metejón crecieran los celos, si del otro lado había un hombre con poder suficiente para provocar esa constante dependencia, lo mejor sería desechar cualquier tentativa de acercamiento; decidí atribuirle a Luisa y de forma arbitraria una situación relacionada con la política militante, con otro de los miedos que nos asedian. La aureola de peligro real en una compañera de trabajo interesándome me hacía vivir una excitación distinta a lo conocido, al punto que dejé de verme con una amiga de encuentros furtivos y más de una vez me descubrí insomne en el baño, pensando en Luisa y masturbándome. La estaba deseando con la necesidad furiosa de ignorar cómo salir de la sumisión a la distancia.
La situación sentimental de Germán era harto clásica para esperar de ella una sorprendente novedad. En el trato laboral de las últimas semanas, Luisa recibía sobradas señales para entender que sucedía algo novedoso implicándola y con prerrogativa a formular las preguntas que quisiera. Sabía que faltaba mucho para que ambos hablaran claramente de ciertos asuntos y de acuerdo a lo sucedido tiempo después –con reparos que le merecía la situación ambigua de su compañero- ella aceptara que Germán no le resultaba del todo indiferente.
-Es increíble, dijo Luisa una tarde de los días siguientes. Tanto tiempo trabajando juntos, vos siempre complicado con líos de tu matrimonio y jamás se me pasó por la cabeza que pudieras fijarte en mí. Dime como empezó, a las mujeres nos encanta escuchar esa historia previa aunque sea inventada.
Las explicaciones congruentes nunca fueron el fuerte de Germán, que debió improvisar algo relacionado con el color de los ojos de Luisa combinado con la manera de vestirse y los gustos comunes en relación al cine. ¿Qué mujer admitiría que despertó una pasión violenta mientras era vigilada? Fue así: en un principio Germán se la quería voltear porque le parecía naricita alta, distante por pituquería, pero al olerla de lejos y seguirla como perro jadeante se volvió un hombre atolondrado. El primer paso del acercamiento intencionado entre ellos fue casual y sucedió durante el almuerzo del 24 de diciembre, ese día se trabajaba en la agencia de viajes hasta el mediodía y los empleados habían concertado almorzar juntos; la mayoría entre ellos, pues algunos salían disparados para las casas del balneario. Conociendo las costumbres de Luisa por haberla vigilado Germán estaba entregado, había aceptado dejar de verla hasta el próximo lunes y esa tarde sería un sinsentido seguirla.
Llegaba la hora, ella permanecía arreglando papeles sobre su escritorio sin apuro como los otros. Fue así que Germán debió cambiar de estrategia sobre la marcha.
-Pero cómo Luisa… ¿se queda a almorzar con nosotros?, le dijo así y al pasar mientras los compañeros se estaban reuniendo en la puerta de entrada.
– ¿Qué tiene de raro Saldías? dijo Luisa. ¿Vio? Sí, me quedo a almorzar. Sabe, yo también trabajo aquí.
Germán que fue intrépido y desmadrado en los seguimientos temió que Luisa lo hubiera descubierto, aguardando ese día para pedirle explicaciones fastidiosas arrasando su proyecto secreto. Era lo contrario, Saldías comenzaba a vivir una jornada de sucesivas coincidencias y podría decirse que era su día de suerte.
El verano montevideano había comenzado espectacular en su primera semana, los penachos de las palmeras de la Plaza Independencia presentaban un verde intenso que parecía selvático, las muchachas que cruzaban al rayo de sol en todas direcciones eran hermosísimas más que de costumbre. La brisa trayendo olorcito de agua salada y limpia, invitaba a caminar en mangas de camisa llevando el saco al hombro. Era un mediodía de tregua, podía olvidarse la tristeza instalada sobre la ciudad y se vivían las horas intensas entre el cierre de oficinas, compras de último momento para la noche, la calma unánime que avanza a su aire promediando la tarde. Los bares de las rinconadas de la plaza, en especial los alineados bajo las pasivas del Palacio Salvo estaban llenos de gente; para un grupo tan numeroso como el de la agencia de viajes Jetmar sería difícil encontrar sitio. Los muchachos allí eran de la casa, los mozos los conocían de otros mediodías del año y cuando llegaron -serían unos quince- de algún lugar aparecieron tres mesas, sillas y manteles de papel.
De mesa a mesa la gente cruzaba saludos aceptándose sin más trámite como conocidos de la vuelta. El gordo Oscar encargado de la contabilidad de la empresa, que después del café sacaría las cuentas, se atribuyó el derecho de distribuir la gente a su antojo; por capricho de los hados decidió que Luisa y Germán se sentaran juntos.
– ¿Usted por acá Saldías? le dijo ella a Germán cuando estaban leyendo el menú plastificado de la cervecería.
-Le tiré unos pesos al acomodador, respondió Germán.
-No me extraña, de usted se puede esperar cualquier cosa.
– ¡Qué poco me conoce Luisa!
Acompañando sus palabras levantó la mirada al cielo, queriendo provocar en ella un cruce de intriga y cariño. Germán estaba de suerte, ello lo puso nervioso con temor de decir macanas, estropear la oportunidad que el azar y el gordo Oscar le daban.
-Más de lo que cree.
-Se puede llevar una sorpresa…
-Usted también Saldías, dijo Luisa, dando por concluido ese tramo de la conversación.
Durante el almuerzo continuaron el juego de desafíos indirectos entre sobreentendidos. A medida que pasaban los minutos y hallando en Luisa una inesperada predisposición, Germán aflojó las tensiones iniciales, olvidó la densidad de pensamientos acumulados sintiéndose en estado de gracia, ingenioso e irónico, sutil cuando fue necesario; discreto en sus insinuaciones sensuales, administrando con recobrada pericia las palabras, demostrando interés y escamoteando debilidad.
Luisa aceptó las evoluciones de la danza social contribuyendo con la complicidad que se esperaba de ella, a la mujer de apariencia solitaria le encantó el tono que Germán impuso durante el ritual del acercamiento, sin la menor sospecha sobre la desventaja de información. Su actitud demostraba que había en juego más que escarceos de seducción social y pasajera entre compañeros de trabajo. Ella, que cuando lo quisiera podía salir por la tangente decidió permanecer en el círculo peligroso y forzando la marcha. Eso duró entre ellos hasta los postres; al final, como si se hubieran puesto de acuerdo con anterioridad ambos se callaron al unísono.
De haber estado solos la situación se hubiera manejado de forma distinta, además de haberse negado la oportunidad anteriormente dependían allí del sistema imprevisible de relaciones, oídos y palabras de personas ajenas a la corriente activada entre ellos. Algunos compañeros miraron el reloj con impaciencia, el gordo Oscar pidió la cuenta y en dos minutos le dijo a cada uno lo que debía pagar.
– ¿Qué hacés esta noche? le preguntó Germán a lo bruto, sin necesidad de justificar el pasaje al tuteo ni dar razones, sugiriendo un encuentro fuera del ámbito de trabajo, invadiendo la noche del 24 que suele guardarse para íntimos y familia.
Luisa reaccionó como si desde hiciera tres meses estuviera esperado una pregunta parecida.
-Hoy estoy complicada, le dijo. ¿Mañana te quedás en tu casa?
-Qué remedio, dijo Germán.
-Entonces te llamo de tardecita.
-Te paso el número.
-Ya lo tengo.
– ¿Y eso? preguntó Germán.
– ¿Vio Saldías? Lo conozco más de lo que usted supone, dijo Luisa y se despidió dándole un beso larguito en la mejilla.
Ella parecía nerviosa sin estar del todo segura de comportarse como era debido, todos se dijeron adiós hasta el 26 y enviaron saludos de felicidad a familiares conocidos. Por un segundo Germán estuvo tentado de seguirla; se dijo que sería torear demasiado a la fortuna, sabía que a la segunda cuadra caminada ella entraría en algún bar a buscar un teléfono.
-Mañana de tardecita, dijo Germán y él también enfiló para 18 de Juli recordando la costumbre de las compras de último momento, antes, cuando tenía una familia.
Saldías corroboró que durante los días libres de obligaciones, ella sale a caminar sola y se detiene para telefonear siguiendo una rutina confusa. La repetición induce a creer que de existir un interés en el gesto de llamar por teléfono, el mismo se bifurca en la atención circunstancial y la densidad de mensajes, tratando de distinguir con claridad las cuotas de redundancia y novedad que poseen. Una mujer hablando por teléfono puede constituir una tontería, comienzo de historia, final de la misma historia modificada y prólogo de un enigma: ¿estridencia resuelta en nada, escenificación monótona de tragedia condensada sin respetar unidades de acción, tiempo y lugar?
Los domingos en el centro de la ciudad tienen desde temprano una dilatada disciplina de silencio sin incienso. El séptimo día de la semana, el movimiento de personas se traslada a la periferia adinerada y ello hasta las últimas horas de la tarde. Quienes vivieron alguna vez una parte de su vida en la zona céntrica de Montevideo conocen bien esa tristeza cíclica, que afea empalizadas de obras en construcción después de años y humilla las filas de gente aguardando la primera función vespertina, incluyendo cines de marquesinas espectaculares. Durante esas horas que van de la madrugada del sábado a la noche dominguera, se activa en el centro un imán gaseoso reteniendo a vecinos menos emprendedores y lo hace con eficacia desagradable. Hombres y mujeres de todas las edades caminan atontados las veredas en uno y otro sentido, semejan animales tristes de zoológico pobre, hastiados de ver las mismas vidrieras con objetos sin permutar; sombreros pasados de moda, libros apilados, máquinas para lavar ropa, cartelitos resaltando precios imbatibles, los mismos menús proponiendo tallarines caseros al tuco y milanesas con puré, escritos con trazos blancuzcos en los cristales de los bares.
Este domingo Luisa hizo seis llamadas. Es momento de cambiar el gran angular -que comprende el paisaje grisáceo de la ciudad semivacía- al teleobjetivo leyendo de cerca el movimiento de los labios, captando contraseñas de palabras y mensajes cifrados cuyo significado se nos escapa. Ella parece cumplir cierta misión oscura en la que una de las fases la obliga a reportarse sistemáticamente; todo sería posible y obtener información suplementaria requeriría vigilancia constante. El día en cuestión, el primer contacto con el otro lado se estableció entre las diez y las once de la mañana. “A pesar del frío hace un tiempo espléndido, el cielo está azul y limpio. Creo que dejé algo prendido en el departamento. Te haría bien un poco de sol, tienes que salir, tampoco puedes quedarte siempre allí. Estoy cansándome de invitarte para nada. Haz como quieras con tu vida. Después te llamo.” Luego continuó la serie. “Caminé hasta la Ciudad Vieja, es agradable pasear por calles abandonadas, da chucho el silencio golpeando contra edificios vacíos, oír el movimiento de ratas dentro de obras derruidas. Un día más por tu egoísmo debo almorzar sola. Sabes que los domingos ir a Morini me intimida, atravesar el salón lleno de familias hasta encontrar un rincón solitario es insoportable. Picaré cualquier cosa en uno de los bares del centro. En el Gran Castro de la esquina de Andes y Mercedes cocinan bastante bien. Si ando de ánimo luego te cuento.” “Si al menos te animaras a encontrarnos en un café estaría tranquila, alivianada de terminar con la dependencia. En el fondo es injusto conmigo y te importa un bledo. Te aseguro que estoy harta, un día de estos dejo que todo reviente. Claro, tu posición es comodísima… ¿y qué supones que puedo hacer? Lo de siempre, meterme en el primer cine que encuentre para ver alguna porquería.” “¿Viste qué guampuda que soy? Sabes bien que a la larga termino llamando. Después de todo la película era pasable, nada del otro mundo pero se dejaba ver y ni pienses que voy a contarte el argumento. Si continúas con tu actitud un día no vas a saber ni en qué país vives o las infamias que pasan fuera de tu casa. Siempre esperando que los demás te cuenten, eres incorregible. Ya te veo venir con tus afanes de meterte en mi vida privada, pero estás lejos de conseguirlo… faltaba más… chaucito.”
“Tienes razón, alguien me sigue. Te dije mil veces que no quería meterme en cosas raras y ya ves el resultado… Si llego a estar en una situación comprometida es tu culpa. ¿No te alcanzó con lo de tu hermana muriendo en España de cáncer y sin poder volver? ¿Quieres joderme la vida a mí también, que me quiebren como lo hicieron contigo? Sácatelo de la cabeza: no quiero saber de nada ¿entiendes? ¿Soy clara? Para ti es fácil decir que son fantasías mías y me hace falta un macho en la cama. Si te digo que estoy vigilada por algo es y si tienes el teléfono pinchado ni te cuento. Estoy muerta de miedo.” Era de noche cuando Luisa estableció el último contacto del domingo y Germán la miraba desde lejos sin oír lo que decía. “Soy yo otra vez, quién si no… Creo que los despisté pero por poco tiempo, si ando bajo sospecha es asunto terminado… dan soga para que me ahorque mejor y arrastre a unos cuantos. Aprovecho el despiste y voy para ahí. Estoy tensa, necesito conversar con alguien. ¿Te queda una botella de escocés pasable? En diez minutos.”
Cumpliendo lo prometido el día anterior Luisa llamó a Saldías la tardecita de Navidad. Germán esperaba desde temprano el sonido del teléfono mirando en la televisión viejas películas sobre la crucifixión y un partido de fútbol del seleccionado de Inglaterra contra el resto del mundo. La llamada cumplió sus objetivos; fue normal en los términos y cálida, dejaba entornadas las persianas a una evolución de la relación entre compañeros de trabajo.
El lunes al reencontrarse estuvieron discretos, procurando que nadie del personal se percatara de una aproximación que comenzaba. Luisa fue sorprendida cuando, al contestar una llamada en pleno loquero de tarifas y confirmaciones escuchó la voz de Germán.
-Hola, te extrañé mucho, le dijo. Estás muy linda con ese vestido amarillo.
Ella sonrió, teniendo delante una pareja de clientes atentos a ciertos trasbordos complicados respondió para continuar otra conversación imaginaria.
-Si, despreocúpese, tengo la confirmación de sus pasajes. La salida del aeropuerto de Carrasco está prevista para la fecha manejada, en cuanto al regreso quedaron en contestar hoy mismo. Cuando le quede bien puede pasar a retirarlos.
– ¿Almorzamos juntos?
-A ver, a ver, permítame consultar la agenda… sí, está bien… a esa hora estoy libre y podemos encontrarnos.
Tres horas más tarde disfrutaron del almuerzo improvisado con cautela, sin perder oportunidad de aclarar que estaban a gusto con la situación. El resto de la semana aprovecharon para estar juntos la mayor parte del tiempo, tomar un cortado de pie y comprar un pantalón tenía insospechadas facetas de felicidad. Germán omitió cualquier referencia a las costumbres de Luisa que lo inquietaron cuando iba tras ella, temeroso de ponerla sobre aviso de su censurable costumbre y alejarla, lo que sería insoportable.
En cada encuentro reafirmaba su interés por Luisa, si bien eran inocultables las ganas de desvestirla y en ella de permitirlo, él prefería esbozar aspectos de la vida cotidiana; especular si podían planificar juntos las próximas vacaciones, pensando en la cara que pondrían los compañeros de Jetmar cuando descubrieran, sorprendidos e irónicos la relación que surgió delante de sus narices sin que se hubieran enterado. Germán producía sin cesar tales ensoñaciones postergando la urgencia de abrazarla y estaba seguro de dominar su reacción. Lo atemorizaba de antemano el carácter de la versión que, algún día futuro Luisa le contaría luego de hacer el amor, una historia con preámbulos relacionada a llamadas compulsivas, tratando de revelarle, con dulzura, un secreto que presentía desagradable.
Con esfuerzo puesto en disimular por parte de Luisa, durante las primeras salidas se repitió el gesto de las llamadas, escondida en la justificación ajetreada de las fiestas y antiguas amigas sin saludar hace años. El temor era que quien fuera que escuchaba del otro lado, significara un real peligro para la posible relación y obstáculo insalvable. Germán estaba dispuesto a asumir lo que fuera si lo ignorado era algo tangible; se proyectaba luchando con el monstruo de fichas, membranas, cables subterráneos recorriendo la ciudad y palabras dichas al oído de alguien invisible. Se propuso olvidar el domingo de las llamadas, lo logró repitiendo que una vez conocido el asunto la anécdota movería a risa por intrascendente; debía aguardar el momento oportuno de hablarlo en pareja y luego archivarlo con los malos momentos del pasado. Buscaba olvidar los últimos años, en los cuales se agolparon sobre su vida calamidades duras de soportar, requiriendo para cicatrizar tiempo de gestión sin la densidad con que se sucedieron. Germán vivía la mejor semana de la década, precisamente él tan desconfiado de que la situación del país pudiera permitirle estar así de contento antes de pensar en Luisa; “no hay derecho a vivir una felicidad de tanta calidad” se decía y el instinto de supervivencia lo llevaba a subvertir valores de la ética diaria. Admitiendo que podía sentir con intensidad, concentrarse sin avaricia en procurar algo de dicha olvidando murmullos y malas noticias redundantes, darle vacaciones a la conciencia deshonesta de haber roto amarras con el mundo, vivir en una isla continental alejado de la mano de dios y pegado a las piernas de Luisa.
Los primeros días del acercamiento se sucedieron en una confusión mental estimulante e incluso encontraron su lógica interna de bienestar sin inconvenientes. Aunque la situación era de caracterización común y corriente, ellos perseveraron atribuyendo en lo iniciado tintes de evento excepcional, inesperado y grato. Eran una pareja más en su primera semana de encuentro vivido en pleno presente agotador y coincidiendo con la última semana del año. Sin dominar del todo los mecanismos liberados, alcanzaron la fuerza interior recuperando un estrato agradable de la ciudad, sepultado por la tristeza generalizada que los chirimbolos navideños acentuaban. Vivían la excitación de una complicidad descubierta por ambos, la clandestinidad de inventarse claves fingiendo ante el mundo como sucedió la tardecita del jueves.
A la salida de la confitería Del León donde fueron a tomar una copa y conversar tranquilos, vieron subir por la calle Andes el auto del gordo Oscar; consideraron media hora si el contable agente de que se sentaran juntos en el almuerzo del 24 los descubrió. Se contaron las mentiras que inventarían en la oficina si fueran interpelados sobre la salida a escondidas, poco a poco llegaron a confiarse fragmentos sueltos de vida, confesándose que se sentían adolescentes, descreían que a sus años pudieran querer con tal intensidad, temían la locura irreflexiva, que pasado el primer momento terminarían y era preferible no empezar. Trabajar en el mismo lugar tenía inconvenientes y es cuesta arriba renunciar a ciertas manías después de vivir tanta vida cada uno por su lado.
-El 31 nos reunimos al mediodía con los compañeros en la oficina, le recordó Germán. ¿Qué harás?
-Me quedo, con una condición.
-Siempre negociando. ¿Se puede saber?
-Que luego tomemos el café en casa, contestó Luisa.
Por primera vez que se hablaba de estar solos. “Eso quiere decir que vive sola” pensó Germán, tenía la respuesta a la pregunta que rondó su cabeza durante la semana y antes; el último día del año sería el primero entre ellos de intimidad. “Año nuevo vida nueva” se dijo, convencido de haber descubierto una fórmula de renovación inédita y original.
Llegó a los pocos días el día de fin de año, la noche anterior Luisa y Germán se despidieron sin hacer referencia a la tarde siguiente. Ella decidió que fuera así, en condiciones excepcionales, para probar que nada le impediría a Germán estar con ella, que ella ya era importante en su vida, tanto como para postergar otro encuentro cualquiera y le agradó esa prueba inicial de poder. Germán, sorprendido en su estrategia (inseguro como era hubiera necesitado más tiempo de acomodo) lo mismo se mostró dispuesto a aceptar los términos de la negociación.
Ella fue al trabajo con el mismo vestido de hace unos días cuando él la llamó por el interno, se había comprado ropa interior nueva, una combinación color carmesí con bordados florentinos; él vestía el conjunto de siempre, pantalón gris pizarra y saco azul de trevira, tenía una camisa nueva, azul a rayitas blancas con botones en las puntas del cuello. Para suerte de los planes, entre los compañeros de la empresa el clima estaba menos predispuesto que en nochebuena a una salida colectiva. La dirección había comprado un par de botellas de whisky y algunas docenas de sándwiches. Después de cerrada la atención al público cerca del mediodía y un buen rato de camaradería en que se habló de chárteres, vuelos bonificados en millas y chimentos de las compañías aéreas, nadie se sentía responsable de continuar la conversación; deseaban estar con sus familias y otros amigos.
Luisa y Germán, indecisos sobre la oportunidad y el momento de salir juntos sin despertar sospechas, temían que algún compañero se les pegara para ir a tomar la última copa en cualquier boliche por ahí; por la línea interna convinieron que en la peor de las hipótesis, se encontrarían a las dos de la tarde en la Galería Delondon cerca de la salida de Río Negro. Se organizó un grupo liderado por los más jóvenes, emprendedores hombres y mujeres complotaron con eficacia para ir al mercado del puerto e invitaban, por puro cumplido, a los mayores con la esperanza como sucedió que rechazaran la propuesta y poder divertirse sin la mirada de generaciones precedentes. Los continuos adioses fueron efusivos con prolongados abrazos y deseos insistentes de felicidad, olvidando que dentro de cuarenta y ocho horas volverían a verse disputando por la liquidación de comisiones del grupo de viaje de Arquitectura; igual era creíble esa tregua reconciliatoria circunstancial con buenos sentimientos.
Pasado el mediodía quienes salían de la empresa se conformaban con sonreír vagamente, levantar la mano haciendo un hasta la vista general sin compromiso, uno a uno los empleados de más edad se retiraron apurados por llegar de una buena vez a sus hogares. Luisa y Germán aguardaban la salida de Marisa, la contadora que dejaba el auto en el parking de la vuelta y de Pedro que -fiel a su rutina- iría con paso apurado hasta el Teatro Solís para esperar el 121.
– ¿Llevo a alguien? preguntó Marisa con cordialidad poco convincente una vez que el grupo pequeño estuvo en la calle.
-No, gracias, respondió Pedro enfilando para la parada del ómnibus.
-Por nosotros está bien Marisa, vamos para el lado del Centro, dijo Luisa.
La contadora sonrió, dio media vuelta y salió con paso firme rumbo al estacionamiento despreocupada de lo que sucedería a quienes dejaba atrás.
-Usted manda jefa, dijo Germán cuando quedaron solos en la vereda, simulando que más o menos sabía dónde vivía ella.
Luisa sonrió con otra calidad distinta al rictus de la contadora y cambió de tema, comentando la salida al mercado de los compañeros más jóvenes.
-Alguna vez, en otra vida anterior yo también marchaba las tardes de fin de año para el mercado del puerto, dijo Luisa. Cuando había cosas para festejar.
– ¿Quién no? replicó Germán. Una salida clásica, primero abrazos, a las cuatro de la tarde cantarela murguera, mamados y piñata segura.
-Exagerado, dijo ella.
La avenida 18 de Julio era un hormiguero que se vaciaba oyendo el ruido cercano de una manguera abierta al máximo, la gente caminaba más de prisa que Pedro rumbo al 121, a paso de ir contra el reloj devorando las últimas horas del Año de la Orientalidad decretado a prepotencia por el gobierno cívico-militar. Cuando llegaron a la esquina de la avenida con la calle Paraguay doblaron a la izquierda, Germán se dejó llevar mansamente por el paso de Luisa hasta la calle Mercedes entre Cuareim y Yi donde un domingo estuvo aguardando la salida para seguirla.
El edificio tendría unos cuarenta años de construido. La entrada -portón negro pesado de vidrios gruesos, rejas repujadas y portero eléctrico nocturno- estaba centrado entre dos salones grandes donde se vendían autos de ocasión y televisores color de marcas japonesas; su fachada tenía imponentes barandillas con tanta ornamentación, que daban el efecto de estar a punto de derrumbarse. Luisa manipuló con eficacia la cerradura del portón principal y entraron al edificio. A esa hora de ese día la portería estaba vacía.
-Es al fondo, dijo Luisa. Tenemos que pasar por aquel corredor, los primeros ascensores son de los departamentos que dan al frente. Una enormidad, ciento ochenta metros cuadrados, mucho piso para una mujer sola. Cuidado con los escalones.
Pasaron la línea de ascensores enfrentados, atravesaron un corredor zaguán de piso de mármol con puerta de cristales biselados y fueron a dar a un pequeño jardín interior. Desde ahí se veían tres entradas identificadas con grandes letras de bronce A B C. Germán miró hacia el cielo, arriba descubrió un rectángulo azul, hueco perfectamente recortado desde donde caían demasiadas ventanas y pocos barandales de terracitas de unos treinta centímetros.
-Nunca me hubiera imaginado esta construcción compleja en el centro de Montevideo, dijo Germán.
-Es la historia de siempre, dijo Luisa. Acostumbrados a ver fachadas nos conformamos con lo evidente, somos haraganes para imaginarnos que hay algo ignorado detrás de la primera impresión.
-Sospecho que querés decir algo que escapó a los cálculos del arquitecto, dijo Germán. Apunta a regiones abstractas y hoy mi perspicacia está monotemática.
-Bobo.
Traspasaron el umbral C, llegaron hasta la reja de un ascensor antiguo de puertas batientes que los llevó sin prisa hasta el piso noveno. En el trayecto Germán acarició a Luisa en la entrepierna por encima del vestido amarillo y ella lo dejó hacer. Cuando entraron al departamento, apenas cerrada la puerta se besaron a gusto sin distraer el momento con prisas innecesarias.
-Al fin solos, dijo Luisa. Ponte cómodo que voy a buscar algo para tomar.
¿Ponerse cómodo? Germán vivía un entrevero de ansiedad e incomodidad generalizada, lo único que hizo para seguir el consejo de la dueña de casa fue echar una mirada al departamento. Los muebles eran antiguos y de buena calidad, caros, los objetos parecían estar ahí desde hacía años, muchos. Germán era ajeno en cuestiones de pintura y arte, alcanzó con ver la forma como estaban colgadas, enmarcadas e iluminadas tres pinturas en la pared grande, para deducir que su precio sería en dólares; lo mismo le sucedió con el juego de té de plata inglesa y otros detalles de la decoración. Se dirigió al rincón de los libros y discos donde, además de sentirse en terreno seguro saldría del circuito de tasaciones de rematador inescrupuloso.
Mirándolo deambular Luisa se adelantó adivinando las preguntas de Germán.
-Mi familia es desde hace cuatro generaciones dueña de campos y molinos en Salto, dijo. Es decir que tiene muchísimo dinero, por lo general es una información que me guardo de divulgar, a la mayoría de los hombres uruguayos los asusta.
– ¿Un molino? Lo primero que me viene a la mente es un chiste de Mafalda.
-Dale, seguí.
– “Para amasar una fortuna hay que hacer harina a los demás.”
Luisa apenas sonrió, venía de la cocina, en una mano traía una botella y en la otra dos copas con el vaho helado resultado de haber estado varias horas en el refrigerador.
-Muy gracioso, comentó Luisa. Somos lo que se dice una familia con buen pasar.
-Un pasar, entre otras cosas, por champagne legítimo.
– ¿Y qué mi amor? Un día es un día… el de hoy tiene al menos la virtud de ser único e irrepetible.
– ¿Tan segura estás? dijo Germán.
-Intuición femenina… y vos: ¿estás bien estando aquí? ¿no estás arrepentido de haber venido?
-Negativo lo último y lo primero demasiado, dijo Germán. Estoy al borde de olvidar mi sempiterna conciencia de culpa, día espléndido meteorológicamente hablando, aquí contigo y solos a punto de cambiar el café prometido por champagne del bueno. Demasiada felicidad para un simple mortal.
-Con todo lo que está pasando afuera… ¿es eso?
-Algo así.
-Vamos a terminar todos locos en este país, dijo ella.
El departamento de Luisa era interior, exceptuando unos ruidos sueltos provenientes de distantes departamentos y más en esos días el resto era silencio, poniendo atención puede escucharse el sonido atenuado saliendo del dormitorio que la pareja transformó en isla lejana. Por las ventanas, a través de cristales con cortinas llega la luz iluminando la escena a través del filtro amarillo, dos filtros amarillos alineados. Se escucha el lento goteo del lavabo mal cerrado, grabadores encendidos después de terminada la cinta, palabras cuya reiteración tiene intensidad de gemido articulado, un murmullo sensual compitiendo con la actividad del moderado motor del ascensor del bloque C. Un pájaro imprudente se lanzó a tentar piruetas riesgosas en la sombra del pozo de aire. El paisaje sonoro concertó pequeños ruidos de la casa, cuerpos moviéndose, sábanas estrujándose, muelles de colchón, besos estallando, roce de pieles ardidas en zonas sensibles del cuerpo, golpe sincopado de entrepiernas empujándose decenas de veces, el manoteo a tientas buscando cigarrillos tirados por el suelo, el cric cric de la ruedita áspera de metal arañando la piedra que suelta la chispa, el silbo descomprimido del gas escapando. La llama ilumina durante tres segundos la habitación como el ángulo de una tela de Rembrandt, luego regresa la penumbra encubriendo corridas hacia el baño de un cuerpo de mujer, la risa al sentir que el esperma nervioso todavía descuelga por la pierna derecha. Ella debe salvar el último tramo caminando de manera graciosa, medio doblada con la palma de la mano apoyada en el sexo, evitando manchar de gotones espesos el fieltro de la alfombra. Se escucha el distante enjabonar del pubis recortado para la ocasión, los dedos frotando repetidas veces contra el clítoris hinchado, después con una toalla peluda y celeste que semeja un topo miope de juguete, luego el fish del desodorante íntimo para impregnar el sexo del perfume dulzón de rosas reventonas, besos venideros.
-Anocheció, dijo Luisa y decretaba el crepúsculo del último día del año.
Los dos temían preguntarle al otro si hoy debía cenar con otra persona, en una mesa cercada de familiares más o menos cercanos y de falsa felicidad premeditada.
– ¿Estás solo esta noche? le preguntó Luisa sin imponer ninguna entonación particular a sus palabras que parecieron casuales, duda propia de personas con años de matrimonio encima.
-Tan solitario como vos decidas, contestó Germán. ¿Hay algo en la heladera?
-Ve a inspeccionar si con lo que hay se puede hacer algo.
Germán salió de la cama, de espaldas era una sombra confundida con la oscuridad y la única luz obstaculizando la serie continua de sonidos fue la del refrigerador cuando él lo abrió. Adentro encontró la fuente de espárragos preparados, pollo trozado presentado en bandeja de loza, potes de salsas varias, tres botellas de vino blanco, una tarta de frutas, todo pronto para una cena íntima ligera sin secuelas de modorra ni digestión pesada.
-Hay dos o tres cositas, le dijo a Luisa desde la cocina. Algo se puede hacer.
-Ya me parecía. ¿Tenés hambre?
-Por ahora… ¿y vos?
-Vení, no me dejes sola, dijo Luisa.
Cuando Germán cerró el refrigerador la puerta hizo un sonido de goma seco, como si hubiera aguardado esa señal durante años y el motor comenzó a funcionar reiniciando la recarga.
Luisa y Germán permanecieron en la cama hasta bien entrada la noche, dejaron que la habitación siguiera a oscuras, abrazados y mirando la negrura donde debe estar el techo comenzaron a conversar en voz baja de sus historias respectivas, por momentos retomaban los besos. Eran más de las once y media cuando decidieron levantarse a cenar.
-Ya vengo, dijo Luisa.
Desnudo, Germán se reincorporó y caminó hasta el living. Primero encendió una de las lámparas de pie, luego puso radio Sarandí para escuchar música, noticias del mundo del que se había fugado, en ese minuto era un hombre feliz, le agradó escuchar mezclado con las voces de la radio el sonido del agua empapando el cuerpo de Luisa, el cuerpo de Luisa, el cuerpo de Luisa se repetía Germán. Una parte de su mente estaba lejos de ahí pensando en nuevas formas locas dóciles de felicidad, acentuando el bienestar en que flotaba desde hacía horas, necesitado como estaba de ponerse al día en materia de alegrías luego de una acumulación de fracasos agotadora. El artificio era sencillo, se trataba de aferrarse a la bella molinera dejando pasar la última media hora del año; sin esfuerzo se sentía en su propia casa, después de pasar la tarde en la cama con Luisa, el temor sobre la eficacia del diálogo de sensualidades, la llegada conjunta de orgasmos y la erección recuperada se diluyó. Estaba en terreno conocido, en el cuerpo de Luisa reconoció la distribución de los espacios del departamento, la piel tenía el olor de haber vivido rodeada de objetos bellos, legítimos, desde la ausencia de ella el paisaje en penumbras le resultaba familiar. Ella sublima el egoísmo del cuerpo, pensaba Germán, en almohadones y color de las cortinas que llegan hasta el piso, la distribución de cremas de belleza para el cuerpo dentro del botiquín del baño y el olor a años sumados del cajón de cubiertos de la cocina estaba Luisa, entrando a la oficina hace menos de una semana con un vestido amarillo.
Ella se enjabonó por segunda vez para así palpar por más tiempo la tensión del cuerpo, descubrir el halo oscuro de los pezones irritados, la fatiga dolorosa de los muslos, un tirón grato en los aductores por soportar embates de un hombre: la cancel abierta para escapar de la soledad que sofoca, hablar sin pensar que sus palabras ponen en peligro otra vida. ¿Podría abrir la boca sin sentir que algo se perdía, iniciar una conversación sin hacer referencia a dólares y traslados de vuelos en El Galeao de Río? Satisfecha por su osadía de haber incitado a Germán a tomar la iniciativa, un buen golpe de intuición confirmado por el bienestar de las últimas horas, Luisa dejó caer el agua sobre el pelo y el cuerpo. Las toallas grandes suaves y perfumadas hoy tenían sentido, después de cortar el agua se miraría desnuda delante del espejo de manera diferente, palpándose el vientre chato, las tetas firmes todavía, el culo parado sin trazas de celulitis, perdería la vergüenza de tener un cuerpo hermoso, olvidaría el castigo autoimpuesto de negarse a tocar el placer desde lo sucedido con Ana. Luego de cerradas las canillas deslizó la mampara de acrílico con motivos de mariposas, escuchando el agua concentrándose en el hueco del resumidero. Tentó con el pie derecho fuera de la jaula de aluminio hasta apoyarlo en la moqueta turquesa; salió, aguardó que el vapor caliente desapareciera del espejo y que esa niebla arrastrara los despojos de un año desgraciado.
Son las doce menos cinco, afuera en las calles comienza el estruendo creciente del festejo por el pasaje de un año a otro. Germán espera el ingreso triunfal de un año más y le vienen deseos de hablar con sus hijos que estarán con la madre en casa de los abuelos; son las primeras fiestas que pasan separados, el único sinsabor que sabe inevitable en el juego de la felicidad ideal. El número telefónico lo conoce de memoria por los desagradables asuntos de coordinar con los suegros las salidas de los niños, mezquindades del cheque de la pensión, reproches por asuntos escolares y enfermedades. Durante los años que duró la convivencia Germán cree haber sido un buen padre, le gustaría que los hijos estuvieran esperando su llamada y especula con que Paula no responda el teléfono, el diálogo puede terminar con insultos conocidos. Hablar con los hijos nunca le requirió preparación especial, como papá está contento seguro que podría trasmitir un poco de fantasía sobre el futuro en el breve saludo intercambiado.
Pone whisky en un vaso, se sienta junto al teléfono adosado a otro aparato chato simulando madera, levanta el tubo y escucha la línea muerta. Buscando comunicación insiste con golpecitos sobre la horquilla sin éxito, pasa de on a off una palanquita al costado; esperaba el sonido de línea libre, en su lugar comienza el artificio de sonidos mecánicos, luces verdes en el aparato del costado que se pone en marcha de manera accidental. La experiencia de Germán en relación a las nuevas formas de tecnología aplicada es nula, ante el temor de destrozar el mecanismo si inicia un movimiento lo deja seguir, a la espera que llegue Luisa y haga la maniobra correcta. Se tranquiliza al comprobar que la parafernalia intimidante simula un contestador automático, en venta en los free port de aeropuertos internacionales.
Al comienzo, antes de las palabras, se escucha la música, un tema de Vivaldi. “El número que marcó es correcto. Usted está en comunicación con el hogar de Luisa Amorín. Lamentablemente estoy ausente, pero luego de la señal sonora puede dejar su mensaje y número telefónico, me comunicaré a la brevedad. Gracias.” Germán confirmó que con esa voz tan seductora por teléfono nadie en sus cabales podría resistirse a comprarle pasajes, ninguna compañía aérea aunque la encargada fuera una mujer avinagrada se opondría a solucionarle complicaciones que surgieran con sus vuelos. Siguiendo lo anunciado por la cinta se escuchó un bip, luego, igual que si se tratara de una llamada de larga distancia se oyó la voz irritada. “Hoy te llamo más temprano. Tengo muchas cosas para contarte. Me fastidia que siempre hagas como que no estás en casa. Hay noticias de tu hermana. Tus padres pudieron enviarle unos dólares por una persona que viajó a Madrid. Ella igual se muere, la está viviendo un compatriota sin escrúpulos, que encontró casa y filón con la excusa solidaria de cuidarla. Prometiendo entre lágrimas y giros mensuales que estará con ella hasta el final. Luego vuelvo a llamarte.”
Inmóvil, con el vaso sin tocar pegado a la palma de la mano e insensible al frío Germán buscaba convencerse del error, una broma de fin de año, la voz, la segunda voz era imposible que fuera de Luisa. La cinta siguió girando y él permaneció junto al aparato sin el coraje de distanciarse, sin saber qué hacer atrapado por las voces que eran la misma. El mecanismo prosiguió su destino, primero la voz gentil del aséptico mensaje de bienvenida, luego la otra Luisa fastidiada con problemas de línea, crispada con un fondo de ruido de pizzerías, autobuses viejos arrancando cuando el semáforo da paso, junto a cabinas públicas al aire libre, con la música funcional de galerías céntricas.
Afuera el estruendo alcanzó la máxima intensidad, habían dado las doce en nuestro meridiano, en los barrios alejados del centro donde Germán vivió de niño los vecinos estarían saludándose en la vereda y las líneas telefónicas saturadas de buenas intenciones. En el cielo siempre amenazante de fin de año reventarían petardos multicolores con silbidos agudos, hacia la costa los atolondrados habrían comenzado las carreras con autos de papá.
Germán levantó la vista llamado por otro presentimiento y vio en el dintel recortada la silueta de Luisa, ella estaba descalza, una toalla grande le envolvía el cuerpo desde las exilas hasta las rodillas, el pelo mojado se le pegaba en la frente. La voz de Luisa era directa, sin Vivaldi se obertura ni interferencias de controles defectuosas.
-Es una pena, no debiste hacerlo, dijo ella.
-No sabía, yo quería, mis chicos…
Las palabras adecuadas a la situación que Germán buscó quedaban sin coordinar, la explicación devino balbuceo incomprensible.
-Preferiría dejarlo para otro día, si no te importa.
-Como vos digas, aceptó Germán.
-Mejor así, dijo Luisa. Cenamos y después te vas a dormir a tu casa. Lo siento… dormir contigo hoy era lo que más deseaba, pero ahora… ¿vivís lejos? Es una macana, mi auto quedó en Salto.
-La noche está linda y puedo caminar. Además siempre hay un taxi por ahí. ¿Me llamas mañana?
-No sé, ahora tengo ganas de llorar.
-Buenos, traé ese pollo de una buena vez que estoy muerto de hambre, dijo Germán camino de la ducha.
A las dos menos cuarto de la mañana Germán estaba parado en la calle Mercedes, en las esquinas había familias con niños dormidos en los brazos buscando el taxi improbable, los automovilistas seguían de largo hacia la fiesta que comienza a la una. Enfiló hacia la avenida principal a tranco lento tarareando el aire de Vivaldi y más que reaccionar concebir la reacción era lo arduo. Germán creyó haber violado un ritual protegido igual que el peor de los secretos cogitados durante el seguimiento de la última semana. Lo imperdonable era haber quedado en evidencia de espía sin pruritos en la situación equivocada, por error; comprendía tarde la actitud de Luisa, su comportamiento extraño, mientras los cabos sueltos emergían de manera brutal mostrando la trama anegada de ella. Los desplazamientos de Luisa hallaron su sentido y era preferible haber continuado en la ignorancia recurriendo a explicaciones ruines. Germán entendía, hacerlo le demolió una alegría que ni tuvo tiempo de empezar y cortada de raíz, lo ocurrido se dijo, era sin importancia, casi gracioso en su simplicidad, Luisa dejaba mensajes a ella misma y se la imaginó entrando sola al departamento, apretando por hábito el interruptor del contestador mientras caminaba por la casa poniéndose cómoda para escucharse contándose las novedades del día. En una cinta –Germán pensó que guardaba las grabaciones- estaría la versión de su encuentro junto con otras historias, distintas a la de la hermana en Madrid que él alcanzó a escuchar inocentes como el procedimiento mismo.
A pesar del cielo amenazante anunciando lluvia para el amanecer la noche era agradable, calculó que le quedaba una hora de caminata hasta llegar a su casa y tenía distintas fatigas acumuladas. Con una buena noche de sueño estaba seguro de digerir la sorpresa, si Luisa lo permitía él estaría junto a ella, si ella superaba el mal momento vivido a partir de hoy sería él quien dejaría mensajes en el contestador, hasta que ella vuelva a confiarse por entero y lo devuelva a su cama, le hable de las tías viejas de Salto.
Después de oír el ascensor parar en la planta baja y dejar pasar el tiempo para que Germán saliera a la calle, Luisa fumando permaneció acurrucada en lo hondo de un sillón; inició un despacioso hamacarse en uno y otro sentido, a derecha e izquierda, adelante y atrás sintiéndose la intrusa enchalecada en su propio departamento. A una Luisa le descubrieron el secreto y a otra le probaron la existencia de una conducta anómala difusa hasta hace unos minutos cuya verdad insistía en negar. El amor no tenía derecho a irrumpir en la vida conociendo demasiado del otro, ambas se sintieron vacías creyendo que ya no tenían nada para dar, hubieran querido postergar el día de año nuevo hasta la eternidad y sufrían sabiendo que mañana estarían ahí recomenzando removiendo explicaciones. A la otra Luisa hoy le sería difícil dormir entre esas cuatro paredes, donde el intruso escuchó las voces de las dos. La otra Luisa lanzada por la decisión de huir terminó de vestirse, partió hacia el departamento que tenían sus padres para cuando vienen a la capital -quedaba a pocas cuadras de Mercedes-, allí evitaría el equívoco punzante de las últimas horas, la medianoche más odiosa que pudo imaginar.
En el departamento así abandonado quedó sin apagar la luz que Germán encendió al telefonear a sus hijos, sobre la mesa ratona había un vaso de whisky aguachento con cubitos disueltos y al fondo seguía goteando la canilla mal cerrada, rota. Después que Luisa cerró la puerta por fuera, los objetos de la casa iniciaron su reacomodo nocturno solidarios a la tragedia breve que ocurrió allí mismo. Eso duró una media hora, hasta que agrediendo el silencio nocturno se escuchó el timbre del teléfono, una vez, dos veces; a la tercera el aparato inició la secuencia automática de reacciones, los engranajes interiores luego de unos instantes dejaron espacio para la inspiración de il Prete rosso. “El número que marcó es correcto. Usted está en comunicación con el hogar de Luisa Amorío. Lamentablemente estoy ausente, pero luego de la señal sonora puede dejar su mensaje y número telefónico. Me comunicaré a la brevedad. Gracias.”
-Soy yo, perdóname la hora pero hoy es especial y no aguantaba las ganas de ponerte al tanto. Caéte de espaldas: lo de Germán se terminó de la manera más estúpida, te juro que no sé qué hacer. Esto es para hablarlo personalmente, pero al menos te adelanto los titulares.
Desde el teléfono monedero del bar Green Park al principio de la Avenida 18 de Julio, frente al parque de los Aliados y el Obelisco, que está abierto de noche durante todo el año, Germán intentó llamar a Luisa varias veces. Daba ocupado, al final supuso que ella descolgó el aparato para dormir tranquila queriendo olvidar lo ocurrido. Decepcionado por el fracaso regresó a la calle, el movimiento de gente y autos disminuía de manera notoria. En la vereda un borracho detuvo su marcha vacilante, miró intrigado hacia los luminosos de neón y comenzó a cantar “un año más que importa, como vino se irá…”