Al otro día de la invitación a estar con ustedes por zoom tomé algunas notas para ordenar la charla convenida, puesto que el objetivo de la maniobra era evocar a la distancia la figura de Lautréamont. Durante el reparto de la tarea, alegué que sólo estaría cómodo hablando del enigma en tanto episodio personal, testimonio llano del asombro primero ante la obra del escritor, su influencia en otras lecturas y la traza indeleble en mi narrativa incluyendo la crónica biográfica; su obstinación espectral en el presente y otros proyectos que pudiera inspirar, incluyendo aquellos que quedarán por el camino.
Así fue que comenzó la charla organizada a distancia por la Academia Nacional de Letras, donde soy un espectral miembro correspondiente en la calle Dantzig después de los años vividos en Commandant Mouchotte; lo que debía ser una exposición sobre la valoración y actualidad de la obra de Ducasse, se volvió la reconstrucción de un recuerdo y que sólo podía asumir la forma de un relato. Ello sucede cada tanto en mi escritura, cruzando crítica y narración e ignoro si es exploración renovadora, estrategia instrumental o argucia dialéctica, valorando carencias que a esta altura de la existencia son incurables. Pudiera ser el mandato de tentar la ficción con los materiales que uno frecuentó desde muchacho y sin cambiar de categoría como sucede en el boxeo, un dominio donde la lectura equivale a dar la vuelta al mundo en ochenta días y dar la vuelta al día en ochenta mundos o embarcarse hacia la órbita del planeta Solaris, donde las pesadillas nocturnas se hacen realidad en cuanto los tripulantes despiertan.
Sucedió en el abril pasado en época de pandemia respiratoria y conexión internet; acepté participar en un ejercicio colectivo que en otro tiempo se hubiera llamado surrealista, lejana herencia de los hermanos Lumière con gente en movimiento y para el cual carecía de gimnasia técnica. Hablé a una pantalla catorce minutos, sabiendo que siempre caigo en el desliz de considerar los asuntos literarios en mi condición doble de profesor y narrador, los años de docencia en todos los niveles me dieron cierta pericia para disertar ante un auditorio cautivo, aunque fue extraño eso de hacerlo sin retorno provocado. Unos días más tarde, el amigo Wilfredo Penco me pidió la versión escrita de la conversación para una publicación. Había olvidado si la versión hablada guardaba relación con las notas preliminares y decidí invertir el proceso, miré un par de veces el video, el emisor se volvió receptor, tomé nuevas notas de lo escuchado y trato ahora de reorganizar un relato dando un tono memorialista a las pausas de la oralidad.
El comienzo del vínculo con la leyenda Ducasse fue libresco a la antigua, incluso casual. La coincidencia de haber nacido en la misma ciudad del celebrado, con un poco más de un siglo de diferencia -casi nada en la economía del universo- crea cierta complicidad portuaria intemporal, así como el estar redactando el informe a unas diez estaciones de Metro de donde murió en Paris. El Conde es génesis del misterio más incandescente de nuestros asuntos literarios y meteorito poético, para el cual es insuficiente la crítica tradicional, siendo de esas sombras extrañas que forman un enigma inextricable al interior fractal de la literatura. Desde hace tiempo me interesaba la articulación en tríptico concentrada en su caso, exponiendo intereses exegéticos sensibles de la literatura contemporánea; el itinerario abreviado del autor entre dos lenguas, la marginación ante la industria cultural, muerte prematura y sin sepultura, iconografía monologante en discusión, proceso de legitimación por la vía del salón de los rechazados. Destaca y desde antes de abrir el libro, el ocultamiento sugerente del apodo Conde de Lautréamont; pocos seudónimos dieron lugar a tantas especulaciones, en su caso se trata de una novela folletín minada de celadas dentro del corpus crítico. Crea a Maldoror implicando narrador y personaje protagonista, anclado en la tradición de los gabinetes de curiosidades, capaz de anticipar la violencia exacerbada del relato moderno, abriendo puertas condenadas del abismo poético. Está la obra en papel viniendo de algún lugar excomulgado entre Tarbes y Montevideo, el objeto libro “Les chants de Maldoror” (1869) irrumpiendo como anomalía pendiente dentro de la lengua francesa, polizonte en una literatura densa por entonces, de poesía entre flores del mal, folletines complotistas, novela rojo y negro. Sedimentos y piezas herrumbradas de historias naturales iluminadas en latín e imaginerías incunables arrumbadas por excesos altivos del racionalismo, filamentos sensibles a la modernidad que se venía engendrando entre Marx y Helena Blavatsky. Así pues, ser uruguayo e interesarse por la literatura -ya sea como lector, estudioso del caso esotérico, poeta circunstancial o creador de ficciones- significa estar pronto a cruzar en algún momento la ruta virulenta de Maldoror.
En lo personal, de tal encuentro -lo fui urdiendo en plan de batalla- me cuento una fábula supuestamente verosímil que trata de casualidades y el azar absurdo guiando nuestros gestos; recuerdo, acentuando más la ironía, que en el liceo tenía problemas con las conjugaciones francesas, el tirón barrial era potente y nunca pensé que saldría en pie del ruedo ibérico. Tentando inventar una explicación retrospectiva, diría que el caso Ducasse fue el cruce de una conciencia aproximativa geo poética y la bifurcación hacia una vida doble, ofrecía una segunda tradición cosmopolita, con algo de tirada de dados que pude aceptar o repudiar y las luces que a lo lejos alumbran la ciudad de la Comuna trágica, aguardando al viajero del otro lado del viejo Océano. Estaba por entonces en las interrogantes del estudiante de literatura -sin olvidar las otras- y Ducasse invitaba a la absenta verde de la escritura propia, imponía casi el vivir una vida en estado de traducción ebria, como algunos barcos adolescentes.
Siendo estudiante del IPA, Alejandro Paternain -al que conocía desde el liceo- me llevó a visitar la librería Colonial en Guayabos y Dr. Juan A. Rodríguez, de Washington Pereyra el librero nigromante que falleció hace un par de años en Buenos Aires. Empecé yendo cada tanto como bachiller curioso y terminé trabajando -en condición de colaborador- sin horario, en lo que fue parte entrañable de mi educación literaria y libresca. Demasiado viejo para la picaresca entre ciegos y joven para pensar una situación sedentaria acaso todo era preparación para lo que vendría. La enseñanza secundaria había hecho su obra, el deporte colectivo y la música mostraron los límites de torpezas técnicas, reconocía una felicidad en caminar las librerías del centro, comenzando por Paideia cerca del túnel de 8 de Octubre, siguiendo hasta llegar a Monteverde en la calle 25 de mayo, que para nuestra secta fue el templo mayor; era un tiempo extraño, recuerdo la parada en la librería Arca en la calle Colonia, donde podía leerse la producción narrativa uruguayo del último trimestre. Así vista como una intervención en el tiempo, trabajar en una librería anticuario era visitar en 3D virtual un cuento de Borges, así como concretar la ilusión de alternar en universos paralelos, donde el planeta alternativo tenía configuración de librería montevideana. Mediante tres episodios creo que podría ilustrar esa modalidad de la educación liberaría laboral, que se sumaba a las horas de lectura y el orden epistemológico que luego darían los años en el instituto de profesores Artigas. Allí aprendí y de otra manera a valorar el período colonial del virreinato del Rio de la Plata y la provincia cisplatina, el nexo privilegiado con las letras francesas y a una visión sesgada de la cultura española que dejaría trazas durante años.
Conocí la pasión de los coleccionistas, hombre adinerados y discretos, generalmente argentinos, que hicieron fortuna en las actividades sorprendentes y viajaban por el día para comprar una edición rara, tres números de una publicación, la moneda de plata con tres ejemplares conocidos, algún parte de imprenta sobreviviente; sobre todo encuadernaciones de las misiones, relevamientos ilustrados de la fauna y flora de los viajeros europeos. Tenían algo del hombre temeroso de que alguno de los otros contrincantes que estaban en lo mismo pudiera adelantarse; recordaban en el trato a Charles Foster Kane, luego de las transacciones salían del local rápido, dignos, disfrutando por anticipado el momento cuando estuvieran a solas con el objeto deseado desde hace años: Rosebud. Invertir parte del presente que huye por un tiempo pasado, en períodos revolucionarios donde todo era la era que advenía y la orden del día la tabula rasa, ver esa pasión posesiva sensual por objetos mágicos -libros y ediciones- que sobrevivieron al desgaste del tiempo era lección de algo; acaso de forjarse una tradición persona -proveniente del país bárbaro- que imponía su reconocimiento antes de tentar la exploración narrativa de los posibles a los cuales nunca se llega sin espejo retrovisor. Activaban la pasión del objeto mágico, amuleto que abría otros posibles, talismán obligado para la trasmutación interiores, eran herederos tardíos de la tradición del libro sagrado, mágico, prohibido y maldito. Obsesión del objeto que se desplazó de espadas, coronas, tronos y anillos al libro; como si se hubieran inventado las bibliotecas con la finalidad de ocultar los pocos libros codiciados por la secta enemiga para destinarlos al círculo de fuego. De haber nacido argentino como algún de esos coleccionistas, quizá la relación de trabajo con otra lengua de la materna me hubiera inclinado a la literatura inglesa e interesado por W. H. Hudson, siendo oriundo de la Banda Oriental y sin que lo hubiera buscado, estaba norteado a la lengua francesa.
Este relato da cuenta de ese encuentro con la obra clave de la modernidad escrita por un montevideano; en esa librería escuché de los otros uruguayos franceses, conocí historiadores de la inmigración francesa al Uruguay, penetrando un campo magnético poético identitario precario en otras regiones del continente americano. Es curioso que el recuerdo de estas escenas relativas a la Librería Colonial llegue en el proceso de traducción de “Alcools” de Apollinaire y que fuera editado por un compatriota de orígenes polacos. En lo estricto del negocio había pues lo excepcional y la administración del cotidiano; de lo raro se encargaba el azar o la picaresca del librero, siendo cuestión de información, estar al tanto de cotizaciones, tener la agenda secreta y el sentido de oportunidad. Sin embargo, la fuerte principal y fue todo un descubrimiento, era la disolución de bibliotecas uruguayas particulares, el universo expansivo medido en libros había alcanzado su máxima expansión y comenzaba el sentido inverso. Hubo un tiempo del país cuando ese corpus excepcional se fue formando y luego llegaban los herederos, desatentes al patrimonio libresco, deseosos de ganar espacio en la casa familiar y parecía repetirse en maqueta la caída del imperio romano. Algunos mayores previsores, antes del desinterés de los hijos o la codicia indisimulada de los sobrinos, se encargaban ellos mismos de desintegrar esa suerte de disco duro intelectual montado en una vida o dos. La mayoría de las veces pasaba por los remates, algunas bibliotecas con nombre tenían la fortuna de ser ofertadas por lotes, la mayora era el caos al kilo en dunas de papel o aguardar una invasión de bárbaros desconsiderados. Podría decir que ingresé a esa conciencia algo temprano si consideramos la llegada espectacular de la informática o también que era tarde y el quiebre se produjo en algún momento que no logro precisar; se me hace a mediado de los años cuarenta y quizá el cruce coincida con la llamada generación del 45, creía estar trabajando con la quintaesencia de un país culto cuando en verdad estaba en medio del despilfarro. Mi deseo de ser profesor de literatura estaba en pleno decalaje, como que uno se preparara equivocado para un país que se distanciaba de las humanidades: yo vi durante la educación sentimental cerrar las mejores librerías de la ciudad de Montevideo una tras otra, hablé con Marcelina de Taranto, con Napoli, con Hugo de Losada, conocí a los hermanos Maestro y al manco del primer piso de Mosca. A veces tenía la felicidad que consistía en hallar libros excepcionales y que desaparecieron de circulación, y eran los restos del naufragio que no afectaba tan solo a mi país, quizá los estragos en España eran igual de extensos o más.
De repente llegaban a mis manos tesoros que nunca hubiera conocido por propia iniciativa, tuve en mis manos algún volumen de la Biblioteca Rivadeneyra, conservo El Quijote en la edición clásicos castellanos de La Lectura en ocho tomitos; entre regalos del patrón o adquisiciones a precio de lazarillo con crédito, conocí los trabajos de Marcelino Menéndez Pelayo, “Antología de poetas líricos españoles”, “Historia de las ideas estéticas en España” y la “Historia de los heterodoxos españoles”. Ahí se concentraban misterios que todavía me rondan cuando el asunto es la literatura española; primero la capacidad de trabajo de ese hombre sin soportes tecnológicos de nuestro siglo y luego que alguien, en la primera mitad del siglo veinte en Uruguay, había juntado esos volúmenes destinados a una librería de viejo. Aparte de las ficciones de brujería a exorcizar con crueldad, creo que la historia de los heterodoxos fue de los sacudones intelectuales más fuertes, que quise verificar durante la pandemia. Con los años pasados la impresión todavía fue más fuerte y de manera diagonal, me ayudó a entender la dimensión negra goyesca de la historia de España, de su poesía y narrativa. Algunas líneas pues para describir ese estupor que consistió en cambiar el punto de vista o pacto de lectura; en mis años de formación predominaban las lecturas estructuralistas (como el género en la actualidad y la robótica dentro de quince años) y la mayoría de inspiración sociológica, donde -digamos la novela- o el relato de ficción era una estrategia tangente de decir de la sociedad y los ejemplos abundan. Acaso en la impunidad solitario de la lectura yo hice trampas con los heterodoxos de don Marcelino; si la leía como ensayo mi condición de ateo y heredero de las luces pasaría pronto por la indignación, abandonado la lectura ante tanto postulado reaccionario. Previniendo las pesadillas de ser quemado vivo en una hoguera inquisitorial y post confesión forzada, escuchando increpaciones de exorcismo, donde el oficiante desafiara a los demonios Gramsci y Hauser que tomaron posesión de mi cuerpo, mientras los asistentes a manera de astillas demoníacas, pondrían a mis pies ediciones de Pueblos Unidos y las obras completas del húngaro Georg Lukács. En un acto mágico y por tanto según el autor demoníaco, procedí a un acto de Fe sublime y decidí que la “Historia de los heterodoxos españoles” es una de las novelas más formidables de la mejor narrativa en lengua castellana. Ese gesto de rebeldía imperdonable y liberador me condujo a experiencias de lectura donde descubrí capítulos memorables y una sinergia que, acaso, permitía entender la tragedia de la España moderna, el envión dispuesto por Dios de la conquista con voluntad imperial extendida a la totalidad del planeta y su población sobreviviendo en la ignorancia.
No es momento de detenerse en detalles, pero recuerdo el círculo sofocante de la Iglesia poderosa y complotista en los fueros internos, el funcionamiento infatigable de odios y celos, las relaciones tumultuosas con corona y papado, la aceptación de la justicia pragmática del Santo Oficio, la obediencia de la doctrina, el rigor ante las desviaciones detectadas, el celo para perseguir hasta el extermino ovejas descarriadas, tentada por la concupiscencia gregaria y pensadores franceses tóxicos. Su alabanza feliz de la Inquisición es inolvidable, el ataque en regla a la enciclopedia francesa obra del arte de la argumentación, los retratos ejemplares de desviados mordaces, precisos, luminosos por casi irrebatibles, la defensa de la poesía sagrada más emotiva que la tentada por los arcángeles. Esa inteligencia brillante sin embargo a veces tropezaba sin caer del todo, vacila dudando en el abismo del cotejo, ataca cuidando la retaguardia, avanza con espadas de fuego sin perforar el misterio; ello cuando los heterodoxos son legión en la península no por ambiciones de cátedra, teoría del lucimiento, malas traducciones condenadas de la cicuta afrancesada, sino personajes supersticiosos inspirados por las malas artes, las debilidades, los hechos, las orgías satanistas y el sacrificio; ahí la mano de don Marcelino titubea, porque si hay tamaña Fe en la divinidad, si es capaz de reconocer el complot desde la doctrina hermética y en toda su arborescencia europea, el seglar de Dios sabe que se enfrenta con fuerzas, que si bien serán derrotadas por la luz, rondan por el mundo, tientan la carne débil, emponzoñan las almas, contagian comunidades y ponen en entredicho los postulados de la Creación misma.
Haber trabajado en la librería colonia de Washington Pereyra, fue una temporada en el purgatorio, viendo debajo a los condenados aspirando a estar entre los elegidos, una beca esotérica, un postgrado sin programas previos y docentes aleatorios de la Universidad Cagliostro, un tatuaje invisible de un estudiante del instituto de profesores Artigas afortunado de iniciarse en ese mundo otro que estaba en el nuestro por el diablo Alejandro Paternain. Estar en ese ambiente de librería anticuario, donde se conjugan los tiempos en palimpsesto y con ese librero digno de la Comedia Humana, sumaba otras memorias; abría telones espesos a zonas discretas del Uruguay y puede que allí hallé, sin sospecharlo, algunos asuntos que redacté años después. Luego, la librería se mudó a la calle Ituzaingó frente a la sastrería La Silencieuse, cerca de Monteverde, el Café Brasilero y el Bazar del Japón. Pereyra me orientó a respetar los libros viejos, asistir a remates de Gomensoro y Castells tras colecciones raras, la agilidad del oficio y la intuición felina ante las bibliotecas, la pasión por ediciones princeps del “Martín Fierro” y “El cancionero gitano”. Asistía como escucha -práctica docente inesperada- a la peña heteróclita de algunos sábados en la librería -con vinillo de jerez y la crema de la intelectualidad…- donde llegaban tertulianos buscando su personaje. Armando Pirotto que solía sentarse en sillones papales, el Dr. Fernando Mañé Garzón, Jacques Duprey –“Voyage aux origines françaises de l’Uruguay”- Vicente O. Cicalese de nuestro viejo latín, otros visitantes esporádicos, y eso al comienzo de los años setenta que arrastrarían con todo.
Entre esos estantes en reacomodo permanente encontré por primera vez las obras de Ducasse, era una edición francesa de José Corti de 1953, que tiene un retrato del autor a los 19 años, obtenido por el método paranoico crítico de Salvador Dalí en el año 1937. Debió ser manifiesto mi interés, Pereyra me regaló el ejemplar que todavía me acompaña y a partir de aquellos días, debí ubicar la obra del vecino de la ciudad vieja en la tradición que me correspondía, con decisiones a tomar a manera del decálogo de Horacio Quiroga. Lo evocado fueron los capítulos iniciales y la memoria fichada compartida con los espectros, lo que quedó atrás para siempre como la juventud y cierta idea del amor apasionado por los libros en Uruguay. Lo que sigue, se asemeja a la información ordenada cuando se arma un CV, más conocida socialmente y localizable con facilidad; igual, siempre se pueden avanzar algunas astucias del zurcido invisible. Estaba convencido que la zona subversiva de la modernidad literaria comienza en Montevideo y había que alcanzarla transitando la lengua francesa; que debía adoptar más tarde que temprano en traducciones o mediante estrategias drásticas, cuyo último episodio es la versión en castellano uruguayo de “Alcools” del enorme Guillaume Apollinaire. La literatura uruguaya era esos ríos con dos fuentes como el Danubio, que exploró Claudio Magris en la lección magistral de paisaje e historia cultural que es su libro de 1986. Existía otra tendencia fluida derivando en la gauchesca, la construcción de la patria entre divisas enemigas, el mentado barbero Bartolomé Hidalgo y una segunda escrita en otra lengua, conectada a Paris que en las décadas Maldoror -al decir de Walter Benjamin- era la capital del siglo XIX. Esas dos fuerzas coexistían como problema en mis proyectos y necesitaban una solución pertinente.
Durante los años de formación, me acerqué a los textos del auge de la novela latinoamericana, sintiendo una mayor empatía lógica por la literatura rioplatense. Seguí los cursos del Instituto Artigas, desde la cólera del pélida Aquileo hasta la canción de amor de J. Alfred Prufrock comentada por Jorge Medina Vidal. Al decidir los doctorados universitarios opté por los papeles del país de Torres-García y Onetti; rondaba sin embargo la tentación sensual de la galería Vivienne, la ciudad de Balzac que contaba José Pedro Díaz, aquel tránsito entre pasajes del cuento “El otro cielo” de Cortázar, donde se cita a nuestro Lautréamont. Era el elogio a la vida clandestina, durante el día estaba al tanto de las colas de cerdo en Macondo y patriadas en taperas de Eduardo Acevedo Díaz; por las noches frecuentaba la poética alquímica de los hijos del limo, la nueva forma de nombrar la belleza de ese uruguayo muerto a los veinticuatro años. Luego respondí -buscando una salida al entuerto- a la convocatoria del concurso Jules Supervielle de la Alianza Francesa en 1984. El breve ensayo se titulaba “El arte de comparar” y analizaba variaciones en los Cantos de lo bello cotejadas con la circunstancia del autor; el premio fue un primer viaje a Paris y la edición del trabajo. Si sostenía que ahí había otra fuerte de la literatura uruguaya, debía asumirlo también en la ficción. El primer cuento del primer libro publicado se titulaba “Montevideo en video Ducasse”; narra el regreso en clave onírica del hijo pródigo muerto en 1870 a los muelles montevideanos en estado de sitio. En su momento lo sentí como escena fundadora, plan de ruta y programa en ciernes; uno nunca sabe si se trata del itinerario correcto, fue una combinación de mandato y circunstancias -derivando con felicidad- entre “Los tres gauchos orientales” de don Antonio Lussich y “Les chants de Maldoror”. Va siendo tarde para cambiar de librería, así que sólo me resta reincidir en partituras conocidas, el divino Conde está en las preocupaciones actuales de los cuarteles de invierno; fue por ello que en abril del año 2020 -en inesperada alineación de los planetas, antes de las alarmas mundiales y en mes de San Isidoro de Sevilla- abrí un sitio web donde reincidir en la literatura uruguaya, antídoto oportuno a la crisis editorial y circuitos culturales. Es un proyecto a plazo fijo que durará tres años y se presenta bajo la denominación de Cabaret Literario, se llama La Coquette, que fue como Ducasse denominó a su ciudad de nacimiento al evocar el Río de la Plata. Ahí reaparecen cuentos propios de hace años sin reedición a la vista y restaurados, artículos escritos en ocasión de actividades universitarios para revistas desaparecidas y textos de otros escritores uruguayos. Los visitantes son poetas y narradores, viejos amigos, jóvenes conocidos por mail que aceptan participar -La Coquette les agradece de todo corazón su aporte a todos y a cada uno- con fragmentos de sus creaciones. Me entusiasma en su progreso la coexistencia de estilos, sexos y generaciones, hace bien la presencia de autores de renombre y el entusiasmo de quienes comienzan la aventura. El escenario del Cabaret Literario acepta poesía e inéditos, cuentos y ensayos, manifiestos y correspondencia; la idea surgió en una charla con mi querido amigo Jorge Musto, que mandó la primera carambola de escritura abriendo el camino.
En el presente, el montevideano sigue siendo un estante de la biblioteca y reflexión obligada antes de emprender cualquier otro libro, tengo la tentación pendiente de pasar algunos en sus textos no tanto al español internacional sino al lenguaje de la Banda Oriental. Su ejemplo paradigmático -sumado al de Torres-García- me sirvió para hallar el fundamento a los cambios de código y vida cotidiana, de ciudad caminada y paisaje literario; aceptando los procesos históricos aleatorios y la vejez que aguarda sin estancarse en el planto. Ducasse es paradigma de varias situaciones; vaivén de ida y vuelta, conciencia con mandato del escritor uruguayo, batalla contra el tiempo y condiciones de producción, procesos de legitimación, armonía entra tradición y originalidad: todo el poder a la obra. Inicia el campo magnético algo desactivado entre Uruguay y la lengua francesa; el tríptico Laforgue, Supervielle y Ducasse se da por adquirido sin darle la importancia debida. Esa trinidad es una de las obras mayores de la literatura uruguaya; por fortuna, otros poetas jóvenes en perdición lo recuerdan, ellos y Arturo Bolano y Ulises Lima al comienzo de “Los detectives salvajes” citan poesías del montevideano en un bar de la calle Bucarelli, México D.F. Es comprensible que se trata de una filiación difícil de aceptar; les solía comentar a mis estudiantes: uno es azar, dos un error y tres crean un prodigio impar como es la dicha tituló Iván Kmaid. La prioridad central de Ducasse en el ícono francés proviene de una biografía fugitiva, la traza de una obra cismática aglutina saboteando la relación del escritor con su patria de nacimiento y la literatura que lo precede todos géneros confundidos.
Lautréamont dio todo lo que tenía para escribir, para publicar y pago con su vida el rescate exigido por los dioses; por eso, cuando el lector comienza a entender el horizonte de expectativa vuelve a distanciarse. Alguna vez y cada tanto pensé -como lo hizo Thomas de Quincey con Kant- novelar de un tirón los tres últimos días de Isidore Ducasse, fingir acaso que siempre hay un cuaderno que lo implica rondando la escritura de la semana próxima. Cuando eso ocurre necesito acercarse al barrio en París donde él vivió, en especial la Place des Victoires y cruzar sin apuro el pasaje cubierto Colbert. Tiene algo espectral asumido ese atajo del siglo XIX, conexión ilusoria de tiempos y espacios, pasillos y escalones gastados que –una vez sabido el itinerario secreto- conducen al tercer reino. Allí cada vez que me hago presente distingo una vidriera donde está escrito Librería Colonial; adentro, un hombre flaco fuma y bebe el cuarto café en pocillo de la mañana. Cuando ingreso al local, a pesar de los años transcurridos él parece reconocerme, sonríe y sin decir ni una palabra continúa escrutando la colección -perfecto estado de conservación y completa- de The Southern Star – La Estrella del Sur que tiene entre las manos.