Lo pienso cada día que pasa a la llegada del crepúsculo sin poder evitarlo, habría que gritarlo en una lengua intraducible, extranjera y violenta para que sea soportable y por fin alguien nos escuche. ¿Por qué están matando a nuestras niñas con tanta saña? De aquello maléfico que se volvió imborrable pasaron tres años y sigo sin salir de la pesadilla del insomnio perpetuo, ni me importa si lo que hago ahora pensando en su memoria tiene sentido. Cerrar el sobre grande si me dan las fuerzas, ir hasta Correos central, esperar mi turno y franquearlo, hacerlo llegar hasta sus manos. Quizá rogarle a la Virgen María que usted lo lea pudiera ser una manera ridícula de guardarla a ella en la memoria desatenta de la gente, del vecindario; el tiempo que huye sobornado, está cada día más amenazado por la avalancha voluntaria del olvido.
Una de las últimas veces que hablamos por teléfono con mi niña –lo recuerdo como si fuera ahora mismo- me comentó que había comenzado a redactar una bonita fábula infantil y le estaba gustando. Cuentito dulce recuerdo que agregó, puede que para tranquilizarme, si bien por ese entonces yo lo ignoraba todo de su tragedia doméstica. Después de varias conversaciones sobre el asunto de su tarea, ella avanzó algunas confidencias; era la invención de un mundo inexistente de juguete, con niños extraviados, secretos a preservar y animalitos suaves que hablan entre ellos con voz casi inaudible, intentando paliar la tristeza del abandono. “Si tú supieras mamá” me dijo pidiendo auxilio a su manera y cuando lo supe fue tarde para salvarla.
Ahora que después de tres años finalizó la parodia de justicia con sentencia y sin redención, de una manera que prefiero obviar para evitar indignarme hasta el agotamiento, nosotros recuperamos por fin sus pertenencias retenidas por la policía. Las pruebas materiales, como dijeron en el juzgado durante el proceso, refiriéndose a objetos tan queridos que guardan el aroma de su perfume preferido. La justicia podría ser social hasta cierto punto, pero el dolor íntimo es imposible de compartir en lo abisal de su verdad. Este se volvió el cuento de nunca acabar, la pena impuesta al miserable que la mató fue maniobra de dilación indigna en la memoria de cotillón, que nada conoce de juez ni fiscal y para que el olvido no la asesine una segunda vez. Las causas más inmundas tienen también su abogado defensor enfático y motivos atenuantes que son considerados por la magistratura. La historia evocada de evasión infantil por la ensoñación quedó revolcada por el camino, los fragmentos sobrevivientes se parecen a esbozos de alguien atemorizado que se busca a sí mismo, jugando a las escondidas en un jardín inmenso, borradores de ilusión tronchada de manera violenta.
En una de las notas recuperadas, esquelitas rosadas que ella agregaba cada tanto, siguiendo sus humores y para protegerse, anotó que pensaba enviarla a un editor de libros infantiles cuando llegara al punto final. Eran invenciones para intentar escapar con vida del acoso que la sofocaba, fantasías inocentes queriendo salvarse del horror cercándola como una enfermedad maligna sin antídoto conocido.
No sé si hago bien en enviarle esas primeras páginas, si usted tiene algo en el corazón del otro que ella soñó mientras redactaba a escondidas y estando sola en la casa. Su lector ideal fue ella misma, era otro niño hipotético que hubiera adivinado sus miedos de muchacha. Si no es así yo seguiré igual adelante mientras me den las fuerzas, insistiré una segunda vez, otra más y las que sean necesarias hasta que el eco de la indiferencia se digne responderme. Prefiero comenzar por usted que siendo mujer habló con tanta sinceridad y recato por la radio sobre el caso de mi niña, que conoce a tanta gente que puede ayudarnos.
En las audiencias públicas ni siquiera se tomó en consideración su testimonio dejado por escrito de mano propia. Se dijo con énfasis que la ficción nunca constituye una prueba material convincente para condenar a un hombre enfermo, son meras especulaciones de subjetividad imaginativa decía la defensa, propósitos que se distancian de la veracidad de los hechos. La brutalidad que fue reconstruida resultó enorme, las circunstancias del acto explícitas y la confesión del matador reivindicada con orgullo tan esquizofrénico, que fue innecesario nutrir el expediente con pruebas irrefutables ni efectos teatrales de careo e informes adicionales, con expertos psiquiatras justificando lo inexplicable. El porvenir quedó inconcluso en su vida cegada de manera brutal: el envío pensando en la fantasía infantil, un libro con ilustraciones coloreadas a doble página, los proyectos ingenuos de mi querida niña de dar vida a sus temores. Yo misma pasé a mano palabra tras palabra y luego a máquina cada oración, mientras lo hacía, me convencía que era la historia más bonita del mundo, sin llegar a entender que fue un grito de auxilio y testamento, carta desesperada sin destinatario preciso, el refugio de la mentira. Es justo que lo diga, mi hija tenía la imaginación necesaria para evadirse de la realidad que insistía en lastimarla sin descanso; faltaba alguien que la guiara y la escuchara como en la vida.
Leí cientos de veces esas poco más de sesenta páginas y nada había para saber del infierno hogareño en que estaba cautiva, lo que vivió cada día de sus últimos tiempos luego que algo sin nombre se rompió en su matrimonio. Nunca sabré si ella sabía de qué manera la violencia crecía dentro del hogar, si llegó a percatarse que la estaban matando y nada hacía suponer ese final de horror que parece inventado. La que escribía era otra persona que la muerta, era sin embargo la misma niña y quedó intacta en su corazón, en nuestro recuerdo. La que escribía era mi niña y la muerta es la joven mujer que destruyó a sabiendas ese personaje endemoniado, que se pudre en la cárcel y tendrá asistencia médica siquiátrica si consideran su caso recuperable. Era como si ella intuyera la muerte, mirándose asesinada por un poseso en un presentimiento necesitado de dejar testimonio.
Con cadencia de crónica y testamento ella contó entonces a su manera la historia imaginada de un país paralelo. El relato inacabado fue la ilusión de vida que meció en secreto, como el hijo que por suerte no tuvo y nunca supimos con el padre qué nos quería decir sin alarmarnos. Era una persona estable y buena desbordante de planes felices relativos al futuro, hasta que conoció a ese hombre y tuvo que ser él el responsable del daño. ¿Cómo permitió Dios ese encuentro sabiendo lo que luego pasaría? Somos gente sencilla, no supimos ver lo que estaba ocurriendo y nunca nos perdonaremos esa ceguera. Repasamos fotos, videos caseros, recuerdos compartidos de almuerzos y aniversarios, de salidas al campo, nada podía sospecharse en esos testimonios sobre lo que sucedería después.
Mi marido dice que las víctimas propiciatorias nunca dejan trazas de su martirio entre cuatro paredes, son espectros inconsolables del pasado y se vuelven asunto de familia que nadie desea escuchar más de dos veces. Ella avanzaba hacia la muerte con la misma inocencia que lo hizo en la iglesia cuanto recibió la primera comunión. Es por esa pureza insoportable que los autores prefieren a los asesinos, la maldad que se ensaña sobre las mujeres los atrae como jalea nauseabunda y hace vender más papel. La tragedia de mi niña está en la historia de su marido asesino, esa es la novela y los cuentos que otros escribirán con entusiasmo, pensando en el efecto cautivo sobre los lectores, felices de entender las razones, contándolo a quienes estén dispuestos a pagar por meter la nariz en cloacas ajenas. La gente que lee en salas de espera y trenes de cercanías tiene la fácil debilidad por asesinos de mujeres; como si gozaran viendo esa manifestación del mal irreversible, disfrutaran con detalles escabrosos de lo ocurrido y la variante ingeniosa que halla el homicida para matar una mujer indefensa.
Mi niña no era la cosa inerte y prescindible descrita en el telediario, ese cuerpo cubierto a medias por una sábana amarilla teñida de sangre. Que acaben de una vez por todas los periodistas con esa falsa compasión de hienas utilizando la muerte ajena para ser inventivos. Lo único que pretendían era entrar primeros al dormitorio para filmar de cerca las manchas coaguladas y el cuerpo deformado, indagar como buitres carroñeros en su pasado para explicar lo ocurrido a la manera de las series americanas. Estaban decepcionados cuando supieron que el matador no era reincidente ni firmaba los crímenes con un criptograma, que mi niña tampoco formaba parte de una serie macabra insistente comenzada años atrás. Es tan siniestro todo, que si ahora escribiera su nombre de soltera nada la evocaría, estamos en una sociedad de amnesia programada que injuria el nombre de las mujeres muertas y nuestra ciudad no es la excepción, las que nadie menciona hasta que la tragedia recomienza. ¿Quién puede recordar el nombre de tres mujeres asesinadas en el hogar por el hombre de su vida? Nadie salvo nosotros que la sobrevivimos, que tanto la extrañamos y sabemos que ninguna justicia, ni siquiera la divina en caso de que existiera, sería suficiente para suponer lo que pudo haber sido su vida. Que su nombre se borre porque distrae la inspiración de los ingeniosos, las muertas nunca hablan y las fotos viejas son hojas muertas del cementerio de fosas comunes; que los falsos memoriosos babeándose cuando la lista se incrementa terminen con la hipocresía y confiesen que se interesan por la mente del asesino desde que era niño.
Ese individuo tan requerido hace pocos meses por el interés público, algún día será un viejo que avanzará pasito a paso por el paseo arbolado de una ciudad marítima, entre corredores quemando calorías con zapatillas Nike y madres paseando los hijos pequeños; disfrutando la brisa de libertad recuperada sin que nadie de los que cruza en su camino de anciano sospeche que es el brutal asesino de mi niña. Me es insoportable pensarlo en esa situación, llegando a viejo sin perder las facultades y que lo recojan en un asilo geriátrico por piedad, financiado por el ayuntamiento; que nadie sepa de su pasado criminal y el personal se encariñe con ese abuelo, ensimismado en sus recuerdos, cuidado por una enfermera que tenga la misma edad de mi niña cuando él la mató.
Como se nota desconozco por dónde comenzar a enhebrar los hechos, mis recuerdos se agolpan sin hallar un orden coherente y en eso debo ser fuerte. Puedo imaginar a mi yerno siendo anciano cuando nosotros estemos muertos, la recuerdo a mi única hija cuando cumplió su primer añito, trato de revisar cientos de veces los testimonios del noviazgo y la preparación para la boda. Con todo lo que hicimos para que la ceremonia fuera un momento inolvidable en su vida, fue como si nosotros la hubiéramos llevado al sacrificio hasta con alegría. Nadie nos envió un signo de advertencia o si hubo signo, en nuestra ignorancia y exceso de felicidad seguro que nada supimos interpretar.
Su padre fue quien la descubrió muerta en la cocina, lo contó decenas de veces a la policía y en el proceso. Fue él quien respondió a los alegatos de la defensa insinuando el merecimiento, revolviendo basura psicológica justificando un crimen pasional, intentando la cobardía de una irracionalidad espontánea. Quiera Dios que pudiera yo decirle el momento de ver por primera vez a nuestra niña muerta, pero fue mi marido que la descubrió. Nunca quiso abundar en detalles, lo que puede darle una idea del horror, se lo guarda para él y no puedo hacer nada. Dice que es por mi bien y le creo, demasiado peso de remordimiento para su sola conciencia, es un buen hombre y sé que morirá de pena dentro de poco sin poder evitarlo.
Lo que guardo de ella parece distanciarse, sólo nosotros podemos reconocerla y cuando faltemos de este mundo nadie recordará su manera de andar ni tendrá presente el martirio. Podría pasar horas mirando fotos de la infancia, seguro que puedo rearmar pormenores de cada emoción y circunstancia, si le enviara una fotografía junto con el manuscrito sería una imagen más de las niñas de cualquier pueblo. Contar lo bonita que era, el color del pelo largo y su sonrisa me agota, me destruye de solo pensarlo, la piedad de la escucha hará que la verdad se diluya en lástima que ni pido ni merezco. Cuando lo intento, queriendo ser precisa en singularizarla, definir lo que a mis ojos la hacía única termino por confundir las emociones. En el conjunto de las niñas suprimidas por sus enamorados y diabólicos asesinos es una más de la lista. Si alguien se llegara a nuestro barrio ni cuenta se daría del horror ocurrido con mi niña; vivimos en una ciudad del interior de las que hay que repetir el nombre para recordarla, dejó de ser la de mi propia infancia y nada hay aquí de terrible en apariencia.
Habría que inventar para esas tumbas femeninas del camposanto otra forma de cruz escandalosa y un ángel custodio desfigurado, que en su nombre renegara de Dios señalando los lugares donde están sepultadas las mujeres. Me pregunto qué les dirán quienes reciben sus almas confundidas en el cielo, si es que tienen algo para decirles además de pedirles perdón, prometerles venganza porque la justicia nunca alcanza; llorar sin agregar ni una sola palabra de consuelo que sería innecesaria y obscena. Hay gente buena que nos ayudó en los primeros meses a sobrellevar nuestra pena pero el tiempo avanza y pesa, una dice que está bien para quedar a solas, entonces esas almas benévolas se marchan de prisa a su hogar luego de despedirse y no pasa un santo día sin que ocurra otro crimen. ¿Qué les pasa a esos hombres? Es como si hubieran empeñado la humanidad, extrañaran la guerra, hubieran sido paridos por el cieno pútrido sin mujer; bestias descontroladas donde se incrustó una forma del mal que los lleva a destruir lo que una vez amaron. Como si olvidaran las palabras dichas cuando se enamoraron, perseverando hasta hundirse en lo injustificable, sin soportar la contemplación de aquellas que son espejo revelador de su fracaso. A veces ni yo misma lo entiendo, hay mañanas en que me despierto sin la memoria del crimen de mi niña, entonces pienso en llamarla por teléfono, por el gusto de conversar del clima benigno diez minutos y de una receta de cordero al horno escuchada en la tele. Pienso en manera obsesiva en recordar los aniversarios, en especial el de la boda; alguna vez me confesó que había sido el día más feliz de su vida hasta que quedaron a solas. Si se hubiera ahogado durante la luna de miel… si hubiera muerto en un accidente de la ruta la conciencia de esa injusticia hubiera sido consuelo para sobrellevar la muerte.
Acaso en una tarde como ésta, en lugar de estar escribiéndole sin conocerla –hasta su nombre verdadero ignoro- estaríamos de conversación familiar con mi niña, bebiendo chocolate caliente, con la muerta en la casa de visita y recibiendo las flores del mismo hombre que la asesinó. Nunca una carta, alguna explicación balbuceada ni el comienzo del arrepentimiento pidiendo perdón o el intento de un entendimiento. Lo que haya sucedido se lo guardó para él y debe de odiarnos mucho para negarnos el consuelo por la palabra. No debemos guardar esa sobriedad enfermiza en el interior de la familia, mi niña es una más de las víctimas de la locura de unos hombres señalados por el infierno, condenados por una pulsión asesina que comienza cuando las invitan a bailar en una fiesta, las cruzan en el colectivo, les piden el número de teléfono y son presentados en una agencia de reclutamiento laboral.
Esas imágenes que recupero me hacen daño sin poder evitarlo, significan la ausencia y nunca el tiempo que pasó, las fotografías de sus primeros años me dan la ilusión de vida en otra parte que resulta falsa negándome el conocer lo inconcebible. Tampoco consigo hacer el duelo absurdo ese que todos aconsejan, mirándolas una y otra vez las horas se evaporan en el aire y el mundo es un lugar con ardillas veloces donde el crimen nunca ocurrió. La apariencia me exonera de una cadencia que marque la usura del tiempo.
Resulta curioso, es sólo cuando leo su relato inconcluso, la historia inacabada, que oigo una música tierna de ausencia. En su escritura se condensa la voz suya que sigo escuchando dentro de mi cabeza, desde las deducciones de lo que supongo ella quiso decir. Imagino que accedo a la confesión de su vida auténtica, en la progresión de la trama ingenua y sugerente se advierte el horror del desenlace invisible en vida. La lectura de ese puñado de páginas susurra que mi niña está muerte, la situación es irreversible y el llanto preferible a las ilusiones de una reaparición en sueños. En la lenta lectura de ese final abrupto y su manera de callarlo mirando la frustración de redacción interrumpida, comprendo el sentido de su desaparición. Cierro las páginas, clausuro la carpeta de tela como si fuera un féretro de papel y arrojara un puñado de tierra con pétalos de flor roja en la tierra excavada de la tumba. Entonces me cubren dos sensaciones; la conciencia pútrida de la muerte y el saber que ella no es el último ritual de los avatares del recuerdo. Comienza ahí la sospecha, luego la esperanza en una resurrección por la lectura evocándola. No del cuerpo porque sería maléfico y tampoco del alma, pues después de su muerte perdí la fe en esas cosas; es otra luminosidad la que aparece, melodía inasible evocando un cuarteto de cuerdas, quiero decir de esa condición de la resurrección. Abro una vez más la carpeta y busco la primera frase escrita por mi niña asesinada, leo como si fuera por la primera vez, es ella escribiendo esa línea inicial, sé que está muerta y se instala en mi memoria de una manera dulce.
Quizá era eso, ella escribió a escondidas en los últimos meses de su vida sin pensar en una colección de cuentos infantiles. Lo hizo para decir la sospecha del miedo que ni ella misma llegaba a concebir, se servía de la caligrafía sin poder gritarla, aferrándose a la vida porque su hora se acercaba de manera violenta y sanguinaria. Dejando el recuerdo de su ternura amenazada, ella captó al vuelo los fantasmas criminales rondándola, los transformó queriendo que recordáramos de ella los febreros de su vida pasada, diciéndonos que así era ella. Su vida no puede resumirse a las circunstancias del asesinato, era mucha mujer para ser reducida a simple presa del psicópata tan citado en la prensa de entonces.
Se acerca la resolución y me sucede algo extraño como si la filiación continuara en la escritura, rezo para que algo de ella sobreviva al olvido y sólo puedo hacer pasar el dolor de la madre de una muchacha muerta. Que ahora irrumpa mi tristeza, como cada día de los que me quedan por vivir nada significa en relación a lo ocurrido. Hay que hacerlo así, la memoria de los seres queridos es una tarea con notas de relato perpetuo. Los que estamos todavía en vida somos los únicos que podemos ir al otro lado para hablar con los muertos. El dolor de mi niña nunca regresará de allá donde se halla, si ello sucediera estaríamos cercados de un coro de muchachas y su alarido sería un confutatis maledictis insoportable. Por eso se prefieren estadísticas y se olvidan los casos, por ello especulamos sobre cuál será la próxima mujer que se sumará a ese coro infinito destinado a alcanzar una cifra inconcebible.
Lo puedo aceptar con experiencia de los años pasados y los intentos de esperar algún signo angelical, nada escuché sino el silencio, para recuperar el recuerdo limpio hay que abandonar la vida, partir de viaje hacia una región desconocida. Se lo puede hacer sin temor, la justicia humana pasó y en el otro lado nadie aguarda ni siquiera las almas saturadas de reproches. Esas muchachas muertas y hablo por mi querida niña, no aspiran al infierno circular esperando al viajero para contar el momento del crimen. Ese gesto asesino les cegó la vida sin poder con la integridad de su existencia, lo que ellas cuentan a quien quiera escucharlas es interrupción, ilusiones secretas suspendidas ante la eternidad y felicidades simples que les fueron arrebatadas.
A esa conclusión llegué leyendo lo que ella dejó escrito. En cada lectura mi niña reaparece y es su manera de continuar viviendo, lo escrito es otra vida que una noche se interrumpió, la hora última cuando el universo se transfiguró en nube negra ensangrentada. Leerla es ir al otro lado y verla, escucharla, recordarla, mi niña es una voz que se niega a ser silenciada por el resto de la eternidad. Poco interesa si tenía talento para llevar a buen puerto el relato, esas pocas páginas resumen su historia preservada, la vida interior e inadecuada para lo que le tocó padecer. Con mi marido decidimos dispersar sus cenizas en un estanque con patos y cisnes, mi niña es puñado de polvo de reliquia y memoria infinita. Con mi marido cambiamos su cuarto de soltera hasta hacerlo irreconocible, ella nunca regresará a la casa y sabemos que la voz está en las páginas que le adjunto. Se trata de una experiencia sencilla y tiene el riesgo de cuando se cruza al otro lado de la vida, sabiendo que es improbable dialogar con los difuntos al menos que sean de la propia sangre.
La lectura inicia el milagro de escuchar sus voces como si estuvieran en la misma habitación, por momentos ello ocurre en una sola línea; es suficiente, y yo que comencé suplicando en lengua incomprensible quiero finalizar con la voz de mi hija adorada. En alguna tarde sin nubes ella paró de vivir porque no daba más del alma y decidió llevar una existencia al margen rodeando esa rutina amenazándola. Cuando quedó a solas anotó entonces en su cuaderno: “Las tres muchachas de quienes trata la historia que comienza, se conocían desde la infancia. Una de ellas, que respiraba con dificultad y manchaba los pañuelos de color escarlata, deseaba detener su crecimiento. Temía que algo maligno la estuviera aguardando, allá lejos en los meses venideros de incertidumbre poética, cuando comenzara la juventud precoz anunciando la estación florida del amor.”