Drama familiar en la calle Tánger al 600

Aquella pudo ser la mejor crónica de mi vida y de haberla podido publicar en un país en serio, me hubieran dado el premio Pulitzer; era ese duende de artículo que te sale una sola vez en la vida, pasaporte vitalicio, pase libre para cambiarte la existencia de la noche a la mañana.

Mi sueño desde que tenía pantalón corto era entrar en la redacción de los grandes diarios capitalinos, codearme con los mejores periodistas de la ciudad y ser considerado uno de ellos, tentar si se daba la oportunidad de cruzar a Buenos Aires. Cualquiera que conozca el oficio por dentro lo sabe bien, cuando el proyecto titanesco naufraga no hay nada que hacer además de joderse y bajar la cortina sin chistar. Fue tanta la decepción en aquella ocasión que jamás lo volví a intentar. Desde entonces sigo yendo al Hipódromo de Maroñas a conversar con vareadores y veterinarios, siguiendo auge y matadero de tropillas de los stud, meterme en comilonas con otros burreros, medir cronómetro en mano tiempos de carrera para aconsejar a la gilada, fatigándome cuatro veces por semana en las ventanillas para apenas cambiar la plata. Podía ser peor, timbero dependiente después de todo es un destino como cualquier otro y todos sin excepción estamos destinados a cruzar el disco final. Es echarse diez polvos del páncreas tumefacto de tres minutos cada uno en la misma tarde. Me distraigo del mundo, me hace fantasear con otros países para conocer circos ecuestres y a veces hasta se gana algún billete. Fumo y chupo de manera inmoderada, por los bronquios o el hígado lo seguro es que voy a reventar en cualquier momento, puede decirse que doblé la última curva y voy en punta a galope tendido en la recta final.

Casi había olvidado el asunto. Es lo positivo que tiene una separación de pareja, te obliga a revolver papeles viejos y ahí te acordás que tenías una vida anterior al encuentro con la percanta amurada del incidente romántico. Fueron las notas lo que apareció de casualidad, apuntes guardados junto a recibos del alquiler y viejas postales navideñas de la UNICEF.

La crónica esa seguro que la tiré a la basura cuando salí recaliente del escritorio del petiso Ramos, que era el jefe de redacción en aquel tiempo. Me rechazó el artículo sin siquiera leerlo el muy hijo de puta, se hacía el apuradito ocupado y estaba cagado hasta los pelos por lo que pasaba en la calle.

-Elegiste mal día Negro, me dijo. Le hicieron la boleta a Charquero en el Parque Rodó y vos justo me venís con un crimen de familia. Estás fuera de onda negrito… el país se va a la mierda así como lo oís… yo que vos me quedaba piola en el deporte de los reyes, dejando de joder al prójimo con crímenes pasionales. Haceme caso, lo hago por tu bien…

Crímenes pasionales me subrayó, con su tonito sobrador el muy guacho de mierda y sin importarle un sorete me jodió varias semanas de laburo, haciendo añicos mis proyectos. En algo tenía razón el petiso, la cosa estaba que ardía en las calles de Montevideo. ¡Al menos pudo haber leído la nota hasta el final! Estoy convencido todavía de que era un golazo de media cancha. El asunto me había comido la cabecita como cuando te encajetás con una rubia teñida; estaba ciego, podían hacerle la boleta a Pacheco en el Palacio Estévez que a mí me importaba tres pepinos.

Hoy justo me lo crucé en el 175, calculo que estará viviendo por el rumbo de Las Piedras; está más viejo, es un hombre gastado, achicado, reducido acaso por el remordimiento y los años de encierro en Punta Carretas. Tenía la mirada perdida y aguachenta, el aspecto del albañil que se quedó sin trabajo. Temblé de sólo imaginar lo que podría contener la bolsa de arpillera que llevaba sobre las rodillas. Estaba sentado en el último asiento del ómnibus, mirando para afuera sin observar y me imaginé que estaría pensando en la noche aquella de la calle Tánger.

Era demasiada mala casualidad topar el mismo día con las notas y el tipo que las motivó, para la higiene de la memoria digo. Después que lo detuvieron al amanecer todavía con estrellas de la madrugada, nunca le seguí la pista ni supe lo que pasó con su vida. La última vez que lo vi venía clareando sobre esa parte de la ciudad y los patrulleros de la seccional estaban muy ocupados por lo ocurrido. Vinieron a buscarlo dos agentes en bicicleta, un gordo bigotudo con pinta de fajador y otro medio esmirriado, de la misma estatura que el detenido, que salió a la calle vestido con pantalón de pijama y camiseta sin mangas muy mugrienta. La mugre era lo de menos, tenía la ropa llena de sangre a medio secar y hubiera jurado que salió llevando en la mano un martillo con restos de cabellera.

Yo vivía en la misma calle, frente por frente a la casa del tipo, en la acera de los números impares. Las últimas semanas él me había confiado algunas intimidades pero creí que eran exageradas confianzas de mostrador, nunca supuse que llegaría tan lejos en su pasaje al acto cuando le saltaron los tapones. Podría imaginar el cuadro del interior de la casa, una verdadera carnicería, el cuerpo de la pobre hermana transformado en pulpa picada oscura, puñado de porquería color sangre marchita, una albóndiga sin harina. A su lado, el futuro cuñado que eligió la noche equivocada para quedarse a dormir.

Cuando se conocieron los hechos vistos con zoom -si bien de manera escueta y limitada a lecturas apuradas del parte policial- la opinión pública como lo hace habitualmente, se decantó por el trayecto de la facilidad, decidiendo que el hombre había tenido un súbito ataque de locura de la peor especie. Yo sabía que en esa casa de la calle Tánger al 600 había vivido el tipo que protagonizó una de las experiencias más alucinantes de las que tenía conocimiento. Tenía frente a mí un caso de patología criminal digno de figurar en los anales del género, en libros de texto de las academias de policía del mundo entero.

Era de ese horror que me propuse escribir, tratando de indagar más lejos de la puerta giratoria del morbo que abrió la crónica roja. Como siempre, chocaba con el descreimiento de mis compatriotas y para empezar de los compañeros de redacción. ¿Quién iba a creer que el ingenio perverso, la quintaesencia del mal modulada entre instinto asesino y farmacopea habitaba la anatomía de un modesto enfermero sin presupuestar? ¿Quién le creería a un mediocre cronista de hípicas que, harto de escribir sobre Blumun, Caciquillo, Erantes, Astronauta y La mañera, se atreve a citar el nombre de Thomas de Quincy sin destacar el crono que marca en la milla? Después de todo, el petiso Ramos era la voz cantante de un sentimiento generalizado. Además estaba en pleno lo de Charquero, trabajo fino que le dicen.

A mi vecino el enfermero lo llamaban del Hospital cuando había problemas gordos; era un tipo especial, capaz de trabajar treinta horas de corrido sin chistar ni hacerle asco a nada. Tenía por eso laburo asegurado para elegir y la aureola técnica indefinida de los eternos estudiantes de medicina que nunca terminan la carrera; los médicos curtidos para los que trabajaba decían que era bueno para lo que fuera, le podía sacar un bolo de mierda seca a un viejo parapléjico así como levantar puntos de sutura de una delicada operación al corazón, se comentaba que tenía a la vez las virtudes de un todo terreno de urgencias desprovisto de asco y la sutil vigilancia a los síntomas de un profesional recién recibido. «Si hubiera sido un poco mayor y rubio –me comentó un anestesista que lo trató de cerca- yo hubiera jurado que era un antiguo médico alemán disfrazado». La pinta terminaba por venderlo, era un enfermero atorrante y nunca disimuló la satisfacción de vivir en el barrio.

La casa y la tengo presente porque tuve la oportunidad de contemplarla por horas, era de esas típicas montevideanas que son medio rancho, construidas con un retiro importante de la vereda; esas que en verano son casi transparentes con cortinas gastadas de zefir Tom, ventanas abiertas por descuido, jardincito bastante prolijo, murito bajo con portón de hierro pintado de negro sin olvidar el perro ladrador. El portoncito chillaba cada vez que lo abrían, era así que yo sabía a la hora que llegaba el enfermero de su trabajo. Vivían allí con la hermana y ella tejía para afuera; la mujer salía poco a no ser algún día bien temprano para hacer las compras. Al menos él me dijo que era su hermana, y como ella tenía un pretendiente –un mozo medio albañil del barrio vecino- nunca me dio por desconfiar sobre la relación, aunque luego descubrí que aquello era tapadera de un drama que se equivocó de teatro.

Nunca supe con certeza cuáles eran sus verdaderos orígenes, al respecto recuerdo que lo cacé en un par de contradicciones sin importancia pero reveladoras; un día me contó de una chacra familiar a pocos kilómetros de Soca y otra vez me dijo que los padres vivían en Florida. Mientras fuimos vecinos nunca vino nadie a visitarlos; pocas veces vi juntos a los hermanos y cuando me los cruzaba a los dos, había ese no sé qué que los vendía, despertaban en mí un sentimiento impreciso, viscoso, algo vago… Estando juntos parecían ser hijos de una familia acomodada de Carrasco que, para fugarse de su mundo infantil sin salir de la ciudad, hubieran decidido disfrazarse y vivir como pobres. Hay más distancia entre avenida Arocena y Tánger al 600 que entre Caracas y Montevideo.

Ahí estuve torpe y falto de imaginación. Uno siempre se prende de la primera imagen y teniendo en cuenta el tole tole en que vivimos, lo único que se me ocurrió pensar fue que esos dos eran guerrilleros, que en el fondo de la casa a tres metros bajo tierra, había una de las cárceles del pueblo donde habían sucuchado a Pereira Revervel. Ahora que lo recuerdo me quiero arrancar la cabeza; alguna vez le busqué la lengua al respecto y el resultado fue decepcionante. Estaba frente el mejor comediante del mundo o de verdad el tipo era por completo indiferente a la política; ni tan siquiera a lo que después de meses nutría los enormes titulares de la prensa y empachaba el tiempo de los informativos.

Solíamos coincidir los domingos de mañana en el café que estaba junto a la parada del ómnibus, allí nos cruzábamos por algunos minutos; él venía de la guardia del sábado de noche del Pasteur, llegaba fundido por la variedad de la chapuza, orejas arrancadas a mordiscones, botellas de Bidú en el culo, triperío agujereado por aguzados rayos de bicicleta, conductores borrachos con costillas incrustadas en los pulmones. Vamos, el variado menú urgencias de un sábado cualquiera de la ciudad desnuda. Llegaba al boliche y lo primero que hacía era mandarse un gran tazón de café con leche con muchísima azúcar, decía que era lo mejor para antes de irse a dormir diez horas seguidas.

A esa hora yo estaba trajeado –alternaba un domingo el azul y otro el marrón- pronto para ir a Maroñas con las fichas de notas, bolígrafos de colores, el cronómetro y prismáticos de rigor para que nadie dudara de mis planes para el domingo. Creo que le agradaba esa coincidencia de los horarios, minutando la separación de nuestras vidas y acaso fue por ello que decidió ser mi conocido; estoy convencido que lo hizo porque a sus ojos, yo era termómetro de la realidad del mundo, la realidad a secas y le brindaba en el barrio la fachada de cierta sociabilidad respetable. En ese umbral de la amistad nos mantuvimos un cierto tiempo; parece una exageración de mi parte, pero el contemplar tanto y de cerca a los caballos, me dio cierta visión psicológica de la condición humana. Pasa por no meterme en la vida de nadie más allá de lo que muestra en el paseo preliminar y quedarme manso, pastoreando como un centauro sin prestarle importancia al ruido de la balacera. Reventó el Bowling de Carrasco, hay carreras de caballos los domingos, mataron a siete bolches como conejos en el Paso del Molino, hay carreras los domingos, murió una estudiante durante un hábil interrogatorio de las fuerzas conjuntas y habrá carreras los domingos. Siempre hay carreras los domingos y hasta el Apocalipsis será anunciado por caballos al galope. Esos pingos corriendo en nuestro hipódromo son animales sagrados, certifican la continuidad del universo probando el devenir del tiempo, son metáfora de la vanidad insustancial del hombre, un caballo pura sangre es lo único digno por lo que se puede cambiar un reino.

Cumplido el primer año de nuestros encuentros, el vecino consideró que había entre nosotros confianza suficiente para empezar a contar noticias de la periferia. Debí adivinar que si él buscaba un confidente y apelaba a un testigo, era que comenzaba a andar mal de la cabeza. Una fija para jugare todos los boletos: estaba en la pendiente sin remedio. Al principio me contó los sucedidos como si se tratara de la historia de otro tipo; yo le creí y cuando me avispé de la verdad era tarde. Me engrupió bien debute con el cuento y en ningún momento relacioné la historia escuchada con el personaje que la narraba; con oficio, supo inducir un abismo entre ambas situaciones e incluso la manera de contar fue evolucionando.

El día cuando cambió de estrategia logró sorprenderme. me habitué a llegar al mostrador del café un rato antes para prepararme a su charla y aquel domingo él llegó atrasado. Yo estaba escuchando en la radio un programa de preguntas y respuestas, había pedido un segundo Cinzano con Cinzano cuando lo vi llegar; venía excitado como si viniera de un electroshock, se acercó hasta donde yo estaba y antes de saludar preguntó: «¿Acaso eso que toma sirve para olvidar?» Lo dijo con una sonrisa de perverso que le veía por primera vez y mantuvo hasta el final de la entrevista. Capté al vuelo que la mano venía brava, al menos rarita y él ni tiempo me dio de responderle. «Un colega del hospital se enloqueció y se la agarró con la familia, aquello fue una carnicería.» me dijo. Al oírlo, pensé que la cosa venía más brava de lo que yo había supuesto; después encadenó frases sueltas, agregó detalles sin importancia para finalizar con un «pero hoy no lo jodo más, mejor lo dejamos para la próxima». Dicho lo cual agarró el vaso de mi vermú y se lo mandó a bodega de un trago sin pestañear.

Después que se fue intenté razonar sobre lo sucedido, la verdad era que ignoraba estar ante la primera manifestación pública de una forma inédita del deterioro: poco a poco pude ir armando el rompecabezas, trabajo que me llevó semanas y que continuó incluso después del rechazo del petizo Ramos. Estoy seguro que me faltan algunas piezas claves para llegar al dibujo completo; a la espera de una verdad improbable, nunca dejo de pensar en los fragmentos elocuentes que tuve la desgracia de ir juntando.

Los escasos hechos que pude verificar sin pretensión de erigirse en verdad, desagradables y desordenados fueron los siguientes. En el origen del drama estaba el gusto inmoderado y dependencia brutal de productos químicos, la debilidad por todo tipo de drogas. Desde las inocuas para aliviar catarros hasta las destructoras de los centros motores del cerebro, sujeción que tenía su causa en la vida antes del nacimiento. Según escuché en entretelas del expediente, la madre se inyectaba directamente morfina en el vientre cuando estuvo embarazada; una canción de cuna con química sintética y ella lo explicaba diciendo que era la única manera de soportar la deformidad que le provocaba la panza. Encantador detalle para iniciar la existencia; él declaró que esa escena intrauterina la recordaba en pesadillas y refería el sueño: se veía en conciencia de feto rechazado, girando en aguas amnióticas turbias de una documental de delfines amaestrados, en el interior de la penumbra donde, impedido de la visión, lo vivido se traducía en sensaciones confusas, una caja de resonancia biológica.

Un asco total; sostenía que los humanos descartamos de la memoria esos momentos intensos y como luego resulta que la vida es un basural, sería devastador vivir sabiendo que el paraíso fue una posibilidad cierta dejada atrás. Los que organizan la vida a la espera del Edén después de la muerte viven equivocados, venir al mundo supone estar expulsado del paraíso, «aunque en mi caso se trataba de paraísos artificiales, alternando con la conciencia repugnante de estar dentro de nada, formar parte del cuerpo de una piltrafa humana». Él hablaba así de su madre. Los únicos que conocen la verdad son los locos irreversibles –dijo- que entendieron la vida del hombre como viaje hacia una nada sin divinidad y los criminales reincidentes; ellos saben que la única esperanza legítima es adelantar el infierno a golpes de cuchillo.

Con la experiencia prenatal y una filosofía vital de historieta barata, el enfermero organizaba su existencia con el fanatismo propio de fascista convencido, inquisidor en Lima la horrible durante el ocaso de la colonia. De esa memoria degenerada de feto y percepciones anteriores -que la madre exacerbó con tres intentos caseros y fallidos de abortar- pero sobremanera, por lo que llamaba marea cristalina que había mecido el bote de su vida, nutriendo su manera de pensar. Un caso el tipo, que se entreveraba en la ciudad con tiroteos nocturnos y comunicados militares.

Duro comienzo, la mujer se inyectaba la primera porquería que encontraba y por el circuito de venas entre arterias, una parte nada desdeñable de la preparación le llegaba a mi futuro vecino en la dulce espera. Ese fue su primer alimento exterior, mucho antes de la leche en polvo cuando había. En un mundo atropellado, con millones de personas en Oriente que evocan con naturalidad la serie de reencarnaciones que hicieron posible su avatar humano, nada había de excepcional en que él recordara su envión original. Por supuesto, acotaba yo y pedía otro Cinzano con Cinzano doble; justificándose sin duda, era claro que desde la más tierna infancia el enfermero desarrolló una atracción maniática por el universo de las drogas.

Cuando estuvo en edad de hacerlo, leyó lo que pudo encontrar a mano sobre el tema. Decidió que un sanatorio, el ambiente limítrofe de clínicas y hospitales, era el más adecuado para entrar en trato directo con lo que denominaba el carnaval de las substancias. Ese objetivo pasaba -de hacerlo con propiedad- por el arduo camino de estudiar medicina, una pérdida de tiempo a su entender. Tomó el atajo, se propuso convertirse en enfermero, profesión que lo excluía de la primera línea de atención social asegurando el anonimato ajustado a sus intereses. Su cuerpo era el único laboratorio que le merecía confianza; dejó atrás niñez y adolescencia, atrás el recuerdo de la madre de agujas hipodérmicas y se fue a vivir a un barrio pobre. Hizo changas en cualquier cosa para pagarse los cursos indispensables y estudió enfermería con una verdadera pasión. Esa rutina se volvió su mundo, comenzó a hablar como enfermero, tenía relaciones con enfermeras, soñaba como imagino lo harán los enfermeros y comenzó a cuidar enfermos en el barrio; dar inyecciones a domicilio, tomar la presión, dispensar los primeros auxilios a accidentados para ir conociendo el oficio… tesón y paciencia fueron recompensados, obtuvo su diploma con las máximas calificaciones y de inmediato ganó un puesto a destajo sin presupuestar en el Hospital Pasteur.

Cuando le confiaron la llave de la farmacia del Hospital mi vecino vivió un momento de alegría desbordante, el puesto lo ganó a trabajo y honestidad; se trataba de saber organizar ese privilegio, realizaba su ilusión infantil y estaba metido en su carnaval de substancias. La convergencia de constelaciones lindaba con la perfección habiendo lo necesario iniciando una etapa deslumbrante: variedad de ingredientes en gradación milimétrica desde lo epidérmico hasta el logro de estados febriles, su cuerpo que cuidó como gimnasta de paralelas aspirante a medalla olímpica y la oportunidad barnizada del poder funcional abriendo puertas a lo inefable. El enfermero, podemos llamarlo Pedro porque erigió su propia iglesia, supuso, excedido de soberbia que pudiendo dominar la situación la voluntad sería más poderosa que el deseo. Enfrentado a la riqueza de abastecimiento su ebriedad incontrolada hizo que olvidara el proyecto inicial, el hombre que planificó ese momento hasta en sus mínimos detalles dejó de existir, lo olvidó en los meandros contaminados del cerebro. Alcanzar el objetivo lo pervirtió, las fuerzas abyectas resultaron más activas que las trincheras del control e inició su camino hacia la repugnancia. Era un plan digno de concebir, imposible de realizar sin estar dispuesto a ser la víctima privilegiada y su rosario de iniquidades es digno de recordarse. La inicial tuvo la excusa del cansancio por exceso de trabajo.

Desde las primera semanas el enfermero pidió una guardia en urgencia digna de caballo, tanto era el caos del hospital, que nadie llevaba la cuenta de las horas trabajadas siendo lo mismo si al final la suma cerraba. Ante la administración era indiferente seis días de ocho horas que 48 horas de un tirón, la contabilidad retenía la cifra final. En una de esas 48 horas, cuando avanzaba la segunda noche de guardia, sintiendo que no podía tenerse en pie cometió el primero de los robos. Sin demasiada prolijidad preparó un cóctel de potentes barbitúricos, se lo mandó a bodega como un vaso de malta Paisanita que ayuda al crecimiento. Esa sensación la había esperado desde siempre, en cuanto las cápsulas multicolores se deshicieron en el estómago, el cuerpo entendió estar ante el motivo por el cual seguía funcionando. Esa noche, con el efecto excitante del primer hurto a la farmacia cayeron los impedimentos morales y creció el proyecto de ir a fondo en ensayos, provocando el límite de los laboratorios, invadiendo fronteras sensibles del sistema nervioso.

De la tentación mi vecino pasó al desafío y del ensayo a la caída en picada. Pedro se volvió en pocas guardias ratero y depredador, un hombre carente de grandes salidas de arrebato enajenado. Las posibilidades de felicidad inducida quedaron encerradas con él en su atolladero de borrachos incurables y tullidos, gente pobre confrontada a muertes miserables, una puesta en escena de sábanas remendadas y camillas despintadas desde la guerra civil de 1904. Enormes cucarachas voladoras celadoras de baños infectos, instrumental de museo para vaciar pedregales en vesículas tumefactas, colchones desganados y viejos sucios sin cobija asignada, salas altísimas repletas de enfermos terminales que gimen en vano entre eructos de aguachentos caldos de zapallo verde, pedorreas fétidas desenmascarando podredumbres internas, olores reconcentrados de orines sifilíticos, viejas macumberas con várices abiertas y vagabundos reventados de una peritonitis aguda, médicos hastiados que pasan apurados por el círculo que falta en el infierno, la visión de sanguinolentos partos prematuros trayendo al mundo repugnantes criaturas deformes, aullando por asegurar su derecho a la existencia, preñadas sin dientes donde robar calcio y manos erizadas de sabañones, juntapapeles masturbados ornados con costras purulentas de pus inconcebible, pedazos de algodón salpicados de coágulos, gargajos verdosos reptando por el piso, esparadrapos si un tiempo blancos ahora basura, operaciones sin cicatrizar por error de sutura, fracturas expuestas donde la blancura del hueso es escándalo sobresaliendo de harapos superpuestos, extremidades que ya ni son, cosas mal vendadas de las que emergen uñas negras como garras de gárgolas con enfermedades venéreas, bocas entreabiertas y negras para que ingrese la muerte sin el obstáculo de los dientes, por donde salen alientos moribundos de guisos de garbanzo; mujeres golpeadas por su macho de turno, niñas violadas por el padre borracho, niños con el esfínter desgarrado por parientes cariñosos, secuelas ensangrentadas de abortos clandestinos hechos a muchachas mogólicas que llegan sonriendo de la carnicería consentida, sillas de ruedas anacrónicas con cagadera de porcelana blanca, bastones artificiales para compensar el peso de un cáncer a los huesos, muletas remendadas para avanzar sin apuro hacia la muerte, glandes enormes dignos de ritos inexistentes entre nosotros, cuerpos lacerados por males actuando por más de veinte años, cadáveres podridos como si en algún lugar del país hubiera estallado una epidemia de cólera turquesa, peste negra, viruela escarlata, llegaban hombres quemados cuyo cuerpo era una única llaga repugnante, mujeres con agujeros en la garganta hablando como parlante descompuesto, hombres con anos artificiales en el bajo vientre llevando una bolsita de nylon con excrementos y fascinados por la patología indirecta de su cuerpo enfermo, muchachos que traen en una caja de zapatos tres dedos que les cortó la máquina del aserradero donde eran aprendices, un cuerpo sin identificar adornado de cristales brillantes, perdiendo sangre por decenas de estigmas urbanos como imagen religiosa generando un milagro.

De pronto, del silencio de esa imagen silenciosa y la tela mostrando la vacuidad de toda felicidad surge un coro unísono de lamentaciones. El grito desesperado de dolor de aquellos que desconocen el estoicismo, creen que la vida a la que se aferran es un chorro de pus que están a punto de perder, aúllan excitados en conjunto para espantar la muerte, que si bien se distancia, lo mismo sentirá en su tregua la gran delectación de escucharlos.

Demasiado literario lo anterior… cuando lo que para otro podía ser la descripción de una aberración onírica era para Pedro su mercado mejor abastecido y fondo de comercio. En ese ambiente al borde de la autopsia peligrosa él traficaba con píldoras, cloroformo, jeringas repletas de reparadores líquidos traslúcidos, tabletas blancas y polvillos disolventes. Algunos episodios de su tráfico son inolvidables; dejando de lado canjes por paquetes de cigarrillos, refuerzos de milanesa, una chupada en los urinarios colectivos o una botella de caña, lo ofrecido en ese pandemónium era la calma asegurada. Pasar una buena noche para el acompañante y la posibilidad sin la intervención fastidiosa de un Pay de ver a San Jorge acorralando a la bestia siendo a la vez el dragón, como a los Oshiba y arcángeles, a Iemanyá conversando con la Virgen María, a Ogún y San Cristóbal, un mundo de sueños realizados para lo que bastaba ingerir tres gotas de aquello milagroso que Pedro dispensaba.

Primero fue la iniciación de un niño a las drogas, el muchachito estaba internado en la sala llamada de cuidados intensivos por una grave operación a la cabeza; tenía doce años, vivía con resignación su lamentable estado, era tímido y los padres lo maltrataban en su convalecencia, parecía ser culpa del niño haber producido el tumor que los fastidiaba. La recuperación del muchacho duró cerca de un mes, tiempo suficiente para los planes de Pedro. Durante esas semanas el enfermero le inoculó en las venas morfina de gran pureza en gradación constante y violenta; cuando fue dado de alta, el muchachito era un heroinómano programado para toda la vida. Los padres, que creían recuperar al hijo dócil de hacía un tiempo, se encontrarían en el hogar en pocos días con un ser desquiciado sin moral, alguien que haría lo inconcebible, tal vez hasta la suerte y justicia de matarlos con un hacha, para conseguir dinero necesario al tráfico. Eso lo hizo Pedro mientras él se aplicaba a la dosis de droga inconveniente y su conducta comenzaba a alterarse; cuando ingresó en la euforia de las posibilidades, el vecino desbordó los límites de la farmacia, fumó hachís y consiguió opio para las horas de reposo. Su vida se fue reconcentrando entre encierros en la casita de la calle Tánger y guardias en el Pasteur, era lo único que hacía y lenta inevitablemente se confundía con la corte de los milagros arborescente, que de mercado pasaba a ser la comedia de su mundo.

Sin la oportunidad de tentar variaciones se inventó un gusto especial por ciertas mujeres; en cuanto ingresaban al sanatorio él las adivinaba una forma de dependencia con las drogas. hacía lo imposible por retenerlas en el servicio, sirviéndose para ello de tratamientos propios que nadie de arriba controlaba, una pichicatera era poca cosa. Se trataba de supuestas curas de desintoxicación agresivas y dejando a las pacientes en estado permanente de delirio, escala superior a la dependencia arrastrada cuando llegaron al Pasteur buscando ayuda. A la semana, Pedro controlaba la situación;por unos pocos gramos de cocaína las prostituía en su beneficio, mediante un inyectable las obligaba a hacer lo que él quería y la decadencia de la mujer se hacía incontrolable. Era su concepción del amor mientras dura la peste; resultado de sus prácticas y manera de vivir, el enfermero estaba en los huesos. Puro pellejo que circulaba por el mundo con sistemas del cuerpo funcionando en piloto automático, se inyectaba una mezcla de afrodisíacos suecos y japoneses buscando erecciones interminables. Sus desmadres, que cada día tomaban más estado público empezaron a hundir el servicio en una charca de escándalo y con una de esas desgraciadas se le fue la mano en el tratamiento.

Una mañana que Pedro dejaba la guardia, vio que ella venía caminando desde la sala por el corredor donde había más tráfico de visitas y se dirigió hacia la mesa de entrada. Cuando estuvo frente a la telefonista la escuchó decir «no puedo más… ya no, por favor… ya no puedo más». Tenía las manos caídas al costado del cuerpo y había dejado en su avance –arrastrando los pies desnudos- un reguero de sangre señalizando el camino para evitar perderse a la vuelta. Pedro dio media vuelta y se fue para la casa. La infeliz se había abierto las venas con un cuchillo de cocina, cuando llegaron los primeros socorros se arqueó expulsando un vómito espeso producto del voraz envenenamiento y cayó muerta. El episodio fue lo bastante grave para justificar que se diera la alarma, preguntarse entre la jerarquía qué había pasado buscando culpables directos. Haciendo pesar abrumadores antecedentes de la paciente fallecida, Pedro pudo tapar las secuelas de la situación. De ella se podía esperar lo peor por su estado de salud irreversible y él perdió la protección de absoluta confianza que le tenían sus superiores. Hubo un error inadmisible y la actitud de la mujer escapaba a lo planificado por el enfermero, estaba confrontado por primera vez a un descontrol. Algo se rompió en el equilibro entre pacientes, substancias y su poder, quiebre de una deriva insospechada para el futuro del tráfico; se volvió hombre incapaz de dominar sus reacciones, estaba extraviado en un pantano de muerte y sexo, en la foresta animal del descontrol y la locura.

Otra etapa de su curiosa carrera se concretó cuando, por razones vagas de redistribución administrativa, mi vecino resultó destinado al corredor de enfermos terminales. El instinto gregario y una asociación difícil de argumentar hizo que los acompañantes, viendo llegar a Pedro de recorrida, supieran que uno de los pacientes moriría antes del alba. Lo miraban pasar con miedo y respeto de subordinado, temor limítrofe, admiración despertada por quien detenta una variable secreta del poder. Era la persona providencial de la situación, ayudaba a disminuir dolores insoportables y ganarle tiempo a la agonía. Vendía extremaunciones en sobrecito, daba hostias de bendición con aspecto de píldoras coloradas, ofertaba el tránsito hacia allá vestido de ángel con alas espolvoreadas de cocaína. Traficaba con el brebaje casero que eliminaría el dolor como la confesión in articulo mortis, siendo portador de la buena nueva del otro lado escrita en fórmulas químicas.

El sistema funcionaba en tanto era instrumentado discretamente, pudiendo implantarse con suceso entre viejos seniles y cancerosos finales. Incentivado por el suceso de esta etapa de su actividad, Pedro abrió otra línea de servicio consistente en ayuda instantánea al suicida potencial. El entrenamiento de frecuentar la totalidad de los sectores del hospital –sabiendo que utilizó su cuerpo como laboratorio- perfeccionó en mi vecino una cualidad infalible para detectar desesperados. Los ayudaba sin considerar el beneficio económico y lo hacía con la condición insólita de que contaran su historia completa, sin faltar a la verdad y dieran la razón determinante de adentrarse en el único problema digno de la filosofía.

La bulimia de historias hizo estragos en los primeros meses; era habitual que en corredores menos frecuentados del edificio, al fondo de los baños, escaleras de servicio, depósitos abandonados e incluso entre basuras de la cocina, apareciera un cadáver sin signos de violencia y que nadie se tomaba el trabajo de identificar. Pedro se volvió una presencia maligna dentro del hospital con fama supersticiosa de manosanta; hay quien llegó a decir que para estar tranquilo y aumentar su prestigio, él bajaba a drogarse entre los muertos en las catacumbas de la morgue. Otros murmuraban que iba y se conformaba con acariciar el vello púbico de las muertas, como si en esa urdimbre estuviera la cifra de la vida y residencia del alma, negando a dios o reduciéndolo a una cosa peluda. De donde la parusía será una diferencia de colores según la edad de una muerta, diferencia de rulos y espesores descubiertos al microscopio del tacto. De tanto traficar con droga mi vecino se convirtió en laboratorio maceración de la cabeza, de tanto cortejar la muerte de los otros trataba de hallar una pequeña diferencia en la serie. Percibirla entre su voluntad de inyectarse el antebrazo -inflando las venas por retención de sangre- para hundir la hipodérmica en el caño azulado, deshacer de un tirón el nudo de goma colorada y lo visto en otros cuerpos moribundos, tratados como viejos conocidos.

Tenía asumida la tentación de transitar a instalarse en otro estado de la materia viva. Lo sorprendente es que confiaba en forzar el regreso, estaba sumergido en tembladerales de locura y hubiera seguido sin detenerse hasta el final de su impudicia mórbida; pero un episodio providencial le recordó la persistencia física del mundo.

Una noche estando mi vecino de guardia llegó a la puerta de entrada un tipo que tenía una bala metida en la espalda, lo acompañaban dos hombres corpulentos, guardaespaldas que fueron sorprendidos también por el agresor. En aquellos tiempos que ya huelen a históricos, cuando llegaba a la asistencia un herido de bala siempre se pensaba lo peor y Pedro fue el primero en verlo. «Tengo plata suficiente para comprar el hospital con internados y todo. Nadie debe saber que tengo un plomo en la espalda. Quiero anestesia buena y silencio del mejor» dijo el herido, que apenas se podía tener en pie.

Era un armenio llegado cuando chico al paìs y entre muchos negocios nocturnos, regenteaba un cabaret donde la prostitución era el rubro menos redituable; fue allí que ocurrió el accidente de trabajo por diferencias de cotización con unos asiáticos. Pedro escuchó la versión del armenio, acostumbrado como estaba a manipular con miserias patológicas hasta la saturación y por cambiar al menos una vez de registro, decidió tomar el caso a cargo, hacerlo con mucho cuidado. Justo a él venirle con asuntos morales… además quedó impresionado por la prepotencia del armenio no exenta de lealtad, teniendo en cuenta que la herida era cualquier cosa menos superficial.

«Venga por aquí» dijo sin poner condiciones. Sin chistar trabajó tres horas para reparar el incidente laboral, el resultado fue impecable y para el armenio se trataba de un epílogo feliz. «¿Cuánto se debe por la changa?» dijo una vez que pudo articular saliendo de la anestesia. «Aquí no pasa nada, con decir gracias alcanza» respondió el enfermero. Se trataba de la satisfacción del deber cumplido, cierta arrogancia a la que no eran ajenas unas cápsulas verdes ingeridas después de haber extraído el proyectil, cuando comenzó a coser. Estaba divertido, hacía tiempo que no levantaba una camisa limpia para revisar una herida ni sentía al dar las últimas puntadas olor agradable a desodorante importado. El armenio sabía lo que vale una deuda y era de los que pagaban.

«Los tipos que rechazan la plata es porque hay otra cosa que les come la cabeza. Si por casualidad para vos son las putas, con la que te mandaste hace un rato estás cubierto por un tiempo largo. Tomá» le dijo antes de marcharse y le tendió la mano con una tarjeta. Pedro la recogió, sin mirarla la metió en el bolsillo superior del guardapolvos y volvió al mundo de sufrientes, picado con cierta curiosidad.

Mi vecino fue al cabaret del armenio una sola vez. Hace mucho tuvo un plan inicial para su vida pero lo olvidó, antes conocía la ciudad y ahora la zona del centro era para él territorio extranjero. Más de cinco años sin salir del perímetro del barrio de la Unión hicieron estragos en su sentido de la orientación. Eso había sido el sábado anterior, él dijo en sus primeras declaraciones que fue la abusiva intensidad de las luces, luego que lo insoportable de las músicas y el barullo de gente hablando sin parar. Habrá dicho que las mujeres risueñas con pelucas rubias, sí… las copas rotas y botellas de todos los colores, el sonido de piedras de hielo al caer en vasos de whisky, servilletas de papel con monograma del cabaret en relieve. Eso: taburetes de cuero colorado capitoneado, gestos incesantes del barman, las manos del armenio cargadas de anillos dorados con piedras gigantescas y su manera de hablar.

-Elegí la hembra que quieras sin disparates ni píldoras de colores, esto no es el hospital».

Pedro avanzó como el soldado Worzeck en una noche de asueto, caminó entre humo y luces hasta encontrar una mujer dicharachera y la señaló al armenio que dio la orden correspondiente.

En el hotel de al lado del cabaret que también era del armenio mi vecino hizo el disparate; se dice que tuvieron que tirar todos los muebles, pintar la pieza con tres manos de pintura y que el lugar quedó embrujado. Eso fue para los otros. Pedro, luego del disparate regresó al hospital a seguir con su trabajo como si nada hubiera pasado. La rutina de siempre, uno de los pacientes había muerto sin pedirle autorización igual que la desgraciada del hotel. Para él fue una cachetada, la muerte le decía que podía prescindir de sus servicios de intermediario y entendió la inutilidad de sus gestos de pasaje; a esa altura del precipitado el carnaval de las substancias pensaba por él, se lo había tragado por completo.

Eso fue el sábado, la noche antes de aquel domingo de mañana que mi vecino enfermero llegó tarde al bar y le puso mucha azúcar al café con leche.

Nos damos cuenta tarde de ciertas cosas, debí comprender cuando lo vi raro al vecino que estaba en la inminencia de alguna cosa brava. Había información clave que hasta el momento me era desconocida, lo distinto superficial fue que perdí la primera carrera del domingo, que por otra parte resultó un bodrio carente de emoción. El resto de la tarde, yendo y viniendo entre el palco de prensa y las ventanillas, sentí cierta inquietud de espíritu que atribuí a mis tripas en desacomodo. Después comprendí que se trataba de la sombra del desquicio de Pedro siguiéndome desde la mañana, locura en la que también estaba ingresado igual que invitado apreciado en olor de dudosa santidad.

Cuando terminaron las carreras programadas regresé directo a casa y me tiré a dormir un rato. Desperté sobresaltado en el medio de la noche, me levanté y tomé agua en abundancia, fui hasta el baño a mear, comí un pedazo de pascualina agria y fría, busqué la causa del desasosiego sin hallar respuesta satisfactoria. Nada especial, ni sospecha de la tragedia que se estaba desarrollando en la casa de enfrente; desperté una segunda vez a eso de las ocho de la mañana, la cabeza aturdida y resaca de otra cosa diferente al alcohol. Fue ahí que escuché ruidos de gente reunida en la calle.

Habíamos tenido allanamiento el mes pasado en la calle Tánger y fui hasta la ventana para curiosear. Primero me percaté que llovía y luego vi al tipo cruzando el portoncito del jardín, ensangrentado hasta los pies, escoltado por dos policías avergonzados de estar en esa situación lamentable. Contemplé en ese signo lo invisible a la vista: mi sorpresa con algo de reproche. También ya escrita en hojitas de papel cuadriculado, pronta para marchar a los talleres del diario, la historia sórdida del drama familiar de la calle Tánger al 600. La crónica que me sacaría del olor a bosta, reflejos de casaquillas de colores, veterinarios cirróticos, la especulación sobre el futuro prometedor de potrancas y potrillos. La vi todita escrita.

Carreras con carreras y se sabe lo que es eso de la mala suerte se gana o se pierde por una cabeza. Capaz que una tarde de estas y para cerrar la herida abierta todavía me largo hasta Las Piedras, antes que cierren el hipódromo y me tiro unos pesos a un pingo perdedor. En una de esas capaz que me encuentro con el vecino y nos ponemos a charlar de los viejos tiempos, cerca de donde salen los caballos cuando se dirigen a las gateras.

Capaz, quién le diga.

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Ultimos globos de historieta

-My dear, esta ausencia de dolor anuncia que me estoy muriendo, es todo tan caliente en el cuerpo, tan tibio como si el infierno tropical viniera de selvas interiores. Estoy seguro, es la muerte que llega. ¡Sheet! Nunca imaginé que fuera tan parecida a la acidez estomacal después de una borrachera. Que poco good morir así sin tener cerca ni un maldito Alka Seltzer, en manos de un salvaje traidor y despachado por una de nuestras propias granadas infalibles. Escuche sargento…

-Aquí estoy chico.

– ¿Ya le conté que fui pitcher de los Tigres de Cleveland? Cielos… si hasta lo veo… aquella tarde bateando con furia la maldita bola, qué anotación… ¡cáspita! Todos los nuestros saltaron en las gradas. Boogie el aceitoso dejó caer en el asombro la doble hamburguesa con chile, al muy bocón le gusta el chile picante. Má decía que de seguir comiendo así a lo mejicano sin papeles cualquier día de estos reventaría como una granada, eso… como una granada decía má. ¿No es gracioso que ella dijera eso sargento? Hasta los vendedores de hot-dogs tiraron al aire sus gorras de felicidad y el comisario Jeff, que cuando está sobrio es un buen hombre, lloraba como un niño. Earl Morning estaba esa tarde en algún lugar de la tribuna de incógnito y todos en Cleveland lo sabíamos. Sargento: Morning era el pase a las grandes ligas, las series mundiales televisadas y la gloria divina de Joe DiMaggio. Luego de la anotación decisiva apenas tuve tiempo de tirar a la gramilla mi gorra preferida. Mat y Mike me abrazaron con fuerza de luchadores. La bella Nancy llegó hasta mi corriendo, tenía en el rostro la risa ingenua como los de su familia y movía sus tetas deseadas por todos los chicos del pueblo. ¿Por qué yo, por qué yo precisamente sargent? No es justo. Dios está distraído… pensar los chicanos buenos para nada que quedaron vivos en los suburbios pobres, drogándose, matánose a navaja entre los gangs hispanos los buenos para nada. Yo era un buen chico sargento, la pandilla nuestra me quería y sabían que me esperaba un destino solar en el diamante. Me muero habiendo tocado el trombón a lo Glenn Miller en la banda del colegio. Ni los ice cream de fresa con vainilla que tomé en las fuentes de soda podrían detener la sangre. Todo debía fácil en la expedición y el regreso a casa asegurado, así lo dijeron ustedes sargento. Había sol asegurado, mar de olas inmensas, morenas calientes livianas de ropa, ansiosas de acariciar espaldas salpicadas de pecas pelirrojas y Lucky Strike que es mejor que la yerba que fuman los sucios hispanos.

-Tienes que beber, el helicóptero ya está en camino… son unos pocos minutos… quédate con nosotros.

-De vez en cuando vacunarlos era la consigna para evitarles fiebres tropicales, pasarles películas de Aland Ladd y Charles Bronson. Malditos traidores, cerdos traidores… No era tan malo acá tan cerca de casa. Tío Bob había regresado vivo y con dos cicatrices de Vietnam, me lo contó todo el viejo Bob, menos la noche de la niña que sólo contaba mientras estaba dormido. Cada vez hay más calor sargento y lo que demoran los malditos helicópteros… qué importa que tarde una hora más la evacuación… usted y yo lo sabemos… con estas heridas es demasiado tarde. Hágame un favor especial sargento: esta noche tírese una enfermera por mí ¿quiere? Creo que en esta selva no se puede… bueno… you know. Todo aquí es grande y demasiado, parece reproducirse y crecer como un monstruo. ¿Vio los que me mataron? Tan pequeños y creo que había uno gordo de pop corn entre ellos… no tienen maracas en las manos ni visten camisas estampadas con palmeras de colores como imaginamos, en la jungla se visten como nosotros. Pero quién piensa en sus uniformes… me muero sargent, me muero todo… se están inmovilizando cada uno de los centímetros de mis casi siete pies. Nancy. Qué calor hay Dios mío en este infierno verde, mucho más que aquella tarde mía en el campus de la Universidad. Por dios, se lo suplico: sepúlteme a dos metros de profundidad. No permita que me devoren las fieras hambrientas de la noche ni que los malditos insectos se lleven mi sangre que empieza a pudrirse. ¡Demonios sargento no lo permita! O cualquier otro animal salvaje que no esté catalogado en el Zoo de San Diego ni en Disneylandia. No llore por mi sargento, vamos, usted debe seguir hasta darles su merecido y no es una película. Es poco good mostrar emoción detrás de los Ray-Ban delante de otro hombre y menos cuando tiene las tripas reventadas entre los dedos.

-Quédate con nosotros, anda cuéntame lo que sigue…

-Es el final sargent, los dos lo sabemos, se lo aseguro, hay menos dolor. Pobre Má… demasiadas muertes dentro de la familia en poco tiempo. Pá barrido por un cáncer de laringe hace un año y ahora esta sorpresa inesperada. ¿Usted cree en Dios sargento, escucha sermones de Jimmy Swagart? Pobre Má cuando lea el telegrama. ¿Los seguirán redactando igual que en la segunda guerra, serán parecidos a los enviados cuando lo de Corea? Imagínese: llegará hasta nuestro vecindario el jeep de la policía militar, en segunda y por la calle principal, los chiquillos apenas lo divisen correrán detrás para no perderse detalles. El viejo Fred dejará de lavar su Pontiac anaranjado, el pequeño retardado de los Perry se pondrá a tararear “Bandas y estrellas” mientras despliega en el garaje oscuro por centésima vez la página central de Playboy. Se detendrán frente a nuestro buzón y bajará del jeep un cabo con cara de circunstancia -de preferencia negro- que en vez de repetir lo que le ordenaron decir en el comando mirará a través del tejido transparente y avanzará la mano hacia Má que sólo quiere llorar desconsolada.

-Seguro que tu vecindario es muy bonito, cuéntame de tu vecindario.

-Algunos perros vagabundos mean sin prisa los rosales, la cerca de madera recién pintada, el buzón de esos con banderita de latón iguales a los que aparecen en las películas de Doris Day. Fui un buen soldado sargento, cuéntelo alguna vez a los otros muchachos de la división, los liquidamos a todos, ellos eran más de veinte cerdos acorralados y nosotros apenas seis. Los malditos murieron, de la nada y cuando todo parecía finalizado apareció ese niño que me lanzó la granada sin espoleta a un metro del cuerpo. Un tiro perfecto desde lejos, digno de una final de serie mundial contra los cubanos. Eddie lo partió al medio con el fusil automático y para mí ya era tarde. Me da rabia todo lo que voy a perderme… el ataúd llegando en el depósito del avión y la bandera de my country doblada en triángulo mientras un cadete de Wespoint toca una trompeta gloriosa y funeraria. Tome la identificación, entréguesela a Nancy en sus propias manos, es una orden cariñosa de moribundo sargento, quizá ella la lleve de recuerdo entre sus grandes pechos. Faltan pocas semanas para que empiecen los juegos. ¡Las tardes lindas que voy a perderme! Charlie está entrenando fuerte y es seguro que traerá una medalla de oro a casa. Cáspita, nuestro Estado continúa dando buena sangre yanqui. ¿Cómo se llama exactamente este maldito lugar donde voy a morir sargento? Estoy cansado… Ahora entras tu Johnny…. ve a por ellos y batea como nunca antes en tu vida… si ellos no entienden cómo se juega al beisbol nada pueden entender de libertad y democracia… le pido un último favor sargento aunque no se lo merecen, entiérrelos, prométamelo sargento, nunca pelean de frente pero igual hay que darles sepultura cristiana. Como en las grandes ligas con tardes de calor y pop corn con miel en el telegrama del Estado mayor ahuyénteme esos pájaros extraños granada sargento ya me parecía denme la identificación prepárate ya Johnny que es tu turno y tú las tetas Nancy que te cayó en suerte un bateador zurdo tírasela fuera del estadio lejos muy lejos demasiado lejos…

El sargento Dillinger, un duro sureño auténtico profesional de la muerte del enemigo dejó que una lágrima final se deslizara por su mejilla, camuflada con la renegrida barba de tres días. Como si fuera su hermano menor le cerró los ojos al muerto, se echó atrás el casco moviendo la cabeza varias veces negando con rabia la evidencia de que perdía otro de los hombres bajo sus órdenes. Miró con desprecio el humeante escenario de la emboscada pensando en las terribles represalias con la población civil, hay muertes injustas que deben de pagarse.

-Descansa chico, descansa en paz que Nancy recibirá lo que merece.

Alas negras de serafín abatido

¿Por qué tus alas, tan cruel quemó la vida?

Alfredo Le Pera

Como si el cuento entero rotara por completo sobre un eje carbonizado, la historia comenzó a tener sentido cuando concluyó de manera desgraciada y la primera ya era la página final. Gabriel jamás entendió las causas por las cuales las vueltas de la vida lo llevaron hasta la carnavalesca irrupción de la inconsolable humareda, lo hizo caminar entre restos de carbón y ceniza empapada, residuos irreconocibles del mecano de fuego tan frágil como el canto de un pájaro pequeño, un juego para armar parecía, que no empezaba en el desorden de piezas entreveradas en la caja abierta, sino en la conciencia tardía de que allí hubo algo compacto y por segundos, el jugador se perdió de ver el derrumbe reciente, formas sugerentes, pedazos parciales con posibles siluetas anteriores.

Tampoco fue esta una crónica fidedigna entretejida en un tirón de escritor inspirado ni existe la certeza de una verdad final, las circunstancias del relato consumieron siete pacientes días de creación, capricho tozudo del dios ulceroso de los imaginativos disparando sin cesar mundos ilusorios destinados al olvido. En cada encuentro de los desconfiados protagonistas del relato, a la invención se sumaban recuerdos íntimos que podían o no haber sucedido y estaba Gabriel, rellenado huecos con esquirlas imaginadas, haciendo irreal un final como el que le tocó en suerte contemplar, sin invocar el atajo de la fantasía. A pesar de ser el otro protagonista de enjundia en la historia, él siempre creyó –seguro hasta el día de hoy- que se quedó corto. Obviando el asunto de comprobaciones razonables, la primera verdad ante la cual debemos inclinarnos es que un inesperado objetivo pudo modificar -en pleno vuelo- los planes de Gabriel para la semana de turismo esperada con entusiasmo. Emocionante en todo caso, pues sin experiencia de ningún tipo en campamentos al aire libre, el muchacho se embarcó en un plan depredador colectivo prometiendo cacería de carpinchos en inhóspitos bañados, zorros montaraces, centenares de perdices y hasta chanchos salvajes de aspecto intimidante. Lo que Gabriel nunca soñó, fue que pasaría de ese zoológico de picadas y pajonal, cañada y pradera artificial a señuelos hechos de palabras; donde las infelices criaturas entrampadas con patas mutiladas y espinazos partidos, son presas con historias complicadas de creer.

Donde fuera que vive en el presente Gabriel debe ser todavía un hombre joven y fornido, de buen humor para sobrellevar dificultades cotidianas, médico rural vocacional de auto viejo, honorarios pagados en gallinas ponedoras y damajuanas de vino casero; con idéntica paciencia asistirá partos cimarrones y defunciones de vejez, haciéndose un tiempo cada tanto para un recuerdo insistente que se resiste a abandonarlo. En los tiempos que evoca el relato, era un estudiante novato de medicina y a pesar de ser hombre de ciudad tenía la secreta aspiración de caminos vecinales polvorientos, prolongados mugidos vacunos a la sombra de montes pequeñitos, atardeceres calmos que se alargan durante horas entre lomas panzudas dibujándose contra el horizonte. Fue por ese futuro incierto que Gabriel aceptó la invitación, yendo sin saberlo al encuentro de sí mismo y se sumó feliz a los otros catorce que subieron al camión remendado una fría madrugada del mes de abril. Los componentes del grupo eran amigos del barrio, mezcla de torneros avezados y jugadores de fútbol de segunda división, maridos fieles radiantes por zafar unos días de mujeres corpulentas y jóvenes pobres con un humilde sentido de la aventura.

Durante la primera etapa del trayecto hacia la vida difícil Gabriel realizó un curso acelerado sobre armas de fuego del arsenal, que para eso había en el grupo un especialista; aprendió a distinguir la carabina calibre 22 de una escopeta española de doble caño, reconocer dónde estaban los seguros activando el mecanismo del gatillo, cómo se carga un cartucho de manera artesanal y a detectar el movimiento de las presas por el oído, auscultando el paisaje con la misma atención con que se escuchan los torrentes arrítmicos de las arterias, la música desafinada de un corazón gastado. El organizador de la salida y dueño del camión que los transportaba, como todos los años prometía hondonadas vírgenes y desiertas forestas impenetrables, atiborradas de alimañas de todo tipo, cada vez más salvajes y que pondrían en situación límite la capacidad de supervivencia del colectivo; del comando, pensaba Gabriel escuchando la perorata del líder exaltada y provocadora de coraje, sospechando en ese afiebrado alegado aventurero demasiadas lecturas de Horacio Quiroga. La ausencia de replicas locuaces parecía inocular en el grupo, a medida que avanzaba el viaje la anhelada tentación de abrirse el vientre con un machete, sentir el gratificante abrazo de una anaconda interminable y disfrutar secuelas sudadas de una fiebre tropical alucinante, tirado en el barro entre mosquitos descomunales y hormigas voraces sin siquiera una aspirina a mano. Ese emprendedor y unánime espíritu grupal pudo que el viaje fuera entusiasta, en la ruta hacia el interior del país los aventureros encontraron decenas de autos, motos y camiones marchando a lugares obviamente salvajes donde tampoco nunca antes había entrado nadie. La naturaleza tenía sus propios designios, las nubes densas corrían allá arriba más deprisa que la caravana de vehículos y el cielo se oscureció a una velocidad mayor que el despliegue de toldos en la caja de los camiones.

En dos horas apenas, una impresionante masa de agua apagó por completo el día, destacando el furioso azul de los relámpagos espectaculares, olímpicos. Los potentes motores de los camiones enmudecieron al ser confrontados con la sucesión incontenible de truenos que hicieron oír su bombardeo de vencedores, además de la lluvia pesada buscando abismos sin nada de mansa ni pasajera. El arroyo final que separaba excursionistas y territorios de la aventura terminó transformado en un torrente demencial incontrolable, en su violencia desbordante logró apaciguar los anhelos misioneros del conductor del camión que se volvió hombre prudente, temerosos de que su Scania nuevo en ablande marchase a la deriva entre camalotes y sapos aterrados. A esto, estaban a siete kilómetros del casco de la estancia donde les permitían acampar durante la semana. Regresar hasta allá buscando refugio esa impensable; en las casas habían recalado demasiadas personas invitadas y nadie conocía tan bien a los dueños para negociar hospedaje para todos. De común acuerdo optaron por arrimarse a un pueblo desahuciado, de los que hay tantos en campaña –quedaba a una hora de viaje a marcha lenta- a esperar allí el cambio del tiempo que venía revirado. Estaban resignados al extravío cuando lograron divisar a unos cientos de metros y enmarcado por el parabrisas, un conjunto desparejo de casas fantasmales apareciendo entre una cortina de lluvia y la escasísima claridad remanente, algunos perros temerosos de los truenos observaban el avance de la caravana desde los más insólitos lugares de protección, sin salir a ladrarles como recurso de protección. Los nuevos trazados de carreteras nacionales y los cambios en la ruta de ómnibus interdepartamentales, hicieron de ese caserío de paso -que debió ser campechano en otro tiempo- un pueblo de olvido y muerte. Todavía podía verse sobre la antigua carretera metida en la calle única y principal, la huella inservible dejada por autos y tractores; la cinta de pedregullo saliendo para ninguna parte, se confundía con abrojos lacerantes entre matorrales que nadie arrancaría hasta el fin del mundo.

A la entrada del caserío como si fuera animal de mal agüero electrocutado por cables de alta tensión, los forasteros dieron con un galpón quemado. Persistía en los alrededores un olor intenso a madera ardiendo apagada de pronto por la lluvia; semejando dedales ciclópeos, unos baldes caóticos estaban a medio hundir en el fangal junto a pedazos calcinados de pared, un desagüe espontáneo de lluvia y carbonilla serpenteaba hacia el barranco lateral. El camión en fuga pasó despacio por delante de esos despojos y como una casa más del conjunto, se acomodó en un hueco de la calle cuya aparente firmeza inspiraba confianza. La careta metálica del inmenso Scania era una fachada de utilería, hacia atrás se proyectaba la caja con toldo impermeable desde donde saldrían las primeras carpas. Sólo quedaba esperar que pasare la lluvia y corrieran las horas, el espíritu de cuerpo inicial dejó paso a discretas distensiones individuales, cada hombre se ensimismó en sus pequeñas cosas: empatillar anzuelos, jugar solitarios a las cartas, tallar pedazos de madera con navajas de bolsillo, beber vino tinto con parsimonia, recordar aquello que decidieron olvidar. El joven Gabriel, inhabituado a los rigores de disciplina interior de curtidos baqueanos de campamento, prefirió arrimarse hasta el almacén; había algo en la luz pendular de la entrada y llamándolo parecido a una celada inevitable.

Un tabique de bloques rústicos sin blanquear dividía el recinto en dos mitades, en la primera dando a la entrada y puerta principal, la mujer que parecía no haber sido muchacha con trenzas atendía lo concerniente a fideos secos, jabones de glicerina, tabaco, galletas duras de campaña y otras yerbas elementales. Hacia el costado derecho un piso gris de hormigón lustrado se destilaba en la pieza destinada al consumo de bebidas; se veían allí muchas botellas de unos pocos alcoholes, copas con historia y vasos todos diferentes, algunas mesas, dos de las cuales estaban reservadas a los jugadores de naipes. Una tabla larga apoyada sobre barricas brasileras hacía las veces de mostrador, por ahí había un hombre mayor de edad indefinida, atendiendo a los pocos parroquianos con aspecto de aparecidos del pasado y tirados en el boliche por el temporal. Apenas puesto un pie en el recinto Gabriel se sintió pisando un terreno que existía en otro tiempo y algo abombado acomodó su cuerpo fortachón en el extremo peor iluminado del mostrador. Evitando ostentaciones se sacudió restos de agua persistentes en su campera de tela fluorescente, que allí era incómoda extravagancia; pidió caña, el patrón le sirvió y permaneció a su lado, Gabriel bebió de un envión la primera copa, el viejo volvió a llenarle el vaso hasta el borde sin que le fallara el pulso mi decir una palabra.

El estudiante de medicina capitalino recibió de sopetón la incomodidad de esa presencia cercana, considerando que lo sensato para sentirse bien era decir algo.

-Qué lluvia don, comentó Gabriel y apenas lo dijo escuchó en lo dicho una tontería de las grandes, pésimo comienzo para entablar un diálogo.

-Si, respondió el patrón, mirando de soslayo hacia el exterior como si recién viniera de enterarse, sorprendido, del bruto temporal que había afuera y estremecía el boliche hasta los cimientos.

Buscando recuperar terreno perdido en el debut, recordando la catastrófica visión del ingreso al pueblo Gabriel creyó ser oportuno cuando sentenció con aire de conocedor:

-Suerte por lo del galpón.

-Lástima por lo del muerto, fue la réplica del patrón.

Sin agregar ni una palabra más el viejo levantó el cigarrillo armado que había apoyado en el borde de la madera y se alejó; dejó flotando en el aire húmedo el aroma inconfundible de un tabaco negro intenso, la sensación para el forastero vestido raro de haberse metido en algo desconocido que ya lo incluía.

La lluvia persistía en caer como parte perpetua de la naturaleza, algunos hombres de la expedición prefirieron quedare todo el tiempo del diluvio entreverados en las apariencias caprichosas de la baraja; otros más añosos se metieron en un monte cercano, de donde regresaron horas más tarde con algún bicho ahogado, prueba de su mala fortuna y sin haber disparado un solo tiro. Si se concede aún que el río es algo parecido al tiempo, la lluvia era un reloj que inició en Gabriel una de las horas más densas de su vida. Las pocas veces que intentó reconstruirla en su memoria, nunca logró recordar si lo poco rescatado era sedimento calcáreo de borrachera o dudosa remembranza destinada a ser disueltas con el correr de los años. A lo largo de esos días Gabriel tomó unas notas (están metidas por aquí) y que no aclaran de manera irrefutable si el asunto central es la historia del muerto, lo narrado por la voz pausada del viejo bolichero o lo que Gabriel creyó entender de la versión que le contaron; después de todo, que llueva torrencialmente en semana santa es poco milagroso si acaso se viviera en la discreción del silencio. Gabriel, conviviendo ahora entre el dolor de la gente callada dejó su letra escrita para una música sin autor definido; como si una melodía entradora se contara de manera insistente y omitiendo el avance por derecho de autor.

El hombre muerto decía llamarse Serafín Antúnez. Nació y creció en el barrio del Hipódromo de Maroñas por donde se cruzan las calles Besares y Guerra, trotan caballos de nombre estrafalario respirando vapores del amanecer abrigados con mantas multicolores, esquinas donde a la madrugada se escuchan relinchos de los pingos en celo. Vino al mundo Antúnez en el año treinta y nada hizo suponer durante la infancia que algún día terminaría abandonando la vecindad; el botija era macizo y fortachón, liquidado para pensar un futuro de jockey, orejano para seguir la disciplina vareliana de la escuela pública, la única esperanza de su madre -buena mujer viuda y planchadora- era que saliera clandestino de carreras para que zafara del mundo del hampa; actividades donde el barrio venía haciendo meritorios progresos comentados por la prensa, no en hípicas sino en crónicas policiales. Ante la incertidumbre materna que la mujer padecía en secreto, el muchacho creció atraído por la vida callejera e indiferencia al destino aguardando.

Las casualidades, que a veces condescienden a mezclarse con la pobre gente le dieron a la vida chúcara de Serafín un vuelo imprevisto. El muchacho vivía en un mundo acelerado donde la suerte se lo pasaba corriendo, alguna vez llegaba y sólo se la podía alcanzar a rienda suelta, en su historia irrepetible jinete y caballo eran la misma materia los dos en uno, desbocándose sin detenerse en un galope desenfrenado persiguiendo la muerte. Una de las casualidades era atributo personal e intransferible, Serafín tenía boca grande generosa, sonrisa robadora con dientes blancos y parejos de potrillo prometedor, cabeza de alazán nervioso, predispuesta para peinarla a la gomina y ganar por un hocico en el último quinto. La segunda casualidad triste por inesperada y ocurrida durante el año 1936, fue la muerte de Carlos Gardel; este último es un largo cortejo fúnebre todavía en marcha entre la memoria colectiva y sin que puedan avistarse hasta ahora los enterradores definitivos. En aquellos primeros años que siguieron a la muerte del cantor, la negación testaruda del drama en Medellín provocó una avalancha de poses y vestimentas miméticas -sobre todo el sombrero- entre muchachos que soñaban con la pinta del malogrado intérprete. En las esquinas de los barrios montevideanos se veían -de preferencia al atardecer- proliferación de caricaturas ridículas, patéticos disfraces amortajados; algunos de esos alienados sin saberlo lograban reproducir gestos específicos, chispazos brevísimos que nunca encendían a continuidad. De esa procesión mamarracha de títeres abandonados al costado de la cuneta, sólo uno pudo cortar los piolines y comenzó a caminar sin ayuda, marcando paso a paso una certeza de parecidos acentuándose con el correr de los años. Ese muchacho fue Serafín Antúnez.

Desde aquellos días de coincidencias anatómicas y mínimas Antúnez fue Gardel. Al principio excitante, ello le significó un gasto adicional en ropa de calidad comprada en la Avenida 8 de Octubre en la zona de la iglesia San Agustín; le deparó copetines gratis en los boliches del barrio y más hembras de las previstas, veteranas calentadas a alcohol y desinformadas. Mozo manso de buen trato Antúnez era identificado como “el morochito”, de a poco se hizo un lugar en el ambiente, espacio sin codiciar por nadie entre la gente influyente del turf, Si bien la patota pesada de los capos se negó por principio a mantenerlo evitando el mal ejemplo, cada tanto le arrimaban discretamente un dato “seguro” para una carrera del domingo. Que Serafín no abusara de ese privilegio cayó bien entre la gente, que fuera hijo del barrio y de viuda trabajadora pudo que nadie lo considerada de su propiedad. Hasta entonces Antúnez era poco más que una fotografía con movimiento, unos metros enrollados de película sin comienzo ni continuidad, nadie llegaba a formularlo y todos sabían que había en el muchacho algo incompleto e inacabado. Faltaba la magia imposible, una especie de magia como la que se produjo cierta noche de San Juan durante el festejo de una victoria inexplicable para la Cátedra.

En el Stud Toulouse se celebraba el triunfo peleado hasta los últimos metros y obtenido en buena ley del crédito Fogata, el pingo con tiempo de carrera impresionante -sin dar lugar a dudas de bandera verde- se adjudicó el clásico más prestigiosos de la temporada invernal. Esa tarde corrió mucha plata en el momento de las apuestas y la fiesta improvisada de la noche lo confirmó, los propietarios de Fogata estaban pensando en las pistas de Palermo y San Isidro en Buenos Aires apenas despuntara la primavera. El cuerpo de ventaja sobre el favorito de la prensa merecía el mejor asado, el vino embotellado y un poco de música para amenizar. Un trío de guitarreros se arrimó al festejo sin avisar, sabiendo que estaba corriendo plata dulce; discretos, mientras unos a otros de los invitados –también unos colados- se contaban por centésima vez el peligroso arrime en el codo y la inaguantable arremetida en la recta final, los musiqueros se acomodaron en un rincón. Como para ambientar un fondo musical, sin pretender competir con la galopante excitación de los asistentes dejaban caer boleros que estuvieron de moda hace treinta años y sambas populares, esperando que la concurrencia se percatara de su presencia.

Un peoncito bastante bebido empezó la función fuera de programa, fue él quien se acercó hasta Serafín que estaba trasegando vino de damajuanas a botellas opacas; mientras lo contemplaba absorto y vacilante, desde una confusión entendible embarazosa le dijo:

-Déle don Carlos, cántese una, déle… no sea malo, cántese una, déle…

El pobre muchacho de alpargatas, bombacha gris y gorra vasca tenía una de esas vocecitas aflautadas penetrantes. A pesar del bochinche generalizado todos escucharon su pedido, se hizo un silencio molesto que duró una eternidad, en ese tiempo Antúnez palideció del lado de adentro: era imposible retroceder haciéndose el desentendido, excusarse por un dolor de garganta o huir. La continuación de la acción llegó como resorte, desde la cabecera de la mesa principal uno de los patrones, un tipo gordo de carácter avinagrado abandonó su grotesca imitación de jinete ganador, pegando fuerte con la fusta en los últimos cincuenta metros, para gritar sin mirar a nadie en particular.

– ¡A ver ustedes, che, además de pelotudeces de maricones saben algo de tango!

El trío así interpelado permaneció callado, los tres músicos se encresparon como si les hubiera llegado una descarga de corriente eléctrica; sabiendo que de repente se volvieron centro de atención afinaron los instrumentos, reacomodaron requintos, sacaron púas de nácar de los bolsillos de los chalecos, tantearon las uñas exageradas con las yemas de los dedos y en medio del silencio, algún punteo de afinación recorriendo escalas cromáticas pudo escucharse. A la orden de uno de ellos de tez muy blanca -casi tuberculoso- con anteojos de sol oscurísimo de ciego de nacimiento y cicatrices de quemaduras en la mano derecha, arrancaron con brío en la versión patotera de La mariposa y al final de la interpretación apaciguadora los asistentes aplaudieron con vehemencia.

Mientras el trío más tranquilo continuaba con acordes de acompañamiento el entorno festivo se alteró, dando paso de la imagen triunfal de las patas vendadas de Fogata a la gateras del prodigio distinto. De pronto, las miradas se posaron en la espalda de Serafín y el pibe sintió la presión de una exigencia desafiante que podía poner punto final a su sueño de aceptación. Con carpeta insospechada en un muchacho sin mundo se acercó al guitarrista de los lentes oscuros, le conversó algo al oído, el otro asintió y a su vez murmuró breves instrucciones a los dos restantes.

Antúnez dio un paso adelante buscando por instinto el desafío de la luz más potente, la gente que debería tener adelante despareció, transfigurándose en un inmenso espejo donde Serafín ensayó la mejor de las poses que lo hicieron popular; jamás había estado tan idéntico y él hubiera proferido que lo provocaran a pelear a cuchillo ahí mismo, eso nadie lo supo nunca. Las manos de Antúnez empezaron a moverse por sí mismas, Serafín miró al peoncito que inició su tormento y así mismo lo hubiera mirado el Carlos verdadero, el pobre muchacho sintió que era el Carlos de verdad que lo estaba mirando; no había en esos ojos admirados la bronca concentrada de quien está en un brete incómodo por alguien flojo de lengua, más bien la ternura resignada de un soberano generoso.

Sin saber qué pasaría en los próximos segundos, Serafín sonrió demostrando confianza, le hizo una guiñada al peoncito alelado para decirle que el tango que llegaba se lo dedicaba. La introducción musical había comenzado y Antúnez tenía ganas de llorar, se le hizo un nudo en la garganta y de una cuerda larga que se perdía en la infancia, mirando de lejos caballos piafando, viviendo entre la ropa limpia y planchada de los otros, viendo las carambolas del billar del boliche de la esquina, teniendo el paño a la altura de los ojos curiosos, buscando a los gorriones entre las ramas de los árboles; el pasado se anudaba en su silencio y seguro rodaría en poquísimos metros, hizo lo posible para que le brotaran lágrimas de los ojos y un filo de facón de un alguien invisible le reventó las cuerdas enlazadas, desató el tiento anudado para dejar pasar una segunda voz salida de un disco viejo que se metió insolente en los versos burreros de Bajo Belgrano. Los presente en el Stud Toulouse sintieron el golpe de la cos en el costado zurdo, testigos sueltos y curiosos tragaron su saliva atando sus gargantas a la voz milagrosa que volvía de una muerte improbable, en la noche fría, bajo las enramadas tupidas que contenían la helada en vértigo de otra noche de julio.

“Don Martín –le confesó Antúnez años después al bolichero-, aquello fue uno de los sustos más grandes de mi vida. Le juro, nunca había cantado antes, nunca pasé de escuchar la radio como cualquier hijo de vecina, desconocía que sabía las letras, entradas a tiempo, entonaciones y menos que pudiera salir de mi garganta esa voz cuando cantaba. Que no era de Serafín Antúnez… no era él.”

Como la gente quiere creer y si se trata de un milagro mejor, la gente creyó; poco importaban los detalles, “el morochito” cantaba como Gardel, el hijo de la planchadora era Gardel y a otra cosa.Así comenzó la vida espectáculo de Rafael Dumont, segundo nombre y apellido de quien durante muchos años se habló como se habla de un espectro, un aparecido, no buscó ni tuvo tiempo Serafín para repensar lo sucedido, bastante hizo con vivirlo en carne propia. La necrolatría gardeliana era impenetrable niebla de mercurio inmóvil sobre la cuenca del Río de la Plata; hasta más lejos, allá donde había un público dispuesto a pagar caro el descuido de haberse perdido la actuación del final y gente que ignoraba la muerte en el aeropuerto de Medellín. Montevideo y Buenos Aires estaban en una cruzada permanente buscando la presencia y la voz que pudiera cubrir aquel vacío imposible de llenar, cada pocas semanas reclamaban ese dudoso privilegio fonomímicos, imitadores de tablado, transformistas esforzados; también cantores de los buenos que sin buscarlo, sucumbían al estigma del muerto y declinando sin remedio prometedoras carreras en la búsqueda inútil de equipararse al modelo añorado. Antúnez consiguió el portento de saltar las barreras del escepticismo y hacerse creíble imponiéndose en el cariño popular, ello sucedió al comienzo de los años cincuenta; Perón presidente de Argentina y uruguayos campeones del mundo hacían creer a millones de personas que todo era posible en el reino rioplatense. Inmerso en esa locura colectiva Rafael Dumont dio con un buen agente artístico y trabajó sin interrupciones durante mucho tiempo. En pocos meses hizo el Montevideo todo lo que podía hacerse en la Banda Oriental relacionado al canto; si de la recordada fiesta turfera Fogata nunca llegó a Buenos Aires por fractura de remo delantero -que obligó al sacrificio- Serafín concentró la osadía de seducir siendo oriental la capital porteña. “No sé cómo, entre lo que sentía adentro del pecho y lo que me preparaban terminé repitiendo allá lo hecho por el difunto. Me invitaron a cuanta audición de radio pueda imaginarse, tuve reportajes a doble página en revistas donde salí fotografiado con Mona Maris, canté en un cabaret de Avenida de Mayo mientras a pocos pasos Tito Lusiardo bailaba con cortes y quebradas… en los trasnoches teatrales repetía antiguos repertorios que registraba la prensa de la época. Lo más bravo de tragar fue cuando llegué al premio Carlos Pellegrini del año cincuenta y poco; la afición presente advertida de mi presencia por los altoparlantes, me aplaudía de pie más que a los favoritos en el paseo preliminar y para colmo Leguisamo ganó la carrera. Los burreros y hasta yo mismo creímos que podíamos dar marcha atrás el almanaque impunemente.”

La historia desprecia piruetas osadas y tramposas, a pesar de su incesante representación pública la novedad del doble de Gardel fue perdiendo altura como aeroplano descompuesto. Lo peor para la inexorable cuesta abajo fue la gira de un año por el viejo continente, esa desaparición efectiva sin lágrimas de los escenarios, les recordó a todos quien era el fantoche vivo y quien el muerto antes de la segunda guerra. Dentro de lo previsible el periplo europeo fue satisfactorio si bien el número de Dumont derivase a tendencias grotescas humillantes, con espuelas enormes y sonoras, trajes camperos floridos llenos de colorinches, algún zapateo torpe remedando el malambo pampeano brindando al conjunto un toque exótico y sauvage. Al regreso de la gira Antúnez supo que también él estaba muerto. “Una noche –contó- en una parrillada de medio pelo en el barrio de Flores, estaba cantando el último tango de la segunda vuelta y alguien de público me gritó “callate… payaso.” Desde ese momento me negué a subir al escenario y nunca más canté.”  Fue cuando el hombre supo que tocar tierra es más peliagudo que seguir cayendo hacia adelante, dijo que se tocó la cara, estaba insensible y vio restos de maquillaje sobre la repisa del camerino dibujando una casa deforme, la usada de prestado durante los últimos años. “¿Que me quedaba de Serafín? Nada, algo parecido al recuerdo, entrevisto más allá del vapor caliente de la ropa recién planchada.”

Desde muchacho el hombre fue otro, de ahí para adelante le sería arduo seguir siendo aquel que con esfuerzo deseaba reencontrar; sólo podría intentar cambios radicales, cortarse el pelo de otra manera, dejarse crecer el bigote, fumar tres paquetes de cigarrillos por día moldeando la voz de canceroso y que los dientes amarillearan hasta pudrirse. El manager le dijo: “la cuenta del Banco si la cuidás te da para ir tirando un par de años. Pibe, contigo gané plata, algunas noches muy tarde y borracho me lo creí. Nunca te robé, pasamos buenos momentos juntos y ahora te quedas más solo que un perro. No vuelvas nunca más a verme, puede ser jodido el reencuentro… cuidate y suerte.” Eso fue en el año 1958, cuando el Partido Nacional ganó las elecciones, antes de las inundaciones que casi ahogan al río Uruguay.

“Serafín –contó en una de las noches el viejo- hablaba sólo de los años de extraña gloria prestada mientras lo suyo era lo más parecido a la vida. Después don Gabriel… hay doce años de profundo silencio. El mozo, cuando estaba contento me esquivaba el tema de ese pozo, diciendo que si veinte años es nada poco importaban una docenita.” Fue así que varias horas de conversación entre Gabriel y Miguel emigraron lentas, llevándose probables capítulos plagiados de una biografía apócrifa, cosas que le pasaban a Serafín y le sucedían a uno de los espectros de Gardel que todos querían conocer para despreciar mejor. Así era su vida, nunca hubo reincidencias afectivas ni segundos encuentros con mujeres y amigos, ante el hombre sin identidad de apariencia falsa, deslumbramiento ante la estampa y desprecio por usurpación sucedían en el mismo encontronazo. La gente en su pérfida tontería buscaba en Antúnez –sin importarle quién diablos era Antúnez- a Gardel encarnado; soportaba mal encontrar al final una réplica y admitir la ausencia definitiva del cantor: lo que lograba el doble irreal era triplicar la ausencia. Ese cuerpo intruso debía ser un autómata mecánico, reflejo usurpador, truco burdo de curandero, intangible oasis tanguero incapaz de saciar la sed que nadie lograba formular, similar al ahogo del moribundo asmático quedándose sin aire en los fuelles.

«Lo embromado, pobre muchacho, era que en medio de todos esos años de vida prestada le pasaban cosas que lo hicieron dudar, me entiende, si no se estaría volviendo mal de la cabeza. Una vez le menté retorcidas jugarretas del maligno vistas bien de cerca por estos ojos. Ni siquiera me escuchaba, afiebrado de imágenes contaba sucedidos dudando él mismo si los había visto. En ciertas ocasiones, me confesó, recalaba en parajes nunca visitados antes y le parecía estar en verdad regresando. Una vez se llegó caminado hasta una casona perdida del Paso del Molino, era pleno mediodía de un verano sofocante, la hora de las cosas vistas con entorno tembloroso, cuando ni los perros se animan a estar en la calle, otro día más de deambular sin sentido, pegado a muros de casas viejas, escuchando sonidos caseros de la hora del almuerzo, cuando lo reclamó con fuerza el hueco tentador de un zaguán distinto, en el que la luz ni siquiera entraba por una de las puertas entornada. Cuando Serafín entró, del fondo del corredor que terminaba en patio interior con claraboya y macetas de malvones, alguien o algo, una sombra sentada en un sillón con hamaca lo saludó levantando una de las manos. Devolvió la gentileza del desconocido sin avanzar ni un paso para ir a su encuentro, pegado como estaba a las primera baldosas supo que lo por hacer ahí estaba hecho, nada más quedaba que salir al sol de la vereda y derretirse bajo la luz caliente ajena a este mundo. Si bien el episodio con su falta de sentido pareció marcarlo, él nunca intentó volver a reencontrar la sombra; perdió la pista que lo llevó hasta dar con el patio, el sillón que se mecía, la calle escondida del Paso del Molina. «Aquel mediodía, cuando bajé el escalón de la casona pisando las baldosas grises de la vereda miré el suelo y ni sombra tenía.» Decía el pobre hombre sin ubicar bien lo sucedido, ni en su pasado ni en el futuro. Yo le decía para tranquilizarlo: muchacho, usted debe entender que vivió por años una timba peligrosa. Ni así largó prenda de esos doce años de silencio… ni así.»

Nadie desaparece doce años como si hubieran apagado la luz, lo metieran en el fondo de un aljibe y lo mandaran al último rincón del Canadá. Entre copa y copa, el viejo y Gabriel rellenaron esos años de vida sin Antúnez de las maneras más insolentes, acaso irrespetuosas. Primero le dieron cárcel; en una última actuación jamás declarada y venido a menos, estando borracho Serafín tuvo un lío con un espectador burlón y sin mediar palabra lo cosió a puñaladas, buscando de paso matarse un poco él mismo. Segundo, lo metieron de cuidador en el cementerio de La Chacarita en Buenos Aires; Antúnez era el desconocido que a diario le cambiaba el cigarrillo a la estatua de Gardel. En tercer lugar lo instalaron con su modesto capital rescatado cuando se retiró, en un barrio suburbano de Montevideo donde nadie conocía pormenores de su dicha pasada; cumpliendo el sueño de la madre se hizo clandestino de juego, cumplidor y respetado. Cuarto: se asoció con un fotógrafo bandido de la calle Ituzaingó para hacer las fotos de Gardel que la historia dejó sin revelar, contribuyendo así a que la mayoría de las imágenes que circulan del ídolo popular –habría que verificarlo- sean falsas, con lo cual la gente venera la estampa retocada de Ricardo Dumont. «¿Por qué no pensar –dijo el bolichero- la supervivencia de Gardel también como obra secreta de Serafín? Más que el doble fue una segunda vida que se le ofreció al muerto, los años de yapa ofrendados al cantor son lo que todos necesitaríamos, como mínimo, para no terminar muertos del todo.» Una quinta apuesta fue que se metió en las selvas del Río Grande del Sur, dejando que el tiempo, alguna pelea provocada y voces abrasileradas terminaran de borrar de su cabeza gachos grises, sacos cruzados a rayitas, polainas de botón y le hicieran cantar que las horas que pasan ya no vuelven más. A pesar de apostar a todas las chances anteriores, los doce años siguieron orquestando un profundo silencio; las posibilidades amontonadas en la fiebre del temporal y del recuerdo, fueron insuficientes para explicar su reaparición en el tiempo fugaz de los mortales.

Ford Trimotor F-31

«Apareció igual que un enorme albatros perdido en abril del año 70, lo recuerdo con precisión porque llegó junto con la caravana de la vuelta ciclista, el único año en la historia que fuimos final de etapa, de pedo. Mire usted, hace de eso justo tres años… fue la despedida del mundo antes que nos llevaran el carretero varias leguas p’al costado. Vino el hombre a pasar una noche y se quedó sin fuerzas para despegar al amanecer con el resto de la caravana. A los pocos días de andar dando vueltas arrendó una pieza, sin despreciar nada se puso a trabajar en lo que iba encontrando y de tardecita se dejaba caer por el boliche. Haciendo cuentas calculo que tardó dos años en animarse con la confesión. Sin apurarlo durante ese tiempo lo esperé, tarde o temprano ese hombre, con cara de renegar de sus facciones y del pasado terminaría abriendo la boca. Así pasó pues y usted don Gabriel es el primero en conocer lo sucedido. Ni creo ni termino de descreer… Antúnez se sentía bien en el tardío aflojar de los nudos del alma. Nunca mostró nada concreto para probar sus decires escénicos ni se lo pedí, el hombre imponía el creerle su palabra y tenía razón. Cuando al fin se sacudió esa carga de encima pareció estar mejor de ánimo, hasta reformó un galpón para iniciarse en el negocio de la lana. Era hombre serio y estaba clavado que todos le darían una mano a la hora de la verdad.»

Esta última charla fue el jueves, cuando el cielo empezó a abrir. Gabriel estaba decidido, por lo vivido los días anteriores en medio de la lluvia a quedarse el resto de la semana afuera del monte, con una buena gente del lugar consiguió arreglar el hospedaje por tres días. Le dijo al resto de la barra que pasaran a buscarlo el domingo porque estaba indispuesto; ayudado por faroles asmáticos, nubarrones amenazantes y caña pegadora él ingresó al éxtasis de una escucha obsesiva que no deseaba ni podía abandonar. Recién ahí Gabriel se percató de que el viejo tenía una rara habilitada para atender las mesas, observándolo al disimulo entre la luz mortecina de lámparas a keroseno y el humo de fumadores. Miguel parecía un maestro de los trebejos jugando partidas simultáneas, en cada pasada para llevar vasos vacíos el viejo intercambiaba unas palabras con cada parroquiano, parecía retomar historias distintas encontrando en las vueltas incesantes un «¿y?» ansioso e ingenuo, al que le daba la más sorprendente y justa de las respuestas. La continuación precisa inconclusa antes de desprenderse de la mesa, mientras el otro, junto con el alcohol recién servido hasta desbordar el vaso, paladeaba en su interior una cabriola de la imaginación dejándolo perplejo; a pesar del descubrimiento de la estrategia narrativa, a Gabriel le interesaban en prioridad los desplazamientos interrumpidos del Serafín. El próximo encuentro con Miguel quedó convenido para el viernes en horas de la noche. «Es más tranquilo» argumentó el genio telúrico de las botellas, que en tiempos mejores pudo haber sido un gaucho.

Más por tradición culposa que convicción espiritual, al mediodía del viernes santo Gabriel compartió con otros forasteros una cazuela de bacalao con papas, garbanzos, galletas de campaña y un vino áspero difícil de desprender del paladar. Comió como desesperado con hambre de finales, repitió varias veces de la olla y el resto de la marítima digestión durante la siesta soñó la prodigiosa vida de Antúnez, como si fuera lo más importante del mundo para resucitar en el transcurrir pasional del viernes santo. La noche convenida Miguel ubicó a Gabriel en una mesa desde la que se podía ver la calle a través de una ventana que desentona, redonda como ojo de buey más apropiada para una casa levantada frente al mar. El viejo le pidió esperar, dejó sobre la mesa una botella de caña con butiá sin abrir y dos vasos iguales, distribuyó entre los cuerpos nocturnos del boliche la combinación sedante de bebida y palabra y cosa rara encendió la radio; lo que aterrizó a Gabriel en sonidos conocidos de una Montevideo lejana de sus pensamientos a pesar de las escasa horas de viaje que de ella lo separaban.

En ese momento mágico de soledad suspendida e ignorancia de verdades elementales, fue cuando Gabriel decidió irse a vivir a un pueblo del interior en cuanto tuviera su diploma de médico; en ese instante plural entró al boliche un niño de siete años vestido como peoncito con boina de vasco y alpargatas, cuando alguien gritó en una de las mesas una flor de truco, en el momento cuando un hombre curtido por la intemperie, con la última pulgada de un pucho armado entre los labios se ladeó recostado al mostrador pidiendo otra ginebra; y a él le vinieron ganas de ver a Ricardo Dumont agradecer canchero sobre el escenario de un teatro del centro, mientas se acallan lerdos los aplausos de los reos del gallinero.

«Después de todo hay poco misterio y aquí amigo Gabriel me quedo sin más datos. Soy el primer sorprendido, lo mismo le pasa a la buena gente que conoció estos últimos días. Fíjese que durante el sábado pasado lo vi nervioso al Serafín, conociendo el paño evité incomodarlo con preguntas de viejo metido. A pesar de la poca gente que se arrima por aquí, al ser sábado había trabajo. Ni me preocupé cuando lo vi pasar delante de esta misma ventana desde donde puede verse ¿ve allá? el fondo del galpón donde ocurrió la desgracia. Eso sí, estaba empilchado raro… usted me entiende don Gabriel… como en los viejos tiempos que había contado. Me dije: todo hombre tiene el derecho del mundo a mamarse hasta las patas, cuando quiera y sin dar explicaciones a nadie además de su conciencia Pensé para mí: el hombre hace un tiempo que vive entre nosotros, sin recaída ni un mal gesto, si quiere mamarse que se mame… Ni yo ni nadie podía adivinar el resto. Seguí en lo mío olvidándome de Antúnez, a eso de las diez era noche cerrada y por eso se destacaba el resplandor reciente. Era el galpón de Antúnez, sin duda. A esa hora estábamos despiertos pocos en este pueblo de pocos, cuando arreció el chisporroteo oído clarito desde aquí supimos que nada podía hacerse, apenas el amague de arrimar unos baldes de agua y compadecernos por la mala suerte del amigo. Los pocos despiertos nos acercamos al galpón a toda carrera, desde el fondo las primeras llamas que divisamos iluminaban una chimenea de humo denso y espeso, un fuerte olor de alquitrán más que lana quemada. El portón principal estaba entreabierto, fui el primero en entrar pero apenas pude avanzar un par de metros, tropecé con bidones vacíos de nafta y unas estopas empapadas que eran un peligro, el calor era insoportable, aquello se había vuelto un infierno, como pude usando así la mano como ala de chambergo alcancé a distinguir algo que nunca olvidaré. No podía ser y sin embargo era. La armazón de un aeroplano hecho de madera y papel del que se usa para los carros de carnaval ardía en ese hangar improvisado. Al instante adiviné dónde estaba Serafín, pude imaginarlo atado con cuerdas al estómago del avión de mentira ardiente como para que ninguna movimiento lo salvara; imaginarlo cuando comenzó a rociar el traje con nafta, lento como si se estuviera perfumando con agua de colonia; verlo llenarse la boca con trapos sucios para que los últimos gritos no se parecieran a nada ni a nadie. Las llamas llegaron pronto al techo, que se derrumbó en un único estruendo dejando pasar el aguacero con toda impunidad, de puro milagro los tirantes cayeron lejos del aparato que, a medida que ardía se retorcía sobre sí mismo igual que esqueleto de vaca. Los testigos quedamos mirando hipnotizados el final de la tragedia, unos gotones de lluvia me golpeaban la cabeza haciéndome entender que eso no fue un sueño. Al rato quedó delante nuestro una masa de papel quemado, emplaste repugnante de engrudo mojado y alfajías de estructura crocantes como leña chica. El precario fuselaje había desaparecido, las alas de juguete se esfumaron; eso sí, la cola entera del avión se desprendió quedando intacta en el suelo, parecía un barrilete de gurises a punto de remontar. El cuerpo de Antúnez era una brasa de raíz deformada, entre pedazos de paño chamuscados asomaba una dentadura blanca y que recordaré mientras dure lo poco de vida que me queda. Ya lo ve amigo Gabriel… tres años conviviendo con un hombre y cuando empieza a conocerle algo de la vida, uno se percata que ni siquiera llega a entender la muerte de los otros. Quien le dice –siguió hablando el viejo Miguel-, capaz que Antúnez se pasó los doce años de silencio subiendo a aeroplanos de colección en modestos museos aeronáuticos de campaña, esperando que alguno se incendiaria cuando él estaba en el asiento del piloto y nunca se le dio. Quien le dice que aquella noche que abandonó la escena en Flores, en verdad le gritaron “matáte… payaso” y esperó esta semana para arder en su propio circo del aire pobre, de pueblo chico con la ayuda involuntaria de un viejo hablador, durante una única función que resultó primera y última, entre pulgones, arañas de galpón, comadrejas asustadas, un montoncito inservible de cueros de oveja.»

Cuando ya no quedaba caña en la botella, Gabriel salió alienado a recorrer el tablado de la tragedia que venía de escuchar, el viejo lo siguió caminando despacio; encontró al final paredes quemadas, un montón informe de ceniza mojada, el estuche vacío de guitarra española. La cola del aparato no apareció por ningún lado como si hubiera levitado por miedo a ser una reliquia. Gabriel preguntó con insistencia por esa supervivencia del fuego provocado y el viejo comentó: «Mire don Gabriel, de los aviones aunque sean de mentira y de los cuentos cuando son de verdad a veces los finales se pierden.»

Era tan cierto como que la semana de turismo se inventó para salir al campo a emboscar liebres y olvidarse de la cacería de historias a medio quemar; imposible conocer con certitud cuánta imaginación ardió aquel sábado antes de medianoche, cuáles fueron los mojones de alcohol y atardeceres que atravesaron Serafín, el viejo Miguel y Gabriel. Como cada tanto los diarios y la televisión inventan un nuevo doble de Gardel lo escuchado puede pasar como verídico. Cuando Antúnez murió -si los cálculos son correctos- tenía cuarenta y tres años; en el barrio del Hipódromo de Maroñas donde había nacido a pocos veteranos el nombre del suicida todavía le aletea en la memoria, eco lejano sin alcanzar a escucharlo del todo, «… después de treinta años…. ¿está seguro que era de por aquí? Serafín Antúnez, Serafín Antúnez…» y desarmao por la pregunta el hombre interpelado se aleja pensativo, mientras un zorzal, guacho y solitario, canta feliz en el silencio de la tarde desde las tupidas ramas del paraíso ese, poblado de caballos.

La semana del búho

Levante la Fama su boz inefable,
por que los fechos que son al presente
vayan de gente sagbidos en gente;
olvido non prive lo que es memorable.

Juan de Mena

Lunes

Lo que sigue está lejos de ser el relato de un sueño de verano y menos primer asiento del dietario difuso donde consten egresos a pérdida del tiempo. Una escasa semana de vacaciones es la ocasión menos propicia para la disciplina de evaluar el pasado y ponerse a imaginar situaciones originales; este comienzo intrincado y mis ganas de comenzar, son desenlace de la evocación que viene visitándome desde hace días con insistencia mientras ingreso sin pena ni gloria en la cincuentena. Quiere ir escribiéndose ella sola, aprovechando distracciones de la atención, camuflándose en la ingenuidad que permite un cuaderno escolar.

Nada puedo hacer para contrarrestar ese mandato excepto dejarla convivir con el presente, neutralizar su tendencia a ser obstáculo volvedor en mi vida futura; si bien resulta la última ocasión que tienen algunos episodios queridos de salvarse, dejados atrás por la avalancha de olvidos neuronales en la que estoy sumido. Es a excluir que me tiente la empresa de remontar la memoria con método, mi vida carece de pasiones complejas, aventuras extraordinarias e incluso el entrevero menor con eventos históricos -digamos que notorios- de las últimas décadas en el país y la mía es trayectoria carente de interés. Estando solo, a veces vienen al pensamiento en movimiento recortes de existencia sueltos, huérfanos de continuidad, relámpagos de nostalgias alumbrando por escasos segundos paisajes reconocibles. El recurrido espejo al costado del camino fue pisoteado muchas veces y en tanto transcurren los siete años de calamidades prescriptos en razón de tamaña torpeza, me asigno el trabajo nada titánico de juntar esquirlas del olvido.

Estas mañanas de sosiego incierto, decidí que me sorprendan juntando piezas del rompecabezas que nunca será armado como infiero de antemano. Un día serán pedazos de cartas nunca enviadas, otra mañana daré con el ritmo informal de una charla entre amigos en un bar; alguna vez, la costumbre de leer hará que lo redactado durante dos horas evoque la primera versión de un cuento confuso. Debo hacerlo de tal forma –casi serpenteando- para que dentro de veinte años pueda incluir las notas bajo el rubro ficción en el libro que jamás escribiré, haciéndole creer al lector irreal que se trata de un cuento y está leyendo un relato no obstante las advertencias en contrario.

El cuento de marras podría empezar así: había una vez hace muchísimo tiempo un querido amigo que se llamaba Jprge Cuinat. Es la evocación del génesis que me incita a enfrentar un recuerdo anterior, me lo permito porque a Cuinat como si ahora mismo lo escuchara, le hubiera gustado conocer una historia parecida. Sería de las pocas personas con una curiosidad alerta y la voluntad de rastrear el sentido simulado detrás de palabras altisonantes; luego de advertir el señuelo de retórica negación en la primera frase de la semana, él seguiría leyendo. Del resto de la gente tengo dudas, incluso admito sin rencor su decisión de detener aquí mismo la lectura, cerrar el libro inexistente y ponerse a mirar por la ventana lo que pasa en la calle.

Lo que sería peor para nosotros dos querido Jorge (desde ahora escribo sólo para ti que estás muerto) es que además de condenarnos como tipos carentes de interés, ellos opten por sacar del bolsillo otro libro sustitutivo y es probable que de Sam Shepard. Te adelanto que las gasolineras abandonadas del desierto Mojabe, los pastos secos que ruedan empujados por el viento de pueblo fantasma y en pasos gringos de Estados del medio oeste, los yonkis matándose por sobredosis de crac adulterado en urinarios de Central Park con el walkman sin pilas al costado, son más verdad tangible para los coterráneos que nuestra evaporada juventud oriental.

Con ómnibus nocturnos descompuestos, empleados de mutualistas fundidas yendo en bicicleta a cobrar recibos atrasados, vidrieras percudidas del centro apagadas apenas anochece y una población envejeciendo rondando la veintena tampoco se puede hacer demasiado barullo. Igual les vamos a dar pelea con nuestra historia, aunque aquí abandonen por falta de acción los ansiosos que se lo pierden y quedemos solamente nosotros dos hasta llegar al domingo que viene, enfrentando las sirenas acuáticas del olvido programado. En parte los entiendo Jorge y dos por tres a mí me sucede lo mismo, en los últimos tiempos hay pocos libros que logren interesarme más allá de la página treinta… a propósito: te cuento algo antes que me olvide. El flaco Juan escribió unas magras líneas desde Turín, donde disfruta de una escuálida beca del gobierno italiano para estudiar la obra del maestro Calvino. Una máquina universitaria y literaria complejísima que aquel armó en las sombras, artefacto que no terminé de comprender del todo pero que te hubiera divertido. Ojito compañero: el Calvino reciente de las ciudades invisible y el viajero en la noche invernal.

La imborrable imagen inicial rescatada el primer día de la creación es la estampa inconfundible de Cuinat, la tuya viejo lobo bajando del Talgo nocturno que termina en la estación de Sants de Barcelona. Era invierno y hasta recuerdo el año, yo estaba de paso en dominios de los Berenguer y Prat de la Riva, cuando combinamos para encontrarnos a orillas del Mare Nostrum después de años sin vernos. Llegué a Barcelona para verte y conseguir unos datos confidenciales en la biblioteca de Sabadell relativos a Torres García, que preocupaba a otro amigo también montevideano y fanático de pintor. En el andén subterráneo estaba muerto de frío, abrigado con una camperita de morondanga comprada en las rebajas de El Corte Inglés. Desde allí te vi por primera vez después de tanto tiempo, vestido con impecable abrigo marrón, corbata a pesar de la hora con sombrero al tono, tenías aspecto de circunspecto inspector incorruptible, con el cometido de evaluar a fondo la vida disipada de esa avanzadilla en los límites ibéricos del imperio romano.

Llega así la primera evocación viajando por el tiempo hasta esta casa prestada en Atlántida a pocos kilómetros de la capital, desde aquí contemplo la silueta del viejo hotel REX y donde podría escribirte una carta a París a la última dirección en la calle Tolbiac. De hacerlo eso de la carta, en pocos días recibiría el sobre intacto con el sello de La Poste anunciando destinatario ausente, te hubiera parecido normal si es que estás ahí todavía -como deseo- que en Tolbiac se construya la nueva Biblioteca de Francia con forma de libro. El envío improbable sería un intento insensato por desmentir la rotunda verdad de tu muerte, que llegó tan callando por colapso cardíaco y mentirme que es mentira. Atento Jorge que va sentencia sobada: nos percatamos tarde de los episodios esenciales a nuestra existencia. Ante tamaña obviedad habrías citado a Propercio, una pertinente sentencia de Cicerón salvando la situación inclinada al folletín sentimental, de acuerdo a tu parecer los romaneos de entonces lo dijeron todo y es probable que tuvieras razón. Si un milagro secreto nos juntara a los tres –Juan, vos y yo- nos defenderíamos por el absurdo de tanta tontería que nos invade, imaginando al joven Terencio en la cafetería de un motel de Arizona -con cuatro parroquianos sin contar mexicanos- leyendo a Bukowski, comiendo hamburguesas recalentadas de bisonte con salsa de tomate Heinz y papas fritas aceitosas empotradas en cucurucho de cartulina ordinaria, escuchando música country… acaso una botella de Jacks Daniel’s pudiera salvarnos de tanta ignominia acumulada. Así están las cosas por aquí, nos hubiéramos divertido fabulando aporías no eleáticas sobre la gente que se toma en serio el prefacio a la muerte bebiendo un buen whisky; del inventado con sacrílego esmero por monjes sajones que sabían latín y alcanzaron a Dios ebrios de Fe dentro del canto de Gregorio y si de ti dependiera, distante del bourbon campesino con sabor a mazorca. Con otras lenguas pervertidas tristes derivados del antiguo sajón, sólo se inventar la Coca Cola y el banana Split.

Si es para llorar el poco tiempo que tuvimos para sacar adelante tanto proyecto divertido, cuando aprendimos (vos viejo zorro lo sabías de antes) a relativizar la compleja cuestión del universo fuimos rodeados sin aviso por legiones devastadoras. Los livianos bergantines de la amistad zarparon urgentes a la deriva, emprendiendo largas travesías en solitario hasta encallar en alejados y recónditos arrecifes de los siete mares; donde sirenas tetonas y de clítoris escamados recitan para ellos dulces relatos del horror distante hasta enloquecerlos. Como te gustaba decir, aquí hay mucho verso… es verdad y la culpa es mía. Después de tanto invierno sin noticias tuyas, ahora que te tengo a tiro en corazón y pensamiento quiero dejarte inmóvil en la escritura, haciéndote con las palabras una infalible llave de lucha grecorromana para contarte lo que viene. Con razón puedes reprocharme que dejé pasar mucho tiempo para ponerte al corriente, admitamos que tu recuerdo era remolón y me invadió al descuido por sorpresa, cuando estoy en proyectos menos portentosos que los pensados para nuestras vidas.

Debería comenzar por asuntos sencillos y lugares comunes, el mundo es ancho y ajeno, la vida sigue siendo una herida absurda, veinte años no es nada. Recuerdo que con Juan éramos peritos en despedir amigos, dos tipos entrometidos llamados por una vocación indefinida que organizaban las últimas cenas festivas en parrilladas al aire libre; con aperitivos ingeniosos hasta por ahí, postres atragantados durante los adioses y promesas incumplidas de perseverancia en la correspondencia. Confieso que me costó una enormidad admitir que me quedaba solo; entre extraños y desconocidos sin historia compartida, como el último compatriota que al irse del país tendría que apagar la luz del aeropuerto, perder sin darse cuenta un amigo más, perderlo entre el martes soleado y un viernes ventoso. El juego consistía en ceder terreno ante un afluente de barro, movilizando vacas muertas y troncos desgarrados rompiendo el dique imaginado, arrastrando río abajo centenares de horas compartidas, los momentos irre por petibles y cuperables.

Te quedabas para siempre sin voz mientras se disolvían en la nada combinaciones de palabras únicamente tuyas, como cuando decías “en esta máquina hay mucho verso». A las semanas de partir eras un dígito telefónico de la central Cordón nunca más discado, te consustanciabas con el libro que quedó sin devolver, un número primo de gestos cotidianos jamás serían repetidos, sin quererlo caíste en la prisión de fugas imposibles amurallada con bloques de recuerdo y profundos fosos de memorias, vigilada por animales fantásticos de Historias Naturales Griegas. La delectación del ayer, mi recuperación en soledad de la sombra que fue nuestra amistad no logra suplir la avidez del presente, el deseo de que habites este mundo aunque sea como pastor haragán versado en églogas e inverosímiles bucólicas. Los parientes son débiles como nosotros mismos y la pareja termina cediendo, la resistencia se confunde con la supervivencia, pierde definición de diccionario y cuando los meses se amontonan se vuelven ganas de acertar la rifa de los estudiantes de Arquitectura: casa en Carrasco equipada, auto brasilero cero kilómetro, dos pasajes a Europa por avión.

Se vivió esperando igual que si nos hubiera sorprendido una tormenta de arena en el avance a ciegas por las dunas del tiempo y el sueño dominante era barrer la casa después del temporal. Nadie funda ya ciudades con destino como lo hizo tu admirado Eneas, los predestinados abandonan los pueblos de campaña, la vida agraria se apaga, las praderas son artificiales y se ceban de infelices los monstruos del cinturón urbano. La Banda Oriental fue un arrabal de campamentos armados a guerra escondiendo prisioneros, asediada por tropas infantiles de botijas descalzos, relinchos hambrientos de esmirriados caballos arrastrando carros de basura, proclamando urbi et orbi su condición de cónsules equinos plenipotenciarios de la miseria.

Martes

Era poco probable que a Montevideo llegara un exilado de los que escaparon por poco de un fusilamiento sumario, con la peregrina idea de hallar algo de reposo. Sigo creyendo que el hombre llegó despistado, buena gente te adelanto, un peruano verdadero y a mí de lengua floja para proclamar una Latinoamérica grande y unida, me llevó más tiempo del previsto entenderlo. Cuando digo entender sabés bien a lo que me refiero… no a discutir las tesis de Mariátegui con solvencia irrespetuosa, citar tres versos de Vallejo sobre axilas, piojos y París en aguacero ni entonar déjame que te cuente limeña, sino a comprender cómo funciona la cabeza del otro.

El peruano en cuestión era joven como nosotros cuando éramos jóvenes y logró hacerme sentir un inútil por quejarme de lo que me sucedió durante la dictadura. Mientras escuchaba de alguna manera lo envidiaba, llegué por él a cuestionarme el curso de mi vida pensando si estaba en el lugar donde puede hacerse algo diferente a lo hecho. La vida del peruano tenía sentido tangible ajeno a mi entendimiento sin ser admiración, mirá quién para caer en esas… ni envida que se reconoce enseguida; algo distinto y más en situación te escribo este segundo día para descubrirlo juntos. El tipo era dirigente de una liga campesina de reforma agraria en serio, a la que una redada del ejército le liquidó la cúpula dirigente ala juvenil. Desde ahí me confundo en fracciones regionales disidentes de partido, me pierdo de verdad en una cadena de retoques ideológicos entre el gran timonel chino y la teoría andina del foco. Tenés razón, hubiera sido sencillo averiguarlo; me negué a una indagación solidaria y franca, estaba agotado de explicaciones infalibles sobre razones de la Malinche, el gobierno esotérico de Isabelita Perón, comprender la emigración mexicana en la frontera gringa y la psicología de pingüinos del polo cuando me agotaba entender los rudimentos de mi vida.

Allí estaba el hombre de los Andes amenazado de muerte en su región, en nuestra San Felipe y Santiago donde llegó por una cadena de contactos clandestinos que recorría el continente por el medio, como otra cordillera oculta debajo de la tierra. Lo conocí en una de las reuniones de crueles sábados de proceso cívico-militar en invierno, iniciadas con la alegría contenida de cada invitado trayendo una cosita para picar y al final con gente tirada por los rincones, noqueada por discos repitiendo músicas compañeras de vino suelto y recuerdos discretos. Era complicada administrar el efecto de tales encuentros, de improviso, necesitándolo, aparecían relatos calmos y enervados de peregrinaciones a cuarteles del interior del país, para hablar unos minutos con un familiar si al comandanta a cargo se le antojaba; llegaban noticias vagas de amigos dispersos por el mundo y nadie estaba contento en su piel. Cómo sería la situación, que borré de la memoria los cuentos de la mayoría de quienes estaban esa precisa noche del mes de julio que te vengo armando.

Aquello parecía La batalla de Argel de Pontecorvo, uno llegaba conociendo bien a unos pocos y al resto lo tenías manyado de oídas. Si la máquina se armaba entre gente de oficio, de teatro por ejemplo, el que caía en la conversación sin experiencia, al principio se sentía sapo de otro pozo, que al final fue una profesión tan digna y respetable como cualquier otra. Uno llegaba a esos oasis de la noche buscando espejismos de esperanza y olvido, yo con botella de vino, un paquete de empanadas caseras rellenas de carne con pasas de uva. Cada envoltorio hacía las veces de ofrenda distinta y todos lo mirábamos codiciosos, como si adentro hubiera efebos, doncellas y hermafroditas predispuestos a una orgía que como las mejores cosas de la vida debería ser romana. En consecuencia de tal política tributaria sin planificar, se disponían sobre la mesa del comedor de la casa designada un montón de botellas diferentes, si había como plato fuerte de la velada ravioles con estofado, uno comía el primer plato con pan y vino tinto; por más buena voluntad del colectivo el segundo plato venía con moscatel y grisines. ¡Anárquicos excesos de la crisis!

«Así que sos conocido de…» era la frase usual en las presentaciones de entonces, la llave abriendo cavidades de memorias ajenas, iniciando conversaciones, buscando a ciegas hasta la aparición de tal huelga general o aquel partido (final de sudamericano, Uruguay 1 Argentina 0, estadio Centenario de Montevideo, nocturno gol de Virgilio a Roma ¡atletas con nombre senatoriales Jorge! en el arco de la tribuna Colombos, verano de 1967, clásico de antología) cuando coincidimos en las gradas con el desconocido que veníamos de saludar. Si estaríamos jodidos por aquel entonces, que por una pavada de casualidad creíamos tener el salvoconducto para todo tipo de confidencias, un frontón de pelota vasca dando y aguantando, estábamos ahí para ser nosotros también el extranjero.

Cuando cerca de medianoche llegó el tal Patricio a la reunión desconfié de primera, traía una botella de pisco Control, la cara distante en épocas de desconfianza marcó el inicio de mi recelo, viendo usurpados códigos compartidos en los que me hallaba cómodo hasta el momento. Era la suspicacia ridícula ante un americano verdadero, nos contaron tantas veces la pamplina cierta de que los orientales bajamos de barcos y estamos aquí implantados enfermos de europeísmo, que uno termina por creerla, destilando la defensa soterrada de conductas maniáticas xenófobas. El peruano era individuo de pocas palabras, me irritaba su silencio de cordillera y antes de intercambiar dos frase sentí su distancia como cuestión personal. Después del primer round de estudio y aprontando las depresiones nostálgicas sin redención, hacia las tres de la madrugada nos sobreviene a los orientales la verborrea lúcida de corral, superponemos brillantes aportes a la cultura humanista en general con la interpretación de los sueños para la quiniela y si hay una audiencia resignada, despacharnos con nuestra irrebatible tesis sobre la filmografía polaca de los años cincuenta.

En esas horas intermedias se puso a funcionar la máquina, bastó que Patricio contara –puedo escribirte que lo hizo con sinceridad- sin ponerse en actor dramático de pacotilla alguno de los terribles episodios de la vida minera y campesina de allá, para que captara como un imán la atención, concitando una solidaridad unánime por la desgracia de sus hermanos de sangre. Una compañera predispuesta a la veta política sensible quería llevárselo a la cama o sucedáneo -se le notaba- para ahondar sin trabas intelectuales ni teóricas pequeño burguesas las raíces indigenistas de su sexualidad inconclusa. Cierta voz docta de barítono, que nunca falta cuando se reúnen más de cinco compatriotas, desde su puesto de observación sobre un mullido almohadón artesanal de Manos del Uruguay, decorado en graciosa coincidencia con guanacos rectangulares de cooperativas lanas multicolores, comenzó la evaluación del cambio en general y su articulación en el caso concreto considerado e instruyendo de paso al visitante; otro, más tímido pero igual de astutillo, se embarulló en las opciones evangélicas de la teología de la liberación y potenciales redentoras de la comunicación alternativa. Era un enorme malentendido arborescente, si bien comenzaba a disfrutar las irreverentes evoluciones del encuentro pluricultural no podía meter la cuchara de ninguna manera, por carencia e información sobre cuestiones tan ajenas a mi cabeza y luego por móviles subjetivos menores.

Sabrás que desde mi llegada a la reunión sin mi aquella de entonces, resulté permeable al parpadeo deslumbrante de la ninfómana cósmica que te referí líneas atrás. Ello justificaba erigir una plataforma indigna y desde donde conformar un orillero rechazo por Patricio, por otra parte venido de tan lejos. Bastante tenía con lo sucedido en casa terminando una semana de mierda para encima asumir, sin comerla ni beberla, la cuestión minera de un cerro conflictivo perdido en el interior peruano. Audaces fortuna jovat me dije y pasando sin transiciones de la teoría a la praxis organicé la contraofensiva, su recuerdo me produce todavía vergüenza sin negar que en su momento la disfruté. Mientras la reunión seguía concentrada en cuestiones trascendentes, yo me dirigí al rincón donde estaba el pasadiscos. Luego de buscar con perfidia de cínico deforme, coloqué la púa sobre el surco de una versión insultante de El cóndor pasa Ray Coniff orquesta y coros. Terrible y lamentable, un mamado despistado creyó que lo mío fue iniciativa simpática y banda sonora del film que nos contaban en versión original; el peruano que de gil no tenía un pelo captó la provocación al vuelo, valga la imagen habida cuenta de la música concernida. El perfil político de la conversación estaba hecho añicos y la anécdota del peruano desprestigiada, Ana María se acercó y me dijo al oído «adorado mío»… ahí supe que las consecuencias de mi iniciativa serían duras de pagar. Patricio se marchó a la cocina, la ninfómana causante del desaguisado por su excesivo interés, traducido en atención exclusiva con aroma a entrepierna mojadita, también aterrizada de emergencia del éxtasis andino, me miró con desprecio de fiera como al último machista del planeta, deseando que allí mismo por maldición de brujería aymará se me secaran los cojones como pasas de empanadas. Adiós esperanzas vanas. Ninguna victoria es completa ¿cómo lo traducirías al latín?

Dos caballeros desparramados sobre el sofá comenzaron a cantar «no nos moverán” y recordarás lo sucedido siempre que emprendimos tales estrofas de militantes emperrados. Antonio, el iluminador del Teatro Circular viendo que la situación degeneraba a inusitada velocidad, pudiendo llegar a vergonzosas escenas de palabra y acarrear conatos de pugilato, se precipitó hasta el rincón de los discos y puso el primer larga duración que grabaron Troilo y Grela. Ellos dos solitos como musiqueros trasnochadores de boliche, tocando a puro bandoneón y guitarra unos tangos maravilloso.

-Linda la musiquita, me dijo Patricio volviendo de la cocina y trayéndome a mí, a mí Jorge, una taza de café caliente y una copita de pisco.

-Si, linda, contesté sin intención de retractarme, incómodo por quedar en evidencia y la inesperada reacción conciliadora, cuando lo más lógico hubiera sido que me partiera la jeta de una piña sin mediar palabra.

-Algunas noches la música es más expresiva que las palabras, agregó.

-Cierto.

-También puede falsear.

El diálogo venía demasiado inteligente para mi precario estado de lucidez a tales horas y dejé consolidar sin preocuparme el silencio de las confusiones. A pie firme Patricio permaneció a mi lado sin aflojar.

-Un día de estos –siguió- tendremos que escuchar música nosotros dos, mano a mano. Por unos meses esta será mi ciudad, nunca me gusta despedirme de los lugares sin haber conocido sus mujeres, escuchado su melodía profunda y es seguro que los uruguayos además de charangas militares tienen otra música. ¿Sabía que los mejores tangos cantados por Gardel los escribió un brasilero?

Las palabras de Patricio fueron cursis y efectivas, se levantó sin esperar mi respuesta y me sentí mal de todos lados, cuando volví del baño el peruano no estaba a la vista, la que te dije tampoco era localizable en las inmediaciones, pura coincidencia pensé en crisis de celos patrióticos. Queriendo consolarme busqué el disco de Edmundo Rivero cantando en lunfardo, que antes era música de reo de barrio y ahora es objeto de culto. Araca la cana Jorgito y a domani.

Miércoles

De otros pormenores de aquella noche mi memoria venial guardó el embrujo del guiso de lentejas, en eso Ana María la dueña de casa es maestra invicta e imbatida después de todos estos años. Al mes del incidente reconstruido ayer un encuentro casual pudo alterar la jerarquía de los recuerdos, la reconocida mecánica perversa de tu cerebro, tendiente con malicia a la bacanal romana, se inclinaría hacia el rembolso de pasiones frustradas, especulaciones libidinosas sobre la reactivación de la ventura erótica, de haberme cruzado con la ninfómana telúrica en el trámite para renovar la cédula de identidad. Ahí, con palabra dulces y mimos compradores de galán experimentado, recuperar el honor mancillado del élevage criollo en la infortunada noche de los piscos.

Recuerdo que ese día fui hasta la Intendencia a pagar una cuota atrasada de la contribución inmobiliaria cuando algo sucedió camino del foro. Me desplazaba por el interior del terrorífico edificio amenazado por sospechas de marabuntas insaciables, cuando de pronto, en el tenebroso recodo de una escalera mal iluminada donde empezaba un largo corredor, de seguro conducente a despachos abandonados, donde el responsable cayó en desgracia (muerto por asfixia de expedientes animados y voraces, apoyados por ataque sincronizado de ratas asesinas) me topé con Patricio. Podés imaginar que el peruano era la última persona con quien deseaba encontrarme. ¿Entendés por qué te digo que el Municipio es un edificio maldito.

Me reconoció y tenía carita de pensar “esta es la mía».

-Que hubo pues, después de tanto tiempo, dijo, enfrentándome sin permitirme inventar una excusa de ventanilla a punto de cerrar aguardando mi contribución. Pues sí que es una casualidad y de las buenas.

-Caramba Patricio… ni que me hubiera estado buscando, respondí dando por descontado que él sabía la razón por la que yo estaba allí y también el olvido, el clásico manto piadoso del suceso de marras que nos encontró el mes anterior.

-Claro que no hombre, faltaba más. Presentía que nos veríamos antes de mañana, purita intuición nomás.

– ¿De qué signo es usted? pregunté burlón, relativizando casualidades y oráculos soterrados en que el peruano bandido quería comprometerme.

-Mi carta astral es de otro cielo que el de sus horóscopos, para mi tienen otro nombre secreto las constelaciones. ¿Qué tiene que hacer el sábado de noche?

– ¿El sábado? Por ahora no sé, pero si tuviera un plan por más importante que sea debería cancelarlo. ¿Estoy en lo cierto?

-Está. El sábado llegan unos compañeros de por allá y quisiera que se dejara caer por casa. Nada formal, unos traguitos de pisco y de su grapa ítalo uruguaya. Anote la dirección. Venga con las manos vacías, lleve en todo caso unos tangos de esos que tanto le gustan y el resto déjelo por mi cuenta.

Como si hubiera tenido un desgraciado encuentro con un hechicero me encontré en la explanada municipal con la dirección de Patricio en el bolsillo y la certeza del sábado perdido. Era claro que no estaba en mis mejores días. Si, ya sé Jorge: jodete por nabo.

Era imposible definir cuánto tiempo mío faltaría para llegar del miércoles municipal al sábado indicado por la celada, había por medio los trabajos y los días querido pibe, diría el insigne magister Vicente O. Cicalese, entre altivos estilistas testarudos y santas prostitutas en deliciosa conciliación de oficios preconciliares. Tan imposible resultaba como medir los años extraviados desde aquella espera del sumario andino, hasta esta mañana soleada de vacaciones en que te cuento la carta del tercer día imaginado que la envió sabiendo que jamás la leerás. Si es dogma que la muerte se ensañó primer contigo, no dejaremos que ello borre nuestras horas felices. Scribitas ad narrandum. no ad probandum. Bien ahí… tranquilo el perro, depón toda sospecha de máquina intertextual demostrando nuevos conocimientos de tu viejo latín. ¡Que Santa Petronila perdone semejante osadía! Es el saqueo de las páginas rosadas del Sopena verde, las del final con voces y locuciones en desuso.

Dejando aparte las aversiones menores causadas por el topetazo burocrático, resulta que marché a la cita coercitiva asumida como reparación, tránsito doloroso de la autocrítica. Sé que Patricio decidió que yo fuera en cuanto me vio y tal vez antes; estaba curioso por conocer la forma del castigo preparado, siguiendo mis inclinaciones a la escasa autoestima marchaba dispuesto a poner la cara y de puro belinún quedé contrariado por mi reprobable actitud de cretino celoso. La dirección correspondía a una casita modesta de la zona menos poblada del Cerro, bastante a contramano de todo para intentar una escapatoria tempranera y combinar otra actividad posterior a la reunión prevista.

Mi aspiración de comenzar el sumario haciendo buena letra me llevó a ser puntual, cuando llegué la reunión se estaba armando y había un clima de recepción menos sutil del que supuse. Lo peor vendrá más tarde pensé, y si en algo se equivocó Patricio al invitarme, fue en suponer que fui un cajetilla toda la vida. Quién sabe qué le contó la que te dije sobre mí y salteándose planes quinquenales de existencia sobre calles adoquinadas, cuyo recuerdo utilitario da oficio para salir de encerronas como la que veía venir. Si pensó que yo estaría incómodo entre «gente sencilla» ahí le erró como a las peras.

-Esto sí que es una sorpresa, me dijo el anfitrión cuando abrió la puerta. Pensé que a última hora se echaría para atrás.

-Empezó mal entonces. Como dice el himno patria… sabremos cumplir!

-Hoy es distinto a la otra noche, no habrá invitados que trabajen en el teatro ni en la enseñanza superior, apenitas amigos de la construcción, gente sencilla.

-Si es por eso despreocúpese; sin saberlo el peruano me brindaba una buena oportunidad de réplica que aproveché sin pérdida de tiempo: Mi abuelo fue albañil de cuchara y fratacho, desde niño conozco lo que es ganarse el jornal construyendo casas para los demás,

-Acomódese por donde le parezca, se limitó a comentar.

La advertencia del recibimiento era fundamenta, en el salón había una cuadrilla de obreros jóvenes de la construcción, que fue donde Patricio encontró trabajo para vivir los duros meses montevideanos, un par de lindas chilenas venidas de Valparaíso a estudiar medicina y pisándome los talones, llegaron los compatriotas de Patricio en ruta hacia Europa.

Te cuento que la primera hora estuve tenso sin beber casi nada, con defensas alertas esperando el envión reivindicativo de Patricio que no cuajaba en ninguna de las configuraciones que imaginé los días precedentes. Todo lo contrario, la peña avanzaba destrabada en la conversación y sin sociodrama a la vista, mediante modalidades de comunicación diferentes a las nuestras los mensajes circulaban en códigos cuya existencia y funcionamiento me eran ajenos. Siendo el clima mejor de lo esperado me desacomodaba aquello, al punto de hacerme sentir vergüenza retrospectiva por hablar del continente con soltura sin haber nunca saltado el límite departamental, creyendo que por obra y milagro de la historia estaba viviendo en el punto de observación privilegiado. Sin resultar falso era todo mentira Jorge. En el mismísimo Cerro de Montevideo rondé el sólo sé que no sé nada en traducción subtropical, pruritos pretéritos que puedo confesarte hoy; en cuanto a la distancia entre las ilusiones de antaño y la agobiante verdad sobre la cincuentena, pienso fastidiare otro día.

En la segunda noche donde estamos la manera de hablar el español era otra, que a mi entender sonaba a legítima lengua de violencia, sin olvidar -como tú señalabas al pasar- que se trataba del arrabal morisco y sefardí de la única gramática digna de tal nombre. Como vez querido amigo, hago méritos y necesito captar la atención predisponiendo tu benevolencia; las pausas, los silencios de altura percibidos en el ambiente frenaban mis intenciones de sacar del bolsillo la casete de tango que llevé a modo de amuleto protector.

Marché al Cerro en plan evangelizador a predicar -en nuestro único monte a mano- la verdad que nada había en el mundo comparable a un tango del barrio sur y resultó que mi razón para estar en casa de Patricio era escuchar sin interrumpir. Pasaba de ser un preste de la teología de la liberación a feligrés converso y temeroso de prodigios que llegarían el año mil quinientos. Entendí la estrategia del incaico; él prescindía de estrategia en acepción militar de legión invasora, excluyó argumentos vengativos y gesto irónicos despreciando mi arrogancia pasada, deseaba que lo dejara hacer a su manera sin interrumpirlo, verlo vivir entre los suyos hasta que fuera consciente de mi ignorancia.

En aquellos días por razones que no vienen al caso evocar, vivía la ciclotimia que transita de la infundada superioridad agresiva e ignorando la existencia del otro, a un complejo de inferioridad injusto con nosotros mismos. Esa vez era yo el de facciones diferentes y faltaba la solidaridad esperada en compatriotas de la construcción, que parecían hostiles a mis intereses. Es más, cuando los andinos se despachaban entre ellos con expresiones en su dialecto común, me sentía observador intruso detrás del cristal esmerilado y con desprendimiento de rutina mirando la nada, como hacen los perros viejos que tienen cataratas.

Jueves

Me parece oír antes de ponerme a escribir la risa y tu voz, diciendo jodéte por entrar de ojos abiertos en ese verso telúrico, poniendo como angelito la cabeza adentro de la boca del león, insistiendo en que lo mejor que pude hacer hubiera sido borrarme discretamente y meterme en un cine a ver un trasnoche policial. Pude haberlo hecho de todo corazón… concédeme en la emergencia algo de crédito, no te contaría pormenores de un episodios que me llevó a la humillación y bochorno si algo de lo ocurrido esa noche en el Cerro no lo justificara.

Lo cuento por escrito, arrastrado por la inesperada cadena de recuerdos que me enredó en el balneario y como a nadie le importan los sucesos del pasado, es preferible decirlo al amigo que leyó a Ovidio en lengua original sin traducciones. Situación privilegiada para entender que lo fantástico es breve repliegue de la realidad, metamorfosis evanescente y mariposa del deseo. Luego de conocidos los hechos hallaremos explicaciones coherentes, que sin duda existen a pesar de desconocerlas. Especulando sobre tales minucias nos hubiéramos divertido, pero antes debo pasar el trance egoísta y liberado de narrarte los hechos de esa noche. Cuando un recuerdo complejo se hace anécdota común y corriente, que puede contarse como si hubiera sucedido a un extraño las pesadillas se alivianan. Distingo ahora mismo el recuerdo completo metido en la cabeza, es un virus ajeno a mi sistema, bacteria nociva, generación espontánea de fantasía enferma, incubando para marearme en los momentos cuando el cerebro está ocupado en asuntos mejor administrables; es bueno tener amigos a quienes confesarle secretos que avergüenzan.

La tertulia tendía a concentrarse por el ritmo lento de la conversación que ellos imponían, lo opuesto a nuestro estilo de comedia del arte que nos permite manejar varios centros de atención distintos a la vez y en voz alta. La amistosa dispersión resultó dejada de lado, las palabras sobrantes fueron excluidas, a medida que avanzaba la noche las frases de despojaban, las oraciones desprendían sin resistencia lo accesorio e íbamos en marcha hacia el silencio, la ausencia del diálogo rebasando mi compromiso. Ninguno de los presentes levantaba la voz ni para pedir otro vasito de pisco, con decibles de bajísima frecuencia como se venía manejando la audiencia, se entendía lo dicho sin la sospecha de un segundo nivel de referencia, allí hubiera sido insoportable una carcajada. Sin derivar la charla a la unanimidad estática, el conjunto parecía orquestado por un titiritero invisible, que alcanzaba sin esfuerzo la claridad de las palabras evitando la superposición. Valorando el sigilo como tesoro, balanceando con delicadeza sonidos y ausencias ellos utilizaban la lengua vencedora para la comunicación imprescindible con el mundo. Podía ser a causa del pisco o la conciencia de culpa transitando la lingüística comparada, pero yo deducía en las facciones de Patricio la violencia de los sonidos impuestos; a nosotros el calorcito del sur nos derritió la zona furiosa del idioma, que naufragó como un vapor de pasajeros en el estuario del Plata. El frío de la cordillera congela las palabras, comprobé que las mismas palabras hacen volar sentidos diferentes según quien las pronuncia, comprendí poquito a poco -en esa vivienda modesta detrás del Cerro nuestro- que hablé toda la vida el idioma equivocado utilizando sin percatarme un instrumento imperfecto.

La infelicidad acumulada provenía de mi incapacidad para expresarme y llegar a entender lo que decían de verdad los otros si me decidía a escucharlos. Estudiar gramática se me apareció como una farsa mayúscula y engaño previo al otro mayor de querer enseñarla. Tú lograste flotar los años de vida que te quedaban porque en gesto soberbio, remabas en latín y soñabas sin traducción glorias de toda especie que fueron verdaderas. Leyendo en tu sillón arrasaste sin piedad ciudad amuralladas, conspiraste con suceso en intrigantes foros urticantes de puñales homicidas, aprendiste los ritmos incambiables de las lluvias agrícolas y rebautizaste dioses malhumorados en tanto de apropiabas del mundo parcela tras pacerla. Los otros que estudiamos los escritos de lenguas derivadas, caminábamos por cornisas de playas sin resabios de islas maravillosas; llegábamos a duras penas hasta roquedales despoblados obstruyendo el sendero de la arena mojada. Igual que los patos amaestrados del circo acrobático de Pekín retornábamos al punto de partida, cebando mate satisfechos como turistas despreocupados, eligiendo el sitio sobre la costa donde levantar la casita de ladrillos y tejas, toreando el mar minimizando su voracidad agazapada, aguardando bajeles cuya quilla jamás calafateamos ni partieron la espuma tóxica de olas fatigadas del este del país.

Aquella noche recelaba a esos hombres curtidos de pelo renegrido cuyos antepasados desafiaron el verde de la selva y el frío de la altura para que sus palabras resonaran cerca del sol. Ellos osaron cotejarse a riesgo de la vida y de lo otro con seres superiores aguerridos. Lo hicieron luego de infinitas generaciones escalando laderas con el fin de erigir la ciudad imposible, la ruina perfecta ajena al murmullo compacto de jubilados nipones con viseras Sony, una fortaleza escondida, el templo inaccesible abandonado para disipar cualquier asedio. Me daba por pensar si los orientales seriamos capaces de construir escaleras interminables sacando con las manos los corazones vivos, trepar hacia mitologías inciertas, si podríamos concebir en nuestras conversaciones de falsos suizos -más soberbios que los verdaderos- el gesto de esculpir en la roca dura un bloque cúbico de siete varas de lado con varias toneladas de peso, subirlo cuesta arriba desafiando el verde impenetrable de la selva y el veneno de alimañas mitológicas: nosotros que ni siquiera inventamos los relojes cucú. Había en los tipos y el pueblo de donde venían algo de demencial en eso de concebirlos llevando un caudillo adorado a hombros, siguiendo la ruta sagrada que conduce de la nieve al arroyo, del hielo eterno a las aguas termales del llano.

Los entendía sin que se tratara de mi lengua; convencido de mi sagacidad aplicada antes de manera incorrecta, Patricio me colocó en el umbral de la desesperación dejándome mudo aventándome hacia socavones de silencio. Esa noche puede que haya decidido abandonar los estudios sistemáticos del idioma castellano, eran demasiadas vivencias amontonadas para mi blanda comprensión del mundo sin raíces, me quedé de pronto sin pasado, tenía acaso un esbozo de biografía y un álbum familiar deteriorado. El mapa de América me pertenecía tanto como la carta desmembrada de tu amado imperio romano al llegar la hora crepuscular de las legiones, era sencillo recrear la historia desde la llanura y adquirir un sentido de la inutilidad que arrastro desde hace tiempo. Claro que vos, como buen cínico formado en la mejor escuela, desvelas el nudo inicial de una tragedia sin escapatoria, aunque la trama sea insignificante y el deux ex machina de último momento falta sin aviso. También esta mañana de jueves para traerte aquí conmigo, entre los vivos por ahora, compartiendo un refresco de naranja con hielo, mientras avanza el día hacia las sombras de Plutón.

Viernes

Las elucubraciones donde busqué auxilio aceleradas por el pisco y la soledad creciente, insinuaban que tu amigo estaba en el sitio equivocado. Sentí unas ganas enormes de huir y regresar a mi casa, abrir el pestillo de mi puerta, subir a oscuras los peldaños de mi escalera, sentir cerca de la cara el olor de mi frazada de mi cama, para dormir mi sueño. Mi yo debía aceptar estar atrapado en la jaula del Cerro, ser pájaro campana en una trama de filamentos tenaces de donde escaparía sólo cuando soltaran la bandada. Consideré irme de allí sin dar explicaciones, me repetía que deseaba con toda mi alma partir en tres minutos lo que fue irreconciliable con mi voluntad para hacerlo; a la par que me atemorizaba poniendo en entredicho hasta la última de mis palabras, la situación desafiaba mi coraje de vivir una nueva experiencia.

En la conversación contemplaba y siendo estudiante novato en la primera fila del quirófano cómo se procesaba la autopsia del lenguaje. Era mirar el cuerpo descuartizado de un hermano mellizo muerto en un accidente de auto; indefinido y filoso algo desgarrador se hundía sin piedad en las palabras, hurgando por si tenían un alma distinguible del cuerpo. Desde la austera profanación se ordenaba una ceremonia sacrificando a divinidades innombrables verbos cautivos, degollando adjetivos, preparando con pericia preposiciones para ofrendarlas a los dioses de piedra que rigen el callar probando que la riqueza excluye la abundancia sonora. El verdadero tesoro de la lengua no está en el Corominas sino en interiores palpitantes, el lenguaje seguirá siendo una montaña sagrada que se deja rodear sin peligro por la base y ofrece el filón sólo si hay valor para escalar, dinamitar, arrancar con manos ensangrentadas y a ciegas en galerías profundas poniendo en peligro volver a contemplar la luz del día; quedar atrapado en la oscura alienación del sendero equivocado o morir en la mitad del intento. Escuchaba en la ladera del Cerro demolerse la lengua insulsa con la que intento escribirte y admito el fracaso en cada oración cuando pretendo inventar nuestro idioma en común, disolviendo distancias y circunstancias negadas.

Ni cigarrillos cargados circulando con generosidad ni el pisco fluyendo frío por las víscera sin provocar la ebriedad vomitiva del vino tinto malo eran la causa de mi creciente desasosiego. Conocía la razón del nuevo estado de ánimo, la sabía alejada del amor propia maltratado y temía lanzarme en una indagación a como diera lugar. Se hablaba por otra parte de asuntos varios sin interés, digamos el ajuste trampeado de jornales adeudados la quincena pasada y el examen postergado de endocrinología, universos extranjeros de nuestras tendencias a la sátira y mi empecinamiento en hablar con los muertos. En el ambiente aproximado al que intento describir cada detalle del todo alcanzaba dimensiones desmesuradas, levantarme del asiento y llenar hasta el borde el vaso con pisco era distinto al mismo gesto entre nosotros, mirarnos a los ojos con una de las chilenas era recordar la frescura de acercamientos previsto a las heridas de la vida –imagen cursi coincidirás conmigo- cuando aquellos nosotros estábamos lejos del temor al fracaso.

Fumé como habitualmente y exageré la bebida tomando demasiado, en términos generales estaba bien pero debí invertir la proporción de los placeres para conformar la lucidez apropiada a lo que se venía. Te dije que había músicos y como cosa normal del encuentro, comenzaron a tocar cuencas sencillas sin pretensiones ni enunciados de tiempos venideros para concretar mitos conocidos de reivindicación social. Les dispensaba una atención lateral, pero escuché cuando Patricio le dijo a uno de los viajeros:

-Acá el amigo tiene dificultades para entenderse con la música andina.

El interpelado movió la cabeza pareciendo estar al tanto de todo, como si Patricio le hubiera narrado con lujo de detalles lo sucedido donde Ana María.

-Si no le molesta –dijo Patricio sin esperar oposición en un espíritu bajo en defensas racionales-, el compañero tocara alguna cosita nuestra. Faltarán violines de sintetizador y los sha la lá de muchachas de colegios mormones, hoy puede prescindir de ello.

-Por mí todo bien, no problemo.

Era tarde para recular, a esa hora en vista del asalto imprevisto había que bancar lo que viniera y me abandoné sin oposición olvidando el sentido del tiempo. Cada uno de los presentes buscó su lugarcito en los sillones modestos de la sala, algunos optaron por tirarse en el suelo, había caras de fatiga por una semana de trabajo duro. Lo único bueno que anunciaba la situación, era que una vez terminado el recital improvisado que anhelaba brevísimo comenzarían las despedidas y mañana será otro día. Por el momento mi problema era saber cómo haría para salir del Cerro a tales horas, la estrategia decidida consistía en aguardar quietito, sin provocar ocultando mi asunto privado con la crisis del idioma, tratando de pasar inadvertido hasta que se alejara cualquier asomo de escaramuza.

Mis queridos casetes de tango sobraban en esa noche precolombina, los pobres pesaban más que un Smith & Wesson de grueso calibre con el cargador lleno. Era una bestia aria y nazi conquistando el dominio sagrado de Atahualpa, interpretando un Te Deum de extermino en un flamante bandoneón Doble A. Como decimos los perdedores partidos son partidos; a mí que prefiero los churrascos achicharrados, me invitaron a comer pescado crudo macerado en jugo de limones verdes y sin chistar debí tragarme un inmenso plato de ceviche. Los recuerdos tangueros eran mi única vía de salvación, milagro chapucero de santo malandrín napolitano apretaba las cintas grabadas como si se tratara de amuletos destinados a San Cono y bendecidos en Florida; para prometerme recordaba a ritmo de plegaria mariana de primera comunión las letras escritas de Enrique Cadícamo, Homero Manzi y Federico Silva. Me emocionaba con oraciones perfectas del arrabal y eludía el avance implacable de la máquina del lenguaje congelado, recordaba que nosotros en la Banda Oriental heredamos la exuberancia de la orilla latina del Atlántico, sin pasar a cuenta de defectos congénitos atributos pintorescos que creo positivos. Recitaba estrofas en murmullo buscando paliar el temor a quedarme mudo por la economía lexical de los contertulios.

Más distendido recobré la respiración del habla rioplatense, volviendo a nadar como corvina neurasténica en las aguas marrones del Río de la Plata; al fin de cuentas es sugerente que dos de los grandes poetas tangueros se llamen Horacio y Cátulo. Por rosa rosae venía para nosotros el reconocimiento del habla cotidiana, mirá: Aníbal Troilo ¿no es nombre de incorruptible senador togado en desgracia, exilado a las últimas fortificaciones del sur del imperio, donde mitiga su dolor componiendo música de una región inexistente? Mafia, Grieco, Piro, Donato, Héctor, Julio, Virgilio, Ástor. ¿Ubi sunt? Por los laureles triunfantes de nuestros héroes vernáculos levanto en mi Atlántida real el vaso de Cinzano Torino, desde esa última trinchera recuperé la fuerza moral y vislumbré la salvación posible sin temer la arremetida.

Podía admitir la diferencia sin temores pero algo cambio y para siempre, el amigo músico en cuestión coordinó nos movimientos, se paró pongamos por caso para regular la respiración luego de sacar de un bolso de cuero, pintado con muchos colores, una flauta de varias cañas de diferentes tamaños. Después de sonidos aislados que mi ignorancia en las artes sonoras del aire atribuyó a una especia de afinación, comenzó a tocar una melodía de montaña. El grupo marchaba a Europa, seguirían de aquí por tierra hasta Río de Janeiro, donde el billete de avión hasta Madrid era más económico, se venía hablando de actuaciones contratadas en radios escandinavas. Lo que más interesaba al grupo era recorrer mundo, yendo con la música por plazas, mercados, estaciones de tren.

Para mi oído inepto, cerrado a músicas distintas a las oídas en la radio de la casa de mis abuelos italianos sería complejo afirmarlo con certeza, la intuición me insinuaba que el peruano tocaba el instrumento a la perfección, avanzando sin tropiezos en la intención de vincular sonidos con un paisaje que nunca visité. Perdería el tiempo si quisiera describirte la música escuchada, tampoco sabría decirte su nombre, anotá para ir llevando que era inconfundible y se parecía sólo a ella misma evolucionando. Faltan palabras para comunicarte lo escuchado, podría ensayar acaso narrarte lo ocurrido que invalida de antemano el estilo realista. Sin prisa, como si tuviera el secreto del cosmos de su lado, el músico pasaba de un tema a otro sucediéndose tristezas de notas prolongadas con ritmo urgido, de los pulmones el aire salía musicalizado y lo digo por cierta pausas prolongadas entre las cuales los presentes quedábamos inmóviles. nadie interrumpió dando así su conformidad ni para manifestar el menor descontento. Adentro del cuerpo mío el pisco, al que me dediqué con exclusiva desde el comienzo, permanecía sin mezclarse con la sangre. Podía sentirlo fluir por venas y arterias sin desmenuzar enlaces moleculares, siguiendo recorridos torrenciales imponiendo su voluntad propia, corriendo libre y espeso desplazándose sin respetar obstáculos, veloz. Los parpados me pesaban como bolsas inmensas de arena mojada negándose a caer del todo, algo desconocido me inmovilizaba en tan extraña vigila, fuerza inconfundible con arrebatos ácidos de la borrachera y propia de toda ebriedad; la boca reseca ni el dolor de cabeza presentida formaban parte de los síntomas inmediatos, tampoco la sensación de revoltijo en el estómago anunciando el vómito bordó en la vereda. Temía cerrar los ojos durante siete segundos y quedarme dormido, era un temor justificado y cuando lo hice -sin separarme del ambiente- se pulverizó mi sentido del tiempo, fui transportado a dominios lejanísimos y algo intangible se desprendió de mi cuerpo iniciando una huida levísima. La música ejercía tal atracción que podía levantarme a alturas donde tenía dificultades para respirar y allí me cruzaba con espectros recordando rostros queridos del pasado.

Era inconcebible que Patricio hubiera mezclado algo en la botella de Control que expropié para uso particular, tenía miedo y aquello era fantástico, perdía mis certezas de racionalista medroso mientras era incorporado en naturalezas sorprendentes. Estoy loco, pensé para protegerme; borracho era lo que estaba escribo ahora más cerca de la verdad, es la única explicación que con el tiempo pasado se mantiene en pie. Sería inverosímil que por unas quenas de morondanga, respiraciones discontinuas impelidas a pasar por cañas desiguales y unos piscos alineados padeciera tamaña transferencia. De lo visto los minutos finales de la reunión, lo sencillo de explicar es la sensación de frío intenso y provocada por el paulatino alejamiento del calor concentrado en la tierra. Frío indagando un universo hecho noche sin soles moribundos colgados en el firmamento: el frío de frontera con la muerte y a pesar de lo mucho que tiene la metáfora de valsecito esquimal se me congelaba el cuerpo descubeindo la aventura que sucede al otro lado de la vida.

Como hoy te veo en las palabras que escribo, te veo a vos Jorge que estás muerto.

Sábado

Todo será olvidado algún día, lo sabés mejor que nadie porque viviste a lo grande interpretando palabras que por siglos parecidos a la eternidad definieron el poder, insectos, monstruos, enemigos, la escena y el reino de la muerte. Yo imagino algunas tardes, que mis abuelos muertos bajan casi niños desde la cubierta de paquebotes de tercera a muelles americanos, pisando pasarelas inestables prolongando mareos; por eso me visitan pesadillas de muelles desahuciados en bahías inexistentes y traté de arreglármelas remendando el cocoliche que escuché hablar en los años de infancia. Un tanguero recalcitrante rondando la cincuentena, si logra sacudirse de la cabeza la instantánea de barcos escorados cargados de inmigrantes y la perorata de profesionales de pirámides escalonadas salidas del subsuelo, te dice que el continente al que no sabe qué nombre darle es un espacio especulativo verde y miserable, inalcanzable y mágico con rincones altísimos donde hace frío.

El epílogo de toda alegría pregunta dónde están, qué fue de nosotros aquellos que en las horas puente del Instituto de Profesores Artigas nos juntábamos en el bar de Guayabos y Eduardo Acevedo. Con el curioso libro de Auerbach sobre la Mímesis, la gramática de Sobejano, la Paideia mexicana comprada de segunda mano, el ¿qué hacer? del camarada Vladimir Illich, la Divina Comedia en la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos (el pan de nuestra cultura católica) y el diccionario enciclopédico de Ducrot/Todorov sobre las ciencias del lenguaje. Los recuerdos son las únicas ruinas de aquellos años irrecuperables, el resto será para los audaces dispuestos a conocer en carne propia el frío perpetuo de los picos andinos; que puedan llegar a la fortuna del amor de una linda chilena, delicia mucho más inolvidable si la trasandina es doctora diplomada en Medicina.

Cuando me descubrí devuelto al living después del tiempo sin minutos entendí lo innecesario de cualquier agresión de Patricio, ese partido se jugó en regiones donde la revancha nunca se concreta. En la salida Patricio nos despidió uno por uno a los albañiles, las chilenas y a mí que estaba malherido de pisco. Los músicos en ruta se quedaban a dormir en su casa.

-Hasta el próximo encuentro pues, me dijo el chileno apretándome la mano sin violencia.

-Difícil compañero, empecé y luego argumenté como defensa destinada al fracaso, pensando sin saberlo en nosotros mismos Jorge: Las horas que pasan ya no vuelven más.

Afuera, en pleno Cerro soplaba lindo el viento viniendo desde la bahía dibujada perfecta en la noche del río. Luego de lo vivido hacía un rato el recodo costero era poca cosa, sospechaba mi ciudad buscando acomodo para dormitar, echar un sueñito liviano como hacen en los sanatorios las ancianas recién operadas. Tampoco sentía frío y me tranquilizaba saberme de regreso a mi mundo receloso de barrios arbolados. Las cuadras que nos separaban de las paradas de ómnibus más cercanas las caminamos juntos, había quedado sin ánimo hasta para intimar con las chilenas especulando encuentros posteriores. Al llegar a la principal calle del Cerro cada cual se marchó buscando su propio rumbo, nos dijimos adiós como si mañana, el lunes a más tardar fuéramos a encontrarnos otra vez al pie de los andamios salpicados de cal, en el anfiteatro de la Facultad de medicina ante un cadáver flotando sin identificar. A esa hora incierta se cruzaban los últimos taxis de la noche con los primeros ómnibus de la mañana en dirección al centro, llevando los maestros panaderos de mirada despojada y pelo mojado hasta la boca caliente de los hornos de leña.

Domingo

Así es Jorge… primer fin de semana en casita prestada de balneario para unas merecidas vacaciones, nada de falsa prosperidad querido amigo, sucede que la vida necesita un descanso. Te aviso que estas notas a ti dirigidas me cansaron tremendo y mañana -es decir hoy mismo- bajo los brazos con la escritura diaria regresando a las certidumbres de la rutina. Esta mañana María del Carmen llevó los pibes a la playa, que querés bobo latinista, si aceptamos una historia posible que inventé el lunes donde estás con vida, leyendo mis envíos diarios sentado en tu sofá de estilo en la calle Tolbiac, hay otra igual de verdadera en la cual me casé con ella, contradiciendo los pronósticos pesimistas en los que metiste cuchara, augurando que terminaría largándome por inútil y haragán.

Los muchachos nuestros, que por cierto salieron bellos como la madre están decididos a estudiar informática y contabilidad, es su manera de olvidar que el padre quiso ser profesor de Idioma Español en secundaria; antes de poner los pies en la realidad y abrir con dos socios un salón de repuestos para automóviles en la calle Cerro Largo. ¿Sabés cuál es el indicio que marca el envejecimiento de nuestras historias? Cuando vienen al mostrador clientes avergonzados a pedir repuestos para cascajos automotores de los años cuarenta, que fue más o menos cuando nacimos nosotros. Nadie los fabrica, los repuestos originales para tipos como nosotros desaparecieron del mercado y por eso Jorge: ¿a quién sino a vos le podía escribir estas Catilinarias caseras? Ahora debo dejarte y volver a la vida de todos los días, con dos horas matinales durante una semana nadie avanza lejos en el estilo epistolar a un destinatario muerto.

En pocos minutos enciendo el fuego para preparar a la parrilla unas tiras de asado tierno y choricitos picantes para el almuerzo, con ensalada de lechuga, cebolla y tomate. Hay por ahí una torta gallega, anoche la cocinó María del Carmen y en la asadera tiene flor de pinta, tengo en la heladera enfriándose un vinito rosado más que respetable. Me queda por delante otra semana de vacaciones pero ahora te abandono devolviéndote al silencio sin palabras escritas del reino de los muertos. Lo sabías desde el comienzo, es peligroso continuar el diálogo por más tiempo sin olvidar que dentro de poquitos años tendremos la eternidad por delante.

Te cuento a manera de epílogo que mañana llevaré los gurises al zoológico de Atlántida. ¿Adivina qué bichos fantástico lo tiene intrigado al más pequeño de mis hijos? Los búhos y lechuzas; finalmente no está todo perdido, al menos que hayas sido vos que desde el otro lado orientas el destino. Quién te diga que dentro de unos años, alguna tarde perdida de invierno, harto de programas de inteligencia artificial y navegar por el océano estéril de Internet, metido en la tranquila soledad perfumada de una de las librerías de viejo que sobreviven en Montevideo, le dé por regatear a propósito de una Eneida, en la Edition Belles Lettres. ¿Seguirán los franceses haciendo los libros rosáceos y amarillos con la loba vigilante que amamantó a los gemelos y la sabia lechuza en la parte inferior de las tapas? Sería maravilloso… si después cae en la trampa de los libros se morirá de hambre dando clases sin parar. La vida es tan breve que ello es un detalle sin importancia y a nosotros dos –resulté un padre egoísta- nos daría en secreto una enorme alegría que él ni se imagina.

La semana del búho terminó viejo amigo, te rememoro ahora mismo desde la ventana de la cocina en la estación de Sants en Barcelona, la memoria debe cumplir horario como los trenes y te recuerdo subiendo al Talgo pendular nocturno que marcha rumbo a Austerlitz. Me veo caminando en el andén todavía con el gusto bermellón del pacharán compartido en la boca, sin saber que esa era la última vez que te vería. Ave Cuinat, morituri te salutant.

Un ragtime bostoniano

Pero claro que lo recuerdo como si fuera hoy. Aquello sucedió a finales de 1936, comienzos del 37… ella tenía ya unos cuantos años y fueron los meses cuando asomó la desgracia para perpetuarse. Esa familia marcada por la fatalidad se contaba entre las más prósperas, influyentes y numerosas de la sociedad montevideana; la madre trajo al mundo algo así como siete hijos y esa natalidad doméstica, le permitió a la muchacha pasar a un segundo plano acaso favorable, participando esporádicamente en expresiones mundanas de felicidad familiar.

Desde muy pequeña supo que sería una mujer distante, rengueaba como secuela de una malformación congénita en la cadera, los rasgos faciales estrictos tampoco compensaban el defecto óseo, ella concentraba apariencias rehusando el misterio sensual, incitando el desdén como si se lo hubiera anunciado la Virgen en una aparición; sabía que las ataduras cartilaginosas de fealdad trabando su cuerpo se acentuarían con el correr de los años. Ante lo inapelable e incambiado reaccionó con sabiduría estoica; a las semanas sumadas de tristeza entendible -cuando llegó el trance sabido de interrogarse sobre su anatomía- le siguieron el escrúpulo, un vago consuelo de que tanta contrariedad debía ocultar otro privilegio potencial. Así como sus hermanas soñaban con promesas de protagonismo en sociedad, ella se distanció de afectos convencionales de parentela, habiendo tanto hermano en la familia la sucesión de la sangre vigorosa de los ancestros estaba asegurada.

Con libertad impuesta ante la responsabilidad femenina de parir herederos, la muchacha se proyectó en un porvenir de soledad y aislamiento como lo haría una heroína sufrida de folletín. El reconocimiento temprano de limitaciones relativas a convenciones matrimoniales asumido, ella despejó para siempre cualquier estado de ánimo lindando el desasosiego. Fuerte de carácter por necesidad, se propuso conquistar con sus propias manos la estrechísima parcela de felicidad que le estaba destinada, dando por descontado que debería arreglárselas con su magra escudilla de dicha: tiempo indefinido, espacio probable para evolucionar y ese cuerpo… Tal era una definición aceptable de la vida aguardándola, su existencia exigiría al máximo la pericia de administrar lo indeseado, le serían negados el derroche de desplantes que consiente la belleza insolente y otros caprichos de quien está tocada para asumir un destino superior. Fue imperativo cultivar la discreción, domeñar desde la infancia el desorden de las pasiones evitando acechanzas del ridículo y hallar territorios de contento donde la fealdad no contara.

A fuerza de voluntad y determinismo fatalista impostor, desde los primeros años tenía maneras de tía solterona desacomplejada y parecía asediada por un pasado de amores turbios que la siguieran desde una vida anterior. Era la nena especial, condición ideal teniendo en cuenta los escasos tratos sociales que estaba obligada a padecer y lo mismo se las ingenió para dominar astucias elementales de la existencia. Aprendió costura dispensándose la vergüenza de ir a la modista, desnudar la cadera malformada y la pierna esa tullida; se inició a los secretos de la comida refinada, educando con dietas estrictas el cuerpo que debería aguardar sin rubores la hora de la muerte sin hijos. Conoció gramáticas de varios idiomas para escudarse de participar en triviales conversaciones caseras y aceleró su aprendizaje del piano. Mientras ella tocaba durante las sofocantes tardes de febrero, la gente al tanto respetaba sus silencios; entre otras actividades defensivas la música fue determinante, sumándole una aureola prudente de recato expatriado que la integraba en la categoría de dulce muchacha de conservatorio que tranquilizó a la familia. La frecuentación asidua de musas comprensivas y la cercanía correspondida del universo artístico, agregaba al patrimonio social otra pátina, privilegio inusual en aquella sociedad impía además de compensar carencias visibles. La gente envidiosa y que es muy cruel cuando se ensaña comentaba, «ella es deforme y Dios es justo: interpreta Chopin como los ángeles».

Las visitas diarias entre semana al conservatorio Santa Cecilia, ayudaron a fortalecerla en las virtudes invisibles. La muchacha era tullida y la familia la protegía en clausura evitándole las tareas fatigosas de la casa; si bien había un servicio doméstico exagerado, la casa era tan enorme que en cada minuto algo las tenía ocupadas. Entre compasión e hipocresía disimulada, las tres hermanas optaron por liberarla del porcentaje de labores que le correspondía, dejándola que se ocupara del teclado del Pleyel con tal que renunciara al derecho estropeado a ser feliz y pudiera irritarlas. Si el piano y su práctica persistente comenzó siendo actividad etérea, con el correr del tiempo adquirió una intensidad que nadie previó. Constante con metrónomo y hacia el final de la niñez, ella amenizaba la vida familiar opaca, volviéndose presencia ineludible en la atmósfera de la casona. Su padre se sentaba en el sillón de mimbre a escucharla cada tarde; él comenzaba leyendo el periódico y luego se concentraba hipnotizado por una fuerza nueva que podría doblegarlo. La presentaban encantados a los invitados ocasionales, ya fueran simples amistades o evasivos hombres de negocios. En las fiestas familiares -casi cada semana del año tratándose de familia numerosa- la muchacha tocaba el piano, sublimando una modalidad lateral de protagonismo y lujo de consuelo permitido a la muchacha estropeada, demostración del poder del carácter que se estaba forjando.

El pacto con la música y el auditorio cambiaron durante un examen de fin de curso, prueba intensa en los salones del Conservatorio más considerado de la ciudad. De pronto, en medio de un ejercicio sin complicaciones, sus manos habiendo dejado de pertenecerle y respondiendo a órdenes de un corazón ajeno, comenzaron a evolucionar sobre el teclado de manera imprevista, como se decían que tocaban los músicos negros de la Nueva Orleans. Sin perder el dominio de la musicalidad que no obstante se elevaba en la sala a la perfección, las manos se lanzaron a descifrar partituras con un sentido del ritmo seguro, original e inapelable que dejó estupefactos a los asistentes edulcorados por horas de interpretaciones escolares. Fue el momento en que cambiaba de intensidad la lámpara interior o candil del espíritu y ella descubría que mediante el piano podía aspirar a instancias del mundo inesperadas por ocultas. El entusiasmo suscitado en los profesores resultó excesivo y en varios se acercaba a desvanecimientos de emoción romántica. El trato de los vecinos se acercó al respecto a medida que se supo que la muchacha podía ser artista de verdad, vieron en ella -su aspecto continuaba siendo determinante- una pitonisa del reino de la música, así como hay mensajeros enviados del mundo de los muertos. Se hablaba de convencer al padre para que la autorizara a viajar al extranjero a perfeccionarse; por una vez irrepetible, ella era el centro de una situación donde se cotejaban posibilidades estéticas excepcionales y la medida del cuerpo.

Fue con la primera regla indicando una alteración interna que descubrió una distensión de su feminidad y el peso del don recibido. Lo que podía colmar de felicidad a cualquier muchacha la sumió en estados febriles constantes, acompañados de melancolía malsana comparable al movimiento perpetuo. Se propuso que nunca compartiría su talento con ningún público dispuesto a la admiración; renunció a mostrar a hombre alguno los estigmas del cuerpo deforme, legado de una naturaleza vengadora y rapaz, ensañada con una zona de su persona resonando en su vida atonal. Intuyendo el orgullo voluntarioso del padre, sin importarle la frustración de maestros y allegados, ella abortó a sus proyectos de carrera toda probabilidad de vuelo al exterior. Cultivó el don que compensaba delirios negados del amor y dedicó sin descanso sus días al conservatorio de la señora Delmira, enseñándole música a los niños obligados. Era relativamente feliz, por algún tiempo creyó dominar la paradoja resistida del alma, los deseos reprimidos de la música fueron alimañas enfurecidas que la roían por dentro. ¿Quién se abroga el derecho de conocer lo que una situación así destruye en el alma de una muchacha montevideana?

Nadie estaría dispuesto a admitir que tal como sucedió, pudieran coexistir en ella lo visible y la atracción por los valles abyectos, el atractivo del mal traído por la botella y sus escapadas de salidas nocturnas. La familia convivió con una alcohólica durante dos años sin percatarse, hay quien decía en voz baja que nadie en la casa quería darse por enterado temiendo el bochorno social y asimismo por desinterés hacia su persona. Ella comenzó dulcemente con licores caseros de las tías viejas, al tiempo no lograba despertar sin sentir desde el primer minuto de vigilia el fuego del trago de ginebra saliendo de la botella. Si se desparramaba sobre la alfombra del salón era anemia, cuando tropezaba en el zaguán un pequeño vértigo, si se dormía en la mesa durante la cena se trataba de efectos devastadores del abuso de la memoria musical. Vomitaba en el patio junto a las macetas y era la vista cansada, cuando no la sangre espesa; por no hablar del insomnio, cierta confusa tendencia al sonambulismo que le daba aires de personaje de ópera andando por la casona familiar. Habiendo negado la posibilidad de alojar una virtuosa del piano, la casa tenía entre sus cortinados a una mujer salida del aria de Donizetti, la sonámbula… hasta se acercaba al inicio de una caricatura. Pareció lógico que el alcohol fuera insuficiente, un rencor ingobernable la incitaba a tentar otras experiencias para castigar el cuerpo maldecido. Como si hubiera querido prostituirse entre mujeres tullidas, para clientes tullidos en una casa de tolerancia goyesca refinada, sabiendo la imposibilidad de concretar esa pesadilla resultó sensible al llamado del mundo asocial.

Ninguna ciudad como Montevideo La Coquette podía tener la marginalidad despreciada más al alcance de la mano, ninguna otra tenía ese camino abierto sencillo de emprender, tránsito frecuente entre vida de sociedad elegante y submundo de los otros. Pasaje natural a la intemperie accesible entre adentro y el afuera de las buenas costumbres, que se podía transitar caminando, como quien pasa de un lado a otro de la ribera por el tendido de un puente romano. Se lo dijeron desde pequeña: «Nunca bajes por esa calle que lleva al puerto, nunca», el tipo de advertencia y prohibición que más se recuerda cuando comienza a alejarse la juventud. Fue por esa calle proscripta años atrás, que una noche mágica de octubre se encaminó hacia los bordes del puerto montevideano a la búsqueda del barco fantasma en dique seco que nunca zarpa. Su plan original -si es que lo había y autodestructivo- fue atemperado por el azar puro, supuración lenta del segundo don superior aguardándola que resultó definitivo, una sífilis persistente del alma.

Caminaba, avanzaba sin mirar a los lados, ella está ahí sin haber franqueado las puertas prohibidas que temía. Hombres y mujeres adivinaba en portales de hoteles fulgurantes, conventillos ruidosos hasta tarde; envidió de las sombras movedizas la soltura con la que resolvían la poca vida que les restaba malgastar hasta la muerte temprana. Consideró la vida miserable de las mujeres, acaso envidió que esa noche les pagaran por denudarse, les dieran billetes por lamerlas en intimidades fatigadas y penetrarlas salvajemente a lo cautivas de asaltos de fortalezas medievales. Una cualquiera de esas criaturas tendría, en tres horas de esa misma noche en que arrastraba su pierna muerta por los adoquines, más hombres que ella en la vida. El andar alternado presuponía en alguien que la viera una tara, ella merecería ser florista de la calle de la perdición, vendedora de números de lotería. Su aspecto aunque recurrió a vestidos que le daban apariencia de pobre, su rostro donde la excitación transfiguraba la fealdad, despertaba el deseo de hombres bebidos y para quienes una tullida agregaba cierto morbo curioso; igual que la muchacha tuberculosa viniendo al bajo a rescatar al novio calavera de las garras del vicio, temerosa de que la sífilis y otras bacterias venéreas la condenaran a una descendencia de hijos tarados. Esos pensamientos debieron ser suficientes y paralizarle las ganas de seguir adelante; entraron sin embargo en movimiento fuerzas poderosas, haciendo de la incursión otra vivencia que el descubrimiento de la perdición, le entregarían un destino.

El paisaje del bajo resultó límpido y claro como el imaginario de las pesadillas, siguiendo la calle recta que baja sin control seis manzanas o diez en un bullicio que suplanta a la vida. Una vía prometiendo remedos fingidos de felicidad, saetas de calles adyacentes y callejones ciegos, donde el olor de sordidez es tangible entre bestias domésticas, mirando con ojos espectrales de muertos, donde había mujeres maquilladas de pudor, enemigas juradas de las luces de la prostitución afincadas en el fondo del pozo negándose a salir, atrapadas en la noria del desvestirse hasta que la muerte las alcance. Había por allí hombres traspasando el zaguán de comedia amorosa y descarga catártica como perro jadeante, en quienes la sensualidad degeneró hacia la redundancia de una manía corporal monotemática. Repetición de únicos gestos bestiales en los que suponían radicaba el placer de la especie, entretelones de monomanía que exalta y roe la vida, cuya consumación retarda los demás: danza desesperada, mientras la variedad se descarta y el movimiento acciona la bifurcación. En esa calle vertebral hombres y mujeres se buscaban siendo matrimonios enamorados luego de meses de separación forzada. Había una perversión densa en la repetición concediendo escuchar pasos lentos y palabras viciosas aisladas, dichas en voz baja, con interferencias de insultos, desplazamientos del celo artificial y negociado. Demasiada osadía para una primera vez; era tiempo de volver para una muchacha de su casa y que nunca imaginó la maravilla aguardándola esa noche del alma.

Ahora la vemos remontando la calle principal cuando algo la decidió a pararse en la vereda. Desde el interior de uno de los locales, bien triste pues el festejo era menor al necesario, especie de cabaret barato, piringundín de cuarta, alguien la miraba con insistencia inadecuada a la intención del paseo. Era la mirada del otro que parecía haber adivinado el plan de la muchacha esa noche y conocía la íntima razón -que ni ella sabía- por la que estaba allí, a esa hora precisamente y demasiado tarde para volver atrás. Lo supo así, así lo supo sin que mediara nada; entendió que el hombre era un extranjero venido de lejos y hablaba una lengua extraña. Estremecedor fue asumir que el hombre estaba muerto y esa mirada era de ánima errante, alma sin descanso exilada en la noche portuaria. A través de los cristales sucios, entre el espíritu alterado de la muchacha y luces del interior del tugurio se interpusieron seis letras oscuras y corpóreas, flotando compactas en la nada.

Ella estaba entrando en el Boston y no entraba, había una fuerza incitándola a penetrar en el recinto reducido como una cajita de los locos. De haber sido una noche de ambiente de fin de semana la situación pudo haberla ayudado y no fue el caso; apenas puso la muchacha un pie en el interior, cuando pasó de cuerpo entero adentro del Boston, el cuadro se programó en escenografía de zarzuela esperpéntica. La alejada barra del bar con marinos acodados, mesas del fondo donde alternaban hombres con familia en algún lugar de la ciudad, obreros carcomidos por el piojo de la vida perseverando en lento suicidio de alcohol y cigarrillos negros, hombres jóvenes con aspecto de poetas malditos equivocados de ciudad y siglo. En réplica, a la orden de un director de escena invisible, el desplazamiento del minúsculo coro femenino forzadas a la alegría por llegar con alguna moneda al amanecer. Le pareció que había estado antes allí, en un sueño tal vez… en otra vida era posible y con el cuerpo extraviado ella había estado allí.

Una de las mujeres que luego sería buena amiga, al verla se separó del conjunto acercándose a proponerle una variante de recibimiento.

-Chiquita, te equivocaste de puerta, le dijo en secreto, con marcado acento francés.

-C’est possible, respondió la muchacha.

La respuesta inesperada hizo sonreír a la otra por una imperceptible fracción de segundo y la mujer recuperó el rictus adecuando a la noche arrepentida de la mala jugada que le hizo la memoria.

-Cuando trabajo hablo en criollo, le dijo. ¿Qué querés?

La muchacha nada tenía para decirle a aquella mujer, explicarle las razones de la expedición que la llevó hasta allí equivaldría a insultarla, decirle que era una nueva copera en busca de trabajo la hubiera conducido al ridículo. Algo del orden providencial vino a salvarla, auxilio inesperado y providencial; en uno de los rincones del local, como si se tratara de una absurda mesa de operaciones abandonada sobre la que amontonaban paraguas rotos, botellas vacías, máquinas de coser inservibles y vasos de cristal de Bacarat había un piano vertical. Sin hablar, nuestra amiga respondió estirando hacia adelante el mentón de la cara tan fea, señalando el pianito.

-Ya mi nena, ya. Hace meses ellos me dijeron que enviarían a alguien. Mirá, caés justo. Esta noche es un velorio. Dale que te presento. ¿Cómo te llamás?

La muchacha dudó unos instantes, pensó en la música del apellido materno que soñó alguna vez utilizar en giras por el mundo, donde cada concierto finaliza con un ramo de rosas entre aplausos y pedidos de bises. El Boston era la pesadilla teatralizada de aquellos proyectos, lo mejor sería adelantarse a la crueldad de la gente y tomarle la delantera al sarcasmo popular.

-La Coja está bien.

La mujer de acento francés la volvió a mirar a los ojos, esta segunda vez sin bajar la mirada, sin necesitar observarle los pies confirmando lo que advirtió en cuanto la pianista entró al Boston, cuando la vio avanzando a tientas por el salón semivacío.

-Si tocás el piano con el mismo coraje no tenés nada que temer, le dijo pensando que la nueva necesitaba una frase de ánimo. Andá y suerte.

La muchacha caminó hacia el piano a su paso como si el instrumento mecánico fuera a desvirgarla con brutalidad. La gente, aburrida de la monotonía en que se había encauzado la noche la miró como a bicho raro, a puta renga y fea. Por un instante pudo escapar a la desgracia; sucedió que en vez de huir escapada ella marchaba a cada segundo más adentro de lo prudencial. La perspectiva estaba minada de incomodidad, hasta esa caminata crucial se permitió seguras incertidumbres, debía reaccionar con firmeza y aplomo a riesgo de terminar mal la salida. Puede decirse que empezó bien, de pasada agarró una silla por el respaldo arrastrándola sin prisa hacia el piano; el ruido de las dos patas sobre el piso de madera acalló unas conversaciones que ignoraron su llegada y la silla se hacía notar, como si tuviera un defecto de fabricación en una de las extremidades.

Cuando estuvo junto al piano sacó inmundicias acumuladas sobre la caja, vasos sucios, trapos, ceniceros llenos de puchos y que puso sobre una mesa; luego sopló queriendo sacar de allí la mugre acumulada. El individuo que atendía el bar se acercó dispuesto a llevarse las porquerías, sin que ella se lo hubiera pedido comenzó a pasar un trapo sobre el piano, dejando huellas húmedas sobre la mugre residual que se resistía a despegarse.

-Qué te sirvo, le dijo antes de regresar al mostrador.

Al escucharse responder ella se sonrió de la parte de adentro.

-Una cervecita bien fría, en vaso grande, le contestó.

La otra mujer de hace un rato del acento francés a todo eso había golpeado las palmas para llamar la atención de la escasa concurrencia. Estaba preparando al gran público de la muchacha renga, la platea singular que le estaba destinada; sus palabras de presentación si bien carecieron de sutilezas retóricas, tuvieron la virtud de la concentración e introdujo a la nueva pianista a la manera del título deformado de una polka popular.

-Damas y caballeros, prestigiosos público, el Boston se enorgullece de… y algunas toses que preludiaban risotadas lograron perturbarla, entonces decidió ir directo al grano. Aquí al piano, la Coja.

***

Debía comenzar a empezar y aquello era un horror, los que tosieron y me miraron como a una curiosidad desagradable nunca supieron que los primeros compases que toqué -y que Dios me perdone- fueron de una sonata de Scarlatti. Pasados unos segundos arranqué con una milonga que gustaba mucho por aquellos años; cuando terminé la primera pieza los parroquianos aplaudieron con generosidad, me emocioné por esos manotazos queriendo coordinarse con estragos de caña y hambre.

El espíritu del extranjero que me observó con insistencia cuando erraba por la calle se sentía bien por mi actitud en el Boston, admitía mi farsa y la deformidad como si estuviera destinada a ser amante de los muertos, penetrada por hombres intangibles que usarían mi cuerpo para el placer de comunicar, desde mis entrañas inválidas, lo que olvidaron gritar estando en vida, mensajes desesperados portadores de verdades tremendas.

-Bien Coja, dijo alguien desde el fondo, sin insinuar otro sentido que el lastimoso de la renguera.

Hacía menos de una hora fui una muchacha cauta adicta al trago asomándome a esos antros con la prudencia del miedo, cuando escuché a mi nuevo admirador ya era una vieja voz conocida de los asistentes. Nadie podría imaginar lo que sentí en esos momentos, ni yo misma creí que pudiera tocar tangos de esa manera convincente, canciones venidas desde lejos sobre marineros tatuados y putas miserables de bares crepusculares. Cuando finalicé la milonga me tomé de un trago la cerveza que me habían traído y luego, posesa y feliz de serlo, toqué una hora sin parar. Ellos estaban contentos, eso podía adivinarlo y así empezaron los meses breves más intensos de mi vida, la etapa previa al encuentro.

La francesa estaba agradecida por mi llegada que definió de providencial. Nunca supe si ella era la patrona verdadera del Boston, creo que había por encima un alguien que prefería el secreto y lo mandaba todo. Al final de mi actuación preguntó si tenía donde dormir y dije que sí, me preguntó si tres pesos sería suficiente, le respondí que podía ser si me daban la ropa de escena y una comida. Dijo de venir todas las noches, argumenté que los dolores de la piernita, entonces pidió que la disculpara y acordamos jueves y viernes.

-El sábado hay mucho borracho y puta atorranta. Ni vale la pena, dijo la francesa. El domingo es noche de maricones.

A mi manera personal descubrí los placeres de vivir una doble vida sin ser necesariamente paralela, eran tan distintas las representaciones que nadie podría suponerlo, encendía en mí una alegría lindando la felicidad, consistente en alcanzar las antípodas de aquello que nos proponemos. Nada en mi pasado lo hacía suponer; el encuentro con otra clase de personas, que para nuestro círculo familiar era la escoria de la sociedad, pudo que completara de manera feliz mi educación sentimental haciéndome saber quién era y en esa búsqueda, el piano resultó vehículo privilegiado.

El don verdadero latente en la atmósfera cargada del Boston se fue perfeccionando, allí comencé a escuchar las voces intercaladas y decir palabras incoherentes que luego resultaran verdaderas; hechos triviales como accidentes, problemas de amoríos turbios, la Coja tocaba el piano, devenía pitonisa para la gente simple y al respecto recuerdo un episodio doloroso.

Mi deseo de pasar inadvertida en el ambiente se volvía problemático. Hablemos claro: el Boston más que un lugar de sano esparcimiento era un bar del bajo con pésima fama, cafetín de mala muerte, entre mujeres, alcohol, drogas y timba por plata, los delitos más variados nos asediaban cada noche acompañando el humo de los cigarrillos. Una señorita de buena familia puede si lo quiere, habituarse a convivir entre fragmentos dolorosos de la condición humana y escabrosidades de la vida cotidiana en potencia. El asunto revelador de ese mundillo fue la historia de la muchacha degollada, los hechos retenidos fueron terribles también para ese ambiente de desalmados.

La muchacha muerta era una recién llegada del interior, la vi cuando desembarcó en nuestro reducto y desde la primera noche me apenó lo que sería su sombrío porvenir sin poder decirle nada. Con el paso del tiempo me endurecí de carácter, por más que hablara de desgracias venideras el mundo permanecería tal cual. Ahí y entre esa gente se aprendía rápido, a la semana de llegada al Boston le restaban a la muchacha pocas trazas de cierta ternura campesina, ella podía vengarse del mundo en cualquier circunstancia desplumando a un gringo, enfermando de cuerpo y alma a un muchacho primerizo. El odio de la infeliz se quedó sin tiempo de revancha, una noche cualquiera alguien la degolló en su pieza de pensión. De tal manera, que se desangró sabiendo sobre un colchón remendado que absorbió la sangre hasta volverse masa repugnante de lana, hinchada de coágulos, un animal inimaginable carnívoro en el medio del que reposaba el cuerpecito vaciado de la muchacha. La muerte, esa muerte desagradable quebró la tregua con las autoridades, fueron malos días para el bajo y el Boston en particular, que era donde la víctima sacudía sus efímeros encantos. Un viernes negro, cuando llegué para asegurar mi actuación aquello era una ratonera alborotada.

– ¿Y vos quién mierda sos? me preguntó un hombre autoritario, con voz grave de bajo borracho y tomándome del brazo como si fuera una chiruza más.

-Déjela, dijo de inmediato la francesa. Es la Coja, la pianista. Luego me miró embarazada y agregó: Perdoná Coja, una urgencia… no había manera de avisarte, ni siquiera sé dónde vivís.

Los asistentes a la representación estábamos sentados como rehenes, callados y miedosos de estar aguardando que develaran en público nuestro secreto; la francesa, igual que si contara un folletín de suceso me puso al tanto del sórdido asunto que sacudía la delictiva calma del Boston. Mientras la escuchaba tuve miedo de confesarle que en ese misterio nada había para mí de sorprendente, de contarle que había visto la noticia inscripta en la aureola de la muerta la semana anterior. Dentro del drama evocado la situación era absurda, cada uno de los distraídos parroquianos que entraba al local resultaba maltratado y proyectado al rincón donde era interrogado con brutalidad, miedos y malentendidos se sumaban en orgía de insultos humillantes.

Creo que de haber insistido hubiera podido irme para casa; preferí quedarme, los allí molestados era gente que yo quería. Esa noche dejaría de tocar, esa noche escucharía.

-Es el comisario Menéndez en persona, patrón de la seccional primera, dijo la francesa. Llegó hecho una furia dispuesto a resolver el asunto rápido, esta historia nos cuesta un mes de desgracia en el trabajo.

-Pobre muchacha, dije.

-Mirá Coja, diez minutos son suficientes para llorarla y ya pasaron. Eso es el pasado, los pobres que importan son los que seguimos vivos.

-En estos momentos me gustaría tener tu seguridad.

El hombre del bar se me acercó igual que en una noche cualquiera y yo comenzara a tocar en cinco minutitos.

– ¿Querés algo Coja?

-Dame caña, le dije.

El hombre se sorprendió escuchando que salía de mi rutina de cervecita, nada dijo y volvió al ratito con el vasito lleno hasta el borde. Tomé la caña de un trago, me sentí un poquito mareada y miré hacia la calle. Era en nuestra calle que deambulaba el espectro del extranjero de la primera noche, regresando cuando algo maligno se acercaba a mi vida. Las letras de la palabra Boston de la vidriera se habían transfigurado en un nombre ruso parecido a notsoB; nada de ruso me dije, muchacha estás aprendiendo a leer el revés de la trama del mundo. Era el nuevo don que se manifestaba en una curiosa circunstancia, permitiéndome contemplar las cosas desde el otro lado.

Entonces lo supe, vi en su totalidad la vida sin interés de la muchacha degollada, recordé la última vez que la crucé en el Boston riendo con groserías de desafío y la vi del otro lado, desde la muerte y sobre el colchón hinchado de sangre entre filamentos de la enfermedad que terminaría matándola. Vi el tajo certero, al hombre con el cuchillo en la mano, el boleto del ferrocarril con destino a Concordia. Lo miré al del bar del lado de aquí de la realidad.

-Otra caña, le dije. Esto que me diste no es caña, es agua, y yo quiero caña paraguaya, a las rengas nos gusta la caña paraguaya.

-Tranquila muchacha, me susurró la francesa. Es la noche equivocada para hacerse la caprichosa, tranquila.

-Y vos qué sabés, le contesté de mala manera.

Me tomé de un trago la segunda caña y acompañé en dolor el segundo fuego que me quemaba el esófago, la garganta, la boca. No fueron las llamas de la caña lo decisivo, era la voz desde adentro pugnando por salir hecha alimaña repugnante de palabras.

-Menéndez, dije llamando la atención a la concurrencia. El tipo que buscás con tanto alboroto entre gente decente vino o va para Concordia. Es un hombre joven y violento. Dejá a la gente tranquila, revolvé en pensiones mugrientas cerca de la estación de trenes.

El comisario así interpelado, me miró con desprecio por haberle destartalado el montaje del operativo de guapo especulador llevado adelante para su lucimiento, con el poder de detener cuando lo decidiera a pura voluntad la farsa en el bajo.

-La muerta era del litoral, me dijo la francesa. Coja, por favor… no te metás en problemas de los que puedas arrepentirte luego. Al señor comisario le desagrada que lo tuteen.

Ella estaba en lo cierto, al oírme el comisario se acercó a mi mesa, colocó una silla cerca, se sentó y aprontó sin prisa el cigarrillo, preparándose para un interrogatorio apropiado al contrabandista requerido de mucho tiempo atrás.

-Así que vos venís y zás… de un saque y así. Zás. Lo sabés todo… mandás el bochín al fondo de la cancha y dejás a todos los aquí presentes con la boca abierta. Zás… Puede que te haga caso con la búsqueda en las pensiones que decís ¿Sabés por qué? Las rengas me traen suerte, menos cuando se mancan las yeguas del hipódromo. Pero antes de despedirnos, me decís de corrido cómo es que estás al tanto de los detalles. Espero que seas bien elocuente, de lo contrario te cago la vida, así de sencillo, te cago la vida, así de zás…

Dios mío, lo miré a los ojos sin temor y lo supe todo, era una gracia oscura pasando por mi espíritu y condena sin indulto. Podía ser una infeliz, mujer recelada, la renga despreciada o arremeter hasta que la gente me temiera por algo que acepta sin entender.

-De la misma manera que estoy viendo al hombre que te matará de tres balazos, le dije al oído.

– ¡Cruz diablo renga’e mierda! Te puedo dar una lista de candidatos que quieren mandarme para el otro lado. Nunca creí en brujas, pero que las hay las hay. Vos sos una. Que dios te ampare por esa maldición que te corroe las entrañas y te comió la pierna.

El comisario Menéndez, hombre cuarentón y pesado, vestido a la manera de un propietario de caballos de carreras se levantó como si hubiera visto un alma en pena.

-Vamos, ordenó a los hombres que lo acompañaban. Capaz que mañana tenemos que hacer un largo viaje en tren.

A los pocos días me enteré del final de la historia, una sórdida situación en un pueblo fronterizo que terminó con tragedia entre hermanastros; la visión había pasado de largo, los detalles y motivos humanos me estaban vedados en mis visiones. Desde aquella noche de caña paraguaya mi situación en el Boston cambió, incluso podía dejar de tocar el piano que era lo mismo y nadie me decía nada; querían que estuviera allí, comenzaban a respetarme, temerme como una curandera y ello empezó a disgustarme. Me sacaba de la penumbra del anonimato que había elegido y sin embargo -entre tanto poder cargado de ignorancia- el episodio que decidió mi retiro de la capital fue de una banalidad absoluta. Yo, que durante esos meses de tocar en el Boston avancé en el conocimiento de mí misma, me vi envuelta en un final de adolescente descubierta en su secreto familiar, más terrible para el pudor que la muerte de la muchacha venida del interior.

Fue un jueves sin importancia siendo casi la una de la madrugada, estaba acostumbrada a los ruidos circundantes mientras tocaba el piano y sin volverme, por lo escuchado, podía saber lo que sucedía en el local. Era jueves pues. Estando al final de mi actuación me percaté que abrían la puerta y entraban algunos hombres buscando diversión, de buena familia. Lo digo por el perfume a lavanda inglesa que sobrevolaba entre aromas de letrinas, el sudor masculino, afeites ordinarios de muchachas y que detectaba como nota disonante en una partitura. Estaban a las risas de esas que se oyen después de cenar con vino embotellado, la hora previa a meterse en las pensiones de la zona. Sería una noche lucrativa para las muchachas y soledad decepcionante para los buitres que caen tarde a mezquinar ofertas de último momento. Nadie me escuchaba porque la novedad de los clientes alborotó el gallinero, toqué un par de tangos para mi propio placer, primero Viejo smoking y luego Amurado. Cuando salía del rincón del piano y me dirigía al bar a buscar otra cervecita, quedé enfrentada cara a cara con mi padre que andaba manoseando a una de las muchachas más jóvenes.

Mi padre me miró como si se descubriera metido en un mal sueño, negándose a admitir lo que estaba viendo. Avanzó hacia mí un par de pasos y pareció que descubría en mi alguna parte suya que él buscaba olvidar.

-Papá, ¿qué haces aquí? le pregunté con ternura y cierta ingenuidad, buscando abolir lo absurdo que tenía la situación doméstica en el Boston.

Mi padre continuaba mirándome más abstraído que borracho, sin percatarse de la realidad que imponía la escenografía del Boston, algo en él pugnaba por negar la circunstancia y mi estar ahí se le hacía insoportable.

-Sabés nena… una desgracia. Quiroga se mató en Buenos Aires, dijo mi padre.

Después de algunos segundos, la mirada de mi padre vagó por el astral y explotó en una carcajada diabólica que me heló el cuerpo, los huesos deformes de la cadera. Luego me dio la espalda continuando su charla animada con la muchacha manoseada, dejándome en el alma el peso de la muerte de Quiroga. Nuestro encuentro familiar pasó inadvertido, estaba obligaba a tomar alguna decisión y su risa endemoniada fue un signo abriendo otros arcanos.

Volví a casa, mentiría si dijera que con el mismo espíritu de las otras noches, dormí tranquila lo que me sorprendió y puede que en verdad estuviera cansada, agotada. Al mediodía siguiente almorzamos en familia con maneras y contento como si nada hubiera sucedido la noche anterior. Viendo a mi padre sirviéndose unos enormes trozos de carne asada al horno, dudé que nuestro diálogo hubiera sido una alucinación, síntoma tangible de que me estaba volviendo loca; para salir de dudas debía alejarme de la casa familiar y terminar con la aventura trasnochada del Boston.

Avancé una estrategia decidida, apelando a mis nanas congénitas se hizo comprensible una salida de la capital en busca de reposo. A mi maestra de piano la señora Delmira, le propuse ampliar la zona de influencia del conservatorio Santa Cecilia y aceptó encantada de la vida. Ello me acercaba una excusa con algo de verdad justificando mi voluntad de mudanza. Más triste fue, la misma tarde del almuerzo conciliador en familia separarme de mi tiempo de pianista en el Boston; a la francesa le dije que se trataba de un adiós sin preguntas ni explicaciones innecesarias, marchaba lejos y quería hacerlo de la misma manera discreta con la que había llegado.

Claro que me cuidaría del mundo y siendo una tonta sentimental, le pedía que me despidiera de las muchachas, del encargado del bar que cada noche servía mi cerveza bien fría, de los muchachos trasnochadores que venían al Boston a escuchar tangos por puro gusto. Con la francesa nos abrazamos un rato largo como las amigas que éramos. Estaba contenta, la vi morir de viejita y con el cariño del hijo que llevaba en el vientre sin ella saberlo todavía, hermoso bastardo del hombre nórdico que hablaba una lengua incomprensible.

-Una cosa te pido, me dijo la francesa cuando estábamos en la puerta del Boston. ¿Cómo te llamás de verdad?

-Mercedes, yo me llamo Mercedes.

-Adiós Mercedes, au revoir.

Había entrado al Boston siendo una muchacha ingenua ignorante de las trapisondas de la vida y me alejaba con un pasado supletivo, resignada a una idea incierta de destino, forma de error entre misión y fatalidad. Hubiera querido al sentirme acuciada por poderes externos, terminar mis días en esa calle del bajo montevideano y la vigilancia cómplice del espectro hirsuto del expatriado merodeador.

Hubiera preferido huir de la pesada responsabilidad de dialogar con los muertos, ese don caído del infierno estaba incrustado en mi espíritu y nada lo sacaría de allí; me alejaba buscando en mi intimidad fuerzas elementales para administrarlo sin destruirme y que mermaran las ocasiones poniéndome en la penosa situación de ejercerlas.

Pero claro que lo recuerdo como si fuera hoy. Aquello sucedió a finales de 1936, comienzos del 37… ella tenía ya unos cuantos años y fueron los meses cuando asomó la desgracia para perpetuarse. Esa familia marcada por la fatalidad se contaba entre las más prósperas, influyentes y numerosas de la sociedad montevideana; la madre trajo al mundo algo así como siete hijos y esa natalidad doméstica, le permitió a la muchacha pasar a un segundo plano acaso favorable, participando esporádicamente en expresiones mundanas de felicidad familiar.

Desde muy pequeña supo que sería una mujer distante, rengueaba como secuela de una malformación congénita en la cadera, los rasgos faciales estrictos tampoco compensaban el defecto óseo, ella concentraba apariencias rehusando el misterio sensual, incitando el desdén como si se lo hubiera anunciado la Virgen en una aparición; sabía que las ataduras cartilaginosas de fealdad trabando su cuerpo se acentuarían con el correr de los años. Ante lo inapelable e incambiado reaccionó con sabiduría estoica; a las semanas sumadas de tristeza entendible -cuando llegó el trance sabido de interrogarse sobre su anatomía- le siguieron el escrúpulo, un vago consuelo de que tanta contrariedad debía ocultar otro privilegio potencial. Así como sus hermanas soñaban con promesas de protagonismo en sociedad, ella se distanció de afectos convencionales de parentela, habiendo tanto hermano en la familia la sucesión de la sangre vigorosa de los ancestros estaba asegurada.

Con libertad impuesta ante la responsabilidad femenina de parir herederos, la muchacha se proyectó en un porvenir de soledad y aislamiento como lo haría una heroína sufrida de folletín. El reconocimiento temprano de limitaciones relativas a convenciones matrimoniales asumido, ella despejó para siempre cualquier estado de ánimo lindando el desasosiego. Fuerte de carácter por necesidad, se propuso conquistar con sus propias manos la estrechísima parcela de felicidad que le estaba destinada, dando por descontado que debería arreglárselas con su magra escudilla de dicha: tiempo indefinido, espacio probable para evolucionar y ese cuerpo… Tal era una definición aceptable de la vida aguardándola, su existencia exigiría al máximo la pericia de administrar lo indeseado, le serían negados el derroche de desplantes que consiente la belleza insolente y otros caprichos de quien está tocada para asumir un destino superior. Fue imperativo cultivar la discreción, domeñar desde la infancia el desorden de las pasiones evitando acechanzas del ridículo y hallar territorios de contento donde la fealdad no contara.

A fuerza de voluntad y determinismo fatalista impostor, desde los primeros años tenía maneras de tía solterona desacomplejada y parecía asediada por un pasado de amores turbios que la siguieran desde una vida anterior. Era la nena especial, condición ideal teniendo en cuenta los escasos tratos sociales que estaba obligada a padecer y lo mismo se las ingenió para dominar astucias elementales de la existencia. Aprendió costura dispensándose la vergüenza de ir a la modista, desnudar la cadera malformada y la pierna esa tullida; se inició a los secretos de la comida refinada, educando con dietas estrictas el cuerpo que debería aguardar sin rubores la hora de la muerte sin hijos. Conoció gramáticas de varios idiomas para escudarse de participar en triviales conversaciones caseras y aceleró su aprendizaje del piano. Mientras ella tocaba durante las sofocantes tardes de febrero, la gente al tanto respetaba sus silencios; entre otras actividades defensivas la música fue determinante, sumándole una aureola prudente de recato expatriado que la integraba en la categoría de dulce muchacha de conservatorio que tranquilizó a la familia. La frecuentación asidua de musas comprensivas y la cercanía correspondida del universo artístico, agregaba al patrimonio social otra pátina, privilegio inusual en aquella sociedad impía además de compensar carencias visibles. La gente envidiosa y que es muy cruel cuando se ensaña comentaba, «ella es deforme y Dios es justo: interpreta Chopin como los ángeles».

Las visitas diarias entre semana al conservatorio Santa Cecilia, ayudaron a fortalecerla en las virtudes invisibles. La muchacha era tullida y la familia la protegía en clausura evitándole las tareas fatigosas de la casa; si bien había un servicio doméstico exagerado, la casa era tan enorme que en cada minuto algo las tenía ocupadas. Entre compasión e hipocresía disimulada, las tres hermanas optaron por liberarla del porcentaje de labores que le correspondía, dejándola que se ocupara del teclado del Pleyel con tal que renunciara al derecho estropeado a ser feliz y pudiera irritarlas. Si el piano y su práctica persistente comenzó siendo actividad etérea, con el correr del tiempo adquirió una intensidad que nadie previó. Constante con metrónomo y hacia el final de la niñez, ella amenizaba la vida familiar opaca, volviéndose presencia ineludible en la atmósfera de la casona. Su padre se sentaba en el sillón de mimbre a escucharla cada tarde; él comenzaba leyendo el periódico y luego se concentraba hipnotizado por una fuerza nueva que podría doblegarlo. La presentaban encantados a los invitados ocasionales, ya fueran simples amistades o evasivos hombres de negocios. En las fiestas familiares -casi cada semana del año tratándose de familia numerosa- la muchacha tocaba el piano, sublimando una modalidad lateral de protagonismo y lujo de consuelo permitido a la muchacha estropeada, demostración del poder del carácter que se estaba forjando.

El pacto con la música y el auditorio cambiaron durante un examen de fin de curso, prueba intensa en los salones del Conservatorio más considerado de la ciudad. De pronto, en medio de un ejercicio sin complicaciones, sus manos habiendo dejado de pertenecerle y respondiendo a órdenes de un corazón ajeno, comenzaron a evolucionar sobre el teclado de manera imprevista, como se decían que tocaban los músicos negros de la Nueva Orleans. Sin perder el dominio de la musicalidad que no obstante se elevaba en la sala a la perfección, las manos se lanzaron a descifrar partituras con un sentido del ritmo seguro, original e inapelable que dejó estupefactos a los asistentes edulcorados por horas de interpretaciones escolares. Fue el momento en que cambiaba de intensidad la lámpara interior o candil del espíritu y ella descubría que mediante el piano podía aspirar a instancias del mundo inesperadas por ocultas. El entusiasmo suscitado en los profesores resultó excesivo y en varios se acercaba a desvanecimientos de emoción romántica. El trato de los vecinos se acercó al respecto a medida que se supo que la muchacha podía ser artista de verdad, vieron en ella -su aspecto continuaba siendo determinante- una pitonisa del reino de la música, así como hay mensajeros enviados del mundo de los muertos. Se hablaba de convencer al padre para que la autorizara a viajar al extranjero a perfeccionarse; por una vez irrepetible, ella era el centro de una situación donde se cotejaban posibilidades estéticas excepcionales y la medida del cuerpo.

Fue con la primera regla indicando una alteración interna que descubrió una distensión de su feminidad y el peso del don recibido. Lo que podía colmar de felicidad a cualquier muchacha la sumió en estados febriles constantes, acompañados de melancolía malsana comparable al movimiento perpetuo. Se propuso que nunca compartiría su talento con ningún público dispuesto a la admiración; renunció a mostrar a hombre alguno los estigmas del cuerpo deforme, legado de una naturaleza vengadora y rapaz, ensañada con una zona de su persona resonando en su vida atonal. Intuyendo el orgullo voluntarioso del padre, sin importarle la frustración de maestros y allegados, ella abortó a sus proyectos de carrera toda probabilidad de vuelo al exterior. Cultivó el don que compensaba delirios negados del amor y dedicó sin descanso sus días al conservatorio de la señora Delmira, enseñándole música a los niños obligados. Era relativamente feliz, por algún tiempo creyó dominar la paradoja resistida del alma, los deseos reprimidos de la música fueron alimañas enfurecidas que la roían por dentro. ¿Quién se abroga el derecho de conocer lo que una situación así destruye en el alma de una muchacha montevideana?

Nadie estaría dispuesto a admitir que tal como sucedió, pudieran coexistir en ella lo visible y la atracción por los valles abyectos, el atractivo del mal traído por la botella y sus escapadas de salidas nocturnas. La familia convivió con una alcohólica durante dos años sin percatarse, hay quien decía en voz baja que nadie en la casa quería darse por enterado temiendo el bochorno social y asimismo por desinterés hacia su persona. Ella comenzó dulcemente con licores caseros de las tías viejas, al tiempo no lograba despertar sin sentir desde el primer minuto de vigilia el fuego del trago de ginebra saliendo de la botella. Si se desparramaba sobre la alfombra del salón era anemia, cuando tropezaba en el zaguán un pequeño vértigo, si se dormía en la mesa durante la cena se trataba de efectos devastadores del abuso de la memoria musical. Vomitaba en el patio junto a las macetas y era la vista cansada, cuando no la sangre espesa; por no hablar del insomnio, cierta confusa tendencia al sonambulismo que le daba aires de personaje de ópera andando por la casona familiar. Habiendo negado la posibilidad de alojar una virtuosa del piano, la casa tenía entre sus cortinados a una mujer salida del aria de Donizetti, la sonámbula… hasta se acercaba al inicio de una caricatura. Pareció lógico que el alcohol fuera insuficiente, un rencor ingobernable la incitaba a tentar otras experiencias para castigar el cuerpo maldecido. Como si hubiera querido prostituirse entre mujeres tullidas, para clientes tullidos en una casa de tolerancia goyesca refinada, sabiendo la imposibilidad de concretar esa pesadilla resultó sensible al llamado del mundo asocial.

Ninguna ciudad como Montevideo La Coquette podía tener la marginalidad despreciada más al alcance de la mano, ninguna otra tenía ese camino abierto sencillo de emprender, tránsito frecuente entre vida de sociedad elegante y submundo de los otros. Pasaje natural a la intemperie accesible entre adentro y el afuera de las buenas costumbres, que se podía transitar caminando, como quien pasa de un lado a otro de la ribera por el tendido de un puente romano. Se lo dijeron desde pequeña: «Nunca bajes por esa calle que lleva al puerto, nunca», el tipo de advertencia y prohibición que más se recuerda cuando comienza a alejarse la juventud. Fue por esa calle proscripta años atrás, que una noche mágica de octubre se encaminó hacia los bordes del puerto montevideano a la búsqueda del barco fantasma en dique seco que nunca zarpa. Su plan original -si es que lo había y autodestructivo- fue atemperado por el azar puro, supuración lenta del segundo don superior aguardándola que resultó definitivo, una sífilis persistente del alma.

Caminaba, avanzaba sin mirar a los lados, ella está ahí sin haber franqueado las puertas prohibidas que temía. Hombres y mujeres adivinaba en portales de hoteles fulgurantes, conventillos ruidosos hasta tarde; envidió de las sombras movedizas la soltura con la que resolvían la poca vida que les restaba malgastar hasta la muerte temprana. Consideró la vida miserable de las mujeres, acaso envidió que esa noche les pagaran por denudarse, les dieran billetes por lamerlas en intimidades fatigadas y penetrarlas salvajemente a lo cautivas de asaltos de fortalezas medievales. Una cualquiera de esas criaturas tendría, en tres horas de esa misma noche en que arrastraba su pierna muerta por los adoquines, más hombres que ella en la vida. El andar alternado presuponía en alguien que la viera una tara, ella merecería ser florista de la calle de la perdición, vendedora de números de lotería. Su aspecto aunque recurrió a vestidos que le daban apariencia de pobre, su rostro donde la excitación transfiguraba la fealdad, despertaba el deseo de hombres bebidos y para quienes una tullida agregaba cierto morbo curioso; igual que la muchacha tuberculosa viniendo al bajo a rescatar al novio calavera de las garras del vicio, temerosa de que la sífilis y otras bacterias venéreas la condenaran a una descendencia de hijos tarados. Esos pensamientos debieron ser suficientes y paralizarle las ganas de seguir adelante; entraron sin embargo en movimiento fuerzas poderosas, haciendo de la incursión otra vivencia que el descubrimiento de la perdición, le entregarían un destino.

El paisaje del bajo resultó límpido y claro como el imaginario de las pesadillas, siguiendo la calle recta que baja sin control seis manzanas o diez en un bullicio que suplanta a la vida. Una vía prometiendo remedos fingidos de felicidad, saetas de calles adyacentes y callejones ciegos, donde el olor de sordidez es tangible entre bestias domésticas, mirando con ojos espectrales de muertos, donde había mujeres maquilladas de pudor, enemigas juradas de las luces de la prostitución afincadas en el fondo del pozo negándose a salir, atrapadas en la noria del desvestirse hasta que la muerte las alcance. Había por allí hombres traspasando el zaguán de comedia amorosa y descarga catártica como perro jadeante, en quienes la sensualidad degeneró hacia la redundancia de una manía corporal monotemática. Repetición de únicos gestos bestiales en los que suponían radicaba el placer de la especie, entretelones de monomanía que exalta y roe la vida, cuya consumación retarda los demás: danza desesperada, mientras la variedad se descarta y el movimiento acciona la bifurcación. En esa calle vertebral hombres y mujeres se buscaban siendo matrimonios enamorados luego de meses de separación forzada. Había una perversión densa en la repetición concediendo escuchar pasos lentos y palabras viciosas aisladas, dichas en voz baja, con interferencias de insultos, desplazamientos del celo artificial y negociado. Demasiada osadía para una primera vez; era tiempo de volver para una muchacha de su casa y que nunca imaginó la maravilla aguardándola esa noche del alma.

Ahora la vemos remontando la calle principal cuando algo la decidió a pararse en la vereda. Desde el interior de uno de los locales, bien triste pues el festejo era menor al necesario, especie de cabaret barato, piringundín de cuarta, alguien la miraba con insistencia inadecuada a la intención del paseo. Era la mirada del otro que parecía haber adivinado el plan de la muchacha esa noche y conocía la íntima razón -que ni ella sabía- por la que estaba allí, a esa hora precisamente y demasiado tarde para volver atrás. Lo supo así, así lo supo sin que mediara nada; entendió que el hombre era un extranjero venido de lejos y hablaba una lengua extraña. Estremecedor fue asumir que el hombre estaba muerto y esa mirada era de ánima errante, alma sin descanso exilada en la noche portuaria. A través de los cristales sucios, entre el espíritu alterado de la muchacha y luces del interior del tugurio se interpusieron seis letras oscuras y corpóreas, flotando compactas en la nada.

Ella estaba entrando en el Boston y no entraba, había una fuerza incitándola a penetrar en el recinto reducido como una cajita de los locos. De haber sido una noche de ambiente de fin de semana la situación pudo haberla ayudado y no fue el caso; apenas puso la muchacha un pie en el interior, cuando pasó de cuerpo entero adentro del Boston, el cuadro se programó en escenografía de zarzuela esperpéntica. La alejada barra del bar con marinos acodados, mesas del fondo donde alternaban hombres con familia en algún lugar de la ciudad, obreros carcomidos por el piojo de la vida perseverando en lento suicidio de alcohol y cigarrillos negros, hombres jóvenes con aspecto de poetas malditos equivocados de ciudad y siglo. En réplica, a la orden de un director de escena invisible, el desplazamiento del minúsculo coro femenino forzadas a la alegría por llegar con alguna moneda al amanecer. Le pareció que había estado antes allí, en un sueño tal vez… en otra vida era posible y con el cuerpo extraviado ella había estado allí.

Una de las mujeres que luego sería buena amiga, al verla se separó del conjunto acercándose a proponerle una variante de recibimiento.

-Chiquita, te equivocaste de puerta, le dijo en secreto, con marcado acento francés.

-C’est possible, respondió la muchacha.

La respuesta inesperada hizo sonreír a la otra por una imperceptible fracción de segundo y la mujer recuperó el rictus adecuando a la noche arrepentida de la mala jugada que le hizo la memoria.

-Cuando trabajo hablo en criollo, le dijo. ¿Qué querés?

La muchacha nada tenía para decirle a aquella mujer, explicarle las razones de la expedición que la llevó hasta allí equivaldría a insultarla, decirle que era una nueva copera en busca de trabajo la hubiera conducido al ridículo. Algo del orden providencial vino a salvarla, auxilio inesperado y providencial; en uno de los rincones del local, como si se tratara de una absurda mesa de operaciones abandonada sobre la que amontonaban paraguas rotos, botellas vacías, máquinas de coser inservibles y vasos de cristal de Bacarat había un piano vertical. Sin hablar, nuestra amiga respondió estirando hacia adelante el mentón de la cara tan fea, señalando el pianito.

-Ya mi nena, ya. Hace meses ellos me dijeron que enviarían a alguien. Mirá, caés justo. Esta noche es un velorio. Dale que te presento. ¿Cómo te llamás?

La muchacha dudó unos instantes, pensó en la música del apellido materno que soñó alguna vez utilizar en giras por el mundo, donde cada concierto finaliza con un ramo de rosas entre aplausos y pedidos de bises. El Boston era la pesadilla teatralizada de aquellos proyectos, lo mejor sería adelantarse a la crueldad de la gente y tomarle la delantera al sarcasmo popular.

-La Coja está bien.

La mujer de acento francés la volvió a mirar a los ojos, esta segunda vez sin bajar la mirada, sin necesitar observarle los pies confirmando lo que advirtió en cuanto la pianista entró al Boston, cuando la vio avanzando a tientas por el salón semivacío.

-Si tocás el piano con el mismo coraje no tenés nada que temer, le dijo pensando que la nueva necesitaba una frase de ánimo. Andá y suerte.

La muchacha caminó hacia el piano a su paso como si el instrumento mecánico fuera a desvirgarla con brutalidad. La gente, aburrida de la monotonía en que se había encauzado la noche la miró como a bicho raro, a puta renga y fea. Por un instante pudo escapar a la desgracia; sucedió que en vez de huir escapada ella marchaba a cada segundo más adentro de lo prudencial. La perspectiva estaba minada de incomodidad, hasta esa caminata crucial se permitió seguras incertidumbres, debía reaccionar con firmeza y aplomo a riesgo de terminar mal la salida. Puede decirse que empezó bien, de pasada agarró una silla por el respaldo arrastrándola sin prisa hacia el piano; el ruido de las dos patas sobre el piso de madera acalló unas conversaciones que ignoraron su llegada y la silla se hacía notar, como si tuviera un defecto de fabricación en una de las extremidades.

Cuando estuvo junto al piano sacó inmundicias acumuladas sobre la caja, vasos sucios, trapos, ceniceros llenos de puchos y que puso sobre una mesa; luego sopló queriendo sacar de allí la mugre acumulada. El individuo que atendía el bar se acercó dispuesto a llevarse las porquerías, sin que ella se lo hubiera pedido comenzó a pasar un trapo sobre el piano, dejando huellas húmedas sobre la mugre residual que se resistía a despegarse.

-Qué te sirvo, le dijo antes de regresar al mostrador.

Al escucharse responder ella se sonrió de la parte de adentro.

-Una cervecita bien fría, en vaso grande, le contestó.

La otra mujer de hace un rato del acento francés a todo eso había golpeado las palmas para llamar la atención de la escasa concurrencia. Estaba preparando al gran público de la muchacha renga, la platea singular que le estaba destinada; sus palabras de presentación si bien carecieron de sutilezas retóricas, tuvieron la virtud de la concentración e introdujo a la nueva pianista a la manera del título deformado de una polka popular.

-Damas y caballeros, prestigiosos público, el Boston se enorgullece de… y algunas toses que preludiaban risotadas lograron perturbarla, entonces decidió ir directo al grano. Aquí al piano, la Coja.

***

Debía comenzar a empezar y aquello era un horror, los que tosieron y me miraron como a una curiosidad desagradable nunca supieron que los primeros compases que toqué -y que Dios me perdone- fueron de una sonata de Scarlatti. Pasados unos segundos arranqué con una milonga que gustaba mucho por aquellos años; cuando terminé la primera pieza los parroquianos aplaudieron con generosidad, me emocioné por esos manotazos queriendo coordinarse con estragos de caña y hambre.

El espíritu del extranjero que me observó con insistencia cuando erraba por la calle se sentía bien por mi actitud en el Boston, admitía mi farsa y la deformidad como si estuviera destinada a ser amante de los muertos, penetrada por hombres intangibles que usarían mi cuerpo para el placer de comunicar, desde mis entrañas inválidas, lo que olvidaron gritar estando en vida, mensajes desesperados portadores de verdades tremendas.

-Bien Coja, dijo alguien desde el fondo, sin insinuar otro sentido que el lastimoso de la renguera.

Hacía menos de una hora fui una muchacha cauta adicta al trago asomándome a esos antros con la prudencia del miedo, cuando escuché a mi nuevo admirador ya era una vieja voz conocida de los asistentes. Nadie podría imaginar lo que sentí en esos momentos, ni yo misma creí que pudiera tocar tangos de esa manera convincente, canciones venidas desde lejos sobre marineros tatuados y putas miserables de bares crepusculares. Cuando finalicé la milonga me tomé de un trago la cerveza que me habían traído y luego, posesa y feliz de serlo, toqué una hora sin parar. Ellos estaban contentos, eso podía adivinarlo y así empezaron los meses breves más intensos de mi vida, la etapa previa al encuentro.

La francesa estaba agradecida por mi llegada que definió de providencial. Nunca supe si ella era la patrona verdadera del Boston, creo que había por encima un alguien que prefería el secreto y lo mandaba todo. Al final de mi actuación preguntó si tenía donde dormir y dije que sí, me preguntó si tres pesos sería suficiente, le respondí que podía ser si me daban la ropa de escena y una comida. Dijo de venir todas las noches, argumenté que los dolores de la piernita, entonces pidió que la disculpara y acordamos jueves y viernes.

-El sábado hay mucho borracho y puta atorranta. Ni vale la pena, dijo la francesa. El domingo es noche de maricones.

A mi manera personal descubrí los placeres de vivir una doble vida sin ser necesariamente paralela, eran tan distintas las representaciones que nadie podría suponerlo, encendía en mí una alegría lindando la felicidad, consistente en alcanzar las antípodas de aquello que nos proponemos. Nada en mi pasado lo hacía suponer; el encuentro con otra clase de personas, que para nuestro círculo familiar era la escoria de la sociedad, pudo que completara de manera feliz mi educación sentimental haciéndome saber quién era y en esa búsqueda, el piano resultó vehículo privilegiado.

El don verdadero latente en la atmósfera cargada del Boston se fue perfeccionando, allí comencé a escuchar las voces intercaladas y decir palabras incoherentes que luego resultaran verdaderas; hechos triviales como accidentes, problemas de amoríos turbios, la Coja tocaba el piano, devenía pitonisa para la gente simple y al respecto recuerdo un episodio doloroso.

Mi deseo de pasar inadvertida en el ambiente se volvía problemático. Hablemos claro: el Boston más que un lugar de sano esparcimiento era un bar del bajo con pésima fama, cafetín de mala muerte, entre mujeres, alcohol, drogas y timba por plata, los delitos más variados nos asediaban cada noche acompañando el humo de los cigarrillos. Una señorita de buena familia puede si lo quiere, habituarse a convivir entre fragmentos dolorosos de la condición humana y escabrosidades de la vida cotidiana en potencia. El asunto revelador de ese mundillo fue la historia de la muchacha degollada, los hechos retenidos fueron terribles también para ese ambiente de desalmados.

La muchacha muerta era una recién llegada del interior, la vi cuando desembarcó en nuestro reducto y desde la primera noche me apenó lo que sería su sombrío porvenir sin poder decirle nada. Con el paso del tiempo me endurecí de carácter, por más que hablara de desgracias venideras el mundo permanecería tal cual. Ahí y entre esa gente se aprendía rápido, a la semana de llegada al Boston le restaban a la muchacha pocas trazas de cierta ternura campesina, ella podía vengarse del mundo en cualquier circunstancia desplumando a un gringo, enfermando de cuerpo y alma a un muchacho primerizo. El odio de la infeliz se quedó sin tiempo de revancha, una noche cualquiera alguien la degolló en su pieza de pensión. De tal manera, que se desangró sabiendo sobre un colchón remendado que absorbió la sangre hasta volverse masa repugnante de lana, hinchada de coágulos, un animal inimaginable carnívoro en el medio del que reposaba el cuerpecito vaciado de la muchacha. La muerte, esa muerte desagradable quebró la tregua con las autoridades, fueron malos días para el bajo y el Boston en particular, que era donde la víctima sacudía sus efímeros encantos. Un viernes negro, cuando llegué para asegurar mi actuación aquello era una ratonera alborotada.

– ¿Y vos quién mierda sos? me preguntó un hombre autoritario, con voz grave de bajo borracho y tomándome del brazo como si fuera una chiruza más.

-Déjela, dijo de inmediato la francesa. Es la Coja, la pianista. Luego me miró embarazada y agregó: Perdoná Coja, una urgencia… no había manera de avisarte, ni siquiera sé dónde vivís.

Los asistentes a la representación estábamos sentados como rehenes, callados y miedosos de estar aguardando que develaran en público nuestro secreto; la francesa, igual que si contara un folletín de suceso me puso al tanto del sórdido asunto que sacudía la delictiva calma del Boston. Mientras la escuchaba tuve miedo de confesarle que en ese misterio nada había para mí de sorprendente, de contarle que había visto la noticia inscripta en la aureola de la muerta la semana anterior. Dentro del drama evocado la situación era absurda, cada uno de los distraídos parroquianos que entraba al local resultaba maltratado y proyectado al rincón donde era interrogado con brutalidad, miedos y malentendidos se sumaban en orgía de insultos humillantes.

Creo que de haber insistido hubiera podido irme para casa; preferí quedarme, los allí molestados era gente que yo quería. Esa noche dejaría de tocar, esa noche escucharía.

-Es el comisario Menéndez en persona, patrón de la seccional primera, dijo la francesa. Llegó hecho una furia dispuesto a resolver el asunto rápido, esta historia nos cuesta un mes de desgracia en el trabajo.

-Pobre muchacha, dije.

-Mirá Coja, diez minutos son suficientes para llorarla y ya pasaron. Eso es el pasado, los pobres que importan son los que seguimos vivos.

-En estos momentos me gustaría tener tu seguridad.

El hombre del bar se me acercó igual que en una noche cualquiera y yo comenzara a tocar en cinco minutitos.

– ¿Querés algo Coja?

-Dame caña, le dije.

El hombre se sorprendió escuchando que salía de mi rutina de cervecita, nada dijo y volvió al ratito con el vasito lleno hasta el borde. Tomé la caña de un trago, me sentí un poquito mareada y miré hacia la calle. Era en nuestra calle que deambulaba el espectro del extranjero de la primera noche, regresando cuando algo maligno se acercaba a mi vida. Las letras de la palabra Boston de la vidriera se habían transfigurado en un nombre ruso parecido a notsoB; nada de ruso me dije, muchacha estás aprendiendo a leer el revés de la trama del mundo. Era el nuevo don que se manifestaba en una curiosa circunstancia, permitiéndome contemplar las cosas desde el otro lado.

Entonces lo supe, vi en su totalidad la vida sin interés de la muchacha degollada, recordé la última vez que la crucé en el Boston riendo con groserías de desafío y la vi del otro lado, desde la muerte y sobre el colchón hinchado de sangre entre filamentos de la enfermedad que terminaría matándola. Vi el tajo certero, al hombre con el cuchillo en la mano, el boleto del ferrocarril con destino a Concordia. Lo miré al del bar del lado de aquí de la realidad.

-Otra caña, le dije. Esto que me diste no es caña, es agua, y yo quiero caña paraguaya, a las rengas nos gusta la caña paraguaya.

-Tranquila muchacha, me susurró la francesa. Es la noche equivocada para hacerse la caprichosa, tranquila.

-Y vos qué sabés, le contesté de mala manera.

Me tomé de un trago la segunda caña y acompañé en dolor el segundo fuego que me quemaba el esófago, la garganta, la boca. No fueron las llamas de la caña lo decisivo, era la voz desde adentro pugnando por salir hecha alimaña repugnante de palabras.

-Menéndez, dije llamando la atención a la concurrencia. El tipo que buscás con tanto alboroto entre gente decente vino o va para Concordia. Es un hombre joven y violento. Dejá a la gente tranquila, revolvé en pensiones mugrientas cerca de la estación de trenes.

El comisario así interpelado, me miró con desprecio por haberle destartalado el montaje del operativo de guapo especulador llevado adelante para su lucimiento, con el poder de detener cuando lo decidiera a pura voluntad la farsa en el bajo.

-La muerta era del litoral, me dijo la francesa. Coja, por favor… no te metás en problemas de los que puedas arrepentirte luego. Al señor comisario le desagrada que lo tuteen.

Ella estaba en lo cierto, al oírme el comisario se acercó a mi mesa, colocó una silla cerca, se sentó y aprontó sin prisa el cigarrillo, preparándose para un interrogatorio apropiado al contrabandista requerido de mucho tiempo atrás.

-Así que vos venís y zás… de un saque y así. Zás. Lo sabés todo… mandás el bochín al fondo de la cancha y dejás a todos los aquí presentes con la boca abierta. Zás… Puede que te haga caso con la búsqueda en las pensiones que decís ¿Sabés por qué? Las rengas me traen suerte, menos cuando se mancan las yeguas del hipódromo. Pero antes de despedirnos, me decís de corrido cómo es que estás al tanto de los detalles. Espero que seas bien elocuente, de lo contrario te cago la vida, así de sencillo, te cago la vida, así de zás…

Dios mío, lo miré a los ojos sin temor y lo supe todo, era una gracia oscura pasando por mi espíritu y condena sin indulto. Podía ser una infeliz, mujer recelada, la renga despreciada o arremeter hasta que la gente me temiera por algo que acepta sin entender.

-De la misma manera que estoy viendo al hombre que te matará de tres balazos, le dije al oído.

– ¡Cruz diablo renga’e mierda! Te puedo dar una lista de candidatos que quieren mandarme para el otro lado. Nunca creí en brujas, pero que las hay las hay. Vos sos una. Que dios te ampare por esa maldición que te corroe las entrañas y te comió la pierna.

El comisario Menéndez, hombre cuarentón y pesado, vestido a la manera de un propietario de caballos de carreras se levantó como si hubiera visto un alma en pena.

-Vamos, ordenó a los hombres que lo acompañaban. Capaz que mañana tenemos que hacer un largo viaje en tren.

A los pocos días me enteré del final de la historia, una sórdida situación en un pueblo fronterizo que terminó con tragedia entre hermanastros; la visión había pasado de largo, los detalles y motivos humanos me estaban vedados en mis visiones. Desde aquella noche de caña paraguaya mi situación en el Boston cambió, incluso podía dejar de tocar el piano que era lo mismo y nadie me decía nada; querían que estuviera allí, comenzaban a respetarme, temerme como una curandera y ello empezó a disgustarme. Me sacaba de la penumbra del anonimato que había elegido y sin embargo -entre tanto poder cargado de ignorancia- el episodio que decidió mi retiro de la capital fue de una banalidad absoluta. Yo, que durante esos meses de tocar en el Boston avancé en el conocimiento de mí misma, me vi envuelta en un final de adolescente descubierta en su secreto familiar, más terrible para el pudor que la muerte de la muchacha venida del interior.

Fue un jueves sin importancia siendo casi la una de la madrugada, estaba acostumbrada a los ruidos circundantes mientras tocaba el piano y sin volverme, por lo escuchado, podía saber lo que sucedía en el local. Era jueves pues. Estando al final de mi actuación me percaté que abrían la puerta y entraban algunos hombres buscando diversión, de buena familia. Lo digo por el perfume a lavanda inglesa que sobrevolaba entre aromas de letrinas, el sudor masculino, afeites ordinarios de muchachas y que detectaba como nota disonante en una partitura. Estaban a las risas de esas que se oyen después de cenar con vino embotellado, la hora previa a meterse en las pensiones de la zona. Sería una noche lucrativa para las muchachas y soledad decepcionante para los buitres que caen tarde a mezquinar ofertas de último momento. Nadie me escuchaba porque la novedad de los clientes alborotó el gallinero, toqué un par de tangos para mi propio placer, primero Viejo smoking y luego Amurado. Cuando salía del rincón del piano y me dirigía al bar a buscar otra cervecita, quedé enfrentada cara a cara con mi padre que andaba manoseando a una de las muchachas más jóvenes.

Mi padre me miró como si se descubriera metido en un mal sueño, negándose a admitir lo que estaba viendo. Avanzó hacia mí un par de pasos y pareció que descubría en mi alguna parte suya que él buscaba olvidar.

-Papá, ¿qué haces aquí? le pregunté con ternura y cierta ingenuidad, buscando abolir lo absurdo que tenía la situación doméstica en el Boston.

Mi padre continuaba mirándome más abstraído que borracho, sin percatarse de la realidad que imponía la escenografía del Boston, algo en él pugnaba por negar la circunstancia y mi estar ahí se le hacía insoportable.

-Sabés nena… una desgracia. Quiroga se mató en Buenos Aires, dijo mi padre.

Después de algunos segundos, la mirada de mi padre vagó por el astral y explotó en una carcajada diabólica que me heló el cuerpo, los huesos deformes de la cadera. Luego me dio la espalda continuando su charla animada con la muchacha manoseada, dejándome en el alma el peso de la muerte de Quiroga. Nuestro encuentro familiar pasó inadvertido, estaba obligaba a tomar alguna decisión y su risa endemoniada fue un signo abriendo otros arcanos.

Volví a casa, mentiría si dijera que con el mismo espíritu de las otras noches, dormí tranquila lo que me sorprendió y puede que en verdad estuviera cansada, agotada. Al mediodía siguiente almorzamos en familia con maneras y contento como si nada hubiera sucedido la noche anterior. Viendo a mi padre sirviéndose unos enormes trozos de carne asada al horno, dudé que nuestro diálogo hubiera sido una alucinación, síntoma tangible de que me estaba volviendo loca; para salir de dudas debía alejarme de la casa familiar y terminar con la aventura trasnochada del Boston.

Avancé una estrategia decidida, apelando a mis nanas congénitas se hizo comprensible una salida de la capital en busca de reposo. A mi maestra de piano la señora Delmira, le propuse ampliar la zona de influencia del conservatorio Santa Cecilia y aceptó encantada de la vida. Ello me acercaba una excusa con algo de verdad justificando mi voluntad de mudanza. Más triste fue, la misma tarde del almuerzo conciliador en familia separarme de mi tiempo de pianista en el Boston; a la francesa le dije que se trataba de un adiós sin preguntas ni explicaciones innecesarias, marchaba lejos y quería hacerlo de la misma manera discreta con la que había llegado.

Claro que me cuidaría del mundo y siendo una tonta sentimental, le pedía que me despidiera de las muchachas, del encargado del bar que cada noche servía mi cerveza bien fría, de los muchachos trasnochadores que venían al Boston a escuchar tangos por puro gusto. Con la francesa nos abrazamos un rato largo como las amigas que éramos. Estaba contenta, la vi morir de viejita y con el cariño del hijo que llevaba en el vientre sin ella saberlo todavía, hermoso bastardo del hombre nórdico que hablaba una lengua incomprensible.

-Una cosa te pido, me dijo la francesa cuando estábamos en la puerta del Boston. ¿Cómo te llamás de verdad?

-Mercedes, yo me llamo Mercedes.

-Adiós Mercedes, au revoir.

Había entrado al Boston siendo una muchacha ingenua ignorante de las trapisondas de la vida y me alejaba con un pasado supletivo, resignada a una idea incierta de destino, forma de error entre misión y fatalidad. Hubiera querido al sentirme acuciada por poderes externos, terminar mis días en esa calle del bajo montevideano y la vigilancia cómplice del espectro hirsuto del expatriado merodeador.

Hubiera preferido huir de la pesada responsabilidad de dialogar con los muertos, ese don caído del infierno estaba incrustado en mi espíritu y nada lo sacaría de allí; me alejaba buscando en mi intimidad fuerzas elementales para administrarlo sin destruirme y que mermaran las ocasiones poniéndome en la penosa situación de ejercerlas.

Salto y más allá

No está muerto quien puede yacer eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

Abdul Al-Hazred

En otro tiempo y una nación más antigua ella hubiera marchado en silencio a un convento de clausura, aceptado castos votos de retiro se habría consumido con rezos matinales y la armonía menos arrabalera de los motetes. Mercedes se negaba a brindarle lo que le quedaba de vida a un dios negligente: «si ese existiera, nunca habría permitido la vagancia de ciertas almas atascadas buscando mi connivencia». Deberá existir algo, un lugar insinuado en la idea de purgatorio y ello eran las resistencias inconsolables de la vida ante el llamado devastador de la muerte. «Eso sí existe, lo he visto con el corazón. Dios no». Buscar otra variante del retiro suponía instalarse en el interior desairado del país, un lugar sobre al río Uruguay entre Uruguay mientras la palabra se hace agua y la misma palabra cuando es tierra firme, pugnando equidistante de los elementos entre feto y sepultura.

La ciudad elegida por Mercedes fue Salto. «Sería indiscreto decir que me lo sugirió una liebre durante un mes de marzo lluvioso, pero fue así». Le bastaron pocas semanas para instalarse en la nueva casa ubicada -para satisfacción de las secretas aspiraciones de la pianista en los bordes de la ciudad- allí donde basta con mover la cabeza para pasar de mirar el presente a contemplar la nada. En cuando al dinero necesario a sus planes, convino con los hermanos una mensualidad generosa y participación anual en las ganancias del clan familiar, con la contrapartica cedida de común acuerdo de salirse del pericón del reparto patrimonial de la herencia. El dolor del entorno ante el retiro de Mercedes fue discreto, los planes relacionados al conservatorio musical los cumplió a medias, desistió sin dudarlo de la formación infantil y se dedicó a perfeccionar aquellos pocos alumnos que mostraban un talento especial. «Mi segundo don me hacía en tales casos daño pues, desde la primera entrevista con los aspirantes intuía el futuro malogrado de mis estudiante, si continuaba adelante era porque su entusiasmo inocente lograba conmoverme».

En esos días de acomodo, nuestra heroína hacía muchas lecturas queriendo mantener al día la escasa correspondencia que la unía al pasado; participaba de manera tangencial en la vida de sociedad y le bastó un recital en el Club salteño de más empaque para demostrar cuál era su manera de vivir. Al público interesado, a los melómanos curiosos que llegaron hasta la sala de actos, lo sacudió la distancia entre sus manos -cuando fue el turno del estudio trascendental de Listz- y la mujer renga que tomaba el té a sorbitos, mientras escuchaba los chimentos inocentes de la ciudad sin demostrar el mínimo interés por detalles pecaminosos. Así pasó un año completo y fue cuando promediaba el segundo otoño en la nueva residencia, que dos visitas vinieron a perturbar su tranquilidad.

«Primero fue una adolescente tímida que residía en la ciudad. Desde que marcó el primer acorde sobre el teclado, la muchacha acometió con una extraña fuerza de interpretación, un mensaje para mí inconfundible; ella estaba destinada a un virtuoso porvenir si la intransigencia del padre no se interponía en el camino. Obligándome a trabajar en cuanto a la interpretación, estábamos muy contentas las dos y yo más, convencida de que el don al asedio se alejaba de mi cuerpo como las fiebres devastadoras del paludismo». El segundo personaje que vino a visitarla, era un individuo molesto a pesar de su juventud y determinante a la continuidad de la historia, un sobrino directo de Mercedes que llegó a Salto para esconderse esgrimiendo una excusa harto conocida. «Cuando se presentó resuelto a instalarse en mi casa por una larga quincena, contó una historia poco creíble y que le parecía original».

El sobrino le dijo a la tía Mercedes que venía a Salto a buscar un manuscrito prodigioso, le habían informado en Montevideo -personas de su más absoluta confianza- que un gringo olvidó algo muy valioso en una biblioteca particular de el Sato Oriental a finales del siglo pasado. Ella lo escuchó manteniendo la serenidad, sin perder la calma, fumando e interesándose por el relato de la mentira y que a medida que avanzaba mostraba algunos centros de interés. «Lo hacía con tal pasión, propia de un farsante profesional, que terminé aceptando que de verdad creía en su disparatada historia». El temblor de las manos del sobrino al engarzar el relato, el color metáfora carmesí en los ojos, su aspecto de dandi prescindiendo del universo decadente que lo rodea y aquello dispensado que no fuera satisfacción artificial de sus sentidos. Mercedes que había visto tantas veces en las madrugadas del Boston casos similares y esos signos ostensibles, entendió que estaba frente a un drogadicto hundido como un áncora en su dependencia. Lo del cuento era menos que una parábola, el sobrino venía a buscar junto a la tía rara una cura de desintoxicación asistida y tal parecía la primera posibilidad. La segunda nada desdeñable, era que llegaba hasta Salto a perseverar en su debilidad incluso aceptando la eventualidad de morir y una tercera, que huía acuciado por la presión insoportable de sus proveedores habituales, tal vez frecuentadores del Boston cuando Mercedes tocaba tangos. «Me repugnaba su irreverencia por estar ahí mintiendo, ocultando la razón verdadera, pero acaso podía ayudarlo. Cuando mi sobrino terminó su cuento le dije que se tranquilizara, que lo ayudaría a encontrar ese manuscrito prodigioso. Para hallar esos textos, como él lo sabría, siempre hay que emprender un viaje a los infiernos. Imposible afirmar si me escuchó en el peso de mis palabras simples o entendió el emblema azaroso que esas palabras dibujaban; lo cierto es que se calmó».

-Claro, el infierno, dijo.

Era esa la síntesis de la crónica interrumpida, la desesperación de ir siempre a la búsqueda infructuosa del manuscrito prodigioso, como si fueran insuficientes los libros existentes en el mundo, la gente se lanza con curiosa periodicidad a la búsqueda de prodigios latentes. Debe de haber algo misterioso por ignorado entre el final del manuscrito y la edición prínceps, un enigma informulable que se extravía para siempre en el trayecto; entre escritura nocturna e imprenta existe un pasaje mágico que se evapora en las librerías: somos los lectores quienes destruimos la fragilidad literatura. «Conocía idéntico afán al ir detrás de partituras endiabladas, la idéntica historia de los manuscritos perdidos que se repiten desde el fondo de los siglos. En la situación delicada de mi sobrino, su actitud parecía ser algo entrevisto en sueños. La droga abre instancias de misticismo y creencia inmediata, desplazamiento del placer hacia una conciencia de lo ausente. Tenía conocimientos suficientes para entenderlo, el único secreto que vale la pena buscar es el del diálogo con los muertos y me pertenecía. Comprendo la desesperación de quienes por la droga, la locura, la orgía sexual y el alcohol llegan a esbozar la escucha en ecos del submundo, el reino habitado de murmullos eternos, susurros que unos pocos transfiguran en personajes de escritores torturados. Nadie inventa personajes, sólo hay una escucha del murmullo inaudible de los muertos: los hacen luego manuscritos sobrenaturales. Conozco desde las noches del Boston que lo en verdad terrible, es la transferencia llevando a ver de frente la otra realidad; es como si estuviera muerta, una catalepsia que puedo manejar a voluntad –lo descubrí en noches de tangos y degolladas-, es la visión retorcida que alcanzo apenas me lo propongo, mediante procedimientos litúrgicos y que en mí pasan por la digitación del segundo nocturno del opus 15 de Chopin. Creía manejar a voluntad la situación, que ello comenzaba a formar parte del pasado, los dones son para ser usados y quien renuncia a ese dictamen, termina castigado por negarse a la excepcionalidad, quería saber si mi sobrino buscaba reincidir en la droga o salir del círculo opresor de los alcaloides».

Pareció lógico que Mercedes pusiera en su sobrino un cariño especial por considerarlo un ser confundido; tenue referencia a la madre que no era y entonces, protegida mediante un disimulo de cortesía distante se comportaba de manera exagerada, favoreciendo cautelas indebidas a la circunstancia como si se tratara de un niño enfermo. La indiferencia del sobrino ante la referencia del infierno se volvió en su contra, la desintoxicación apodada manuscrito perdido fue lenta y dolorosa, pareciéndose a un exorcismo donde los demonios eran complejas estructuras moleculares de laboratorios clandestinos. En las convenciones cotidianas la tarea consistía en desalojar espíritus ruinosos habitando su cabeza y circulando en la sangre con impunidad. Ni muertos babilónicos ni deformes seres imaginados, entidades acaso indescriptibles nacidas de glóbulos excitados e irrigando alejadísimas zonas del cerebro, despertando funciones dormidas en la memoria bestial del hombre desde la noche de los tiempos. «A mi manera, evité que algunos espíritus burlones aprovecharan la ocasión para ocupar su cuerpo debilitado provocando la incursión depredadora al mundo de los vivos».

Durante esas largas veladas de alerta, defensa e insomnio, en el cuarto apenas alumbrado que tiene una ventana orientada hacia la nada, con mantas sobre el cuerpo tiritando de Silvestre diciendo disparates, ella supo que usufructuando el episodio algo la estaba reclamando, una fuerza, algo: el espíritu de una niña que murió ahogada en una correntada cerca de Salto. «Ella pedía que me interesara por el espíritu de su padre que estaba allá torturado y sufriente más que todo lo sufrido en vida. Nadie podría imaginar el envilecimiento que sentí ante ese llamado -en plena cura de mi sobrino- como sin indicio alguno me viera trasladada a un teatro. Habiendo rechazado tales prácticas considerándolas de curandera ridícula, habiendo entrevisto conservatorios alcanforados con bustos blancos, indicando el camino del arte hacia el Parnaso musical, mi prudencia me proyectaba viejita, en entregas de diplomas ornados con caracteres góticos, intercambiando ramilletes de flores. Pero esos días, estaba obligada a admitir mi condición irrenunciable de médium trastornándome sin poder controlarlo».

Cuando el sobrino Silvestre consiguió desintoxicarse –volvió a tomar café negro y comer con apetito de muchacho saludable- Mercedes debió explicarle lo sucedido; parecía que durante la cura implícita ella hubiera heredado el interés por el prodigioso manuscrito perdido y él -ansioso por regresar a Montevideo y recuperar su vida normal- con fidelidad de hijo adoptivo aceptó ayudarla a volver del trance en las sesiones «que para mí resultaban humillantes en tanto necesitaba testigos íntimos, escuchas».

-Te ayudé a ti las últimas semanas. Ahora debemos calmar las lágrimas de alguien que dejó de pertenecer al mundo donde estamos conversando.

-El infierno, claro, respondió Silvestre como aquella primera vez cuando llegó y ella se hizo la desentendida.

Fueron apenas tres sesiones las necesarias para llegar a la solución del enigma y encontrar el manuscrito perdido, que era una voz local que se manifestó más tarde en fin de semana. Al otro miércoles de esa conversación, el sobrino Silvestre regresó a Montevideo con la vida cambiada. Mercedes permaneció dialogando a solas con los espíritus en términos amables, sin saber a qué región la encaminaban esos intercambios; si hacia una muerte prematura que daba señales de impaciencia o derecho a la locura, en justo castigo por haberse interpuesto en tráficos superiores a sus fuerzas. «Lo que más creo es que marcharé al otro lado naturalmente y hasta entonces nunca dejaré de tocar el piano». Durante la sesión del domingo, que cierra la historia hasta donde se nos está permitido el relato, hubo un tercer invitado de paso. El doctor Wenceslao Penco, abogado ponderado de la sociedad montevideana, que en su apellido tenía incorporado buena parte del secreto expedito en las noches pobladas de contacto y comunicación; pero volvamos al orden narrativo.

En la sesión del viernes, la niña que funcionaba como espíritu de avanzada recordó su breve pasaje por el mundo de los niños con vida. Dijo llamarse Elizabeth y que nunca conoció a su madre, una mujer que quedó viviendo en el otro hemisferio. Elizabeth, su espectro, contó que vino hasta los dominios salteños con su padre siendo pequeñita, desde los Estados Unidos de norte América en un barco de tras mástiles. Su padre era ingeniero en caminos, minas y puentes e inventor de obras monumentales; buscaba olvidar el pasado que incluía una muerte abrupta de la madre de Elizabeth, se había desterrado a Salto a plantar naranjas y leer. El padre bebía mucho, fue lo que dijo Elizabeth que había olvidado las circunstancias de su propia muerte; para la niña la muerte fue un juego sin canciones, llevaba más tiempo de muerte que de vida tuvo, lo que posibilitaba acceder al contacto. Escuchaba sufrir a su padre sin reposo, quería hacer algo por él y apenas se acordaba de una tarde de circo determinante.

El día previo al accidente en el río que terminó en tragedia, el padre de Elizabeth la subió a un lindo carruaje tirado por dos caballos lustrosos y lo condujo hasta una plaza enorme en el centro de la ciudad, a escasas cuadras de la iglesia principal. Fue la tarde del circo; ella se retardaba en su relato como encantada, la niña recordaba la orquesta de monos tocando una musiquita alegre, animales feroces venidos de la selva y que nunca había visto salvo en coloridos libros de estampas. Esa tarde bajo la carpa del circo estaban casi todos los niños salteños, Elizabeth no conocía a ninguno ni asistía a la escuela; el padre se encargó de educarla a su manera y ello tenía poca importancia en la versión de la niña. Ella evocaba la escenificación final del espectáculo circense con la irrupción en la arena circular de caballos verdaderos, hombres vestidos de gaucho, ánimas en pena y señores que se transformaban por efecto de brujería en lobos peludos sedientos de sangre. Eso a ella la asustó mucho, Elizabeth era una niña distanciada de tales emociones. Cerca suyo, cuando terminó la función destinada a ser un recuerdo de infancia si hubiera tenido tiempo de crecer, había un niño que los miraba con insistencia. Ello duró unos minutos, luego el niño se acercó al padre de Elizabeth y dijo: «Señor, su hija va a morir pronto». El padre abrazó a su hija defendiéndola de tal barbaridad, queriéndola retener hasta la eternidad en la vida, en la infancia y le dirigió al niño algunas palabras en inglés que Elizabeth olvidó.

Era el alboroto de emociones sacudidas y la desordenada salida del vientre de la carpa; afuera había llegado la noche, una vez que estuvieron en el carruaje el padre volvió a abrazarla como si temiera algo de las palabras escuchadas. Elizabeth pensó que estaba despidiéndose para siempre, presintió que nada podría evitar el augurio del niño de ojos negros y que tenía el descaro de mirar a la muerte de frente. «Es culpa mía» le dijo el padre. Después se cumplió la profecía, sucedió la absurdidad del pájaro de colores al alcance de la manito y la correntada del Uruguay.

*

Estaba agotada por lo vivido esos días, los espíritus hablaban utilizando mi cuerpo como instrumento averiado y órgano de parroquia abandonada; quedaba en suspenso sin entender los pliegues de la historia en su totalidad y ello exigía el esfuerzo adicional de descifrar un enigma. Lo primero que pude deducir fue que el alma de Elizabeth estaba a la espera para que salvara a su padre, un espíritu desterrado roído por el remordimiento. Debía localizarlo, luego invocarlo como una vulgar quinestésica, convencerlo de que nada vinculado al accidente de la niña fue responsabilidad suya, hacerle saber que el espectro de su hija lo eximía del sentimiento de culpa. La habitación donde estábamos estaba fría, congelada casi como si estuviéramos más al sur del continente. Mi sobrino llegado del infierno hacia unas pocas horas sentía el pavor cercándolo y era verosímil que anduviera necesitando una dosis consistente de morfina para dormir en paz.

A la mañana siguiente siguiendo mis consignas Silvestre se encargó de algunas averiguaciones. Había de verdad la historia antigua del gringo, alto y pelirrojo hasta la caricatura, viviendo en Salto durante la segunda mitad del siglo pasado,  un hombre desquiciado por naranjales de pesadilla, que ensayó métodos científicos para hacerlas más grandes, sin semilla, con menos espesor de cáscara y más jugo. Aunaba creerse el Dios de las naranjas pensando acelerar por la razón positivista el golpe de fortuna que lo impulsara a otros destinos. Los extranjeros que por entonces llegaban a Salto, aunque murieran de viejos lo hacían pensando estar apenas de paso de la ciudad del litoral.

Nunca antes había sentido tamaña intensidad en los llamados espirituales ocurridos en Montevideo, esa zona del país era el paisaje propicio para transitar hacia otras regiones, ahí se concentraban circulando infatigables fuerzas extrañas. Esta parte de la geografía patria era un corredor secreto donde se aseguraba el tráfico hacia experiencias desconocidas, creímos que Montevideo era el centro de algo y no es el centro de nada, apenas una ciudad de río exagerado que bosteza soñando ser un gueto creativo. Desde los altos de Bella Unión al norte y hasta arrabales masónicos de Colonia de Sacramento, suceden insistentes situaciones inexplicables. Esa franja de la Banda Oriental, a la que los portugueses nunca lograron acceder ni con sus más encopetadas legiones de blandengues, a la que los porteños centralistas, ávidos y eficaces en eso de conquistar provincias federales y degollar caudillos bárbaros tampoco confiscaron; nuestro lejano oeste del Oriente… ya casi nada nos pertenece de lo que alguna vez fue llamado la Banda Oriental. El Este es patrimonio de los extranjeros, es probable que en un futuro no demasiado lejano Montevideo desaparezca como provincia amarilla. Hay sin embargo una franja de tierra que bordea el río, último avatar de las aguas que bajan de la selva y esa será la zona de nadie; perdón, será dominio de espíritus memoriosos hasta la locura, poetas druidas y pelirrojos de un boscaje Celta improbable. Manantial de aguas prodigiosas, punto de encuentro de quienes otean islotes de escritura y muerte, las reinas de misteriosos animalitos que hablan con espíritus vagabundos. Me sentía en estado de inminencia de algo desbordando mis conocimientos y posibilidades, forzándome a ir más lejos. Los orientales somos habitantes del purgatorio en tierra, nadie nos recuerda y nunca sabemos cuál será nuestro destino final, tal vez el olvido, vivimos por ello de memorias ajenas, prodigiosos relatos de pueblos del norte y escritura de los grupos limítrofes.

La noche del sábado estábamos los dos solos. Silvestre asistía a las alteraciones de mi rostro, voz y movimientos, seguro que intentando entender quién de ambos estaba más enfermo del espíritu. Me preparé tomando bastante ginebra y pagando el esfuerzo corporal de la víspera, esa noche mi aspecto sería lamentable, bastante desmejorado, ojeras de muchacha bostoniana, renguera acentuada por debilidad muscular progresiva y tics nerviosos marcados me darían -si alguien irrumpía sin aviso en el salón- el aspecto de una vieja bruja. Éramos varios personajes quienes estábamos en el atolladero sin que se observara ninguna salida de salvación; cuando se hizo de repente la noche, cerré los pesados cortinados de terciopelo que aislaron el salón. El frío aumentó de manera súbita volviéndose intenso y penetrante, parecía que estábamos a bordo de un viejo barco acercándonos de manera fatal a regiones árticas. Hasta la lámpara de alcohol, que estaba allí iluminando lo indispensable se movía sin voluntad y siguiendo los caprichos del viento helado, con Silvestre nos cubrimos de mantas para protegernos del frío, yo era los dos siendo quien preguntaba por la situación en tanto algo daba por mí respuestas que la conciencia olvida de inmediato.

Mi sobrino que hasta la noche anterior era un descreído de esos asuntos espiritistas, estaba dispuesto a ayudarme con tal de comprender el avance del misterio descontrolado, el muchacho se sentía en parte responsable y la desintoxicación que desarregla la química corporal promovió que lo otro arreciara. Comenzaba a sospechar que entre drogas y espiritismo existían vínculos fuertes; nunca en el mismo personaje sino por cercanía de sangre, como si en la sangre de nuestra familia persistiera la memoria de otras muertes o un elemento distinto: del alcohol que causó insomnios de mamá y periódicos sonambulismos, la sífilis venida de Europa central debilitando con el rosario de muchachas prostitutas las resistencias orgánicas de padre, inoculándole el veneno que se aproxima a la locura y roza la genialidad. Eso se estaba pareciendo a una cuestión de familia y lo que suponía hasta esa noche un don excepcional se estaba convirtiendo en tara.

-Estamos aquí Elizabeth, dijo Silvestre en un murmullo.

El muchacho estaba llamando a una hermanita enferma y yo acompañaba el éxtasis mórbido de calesita. De repente, como si estuviera violentada por un marinero borracho dispuesto a degollarme si me resistía, que hubiera asustando al espíritu de la niña que iba a los circos de campaña, sentí el sacudón de la fuerza, una punzada de ardor en el estómago. La boca se secó como si fuera fumadora de larga data, subió un eructo de ron fuerte que reventó en mi boca igual que una grosería hecha a propósito. Fue entonces que dije

– ¡Me llamo Arthur Gordon Pym y soy oriundo de Nantucket!

Luego eché a reír a la manera de mi padre cuando nos encontramos aquella madrugada en el Boston y acto seguido me desmayé.

De lo sucedido después recuerdo poco, cuando al rato desperté saliendo del trance estaba tirada en el suelo, me había orinado encima, el gusto del ron se marchaba imitando una marea que baja sumisa después de luna llena. Silvestre estaba a mi lado sosteniéndome la cabeza entre sus manos, interrogándome con los ojos para saber si estaba muerta. Comprendí el sentido de su mirada.

-Todavía no, le dije.

-Faltó poco, respondió.

-Lo sé.

-Tía querida, dijo y lo hizo con una ternura impensable en alguien como él hace apenas unos días. Lo que nos está sucediendo escapa a nuestro gobierno. Fue terrible, agregó.

– ¿Qué sucedió?

-Ni yo mismo lo sé con exactitud, dijo y me contó lo que trasmitió el espíritu de Elizabeth.

“Era un loco, contó mi sobrino Silvestre. No para de sufrir por la muerte accidental de la hija que se ahogó en el río. Para él la culpa no se relaciona a un descuido la tarde del accidente fatal, sino por haber desdeñado la señal que le envió un niño nativo la tarde anterior del accidente. Niño marcado por su propio destino, también le anunció a la madre la muerte cercana de su padre Prudencio en un accidente de caza.

“Ese espíritu está desesperado hasta la eternidad, consigue narrar lo sucedido hasta la muerte de Elizabeth y luego entra en un profundo coma alcohólico; los espíritus al parecer permanecen en el estado de relato en que la muerte los interroga y abraza. Era ingeniero originario de Boston («y sentí un raro estremecimiento al escuchar esa palabra, tan unida al período feliz y secreto de mi propia existencia allá en el bajo de Montevideo»), lector obsesivo de la obra de Edgar Allan Poe y desde su propia muerte se pasea por la ciudad de Salto donde murió. En una errancia alcoholizada sin fin y apareciéndose entre los vivos como los personajes ficticios del escritor maldito que murió de tantas maneras diferentes. Así consigue infiltrarse en sueños de mucha gente como saqueador de imaginación, perturbándola con pesadillas demoníacas, fantásticas, saturadas de situaciones de horror y nombres desconocidos. Desde allá él afirma que una ciudad llamada Salto es ideal para orquestar su juego de fantasmas, pues anuncia la pirueta última hacia las otras regiones. Hasta aquí lo trajo una peste, de aquí se lo llevó el alcohol por el dolor, ningún hombre resiste en el término de una misma vida perder dos mujeres queridas llamadas Elizabeth en circunstancias trágicas. En la primera eligió escapar de las calles de Boston y en la segunda de la vida; su esposa fue asesinada por un desconocido que nunca identificó la policía, desde entonces su consuelo obsesivo consistió en leer al escritor que aceptó la contienda del Mal en todas las manifestaciones imaginables.

“Le dice a quien quiera oírlo que la lectura de Poe logró enloquecer más gente de la que podemos suponer quienes vamos al cine; sostiene que, así como existen adictos a las drogas -usted está en buena situación para entenderme me dijo a mí- ciertas lecturas generan una dependencia incurable que puede contaminar la escritura posesa. El bostoniano había dejado de ser ingeniero, hombre oriundo de Maryland y era una escritura errante de otro. Barco fantasma cargado de palabras alienadas y abandonado a la deriva entre glaciales como mala traducción. Era ministro poeiano plenipotenciario en tierras de bárbaros, desterrado eterno de bibliotecas, peregrino de encuadernaciones, desalmado de caracteres de plomo.”

– Cuento rengo contado por un mono alienado. Eso era él.

-Por dios Silvestre, qué es eso que cuentas… dije.

Por un instante llegué a pensar que mi sobrino estaba mintiendo, quise suponerlo reincidiendo en el consumo de droga y entendí luego que se trataba de la buena versión. Pasada esa confusión de ultratumba supuse que el asunto estaba clausurado, sería para mí insoportable avanzar en ese juego perverso de herencias desgraciadas o participar de un ajuste de cuentas del país de los muertos, tan distante de las finalidades de mi retiro voluntario. Resulté un cuerpo intermedio del diálogo de otras vidas, alguien estaba haciéndome una jugarreta excomulgada y era una mujer ignorante de tales comportamientos. Si en otros lugares el regreso de los espíritus es cosa concreta y esporádica, Salto resultó ser zona privilegiada, observatorio ideal para contemplar movimientos invariables de la vía láctea y otras mudanzas debajo de las tumbas. Es por ello que la gente medrosa no soporta -según dicen las malas lenguas- la ciudad viviendo encadenada a ella hasta el final de la homilía y los pocos que consiguen escapar dan versiones inquietantes del universo. Todo aquí agobia, el río con su amenaza permanente de inundación y el cementerio de mármoles permeables, el sol de siesta inventando la furtiva selva y el viento polar que acarrea la noche. El silencio culpable de las calles y la bulla impostada de madrugadas en el centro, la errancia de gringos soñadores de represas titánicas e industrias fantasmas en las afueras de la aglomeración, donde se fabrican objetos envilecidos que nunca veremos en esta parte del mundo. Por eso huyen.

Nada había planeado para la realización de ambas sesiones, menos estaba preparada para las consecuencias sucedidas y sabía que faltaba la tercera entrevista para dar por concluido el asunto. Silvestre reservó su pasaje de ferrocarril para el martes y yo volvería a estar sola intentando continuar mis actividades normales, si es que los muertos me lo permitían; tenía que ponerme bien, recuperarme de la experiencia del sábado a la noche. La distracción oportuna llego del exterior, desde hacía semanas había pendiente una invitación para almorzar ese domingo con el doctor Penco. Un abogado amigo de la familia con veleidades de poeta secreto y que estaba de paso por Salto hacia la capital, venía desde Corrientes del otro lado del río Uruguay, no del encuentro entre poetas fluviales sino de liquidar la repartija de campos litigados. Hace dos meses, cuando Penco anunció su pasaje por la ciudad y las ganas de verme lo invité encantada, ahora, con el ánimo deshecho, urgida por el avance de relojes antagonistas su visita fluctuaba entre agrado y contrariedad; tarde para echarme atrás, era verdad que verlo a Penco podría hacerme mucho bien.

El domingo en cuestión me levanté temprano, la renguera y el clima salteño de algunos meses me dan buenas excusas para justificar cierto desaliño y mi mala cara. Silvestre comprendió la gravedad relativa de la situación e hizo los mandados para el almuerzo siguiendo mis consignas al pie de la letra. Fue así que a la hora prevista para la llegada del amigo estaba todo preparado, quedaban pocas trazas invisibles del desastre de la noche anterior; quiero decir que el comedor estaba más que correcto y pronto para recibir un invitado querido. Mientras preparaba la comida pensé en la francesa, el niño ya tendría un año, aquellos fueron los meses más felices de mi vida hasta que mi padre anunció la muerte de Quiroga.

Penco es de las pocas personas de bien que conozco, la irritación presagiada por su llegada se evaporó con las rosas rojas que me trajo, las disculpas por irrumpir en la casa de alguien que eligió la soledad; parecíamos los viejos amigos que éramos -teníamos casi la misma edad- veníamos de pasar hace poco la treintena habiendo iniciado la cuenta regresiva. La edad de la cual, decía una amiga entrañable muy traviesa: «Todas sabemos, querida Mercedes, que pasados los treinta el camino de la vida está generosamente tapizado de cáscaras de bananas. El menor descuido, un paso en falso y ¡plaf! Al piso. Los achaques físicos, la vanidad que nos refleja en un espejo deformante, las manías que se transforman en obsesión, el Ego falso que escapa de control, el sueño irrespetuoso de ser más grande que Verdi o esa implacable máquina de picar ilusiones que es el matrimonio y la familia, están al acecho para acabar finalmente con nosotras. Casi siempre de manera ridícula».

Tanto Penco como yo, por razones que sería largo de explicar habíamos evitado esas correntadas turbulentas. Desde que nos sentamos en el salón para tomar el vermú me sentí mejor, acepté con agrado que lo venía extrañando y era estupendo que él hubiera venido a casa. Penco posee la virtud de la discreción, tan escasa como el ámbar de las ballenas y el cuerno del rinoceronte. Sin preguntar sobre nada afectando la retaguardia del otro, siempre tiene algo para contar y lo hace de tal forma que sus monólogos dan la ilusión de ser conversación. Lo hace construyendo un cordial territorio de complicidad, borda supuestos con sutil ambigüedad y consigue bajar las defensas de quien lo escucha, ahí reside el secreto de su suceso profesional.

En apenas una hora materializó el vacío de tanto tiempo de desencuentro y sentí que había estado con él hacía unas pocas horas o tal vez eso lo inventé porque lo necesitaba, Fue así que durante el almuerzo me atreví a contarle mis tratos con los muertos; todavía me faltaba la paz espiritual obligada para confesarle mi paréntesis musical en la zona del bajo capitalino. Si con mis anécdotas en algo lo sorprendí él lo disimuló muy bien, si lo dicho le pareció una locura Penco ni se inmutó, durante esos minutos escuchó con interés a medida que yo avanzaba en el relato hasta referir lo sucedido con el padre de Elizabeth.

-Mercedes, es interesante lo que cuentas, dijo manteniendo la calma. Debo confesar que se trata de un sacudón fuerte. Podría avanzar explicaciones de leguleyo aficionado a inutilidades literarias, razones que serían insuficientes para sobreponerme a la fuerza terrible de la experiencia tuya.

-Wenceslao, eres atento como siempre. Lo incomprensible es la trama oculta de lo que se sucede.

-Podría acaso -insistió- dar otra explicación ajena a tus dones, que puede ser falla y secuela inesperada del retiro. Sería apenas una hipótesis de trabajo, lo que consideramos historia de la literatura es la crónica de la edición y peripecias del papel. Nadie se atrevió a enfrentar una historia de la escritura desde adentro, sería aspirar a una historia de la esquizofrenia escrita por los locos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

-Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va. Un poco de paciencia… Ahora si te parece bien, después de este banquete tomaremos el café en la sala.

Wenceslao parecía un detective inglés y le encantan los misterios, camino de la sala dejó caer su toga de abogado astuto para meterse en el asunto y trató de hallarle una explicación coherente a lo sucedido; por supuesto que para ayudarme, sobre todo por la mayor gloria de su areté intelectual como lo denunciaba el brillito de sus ojos.

-Vamos a reflexionar en alta voz tratando de deducir qué es lo que realmente sucede en esta historia. Aquí lo que interesa a mi entender es la presencia de Arthur Gordon Pym, que como bien sabes es el personaje de uno de los relatos más misteriosos de Edgar Allan Poe. Lo inexplicable en apariencia, es que él haya llegado hasta aquí, el Salto Oriental y lo hizo porque tú lo trajiste. Me pides Mercedes, para comprender la totalidad del sistema, una creencia fuerte a lo que mis convicciones positivistas se resisten: creer en la existencia de espectros paseándose y espíritus parlanchines. Sin que lo recuerdes ha de haber en tu infancia un episodio relacionado a la ciudad de Boston, algo oculto que salió a la superficie los últimos días, deberías meditar al respecto. De ahí a Poe y del escritor a la creencia de la realidad de sus personajes, hay un paso. Seguro que se trata de una lectura que dejó en ti una huella tan desagradable como rechazada. Que haya emanado en la ciudad del autor de La gallina degollada completa la cadena con cierta lógica, se trata de una evidencia clarísima. Los espíritus no existen, eso es lo que creo, existen lecturas, los fantasmas de personajes y el espíritu burlón de escritores, el resto es literatura. Con esos ingredientes hasta podríamos escribir un cuento entre los dos, mi querida Mercedes, una fantasía fantástica tocada a cuatro manos. ¡Si hasta yo tengo ese nombre bostoniano incrustado en el apellido de familia!

-Las cosas que se te ocurren Wenceslao. Ojalá todo fuera tan sencillo como lo cuentas. ¿Y la niña llamada Elizabeth? ¿Y Silvestre, que me escuchó una de las noches delirar en pleno trance?

-Apariencias Mercedes, apariencias… La ciencia está todavía lejos de haber agotado las posibilidades cognitivas del cerebro. Casualidades de recuerdos con profusos fantasmas, nerviosos además, intrigas inexplicables que harían sonreír al genio racional del mismo Augusto Dupin.

-Para ti es asunto explicado y concluido, supuestos que se irán con unos analgésicos igual que las jaquecas.

-Mercedes, perdona que te lo diga, es que hay situaciones que resultan inimaginables, como suponerte a ti trabajando de pianista en un cabaret. ¿En qué mente cabe tamaña idea? ¡Insensato!

-Tú lo has dicho, admito que como ejemplo es irrebatible, le dije a Penco, sin evitar una íntima sonrisa de sarcasmo.

– ¿Lo ves?, respondió Wenceslao; como si viniera de hacer firmar un convenio poniendo fin a un litigio de aparcerías, dejó la taza de café sobre la mesita y se sirvió otra copa de coñac.

Luego hablamos de varios temas de escaso interés para mí, lo esencial estaba dicho y lo conté a Penco como una variación de sueño que el inconsciente me legaba de noche en noche. De haberle dicho lo contrario, quiero decir la verdad a Wenceslao le hubiera dado un sincope antes del coñac; mi drama para él tenía diámetro de un potente somnífero, podía resolverse con una docena de cápsulas ingeridas de una sola vez si es que los ataques continuaban.

Toqué unas piezas al piano que le agradaron al bueno de Penco y él siguió bebiendo coñac. Después hablamos de la intolerable situación del país, las derivas económicas y morales de familias acomodadas de la ciudad.

– ¿Volverás a Montevideo? me preguntó Wenceslao cuando el día comenzaba a declinar.

-Para mí la silueta de Montevideo es tan lejana como Nantucket. Estoy bien, aquí me quedaré hasta el final.

-Un cambio de clima, una vuelta por el pasado a veces puede mejorar el sueño.

-Te conté mis sueños como si fueras el hermano que más quiero, en ningún momento dije que me hacían desgraciada. A una mujer como yo si le quitas la aventura de lo reprimido y las imágenes censuradas de los sueños, es como si la mataras.

Terminé de hablar y comprendí de una buena vez, había hallado el túnel del misterio.

Esto que dije lo convenció o tranquilizó su conciencia. Salto era un lugar donde podía soñar a mis anchas que es otra manera de vivir, cuando lograba desentenderme del universo visible podía lanzarme a otras regiones, mi vida era un sueño tendiendo a pesadilla. Hasta aquí nunca llegaría mi padre para expulsarme de la felicidad, como lo hizo cuando me impidió embarcarme a lo grumete antes de preguntar mi parecer, cuando fingió no conocerme en el Boston la noche del día que se supo la noticia de la muerte de Quiroga.

-Me marcho, dijo Penco. Lo haré antes de que enciendas las lámparas. Si como lo espero todo se complica en la sucesión de los argentinos, en un par de meses me tendrás de vuelta. Entonces hablaremos del caserón de los Heber Usher, los pulmones hipnotizados del señor Vardemar, de la señorita Maria Roget y su misterio.

-Déjate de bromas, le dije y lo saludé con la mano hasta que cerró por fuera el portoncito del jardín y se marchó caminando con paso tambaleante.

El asunto de Elizabeth era para Penco asunto concluido, yo sabía que faltaba una coda final y habiendo comprendido el mecanismo oculto la cita verdadera sucedería esa misma noche en soledad. Decidimos olvidar la cena y Silvestre me ayudó a arreglar la casa, luego le pedí que fuera a su cuarto a leer porque deseaba estar sola.

Cuando él se retiró la casa quedó en silencio propiciatorio, preparé una ginebra doble con piedras de hielo y fui al porche de la casa del lado que da hacia la nada, a contemplar el misterio por entero, evitando insistir con la penosa creación de la atmósfera de noches anteriores. Podía suponerse que hasta cierto punto decidí creerle a Penco en la interpretación novelesca que le atribuyó a los hechos marrados y hoy su presencia nada casual formaba parte de un plan ambicioso.

En eso estaba, disfrutando la ginebra con hielo, cuando recobré una antigua sensación, cercana a la mirada del desconocido que tiempo atrás me incitó a entrar en el Boston, como la mirada del niño que se cruzó con Elizabeth en la carpa del circo ambulante y anunció su muerte inminente. Ese aliento me transportaba hacia otros dominios y regresé al salón principal, cerré los ojos apenas dejándome caer en un sillón escondido en la oscuridad y aguardé al personaje sufriente que fraguó la totalidad del cuento que me tenía por protagonista; alguien que venía vigilando desde la infancia y me eligió para regresar a saldar antiguas cuentas pendientes, cuando fuera por fin un espíritu muerto alcanzado por el terrible atajo. Él me tenía en su tierra natal y a su merced para hacer pasar el mensaje que faltaba, sin la excusa de anoche utilizando al padre de la niña Elizabeth, intentando darme la falsa pista de témpanos a la deriva, que guardan adentro una selva infestada de víboras y hormigas carniceras.

-Hace tiempo que tenemos pendiente este encuentro, dije. Por fin.

Hubo un silencio de comunicación, cuando escuché abrirse la puerta y los leves pasos esos viniendo desde el fondo de otra senda permanecí con los ojos cerrados; soporto mal la inminencia de un prodigio.

-Cierto, dijo el muerto.

Hombre con sombrero, segundo a la izquierda, sin identificar

Estimado Sr. Ángel R. Moner:

Así que tenía que ser usted quien al final me diera caza como si yo fuera un criminal de guerra, el responsable de un campo de concentración nazi escondido del mundo sediento de justicia. Al leer sus crónicas periódicas sobre asuntos literarios pude intuir una tendencia a retornar seguido sobre viejas historias sepultadas, usted tiene una curiosa obsesión -poco uruguaya- por la precisión en las informaciones, cierta inclinación por vericuetos molestos de la verdad, virtudes propias de los hombres jóvenes. Compruebo ahora para mi sorpresa, que su celo un tanto necrológico lo desplazó al mundo de los testigos sobrevivientes; claro que puedo considerarme un hombre vivo apenas unos pocos minutos al día, lo que es un milagro casi, síntoma anormal de la medicina e inesperada suerte para usted. El resto del día (descontando los minutos de tregua referidos) soy un vegetal, otro organismo sin cuerpo, entidad desagradable en descomposición que, en paradojal corolario de otro extraño mecanismo biológico se resiste a morir del todo. Esa es la principal razón por la cual le rechazo la entrevista solicitada hace algunos días, por más que insista y lo hago con convicción que debería ser aceptada a cómo de lugar.

Así que fue usted quien finalmente resolvió el enigma… pensar que por sesenta años pude escapar a rastreadores de gran pericia, sabuesos calificados de los cuales durante años sentí cercana la respiración. Nunca se manifestaron de manera concreta, más de una vez cuando parecía inminente la iluminación, por desaliento o falta de perseverancia terminaban conformándose con la duda, proponían una salida falsificada que creían ingeniosa y seguían adelante con otros asuntos. Nadie se interesa demasiado por los comparsas de la literatura, actores secundarios del sainete, casi nadie exceptuándolo a usted. Debo admitir que irrumpió con mesurada ferocidad en mi vida retirada y desde la primera carta con desmesurada soberbia, su reconocido temor al ridículo me hizo suponer -con la razón que luego me dieron los hechos- que lo leyó todo sobre el episodio expedicionario que perturbaba su sueño. Agotando chismes de memoriosos, pasquines irrespetuosos, aprovechando a destajo su reciente círculo de conocidos, accediendo a fuentes porteñas con la insolencia y desparpajo sólo esperable de algunos orientales; actitud esta última no justificada por la historia presente, sino por la vago reminiscencia de escaramuzas y montoneras libertarias. El suyo Moner es un país que ha vivido abusando de réditos sobre cuadros de Blanes y novelas de Acevedo Díaz, de aquellos treinta y tres bravos desembarcados tan citados en los colegios. Pensaban sembrar otro país que el que tienen ahora, pero esas consideraciones municipales podemos dejarlas para otra carta que dudo me decida a escribir y volvamos pues a su iniciativa.

Asumiendo esa insolencia que suministra el poder de información ni siquiera insinuaba, tampoco preguntaba buscando algún atajo, usted aseguraba que estuve allí y pedía -exigía más bien- un testimonio de confirmación, claro está que para mayor gloria anónima de la desinteresada exégesis literaria… Sin conocerlo ni intentar relacionarme terminé por tomarle fobia, usted había detectado un agujero negro denso en las informaciones dispersas. Por una serie de deducciones que honran su olfato y cuestionan su ética, finalizó por asociarme con aquella situación de duelo encubriendo otra circunstancia secreta, la que debería quedar en la intimidad del silencio y para la cual el aura de la palabra traición es buen antídoto. Decidí no responderle; como le decía párrafos atrás, los desarreglos de mi cuerpo que me van convirtiendo en un ser monstruoso, inconcebible en mis peores pesadillas, impiden cualquier contacto con el mundo al que terminé odiando. Sólo soporto alguna música mientras aguardo los minutos de pensar en cosas y que pueden llegar en cualquier momento de la noche. Los primeros días pude desentenderme de sus fórmulas finales de cortesía, la carta terminó siendo un motivo constante de ofuscación, objeto que en su aparente levedad vegetal contenía el desprecio de la realidad exterior.

La leí durante una semana hasta que logré memorizarla, hacerla parte mía para confiscarle su condición de objeto hostil. Luego me di al ejercicio de repetirla en voz alta y como usted era para mí una acechanza sin aspecto humana, le atribuí las voces que se me antojó. Sus palabras salían de la garganta de Roberto, de Humberto, de Federico e incluso de la voz notarial de Macedonio. Le aseguro que fue un privilegio someter su atrevimiento a semejante coro, de esa manera hice conocer sus exigencias a mis amigos, fantasmas sorprendidos a su vez pues ninguno tenía conocimiento de mi aventura. Las sombra de los muertos, únicos personajes con quienes dialogo, entonces se marchaban como tantas noches sin hacer comentario alguno. Una vez que les narraba la historia optaban por la discreción, todos menos Roberto, imagínese. Recuerdo que lo crucé en uno de los períodos de patotero caprichoso, que para él consistían en hacerse el malevo metafísico, apurar pingos gramaticales hasta alcanzar el galope. Roberto dijo, «nos cagaste a todos con esa foto, tus razones tendrás para haberte borrado y quedarte piola. Como joda era poca cosa y me importa un carajo. El tipo que te dio el manyamiento te conoce bien. Ojito botija, eso que adelanta de los datos es puro grupo. Aquí hay gato encerrado, alguien muy de adentro te batió y vas a entrar en la ratonera como un pipiolo». Después de escucharlo releí la carta y Roberto tenía razón, las deducciones suyas si bien acercaban la información, eran insuficientes para que llegara hasta mi refugio llevado de la mano, guiado por un informante. Ello era evidente, me costó un mes largo pensar y repensar la búsqueda de la falla, el conducto por el cual circuló la verdad protegida.

A pesar de sentirme acorralado tenía algunas ideas. Ha pasado demasiado tiempo, mi cuerpo se aleja cada día más de la condición humana y la memoria se apaga debilitándose. Decidí hablar con el único médico que resiste conversar conmigo en una habitación oscura, el tiempo que me queda es breve y sería una ironía decir que es de vida, más bien la persistencia de funciones que siguen adelante porque están confundidas. Fue entonces que decidí honrarlo con la confesión que tanto esperaba, al precio de obtener antes la suya, la solución al enigma de haberme encontrado. De ahí la razón de mi carta anterior donde proponía un contrato, pacto impregnado de cierta malignidad. Confirmaba haber estado en el barco cuando aquel viaje para incentivarle el interés, que lo supongo de una inusitada codicia, prometí adelantarle detalles, en verdad conjeturas más que comprobación de hechos, a cambio de la sola información que me intriga en el tramo final de mi disolución: saber cómo logró ubicarme en los andurriales de Colonia del Sacramento donde persisto hace casi un siglo. Usted lo entendió, era eso o nada.

El viejo no estaba solo y le adjunto una fotografía inédita (debilidad y testimonio único de mi pasaje por esta broma que es el universo consciente) que lo llevará a la gloria de los hermeneutas del pago, aunque lo adivino más proclive a las certezas secretas que a glorias pomposas de otros eruditos compatriotas suyos. La literatura es la única actividad humana que tiene dos historias legítimas y la mayoría de los lectores se dan por satisfechos con la versión visible, si usted me permite la imagen. Del grupo que aparece en la fotografía, el desconocido que nada le dice a su fichero mnemotécnico, del que siempre se escribe en revistas y reportajes «hombre con sombrero, segundo a la izquierda, sin identificar» soy yo. Puede suponer quién tomó la instantánea, alguien diferente al del mentado desembarco. Desde aquí logré adivinar sus luchas de conciencia al verse confrontado a resquemores de investigador honesto, justificarse por verse obligado a una pequeña traición y se habrá convencido que el objetivo superior de la tarea lo merecía. Yo sabría al instante si la información que usted ponía sobre la mesa era verdadera; de pasar por mí una mínima sombra de sospecha, el perfume tóxico de pretender mentirme en un solo detalle aunque fuera, lo castigaría con la muerte prematura, la pena para el resto de su vida de nunca corroborar su suposición.

Llegó veinte años tarde a esta historia, la manera, el estilo con que respondió a mi carta de desafío me dieron deseos de conocerlo aunque fuera de lejos o conocerlo al fin. Recuerde que pese a nuestra diferencia de edad y conocimiento de la condición humana. estamos a pocos kilómetros de distancia uno del otro, después de todo Colonia y Melo parecen ciudades de países distintos, como Salto y Rocha, Trinidad y Tacuarembó. Es extraño este país suyo, es un enigma geográfico sin pistas de resolución, como si el destino del territorio estuviera revestido en el tajo Heráclito del río Negro atravesándolo de parte a parte, muesca sin cicatriz del sable de la historia, condenándolo a nunca más juntar las partes. Ningún otro país tiene en la tierra tamaña marca de la duplicidad. ¿Qué dos partes separa ese río horizontal amigo Moner? Dos elementos espejados que nunca harán un todo. Al comienzo lo de Melo, lo de usted escribiéndome cartas desde Melo era una situación inconcebible y perdone, hasta una broma viniendo desde allá. Mucha montonera recordada en mateadas me imagino, caudillaje blanco con pañuelo, nacionalismo de vitrina cambalachera, descendientes de prohombres que dan bochorno, mucho chanchullo en negociado ilegal, demasiado milico codicioso para que esa ciudad pudiera custodiar durante decenios un enigma que me implicara. La información venía desde otras regiones, sabiéndolo viviendo en Melo descartaba su espíritu emprendedor y viajero, con algo de esfuerzo poético me lo podía imaginar bebiendo cerveza en la Plaza Real de Madrid una noche tranquila. Nunca lo creí dispuesto a internarse en el Brasil enmarañado, pero al final y ganó con ello varios puntos de estima, resultó una suerte de Gumersindo Saravia de la crítica literaria. Es apenas una imagen tosca, olvide las ilusiones… dejamos de ser la Cisplatina y en las contraofensivas por más que lleguemos a las puertas de San Pablo, estamos condenados a recular. El éxodo es lo que nos define, forzados a emprender dolorosas retiradas y estoy hablando como uno de ustedes.

La escritura de sus compatriotas fue una literatura de fuga. su mentalidad imaginativa es adecuada para la defensiva, la estrategia de ataque la llevan mal y ahí está la realidad para probarlo en caso de intentar desmentirme. Eso fue el detalle revelador; una joven mujer enamorada que nunca entendió mi situación sentimental y corporal en el mundo. A ello se agregan dos o tres cartas que nunca debí escribir, buscando justificar con mentiras mi lento desinterés por su hermosura mestiza y ella que las guarda en algún cajón sin ninguna razón, negando abandono y separación. Cartas que sin quererlo pasan de generación en generación, como reliquias de santo venerando el amor malogrado de la abuela… si hasta parece una mala saga, lo mismo que decir una buena novela en nuestros días. Dudo en calificar el episodio central de su iluminación entre ridículo y patético, termino por inclinarme ante las causas nimias que pueden incidir en las decisiones de la gente, esas pocas palabras cambiando el ritmo de una vida, son poemas terribles dichos sin ninguna intención precisa. Allí asoma el interés de la muchachita brasilera por estudiar aspectos de la literatura uruguaya, lo que dice mucho de sus modestísimas ambiciones e ignorancia de estar participando en el azar.

Usted que llega a esa inconcebible universidad funcionando en los límites de la selva, ella que se acerca luego del primer curso y usted que escucha con desidia las primeras palabras de la tímida muchachita, hasta que ella habla de cartas viejas que tiene en su poder, recuerdos de familia… Y ahí la epifanía, ese es el momento, apenas ella pronunció la palabra cartas, antes que terminara la frase que incluía la palabra cartas, usted decidió que haría lo que fuera para encontrarse con esos papeles. Es lo que imagino leyendo su epístola con aires de informe, las imágenes que se resuelven por debajo de las palabras suyas. La técnica utilizada para el logro de sus propósitos la omite y es mejor así, nunca hay que perder el tiempo en el agobiante asunto de medios y objetivos, las miserias de los avances de la crítica literaria deben quedar en los umbrales de la decencia. Me lo imagino como un père Goriot de treinta años, lo intuyo cuando a los pocos días del primer encuentro con la muchacha quedó por fin a solas con esos inesperados documentos, botín precioso de su gira al corazón de América. Descarto la avaricia de su comportamiento, puedo conjeturar la maquinaria cerebral marchando a gran velocidad, buscando confirmaciones, husmeando ignorancias, descartando lo sabido, desconfiando lo oculto, rabiando ante lo visto, disfrutando por el encuentro casual del secreto. Lo mismo me ocurre a mí en esta hora que la lenta muerte me concede cada día, hacerme saber que la fetidez que me define tuvo un pasado y tal vez me hubiera comportado igual ante esa revelación mostrando el atajo al misterio.

Las fechas coincidían a la perfección sobre el tablero, la zona geográfica especulada se ajustaba a presunciones del territorio donde se desarrolló la historia y el nombre implicado era desconocido. Fue por ello y descarto la prudencia que usted demoró unas semanas en escribirme. Con una simple llamada telefónica podía haberlo resuelto, como si fuera una consulta al farmacéutico; me convertí en presa codiciada, cachalote blanco que una vez embarcado usted no deseaba compartir con nadie. De ahí el precipitado viaje que emprendió a Buenos Aires antes de escribirme la primera vez, supongo que habrá sido una enorme fatiga consultar -nuevamente- la totalidad del material dando cuenta del episodio decisivo, con el propósito de hallar un solo nombre o iniciales que lo pusieran sobre la buena pista.

Como se lo escribí, por aquel entonces yo no era nadie ni creo que hubiera podido ser algo de haber insistido en la escritura. El urgente acicate propia de la juventud me llevó a publicar el único poema que usted exhumó, una suerte de falso soneto vanguardista que bien estaba momificado en la antología del olvido. Tentación a la que se sumó el atrevimiento que habita a los mediocres y me llevaron a propiciar un acercamiento discreto a nuestros conocidos. Después de haber cruzado el río, luego de encontrar el enigma me obstiné en el anonimato. La sucesión de tragedias personales y desgracias colectivas de nuestros pueblos, la desmesura de contadas producciones literarias y un silencio persistente urdieron una muerte prematura. Haciendo dudar a los pocos personajes que frecuenté en mi brevísimo pasaje por las letras, si yo había existido de este lado de la ficción o era personaje inventado, simple referencia en un cuento. Instalado para siempre en ese limbo nadie se preocupó por comprobar el espesor de mi existencia, en algún pueblo perdido de la provincia de Entre Ríos, cuyo nombre es oportuno olvidar, debe estar el original de mi partida de nacimiento. Ni lo intente eso de marchar al norte para buscarla, le llevaría la vida que le falta encontrar el documento que me recuerda bajo otro apellido; en cuanto al certificado que prueba la realidad de mi muerte tan cercana es algo que tampoco le incumbe. El resto, digamos la curiosa secuencia de unos pocos días decisivos del pasado se la voy a detallar pues seguro quedará como algo velado entre nosotros. Estoy convencido de que cuanto más sepa del episodio, menos se atreverá a hacer públicos los detalles y para ello deberían cambiar demasiadas cosas en el mundo.

Créame, resulta difícil tentar con la memoria un viaje al pasado teniendo luego que escribir sobre una travesía en la que, aun estando se supone mi ausencia. La verdad es que no debería haber estado embarcado, me colé siguiendo a un poeta y juzgando que en esa circunstancia de solemnidad, nadie me interpelaría exigiendo papeles de identidad ni billete de embarque. Lo hice eso de jugar al polizón, porque un presentimiento me hizo saber que se trataba de un evento capital el que estaba ocurriendo, con aureola aventurera y romántica crepuscular destinada a perderse para siempre en el tumulto de los aciagos tiempos que venían. La muerte de Quiroga, el suicidio impregnado de intensos olores de hospital logró igual que un disparo de escopeta a boca de jarro, sacudir las más variadas formas de conciencia; desde el dolor sincero ante el gesto brutal a la diatriba rencorosa, desde la lástima llana a la sorda alegría inconfesable. Esos tragos finales amargos del atormentado escritor, pudieron tender el puente uniendo unos últimos días de miseria y anonimato a la falta colectiva, la urgida actualización de recuerdos personales relacionados con Quiroga. Conciencia pública de la ausencia atroz que se manifestó de manera sorprendente e inesperada para el ambiente cosmopolita del carnaval porteño, como si sólo los complejos rituales de la muerte corrompida pudieran lograr la movilización de las masas y el destino de Buenos Aires fuera llevar en andas muertos ilustres hasta el panteón acartonado de la fama.

El hombre delgado que vivió cercado por todos los fuegos era aquel día un montoncito de ceniza, monte de hombre áspero hecho carbón, el cuerpo que amó a las muchachas tiernas estaba reducido a escoria enamorada, quien rechazó la idea de honores estaba allí, polvillo ceniciento, llevado por una comitiva heterogénea y carácter imposible de justificar, cuya única razón circunstancial de existir estaba en la literatura. Aquél que remontó afluentes contracorriente y alucinados a sus inquietos personajes, cruzaba por última vez el Río de la Plata, las aguas que recibían los residuos de la selva, la correntada que –vaya uno a saber las razones profundas- él amó hasta la extenuación. Regresar así a la patria y a la hipocresía que despiertan al morir los hombres molestos, tenía algo de reparadora venganza. Esas sutilezas a usted no deben importarle, lo que le interesa es que allí estaban los que dice y estaba yo. Cada uno de los presentes tenía motivos para justificar la presencia, desde la viva admiración hasta la lástima sin descartar cierta neblina de la vida vicaria. Quiroga vivió la vida de aventurero que sueña todo hombre que escribe, otros seguirían con soterrada envidia el enigma de su atractivo entre las mujeres, algunos acompañaban atraídos por el temeroso respeto a los abismos del suicidio, los menos viendo en él la reencarnación del abuelo Juan Facundo y Horacio sería la fuerza degolladora del escritor de la barbarie, cronista de tierras carnívoras que nos impidieron crecer en la planicie de la civilización. Los habría llamados por la renovada confirmación que los afanes humanos, el cúmulo de empresas cualquiera sea su originalidad, terminan de esa manera y sólo sobreviven los textos, la trama de historias como la que nos puso en contacto.

Debo reconocerlo, su celo e insistencia lograron que luego de setenta años el barco se desprenda de la dársena de Buenos Aires, un viaje breve hasta el puerto de Colonia y que tiene la apariencia de la eternidad. Un río que por momentos es el Océano Indico y parte de mares más detestables; había algo de ceremonia sajona en eso de sentir alejarse el drakar de costas argentinas, el retornar el ser de las cosas a su lugar de origen luego de la muerte, como si la vida fuera travesía autorizada por los dioses. El homenaje de repatriación en algunos claros tenía trazos grotescos y pareció que ciertos viajeros se interrogaban sobre el motivo de mi presencia en la ceremonia. Tratándose de Horacio yo podía ser un hermano lejano, otro hijo natural aparecido a último momento, el conocido de alguien de los deudos cercanos. El barco era una nave funeraria y cuando los muelles de partida más la gente curiosa amontonada en el puerto empezaron a ser un recuerdo, me asaltó a mí el peso de la presencia invasora del río, el pavor de que pudiéramos morir allí mismo; lo previo pudo ser una broma de Quiroga, todo lo que ocurría y si es que las cenizas transportadas eran las suyas, no de un mensú quemado por error premeditado en un horno de ladrillos.

Desde hacía unos días cuando circuló la noticia del suicidio del uruguayo, el grupo cercano al muerto vivía el frenesí de las secuelas del gesto del amigo. Ese desarreglo que confunde cuando se trata de adecuar detalles contiguos ante la muerte, la compleja tarea de conciliar pensamiento ante la ausencia final del hombre salvaje, a lo que venía a ocurrir de escandaloso entre gente de buen gusto, el sentido del abrupto silencio para una playa lindando la literatura, observada con marcada condescendencia. En la resolución del suicidio Quiroga resultaba un pionero, como si el oriental hubiera restituido a la intelectualidad rioplatense el valor olvidado y la dimensión trágica de un gesto bárbaro por definitivo, al precio de sus propias tripas y en esa refutación de piedad al agua de Colonia restaurara la pertenencia cierta de la vida. Como si la cimarrona originalidad de envenenar lo que ya era un cuerpo sin salida, fuera deber de imaginación hasta el último suspiro, gesto de suprema coherencia; haciendo consigo la osadía que pudo destinar a cualquiera de sus personajes, envenenados por el alcohol, dragados por el rocío pegajoso de selva misionera y destilado de naranjas, por la ponzoña agazapada en colmillos retractiles del crótalo en digestión.

Estaban allí las conciencias trabajando, la brisa en cubierta, el imperio inmortal del oleaje enlutado y la correntada remolcando miserias de lejanos yerbatales arrullaban a delicados espíritus afectados; el río decía que el furor se daba tregua, la correntada estaba de duelo y la liturgia pomposa inevitable seguiría al tocar la otra orilla. «Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo –género obligatorio en el Uruguay-, cuando el tema es un uruguayo» escribió con implacable lucidez un conocido mío. Desde el barco se escuchaba el afilar de plumas laudatorias y la proclamación apremiante de actos de homenaje, lamentos diseminados en el itinerario de la ceniza. En ese tiempo de suspensión entre indignidad y infamia posterior a la muerte, el barco nuestro era la nave Argo mitológica construida con lapacho misionero, el ansiado vellocino de oro un cuero de capincho baleado en pajonales, las noticias cuentos terroríficos manteniendo despierta la atención de peregrinos, los animales fantásticos hormigas voraces y víboras dicharacheras acaso satisfechas, las sedas traficadas ponchos mugrientos y sudados.

Al Uruguay los héroes lo evitan, regresan después de muertos como terceto final de soneto quevediano, hay que morir lejos y téngalo presente, siempre del otro lado aunque sea cruzando la línea del Chuy, pero lejos. Sucedió que terminado el murmullo de la partida cada uno de los pasajeros se resignó a gestos habituales de un crucero cualquiera. Algunos haciendo valer la potencia del despiste preguntaron por las señas de la cafetería para ir a tomar un cortadito, otros sacaron cigarrillos del bolsillo como si estuvieran en un palco del hipódromo de San Isidro, en los minutos previos a la largada de la carrera reservada a potrancas de tres años. Los hubo que optaron por instalarse en un rincón donde acomodarse a leer distrayendo el tiempo que quedaba en suspenso, en un controlado desmayo generalizado éramos le bateau ivre del adolescente de Charleville en traducción salvaje, la misa del rito simbolista en la esclusa natural del universo conocido. Nuestro río es una grosería que desperdicia el tiempo que va a la mar del morir, en un mundo en guerra éramos un viaje mecido por el movimiento de un trío de Schubert o su Stábat Mater, una estampa melancólica de Trieste entre dos de algunas guerras. Las cenizas de Quiroga era la fuerza que nos transportaba, nuestro universo se impuso al suyo, su historia sería literaria pues los tiempos, la civilización imbuida de progreso y nuestras costas fluviales rioplatenses, hicieron de él un hombre del pasado. En apartes discretos recordábamos su presencia intangible, revisábamos las imágenes que en cada uno de nosotros dejó y era trabajoso considerarlo uno de los nuestros. La glorificación espontánea era la manera elegante de relegarlo al olvido e incorporarlo a paisajes lejanos de nuestra circunstancia, lanzábamos su recuerdo con orgulloso desdén a la infamia colonialista de Kipling y destinándolo a improbables paisajes orientales. Lo que se pretendía poner de manifiesto con esos gestos -canallescas metáforas de la literatura- era que si en nuestro mundillo de la NRF y Remy-Martin había la eternidad para la narrativa de Quiroga se la vedaba a su escritura.

Muchos de los personajes embarcados así lo entendieron viendo en su agonía brutal un signo decisivo de la mudanza del tiempo. Quiroga moría en la frontera con el apogeo de la posteridad y conviviendo con quienes estaban llamados a desplazarlo. El viaje, ese cruce de un río y en ese barco, en una vuelta de destierro convertido en cenizas, era alegoría de una terrible transferencia de poderes en los subterráneos de la literatura. La muerte de Quiroga fue el gesto de descarte elegido que daría lugar a otra manera de escribir cuentos, el maestro moría inmolándose para ser precursor, así suceden las ceremonias en la literatura aunque al común de los mortales le parezca inconcebible. El viaje hasta la otra orilla era escena, situación ineluctable para operar la casualidad, nadie sabrá cuál fue el momento mágico o el primero, yo puedo atestar cómo y por qué caen las cosas del otro lado. Le consta que en esa travesía había varios escritores y estaba embarcado el más grande entre ellos, que empezó a serlo en ese mismo año casualmente… Pero tranquilo, continúe leyendo esta carta sin impacientarse, tampoco le estoy pidiendo que crea en Dios ni se convierta, sino que pondere y admita el peso de las coincidencias, la potencia brumosa del diálogo secreto entre los textos. Algo sucedió durante ese viaje que nadie supo nunca, yo sé y lo contaré en los raros minutos de lucidez que me restan esta noche. Comprenderá así por qué esas leyes que le insinúo llegarán a la perfección mañana cuando yo muera. El secreto en cuestión es la única explicación de mi larga agonía y la escritura otro avatar manuscrito de suicidio.

Por razones que expliqué demasiadas veces, en mi lejana juventud prestaba atención especial a uno de los pasajeros del barco funerario, era un hombre interesante y cercano a la cuarentena, estaba en esa edad en que los hombres perdemos el atractivo de la juventud sin alcanzar todavía encantos de la madurez. Yo estaba por aquel entonces en la estación florida cuando alguien puede enamorarse de tres poemas de un libro, de la continuidad musical de dos endecasílabos; temo volverme enfático y es contraproducente para la situación presente, me conformaría con avanzar un atractivo, el deseo intenso de acercamiento y luego estaba dispuesto a dejarme llevar por cualquier camino que pudieran depararme las consecuencias. El grupo de conocidos que en la Aduana porteña era compacto, unido por la jalea de la muerte, al poco tiempo de navegación uniforme se confundió con el resto de los pasajeros, tomados por rehenes del dolor. El duelo a cada nudo que avanzábamos hacia nuestro destino se volvía de más en más asunto personal. Con interés y a contramano del espíritu flotante de la expedición me fui acercando al hombre que explicaba mi presencia, unos vagos encuentros anteriores podían justificar el inicio de una conversación. Había preparado una aproximación con varias posibilidades de apertura, incluyendo el halago, el azar, amistades comunes, una pequeña enciclopedia consultada. Fue así que nos dirigimos al bar del barco, el día de febrero estaba doblegado por el calor húmedo que volvía trivial toda vestimenta otra que la balnearia, en especial sacos oscuros, chalecos abotonados oprimiendo el pecho, sombreros opresores.

Decidimos sentarnos en el lugar desde donde podía verse la estela leonina dejada por el avance del navío, el vapor ponía más cuidado a lo dejado atrás por el ruido de la hélice que a la inminencia de la costa oriental que buscaba la proa. La explicación atropellada sobre la coartada de mi presencia en el viaje -una pobre ficción por supuesto- fue aceptada sin desconfianza ni emoción y yo pregunté a mi vez la razón del hombre. Siempre, me dijo él y creo que fue sincero hay que estar atento a un hombre extraño; luego confesó amar en secreto la brevedad de ofidio, la resolución violenta de ciertos cuentos y que el muerto no era indigno de la gran tradición. Había, agregó, la impronta que daba el Salto Oriental a contados varones y los años fatigando la vida en Misiones; recordó sin insistir demasiado un doloroso episodio de la juventud del muerto ocurrido en Montevideo, todo lo que a su parecer justificaba la recatada admiración. Dijo que había concentrado en su existencia episodios trágicos que podían hacer la vida de una generación de escritores, como si la humanidad pudiera concentrarse en un hombre palimpsesto. Quiroga bastaba para defender la curiosa hipótesis de una literatura uruguaya, había en él algo de Bartolomé Hidalgo elemental y lo que viniera luego narrado estaba de alguna manera ya escrito en su obra. Todo le parecía conjurado para explicar una locura, era demasiada la conspiración existencial para provocar la irrupción de una literatura y sin embargo lo intimidaba el recuerdo del muerto; algo le hacía sospechar que estaba en un viaje redentor y preguntó por qué estaba contándome eso precisamente a mí, a un desconocido.

En cuanto se descubrió discurriendo entre sentimientos oscuros y relacionados al oficio ante un extraño, un par de citaciones clásicas oportunas lo llevaron a hablar del tiempo, cine americano, la política criolla cuyas leyes suponiendo que las hubiera dijo desconocer. Creo que quedó gratamente sorprendido cuando demostré mis conocimientos recientes de la poesía francesa del siglo XIX y que podía navegar con pericia entre arrecifes parnasianos o simbolistas. Cuando pretendió indagar más sobre mis preferencias literarias, le respondí que se las confesaría cuando regresáramos a Buenos Aires y en un ámbito menos lúgubre.

Recuerdo que él sonrió, dudo que intuyera mis intenciones confusas y si lo intuía lo disimuló en los pliegues de una invitación cómplice.

-En la otra orilla hay alguien que me espera, creo que es un personaje que puede interesarle a un amateur de la poesía francesa. Cuando el barco atraque en puerto oriental, mientras dura la confusión de responsabilidades venga conmigo, dicho lo cual se levantó dejándome sólo con mis cigarrillos, dándome a entender que era suficiente.

Era extraño que en la ceremonia ostentosa social el hombre hubiera tenido voluntad suficiente para resolver asuntos confidenciales, incluyéndolos en la congoja y me fue laborioso afinar prioridades de dicha coincidencia; sin él yendo a conversar con las amistades habituales, el resto del viaje resultó aburrido. Quise arroparme en las tribulaciones suyas diciéndome que yo también viajaba con otro destino que acompañar las cenizas ilustres del muerto. El suicida sería el más incómodo de la situación si de verdad existiera el alma, un hombre que le dio la espalda hacía pocos días a lo que estábamos representando de manera terrible, asumiendo una muerte como la que los tibios damos a ciertos animales, estaría fastidiado y furioso.

Había en el barco por la voluntad excesiva de expresar su opinión final sobre el sentido de la vida, un clima de dolor sincero al que me fui integrando como cualquier amante de la selva, de la vida de campaña que hui en cuando pude. Es a bordo de ese navío que se inicia mi desaparición del medio, el viaje cambiaría a los implicados y yo -pequeño arribista del mundillo letrado, ansioso de suplementos literarios de diarios populares y ver mi nombre en librerías de la calle Montevideo en Buenos Aires- sabría que era asimismo mi viaje. De pronto, sacándome de la distracción en que estaba metido, alguien a mi lado dijo «Colonia» como si descubriera la playa del Averno. Miré hacia adelante, fue sorprendido por la cercanía de la ciudad oriental que suele conjugarse en pasado, era el primero de nuestros destinos, islote del tiempo de virreinatos y donde había gente aguardando. De acuerdo a lo conversado me acerqué a quien usted sabe, que estaba impaciente por bajar del barco, urgencia que para nada correspondía con la estampa de personaje ponderado que ustedes le atribuyen. «Sígame, me dijo al oído. Tenemos poco más de una hora antes de que el cortejo parta hacia Montevideo. No hay tiempo que perder, vamos».

Lo contado hasta ahora, lo ocurrido hasta poner pie en tierra oriental era lo que a usted le preocupaba y debería estar satisfecho. Más que satisfacerlo por la confirmación prefiero removerlo con una ignorancia, cada información que se concreta dispara varios episodios que quedan sin respuesta. Lo sublime fue lo sucedido la hora siguiente, evaporándome hasta convertirme apenas en mirada testigo y seré breve tratándose de lo único que puede llamarse mi vida privada.

Nunca en Buenos Aires lo había visto a él caminar con ese porte y seguridad, si hasta parecía tener algo de compadrito orillero, avanzaba ignorando la duda, como si su memoria hubiera desplegado la trama secreta sustentando el enigma Colonia. Atravesamos varias calles sacudidas por el acontecimiento mortuorio y llegamos al barrio viejo de la ciudad. Dos vueltas en plazoletas con farolas, tres cruces de callejones empedrados en bajada, alguna manzana partida al medio y perdí las referencias del viaje real incluyendo la memoria del viaje precedente. Ninguna señal del siglo veinte se advertía en las callas andadas ni en las inmediaciones, esa zona de la ciudad estaba incrustada en un tiempo negándose a avanzar. La gente cruzada en nuestro camino parecía habitar un territorio neutro de la imaginación, con algo de corte abrasilerada como si en el mandala ensangrentado del país se hubieran incrustado la Provincia Oriental deseada por los porteños, la Cisplatina para hacerlos hablar la lengua de Camões y un invento diplomático furtivo: auto de fe americano recomenzado tantas veces y prometido a la excomunión eterna.

Sentí que ese barrio en nuestro día de duelo tenía algo contrariando el sentido de la empresa en marcha. Habíamos tal vez equivocado el destino, pude comprender la fascinación que tamaña anacronía podía tener en alguien cuya osadía era caminar de mañana por la calle Florida hasta la Richmond, tenía insomnios de renegados a destruir, expediciones hacia los bajíos en la desembocadura del río Cuareim. En cierto momento éramos contrabandistas embozados en cortejo, él avanzaba llamado por una selva conjetural de signos hasta que se detuvo y sin dudarlo frente a un portal de reja. «Es aquí» dijo. Nada contesté y entramos a un zaguán revestido de mayólicas mitológicas en sombras, con olor intenso de jazmines. Avanzamos hasta llegar a un patio abierto iluminado por un sol de dos siglos atrás, el hombre a conocer estaba sentado en un sillón de mimbre junto a una mesa con papeles y libros. Al parecer había tomado el té y fumado unos cuantos cigarrillos, era un dandi que avanzada la treintena hubiera insistido en evocar el espectro de Julio Herrera y Reissig en días de gloria mundana o del muerto que dejamos en el puerto cercano, cuando se ataviaba de poeta maldito sin suponer que azuzaba los mastines del destino.

«Vengo de Nimes, dijo el hombre luego que nos invitara a sentarnos. Pensé que vendría solo, siguió dirigiéndose al hombre de la otra orilla. Quería conocerlo, me dicen que es una persona interesada en proyectos extraños. Tenga.» siguió y le extendió a él un cartapacio de cuero. «Allí hay parte de mis búsquedas digamos que filológicas, puede hacer con esos papeles lo que quiera. Para que mi nombre supuesto sobreviva debo desaparecer, en Francia falta espacio respirable luego de Mallarmé. Morí para la literatura, lo mismo y de manera distinta de los restos mortales que ustedes acompañaron, sólo me queda esa vaga costumbre de la reencarnación en la ficción». Luego me miró y comprendí la totalidad del pacto en el torbellino de su mirada acuosa, abandonada, resignada al olvido total. Supe que estaba enamorado cuando el desconocido pronunció el nombre de Nimes bajo el cielo improbable de Colonia, mientras nombró la ciudad del mediodía francés como si fuera el nombre de alguien querido y perdido por siempre, el nombre prohibido de una ciudad imaginada. «Usted parece muy compungido, me dijo. Es demasiado joven para admitir las secuelas de la muerte, déjelos a ellos seguir la caravana funeraria. Su amigo argentino, se lo aseguro, en cuanto lea mis papeles volverá como un poseso a Buenos Aires. La muerte de Quiroga, mis escritos legados en el mismo campo magnético le traman un destino celestial y me desagrada cenar solo».

Alguien, desde dentro mío respondió «está bien» y entonces el extranjero volvió la mirada hacia él. «Adiós -dijo pronunciando su nombre-, recuerde que ambos tenemos una cita con ese malentendido llamado inmortalidad». «Su confianza es excesiva para alguien tan torpe como yo». «Adiós» repitió el oriundo de Nimes y mi compañero de viaje salió de la casa sin aguardar ni preguntarme, despidiéndose con una leve inclinación de cabeza.

Usted sabe lo que pasó después y para ello indagó durante años, viví con el francés en una casona fuera del mundo y en las entrañas coloniales del Sacramento los únicos años felices de mi vida; él se consumió en la tarea de una traducción de lo intraducible, los dos hicimos de la disolución en el mundo nuestra ignorada obra maestra, erigida hasta su abrupta interrupción demostrando que la eternidad es virtud devota de la perfección. Mi vida deberá quedar en secreto, lo que usted desea conocer es lo otro. ¿De qué episodio fui testigo durante aquellas horas que cambiaron mi vida? Del viaje alucinante podría decir y un encuentro entre sentenciados a la poesía. Busco convencerme de que el suicidio de Quiroga sacudió las tripas de un joven poeta ultraísta y de manera incontrolada. Ese velar sobre el río la muerte de un hermano bastardo, arriesgo que lo animó a dejar de ser el hombre previsible que el éxito y la estima le habían prometido. Decidió traficar con otros poderes, aceptar renovando el pacto trismegisto del relato e inclinarse en la elección de su propia maldición, aferrado a parapetos negros de ceguera incipiente, un anonimato de anciano al abrigo, siendo todos los hombres que fue en cada uno de los relatos inventados. Tal el sentido de la obra invisible que tanto se menta, el persistente silencio posterior a ese viaje sobre los cuentos acres de Quiroga, el pacto supuesto de asumir la tarea de escribir historias de otras tierras venciendo a la armada del olvido. La verdad nada cambia de la marcha del mundo, al contrario oscurece lo que antes de conocerla teníamos por certeza inamovible. Cuídese Moner, trate de ser menos curioso en el futuro sobre asuntos que prescinden de su opinión; piense que quizá lo que leyó pudiera ser la ficción de un viejo agonizante fuera de sus cabales y en los tiempos que corren ¿en qué versión del mundo se puede tener confianza?

Dragón entre las nubes

Hasta la media tarde de anteayer creía tener una buena intuición para redactar el artículo sobre un episodio de la guerra ruso japonesa de 1904 y avanzar así en la reflexión sobre la estrategia submarina mientras duró el cerco de Port Arthur. Durante la investigación también trabajé para mis cursos del semestre que viene –doy clases de historia americana en una universidad italiana y dicto un seminario a partir de “La batalla del Río de la Plata”, de Sir Eugen Millington Drake- sobre aquello que hace la eficacia fulgurante de un ataque combinado en alta mar. El factor imponderable que lo transforma en episodio ejemplar de la memoria bélica y sin alcanzar todavía una conclusión convincente. Lo único que se puede hacer cuando la conexión deductiva está herrumbrosa es buscar a tientas, hasta que en un rincón de la tapicería, en el reverso de la trama lo más probable, aparezca la Licorne llegada de la nada.

Eso fue hasta el lunes pues. Era agradable la idea de ser el octavo ponente del próximo congreso en Cartagena, leer una comunicación sobre la técnica de escape a la malla luminosa de los radares enemigos, aspiraba a que mi intervención fuera recordada como el Alien de Ridley Scott, el octavo pasajero de la película de 1979: la quimera polizonte a bordo del navío Nostromo inventada por Hans Ruedi Giger. Quería improvisar una criatura semejante, pero que en lugar de proceder del espacio infinito donde nadie te escucha gritar, surgiera del fondo de los abismos marinos. La guerra ruso japonesa de 1904 también fue una monstruosidad de la historia y esa gritería del mundo de los muertos regresa a mi campo de preocupación en ráfagas periódicas.

A eso de las once de la mañana supe que nada podría hacer si olvidaba incluir la palabra cerezo en el artículo y evocar, en concordancia, el sonido de la lluvia cayendo sobre una cabaña de madera a la orilla del río. Nadie que trate de los asuntos sobre el mar ardiendo y la guerra como experiencia última escapa al hipnotismo japonés. Mikado y los súbditos hasta el suicidio, sujetos a la isla indefensa ante fenómenos de la naturaleza, cotejados a la locura atómica de los hombres, tuvieron en el mar el territorio de conquista delirante. Lo del cerezo en flor fue el mandato de un sueño recurrente y profético; precipitado digestivo de la cena sushi de anoche con tres colegas. Su secuela en el estómago flojo y mis recientes relecturas: “Togo” del vice almirante Nagayo Ogasawara y las “Memorias del General Kuropatkin”, la versión rusa del conflicto, editadas a comienzo del siglo pasado en Barcelona por Montaner y Simón.

El plan implicando el artículo del octavo ponente para avanzar fracasó, se postergó unas semanas por razones azarosas y convalecencia sentimental. Quise redactar el parte subjetivo de ese accidente de circulación cerebral, evocar los dos hechos concomitantes que se asociaron y para que esa idea del ardor guerrero, cuando hay que dar cuenta de masacres en masa, de miles de muertos en una sola jornada de asalto, como el tercer ataque el 3 de noviembre que costó trece mil bajas japonesa –el 20 de septiembre fue alcanzado el general Yamamoto y el 13 de diciembre una granada mató al general Kondratenko héroe de la resistencia-, se evaporase en la línea sangre del horizonte, tal como se dibuja en el Mar Amarillo. Es patente que no estoy en la disposición de espíritu ideal para hacerlo, retroceder es impensable, me llevará unos minutos apenas y después por hoy una vez liberado quizá pueda hacer algo de provecho.

Ello sucedió hace poco, el 18 de junio pasado día de San Leoncio, cerca del plazo límite que me impuse para rematar el trabajo. Por alguna razón venía aplazando el momento de redactar con la necesaria concentración; el artículo prometido rondaba el pensamiento, tenía un título atractivo e insinuaba un homenaje tangencial al ingeniero Isaac Peral, hijo ilustre de la ciudad donde fui invitado.

En eso estaba, cuando abrí el correo electrónico antes de marchar a prepararme un café y después de mojarme la cara para refrescar las ideas. Allí aguardaba emboscado el mensaje que me estaba destinado; alguien del país de la juventud, querido amigo y compañero de estudios, me anunciaba la muerte ayer de Jorge Medina Vidal, nuestro profesor de literatura en el Instituto de Profesores. Estudié Letras una breve temporada, eso fue antes de darme de baja y pasarme a las Armas que cambiaron la naturaleza de mis proyectos. La noticia me sumió en un estado melancólico de contornos difusos y volvieron recuerdos de la juventud en malón, la senda que lleva a los maestros de la novela, las charlas en las cafeterías y los amores de estudiante con el auxilio de libros de teoría del relato. La voz de Medina Vidal, el dedo que le faltaba como signo de distinción y una forma de hablar que recupero apenas entornando los ojos.

Vivo en Trieste desde hace años pero nací bien lejos y ahora estoy pasando un semestre sabático en Paris; para estar cerca del museo de la Marina, su impresionante fondo de documentación y lejos de la familia por una temporada. Alquilé un estudio en Montparnasse que me insume la mitad de la beca y transito el período de la cuenta regresiva. Medina Vidal hablaba poco de París que ya no es la capital del siglo XIX y prefería hacerlo de los poetas franceses. Lo único nuevo en mi ciudad de paso son las bicicletas públicas para limpiar la atmósfera de partículas de carbono, una falsa playa en las orillas del Sena, la comedia del poder diciendo una decadencia diplomática resignada, pocos meteoritos venidos de nebulosas distantes y que de vez en cuando atraviesan el cielo dejando una estela persistente.

Había preparado ese día despejando la agenda de accidentes para avanzar en el artículo y no podría. La tristeza viajando desde la juventud me interrumpió, entonces recordé haber visto en un corredor del Metro un Monte Fuji en rojo. Fue en la estación Place Monge sobre la línea 7, durante el accidente de pasajero que la semana pasada paralizó el servicio una hora, otro suicidio escamoteando su nombre. El afiche anunciaba una muestra del maestro Katsushiba Hokusai, excepcional por la cantidad del material reunido. ¿Le gustarían a Medina Vidal las estampas de Hokusai? Sin pensarlo dos veces decidí que era lo que necesitaba; una hora después subía al colectivo 92, quería visitar un siglo diecinueve sin campos de batalla que memoricé en cursos de Historia Patria, sin pasajes mágicos de Walter Benjamin ni desastres de la guerra de Goya.

Veinte minutos después bajé en la parada Pont de l’Alma, lugar que cobró fama mundial porque allí ocurrió el accidente de la princesa Diana. Amiga entrañable de Elton John, madrina de la lucha contra las minas antipersonales en África y madre de reyes, dirían las tres brujas de lo bello y lo feo el mismo día. Donde la gente llega en peregrinación definiendo lo sagrado de los tiempos que corren, depositan ramilletes de flores frescas, violetas imperiales, cirios de colores arcoíris y mensajes manuscritos sensibles por la hermana perdida. Escribiendo con todos un cuento de hadas con diadema de diamantes, cierta vida sentimental pastel edulcorada a medio camino entre pubertad tardía y revistas de cotilleo.

La media mañana llegando al mediodía estaba pesada de aguacero, esa sensación tormentosa que se hace desear y se filtra en humedad impregnando la ropa y cala hasta los huesos. Era yo tal vez, apesadumbrado por la muerte del maestro tan lejos de mi circunstancia inmediata, sus clases sobre Rulfo hablando con muertos olvidados y abriendo como un melocotón pistas sobre “The love song of J. Alfred Prufrock” fue la educación literaria y contra eso no se puede –por otra parte para qué intentarlo y en nombre de qué- hasta el fin de la existencia.

Allí en esa zona de la ciudad el cielo, por la proximidad del Sena es una presencia material cercana descendiendo cual Espíritu Santo en óperas barrocas sobre episodios bíblicos. Hasta podía olerse el temporal en las nubes a la manera de un animal salvaje de la pradera, tenía algo de atmósfera bucólica en campos de Tacuarembó, antes que baje por la ladera a galope tendido una caballada espectral de lanceros suicidas. No obstante, el disco del sol insistía en aparecer hasta enceguecer impidiendo que asomara el llanto sensiblero, haciendo posible recordar un poema de Jorge Medina que se titula “El gran teatro” 

Remember Salvadora Cairón,
bolera andaluza por mil ochocientos sesenta,
de “arrogante presencia”.
Casada con el actor José Valero que la llevó
a primera figura por mil ochocientos sesenta y cinco.
Reconocida por el DIFÍCIL papel de doña Constanza
en el drama: “Las campanas de Almudaina”
de Palou y Coll (además dramaturgo)

que se retiró, a la vida privada, por la maldita
disminución de una esteroide, la
“17-hidroxi-preg-5-enolona” que se transformó en
“11-desoxi-17-cetoesteroide”
y envejeció

como tú, como todos nosotros,
como yo,
hasta que se descubra controlar su maldita presencia
y entonces
tendremos más tiempo

                                 para el bolero
                                 para el amor
                                 para el teatro.

Después del teatro, el amor y el bolero en el distrito XVI parisino avancé a paso regular por la Avenida presidente Wilson, cuatro cuadras después desemboqué en la plaza de Iena. Uno no puede equivocarse de orientación si mantiene la vista sobre el plano ideal; después de todo leemos ciencia ficción y nunca subimos a una cápsula espacial, ni aterrizamos en un asteroide invadido por insectos, creemos en la astrología y jamás tocamos un meteorito extirpado de los planetas muertos. Sobre la derecha está el Museo Guimet dedicado a las Artes Asiáticas, había en las inmediaciones una fila de gente, aguardando para ingresar a la muestra montada sobre los soportes más delicados que se puedan imaginar. Poco intimidante la cola humana, lenta en su avance para interrogarme sobre por qué tanta humanidad, esa mañana precisa -a pesar del clima amenazante- habiendo tantas cosa para hacer de provecho, quería observar de cerca la obra de Hokusai y conjeturar si acaso perdía el tiempo en la espera en lugar de encerrarme a redactar el artículo sobre la estrategia de la inmersión.

Tampoco eran dudas dramáticas, dos horas después tenía la respuesta para salir del paso y en ese desconectar del presente viví una experiencia intensa. Acaso si me aplico con modestia puedo intentar explicarla, boceto de palabras dejando una leve constancia de lo vivido, un apunte que dicen. Lenta inmersión en un misterio de la existencia que descuidé en los últimos tiempos y que la muerte del amigo reavivó de manera brutal, como si la escritura quisiera ser el sonido del pincel impregnado de azul Prusia (“talking of Michelangelo”) sobre papel de arroz y preparado en la luz mortecina del taller, cuando irrumpe el otoño de ocres y las lluvias se sienten en la piel del antebrazo. Un indicio de lo vivido y olvidado en suspensión en esa exposición efímera, la delicadeza de una ilusión de haiku en relato, si ello fuera posible en un mundo decepcionante y no resultara otra utopía poética destinada a la papelera.

La necesidad de dominar la disciplina kendo, para partir de un solo movimiento con el sable sagrado la vida en dos mitades, donde el filo cortante sea la tristeza del día que transcurre; sabiendo que era más incisiva la experiencia, la conexión emotiva y el recuerdo de lo visto que todo lo que pudiera especular en las próximas semanas.

Traza y conciencia, memoria y deseo, dibujo inscripto en la retina del lector: mirando un puente inconcebible en su levedad y tendido.

Conjunto asimétrico de flores de loto flotando en la corriente circular, la palabra cerezo y su dibujo acomodado sin sobresaltos en la frase vertical. Un pájaro inexistente buscado por el color tornasolado de su plumaje desplegado. El árbol centenario de cerezo en floración que tiene tanto de cosa concluida.

Pagué la entrada de siete euros con la tarjeta de crédito, había una segunda fila de espera antes de ingresar a los salones de la exposición iluminada con bajísima intensidad.

Pasábamos al otro lado del biombo del tiempo. A la izquierda organizadores meticulosos colgaron reproducciones creando el clima propicio a la emoción, sobre la pared de la derecha había indicaciones cronológicas para orientar a los visitantes. La vida y obra de Hokusai fluyeron entre 1760 y 1849, el período segmentado mientras se desprendía del magma colonial mi patria americana. El maestro coincidió con Napoleón en Madrid y Goya grabando los desastres del asunto; otro mundo en transformación de alquimia por las armas de fuego, caballos cayendo en desfiladeros andinos, lanzas partiendo corazones realistas.

El maestro sin saber de esos acontecimientos ilustraba en las antípodas poemas de sus contemporáneos mientras transcurría la infancia de Salvadora Cairón en Andalucía. El maestro hacía visibles fantasmas antropomorfos, engarzaba escenas eróticas fantaseadas donde los sexos masculinos se imponen con desproporción ritual.

Una muchacha de rasgos asiáticos me permitió ingresar al corazón luminoso de la muestra, me detuve a leer el texto sobre la creación según fuga la vida que traduje mentalmente.

“Desde mis seis años yo tenía la manía de dibujar la forma de los objetos. Llegado a los cincuenta ya había publicado una infinidad de dibujos; pero estoy desconforme de todo lo que produje antes de los setenta años. Fue recién a los setenta y tres años que comprendí aproximadamente la forma y la verdadera naturaleza de los pájaros, de los peces y de las plantas.

En consecuencia, llegado a los ochenta yo habré progresado de manera considerable; a los noventa alcanzaré el fondo de las cosas; a los cien habré accedido decididamente a un estado superior, indefinible, y a la edad de ciento diez años, ya sea un punto, ya una línea, todo lo que haga tendrá vida. Yo pido a quienes alcancen mi misma longevidad y me sobrevivan que observen si cumplo mi palabra.”

Por dios me dije al leer aquello y sentí lo que perdimos por el camino en los últimos años. La reflexión creativa era incapaz de producir un pensamiento con tal profundidad de desprendimiento y humildad, tamaña inmersión en el oficio, cuando el Tiempo devora el tramo brevísimo de una existencia: la vida lúcida es el único haikú que trazaremos ante la indiferencia del cosmos, mientras se transfiguran las esteroides que nos condenan al envejecimiento prematuro.

Comencé un recorrido sin buscar nada en particular y de haber allí algo concreto que me aguardaba lo sabría sin premeditarlo. Detenido ante paisajes con y sin personajes pensé: eso es una versión intocable de la eternidad que nunca existió.

Aquel que pueda escribir ese puente de madera uniendo la noche lunar y la claridad irracional de la aurora alcanzará el poema perfecto, como nos desafiaba Jorge Medina Vidal -que venía de morir- en sus cursos sobre poesía moderna.

Así pues hay que esperar a los setenta y tres años para entender el designio estético de la creación y la naturaleza; también la locura guerrera de los hombres en el año 1904. No debería apresurarme, estoy lejos aún y esa mañana faltaban dieciséis años, tal vez es cierto que el arte es largo, además no importa y nos negamos a escucharlo por una amnesia semejante a la tontería que resulta merecida.

Estampas, libros únicos, grabados irrepetibles y muchachas tañendo el shamisu con las cuerdas de acero. Un filósofo sin nombre contempla el vuelo desconcertante de las mariposas. Croquis preparatorios de grandes proyectos. Conchas y langostas, armaduras de samurái y sables rituales, los manga de trabajos y días en las islas.

En la sala final estaban las dos pinturas que el maestro realizó en los últimos meses de su vida, testamento sin ser tal y que la muerte cargó de sentido póstumo. “Tigre bajo la lluvia” y “Dragón entre las nubes”. Piezas sublimes formato kakémono reafirmando el respeto por la tradición de tamaño al milímetro preciso. Los dos animales esenciales: uno viniendo de la espesura selvática con paso de felino y el otro que vuela trayendo el fuego desde la imaginación de los hombres, y viceversa.

Estaba ahí no para admirar sino recordando en paz y dejando abierto el cauce de las correspondencias. La mano firme de Hokusai que sabía capturando el vuelo del Dragón fantástico entre las nubes, criatura de fuego, ese octavo pasajero de la imaginación de los hombres me trasladó lejos en el tiempo. Volví treinta años atrás y escuché la voz de Medina Vidal quizá una mañana mágica como esa, como si fuera ahora recitando un poema de Guido Cavalcanti, como si él hubiera estado allá y nosotros también.

Con esa intersección ingobernable, este miércoles de ceniza no se puede armar un artículo y menos la del octavo ponente en la lista armada en Cartagena. Luego de dejar por escrito el testimonio de lo vivido en ese fragmento del día me siento mejor, habiendo saldado una cuenta pendiente con la educación lectora de los queridos maestros. En la coherencia de haber hecho lo que debía hacerse, esperando llegar a los setenta y tres años -2024 si acaso los dioses lo consienten- alcanzar el otro lado del misterio que tampoco es seguro.

Cuando salí a la intemperie la fila de visitantes a la espera casi ni se movía, era una anaconda fantástica haciendo la digestión. Un viento del Este y que bien podía ser el Oeste remolineaba hojas de la memoria en el círculo de la plaza a enorme velocidad. La idea de la guerra por el control de Port Arthur me asaltó el espíritu, calculé que en 1904 Hokusai hubiera tenido 144 años. Si no hubiera envejecido como Salvadora Cairón y Medina Vidal, como Cavalcanti y todos nosotros.

Apuré el paso tentando alcanzar la boca del Metro Iéna, adelantarme así a la lluvia necesaria para lavar el agobio de la ciudad. Dudé sobre si había cerrado bien las ventanas del departamento antes de salir, eso era sin importancia si lograba distinguir el Dragón alado de la memoria, el animal imaginario de la juventud perdida. Ahí cerca del presente, acorralado por el fuego interior entre las nubes esas que viajan, imitando un barrilete de colores, en medio de la misma tormenta eléctrica que se ensaña seguido sobre Montevideo la Coquette.

Minotauromaquia al claro de luna

Que hay en aquellas dehesas
un toro… Más luego vuelvo,
y quédese mi palabra
empeñada en el silencio.

Góngora

-Ringo, se llamaba Oscar Bonavena y le decían Ringo, tiene que acordarse… seguro que en cualquier momento de la conversación le viene a la memoria. La evocación es apenas el principio buscando la salida cuando uno anda perdido entre whisky y palabras, confundido por recuerdos que el tiempo sigue sin explicar. Una historia siempre viene detrás de otra, la de Ringo es la punta de la madeja que conozco mejor. Si es verdad que el laberinto encuentra su sentido después de muerto el Minotauro, lo intrincado es salir con vida de los cuentos, quiero creer que estamos en buen camino… sucedió hace pocos años y sin embargo sigo dudando si alguna vez ocurrió. 

“Ringo era un boxeador argentino como Luis Firpo, el ángel toro de las pampas que mandó a Jack Dempsey al ring side en el primer round, allá por los años veinte; igual al final le robaron el campeonato a Firpo. Ringo también llegó a pelear por el cinturón mundial de los pesos pesado ¡nada menos que con el negro Clay! Lo que Ringo guapeó aquella noche no está escrito, promediando la pelea lo tuvo a mal traer al moreno que agarraba recostándose contra las cuerdas para ganar tiempo. Después lo noqueó a Bonavena en el último round, hay que embromarse… justo en el último round… la jodida vida le robó por unos miserables segundos la leyenda consuelo de haber aguantado a pie firme hasta que sonara la campana. A los seis años de aquella noche torcida lo mataron como a un animal de un tiro de fusil en un rancho prostíbulo cerca de Reno, creo que era el Mustang Ranch. Por esos tiempos yo trabajaba en nuestra embajada de ciudad México y fui el encargado de los trámites relacionados al cuerpo de Ringo, la muerte y la lástima pesaban más de cien kilos, nada quedaba del grandote pintoresco que terminó fusilado por un lío de putas en el oeste. El amañado informe policial decía que se puso cargoso delante de una alambrada porque le prohibían entrar a llevarse una hembrita conocida, habrá gritado con su voz inconfundible abran hijos de puta, no saben con quien se meten que les rompo la jeta con una mano atada, cosas por el estilo. Del otro lado del alambre y los candados alguno fumando y sin prisa lo dejó hacer un buen rato, con pericia de veterano de la guerra de Corea levantó el fusil desoyendo los piropos de Ringo hasta crucificarlo en la mira telescópica, como se hace con los pumas rabiosos y luego apretó con desprecio el gatillo. La única bala le partió el pecho sudado de bourbon ablandado por los kilos de más, desmemoriado del corazón por tantos golpes en la cabeza. Seguro que cayó desparramado queriéndose sacudir la muerte llegando tan rápida, revolcándose como toro estaqueado en la sombra del burladero.

“Fue al ir a buscarlo a través de la maraña de carreteras del norte cruzando los desiertos cuando reapareció la otra historia, el segundo pasadizo a la salida, lo sucedido con el flaco Armando Cristiani. De ese seguro no tiene idea y sin embargo es todo un personaje, mi padre me contó la espuma del cuento de Armando, que integra la tradición oral de los funcionarios diplomáticos destinados a México… mejor dicho integraba porque exceptuándome ya nadie la recuerda. Será porque sucedió por la misma época en que se empezó a conocer el escándalo del cónsul Firmin, antiguo asunto que siguió acaparando las habladurías durante años. Cristiani era o es envejeciendo vaya uno a saber dónde, un uruguayo adjunto al consulado de su país, que luego de otro asunto de cuerpos repatriados largó todo y se perdió en el norte. Nunca más se supo nada de su vida, a mi padre aquello lo afectó muchísimo, tenía por Cristiani la estima explicable por algún secreto compartido y cuando tomaba unos tragos de más repetía: “Armando, querido amigo, brindo por vos, para que algún día puedas olvidar, por tu suerte donde estés y que Dios te bendiga.”

“Quién lo diría… en el largo y enredado trayecto de salida necesito contarle a usted relaciones entrecortadas para matar el tiempo, con la ilusión vana de que pueda ayudarme a ver claro, como si hubiera de verdad en esto un capitulado de desierto, polvareda, alcohol y soledad con muertos fronterizos llegando puntuales cuando el sol se amontona. Donde están escritas instrucciones capaces de permitirme -a mí- escapar de una vez por todas de la confusión que reaparece siempre, siempre… Después de lo de Ringo tengo miedo insistente a manejar en el desierto, perderme en parajes irreales donde pueden encontrarse las pesadillas olvidadas, allá sobra espacio para que salgan de la cabeza a jugar ante nuestra mirada incrédula. Es por aquella mañana… manejaba como un loco a más de ciento ochenta para llegar al destino que temía engañoso y donde aguardaba el cuerpo aporreado del púgil compatriota. La radio dentro del auto era insoportable, tenía las ventanillas cerradas por el calor, apretaba el pie contra el acelerador, empujaba con los brazos el volante nacarado. En esa situación sólo venía a la cabeza la historia del flaco Armando, que debiendo de ser ajena a mi memoria aparecía con familiaridad de recuerdo de mi propia infancia o visión premonitoria del futuro. Temía encontrar el fantasma de graves gemidos del montevideano haciendo autoestop en la carretera, porque le asignaron la misión de acompañar a quienes vamos a buscar muertos a la frontera. Desde entonces aprendí a querer esta ciudad de los temblores, jamás salgo de ella y suscribo su crecimiento desmesurado alejándome del desierto, necesito el smog irrespirable para que impida al sol golpear impunemente piedras sagradas y sacrifique el juicio de todo calendario con serpientes. Después de ir a buscar el primer muerto a la frontera desaparece la certeza de saberse en el lado correcto, como en medio de una borrachera o un relato con corredores, setos, escaleras y paredes falsas. Un purgatorio sin salida.

*

La llamada vino directo desde Moctezuma en pleno carnaval, el consulado estaba vacío, había pasado cinco minutos a buscar un par de botellas cuando sonó el teléfono. Al principio quise desentendí del asunto pero en la oficina sin personal el sonido ocupaba una a una las habitaciones, era molesta la insistencia, la idea de que alguien del otro lado de la línea luego de veinte señales ininterrumpidas, fuera incapaz de entender la ausencia de funcionarios o pudiera desconfiar mi presencia. Exasperado, rumiando una respuesta indignada tuve la desafortunada idea de contestar.

Sin darme tiempo a la ironía la voz de alguien irascible comenzó pidiendo perdón por la molestia; allí mismo de donde comunicaba, a un par de metros, tenían un muerto indocumentado con mapas y banderines de Uruguay. En un tono de voz convincente argumenté sobre horarios, días de festejo, momentos inadecuados, competencias establecidas por el escalafón, expliqué más de una vez que el cónsul general estaba de viaje hasta la próxima semana, insinué una posible confusión de enseñas patrias y nacionalidades. Del otro lado se los oía fastidiados, fregados por la situación, negándose a entrar en razones sobre impedimentos prácticos para seguir en línea que yo les daba. La conversación derivó a cuestiones de Estado, imposibilidad de postergaciones, urgencias diplomáticas y se tranquilizaron recién (por el teléfono se adivinaba la confusión de otras opiniones superponiéndose) cuando -a regañadientes- les aseguré que mañana alguien se presentaría allí en misión oficial. Colgué el tubo con rabia, miré para todos lados y como la oficina seguía tan desierta como antes me insulté a mí mismo por ser tan imbécil. Le dejé unas líneas al cónsul resumiendo la situación, hice un par de llamadas presentando excusas por mi ausencia que no fueron creídas, saqué unos pesos de la caja pues andaba sin efectivo, tomé las llaves de la Chevrolet grande y salí disparado, renegando del festejo arruinado por un asunto que ni condescendieron a detallarme por larga distancia. La tonta conciencia del trabajo me acorraló, una súbita tristeza por un desconocido muerto haciéndome entender que sólo podía seguir hacia adelante.

Exceptuando tres horas de pesadillas en un motel de la ruta, el resto del trayecto manejé desesperado convencido de poder adelantar el tiempo achicando distancias, deseando que todo terminara pronto, presintiendo al final del camino una situación extravagante. Preguntando en Moctezuma aquí y allá, a máscaras sueltas que encontré en la calle, borrachos rezagados invitando a festejar, bien entrada la mañana llegué a la dirección convenida. Las señas respondían a la dependencia local del poder judicial, desde afuera tenía tufillo de clandestinidad intuida el día anterior; los tipos esperaban impacientes, curiosos, cabreados y por alguna razón estaban necesitando a alguien como yo. Supe que tampoco estaban dispuestos a evitarme la experiencia de sentirme un intruso detestable, uno de ellos movió la cabeza reconociendo mi presencia, anunciándole al resto la llegada -por fin- del mequetrefe que esperaban. El mismo hombre se acercó hasta donde yo estaba, tendiéndome por pura formalidad una mano huesuda y comenzó la conversación deseando que nada de aquello que debíamos hacer juntos pudiera complicarse.

-Asunto escabroso, dijo señalando con la mirada hacia un rincón donde, tapados a medias con mantas viejas descoloridas y cortas había dos cadáveres esperando algo en lo que debía intervenir. Los encontraron en las afueras cerca de unos depósitos abandonados, siguió como rememorando un cuento sabido sin sorpresa final. Estaban desnudos tirados al costado de un alambrado, se ensañaron, ahora están lavados y la primera visión fue desagradable. Uno de los cuerpos está identificado, lo reconoció aquí el amigo, y señaló al gordo de lentes negros espejados jugando con un mondadientes entre los labios. El muerto salió en la prensa con foto, es muy popular entre los aficionados al deporte, el otro estaba de ojitos abiertos descreyendo la realidad de lo último que miró en vida. Nos permitimos revisar los bolsos y aparecieron papeles de su patria, por eso llamamos… perdone las molestias causadas, la urgencia es comprensible… quizá ustedes saben algo y ayudan a zanjar rápido un asunto que se presenta feo. Deben hacerse cargo del occiso, avisar a la familia, etcétera, etcétera… dijo.

Avancé hasta las medias piernas sobresalientes de festones deshilachados, el gordo del escarbadientes acompasó la marcha con la esperanza de que la escena me hiciera vomitar. Cuando levanté las cobijas casi le doy esa satisfacción, detrás del olor dulzón subiendo prepotente y el asco con pátina de muerte instalada, era posible imaginar dos estatuas cretenses de bronce carcomido por siglos de sepultura, reventadas a martillazos de serafines posesos.

-En el carro había botellas para embriagar un regimiento y porquerías de carnaval, escuché.

Le pedí que mostrara las pertenencias del desconocido y sin esperar autorización revolví entre lo que quedaba, lo poco despreciado por quienes se llevaron el resto. Había un mapa del país, insignias de las que se colocan en las solapas y banderines de tela enrollados, busqué en los meandros de la mochila. Si el muerto era en verdad un compatriota por allí aparecería alguna cosa, en efecto, dentro de un falso bolsillo había algo cosido. Enganché con los dedos hasta arrancar lo que resultó ser un carné pequeño, lo abrí y desdoblé la hoja, vi la cara seria de un hombre joven como el muerto, debajo de la foto leí Domingo Gonçalvez y Oriental, veintitrés años, deportista de alta competición. En acto reflejo me volví a contemplar el cuerpo destrozado, digiriendo la sorpresa de que ese esperpento tirado por el suelo, pudriéndose desde hace una punta de horas era Míster Uruguay cuarteado a machetazos, como novillos vaciados en mataderos del frigorífico Swift detrás del Cerro montevideano. La musculatura estaba abierta en canal, su carne tumefacta y machucada se pudría sobre las losas frías y cuadradas de una dependencia judicial de quinta categoría. Necesité sentarme en un rincón sin que nadie importunara tratando de hacerme la composición de lugar, era urgente entender y aclarar una situación semejante a un mal sueño más que a la realidad cercándome. Creí escuchar que el grupo murmuraba, podía ser que amplificaba en el vacío del cerebro el zumbido goloso de moscas danzando, sobrevolando impacientes los bordes de heridas apetecibles donde los cortes profundos llegaban al blanco lunar de la osamenta.

Si hubiera dejado de ser carnaval por un par de minutos pude haber aceptado la irrealidad de la situación, estaba sudado del viaje por tierra, sucio, hastiado del calor y la garganta reseca, el cadáver de nuestro mejor ejemplar varonil cerca de la frontera al otro lado del desierto. Sin saber cómo proceder en tal situación, imprevista hasta por un alucinado redactor de manuales para funcionarios de Relaciones Exteriores; miré a los hombres que estaban impacientes por mi silencio, entendí que por propia iniciativa ninguno daría información útil ni aunque la tuviera, conformándose con que firmara cuanto antes un papel con aspecto de documento oficial, cargara al ciudadano metido en una bolsa plástica, dejara dinero para solventar molestias de los últimos días y baldeara -acaso- el patio hasta disolver la mancha colorada que seguía estancada en algún rincón del infeliz. Sabiendo que las instancias lógicas de negociación estaban clausuradas, quedaba el atrevimiento, mi impostada altanería de señorito fastidiado por lo sucedido.

-En buena están carajo, comencé a hablar dirigiéndome a cada uno, a nadie en particular. Por lo menos lío diplomático… mi gobierno exige un informe detallado, nadie piense que levanto ese muerto sin escuchar antes una explicación satisfactoria.

Ya de pie acomodé con displicencia el saco azul cruzado y me pasé la mano por el pelo lleno de tierra. Después de tan largo viaje mi aspecto era calamitoso, le imprimí algún detalle a esos gestos bordeando el desdén que pudo intrigarlos y supuse un sentimiento de indignación cuando se miraron entre ellos. Fue el gordo de lentes espejados quien se acercó hasta que nuestras caras estuvieran a pocos centímetros, desde donde puede reconocerse el espesor de los alientos.

-Y usted quién mierda se cree, dijo masticando las palabras.

-Me creo el embajador del país de ese ciudadano carneado en esta mierda región.

Al no recibir de inmediato un puñetazo en el estómago supe que la mentira había pasado, siendo necesario esperar unos segundos como con el efecto de anestesias locales; hasta que otro de los hombres que había permanecido en un segundo plano, introdujo las oportunas palabras de conciliación.

-Señores, cinco minutos para tomar aire. Luego nos reunimos y aclaramos malentendidos… calma caballeros, se los pido encarecidamente, estamos fatigados e irascibles… tengamos un poco de respeto por los muertos aquí presentes.

El que habló era un hombre joven y delgado, vestía como alguien con veinte años más habituándose temprano a su atuendo de funcionario en condición de juez de instrucción principiante, autoridad suficiente para los primeros trámites relacionados al muerto conocido. Habló con calma de licenciado nostálgico de oratorias periclitadas, articuló la intensidad de las frases mediante dicción parsimoniosa al límite del engolamiento e inclusive logró darle al lugar común del final una solemnidad de jaculatoria definitiva. Se acercó con otra noción de las distancias que tenía el gordo, movimientos y ritmos adecuados a la escena que estábamos viviendo. Con naturalidad de viejos conocidos apretó mi codo hasta la intensidad del duelo creíble, como si en silencio respetuoso viniera a darme el sentido pésame por la desgraciada pérdida de un ser querido.

-Si le sirve de algo, también los sucesos fastidiaron mis escasos días de reposo al año, dijo y apagó un tanto el tono de voz. Despreocúpese señor embajador, cuando los hechos tiene apariencia complicada terminan por aclararse de manera sencilla.

-Alguien debe saber algo de lo sucedido con esos pobres hombres, le dije en voz baja aceptando los términos propuestos para la plática.

– ¿Vio los cuerpos? preguntó consolidando la complicidad asimilada de buen grado. Una verdadera carnicería… le juro que jamás vi nada igual. Donde los encontraron, más durante los días de fiesta nunca faltan cuchillos y balazos; por tales incidentes nadie se molesta, esto es diferente… dijo siendo sincera su preocupación. Liquidar con esa saña a dos forzudos que no le hacían mal a nadie… mis hombres están cansados, le aseguro que trabajaron a conciencia yendo más allá de los límites aconsejables. Tampoco los juzgue mal señor embajador, los conozco y son buena gente, algo rudos pero conocen el oficio, tarde o temprano hallarán una pista. Tiene mi palabra, cuando surja la menor información ustedes en el consulado serán los primeros en enterarse… tanto cuerpo pobres muchachos y terminar despanzurrados como marranos.

Lo miré a los ojos unos momentos siendo imposible deducir si podía creerle por lo menos el trato cordial; él logró el objetivo de comprometerme en la situación y oía el susurro compasivo de traspasarme buena parte del problema. Era un hombre sin escapatoria y ambos lo sabíamos, miré hacia todos los lados y en cada rincón, objeto o rostro estaba la presencia de los muertos que permanecieron destapados. En vida tuvieron un color moreno de piel similar, su pigmento estaba teñido ahora del tono de la cera pasada por la llama que cuelga desbordando candelabros litúrgicos. Estaban depilados en todo el cuerpo excepto un triángulo pequeño, casi una motita, de los pendejos; por efecto de luz transversal filtrada por cortinas sucias de tramado abierto, parecían mover los músculos superiores, que desde dentro insistiera un corazón de toro bombeando sangre fresca para llevar a término un ejercicio de pectorales.

Tranquilo y resignado, viéndome ingresar en otra sucesión de hechos impredecibles acepté la versión del juez envejecido joven como la única a la que podía aspirar por el momento. Firmé sin leer el papeleo que fueron presentándome, quedaba por delante mucho carnaval y conocer el secreto de cómo a esos los disfrazaron de muertos de verdad. Una corazonada murmuró al oído que estaba comprometido en la historia más de lo prudente y llegaría a saberlo todo de ese muchacho Domingo, a rearmar las últimas horas de vida aunque fuera sólo en mi imaginación delirante.

Entre tres individuos sacaron el cuerpo de Domingo al sol de la vereda, con un envión de reses llegando al abasto lo metieron en la camioneta. Un funcionario trajo granos de café y los esparció en el interior de la bolsa de polietileno.

-Así hiede menos, doctor.

Les ofrecí las botellas de coñac que fui a buscar a la oficina en un pasado remotísimo y ellos aceptaron, anoté de apuro datos elementales asegurándome para el resto de mi vida los términos de la verdad vivida y evitar confundirlos con una pesadilla de mezcal. Saludé uno por uno al personal que estaba en el local menos al gordo de las gafas espejadas que se quedó adentro, aparentábamos ser un grupo de amigos despidiéndose al inicio de las vacaciones. El de manos huesudas sonreía, el licenciado hacía adiós apurándome para que me marchara, acomodé los espejos retrovisores siendo un gesto innecesario al conocer de antemano el cortejo que por años me seguiría de cerca sin decidirse a pasarme.

Puse primera, salí despacio buscando caminos de regreso, quería desandar senderos de fuga sorprendido por descubrir que en la patria teníamos un Míster, masa de músculos descalabrados metidos en una bolsa de basura con granos de café. Cuerpo quietito hinchándose, parecido a vacas ahogadas patas arriba que traen a la deriva correntadas de ríos crecidos en mis pagos de origen. Desde ahí, yo que manejaba tan bien, descifraba mapas y señales indicadoras, me extravié en un bordado de caminos vecinales. Atravesé en ambos sentidos caseríos de una sola calle, entré mal en autopistas, tomé carriles equivocados optando por atajos desconocidos, di rodeos extensos restituyéndome a los mismos cruces; y estuve tres días extraviado entre pasajes y galerías al aire libre, fumando, bebiendo café mientras el hedor a muerte contaminaba asientos, el tablero y cristales de la camioneta. Cargaba gasolina cuando llegaba a la reserva, sin preguntar a los despachantes por orientación alguna seguía adelante olvidado del tiempo transcurrido, de si llegaría a encontrar la salida. Estaba descubriendo mi recorrido futuro, forma imperfecta del escondite y revelación de conocimiento.

Entregaría el cuerpo de Domingo y volvería al norte lo más pronto posible a reconstruir el trayecto entre carreteras lindando las fronteras, llevando más lejos de donde anuncian los carteles. Ahora dudo si sabré volver a Moctezuma, si esa ciudad existe realmente sobre la tierra y te lo cuento a vos porque sé que esta historia morirá contigo.

*

-Así que usted es el charrúa.

Allá de donde había salido le pagaron un billete de avión en clase económica, el gerente de la Pan American local aficionado al deporte de competición, contribuyó con un descuento generoso. Llegó temeroso sin inconvenientes hasta la capital azteca, desde ahí a El Paso -le dijeron- era un par de horas en autobús. Domingo les creyó hasta que preguntó en el aeropuerto y entendió que por error sin mala fe de los dirigentes del comité olímpico, estaba perdido a cientos de quilómetros de El Paso, donde en una semana sería la apertura del Panamericano de fisicoculturismo 1958 donde que participaba por primera vez un uruguayo.

Domingo era medio brasileño y oriental nacido sobre la línea imaginaria que cruza la ciudad de Rivera al norte del país. En los ambientes deportivos se corrió la bola de los logros prodigiosos del musculoso fronterizo, a uno de los ingeniosos que nunca faltan se le ocurrió la idea de mandarlo a competir al exterior. Una embajada de dirigentes fue a entrevistarlo a la tierra de nadie dibujada por una sinuosa frontera hecha de arroyos, mojones y cuchillas enanas, de nombres que los escolares aprenden de memoria como ejercicios jesuitas. Una comarca donde quedan residuos de la antigua provincia cisplatina que fuimos y se oye en almacenes de ramos generales un portuñol atravesado, sobre la franja donde gaucho pasa a ser gaúcho, los acordeones riograndenses subliman la independencia del poder central y orientales centenarios recuerdan expediciones hasta un verde norteño tropical, cuando algún paisano corajudo a pura chuza, fusil de pedernal y caballo orejano llegó a las puertas de San Pablo.

-Domingo Gonçalvez para servirle, dijo el uruguayo con acento brasileño.

Cuando tomó distancia tangible con El Paso mesurando la imposibilidad de estar allí antes de varios días, buscó en los bolsillos del pantalón las pocas referencias que le dieron por si acaso y decidió ir hasta un gimnasio que podía ser terreno conocido. Salió del aeropuerto sudado y hambriento, caminaba aferrado a la valijita chiquita con relación al cuerpo trabajado, como lo era el saco azul que le dieron para los actos oficiales. Consiguió ignorar el tamaño inconcebible de la ciudad y olvidar el correr de las horas, remontó el desaliento cuando le indicaban trayectos interminables y pudo dar con la dirección. Llegó por fin a lo que podía parecer su destino, abrió las puertas del gimnasio y se paró delante del conserje.

-Buenos días. Busco a Policarpo Rojas, dijo.

Sin más información apelaba a la aristocracia de números clausus, cultores de divinidades con fibras musculares exigidas al máximo, identificándose con una clase anatómica de autoconciencia forjada delante de espejos, en lidia contra hierros pesados a la conquista del reinado de la deformación. El portero evaluó la medida de la caja torácica expandida del desconocido, miró botones tensados de la camisa, las orejitas pegadas al pelo por la presión ascendente de músculos del cuello y le dijo que esperara.

A los pocos minutos llegó un hombre enfundado en chándal con capucha y bombachos amplísimos.

-Mande, dijo.

-Vengo de Montevideo, voy a El Paso, usted sabe, el Panamericano. Nadie dijo que era tan lejos, tenía señas del gimnasio y su nombre. Vine caminando desde el aeropuerto, ando corto de plata sin idea de dónde hacer noche.

Domingo lo dijo de corrido sin pestañear ni un tantito de vergüenza, tampoco pedía ni buscaba avivar lástima, estaba ahí como albañil sin trabajo, peón rural en el atardecer. El otro lo miró pensando en una broma de algún chistoso para molestarlo, estaba entrenando fuerte con todas las comodidades y tampoco entendía los términos del credo de desamparo que venía de escuchar. Extraña situación y si aquello no era una guasa, delante suyo tenía a un competidor que en pocos días subido a la tarima de exhibiciones haría lo imposible por ganarle.

-Así que usted es el charrúa, dijo Policarpo Rojas.

-Domingo Gonçalvez para servirle.

-Algo se hará, respondió el mexicano. Estamos en medio del entrenamiento. ¿Gusta?

Domingo estaba agotado por el viaje interminable en el que aún seguía, acepto igual el tibio desafío del otro que pretendía conocer hasta dónde estaba dispuesto a pagar el charrúa. Después de las horas pasadas caminando la ciudad la sola idea de un afuera lo atemorizaba, las voces del gimnasio por el contrario, mezcladas con sonido de discos de metal entrechocándose, el aroma a eucaliptos del vapor de duchas calientes y toallas lavadas con poderosos detergentes, le llegaban en oleada parecida al amparo de una cocina amiga; el refugio providencial cuando comienza la furia de la tempestad.

-Hoy hago dorsales, dijo Domingo.

-A mí me toca piernas.

Policarpo acompañó a Domingo hasta los corredores del vestuario, lo dejó solo para que se cambiara y descubriera la salida hacia la sala de aparatos. Fue sencillo para Domingo seguir el rastro llevando al área de entrenamiento, apenas ingresó al lugar quedó maravillado, el único recuerdo parecido debió buscarlo en la infancia cuando visitó por primera vez la sección juguetes de la tienda London-París en la avenida 18 de Julio de Montevideo. Era la más linda y completa sala de aparatos de todas donde había entrenado, aceros cromados sin que la película metálica haya saltado en ningún punto, números arábigos recién pintados indicando el peso de los hierros redondos. Adosadas a los muros había bellas estructuras complejas de las que Domingo ignoraba las funciones específicas; recordó sus primeros pasos con fierros robados de ferrocarriles abandonados, soldados a soplete en el taller del tío, recordó el sótano del club L’ Avenir donde le permitieron entrenarse las últimas semanas antes de partir al Panamericano. Allí todo era más bonito, tenía la lindura de lo recién descubierto.

Una vez pasada la primera impresión con mirada de infancia, Domingo comenzó el calentamiento olvidado del hambre y la falta de azúcar en el cuerpo. Daba gusto templar la maquinaria con aparatos aceitados, sin chirridos constantes de fierro contra fierro ni desequilibrios en los extremos de las barras. Domingo sabía que Policarpo estaba concentrado trabajando muslos y pantorrillas, un olfato de animal de gimnasio le dijo que un número grande de ojos entrecerrados por el esfuerzo lo vigilaba. Como un toro, Domingo bajó la cabeza y arremetió sin tregua por espacio de cuarenta minutos de trabajo intensísimo, clavó su piel en la banqueta de cuero vacuno, organizó las cervicales de tal forma que quedaron firmes como cariátide para iniciar un juego despacioso y tenso del envión vertical. La seguridad del hierro entre las manos le hacía olvidar lo padecido hasta el presente, con cada diez series de diez Domingo aumentaba dos kilos de peso en los costados. Llegado el límite asignado para ejercicios de mantenimiento, en las dos últimas series sobrecargó de manera ostensible el kilaje al punto de concitar el silencio de otros por ahí mirando, que destacaba sonidos roncos de su respiración y quejas secas de asmático en crisis ayudándose en pesados empujes de la barra hacia el techo. En cada envión mantenía el peso a la máxima altura de los brazos extendidos y luego de contar hasta la eternidad de cinco, flexionaba los brazos despacio bajando centímetro a centímetro, dominando el descenso hasta la punzada aguda en los omóplatos, sentir en las pestañas la molestia de gotones nublando la visión, forzando a completar el ejercicio de ojos cerrados, guiándose por el ruido de los kilos golpeando el tope indicando el final.

Domingo salió bufando del sector dorsales, caminó hasta quedar delante del espejo grande, se descalzó y arremangó el pantaloncillo dejándolo de tamaño taparrabos. Con la camiseta recién sacada se enjugó el sudor de la cara, pecho y axilas, luego tiró a un rincón el trapo que cayó junto al cajón de talco para las manos. Enfrentado a la luna se aplicó al juego de respiraciones relajantes encontrando en su interior el soplo del descanso, el cuerpo de Domingo se infló esculpiéndose al saberse cotejado a la provocación de imagen reflejada, examinado por su doble del otro lado del azogue, sobre el mercurio sofocando transpiración del cristal. Quedó satisfecho con la confrontación luego del viaje en avión, seguía temiendo la flojera de los trapecios que parecían músculos de otro cuerpo, tenía una semana para mejorar su talón de Aquiles en la competición. Cuando aflojó la presión de ensayo general, Policarpo que estaba a su lado le alcanzó una botella de agua fresca.

-Mi cuñado tiene un cuarto libre. Si gusta por hoy… mañana hablamos, le dijo Policarpo. ¿De dónde me dijo que era?

Domingo quería decir que venía del barrio más lindo de Rivera pero el otro quedaría sin entenderlo.

– ¿Ubica Uruguay? dijo a manera de respuesta.

– ¿A poco? Maestro, que cabronada le hicieron a los vecinos en el año cincuenta en su propia casa.

Domingo sonrió, recordando que en la frontera cuando la final de Maracaná ellos festejaron y lloraron a la vez.

-Mire charrúa, los gringos se cagan del carnaval y armaron el Panamericano estos días. El asunto pasajes hacia el norte está bravo. ¿Le hace venir juntos a El Paso? Mi cuñado presta el Impala y vamos yendo despacito, con tiempo.

-Gracias, muito obrigado, respondió Domingo usando idiomas que se entreveraban cuando niño en la casa familiar, deseando duplicar por lo sencillo los agradecimientos de tanta suerte que venía encontrando desde que entró al gimnasio.

Esa noche Domingo rechazó por timidez la invitación de los anfitriones para salir a conocer la ciudad. Desde el aeropuerto hasta el gimnasio, entre preguntas, caminatas, camiones, extravíos del rumbo en un par de ocasiones y vuelta a pasar por rotondas que pensaba haber dejado atrás para siempre, echó el mismo tiempo que en ir de Rivera a Montevideo en remolques de ganado.

El deseo era llegar a El Paso y hacer lo imposible por salir adelante en la competición. De todo eso soñó cruzando su primera dormida mexicana y despertó más cansado que si hubiera pasado una noche de insomnio.

-Mañana llegamos, dijo Policarpo.

Esa vez el adiós al alba fue sin reporteros ni fotógrafos de prensa, la salida de ambos en amanecer de carnaval hizo de la escena cuadro de despedida familiar. La hermana de Policarpo preparó unos pastelitos para el viaje, el cuñado miraba preocupado el Impala recién pintado de un verde malva y en los vidrios del coche había adhesivos con banderas del país. El campeón local prefería viajar despacio, sintiendo en el cuerpo que era dueño del irse, el llegar y del tiempo intermedio; necesitaba horas suyas para concentrarse como los boxeadores antes del combate, escuchando su soledad previa al reencuentro con el alboroto del team de asesores, que lo esperaba en el clima de la competición y los halagos de la prensa que prometió una cobertura fenomenal.

Desde el retiro buscado y consentido Policarpo se sintió más cerca de Domingo, alejado de amigos y parientes que le dieran ánimos, venido caminando del país austral que el mexicano imaginaba lindando con selvas misioneras, iluminado por resplandores de la Buenos Aires nocturna que conocía de ver películas argentinas.

-Arriba ese ánimo, charrúa, dijo Policarpo y tarareó la rumba que dice “al carnaval del Uruguay…” Allí en el sur lo estarán pasando padre y nosotros aquí cuidándonos hasta los cojones por nada, agregó. El campeonato tiene dueño, los gringos piensan echarnos un negro impresionante… con suerte estaremos arañando el bronce.

-Puede, dijo Domingo.

Hablaron, hasta la lengua era músculo exigido en la coordinación del sistema, miología donde el conjunto ensamblaba reaccionando en rosario solidario desde los tríceps; organizando un dédalo rojizo hasta la galería central abdominal para luego perderse bifurcando en las piernas, bajando por la maciza pendiente de aductores, entroncando con gemelos responsables de tornearlas hasta los pies descalzos. Bajo la piel latía una estructura de fibras hipertrofiadas, orografía que ellos hacían emerger y retiraban a voluntad.

Cada tanto Domingo trataba de explicarse en qué momento comenzaron a dejarlo solo y lejos. “Es cerca Domingo… grande Domingo, usted puede… saque la garra charrúa, meta pechera y mátelos a musculatura.” Fue así, entre elogios lindando la grosería con despedida de oficina pública, vino clarete en damajuana y bandeja de sándwiches olímpicos, que le hicieron solemne entrega de media docena de banderines, unos mapas para evitar confusiones, cueros con gauchos repujados, estrofas del Martín Fierro y la sentencia “Recuerdo del Uruguay” grabada con clavos ardientes. Una réplica en metal dorado –“solamente si el tipo es importante y sacamos medalla” – del monumento a la carreta y un disco stender play del himno nacional envuelto en un pabellón de falsa seda: “nunca se sabe… por si trepa al podio de vencedores. Suerte Domingo, con usted ni el músculo duerme ni la ambición descansa.”

Buscando encerrar ese recuerdo donde cada detalle estaba retenido, Domingo se caló la gorra a fondo mirando con admiración la camisa de Policarpo igualita a las de Miguel Acevez Mejía, aquel charro con el mechón blanco y caballo bayo adiestrado que marcaba con patas delanteras el ritmo de las rancheras cantadas por el jinete.

-La clase, charrúa, dijo Policarpo intuyendo la intriga de Domingo por su camisa. Llegando allá como caballeros los impresionamos y si no fuera por el negro…

Pasaron horas para desentenderse del Distrito Federal, porfiando en quedar a los costados del camino como baba pegajosa de callejones recién abiertos, columnas de luz alumbrando el avance urbano, arrabales desamparados que eran ajenos a cualquier ciudad concebible. Cuando el único ruido provenía de la radio del coche, Domingo entendió que estaban en la ruta, mirando a ambos lados del camino temió quedarse a solas en el desierto de una frontera hostil. Le avergonzó aceptar que por primera vez veía de cerca el sol y Policarpo adivinó que ahorita mismo el compadre se estaba apendejando por la distancia que hay entre un punto y otro en tierras mexicanas.

-Estamos en México, le dijo, convencido de que una palabra podía explicar lo sentido por el otro.

*

El velocímetro indicaba cualquier cantidad de millas o quilómetros, Policarpo conocía de memoria el recorrido y en su caso se trataba de llegar pronto a alguna parte; para el otro, un paisaje sin montoncito de cipreses ni vaquillona rumiando referencias prologaba ese viaje hacia ninguna parte. Domingo hacía fuerza con los ojos, empujaba la mirada hacia delante y topaba con la línea del horizonte más lejana a medida que subía la temperatura de las chapas verdes del Impala, un reflejo insufrible de lejanísimas tormentas solares con densidad de arena molida se instalaba en sus párpados, hasta disolverse en la frente ablandando los huesos de la cara.

– ¿Falta mucho? preguntó.

-Hace tres horas que salimos, apenas. Tranquilo, igual al final está el toro negro.

Alguna vez durante el trayecto cruzaron otro carro que parecía venir andando sin parar hace más de un mes; graznaban pájaros de alas implantadas, Domingo vio a un costado de la ruta un cortejo de hembras, de varones en procesión lenta dirigirse a rendir tributo a cierta virgen local sin canonizar y él vivía el día más largo de su vida. Cada tanto detenían la marcha, bajaban a orinar o desentumecer cuerpos agarrotados, la musculatura pesada, incómoda como armadura de latón exigiendo frotarse con la fuerza y el ejercicio que hoy se posponía.

-Vamos a perder tonicidad.

-Tendremos cuatro días para recuperarnos, deje de llamar a la mala suerte con sus temores, le recriminó Policarpo.

El mexicano advirtió el miedo a lo desconocido pesándole al charrúa, el murmullo poseso de la superstición macumbera y se disgustó por descubrirse pensando que también él podía estar viajando por primera vez, a pesar de conocer carteles indicadores y ciudades cruzadas por las barriadas últimas.

-Puta madre, ese sol.

Algo se quebró cuando un zopilote atravesó el cielo. Había agua para beber, el motor del Impala respondía sin quejarse; en la radio cuando la onda de una broadcaster volaba, otra nuevecita se colaba para acompañarlos. Frecuencias de estaciones lejanísimas en ciudades fantasmas emitiendo canciones de Agustín Lara.

Igual algo se desgarró como tendón vital, anunciado por el vuelo rasante de ese zopilote y no de otro.

-Que llegar llegaremos.

Policarpo hundió la pierna en el acelerador, el horizonte dejado atrás se alejó otro poquito, pensando en el negro imbatible que prepararon los gringos abrió una botella y echó un trago largo de aguardiente caliente por el caño sediento del garguero. Se la pasó a Domingo, quien olvidando la abstinencia de los últimos días se zampó un buche generoso, dándole una excusa creíble a la borrachera de luz que lo tenía a maltraer, con ganas de vomitar como si tuviera algo en la barriga.

La tierra agrietada, el polvillo suspendido sobre los senderos borrados devoraban con sed ávida músculos y días de preparación, poses ante espejos, el desbordar la piel tensada hacia el espacio, empujando cuerpo afuera hasta ser un hombre depilado, aceitado, brillando en la luz de focos, en pupilas de jueces severísimos, despidiendo un haz de tornasoles epidérmicos indescriptibles.

-Pinche negro. ¿Conoce al brasileño?

-De oídas. Vi al chileno, al argentino. Bien, pero les podemos, del paraguayo ni noticias.

-Me hablaron del colombiano que se las trae, es primerizo como usted. Vivir al lado de los gringos tiene ventajas, uno termina por conocerles las mañas.

Domingo estaba en otro viaje donde esperaba encontrar los bigotazos de Pedro Armendáriz, a Lex Barker siendo Tarzán oxigenado ayudando a Esther Williams saliendo de la alberca y los cowboys de revistas leídas en Rivera; llegaría por fin al territorio de ranchos y haciendas donde arreaban miles de cabezas marcadas al rojo vivo. Marchaban por una carretera sin coyotes aullándole a la luna, emboscadas de apaches ni la sombra insurgente de los ponchos villistas. El desierto era diferente, quemaba recuerdos y lo mirado. Domingo pensó en esqueletos de vaca blanqueados por el sol del mediodía y picos ganchudos de pájaros rapaces, malogró arresto para preguntarle a Policarpo si la revolución terminó y por allí cabalgaban grupos resistentes detrás de los cerros; también el valor de confesarle que sabía de memoria la letra de La cucaracha y una vez en el biógrafo se hizo la paja mirando el pelo azabache y los hombros desnudos de la Katy Jurado.

Policarpo y Domingo llegaron a Chihuahua bien entrada la tardecita después de recorrer más de mil quilómetros de ruta. Esa noche se olvidaron del prólogo del dormir y pasaron directamente al sueño, tomaron una habitación en un hotel para lavarse, dejar los bolsos en seguridad y alivianados dar unas vueltas por la ciudad.

-Hijo de mil putas, negro de mierda.

A cada hora que pasaba, la masa de músculos que los esperaba al norte pasó de ser leal competidor a enemigo de estatura metafísica e invencible de antemano. Ambos avanzaban la escena del negro subiendo al proscenio a presentar su rutina con paso de triunfador, mostrando la dentadura mientras sin esfuerzo los músculos comenzaban a escapársele por los cuatro costados en aluvión incontenible, ofendiendo la platea cuando mandaba al frente el torso y a ritmo de Glenn Miller ordenaba danzar los pectorales, deslumbrando mujeres fumadoras, maricas lanzando grititos.

-Habría que matarlo, sentenció Domingo sin pensar que el rival estaba lejos; con suerte El Paso sería mañana, el otro domingo, nunca.

Todo en Chihuahua eran signos del carnaval, los hombres estaban bien y llegaron en los tiempos previstos, el Impala cumplió su misión a las mil maravillas, los grifos de la bañera funcionaban. Cada cosa que hacían tenía una leve pendiente hacia la perfección aventando contrariedades, era la generosidad rara de la vida, lo insoportable obsequiándoles breves alegrías a término antes de desampararlos en la soledad de El Paso.

– ¿El colombiano le podrá?

Salieron a las calles buscando que les pasara algo inesperado, las muchachas los miraban entregadas de antemano y en los bares en cuanto reconocían a Policarpo se negaban a cobrarles.

-No me gusta nada, dijo Policarpo. Nos tratan como si fuéramos muertos.

– ¿Cómo dice?

-Nada… mejor vamos a que nos meen los perros.

En todas las carreras de galgos recuperaron por lo menos la apuesta y en las dos últimas -a pesar de jugar a propósito a las patas de los más apestosos podencos- igual se apropiaron de unos miles de pesos que hubieran preferido perder. Domingo tenía en sus manos más billetes juntos de los que había visto en toda su vida.

-Mire.

-Olvídese que faltará tiempo para gastarlos. Hay que irse rápido, la Vieja viene por nosotros y nos está siguiendo.

– ¿Qué vieja? preguntó Domingo, que tenía dificultades para entender el susto del otro.

-La Vieja. Quiere impedirnos llegar a El Paso. ¿Usted cree en Dios?

-Creo en Yemanyá.

– ¿Y esa?

Salieron del canódromo, recogieron sus bultos en el hotel y montados en el Impala con la radio a todo volumen cruzaron en rojo los fuegos de la ciudad, creyendo que avanzando así sin mirar hacia atrás estarían salvados. Seguía golpeándoles en el cerebro el aullido de los perros nerviosos antes de la largada, hubieran querido ser flaquitos para andar más deprisa, huyéndole a la vieja que los codiciaba y tiempo para rezar pidiendo perdón por el pecado de tener tanto cuerpo. Domingo echó en falta el carnaval con gusto a cachaza en la boca y escolas do samba interminables por los bulevares, distintas a la fiesta inquietante con tanta calavera andando por ahí.

Excedidos de musculación ellos debían pasar la mascarada de costillas pintadas sobre camisetas negras y calaveras dibujadas sobre trapos raídos. Era tarde para abandonar en Chihuahua el pesado disfraz de musculoso, nada puede el sobrecargar la anatomía de horas fatigadas intentando esconder el esqueleto: Ella sabe que debajo de tanto bulto durito y bailarín, tanto aceite desparramado sobre el pellejo y tanto pendejo despendejado está la bolsita quebradiza de los huesos. Eso la Vieja lo conoce y es la causa de que mande correr a los galgos más flacos detrás de otra muerte, disfrazada de liebre peludita de juguete, mientras los hombres apuestan hasta lo que no tienen queriendo adivinar cuál perro, qué muerte numerada llega antes que otra.

– ¡Vamos mi perrito! había gritado Policarpo y Domingo que veía por primera vez correr así a los galgos, aprendió que después de ladrar los perros escoltan a la Muerte, galgos finitos, corredores enjutos puro hueso como hidalgos ociosos y flacos rocines trotando penosamente las más veces del año.

*

La guantera del automóvil estaba repleta de billetes y en el asiento de atrás había demasiadas botellas de tequila Cuervo, al cruzar un mojón del camino con el número comido por el polvo y el viento las voces de la radio del Impala cesaron, por ningún raquítico resquicio del dial se filtraba música alguna como si ellos hubieran penetrado en una comarca donde era innecesaria la palabra. Hacía rato que debían haber pasado por algún lado, pero seguían avanzando por la recta sin hablar entre ellos, calculando que estarían por llegar a la mitad de la primera mitad del trayecto final, cuando dieron con un cruce sin registrar en el mapa de la Texaco. A unos noventa metros y del lado derecho había restos abandonados de lo que pudo ser una gasolinera, una fonda, algunas casas. Convencido de que Domingo estaría de acuerdo Policarpo se metió por el camino polvoriento; ellos estaban muertos, el sol caía a plomo derretido licuando las sombras que se escurrían como lagartijas, perdiéndose por el suelo caliento. El camino se extraviaba en una lejanía indefinida de polvareda colorada, como si por aquel rumbo galopara sin poder avanzar una caballada desbocada, echaron un trago y no había nada que hacer.

El charrúa fue el primero en llegar hasta el coche, abrió el cofre y sacó su mochila, por los poros Domingo exudaba un sudor de hueso acuoso. Policarpo acompañó al otro Míster imaginando un vestuario cubierto con aire acondicionado, se vistieron sin prisa prontos a una sesión de entrenamiento; algo les había robado la noche, las ganas de descansar y callados, dando saltitos para entibiar el cuerpo recalentado se internaron en el caserío. a cada paso en el interior el lugar predestinado era más grande, como si fueran sumándose al conjunto casas deshabitadas invisibles a la imaginación. De la intersección del sol con el vacío se erigía una ilusión de vecindario, tornaron la cabeza corroborando con el Impala la persistencia de la realidad, lo habían dejado abierto de las puertas delanteras, el motor al aire y de lejos parecía que adentro estuvieran sus anatomías acomodadas para pudrirse en el desierto tentando la bandada de gavilanes. Al trote corto y torpe le siguieron unas flexiones, a los minutos de moverse estaban vestidos de calzoncillos, calzados con enormes zapatones negros, talco y vaselina eran prescindibles ahí. Un líquido espeso de humor desconocido les recorría la espalda y el sol: estaban condenados a desencontrarse con la sombra. El sol.

Maderas podridas, hierros herrumbrados hasta la desintegración y chatarra informe fueron trasmutadas en aparatos mágicos de musculación que ante la mínima exigencia se deshacían entre las manos cayendo a tierra, suspendiendo en el aire espolvoreadas limaduras del color del azúcar sin refinar. De proponérselo ambos podían disolver la escenografía, reducir las construcciones vacilantes a una paz tumbal después del abandono, reintegrándole a las casas deshabitadas su condición de arena memoriosa dejada por desidia y rencor al borde de la ruta. En ronda alrededor de la sombra del sol los cuerpos se arqueaban, centuplicaban contorsiones, brincos, gestos de saltimbanqui semejando langostas, convulsionando el cuerpo con ejercicios de obstinación, arrastrándose por el solar reseco siendo culebras retractiles despellejadas de escamado turquesa; dejando al aire cueros pardos y curtidos, estirados al máximo por el músculo encerrado, tensado como estaqueados al sol, descoyuntados por la fuerza de cuatro toros rejoneados.

Sin conciencia del ridículo era inevitable reproducir poses apropiadas de flexión de las piernas, la tensión del brazo y antebrazo paralela al ombligo, expandir el pecho agarrotando los tendones del cuello. Colocados a poquísimos metros uno era el espejo del otro, el fantasma recuperado del otro mirando un punto inexistente, formando una argamasa muscular achicharrándose lejos de Chihuahua. Olvidaron la carrocería del Impala, el certamen de El Paso pudo haber sido hace cuarenta años y ellos sobrevivientes de la tropilla taurina que después del fracaso decidió retirarse allá para morir, en un leprosorio de animales expulsados de gimnasios, exiliados de ferias, desterrados de carpas de circos ambulantes; eran fenómenos envejecidos desmemoriados, pretendiendo recordar en vano el sinsentido de los ejercicios juveniles.

Domingo calló que creyó ver tres mujeres vestidas de negro atravesando el fondo del callejón pasando de una casa a otra, Policarpo al uruguayo que había cerca un toro amarillo piafando y cuando alcanzó a identificarse con una sombra moviéndose borrachita de un lado a otro tomó su atadito de toallas y camisetas; el otro lo siguió, marcharon hacia el auto, escucharon conversaciones provenientes del Impala, lamentos, voces raras, rasgueos de guitarrones. Durante el entrenamiento al aire libre comenzó a funcionar una estación de las inmediaciones, de un pueblo real invisible; después de la musiquita un locutor se explayó sobre las conveniencias de una zapatería céntrica y recordó a los oyentes las pocas horas que faltaban para el inicio del baile al que sería imperdonable faltar.

Estaban sentados en un tapizado hirviendo, el volante circular quemaba las manos, Policarpo encendió el motor sin atender la dirección para la cual enfiló ni miraron hacia atrás.

-El Paso.

-Eso, allá.

Los hombres habían preparado el cuerpo para actos rituales, durante el día el alcohol fermentando en las tripas anestesió su cabeza de sacrificados encaminados a buscar lo faltante para la ceremonia.

-Era mediodía hace un rato.

-Vea. Luces.

– ¿Y eso? Para El Paso falta, dijo Policarpo.

En los bordes del pueblo sin nombre pronunciable dejaron el auto abandonado, estando cansados y confusos nadie se les acercaba, imponían el respetuoso temor de los elegidos viviendo las últimas horas; era inútil ocultar su cansino andar de cabezudos luego del desfile, la estampa de bueyes decapitados siguiendo al matarife con sus cabezas arrastradas de una guampa. Así pasaron entre el tropel de mascaritas que les tiraban agua de olor y papel picado yendo juntas hasta las puertas del festejo. Más distanciados venían dos disfrazados relegados del resto, Policarpo los descubrió y cuando estuvieron cerca se les paró delante impidiéndoles el paso, levantando la manota hasta fijarla en el pecho de uno de ellos.

-Mil pesos por los disfraces, dijo.

Una enormidad de dinero, así lo entendieron los otros que reían tomando a broma la oferta disparatada. Enfurecido por tamaña impertinencia, Policarpo prendió al desconocidos por el pescuezo y le gritó en la cara.

– ¡Dos mil mierda!

Sacó de los bolsillos puñados de billetes obligando al otro a apretarlos entre las manos, amontonados, sucios, cayendo entre los dedos. Atemorizadas ante la furia de Policarpo, las mascaritas se quitaron los guiñapos sin agacharse a levantar los pesos, perdiéndose de vista a toda carrera igual que perros apedreados.

-Tome, dijo el mexicano. Le toca ser vampiro. Vamos a por el negro gringo.

Solidario sin fisuras, convencido del buen rumbo que tomaban los acontecimientos Domingo se abrochó la capa negra de tela ordinaria como señorito de hacienda y ajustó como pudo la máscara que pretendía ahogarlo. Disfrazado de gallo de pelea Policarpo caminaba como llevando espolones de acero, sosteniendo la cresta de hule rellena de estopa suponiéndola un cetro. El vampiro meó contra un árbol y el gallo quería correr contra la noche y perseguirla para ganarle cada pie de cada milla. Ambos tenían la calma de parecerse a la gente, era sin importancia que los harapos le quedaran chicos y se rajaran hasta ser jirones comparado a la alegría de abandonar la orfandad de ser héroes cansados, condenados a errar sin bajeles velones ni dioses a favor.

– ¿Allá abajo dura mucho la noche?

Aturdido como estaba y la interferencia de creerse vampiro Domingo comenzó a sacar cuentas dudando del tiempo que consume la ausencia del sol en su frontera. Después que le contaron que El Paso estaba ahí nomás y del viaje cruzando el desierto por primera vez, él dudaba de la veracidad del tiempo entre distancias; de ese pasado de miedo y despedidas lo separaban demasiados días.

La luna gorda alumbró la caminata del gallo con la cresta ladeada de ave moribunda, herida por el pico y espolones con cuchillas de otro batarás azuzado en el reñidero. Policarpo aceptó el silencio como respuesta a la extensión de la noche y volvió sobre asuntos concretos.

-Barato dijo.

– ¿Qué barato?

-Dos mil pesos.

– ¿Los dos? preguntó Domingo.

-Eso.

-Pichincha.

Como el infinito menos algo era de larga la calle por la que caminaban. El auto se hizo innecesario pensando en su destino, ellos creían que con las piernas podrían salir de la ciudad innominada y llegar sin tardanza a la frontera conocida. Pasaban los minutos, nada se modificó en la estática de las constelaciones ni en el signo de Tauro. Domingo se dejó puesta la careta avergonzado por si alguien reconocía su cuerpo descuidado, degradado en relación a lo que debía ser y sintiera al acercarse el olor de tequila persistente después de escupir saliva rejuntada, luego de vomitar un hediondo chorrete blancuzco.

-Mire, dijo.

En las afueras del poblado bajo festividad, llegaron hasta una infranqueable red de alambres coronada de púas cortándoles el paso; cerca de donde estaban se oía el ladrido amenazador de perros adiestrados, los sentenciados podían estar en un cruce fronterizo ocioso vigilado, las inmediaciones de El Paso desplazado del centro para que nadie lo asocie a la muerte. Eran depósitos o podían ser almacenes igual que galpones, alguna fábrica clandestina y puede que apariencia camuflada de la última frontera, confusión de formas impidiendo distinguir lo ocultado del otro lado de los portones.  

– ¿Qué es eso?

-Sólo Dios lo sabe, igual vamos a hacerles algo.

– ¿Qué?

-Lo único que sabemos.

La luna redonda atravesando el desértico cielo tenía el brillo que ilumina las contradictorias corrientes del golfo las noches de verano, por otros costados inundaba la escena una claridad de signos propicios y podían distinguirse a lo lejos formas rojas mutantes: otra sangre coagulando, plumas de pájaros fantásticos, impaciencia de carbones rituales, la brasa de respiración del Montecristo de hoja húmeda fumado sin cesar detrás de portones electrificados. Los hombres exageraron el bamboleo del tequila sin sal ni jugo de limones verdes bebido a palo seco, con dificultades subieron a unas cajas de madera, ascendiendo escaleras piramidales de piedra despojados de todo exceptuando máscaras y la cresta ridícula. Tenían la euforia de los sacrificados estando frente a jueces entre semidioses del continente americano en las instalaciones del polideportivo de El Paso, después que se anunciase por los altoparlantes el deceso del gringo hallado muerto por sobredosis, habiéndose dispuesto que el cuerpo sin vida fuera repatriado a los barrios pobres de Chicago. Domingo y Policarpo presentaron su trabajo a la mirada de la muerte brutal agazapada, el mexica levantó los brazos formando una línea recta implicando hombros y cabeza para luego dibujar un ángulo recto doble con antebrazos y soltar las bolas de bíceps en simetría, el oriental dio la espalda a la oscuridad, imprimiendo soltura a sus movimientos acomodó los puños en la cadera desplegando un acordeón portentoso de músculos dorsales.

Desde lejos, contra la luz de una arqueológica Selene desértica eran siluetas de monigotes recortados por tijeras y cuchillos de obsidiana afiladísimos. Sus desplazamientos breves proponían una danza de mutación monstruosa, bichitos de latón en tiros al blanco de Luna Park de cinco por diez pesos, coreografía grotesca ofreciendo ejemplares exóticos de las selvas del sur. Una y otra vez con sus gestos desafiaban pasos de frontera, poses clásicas e innovaciones puntuables para la competencia se repetían, la estatuaria sanguínea se fue petrificando sin que se percataran del acoso ni la manera inhumana de cómo fueron mutilados.

*

“Eso fue lo sucedido en la versión de hoy. Mañana el tequila y el capricho del sol atormentado, la alucinación en fuga permanente me inducirá otra muerte diferente para los nietos deformes de Europa y el desgraciado compatriota que velé durante tres días sin dormir por este mismo norte que parece sin límites.”

-Así dicen que encontraron al muchacho de la musculación y al flaco Armando lo devoró el desierto. Los forzudos fueron vistos por última vez rumbo al norte camino a El Paso; es cierto que era carnaval y es dato pobre para explicar que confundieran la ruta hasta meterse por donde ni transitan sombras de los muertos, toros amarillos o perros flacos para ladrarle a uno. Me acostumbré los últimos años a convivir con la idea de que escapar es inútil, la sola tarea con sentido consiste en continuar matando de distinta forma los monstruos que inventamos ahuyentando la soledad cuando el alcohol es insuficiente. Muchas veces me pregunté por qué se negaba a darme explicaciones las veces que le pregunté por el asunto, mi padre insistía en recordarme la promesa de que una parte de la historia moriría por él. Así fue… para consolarme ante el muro infranqueable me viene a la cabeza lo de Ringo, que al final terminé viviendo en carne propia, es como empezar de nuevo… ese sí que era torazo en rodeo ajeno. ¿De verdad no se acuerda? Haga memoria… si anda con tiempo puedo contarle la historia de Bonavena… tiene lo suyo… qué otra cosa podemos hacer teniendo la noche por delante.

-… llamada para mister Prufrock… llamada para mister Prufrock!

El episodio fue tan inasible que decidí dictarlo ante el taquígrafo del relato y aun así dudo de ser escuchado, porque creído sería otro cantar. Siempre asoma el big bang de palabras de todo cosmos narrativo y temo ser suprimido una vez habiendo accedido al secreto; seguro que lo mejor hubiera sido callar, el silencio ponderado debió de ser mi Musa inspiradora cuando comenzó el episodio Prufrock y no obstante lo ocurrido se impuso a mi voluntad.

Ningún humano puede alterar el ritmo de las mareas en las costas de Bretaña con olas de leyenda rodeando la tabla redonda, dos veces al día el nivel del mar se altera en varios metros cubriendo y ocultado los roquedales de la isla Avalon. Sabemos lo ocurrido con las mareas en abril de 1894 y el 17 de marzo de 1938 cuando las bombas fascistas mataron a Segalá y Estalella y los vigías marinos logran predecir a lo Tiresias con senos los caprichos del ponto cualquier atardecer, también pasado el 2051 cuando estemos muertos. Toda duda razonable es a descartar y un oceanógrafo novato conoce la explicación del fenómeno, deducida sin necesidad olímpica de Apolo o Poseidón, fuerzas que don Luis Segalá hizo hablar en castellano. La gente crédula necesita la superstición cotidiana para soportar la existencia y se inclina fácil ante ese enigma, contemplando miedosa el temblor caprichoso del mar hasta que se detiene llegado el momento por voluntad de los dioses exilados.

Fue por esa situación incomprensible que decidí suspender la vida rodando cuesta abajo, tomándome unos meses para entender y luego contarlo con la intención chamánica de sacarlo de mi vida. El informe final terminó siendo una novelita descosida todavía sin escribir que tal vez enviaré a un concurso dedicado a la Ciencia Ficción; coexistiendo entre monstruos mutantes con función de exterminación, quizá el episodio encuentre el reposo necesario. Supuso extraer un órgano maligno del cuerpo: todo sigue funcionando bien en apariencia, pero el equilibrio original está afectado. Si el gesto hubiera sido vocacional u otro asalto brutal inspirado… pero desde joven me conformé siendo traductor. Con mi nombre de nacimiento me gano bien la vida y vi pasar de una lengua a otra manuales de instrucciones, libros de divulgación, consejos de autoayuda e historietas de todo tipo. Para las traducciones de la quinta función del lenguaje y evitando el cambalache de las voces confusas, me asigné un seudónimo femenino; con el tiempo acumulado, más algunos aciertos intuitivos fui una sombra tipo Greta Garbo -con apellido asimismo travestido- la divina que se retiró en 1941, teniendo la edad de Dante cuando pisó la tierra del infierno.

Hoy decidí abrir el sobre que me será destinado al final del relato y antes de hacerlo quisiera dar una última vuelta por el laberinto calcando el trayecto recorrido. Adentro aguarda la misiva proveniente del Minotauro y privado de mi Ariadna que me abandonó por un actor cubano que cantaba boleros, marcharé a la revelación con el hilo trenzado de mis abuelos. Tener filiación paterna vasca y materna con abuela meiga -que evitó la hoguera viviendo en santidad de heterodoxa barrial curandera- me ayudarán a encontrar la salida. Todo comenzó cuando sentí que alguien me había robado la vida y esta sentencia digna de culebrón latino resultó la única manera de expresarlo.

El dominio del tríptico de tres lenguas atravesadas en ambos sentidos me permitía estar tranquilo por el trabajo, siguiendo permutaciones básicas tenía a disposición una autopista con seis carriles donde siempre había una salida abierta. Lo mismo nutría mis deseos reprimidos como cualquiera del oficio, proyectos quiméricos que se postergan pues ¿quién se metería a intentar eso? Las sirenas anunciadas por Circe me tentaban con “la canción de amor de J. Alfred Prufrock”, suponía que más adelante y en otra vida eso de escucharla en mi lengua materna podía justificarme cuando llegara el juicio final. Mi escondida senda era apacible, la pasaría del inglés al castellano buscando algo inalcanzable; lo digo pues, habiendo excelentes traducciones a disposición en el mercado ninguna terminaba de conformarme. Era lo rechazado obnubilando el criterio, el delirio con absenta de que en una noche futura y que me fuera destinada, orbitaba una versión castellana digna del original sin necesidad de apostillas fastidiosas. Algo del orden de la evidencia sacra, la traducción estaba motivada por fuerzas poéticas mágicas e invisibles; mi única empresa humana sería entrar en trance, purificándome para leerla y aceptando el sacrificio de poder transcribirla.

Pasaron las estaciones sin que jamás estuviera pronto, había algo de orgullo desmesurado en postergar la empresa sin considerar que alguien pudiera hacerlo; que tan inhumana parecía la tarea habiendo bastado con sacudir de mi vida la ceniza mezclada con escoria, aceptar la soledad de una ínsula retirada y el obstáculo habría sido superado. Desestimé la vida apartada, convertí en modo post moderno la noche del alma suponiendo por años que esa ambigüedad la podría negociar. Fue un error imperdonable pensar que la utilización del seudónimo es una inocente estrategia de marketing; tal vez espejaba la antigua dualidad con sus incontables declinaciones entre cuerpo y espíritu, rechazo a asumir la muerte como quiebre de nuestra contemplación de la deriva cósmica. Desde las querellas suscitadas entre la expedición de las mil ciento ochenta y seis naves a Ilión y el llanto por acariciar en Ítaca el perro del pasado, maceramos el deseo en esa encrucijada.

El pionero Ignacio García Melo firmaba algunas veces como Mariano de Anaya y los traductores tenemos nuestros santos patrones. Cuando viajamos a Roma somos errabundos humildes buscando la Iglesia de San Jerónimo y en pecado asumido, pues toda traducción hace sospechar herejía lingüística en potencia. Varias veces olvidé honrar esas tradiciones; la urgencia existencial, espacios abiertos en mi juventud a la sensualidad así como la ingenuidad de que era sencillo eso de cambiar el mundo mediante canciones prestadas, pusieron mi congoja pendiente de traductor en el ático del olvido. Repudié la capacidad de revancha que tienen las ilusiones perdidas y la fuerza de los complots resentidos: siempre pensamos ser responsables de maquinaciones mágicas o el listillo que denuncia, el radar esotérico detectando el rumor de fake news pululando nuestro campo magnético y jamás siendo la víctima.

Seguro se trataba de un puro azar digno del laberinto de Fortuna y fue ilusorio dejar de pensar que era el elegido. La noticia ardiente fueron treinta segundos, una hora intensa de búsqueda la siguiente, siete días de espera y esta secuela convaleciente en la cual todavía estoy rondando… si hasta razonaba en rumbita a lo Joaquín Sabina. Inusitado fue el diálogo en un sitio internet dedicado a las traducciones, al cual entro cada tanto por oficio, curiosidad e intención de divertirme. Ahí uno sabe del mercado actualizado, lo que saldrá en librería con varios meses de anticipación y ajustes de cuentas profesionales dignos de OK Corral en un mundo de ruda competencia entre mercenarios. Estaba atento al desarrollo de una conversación plural y anónima cuando un anónimo intrigante de ponzoña introdujo la cuestión: “¿Alguien tiene noticias de la reciente traducción de Prufrock al español?”

La luz de la luna llena entraba en mi desván y supuse que la colectividad vendría en mi ayuda. Vanas esperanzas pues nadie respondió, de cierta manera la pregunta me estaba dirigida y seguí conectado; como si de un error se hubiera tratado –nadie de la comunidad fue sensible a “ese” mensaje- esperé unos minutos, hasta que de pronto la tertulia virtual se disparó hacia otros derroteros una vez que el daño estuvo hecho. Preparé una copa y el daño estaba hecho, liquidé la correspondencia total el daño estaba hecho, me calenté un arroz chino en el micro ondas mientras abría una botella de vino blanco puesto que el daño estaba hecho. Creí que el episodio se solucionaría con un poderoso somnífero considerando que el daño estaba hecho, soñé que en un transbordador espacial de pesadilla había perdido el documento de identidad: el daño estaba hecho.

Al despertar de un curioso sueño a la mañana siguiente, estaba transfigurado en un insecto obsesivo sediento de respuestas. Como tantos de mi generación intermedia me dejé facilitar la vida laboral por la informática, quedó atrás la querella entre las armas y las letras desplazada por la parodia entre imprenta con guillotina e informática. Una Waterman 402 de colección sólo me sirve para firmar ciento treinta y tres veces ensayando la identidad evanescente y mi agenda Filofax con direcciones tiene apariencia de incunable. Cultivo la nostalgia de esperar la ronda del cartero que deja en el buzón desplegables de Leader Price, mientras todo lo paso por la dirección mail lo mismo que para trabajos contratados. Con esa confianza próxima a la salvación del milagro de quienes creen, bien de mañana me lancé a la búsqueda de información que llevaría menos tiempo que preparar un café con la Bialetti que me acompaña hace años.

Lo usual… a la primera falla uno lo reintenta alterando la estrategia de información, en la quinta frustración comienza la comezón de cuello y llegando la novena danzamos en la angustia discordante. Nueva mentalidad cibernética de la amenaza de muerte entre anonimato e ignorancia -era un desafío personal- la información sobre la traducción resultó un WarGames amenazante. Subí a una inercia que nunca logré reproducir, rosario de enlaces, encadenamientos, juegos desvíos o transferencias, olvidado del café y paso de las horas, de coordinar lo que restaba de la jornada luego de un juego de pantallas simulando: ataque furioso de hacker coreano, agonía de mi Mac emulando HAL 9000, efectos especiales dando cuenta del estar atravesando el continuum espacio temporal, lo que sería la mente disgregada a causa de una sobredosis de heroína preludiando el carromato de la muerte; algo así respondiendo casi nada a mandos manuales del ordenador.

De repente la epifanía, ahí estaba la versión poética en serie Fibonacci contando estrofas: 12 / 2 / 8 / 12 / 2 / 12 / 6 / 7 / 8 / 3 / 2 / 12 / 12 / 12 / 9 / 2 / 3 / 1 / 6… y los 133 versos en la nueva traducción de mi mayor secreto: el texto siendo más perseverante que el traductor polisémico y que lo sobrevive. A esa altura del contencioso había extraviado las nociones espacio temporales, sentía estar conectado en lo hondo del cíber espacio poético derivando hacia una situación no euclidiana. Fue viaje de preparación ante lo que avanzaba y cubriendo la pantalla estaba la nueva versión del poema que reconocí de inmediato, diferente a todas las otras que sabía de memoria siendo preámbulo a la percepción del horror. Madurez fatigada o acumulación del oficio, perdí en el camino la espontaneidad de la lectura inocente; eran dos operaciones subordinadas, junto a la recepción clásica irrumpe la crítica clonada. Cada vez menos en la vida topamos con algo que haga olvidar nuestros prejuicios, derivándonos a lo original proveniente de alguna nada previa. Comencé a leer suponiendo que era la primera vez que lo hacía y nunca había leído algo parecido, la cadencia se instaló en el primer tercio, en el segundo asomó la inquietud somatizada, llegado al final acometió el prodigio. Había alcanzado un punto deductivo que nunca ocurrió antes, era verosímil lo leído o diagnóstico de alteración del conjunto de mis facultades, quedé sin razonamiento ponderado habiendo una sola manera brutal para expresarlo: lo leído en castellano era la versión original del poema. Tal fue la sensación de cosa acabada, perfecta, inolvidable y la versión de T. S. Eliot era la traducción al inglés de una monstruosa perfección anterior.

La experiencia contrariaba la tendencia lúdica del oficio, recibí una certeza afilada que fui incorporando a otras noticias del mundo liberándome de la ignorancia, retorné al perímetro cotidiano confuso; ello ocurrió más tarde en las horas y en otro teatro. Faltaba al final del documento perturbador el nombre del traductor responsable, el tríptico TSE se transfiguró en LPD. Seguir adelante hubiera sido agotador y si tamaña tarea invertí para sacar el poema de la red turbia, conocer el nombre propio dentro las mayúsculas suponía un desafío infinito de permutaciones superior a mis capacidades. Como en el cuento tradicional de la computadora en el corazón del Tíbet tras el nombre de Dios, tarea eterna que aleja de intentar conocer el nombre de nosotros mismos y finaliza con la danza de Shiva destructor; por ello pactamos a escamotearlo e inventar un seudónimo de resurrección. ¿Era remordimiento o incentivo? ¿Algo se terminaba o el signo de la angustia era su comienzo? ¿Do I dare disturb the universe?

La voluntad era inoperante y cometí el pecado de poner la máquina en movimiento, algo que debí descartar me identificó durante mi iniciativa, demasiado lejos para volver atrás, cada gesto -siendo la existencia equilibrio dependiente- tiene consecuencias. Los poderes ocultos permitieron igual unas horas de sueño, suficientes para dudar si lo vivido en días posteriores sucedió en el mundo opaco o al interior de una pesadilla de la cual jamás despertaría. En los tiempos actuales se duplico la actividad nocturna y despertamos con dos interrogantes: ¿qué habré soñado y olvidé? Durante siglos ello estaba integrado con profecías de advertencia, desde 1900 nos interpela sobre nuestros abismos infantiles, las criaturas reprimidas que los habitan. ¿Qué nos enviaron como mail arcaico durante la noche? Perplejidad reciclada en 1971, cuando el ingeniero Ray Tomlinson envió el primer correo electrónico de la historia. Entre el tiempo de lectura y las siete de sueño mí noche dura ocho horas; la noche fuera de nosotros puede ser infinita cargada de millones de conexiones aéreas, el movimiento de las esferas celestes y el avispero infinito de comunicaciones.

Tengo la programación pronta para el tríptico información, trabajo y afectos; en afectos estoy pasando por el desierto de An-Nafud, cuestión trabajo venía en fase de rechazo al estar sobrecargado de traducciones y en cuanto a información consecutiva, recelo sobre qué suceso en el circo mundializado podría interesarme. Despertar sin sorpresa ni estar preparado a la irrupción en el estanque del cisne negro: el motivo decía MERA CURIOSIDAD. Podría ser un colega en apuros de regionalismos colombianos, invitación de un sito pornográfico con auténticas bellas dormidas japonesas o la promoción de los casinos de Malta a apostar en línea, la isla refugio de los primeros Templarios. “Estimado colega, logró emocionarme su afán por tratar de localizarme y quizá lo mejor sea que podamos conversar frente a frente. Suelo frecuentar el Ateneo de Madrid, usted decide día y hora y estaré allí esperándolo. Cordialmente, L. P. D.”

Dediqué un día a pensar la situación, intentar un intercambio precipitado de mensajes distantes hubiera sido humillante; estaba conminado a dar una respuesta en una sola línea dando por descontado que el remitente conocía detalles de mi vida. Mediante algunos editores lenguaraces o yo mismo -habiendo cedido al halago del periodismo adelanté demasiado de mí- como tantos fui deslizando con gusto mi estrategia del trabajo, la marca del reloj, restaurantes preferidos cuando viajo a París y la tienda de calcetines donde compro los de la casa romana Gammarelli; es posible que el signo zodiacal incluyendo el tercer decanato y por supuesto mi domicilio. Las redes sociales son nuestro confesionario semiótico irredento, avispero de soplones para los servicios mientras asistimos a una tendencia planetaria consistente en sonreír al mundo con una copa en la mano. El otro sabía pues que debería viajar, reservar un hotel y tampoco le importó; sabía o adivinó que en mis idas a Madrid marchaba al barrio de Cortes, que conocía la calle del Prado -donde se retiró el narrador de la novela “El malogrado” luego de abandonar el piano- buscaba la promoción estival del hotel Villa Real o una pensión limpia en la calle Ventura de la Vega. La ficha copiada de Don Marcelino Menéndez y Pelayo de los Heterodoxos venia al pelo: “En una reciente memoria sobre la poesía religiosa, leída en el Ateneo de Madrid donde tantos buenos ingenios naufragan y se pierden, he visto que se censura a la iglesia por haber acabado con los himnos de nuestros heterodoxos, y especialmente con los de los gnósticos, en sus ramas montanista, maniquea y priscilianista.” …  “Muchas veces he dicho, hoy lo repito, que el Ateneo es la mayor rémora para nuestra cultura, por lo que distrae los ánimos de nuestra juventud, habituándola a hablar y discurrir de todo sin preparación suficiente y con lugares comunes.”

Decir Madrid sería viajar en el Tiempo y esa zona cerca del Retiro estaba asociado a recuerdos imborrables de noches de verano en la Villa insomne hasta el amanecer. Sentado ante el ordenador tentaba una conveniente alineación de los astros desde el sitio travelling de El Corte Inglés, miré la lista del mercado sin prisa jugando con el ratón, confronté hasta elegir ponderando la resultante e ingresé el número de la Visa. Cuando ellos enviaron el mail de confirmaciones horarias y reservas organicé la estrategia de respuesta, el encuentro sería dentro de seis días y respondí: jueves próximo a las 18 horas, cordialmente y agregando mis cuatro letras JCMV del cartollino. Resumir lo vivido durante esos días de espera sería sembrar en tierra yerma o escribir una novela de sesenta minutos sobre las horas muertas. En cuanto a lo ocurrido luego de la entrevista, lo sitúo en el domino vidrioso de la pura especulación, siendo el tercer personaje de la paradoja de la tortuga fondista y Aquiles holgazán, un alma enajenada mientras comprende que los teólogos escatológicos estaban en lo cierto.

Durante la entrevista que para un viajero venido del espacio intergaláctico y el camarero de la cafetería del Ateneo duró algo más de una hora, fue para mí la más intensa experiencia del segmento presente; el presente es sentir en carne propia que todos los tiempos -pasado y futuro- convergen aquí ahora en tanto la comprensión de mi vida, del Cosmos y la Historia trágica se justifican para esta experiencia irrepetible: lo que ocurre será irrepetible y nadie nunca leerá dos veces una misma oración.

-Lo hacía menos joven, recuerdo que dije.

– J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans, respondió; era un hombre seductor, atildado y cultivando la discreción de los herméticos.

-Ahora dirá que viene trabajando hace años en la Biblioteca del Ateneo.

-Desde hace dos siglos para ser exactos, cuando se abrió la institución, dijo. Pero usted está aquí por otros intereses.

Estaba en lo cierto, quería conocer el enemigo, la persona física que robó el alma de mis ilusiones con un movimiento de mosqueta con tres naipes marcados sobre el tapete verde.

-Quedé sin palabras con su traducción de la canción de amor, es algo que nunca pensé que podría lograrse.

-Debemos estar prontos para la maravilla, cuando lo cité estaba seguro de que vendría una mujer elegante y ya ve…

-Seguro que estaba al tanto del truco del seudónimo, pero eso es circunstancial.

Luego continuamos hablando con la pasmosa tranquilidad de pasajeros vintage en un crucero por el Nilo; estaría dispuesto incluso a asegurar que era condiscípulo de mi juventud, exilado en Montevideo para descifrar el misterio poético LSD: Laforgue, Supervielle, Ducasse y regresaba del virreinato del Río de la Plata con la pieza clave develando el secreto de la poesía contemporánea: silencio, exilio y astucia. Me tranquilizó al verlo beber su zumo de melocotón pensar que era un enviado agente doble y acaso impostor, brulote polizonte del verdadero traductor que sería una suerte de ermitaño ciego, utilizando discípulos fieles a manera de avatares para sobrevivir en un siglo de mentira y estulticia. Había casi el imperativo de inventar estrategias de iluminista para sortear la tontería imperante; haber elegido el Ateneo para la entrevista lo hacía cómplice de luces eléctricas contra tinieblas de las cúpulas y centinela de la tradición letrada ante pajarillos azules de Twitter, con abundante tributo de los cuervos de Alfred J. Hitchcock. Yo estaba ahí sentado para hablar de otro Alfred J. o tal vez de Miguel Ángel sin saber articular la conversación, y en el instante mientras comenzaba a dudar si valió la pena atravesar el cielo amarillo para venir hasta Madrid dio inicio el final.

-Hora de irnos tú y yo, dijo, En tanto la tarde se tiende contra el cielo como el anestesiado en su camilla.

– La hora ya es venida.

-Tenemos siete minutos.

Había pasado una semana pensado decenas de preguntas que formularía llegada la oportunidad y naufragaba en la oportunidad desaprovechada. Consideré asuntos técnicos de la traductología y todo epilogaba en un truco de sortilegio resumido a una fórmula que usurparían los teólogos, si por milagro invertido tuvieran la ocasión de hallarse ante sus dioses con derecho a esa única pregunta.

– ¿Cómo lo hizo?

Me miró sorprendido, quizá no esperaba eso sino la letanía de campos lexicales, polisemia y musicalidad respetada en los traslados, problemática de nombres propios, referencia al Infierno XXVII, incestos entre memoria y deseo, si ese octubre del poema y nuestro encuentro era de crueldad semejante al mes de abril.

-En la traducción operan idénticos mecanismos que en el número encantado del hombre trasladado, primero creer que la magia existe y luego que hay dos cuerpos que pueden renacer o desdoblarse. Para entender de qué se trataba el poema, antes debí estar en Wimbledon cuando Spenser Gore venció a William Marshall: toda empresa necesita dos cuerpo para alcanzar la inmortalidad, en ello incluyo la realeza, la traducción y el tenis.

-Usted reivindica demasiada Fe en un mundo infectado de apostasía.

-Lo sé… y lo que usted busca es la verdad improbable. Mañana seguirá su vida y nunca volveremos a encontrarnos.

-Me quedaré sin conocer el truco.

-Mi querido amigo, nunca hubo truco ficticio con tramoya sino transubstanciación hasta ser poesía, que es lo único que permanece cuando el resto se olvida… todo podemos tirarlo por la borda del Argo exceptuando el misterio.

Sonreí aceptado el juego, hasta ahí llegaría y confirmé mi sospecha de ser el objeto de una farsa inteligente. Mañana daría una vuelta por el Museo del Prado intentando hallarle aspectos positivos a la escapada madrileña y contemplar de cerca los misterios pendientes. El tiempo fugaba, tampoco deseaba proseguir en un dialogo destinado a sacar conejos de la galera y menos insistir ante las puertas entreabiertas del secreto. Algo venido desde lejos debería dar por terminada la entrevista; estaba torpe para los buenos modales y LPD – ¿habría una tarjeta para conocer su nombre completo? ¿se atrevería a decir quién era o estaba fingiendo? – dio vuelta el reloj de arena.

Ni siquiera conté con que él había tramado otra vuelta de tuerca, haciendo que el capítulo Ateneo madrileño pasara de ser algo simple confundido en la calle del Prado a los sucesos que acaecen por detrás del espejo: la voz esa entrometida me recordó la del recluta cantando el pasodoble “Suspiros de España” en la película “Soldados de Salamina”. El chico vino hasta la atención distraída de los parroquianos lectores de la prensa, anunciando que había en la barra llamada telefónica para un tal míster priscof o algo así. Entendí la coincidencia con toda la pasión de la incredulidad, para LPD fue grado cero de otra escena inminente que me estaba prohibido presenciar.

-Ha sido un placer, buen regreso a Perpiñán. ¿Sigue siendo el Centro del Cosmos?

-Hay mucha competencia en el presente.

El elegido del misterio sonrió y se dio media vuelta, entonces vi que había dejado un sobre color celeste sobre la mesa ratona donde estaba escrito mi nombre con todas las letras.