Desde que tengo memoria de mis actos, jamás se me pasó por la cabeza iniciar una discusión crispada por asuntos familiares. Yo sabía por escuchas salteadas en el trajinar de la cocina, que desde hace años mamá ahorra para comprar una casa en algún balneario de la costa oriental de la isla. Mis padres cotejaron planos de terrenos delimitando perímetros inconcebibles, visitaron construcciones suntuosas fuera de su alcance económico, merodearon viviendas inacabadas de propietarios en apuros, avistaron ranchos precarios, siniestras taperas olvidadas entre la desembocadura del arroyo Carrasco en el delta mayor y el desvío sin asfaltar llevando hasta Piriápolis.
Me desagradan las playas interminables y a mi hermana también, somos hijos inesperados de la vejez de nuestros progenitores. Nuestros padres tendrán poco tiempo para disfrutar de la dichosa casa, si es que el proyecto se concreta algún día. La idea de una propiedad sobre la costa era el anhelo obsesivo que daba sentido al trabajo de mi padre, al ahorro de nuestra madre vintén a vintén contagiada por la sombra insensata del plan de compra. Ambas fuerzas reunidas y siendo de naturaleza diferente les consumían las tardes de los domingos cuando leían, con perseverancia de entomólogos, los miles de anuncios del diario El País. Ellos alimentaban listas de ofertas interesantes en cuadernos cuadriculados, minúsculas libretitas negras y fichas de cartulina; priorizaban números telefónicos según la cifra de terminación en una cábala incomprensible, calculaban por adelantado intereses trimestrales de la cuenta de ahorro del Banco Trasatlántico y comentaban el monto abusivo de algunas entregas fijadas por escribanos sabandijas.
La obsesión por la casa que espera debía justificarse; el creciente incentivo se explicaba por la tendencia que empujaba las ambiciones familiares hacia la costa, como si nuestra marea humana obedeciera al vaivén del mar regulado por los tamaños cambiantes de la luna. Lo que resultaba una marcada contradicción era alquilar un chalet e incluso en condiciones ventajosas ello suponía achicar los ahorros, pero «había» el mandato de perseverar en la costumbre de abrir casas ajenas con olor a humedad en los rincones y pilotes incrustados en la arena. Recuperar el hábito de calentar de apuro muros fríos de panteón, pasarse horas limpiando remedos de jardines invadidos por hierba mala, acomodando garajes sin furgoneta y atiborrados de herramientas antiguas, cambiando piezas defectuosas a la bomba de agua, vigilando los movimientos taimados del parrillero cuyos ladrillos tienen vocación por despegarse. Papá se responsabiliza de llevar adelante tareas de reacomodo circunstancial, sin reparar en la gravedad del abandono de lugares fijados con anticipación y en términos confusos en contratos manuscritos.
Apenas desplegado el maniático propósito de compra argumentado en razones confusas, mi padre inició una agenda minuciosa asentando los progresos del plan. Con repertorio alfabético de inmobiliarias, catálogo profuso de profesionales implicados en transacciones similares, nombres de simples particulares ofertando su residencia secundaria para ganarse unos pesos, listas de amigos que alquilaron o compraron y de amigos con parientes que alguna vez pensaron comprar o alquilar por siete días (para mi padre esa medida era suficiente) en un punto cualquiera de la franja marítima. Debido a la constancia y acumulación de datos él adquirió un saber relativo a metrajes, precios negociables, sendas vecinales, horarios de transportes, farmacias de turno y profundidades donde hallar agua fresca nada desdeñable.
Entre ese inmenso conocimiento acaso inoperante y la evolución de las cuatro estaciones se produjo una extraña empatía; venimos así alquilando casas distintas cada temporada, arbitrio que de interesante se volvió preocupante. De unirse los puntos agregados año tras año la línea resultante sería un zigzagueo insensato y el paralelo demencial de la orilla costera. Algunas veces –las menos- los esfuerzos de tradujeron en fortuitas transacciones y premio consuelo por otra seguidilla de temporadas desastrosas. La mayoría de las ocasiones los resultados fueron frustrantes, coincidiendo con el clima que acompañó nuestras excursiones fuera de temporada, promediando primaveras caprichosas o cuando se abaten sobre la isla esos otoños tristes, refutando sin piedad las tesis de papá empecinado en augurar falsos veranillos y donde hasta podemos zambullirnos en el mar. Según él son los mejores días para inspeccionar con mirada crítica de futuro inversos, advertir sin interferencias las trampas y virtudes de los alrededores, preciosa información que ingresa con método a la agenda. Quiero decir al implacable cotejo con paisajes de años anteriores, horizontes venideros que se proyectan sin obstáculo insalvable al proceso de su imaginación fecunda. «Ya que se invierte una sola vez en la vida hay que estar bien seguro» suele afirmar mi padre, justificando la búsqueda y postergación de la decisión que daría punto final a enredadas especulaciones.
No obstante las inclemencias repetidas que lo fastidiaban, poniendo a prueba su constancia, jamás lo escuché quejarse ni recurrir al argumento de la mala suerte. Mi padre se limitaba a sostener que ni loco invertiría en una playa como en la que veníamos de «veranear” y “donde las calles se inundan con cuatro gotas locas que caen… ni quiero saber lo que será esta baldío en invierno» decía, puede que sabiendo que estaba repitiéndose en su alegato como el año pasado; llegar a tamaña conclusión justificaba el tiempo invertido y el dinero malgastado. Al final de la aventura, sabiéndose a salvo de la especulación inmobiliaria complotando en su contra se lamentaba, sin ocultar la ironía del que escapó a la trampa de los cretinos que enterraron miles de pesos en esa porquería, embaucados impíamente por vendedores inescrupulosos.
Sobre el sentido del concepto «veranear» es intransigente, por más que la experiencia haya incluido semanas de temporal continuo la apelación vacacional del desplazamiento es respetada. Como si bastara pronunciar la palabra veranear para disipar desagradables momentos de pésimo humor, amaneceres decepcionantes calcando el cielo plomizo del crepúsculo anterior, sobremesas de gélido encierro jugando a las cartas para conjurar las fuerzas del mal tiempo. Mientras la costa, destinada para disfrutar del sol mirando el horizonte, era fatigada por furiosas ráfagas, trayendo hasta la orilla la marejada marrón y sucia.
La desgracia tampoco es una constante irreversible, algunas fallas estadísticas nos deparaban aciertos cada tanto de cielo despejado y que podían la dicha de aventar desagradables episodios pasados, enorgullecer a mi padre confirmándole su pronóstico favorito: los mejores días de verano se ocultan en la periferia otoñal. Más de una vez pensé que esa manía de alquilar casas en fechas extravagantes, dependía de razones ligadas a la salud precaria de la caja de ahorros familiar, luego deduje que la verdad respondía a un aspecto brumosos de su carácter, la convicción secreta de ir contra las costumbres englobando también las de la naturaleza. En la tarea de padre de familia, asumida de manera tardía y poco convencional logró inculcar en nosotros, sin violencia y diluyéndola como herencia irrenunciable hecha jarabe, una manera de anunciarnos cómo sería nuestro porvenir. Al menos fue lo que sucedió conmigo, que acepté sin buscar entender su estilo de interpretar el almanaque y la manía de recaer en ensayos otoñales, sabiendo que para mí no habría un verano que conciliara calor con calendario antes que la familia se hiciera de casa propia frente al mar, la que nos estaba destinada y se negaba a manifestarse poniendo a prueba nuestra perseverancia.
Aguardando el reconocimiento, las casas usurpadas por mi padre con mirada crítica tenían un aliento de amenidad y postergación decepcionante. Eran el fatigado espectro del plan alistado al porvenir, que al espíritu emprendedor de mi progenitor tenía la contundencia de un muro de piedra y su historia capitulada en depósitos en garantía, retiros e intereses del Banco Trasatlántico.
El proyecto familiar disipando ardores de la vida cotidiana y el olor pútrido del Estado descomponiéndose tenía en mi carácter secuelas fluidas, escoltando los manantiales subterráneos que papá detectaba sin error a siete metros de profundidad, en cualquier claro de un bosque de pinos o bajo la textura de un terraplén. Era así: él «sabía» que debajo había agua, la detectaba con la intuición entrenada de Orientalista que para tantas decisiones ordinarias suplantaba el razonamiento positivista. En sus salidas en trance, al momento de la iluminación, parado sobre el manantial invisible y oculto a vecinos desdeñosos de los indicios naturales, al alcanzar la máxima concentración, padre lograba que los incrédulos oyeran fluir el agua. Aceptaran sumisos la transparencia desde el primer chorro frío desconcertado al recibir la tibieza del verano agónico, una luz nunca vista, saturado de minerales beneficiosos para las funciones vitales del cuerpo. Cotejado a ejemplo paterno tan decisivo debí habituarme a intuir el agua primordial y aprendí a observar la sed allí donde mis ojos verían montículos de arena plagados de cascarudos. Vislumbrar una casa en las hojas de la libreta forrada de nylon, adivinar veranos venideros en nubes fugando por encima de porches de casas alquiladas por la tercera parte de los precios estivales. «Temporada que por otra parte fue un rotundo fracaso. Así matan a la gallina de los huevos de oro» decía él y mi pobre madre lo miraba intrigada, pensando que nosotros pudiéramos ser un leve plumón del buche de la inquietante gallina de los huevos de oro.
Todas las horas de convivencia cerca del mar no eran salpicadas por el delirio de mi padre, Orientalista aficionado de fines de semana. Me reservaba otras horas para caminar en solitario habituando la imaginación, organizando un bastión cuya construcción será defendida a cualquier precio hasta la última gota de sangre, un mecanismo interno a utilizar sólo en caso de peligro extremo. Nada extraordinario por otra parte, sencillas persecuciones mentales, mutaciones del paisaje, un amigo inventado para conversar andando por senderos de balasto, fantasías integrando a mi hermana. Desde que yo era adoptado y ella lo sabía, hasta las ganas de espiarla cuando ella me echaba sin mucha convicción, antes de bajarse la bombacha hasta los tobillos, agacharse sobre la pinocha, hacer pichí y luego vichar el charquito filtrarse entre hojas secas intoxicando insectos desprevenidos.
Los años de esos descubrimientos acompasaron mi formación de solitario desconfiado, templando el espíritu hasta dejarlo en estado de alerta permanente y prometí que ello me ubicaría en la vida en situación ventajosa. Cuando entraba en crisis de seguridades, el afán de padre incambiado tras la casa fantasiada, sus divagaciones sobre desaparecidas culturas orientales por causas de pecados humanos, castigos divinos y el don para encontrar agua a tientas, tuvieron sobre mi carácter efectos positivos que fueron de gran ayuda. Buscaba agua en las personas que encontraba considerándolo el mejor criterio para conocerlas de verdad; el cuerpo y la voz de los otros tenían consistencia arenosa, descubrí que salvo rarísimas excepciones y en quienes era intensa la humedad emanada, los demás eran seres desecados desde la infancia, cuerpos porosos indiferentes a la muerte. La capacidad de percepción heredada, sostenida con modestia por el esoterismo paternal y aledaños de locura mansa hicieron de mí un niño diferente. La negación de un niño, un mutante con cuerpo infantil y capacidad analógica inesperada dadas las condiciones intelectuales del entorno; salvo la indicada falla de padre abarrotada de tratados interestelares, cosmovisión de secta y testimonios contando el otro lado del mundo, la primera hora después de la muerte corporal, los secretos perdidos de antiguas civilizaciones sumergidas. La mujer mayor que lo acompaña e inquieta ante la mención de la gallina ponedora de hueso áuricos, sin saberlo supongo, era madre de alguien diferente.
La primera manifestación práctica de mi anormalidad fue el silencio, la negativa a toda confesión de la excepcionalidad en la acepción menos frecuente. Con el silencio inflexible la puse a especial recaudo de sospechas familiares; cuando me atreví a insinuar algunas pistas tibias, recibí respuestas alternando entre papanatas y mentiroso. Juicios que me alertaron y evité así ser abanderado en las fiestas patrias escolares, recibir educación personalizada de docentes creídos que mis logros escolares eran resultado de sus capacidades pedagógicas, contribuir al desarrollo coercitivo de la diferencia en el dudoso beneficio de las ciencias pragmáticas.
Destinado a una vida distinta procuro obtener el mejor beneficio del desajuste, mi diversión favorita consiste en experiencias vinculadas a las visiones. En ciertos instantes que prolongo hasta el agotamiento, puedo transgredir el mecano temporal y mantenerme en contacto con anomalías simuladas en la naturaleza, condensadas en objetos de apariencia trivial. Llego hasta ahí en mis incursiones; con las personas tengo dificultades, como si esa hora superior estuviera todavía por llegar. Mi estado es definido de distintas maneras, existen cuadernillos con figuras para medir coeficientes mentales, conocidos por escolares de vocación indecisa y maniáticos de toda especie. Donde los médicos incitan a buscar, en manchones simétricos de tintas, combinaciones neurológicas apartando del atolladero de la mediocridad, pruebas humillantes que rechazaré en su debido momento; desprecio su objetivo mezquino de asociación obligatoria cuadriculando lo inmedible por estrellitas, ladrillos multicolores y redondelitos.
La falta de una vida normal durante las vacaciones escolares adiestraba el autodominio, cuando adquirí esa brumosa conciencia de mi circunstancia la enmascaré con esmero. La evolución de mis visiones avanzó a buen ritmo sin alterar la vida familiar y sus ritos, algunas miradas de mi hermana sugerían que ella, además de intuir con gusto mis fantasías fraternales advertía lo callado. El control excesivo conduce pronto a la exageración y más de un pariente anda murmurando si no me estaré volviendo tarado, hijo tardío de la chifladura de mi padre por comprar una casa en la playa, confinado a herencia genética; la esquizofrenia mentada de mi abuelo paterno, sobre la que planea la plancha de silencio y versiones disonantes que afectan su final sanguinolento.
Es complicado al hablar dominar la represión y desviar la conversación. La dicción para quien sabe escuchar es lo que delata el desarreglo de mi cabeza, a veces pienso que el ejercicio represivo de la palabra se amontona en un arrabal miserable del cerebro y allí permanece al acecho, aguardando el momento de abordar el costado feliz, siguiendo su avance entre anagramas del mundo y símbolos inmutables del caos en movimiento perpetuo. En el círculo próximo mi cerebro y yo nos comportamos con relativa educación, involucrados como estamos en una familia consumida por un plan coagulando la ambición oriental e insensatez del hombre que cumple apático su jornada laboral; alguien que malviviendo extravió en ruta la sandalia fracaso y emprende absurdas expediciones a un levante cercano, desprovisto de asombro, creído que un día mágico nos conducirá al esplendor de la fortuna.
Esta digresión mía se justifica, además de haber perdido el sentido de la extensión mientras pienso, en esta falsificación de verano sucedió un incidente perturbador y durante una de mis caminatas habituales di con una construcción particular. Estamos a finales de abril, pasó la vuelta ciclista, semana santa, la criolla del Prado y el fastidioso ceremonial de la resurrección. Hasta los últimos días de marzo él mantuvo el suspenso de saber si alquilábamos algo y en la eventualidad de decidirnos, implicarnos en la tarea azarosa de adivinar el lugar consagrado esta vez. Las mujeres y yo confrontados a cabriolas geográficas del padre de familia, salteamos entre curiosidad, resignación, indignación y desinterés. Lo sabía: se repetiría el atropellamiento de salir para allá de un día para otro… luego de la llamada providencial cerca de medianoche, consecuencia fulminante de una turbia entrevista en un boliche mugriento cerca de la Caja de Jubilaciones. Para subsanar las secuelas de nuestra accidentada escolaridad él se las ingenia, consigue certificados falsificados de médicos falsos y del resto me ocupo yo a la vuelta, recuperando las clases perdidas, ayudando a equilibrar el retraso escolar de mi hermana.
El nombre clave y contraseña fue esta vez Los Titanes, al menos es apelativo original. La elección paterna condicionada por semanas en fuga hacia el invierno y ahorros mermados, si excluyo la simpatía por el nombre resultaba indiferente. Yo estaba de antemano convencido sobre lo que encontraría en Los Titanes; las mujeres crédulas escucharon el relato fundador de padre desplegando las maravillas potenciales del lugar. Exponía el catálogo de virtudes con pasmosa persuasión y conocimiento de causa digno del vecino que, luego de treinta años de fidelidad al balneario, mantuviera entero el entusiasmo de pionero. Las calidades supuestas de Los Titanes eran engarzadas con tanta convicción que alguna vez creí las anécdotas, posponiendo juzgar el pleito entre su delirio bordado contra la realidad evocada. Con el paso del tiempo y las estaciones me incliné por la conjetura del desarreglo irreparable en su cabeza, una autosugestión potente y forma de locura chistosa. Lo veía sufrir cuando mi reacción a sus patrañas era distante, contraria a la hipnosis de mamá y mi hermana, dispuestas a creer, temerosas por la posibilidad de concebir una objeción. Le dolía que yo cayera en pozos de desinterés, era inevitable; a decir verdad nunca quise ofenderlo, si algo podía reprocharme era que callara episodios que le comunicaba recién de regreso al hogar, lejos del teatro de operaciones como él dice. Detalles sugestivos para retrotraerlo a la inestable realidad, allí donde nos arrastra algunos días del año y haciéndole saber que sus esfuerzos tampoco me eran indiferentes.
El entusiasmo por Los Titanes se concentró en la abundancia de corvinas, la quimera de impresionantes ejemplares de corvinas negras y la certeza del oleaje descontaminado pues en Los Titanes –afirmó- no hay fábrica procesadora de pescado en actividad. Cerca de la parada de autobuses había un mercadito siempre abierto, la farmacia y una pizzería con horno de leña, cuya fainá era famoso hasta las playas de San Francisco y Punta Colorada. A pesar de razones tan inconsistentes para reivindicar el balneario de la tristeza de sus partes, la manera particular de presentarlas movilizaba el entusiasmo familiar, contagiándonos la proximidad del aroma de viaje, haciéndonos dudar sobre si el verdadero verano recién estaba por llegar. La vida familiar igual que los salmones avanzaba a contracorriente del almanaque, contradecía el decurso natural del deambular planetario. Tiempo atrás descubrí su sistema argumental bien complejo bajo apariencia sencilla, él repetía las figuras tradicionales modificando el orden y contenido de los anunciados. Dos o tres eran exageradas para crear la ilusión del viaje y otro par permanecía en discreto segundo plano agrisado; estas últimas eran destinadas a explicar el probable fracaso, las razones fatídicas por las que el verano zafó de lo previsto, hados intercambiables destinados de antemano al sacrificio.
Cuando comenzaban los preparativos de una excursión mis ilusiones eran tibias, los conocía hasta en los pequeños gestos y podía pronosticar las reacciones de mis padres mirando el curso de las nubes. Era distinto con mi hermana a quien me unían corredores ajenos a la inteligencia, túneles placenteros aunque me hicieran sentir sucio, vigilado, pendiente de lo temido por ininteligible. En aquello que me era dado conocer mi espíritu parecía malgastado, si yo guardaba la esperanza de ser sorprendido –contingencia que descreía a diario- dependía del azar y caprichos exigentes de mi hermana. Cualquier conjunto de información bastaba, aquello que tuviera la apariencia de inexplicable a la primera mirada me interesaba volviéndose indagación disfrazada de desafío. Sabía que mi horizonte de conocimiento era limitado, que para llegar lejos debía proyectarme fuera de mi alcance ganando espacios intimidatorios, de esa conciencia difusa a suponer que la clave huidiza estaba en Los Titanes había un paso enorme. Puedo ahora confesar que mis prejuicios iniciales con respecto al balneario, fueron desestabilizados cuando ocurrió lo imprevisto confundido en la apariencia de un suceso trivial.
Al otro día de instalados seguí rastreando la soledad, aguardando variantes del cariño fraterno y paseando a horas arbitrarias sin método, divagando por senderos estrechos, calculando la distancia entre intenciones y realidad, placer y culpa, sueños faraónicos que intuía al origen de magros resultados en chalets a medio terminar. La costa abandonada es la pesadilla penumbrosa de Montevideo y su revancha, los terrenos desafían la imaginación constructora contenida de individuos raros y perturbados. La ruta que une los balnearios orientales es el desfiladero por donde escapan utopías postergadas de grandeza, ambiciones desmedidas incapaces de vivir fuera del verano. Ello explica la anarquía del trazado de caminos y extravíos en las construcciones visibles, como si ventanas, inclinación de techos y distribución de cimientos fuera concreción de sueños de la infancia, compañeros de avatares frustrantes, orígenes de conflictos familiares, disputas con albañiles hoscos y ofendidos. Como si esa forma precisa de vivienda, tan distinta de todas las anteriores desde las cuevas de la prehistoria, tuviera el poder de compendiar una ambición precisa, justificara los trabajos de una vida y bastara para olvidar la existencia otra dejada de lado. Así concebida y según mi visión desoladora hasta la repugnancia, la franja de construcciones aisladas era insoportable.
Una vez cerradas las casas al comienzo del otoño, desalojada la incomodidad de cuñados haciendo asaditos, amigos de los nenes, parentela rumbo a Florianópolis, cuando quedan abandonadas en la impotencia de remontar las huellas hasta las dunas, adquieren aspecto de animales, curiosas alimañas de cemento atacadas por cazadores armados con ballestas de tiempo y retraídas en permanente defensa. Algunas veces un carnicero hablador o mamá en tardes lluviosas –ella mientras fríe pasteles de dulce de membrillo- cuentan historias de robos en casas de veraneo. Los pormenores evocan enormes candados saltados con tenazas industriales, rejas levantadas con gatos hidráulicos de semirremolque, cristales astillados con martillos de zapatero y banderolas abiertas en azoteas que permitían apenas el paso de un ladrón de siete años. Nunca falla el descubrimiento desagradable de los propietarios, que en noviembre de regreso a la casa costera al abrir la puerta de entrada encontraron, en medio del living lo que quedaba del cuerpo de supuestos rateros, fulminados como si hubieran caído en una trampa para comadrejas, muertos de repente, junto al sillón de tres cuerpos cerca de la ventana forzada, rodeados de cafeteras viejas, vajilla rota, ropa arrugada para usar en enero, hormigas insaciables que siguen la procesión en orden romana por las dudas.
Con cuentos así se completaban las veladas familiares mientras duraba el exilio invernal, jamás menos de siete días y nunca más de catorce; para mi padre esa duración es aleatoria e indiferente, lo medular es ir siempre a un lugar distinto. Otros años, en amaneceres ventosos encontré mujeres sentadas en la orilla inhóspita contemplando el mar olvidadas de la creciente y el viento, parecían cómodas en su inmovilidad contemplativa, aguardando que finalizara la eternidad y sin embargo, en el instante que empleaban en hurtarle la cara a la arena volando, mirando el rencor de gaviotas lanzadas en picada depredadora, ellas desaparecían del paisaje hasta ser sombra de la nada, ni tan siquiera una mancha deslizándose entre la arena arrebatada. A veces avistaba hombres mayores con pijama a rayas verticales, robe de chambre estampadas con motivos chinescos y calzados de pantuflas sin talón caminando solemnes por la arena dura. Dejando una huella levísima, marchando del dormitorio perfumado de sándalo hacia el salón de música hindú a tomar una taza de té de los jesuitas, con una gota de leche y pellizcar galletitas inglesas con jalea de frambuesas; como si vinieran de recibir The Times dominical en el portón del jardincito de una dimensión equivocada, fuera tarde para retroceder al caminero correcto y no les importara el error.
Vi zozobrar un jueves a la tarde una barca de pesca a no más de un tiro de piedra de la costa. Los dos hombres embarcados remaban con fuerza sobrehumana para ganar la orilla, el mar jugaba con su desesperación silenciosa y tensa, dándole cada tanto la ilusión de la inminente arena recobrada para devolverles un segundo después a la conciencia creciente del naufragio. Así por largo tiempo, hasta que la noche se extendió por completo, el viejo océano se aburrió de mi espera neutra contemplativa y decidió con un golpe de agua devorarlos sin más, sin que mientras duró la escena ellos increparan mi falta de ayuda. Nunca supe si encontraron los cuerpos ahogados, el silencio de comentarios al respecto entre el vecindario dio a pensar que los desaparecidos eran pescadores venidos de un caserío lejano, levantado en islas inexistentes. A los tres días y cerca de donde naufragó la chalana, encontré restos de madera petrificada desgarrados por corales acerados y enormes piedras afiladas. Tropezar con esos despojos me sobresaltó, los adopté recogiéndolos de la marea y tuve los pedazos maleables como signo. Vi en ellos el presagio inaugural de la muerte que llegaba a mis manos, vaticinio inconfundible, reliquia que podía ser de alguna de las naves Argos, otro arpón infructuoso clavado en la aleta dorsal del cachalote albino. De algo terrible sucedido anteayer y que llegaba a mis pies buscándome, traído por las olas como un virtual caracol de bosque, que una vez acercado al oído, en lugar del consabido mar atormentado, arreciara con voces disonantes contando historias fabulosas y gratas a mi alma harta de datos carentes de sentido.
Tales encuentros son ingobernables, obedecen a ciclos caprichosos, habitan en mí confundidos entre búsqueda y provocación. Concibo lugares extraños e irreales cuando trepo las dunas altas ignorando lo que hallaré en la ladera opuesta, las supongo colinas del desierto soñado después del último desierto conocido, cayendo en pendiente hasta valles relucientes de una muerte violenta. Cuando escuché este año por primera vez el nombre de nuestro destino, el balneario otoñal que un orden secreto había decretado, me agradó la idea de alcanzar la sombra singular de una luna de Saturno. Los consabidos preparativos otra vez más teñidos del aura de distancia inalcanzable tuvieron, sin embargo, un perfume de olvido premeditado de retorno, de nunca más volver al hogar como si esta vez lo abandonáramos para siempre.
El día señalado de la partida se presentó desconcertante. Recuerdo que estábamos vestidos con ropas de verano pasadas de moda y marchábamos a Los Titanes en un ómnibus vacío por la ruta, formábamos una comparsa carnavalesca indiferentes al estío dejado atrás, desentendidos del cielo amenazante. Ese abril que evoco algo marchó mal, en años anteriores la instalación estrafalaria me tenía sin cuidado, ayudaba en las tareas sin hacer ver mi falta de entusiasmo por el trabajo ni agregar un mínimo esfuerzo suplementario. Mi cabeza se mantenía alejada guiada por el deseo de secundar la previsible fatiga de mamá, teniendo así un orden exterior que me mantuviera distraído y ocupado.
Cuando dejamos atrás la ruta interbalnearia doblando el transporte a la derecha, mi padre comenzó a manipular con aire de entendido un papel sucio con pretensiones de mapa, saturado de flechas orientadoras, alertas y señales decisivas, indicaciones de estaciones de servicio Texaco y fachadas inconfundibles de casas y negocios. Al verlo concentrado en ese desplegable manuscrito me asaltó una irritación superando mi capacidad de autodominio. Parecía que una fuerza externa hubiera captado mis facultades en su totalidad, dispuesta a fastidiarme; planteaba desafío sin permitirme perseverar en mi inercia voluntaria y la intrusa cuestionara el derecho al silencio, obligándome a intervenir en la locura paterna, tomando partido con lo acaecido en el mundo. Su distancia me puso en estado de alerta sin predisponerme contra la familia y si mi hermana ejercía sobre mí una inquietud sensorial, algo rondando situaciones más complejas que los juegos convenidos hasta el presente, tampoco era en ella que se originaba la agresión. Lo repito: era una fuerza circulando en la zona, el secreto oculto en los límites de Los Titanes incitándome a actuar, algo difuso ilusorio de identificar.
La novedad de eso intangible alteró desde la llegada mi vínculo con el paisaje del balneario. Dejé de pasearme sin rumbo perdiendo el tiempo y lo hice buscando, poniendo la mente en disposición de tender un puente sobre la falla que se extendía, hasta ahora inadvertida y se abrió entre el mundo y mi conciencia; desde entonces me esforcé por detectar indicios de un llamado que presumía distante. La soledad, que fuera incentivo para mis reflexiones devino conciencia de cacería, presa o cazador y si andaba en bicicleta, pedaleaba con fuerza temiendo protagonizar un encuentro desagradable. Así se sucedieron los primeros días en Los Titanes cargados de incertidumbre y me aclimaté en la cercanía a la rutina familiar, esas tonteras para matar las horas, timos pausados de mis padres dando cuenta del desayuno, la pantomima preparando los almuerzos, aburridos juegos de salón de reglas anticuadas. Cada gesto lo necesité con hambre de saberme allí y ellos también (me refiero a mis padres) estaban sorprendidos por el regreso al primer círculo del hijo especial. Fue así que descubrí en mi hermana miradas de celo, supongo que mi vuelta a la rutina ella la vivió como claudicación al poder de ciertas normas morales, la condena indirecta a placeres culposos. Sin nada mediando en mis intenciones ella exploró otra zona exagerando demostraciones, descartando los juegos infantiles, acelerando fugas abisales a caricias irreversibles. Tenía ante mi dos incertidumbres de diferente naturaleza y tan grave una como otra; ahora admito que ambas resoluciones posteriores ocurrieron de forma simultánea, el miedo y la falta de escrúpulos cotejado al deseo omnipresente de tocarla me dejaban temblando.
En preludio de expulsión de sensaciones y el atardecer aquel cuando salí de casa sabía hacia dónde dirigirme. No dudé ni un instante del camino a seguir reconociendo el derrotero evitado en paseos anteriores, orientándome convencido a una zona alejada del balneario y luego a un rincón determinado; sin conocer de antemano mi objetivo concreto, lugar, objeto o ser que conseguía influirme a la distancia con tamaña potencia. Al final del trayecto hubo sorpresa y decepción, el contacto resultó de una simplicidad mediocre, era una casa sin apariencia de estar abandonada, como si hubiera gente habitándola a medias y estuviera poblada por seres incompletos. Al menos podía suponerse una pareja de cuidadores viejos que la mantenían siempre pronta, previendo la llegada inopinada del propietario ausente por viaje de negocios.
Tenía el jardín bien cuidado y la casa es un chalet de dos plantas, chimenea rectangular de piedra, techo a dos aguas de tejas coloradas. Al contrario de otras obras modestas del balneario, saturadas de rejas de barrotes con soldaduras ásperas, el chalet predisponía a creer la indiferencia a ser desvalijado. Las ventanas eran inmensas, los vidrios lavados provocaban tentación de pedrada, tanta libertad incitando al asalto hacía sospechar acechanzas intimidantes, sofisticados sistemas de alarmas eléctricas doblegando la audacia de los ladrones, de eso se trataba pues… la casa con un secreto prisionero en su interior. Al comprenderlo pude dominarme hasta estar calmado y renuncié a pisar la gramilla de la propiedad de verde intenso inadecuado al mes que vivíamos, optando por inspeccionar sin prisa los alrededores de la casa; viniendo descuidé que el camino que muere en la casa daba varias vueltas en todas direcciones y era inclinado. La casa fue construida en la cima de una colina y esa era una primera información desconcertante. En la costa oriental no hay hasta donde me consta una colina parecida, las casas construidas sobre elevaciones arenosas tarde o temprano se derrumban, fagocitadas por un terreno inestable en ensimismamiento de las napas profundas. Si lo que me atraía era un vértigo de altura ¿cómo es que nunca la identifiqué antes? Caminé alrededor y observé con atención, desde cierta perspectiva distinguía lejos hacia abajo buena parte del balneario, en un ángulo particular me pareció ver otra casa que bien podría ser la nuestra. ¿Por qué escapó a mis cálculos la colina en Los Titanes? Mi hermana me perturba demasiado, pensé. Recién estábamos en los primeros días de vacaciones, si la casa pudo interpelarme persistía la cuestión del montículo improvisado. Sopesando pensamiento descendí el camino de hormigón quebrado, balasto, tierra floja y arena sucia dejando correr la bicicleta, despreocupado por retener en la memoria los recodos, sin marcar puntos de referencia útiles para el regreso. Cuando volví a casa había oscurecido, la noche se vino encima en apenas media hora y a lo lejos se distinguían luces débiles. Mi hermana esperaba impaciente. «¿Dónde mierda te metiste?» preguntó cuando me tuvo cerca. «Por ahí» contesté.
Esa noche tuve la pesadilla, hasta donde recuerdo soñé que con una hojita de afeitar herrumbrosa partida a la mitad yo abría el cuerpo tibio de un pájaro pequeño, sacaba con cuidado las vísceras diminutas y las esparcía sobre un espejo horizontal hasta la disposición final para leer controvertidas noticias del futuro. Al acercarme queriendo interpretar sin error, debajo de las vísceras, donde se suponía estaba mi imagen duplicada, me vi a mí mismo soñando y en el sueño, que veía incluido como otra transparencia de imágenes superpuestas, yo estaba adentro de la casa en la colina durmiendo. Así comenzaba el sueño; bien adentro, en lo más hondo de las visiones sentí una lengua húmeda de vertebrado hurgando en mi oreja derecha, con cadencia tal que terminó despertándome. La sensación de ser despertado a lambetazos y el saber de quién era la lengua fue lo mismo; permanecí con los ojos cerrados, suplicando desde mi pasividad complaciente que la lengua mojada bajara por el costado del cuello y desde allí -como el trazo de grafo quirúrgico anunciando una traqueotomía y el sacrificio ritual para que un otro leyera su destino en mis entrañas- siguiera vientre abajo. Hubo un instante en el que fui insensible, lo suficiente para aflojar algunos músculos contraídos y desperté del primero, del segundo y del tercero de los sueños a la vez. Del primero, que en sentido inverso era el último, escapé gritando que aquello era una locura pero estaba sin nadie en la cama. Los muslos estaban pegajosos y en los dedos sentí el olor habitual distinto al de un pájaro vaciado. Amanecía, tenía otros datos que verificar más reales que lo visto en el sueño. Con el agua de una botella de Matutina que tenía en la mesa de luz me enjuagué los pegotes.
Cuando entré al cuarto de baño encontré a mi hermana desnuda secándose el pelo. «Se golpea antes de entrar» me dijo. «Ya termino» agregó, haciéndome un lugar en el borde de la pileta, para que yo pudiera lavarme los dientes y mirarla por el espejo. Al salir ella me sonrió, parecía saber lo que había soñado por haber estado en el cuarto mirándome dormir. Igual que otras mañanas dejó abierta la canasta de la ropa sucia, estoy seguro que ensucia las bombachas a propósito para molestarme.
Lo primero que hice fue mirar por la ventana, nada había de especial en el paisaje salvo el cielo amenazante confirmado. Salí de la casa, caminé por el terreno, miré en todas direcciones sin hallar señales de la otra casa. Algo estaba mal, al menos debería distinguir la elevación, la colina debía estar en las cercanías pero nada se le asemejaba. En el horizonte circular la mirada pasaba sin interferencias del final definido del bosque a los grises del cielo, era evidente: la colina del día anterior subida por mí unas horas antes de activar los sueños entrelazados, antes de ver en el espejo del baño las tetas de mi hermana que maniobraba un Moulinex destartalado no existía, pura ilusión, espejismo del desierto del alma. Ese desajuste estaba al origen de la excitación padecida los últimos días, descarté toda relación con el episodio del sueño inmiscuido y de los sueños me acuerdo como si los hubiera vivido. La tentación de la locura rondaba, la esperaba como a la primera novia bajo apariencias más deslumbrantes que la casona de familia acomodada. El destino resultó pobre y decepcionante, necesité calma anotando la cuestión a otras preocupaciones en términos reales con organización, conjeturas y sistema. Si la colina realmente era inexistente el fallo menos podía atribuirse a la memoria más que a la visión. La vi con mis propios ojos y tampoco surgió de la nada, sería insoportable admitir en consecuencia la existencia de los dioses. De haber estado allí desde antes mi padre, afecto a resaltar las particularidades de cada balneario, lo hubiera dicho al llegar: «¿Vieron? con colina y todo.” Era otra visión cambiante inventando paisajes sin estar en el mundo o algo parecido. Nunca había sucedido en ese tamaño, se trataba de una anormalidad, tara evolutiva hacia otro estado de la conciencia por el atajo de amplificar mis facultades, como si mis engranajes racionales hartos de gastarse en menudas tonterías sin riesgo, se hubieran lanzado al testimonio libre de sus posibilidades. Comenzando a manera de advertencia por los límites del juego, paso previo a empresas desconocidas que ignoraba cómo poner en movimiento, controlar y asediaba el temor. Si la primera prueba hostil de esa nueva etapa fue grosera las siguientes eran imprevisibles, los próximos días podría intentar tareas sensatas y tal vez descifrar el enigma sin caer en la trampa recelada.
Esa tarde monté a la bicicleta y marché al rumbo incierto pedaleando con fuerza adecuada a la ansiedad. Pasados los primeros minutos el ritmo aflojó y el avance dejó de ser guiado por la conciencia, di muchas vueltas extraviándome hasta que un tirón muscular en la pierna derecha me hizo ver que subía una pendiente conocida. Al rato estaba frente al muro de piedra y transparentes tupidos que delimita el jardín de la casa. Parado y de piernas abiertas dejé caer al suelo la bicicleta, la rueda delantera falta de apoyo en el aire siguió girando en plano inclinado; era un torpe prototipo de ruleta al que un pedalista inmaterial imprimiera la fuerza exigida para los metros finales del embalaje fantasmal. Lo que observé era igual a lo visto el día anterior, se copiaban detalles anodinos en mi cabeza, entendí que la información complementaria debía buscarla en otro lado, si es que alguien en Los Titanes sabía de una construcción que parecía elevarse nada más que en el solar baldío de mi espíritu.
Siendo la nuestra una familia lo que se dice simpática y que mi padre práctica la política de buena vecindad, ante la eventualidad de invertir en la zona, al otro día de llegar teníamos un conocimiento correcto de los proveedores. Ellos estaban al tanto de nuestra llegada a destiempo, se insinuaban fiados semanales; para los pequeños comercios (el supermercado más próximo estaba sobre la ruta a varios kilómetros de distancia) éramos una novedad imprevista, inesperados clientes tardíos, la oportunidad de alargar por unos días conversaciones insustanciales antes que ganara la costa el silencio invernal. Estaba preocupado por conseguir noticias de la casa en la colina sin avanzar mi dilema de percepción; providencial, llegó en mi ayuda la audacia parlanchina de un almacenero comedido. La táctica de mi padre se puso otra vez en funcionamiento, él insinuaba una marcada preferencia por el lugar entre cierta y falsa, estratégica y exagerada. Solía confesar el tardío conocimiento de la zona –Los titanes pongamos por caso- lamentándolo con palabras convincentes y deslizaba el cobro inminente de una herencia respetable, destinada, desde que tuvo conocimiento del testamento, una vez superadas las instancias en que intervienen notarios, expertos contables y el pronunciamiento inapelable de la justicia civil a los bienes raíces que, como es de sobra conocido constituye la modalidad estable de capitalización. Según él, de acuerdo a la eficacia demostrada en oportunidades anteriores la estratagema despertaría en el interlocutor de turno una recepción más que favorable, teñida de chovinismo local como prólogo a la apología orgullosa este año de Los Titanes. Estando con papá aguardé la respuesta del almacenero. «Como quiera, pero enterrar aquí tanta plata… en Los Titanes hace añares pasan cosas raras. Se lo digo con propiedad.» Ahí dejó la cosa.
La imprevista salida por desalentadora logró sorprendernos a mi padre y a mí. Me agradó la reacción sin complacencia estando a punto casi de pedir certificar ahí mismo sus afirmaciones reticentes. Preferí callar dejando al almacenero armar la intriga a su gusto, mi padre tampoco insistió, le descubrí la mirada de cuando desconfía, él ya estaba pensando que la evasiva del almacenero era una astucia para cobrarle más cara la yerba, los fiambres y marearlo con deudas amañadas con deshonestidad; en sus maneras de tire y afloje tampoco pidió aclaraciones, temiendo el efecto demoledor de respuestas pensadas de antemano. Salí del almacén satisfecho y curioso, antes de nuestra llegada ocurrieron episodios extraños en Los Titanes y si no podía esperarse de ellos la complejidad del mío, era sedante saber dubitativos a los habitantes permanentes del lugar.
Al final de la entrevista recuerdo que hice un comentario: «Algo nos dijeron y le restamos importancia.» Fue cuando mi padre me fulminó con la mirada y recibí el mensaje secreto, «calláte belinún que le hacés el campo orégano al atorrante», seguido de «quien te dio vela en este entierro.» El almacenero pareció reparar en mi presencia, le gustó que yo abriera la boca. «Despierto el pibe» le comentó a mi padre, luego me miró interesado en el precoz recién llegado, que exageró sobre lo no dicho y que él insinuó apenas con malicia. Habrá pensado, «así que sos el vivillo de turno, ya te voy a esperar con el pingo cansado para contarte historias que te harán cagarte hasta los pelos.» Estaba hecho, el tipo era el banco de datos, tenía la lengua floja, faltaba provocar el encuentro para que se sacara las ganas y largara los hechos faltantes a mi intuición. La primera entrevista terminó sin grandeza, lo que comenzó con fanfarrias de misterio se consumió en chismes de comadre sobre el tiempo inestable y el precio del vino en damajuana. De los enigmas orbitando Los Titanes me estaba reservado el supuesto en la casa de la colina que debería dilucidarlo a mi manera.
Fue así que frecuenté la única fuente de información a tiro y cambié las costumbres ofreciéndome varias veces al día para hacer los mandados. «¿Eh?» comentó mi sorprendida madre al verme ingresar sin protestar al tiempo de las responsabilidades, la pobre se conforma con poco. La primera vez que fui solo al almacén, una tosca construcción de bloques grises agregada a la parte lateral de una casa venida a menos, hecha con chapas desiguales de distinto grado de herrumbre, rejas caseras y tablas sin cepillar, con los precios escritos en tiza blanca el dueño sonrió disfrutando por adelantado. Comenzó a interrogarme sin preámbulo, confiado, utilizando un tuteo empalagoso falsamente cómplice, satisfechas las primeras curiosidades el almacenero me regaló dos chocolatines de esos que le dicen Colibrí. Sin pensar que abría juego a fantasías escabrosas, demostré interés en entablar charla intercambiando confidencias, falto de experiencia sobre ciertas variantes de la condición humana, hice evidente un interés que podía ser administrada con maldad por el tipo e insistí sobre la forma bizarra de ciertas construcciones. «Hace años hubo una casa donde ocurrió un drama que es preferible olvidar» dijo y vanidoso del preámbulo misterioso, se inclinó acercándose a mi cara para hablar como si fuéramos antiguos compañeros de correrías. «Contigo habrá otros secretos botija” susurró y al incorporarse agregó «una luz el pibe.» La información recogida era poca y carente de interés, así de la entrevista con barrunto caótico debía negociar tomando precauciones.
La segunda vez que lo visité se fastidió por la presencia en el almacén de una matrona que examinaba latas de pulpa de tomate con lentitud exasperante, sin decidirse entre dos marcas. El hombre hizo una seña de complicidad, «pasá más tarde, es más tranquilo» dijo mientras me cobraba unos caldos Knorr de gallina, el bollón de mayonesa con limón, media docena de huevos caseros, una Pepsi grande, dos kilos de papas coloradas y un preparado para flan. Con el vuelto vino entre las monedas otro Colibrí, la invitación tenía reminiscencias de orden y súplica, el hombre estaba ansioso por hablar y debía aprovechar esa vena de locuacidad.
De tarde pasé en bicicleta por la puerta del almacén, el patrón leía un diario viejo sentado en una silla plegable desvencijada. Iba acompañado de mi hermana, al tipo lo saludé de lejos. «¡Botija! Vení que tengo que decirte algo” gritó. «Esperáme» le dije a mi hermana y fui al encuentro del almacenero. «Cuando te digo de venir es de venir solo, así charlamos de asuntos de hombres. Bueno, por hoy pasa» agregó comprensivo perdonador, “Te preparé algo, tomá.» y de un cajón sacó un sobre marrón de medianas proporciones que me entregó discretamente, abultado como si estuviera lleno de acciones al portador y billetes de banco. «Eso sí, guárdalo bien escondido. Es para vos, que tu hermana no lo vea. Ellas no entiendes. Vichalo en secreto y mañana me contás.» Sin dudar tomé el sobre que el tacto me dio la sensación de estar usado, lo metí entre la camisa y el pecho, subí el cierre de la campera y salí, hasta le di las gracias. «¿Qué quería ese?» «Nada especial» le respondí a mi hermana, «que le avisara a los viejos que el domingo trae unos kilos de tallarines verdes frescos.»
Esa noche cuando regresé a mi cuarto, agotado y temblando cerré la puerta con llave decidido a examinar el contenido del paquete. Eran fotos recortadas de revistas pornográficas de dudosa calidad; había de todo, la mayoría era de hombres en las más diversas actitudes y posiciones, como si fuera un curso de sodomía por correspondencia de la American School. Vaya con la camaradería secreta de hombre a hombre me dije, la situación se retorcía y había que andar con cuidado. El tipo quería indagar si me asustaba por su arremetida descontrolada o quedaba con ganas de ver más imágenes detrás del almacén, en el monte.
Al otro día, cuando me vio entrar al negocio metido como estaba entre pedidos desordenados, pagos en monedas y paquetes, el tipo del almacén se esforzó por sonreír simulando el malestar de asistir al cruce de trabajo y placer. Le hice el comentario en voz alta. «Lindas las fotos don» y después más canchero: «las mujeres son un poco viejas, salvo la pecosa.» De acuerdo a lo planeado se ponía más nervioso a medida que la gente prestaba atención a mis palabras, le disgustó perder el dominio de la situación, ver desmoronarse sus ilusiones en público. La insinuación y proximidad del descubrimiento según mi parecer, era preferible a la denuncia con escándalo. Para que el equilibrio resultara mayor agité el sobre sobado por encima de mi cabeza, antes de dejarlo caer en el plato metálico de la Berkeley con restos de azúcar y lentejas sin pelar, para que ahí mismo, en su propia salsa, sopesara las secuelas de la osadía de anteayer. La aguja de la balanza llegó hasta los doscientos setenta gramos; él recogió el sobre con prisa y lo tiró detrás del mostrador, los clientes quedaron sin saber de qué se trataba preocupados por la fecha de caducidad de los yogurts. «Mañana vengo sin falta y hablamos de aquello» le dijo. «A un tío comisario le interesaron mucho las instantáneas, dice que usted debe ser un tipo piola.» Me di media vuelta y salí. Ahora lo tenía en mis manos, el bufarrón de baja temporada, que mandaría sus hijas al liceo de Atlántida empachadas de advertencias hablaría hasta por los codos, cuidándose de llamarme botija con la boca llena de saliva, acariciándome la cabeza revolviéndome el pelo lacio. Quedaba por saber si daría noticias fiables de lo sucedido en la casa de la colina colonizando mi cabeza.
El almacenero tenía razones para preocuparse, lo que yo más disfrutaba era suponer la rabia contra él mismo por haber apurado la reacción de la presa; asustado de saberse descubierto y obligado a simular nada podría decirme de decisivo. Así fue nomás, cuando en encuentros posteriores lo acorralé pidiendo nueva información, gesticulando buscando un entendimiento que borrara aquella confusión depravada, reiteró algo sobre rumores persistentes en Los Titanes desde hace treinta años. Secuelas misteriosas de la segunda guerra mundial, cadáveres extranjeros torturados y luego un silencio que ningún vecino rompió, persuadidos por la fuerza inmanente de la cercana base militar. La casa, una casa, faltaba saber si se trataba de la misma casa, luego de los hechos y una vigilancia discreta de varios meses, fue vendida a inversores de medio Oriente. En esa casa las temporadas se sucedieron en creciente abandono hasta ser destruida. A partir de la discreta demolición sin testigos y en una sola noche, como si los muros se hubieran desmoronado por milagro, las nuevas oleadas de vecinos perdieron todo signo de referencia con la historia anterior. Nadie conocía con exactitud el antiguo emplazamiento y las contradicciones se apelmazaban cuando los memoriosos intentaban describirla, nada había escrito al respecto, Los Titanes carece de historia. Mi nuevo padrino concluyó que se trataba de una mentira exagerada, invención colectiva de vecinos incentivados por el tedio, la falta de misterio en el lugar y la monotonía de aguardar y así cada año, la llegada del mismo verano que se repite. O apropiación por inercia de otra historia sucedida más al este de la costa atlántica, digna del sur de Brasil.
La nueva información tampoco se adecuaba a mis necesidades pero colmó expectativas menores, el relato del almacenero presentaba interferencias interesantes de la realidad. Las relaciones llegaban a mi mente desde el pasado con la máscara de un enigma desafiante, la oportunidad de alternar con espectros que me aguardaban para probarme me ponía a las puertas de aventuras ausentes en mi vida pasada. La fortuita visión interior de la casa y una trampa del camino hacia lo inexistente, trajeron la constancia del misterio intocado pidiendo un ingreso presuroso, exigiendo compromiso de los sentidos y algo de coraje. Al salir del almacén me dirigí hacia la casa, di más vueltas de las previstas, cuando renegaba de mi impericia y las piernas dolían de tanto pedalear a ciegas me dejé llevar por el agotamiento. La casa estaba allí, comprobar su existencia esa alegría suficiente para comenzar el mediodía. El enigma persistía en el tiempo, tenía la convicción de resolverlo para mí sin que nadie supiera el método utilizado para lograrlo. La alegría duró poco, apenas organicé lo sucedido conmigo en Los Titanes me atacaron unas jaquecas agudas, la cabeza presionaba y el cerebro quería estallar cuando arreciaban los dolores. Malestares del reacomodo supuse, puesta en alerta en razón de estar hundiéndome en aguas pantanosas entre potencias superando mis fuerzas desenterradas.
Era tal el entusiasmo que disipé sospechas, me di a la tarea poniendo cuidado en mantener la vida familiar como hasta entonces. ¿Qué debía hacer con mi hermana? ¿Contarle lo que pasaba? ¿Dejarla en la ignorancia sin agregar otro problema a su cuerpo caliente? Yo dudaba, era complicado conciliar mi solitario deambular barajando la casa con nuestros sobreentendidos en los que ella lleva la delantera del dominio. Seguía atado a la rutina de sometimiento sin oportunidad de cambiar por causa de un placer culposo, me atraía su olor, el cuerpo incrustado en mis pensamientos como la concha de la cholga en la roca.
Había en el ambiente un complot en mi contra incentivado en los últimos días, determinante por un cambio de circunstancias y la tempestad que alteró mi sistema inmunológico. Una tarde mi padre entró a la casa apurado, «cierren todo que viene temporal» dijo. La lluvia era cosa común en nuestras salidas pero nunca antes había estado adentro de tormenta tan violenta como esa. A la media hora del anuncio la familia, desde la ventana trasera de la cocina vio llegar del horizonte marítimo la masa de nubes avanzando a gran velocidad marcando los colores sombríos del cielo. En el centro de la masa se sucedieron sin tregua los relámpagos, viendo caer los rayos mar adentro yo pensaba en lanchas de pesca partidas en dos y toninas fulminadas sin remisión. Pasada la visión, una vez que el borde de la única nube del cielo bajo y sustituto estaba próximo, comenzó el viento desgajando ramas frágiles de los eucaliptos. Cuando la materia se instaló por completo sobre el techo sobrevino la calma. Eso duró unos siete segundos mientras la creación tomó un respiro, luego oímos un estruendo presagiando el fin del continente y a partir del silencio la lluvia. «El segundo diluvio» murmuró mi madre, persignándose, dando testimonio que los últimos meses era permeable a sermones amenazantes del satánico pastor nordestino de la secta de la iglesia de los santos de los últimos días, instalado con pancartas y altoparlantes en nuestro barrio.
Sin secundar las visiones graves de mi madre carentes de originalidad, eso parecía de verdad la última tormenta. Observé las reacciones de mi padre sin decidir si su tranquilidad era de claudicación ante otro fracaso o mostraba la serenidad de alguien que dejó de pelear frente a lo inexorable, me pregunté si guardaba deseos aún de llevar adelante el proyecto de compra o estaba resignado. Las especulaciones se adaptan a los hechos, en familia contemplamos la tormenta con nostalgia, durante la lluvia cenamos oyendo el furor natural, hablamos lo imprescindible y luego cada cual marchó a su cama. Si esa noche repetí el sueño con pájaros y espejos lo olvidé, a la mañana siguiente desperté con temor de encontrar desagradables secuelas del temporal. Era un día espléndido, parecía que había sol de mediodía ecuatorial después de setenta horas seguidas, ni rastros de humedad en postigos y marcos, incluso las ramas quebradas desordenadas en el terreno, tenían apariencia de estar ahí en esa posición desde el invierno anterior por lo menos.
Mi padre permaneció callado, disfrutaba del reconocimiento a su criterio en cuanto a que el verano continuaba para nosotros y con intensidad más gratificante que en las triviales semanas de febrero. El clima estaba bien, mi situación era la inestable, la piel ordenaba que debía disfrutar del sol como cualquier jovencito normal de mi edad y mis facultades entraron en fase de marcada desconfianza. Prefería las tormentas claras, luminosas de rayos, la sensación tangible del tiempo que huye; el sol me predispone a experiencias temidas, el calor excesivo enlentece el fluir de las horas, la temperatura alta tiene sobre mi efectos negativos y acarrea confusión, embota el entendimiento. Supongo que a instancias de mamá fue que debimos dar gracias al cielo, con el sol colgado perpendicular nuestro esfuerzo se concentró en ganar la costa y cuando lo logramos el paisaje resultó alienado. A lo lejos un auto se desvió de las rutas normales, escasos vecinos se contentaron con caminar para ver de cerca la mermada violencia del mar convaleciente acortando caminos hasta la cita con horas venideras, bestias voladoras andaban por ahí marchando y dos caballos sin jinete merodeaban la orilla añorando batallas improbables.
Era verano cruel en Los Titanes y nosotros estábamos desterrados al sol, faltaban las oleadas de veraneantes, el griterío humano que se asienta en la costa mientras dure el estío, jugadores de voleibol rotando sobre espuma de arena, las muchachas de piel untada con aceite de coco expuestas sobra lonas; viejos esqueléticos de renegridos pellejos flojos al trote artrítico huyendo de la muerte de enero o corriendo a su abrazo, esquivando niños desnudos sumergidos en charcos tibios, perros con la lengua afuera enarenados hasta el cogote. Las sombrillas plegadas de colores marchitos y bolsas de polietileno rodando alocadas, papeles marrones con manchas traslúcidas de aceites sudados por croquetas de arroz y buñuelos de acelga. Faltaba bajo el sol el resto del universo exceptuando nosotros, la familia sentada sobre toallas compradas a una vecina contrabandista.
En esa desigualdad flagrante éramos un considerable error, protuberancia de la raza, equivocación desalojada de los relojes, una variante tullida sin censar en los mitos antiguos. Quise de todo corazón disolverme en ese instante, avergonzado de los míos sin saber la razón de mí mismo por integrar esa familia. «Esto es vida» dijo mi padre. En la soledad de Los Titanes admití que sus excentricidades se distanciaban de los embarcaderos cuerdos, superaban el rictus cómico para dirigirse a una anormalidad generalizada y que terminaría por arrastrarnos a todos y algo había que hacer. El universo decidió prescindir de nosotros cuatro, olvidarnos, los solitarios que pasaban caminando cerca ni advertían nuestra presencia, las gaviotas se posaban a escasos metros de donde estábamos ignorándonos por completo. Quise destruir la insolente indiferencia de las aves provocando un incidente, tomé una piedra, la lancé con violencia al centro de la bandada imperturbable y seguro que emprenderían vuelo al unísono. Los aspavientos amenazantes ni la curva del cascote logró espantarlas, para aumentar mi rabia el proyectil caído en medio de los pájaros ni produjo siquiera un aleteo de salvación en la gaviota más amenazada. La estrategia necesitaba modificarse, ese incidente me enseñó que debía terminar mi composición de una reticencia oculta, que algo o alguien esperaba de mí más que la tontería de hacerme el desentendido.
Cuando volvimos a casa luego de almorzar sin apetito me encerró en mi cuarto, quise dormir sin conseguirlo, empecé la lectura de tres libros diferentes que se me cayeron de las manos a los pocos minutos. Intenté pensar, pero en cuanto lograba concentrarme en una idea cualquiera me venía una intensa jaqueca, di vueltas en la cama en un clima de verano dislocado con mi cabeza de invierno. Serían los bloques, el rectángulo de la ventana, la orientación del dormitorio o el techo de chapa, el calor se concentraba en mi cuerpo como si fuera el foco de una lente potente. De continuar tirado sobre la cama pronto me moriría, dudada si escapaba o había una fuerza exigiendo incorporarme a historias antiguas, relatos de aparecidos, esquirlas de cuentos orientales. La situación tenía la apariencia de una ilusión absurda, yo diluyéndome en el calor e intangible como la casa de la colina inexistente, la densidad de mi cuerpo sólo era concebible cotejada a un dominio invisible a los otros.
Cada vez más era un asunto entre la casa y yo, nunca existe cuando estoy fuera, al penetrar como un intruso es ella que me orienta haciendo que la realidad se olvide de mí y olvido quién soy cuando estoy fuera. Ella me retiene para sonsacarme un misterio, regreso para hacer otro tanto, ella estaba esperando, la recorro despacio perdiéndome, nunca alcanzo a contar el número de escalones que avanzo en mis desplazamientos ni coincide lo que veo desde las ventanas con lo exterior. Presiento que pronto quedaré allí encerrado por siempre, a veces llega desde la cocina un fuerte olor a papas fritas quemándome y me parece escuchar descargarse la cisterna en alguno de los cuartos de baño de arriba. La casa revive cuando la habito, seguro que las paredes admiten mi presencia reanimándose cuando sentado en el piso o recostado a un rincón aguardo voces dispuestas a confiarse. El vacío se puebla de sonidos que se hacen eco al golpear dentro de mi cabeza; hago esfuerzos por sobrepasar el umbral de gemidos sueltos hasta entender palabras aisladas y después supongo puentes de silencio que tienden a la frase preanunciando la historia. La espera de murmullos me quitó el apetito y una tenia solitaria trepa de las paredes intestinales por la médula ósea hasta alojarse en los pliegues rosados del cerebro.
Los días pasan sin yo darme cuenta desentendiéndome de todo a excepción de la casa y junto a la cama se aburren los libros que prometí leer. La familia es feliz coexistiendo en silencio, sabemos que hablar es adelantar desgracias, somos felices tensando la desconfianza, nos tranquiliza desconocer el sentido de las tareas de cada uno de nosotros y en la indiferencia se ocultan secretos inconfesados. Vivimos cuando los otros nos olvidan. Papá llena sus monótonos cuadernos estadísticos, los abruma con metrajes, temperaturas y comentarios como si desde niño buscara un lugar de paz que nunca termina de encontrar. La deja tranquila a mamá, sin sacudirle ese aire perenne de mujer resignada que organiza sus días cuidando que sean una repetición de ayer, las mismas carreras de la tricota infinita para otro hijo, un hermano que algún día volverá de su viaje por el Peloponeso, los puntos suspensivos que anudan las agujas, los potes de dulce de higo que siguen saliendo de una alacena inagotable.
Con mi hermana estamos distanciados, ella persiste en el poder, yo prosigo con esa casa incesante en la siesta que irrumpe en mi pensamiento igual que una isla de tumores malignos. Está la casa y las voces parecen retiradas deliberadamente, dudando si dirán la verdad al viajero que atraviesa este falso verano, tengo la impresión de haber desaprovechado el tiempo malgastado los días pasados a la espera de una revelación. Fue mi padre que me sacó del letargo con la simpleza de un gesto olvidado. «El domingo nos vamos» dijo, informó, ordenó. Utilizando las palabras mínimas para que organizáramos nuestro tiempo faltante.
Era viernes y nadie replicó, mamá bajó la vista y siguió tejiendo. Es sabido: dentro de siete meses luego de cálculos farragosos que le insumirían madrugadas enteras de fatiga, él dará su veredicto irrevocable sobre Los Titanes. Durante una cena cualquiera, mientras nos servimos guiso de arroz con presas de pollo recalentado. Así es desde que tengo memoria.
La conciencia de un final a la aventura que llegaría pasado mañana me sorprendió, la situación mía con la casa estaba lejos de estar resuelta. Sería precipitado renunciar justo ahora la confrontación, en la inminencia de, encuentro que presentía a cada hora más cercano, no podía abandonar Los Titanes en las próximas cuarenta y ocho horas ni oponer una razón válida a la decisión de mi padre. Algo relacionado a la casa advertía un peligro, oráculo anunciando que era insensato pretender quedarme en la zona y también huir sin haber resuelto lo ordenado.
Si en algo me equivoqué durante esas horas de cavilación ella lo adivinó, la noche del anuncio de la partida, después de tres días de ausencia sin explicaciones apareció por mi cuarto. «¿Qué querés?, si es que se puede saber» preguntó. «Nada» contesté sin convicción, sintiendo humillación y vergüenza. «De verdad» seguí y medio balbuceando «no es nada especial, cosas raras que me pasan.» «Lo sabía.» Entonces ella se rió como yegua, nunca pudo perdonarme que tuviera dudas y remordimientos, rió porque sabía lo que pasaba como leyendo en un libro abierto. Ella aceptaba gustosa que con pocos años de vida ya tuviéramos el futuro perdido, la tenía sin cuidado que hubiéramos abarrotado el sótano destinado a los malos recuerdos y parecía disfrutar la idea de mentir en todo. Sólo podía detener su risa callándome; ella lo tomó como un desafío y comenzó a morderse el labio de costado. sabiendo que haciendo así logra descontrolarme y hacer de mi lo que quiere. Esta vez se conformaba con humillarme escuchando mi confesión, le narré el hallazgo de la casa en la colina y muy por arriba las consecuencias, el impulso de volver allá a escuchar algo que nos concernía. Lo que más le interesó de mi relato fue mi espera de las voces, «no te creo» dijo, «son mentiras tuyas, todos inventos, te hacés el loco para deshacerte de mí, sos un asqueroso repugnante.» Mi hermana se levantó de la cama, salió del cuarto y me quedé despierto esperando. A la media hora regresó, «salimos para allá a eso de las diez» dijo «pero si son mentiras te juro que me las vas a pagar, ya sabés cómo.»
Mi temor se tradujo en miedos concretos, temor de no encontrar el camino correcto llevando a la colina y ella tuviera razón, todo fuera invento mío empezando a perder el dominio de componentes básicos y la chifladura de papá fuera hereditaria; miedo a la reacción de mi hermana si fallaba a lo confesado bajo presión. En un instante pensé en buscar otra casa para simular, pesaba tanto en mí la de la colina, estaba tan fijada en la cabeza, escuchaba tan claras las voces guiándome que cualquier variante intentada sería perjudicial y la farsa hubiera sido descubierta apenas comenzada; pensando en eso y otras simulaciones pasé la noche sin dormir. Cuando clareaba imaginé que recién con el amanecer empezaría de veras a soñar; temía soñar una de esas historias de personajes del extremo oriental poco creíbles y que mi padre lee en libros narrando la infancia del mundo, porque fue como un sueño lo vivido el día siguiente.
El tiempo se disolvió para medirse en imágenes sin transición evocando la secuencia del Tarot que papá practica para entrenarse, donde cada figura revelada confirma y agrava el presagio inicial. Primero vi la casa de la luna triangular donde nos metíamos con mi hermana la misma mañana del eclipse y vi que llegábamos hasta la inmensa chimenea donde había troncos de sangre que iluminaban la estancia con llamas negras. Vino después la lectura del espectro que parecía hablar con voz de oráculo y de fuego para revelar la historia verdadera, dictaba una serie de órdenes llegadas de los semidioses en exilio, interrumpiendo en mi conciencia la mancha vergonzante de la descendencia que consiguió cruzar los mares y los siglos. Todo sucedió en una pesadilla escenificada en la arena de Epidauro y contemplar a mi hermana muerta a mis pies fue más simple de lo imaginado; me ayudó su inesperado dejarme hacer sin oponer resistencia, hipnotizada como estaba por los ojos de sorpresa y el arrullo del cuento de familia ayudándola a aceptar su destino. El cuerpo tan hermoso, alivianado de la culpa original que arrastramos se volvió ligero como una túnica blanca, lo dejé en un monte cercano a la casa donde bien podría haber un santuario escondido erigido a las divinidades menores. Lloré mientras esparcía algunos recortes de revistas sucias alrededor del cadáver como si fuera incienso; otra parte importante de la voluntad divina estaba así cumplida, podía regresar a la casa a esperar sin impacientarme los hechos en cascada que despierta la muerte.
La sucesión fue previsible como una batalla final perdida de antemano, cuando un vecino encontró el cuerpo desnudo de mi hermana hacia el atardecer del mismo día comenzó el revuelo en el lugar, hasta llegó gente de balnearios limítrofes y esa noche por primera vez hablaron de nosotros en la radio El Espectador. Mamá llora sin parar desconsolada por la desgracia y grita un castigo excesivo del cielo siendo Yocasta revivida, papá envejece ese sábado eterno un puñado terrible de años, como si hubiera regresado del cerco de la nueva Troya con un ojo de menos y trata con torpeza de ponerme al abrigo de las secuelas del crimen afectando la descendencia maldecida. A las pocas horas de empezar el último día de vacaciones llega el patrullero de la comisaría más cercana y se llevan esposado al tipo del almacén, que camina con la cabeza baja entre dos policías tratando de entender.
Lo único que finaliza en esa resolución emponzoñada de pistas fraudulentas es la tragedia inicial de la trilogía que llevaría mi nombre. El final de la historia sucederá lejos de esta región y cuando yo vuelva a escuchar en un palacio amurallado, prisionero en otro laberinto oriental, alguna noche insomne encerrado en un sueño de espejos, las voces murmurando cuentos de Titanes desaparecidos. Después que padre haya quemado en el fuego sagrado y purificador la libreta de los datos inútiles, que el Banco Trasatlántico se haya hundido en un río marrón arrastrando al olvido los ahorros de su querida hermana; si es que antes los amos de las voces no deciden apresurar el tiempo poniendo un cuchillo de bronce ardiente entre mis homicidas manos, para lavar con sangre parricida el pecado vergonzante que me arrojó la isla de la tierra oriental.