existiria verdade,
Vinicius de Moraes
verdade que ninguém vê
se todos fossem no mundo iguais a você
Ingresamos a la bahía de Guanabara sin conciencia visual de lo que nos aguardaba e inventado una fábula compuesta de una nota sola, fue un martes sin fecha, antes de las aguas de marzo cerrando el verano y cuando fugaba desafinada la noche carioca. Tamaña empatía de naturaleza afectando el conjunto de los sentidos y un estado del espíritu melancólico en mi caso, con esperanza de final de travesía, tampoco respondía al azar de corrientes marítimas.
Fueron órdenes del capitán noruego a cargo, forzando reproducir la recóndita armonía cromática de orígenes panteístas, haciendo palpable la existencia del Dios de su parroquia y posible por la maniobra de arrimar el barco a los embarcaderos. Había en la línea del horizonte segmentado y marcada por el cielo, una luz rasante suficiente para contemplar un paisaje excluido de la temporalidad humana. El pudor de la oscuridad mulata arrastraba el terror selvático caliente sin domesticar, temor arcaico de infinitos ofidios escamados deslizándose veloces en un pudridero vegetal asfixiante y felinos manchados en la piel para simular la ilusión, ojos de gemas amarillas irradiadas yendo de una rama inclinada por su peso a la presa dormida soñando que van a devorarla.
El viaje resultó más prolongado de lo previsto o me lo pareció por mi precaria situación, haciéndome dudar de mi lugar en el mundo asignado para la próxima semana. Recordaba como lo inmediato anterior a esa visión de arcadia, escena precediendo la iluminación multicolor, una tormenta eléctrica de tramado cerrado al salir de las Islas Canarias, encima casi de nuestras cabezas. Más atrás me negaba a forzar la memoria, había amontonado con urgencia lo que nunca terminaría de olvidar. En aquellos años era actor de teatro esporádico, cómico de la legua y lo que fuera para mal ganarme la vida sobre escena. Mi único interés rondando la obsesión era alcanzar el puerto fantasma de Montevideo, antes de que se agotaran los escasos ahorros que pude salvar en la desbandada de los últimos días. Tenía entre los papeles secretos una breve esquela de recomendación para Margarita Xirgu –escrita a las apuradas en una taberna por alguien desaparecido a la semana de ese encuentro- que dirigía la Comedia Nacional uruguaya, recortes de prensa que hablaban de mis personajes dobles y triples sobre las tablas, un baúl conteniendo el conjunto exiguo de mi existencia.
Si hubiera pensado dos veces en mi familia amputada y los amores desgraciados habría saltado durante la travesía por la borda, en la hora precisa cuando cruzamos la línea imaginaria del ecuador, puede que antes, al segundo día de zarpar de Vigo. Me decidieron a viajar sin considerar el regreso unos libros de poesía publicados en Argentina por Editorial Losada, la misa militar al aire libre en la plaza principal de mi ciudad de provincia por otro aniversario con camisas negras, la noticia de la muerte del amigo tuberculoso que agonizó entre piojos, preso desde el final de la guerra por el delito de pensar y la envidia. Se trataba de mi primera incursión en suelo americano, estaba seco del alma para hacer circular la emoción bucólica cuando avistamos tierra, pero al ser captado por el semicírculo de la ciudad de Río, cuando la noche se inclina ante la luz rojiza –decidí que las esferas del cosmos se trancaron en Cuelgamuros entre sangre de inocentes con piedra y Dios, tal como me lo enseñó mi santa madre que en paz descanse- prosiguió una experiencia creativa ultraísta del otro lado del Atlántico. Era un experimento podía decirse que concluyente; buscando la nueva vida de consuelo, emulando a millones de compatriotas con menos pruritos de ruptura y la muerte por inanición pisándole los talones. Una prueba de laboratorio de vida insinuando que la resurrección existencial es posible sin pasar por el martirio del cuerpo. Ese personaje lunar de navegante, cotejado a la transición por la maravilla estaba fuera de mi repertorio, lo venía de incorporar al elenco de uno solo como pasajero y nada más que de ida en tercera clase.
En Río de Janeiro permaneceríamos anclados tres días, como si nadie tuviera prisa entre los pasajeros por alcanzar su destino en movimiento y la condición de viajero resultara suficiente esbozando la felicidad de disponer del tiempo fugitivo. Yo sí estaba ansioso por continuar la travesía sin respiro, avanzar hasta encontrar la nueva casa de Bernarda Alba bien lejos del silencio carcelario de Andalucía enlutada. Me dijeron que sería como estar en casa y ello me atemorizó, por nada del mundo deseaba estar en casa, quería morir en el extranjero y mejor si había un océano de por medio para consentir a las corrientes profundas del olvido. Siempre me gustó, era agradable cuando salía de gira en la juventud, otra vida antes de la primera muerte, descubrir el corazón de las ciudades que fui conociendo por pequeñas que fueran. Saborear despacio ese paréntesis oscilante, transcurriendo entre el descubrimiento inicial de perspectivas arboladas y la costumbre de sospecharse uno más del lugar, sortear en polizonte la distancia entre magia espacial y detalles decepcionantes de la realidad reiterada.
Llegando a Río de Janeiro esos cálculos me hicieron una mala jugada, el azar con las horas, la caída de cuerpos sólidos y campos magnéticos resultantes respondieron allí a ecuaciones perfumadas, impidiendo deducir las leyes que los expliquen. Estaba integrando lo ignorado, apoyado en el barandal de cubierta en lenta aproximación a enseñas de propaganda elemental, personas de todas las edades a la espera decepcionante de algo prodigioso, carteles indicadores escritos en portugués, cuando sin avisar llegó el embozado personaje del amanecer. La noche sería por siempre mi ciudad preferida y acostumbrarme a esa claridad era lo mejor que podía ocurrirme.
Ahora que recuerdo, con la malformación de la memoria, sin distinguir la hora de la siesta en esta Cosmópolis de trasnoche y violencia, confundiendo grajeas multicolores de medicamentos que debo tomar cada día hasta decidir que es suficiente, que me habitué a la nostalgia de tangos instrumentales de la guardia vieja, la última visión que recuerdo nítida y con detalles, en movimiento y sonido sincronizado entre evocación y mundo, es la llegada en barco a los muelles cariocas, ello por lo que luego ocurrió en veinticuatro horas, permitiéndome otra existencia que resultó la definitiva.
La historia sucedió durante la escala en Río de Janeiro y en una finca inabarcable de las afueras de toda comparación posible, donde la ciudad dejó de ser referencia geográfica, hormiguero humano con tranvías reptantes y kilómetros de arena dorada, volviéndose prólogo difuso de la selva. Paraje inconmensurable por la distancia y recorrido, con esa naturalidad americana de abolir siglos e instalarnos en una anécdota lacerante, que pudo ocurrir en la colonia, mucho antes también y algo que sucedehoy mismo: caballos sueltos sin estribo, molinos de agua luminosa arrastrando partículas de oro, postes de madera tiznada con grilletes herrumbrados mentando la esclavitud.
Ella era mujer decidida por la ausencia, nació belga, oriunda de la capital del reino de Leopoldo y que la novela escrita por un polaco tránsfuga definió la ciudad sepulcral. Descendiente de familias habituadas a emperadores hereditarios misionadas a mantenerlos en el poder, compañías coloniales africanas tentadas por el caucho, marfil, subsuelo radioactivo y superioridad indecente de la raza, en su adolescencia fue una belleza desconcertante anunciando la condena del trágico destino. Llegó al Brasil siguiendo a su marido, sin considerar lo dejado atrás que asimiló al olvido porque así había que hacerlo; un aventurero audaz y encantador hasta el hipnotismo de los sentidos, que conoció en Londres durante una carrera de caballos formando parte de una fastuosa ceremonia de coronación. La corte amorosa entre ellos duró un año para concretarse; el hombre realizó en esos meses gestos probando un misterioso amor y excepcional por la ebriedad de los sentimientos. Gastó en seducirla una fortuna sin que le importara, era el precio a pagar y la constancia del Tiempo hecha peaje; sabía cómo recuperarla en juegos violentos de la Bolsa, triplicarla con telégrafo inalámbrico, inversión oportuna donde los otros accionistas pasaban de largo, la clarividencia entre compra y venta.
Cuando intimaron descubriendo la dependencia mutua, ella le confesó que un ramo de rosas amarillas y un libro de Verlaine con poemas de la pasión prisionera hubieran sido suficiente, pero deseaba saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar.
-Hasta el fin del mundo, dijo el enamorado profetizando su final.
El hombre sabía que la relación formaba parte del destino superior y su condenación de hombre mortal, tenía el don de inventar por prestidigitación automática la fortuna, creciendo al ritmo de la naturaleza y de llevar una dura vida de trabajo. No se negaba los fastos de la vida social que ella organizaba porque la amaba, tocados como estaban por la gracia de la elegancia, susurrando que lo ocurrido en la pareja merecía un festejo ininterrumpido. Sin decirlo en voz alta: el mundo es envidia que circula, rechaza rabioso esa concordancia escandalosa y desafiante, detesta la felicidad del prójimo.
Ella adoptó como si le fueran innatos, los márgenes de dicha propios a estar en un lugar donde la naturaleza manda y decide destinos, lo sagrado es presencia tangible entrando al alma por los poros y la condición humana cuestión en camino de perfección. Privilegios olvidados en Europa por razones inhumanas, pudriéndose en campos de batalla arados de trincheras, especulaciones labradas de cadáveres uniformados. Electricidad y penicilina oscurecieron la zona central del paraíso; eso lo supe después y porque ella lo evocó durante nuestra única entrevista, mediante a posteriori una correspondencia de personas mayores fatigadas de secretos guardados.
El orden natural que todo lo rige si descartamos el principio divino, estaba alterado con esa felicidad y siendo inconcebible el amor sin ángel replicante que opte por la caída, la tragedia de la muchacha belga ocurrió cuando ella tenía veintiún años y estaba decidida a tentar la descendencia.
-Hubiera agradecido que lo mataran de un tiro por la espalda y llorarlo de cuerpo presente, aunque fuera irreconocible, contó. Cualquiera de las muertes agazapadas en Brasil es preferible al argumento de la desaparición, la incertidumbre de perder un ser amado sin tener un cadáver palpable y un montón de huesos resulta insoportable. Me lo robó el Amazonas, que es el más terrible e irónico de los enemigos porque sus brazos se multiplican hasta ser infinito. Mi amado esposo decía que lo conocía como nadie, como la palma de mi mano decía, se jactaba de esa complicidad, recordando que el río inabarcable le brindó las tres fortunas de su vida con materias primas diferentes; que allí estaban, al alcance de la mano temeraria que no teme ser devorada durante el sueño. Me quedé sin interrogar el cuerpo inerte de mi dueño, para saber si fue el río que le arrebató la vida, si hubo otro incidente que permaneció oculto.
La vida cambió en un aniversario de hacía dos años, cuando él decidió obsequiarle en prueba de fidelidad un diamante eterno, de esas piedras sublimes con nombre propio que marcan el antes y un después. Amuleto que consideraba prueba última del amor humano, lejos de bandidos e iluminados de las supersticiones, aventureros apátridas y formas indígenas de vida asediadas con codicia. Facetas sin tallar del país infinito que incluyen la vegetación, brutalidad de geología milenaria, animales huyendo de llamas voraces, correntadas destructoras cuando arrecian lluvias ácidas y el dolor inconsolable de generaciones sacrificadas por abrir las purulentas heridas del progreso.
Cualquier otro hombre sensato, hubiera hallado satisfacción a ese deseo pagando una fortuna al mejor orfebre levantino afincado en San Pablo. Unos años antes, sin ella en la intimidad, el enamorado hubiera construido el mayor velero del que se tuviera noticia en esa parte del mundo y navegado en solitario sin escala hasta los canales de Ámsterdam. Una vez allí hubiera exigido por la fuerza la apertura de los cofres mejor guardados, donde están lejos del mundo codicioso piedras que nunca tocaron otras manos que las del tallador. Así hubiera dado con la excepcionalidad, se la hubiera apropiado con violencia y de ser necesario declarando una guerra; luego, sin probar bocado en tierra, sin beber ni un trago de agua de beber, sin dormir para despreciar el sueño, sin dejar de pensar en ella a cada instante, hubiera desplegado el velamen en dirección al sur hasta alcanzar la bahía de Guanabara que resultó su Puerta del Paraíso y entrada del Infierno.
La originalidad consistía en que deseaba obsequiarle un diamante en bruto, corolario del proceso enterrado millones de años, piedra de la misma edad del planeta y que nadie hubiera contemplado. Sería prueba de fusión que acompañó en temblor la creación del mundo, que sólo destellaría ante los ojos de su querida para envidia de Dios y legiones celestes obsecuentes. Soñaba un yacimiento con ahínco, el diamante sin desenterrar y una veta inconcebible que lo aguardaba.
La idea venía desde antes, buscó ese paso durante cinco años como si fuera una ciudad escondida en la selva encerrando secretos del porvenir y riquezas incontables. Lo humano en su conjunto le era indiferente ante la obsesión de la piedra última, talismán del dios anterior al jaguar moteado, secreción venenosa del diablo con alimañas hundidas en el infierno verde, piedra absoluta de lo mineral que sería transición apenas para la verdadera misión.
-Estaba radiante cuando narraba pormenores de la aproximación, contó que internándose en piragua dos días con sus noches por uno de los ramales ocultos, estaba lo que yo merecía. Ese día de la precisión y del tramo final fue la última vez que lo vi. La información del plan era el primer destello; había sido tan secreto en sus intenciones que omitió instrucciones para orientar la expedición de rescate. Las campañas emprendidas resultaron búsquedas a ciegas y a la semana sin noticias de su paradero, se lanzó la alarma general de desaparición. Sus amigos buscaron hasta la extenuación, los enemigos exultantes insinuaron que me había abandonado por la mujer del norte que lo embrujó con ungüentos y caricias de maga. Los envidiosos sonrieron, los mercenarios se aplicaron a la cacería durante meses. Recibí anónimos y mentiras anunciando la verdad a cambio de dinero, hice venir los mejores telepáticos de Inglaterra y compré la confianza de conocedores del Amazonas. Nada, ningún rastro de embarcación ni los hombres que lo acompañaron. Una noche revolviendo papeles, sin acostumbrarme a aceptar su muerte, descubrí en el escritorio la gaveta secreta y en su interior el diario personal de los últimos dos años. Allí estaba anotado en secreto el amor que me tenía, en fórmulas que ni siquiera se atrevió a decir en nuestra intimidad, “es pronto” escribió para justificarse; estaba el entusiasmo por la nueva empresa, informaciones que obtenía acelerando el azar. “Anhelo que en un día cercano las aventuras de pasión amorosa y la búsqueda del milagro se hagan una sola, cuando mi amada reciba lo que fui a buscar para ella al centro de la tierra y presiento que el momento se aproxima.”
– ¿Qué ocurrió?
-Lo único que se acercó fue la noticia de su desaparición. Luego en una línea renació en mi la esperanza, cuando leí que marcharía “al río que llaman Xaxakundo y destino final de mis afanes.” Con esa información en mi poder hice venir a mi finca al Ministro de la Guerra y le entregué los materiales, que aceptó traduciéndolo en orden prioritaria con efecto legal en menos de veinticuatro horas. Como si fueran tiempos de guerra a la búsqueda de un santón apocalíptico, un bandido con ínfulas de caudillo, el regimiento extraviado sin dejar rastro de jóvenes reclutas, partió hacia ese río la expedición militar con misión de hallar trazas de mi querido. Se convocaron geógrafos y peritos, baqueanos y cazadores, una tropa de elite sin problemas de mando. Durante semanas se rastreó el caos e interrogaron a sacerdotes indígenas, se movilizó la oficina gubernamental que tiene la tarea única de espiar el Amazonas y su sistema infernal hasta el último recodo. Ello duró meses, hasta que el Ministro me solicitó una entrevista.
-No traigo nada para usted, dijo. Lo lamento señora, ese río no existe ni en las tradiciones tribales.
Eso lo dijo el Ministro a la mujer, ella se retiró a su habitación a llorar y dormir sin dormir para seguir llorando. Cuando se despertó de llorar sin dormir estaba paralizada de la cintura para abajo, sus piernas se negaban a caminar.
Tres días de escala en Río para alterar la fuerza del destino y yo sin sospecharlo… La mañana siguiente a nuestro desembarco llegó al hotel donde estaba alojado una invitación manuscrita en castellano y catalán, acompañando el presente de un espléndido reloj de oro. Esas invitaciones tentadoras nunca se rehúsan.
Dejé de extraviarme por caminos que clausuraban la ciudad más allá de los morros siguiendo instrucciones que tampoco comprendí en su totalidad. Creo que marchamos cerca de una hora, el tiempo que insumió pasar de ruidos urbanos al silencio y del silencio a una algarabía de pájaros en libertad, monos cautivos ante una amenaza, temí que pudiera tratarse de una venganza, trampa urdida por un bandolero en busca de notoriedad y recompensa. Había bebido la noche anterior y dormido poco, apenas amanecía cuando pasaron por mí y el sol, que allí tenía una fuerza de hipnotismo afrodisíaco me dejaba en un estado de suspensión e indefenso.
Luego de los pájaros, tal vez de los monos olvidé mi llegada y recuerdo los diez pasos avanzados hasta verla a ella, las secuelas de un cuerpo atado a un sillón de ruedas, artefacto que decía sin miramientos su función ortopédica. Ella no pretendía ocultarse en una mentira sin tullidos de poderosos y dejaba a la vista la mecánica degradante, sustitutiva del auxilio cuando parte del cuerpo deja de palpitar. De la cintura para arriba, a la manera parcial de estatuas de la antigüedad romana resultaba una mujer seductora y de belleza rara que el dolor acentuaba de manera inexplicable. Desde el ombligo hasta la tierra era el cuerpo desaparecido del marido… suspensión, trasgresión, pausa inmóvil aguardando el milagro improbable de la reaparición.
Eso es lo que encontré siguiendo las instrucciones de la esquela y ella dijo:
-Disculpe lo intempestivo de la invitación, necesitaba verlo a solas.
-Nunca rechazo una invitación de tales características, es la primera vez que me ocurre algo así. Alguien que avanza la medida del tiempo sólo puede ofrecer luego la eternidad y la muerte.
Hice lo posible para mantener una conversación en términos cordiales, olvidando la condición de saltimbanqui de paso y el sillón de ruedas donde estaba prisionera. Luchando con cierta indiferencia su situación era bien poco comparado con lo que había visto en mi pueblo e hice como si eso nunca hubiera ocurrido. Comenzó entonces de inmediato el capítulo secreto del encuentro.
-Usted es el Amazonas de los hombres, dijo.
Debo confesar que entendía sólo ráfagas de lo que sucedía, estaba acostumbrado a tratar con orates, pasé semanas en sanatorios observando movimientos de los pacientes más afectados para mi trabajo. Ella era la primera desquiciada que me había obsequiado un reloj de oro; estaba allí secuestrado por el tiempo y ella sabía de mi pasado, como si hubiera seguido mi carrera de segunda zona desde la primera noche que subí a escena. Conocía el repertorio en su extensión, mi trabajo de transformista de cabaret y las razones explicando una salida en desesperación; sabía que en un tramo del espectáculo en solitario, le hago recordar a la mayoría de los asistentes algún gesto de un ser querido, el amigo inolvidable de la infancia, un secreto de familia… alguien imborrable que cruzaron durante unas vacaciones crueles o felices.
Fue luego de esa declaración que ella evocó su historia sin que yo adivinara la razón –seguro que la había- de estar allí escuchando.
-Es un pedido especial, dijo.
-Lo suponía y la escucho, respondí.
A una señal que pasó inadvertida, movimiento ensayado la víspera, un hombre ingresó al salón con un baúl donde alcancé a distinguir, ordenadas como para un viaje alrededor del mundo, ropas masculinas de gran calidad.
-Es parte del guardarropa de mi esposo. Le propongo que durante su espectáculo, en los próximos meses, las utilice cuando salga a escena. Alguna de las noches estaré allí para ver y supongo que será lo único, esa ilusión del regreso, que me permitirá levantarme del sillón y aceptar que él jamás volverá a esta finca. La voluntad es insuficiente para continuar adelante.
Estaba habituado a situaciones extrañas pero nunca había escuchado algo así, hablé de lo incierto de mi situación, expresé mis dudas en cuanto a los efectos concretos del plan propuesto. Observaba habiendo previsto mis reflejos negativos y pronta para argumentar, haciéndome saber que yo ni siquiera podría imaginar lo que ella había sufrido, lo doloroso del proceso que la llevó hasta la proposición. Estaba tan convencida de su iniciativa, que a medida que yo hablaba, saliendo de una pesadilla de los sentidos, me persuadió de lo contrario, de que faltaban razones válidas para negarme a su pedido y debía obedecer sobre aquello que crecía como mandato.
-Tiene razón, soy consciente de todos y cada uno de mis inconvenientes. Le suplico que estime la intensidad de mi desesperación llevándome a interrumpir una historia dolorosa inventando ilusiones teatrales queriendo salir del desfiladero. Confiarme a un desconocido como lo estoy haciendo.
A una segunda señal apareció otro hombre con una carpeta que tenía algo de armisticio impuesto.
-Aquí hay dos documentos que pueden interesarle, un contrato por un año en un teatro céntrico de Buenos Aires y un título de propiedad del apartamento en un barrio tranquilo de la capital argentina. Si acepta son suyos; no me conteste ahora, mañana salga a pasear por la playa Roja; si lleva puesto alguno de esos sombreros, querrá significar que nuestro trato está cerrado y nunca nos volveremos a encontrar. De lo contrario, cuando regrese a su habitación no habrá traza de nuestra conversación, ninguna prenda que le recuerde este incidente. Es pedido extravagante y un acuerdo justo; no pregunte razones ni detalles. Soy racional para creer en ceremonias de convocación espectral, estoy agotada de verlo en sueños y si rechaza la propuesta, es probable que me adentre en la locura.
-Es una enorme responsabilidad, le dije.
-Es posible que esté ya en la locura sin saberlo. Gracias por haber venido y darme una hora de su valioso tiempo.
Ella fue quien dio por terminada la entrevista sin consentir la eventual contrariedad de una respuesta negativa.
-Es una historia de amor conmovedora, le dije.
-Gracias, contestó. Una historia que debe finalizar y pronto, como un relato de Stefan Zweig y la vida del escritor, que se suicidó bien cerca de nuestra charla. Si acepta, el recuerdo se irá de esta casa, dispersándose entre los espectadores que lo aplaudirán en Buenos Aires sin sospechar que forman parte de nuestro secreto.
Nunca fui motivado por la ambición, tampoco estaba en condiciones de rechazar una puerta de acceso que daría a mi aventura un tiempo imprescindible de reflexión. Desde que escuché el disparate formulado supe que era verdad; lo confirmó una llamada que recibí antes de desayunar de un empresario argentino, concertando detalles del nuevo espectáculo que comenzaba a ensayar la próxima semana. Nunca hubiera sospechado que mi búsqueda de una nueva vida pasara por esos atajos.
En Montevideo que se volvió ciudad de tránsito informal, preferí abandonar mis posibles contactos pues seguiría de largo. Mediante la embajada de Brasil intenté ubicarla a la belga paralítica para restituir los títulos de propiedad, el cónsul me informó que la indagación llevaría meses y no tenía motivos suficientes para iniciar un procedimiento oficial. A mi hotel de la calle Soriano me llegó una carta manuscrita que no tenía trazas de haber pasado por servicios de correo habituales. “Empiezo a tener sensaciones en las piernas, pocas pero un poco más cada hora después de nuestra entrevista. Es difícil ser una mujer abandonada por la aventura y un diamante que será para otra dentro de miles de años. Quizá pueda viajar a Buenos Aires y asistir a alguna de sus primeras representaciones, es una certeza. Aquí nuestros caminos se separan, puede que sea verdad aquello de que la vida es ilusión.”
Cuando el horizonte sin pretensiones del Río de la Plata se llenó del perfil irregular de Buenos Aires, pensé en la fuerza de los afluentes ocultos por la selva del norte, la travesía por los meandros del Delta del Paraná y que le dan ese color de león agonizante. Se posaron en mi espíritu certitudes que eran órdenes: debería cambiar de nombre para inventar otra carrera argentina y ese sería mi hogar hasta el final de los días. Eran dos vidas no una las que dejaba atrás, huyendo sin volver la mirada hacia mi madre patria tan bella y perdida.