Minotauromaquia al claro de luna

Que hay en aquellas dehesas
un toro… Más luego vuelvo,
y quédese mi palabra
empeñada en el silencio.

Góngora

-Ringo, se llamaba Oscar Bonavena y le decían Ringo, tiene que acordarse… seguro que en cualquier momento de la conversación le viene a la memoria. La evocación es apenas el principio buscando la salida cuando uno anda perdido entre whisky y palabras, confundido por recuerdos que el tiempo sigue sin explicar. Una historia siempre viene detrás de otra, la de Ringo es la punta de la madeja que conozco mejor. Si es verdad que el laberinto encuentra su sentido después de muerto el Minotauro, lo intrincado es salir con vida de los cuentos, quiero creer que estamos en buen camino… sucedió hace pocos años y sin embargo sigo dudando si alguna vez ocurrió. 

“Ringo era un boxeador argentino como Luis Firpo, el ángel toro de las pampas que mandó a Jack Dempsey al ring side en el primer round, allá por los años veinte; igual al final le robaron el campeonato a Firpo. Ringo también llegó a pelear por el cinturón mundial de los pesos pesado ¡nada menos que con el negro Clay! Lo que Ringo guapeó aquella noche no está escrito, promediando la pelea lo tuvo a mal traer al moreno que agarraba recostándose contra las cuerdas para ganar tiempo. Después lo noqueó a Bonavena en el último round, hay que embromarse… justo en el último round… la jodida vida le robó por unos miserables segundos la leyenda consuelo de haber aguantado a pie firme hasta que sonara la campana. A los seis años de aquella noche torcida lo mataron como a un animal de un tiro de fusil en un rancho prostíbulo cerca de Reno, creo que era el Mustang Ranch. Por esos tiempos yo trabajaba en nuestra embajada de ciudad México y fui el encargado de los trámites relacionados al cuerpo de Ringo, la muerte y la lástima pesaban más de cien kilos, nada quedaba del grandote pintoresco que terminó fusilado por un lío de putas en el oeste. El amañado informe policial decía que se puso cargoso delante de una alambrada porque le prohibían entrar a llevarse una hembrita conocida, habrá gritado con su voz inconfundible abran hijos de puta, no saben con quien se meten que les rompo la jeta con una mano atada, cosas por el estilo. Del otro lado del alambre y los candados alguno fumando y sin prisa lo dejó hacer un buen rato, con pericia de veterano de la guerra de Corea levantó el fusil desoyendo los piropos de Ringo hasta crucificarlo en la mira telescópica, como se hace con los pumas rabiosos y luego apretó con desprecio el gatillo. La única bala le partió el pecho sudado de bourbon ablandado por los kilos de más, desmemoriado del corazón por tantos golpes en la cabeza. Seguro que cayó desparramado queriéndose sacudir la muerte llegando tan rápida, revolcándose como toro estaqueado en la sombra del burladero.

“Fue al ir a buscarlo a través de la maraña de carreteras del norte cruzando los desiertos cuando reapareció la otra historia, el segundo pasadizo a la salida, lo sucedido con el flaco Armando Cristiani. De ese seguro no tiene idea y sin embargo es todo un personaje, mi padre me contó la espuma del cuento de Armando, que integra la tradición oral de los funcionarios diplomáticos destinados a México… mejor dicho integraba porque exceptuándome ya nadie la recuerda. Será porque sucedió por la misma época en que se empezó a conocer el escándalo del cónsul Firmin, antiguo asunto que siguió acaparando las habladurías durante años. Cristiani era o es envejeciendo vaya uno a saber dónde, un uruguayo adjunto al consulado de su país, que luego de otro asunto de cuerpos repatriados largó todo y se perdió en el norte. Nunca más se supo nada de su vida, a mi padre aquello lo afectó muchísimo, tenía por Cristiani la estima explicable por algún secreto compartido y cuando tomaba unos tragos de más repetía: “Armando, querido amigo, brindo por vos, para que algún día puedas olvidar, por tu suerte donde estés y que Dios te bendiga.”

“Quién lo diría… en el largo y enredado trayecto de salida necesito contarle a usted relaciones entrecortadas para matar el tiempo, con la ilusión vana de que pueda ayudarme a ver claro, como si hubiera de verdad en esto un capitulado de desierto, polvareda, alcohol y soledad con muertos fronterizos llegando puntuales cuando el sol se amontona. Donde están escritas instrucciones capaces de permitirme -a mí- escapar de una vez por todas de la confusión que reaparece siempre, siempre… Después de lo de Ringo tengo miedo insistente a manejar en el desierto, perderme en parajes irreales donde pueden encontrarse las pesadillas olvidadas, allá sobra espacio para que salgan de la cabeza a jugar ante nuestra mirada incrédula. Es por aquella mañana… manejaba como un loco a más de ciento ochenta para llegar al destino que temía engañoso y donde aguardaba el cuerpo aporreado del púgil compatriota. La radio dentro del auto era insoportable, tenía las ventanillas cerradas por el calor, apretaba el pie contra el acelerador, empujaba con los brazos el volante nacarado. En esa situación sólo venía a la cabeza la historia del flaco Armando, que debiendo de ser ajena a mi memoria aparecía con familiaridad de recuerdo de mi propia infancia o visión premonitoria del futuro. Temía encontrar el fantasma de graves gemidos del montevideano haciendo autoestop en la carretera, porque le asignaron la misión de acompañar a quienes vamos a buscar muertos a la frontera. Desde entonces aprendí a querer esta ciudad de los temblores, jamás salgo de ella y suscribo su crecimiento desmesurado alejándome del desierto, necesito el smog irrespirable para que impida al sol golpear impunemente piedras sagradas y sacrifique el juicio de todo calendario con serpientes. Después de ir a buscar el primer muerto a la frontera desaparece la certeza de saberse en el lado correcto, como en medio de una borrachera o un relato con corredores, setos, escaleras y paredes falsas. Un purgatorio sin salida.

*

La llamada vino directo desde Moctezuma en pleno carnaval, el consulado estaba vacío, había pasado cinco minutos a buscar un par de botellas cuando sonó el teléfono. Al principio quise desentendí del asunto pero en la oficina sin personal el sonido ocupaba una a una las habitaciones, era molesta la insistencia, la idea de que alguien del otro lado de la línea luego de veinte señales ininterrumpidas, fuera incapaz de entender la ausencia de funcionarios o pudiera desconfiar mi presencia. Exasperado, rumiando una respuesta indignada tuve la desafortunada idea de contestar.

Sin darme tiempo a la ironía la voz de alguien irascible comenzó pidiendo perdón por la molestia; allí mismo de donde comunicaba, a un par de metros, tenían un muerto indocumentado con mapas y banderines de Uruguay. En un tono de voz convincente argumenté sobre horarios, días de festejo, momentos inadecuados, competencias establecidas por el escalafón, expliqué más de una vez que el cónsul general estaba de viaje hasta la próxima semana, insinué una posible confusión de enseñas patrias y nacionalidades. Del otro lado se los oía fastidiados, fregados por la situación, negándose a entrar en razones sobre impedimentos prácticos para seguir en línea que yo les daba. La conversación derivó a cuestiones de Estado, imposibilidad de postergaciones, urgencias diplomáticas y se tranquilizaron recién (por el teléfono se adivinaba la confusión de otras opiniones superponiéndose) cuando -a regañadientes- les aseguré que mañana alguien se presentaría allí en misión oficial. Colgué el tubo con rabia, miré para todos lados y como la oficina seguía tan desierta como antes me insulté a mí mismo por ser tan imbécil. Le dejé unas líneas al cónsul resumiendo la situación, hice un par de llamadas presentando excusas por mi ausencia que no fueron creídas, saqué unos pesos de la caja pues andaba sin efectivo, tomé las llaves de la Chevrolet grande y salí disparado, renegando del festejo arruinado por un asunto que ni condescendieron a detallarme por larga distancia. La tonta conciencia del trabajo me acorraló, una súbita tristeza por un desconocido muerto haciéndome entender que sólo podía seguir hacia adelante.

Exceptuando tres horas de pesadillas en un motel de la ruta, el resto del trayecto manejé desesperado convencido de poder adelantar el tiempo achicando distancias, deseando que todo terminara pronto, presintiendo al final del camino una situación extravagante. Preguntando en Moctezuma aquí y allá, a máscaras sueltas que encontré en la calle, borrachos rezagados invitando a festejar, bien entrada la mañana llegué a la dirección convenida. Las señas respondían a la dependencia local del poder judicial, desde afuera tenía tufillo de clandestinidad intuida el día anterior; los tipos esperaban impacientes, curiosos, cabreados y por alguna razón estaban necesitando a alguien como yo. Supe que tampoco estaban dispuestos a evitarme la experiencia de sentirme un intruso detestable, uno de ellos movió la cabeza reconociendo mi presencia, anunciándole al resto la llegada -por fin- del mequetrefe que esperaban. El mismo hombre se acercó hasta donde yo estaba, tendiéndome por pura formalidad una mano huesuda y comenzó la conversación deseando que nada de aquello que debíamos hacer juntos pudiera complicarse.

-Asunto escabroso, dijo señalando con la mirada hacia un rincón donde, tapados a medias con mantas viejas descoloridas y cortas había dos cadáveres esperando algo en lo que debía intervenir. Los encontraron en las afueras cerca de unos depósitos abandonados, siguió como rememorando un cuento sabido sin sorpresa final. Estaban desnudos tirados al costado de un alambrado, se ensañaron, ahora están lavados y la primera visión fue desagradable. Uno de los cuerpos está identificado, lo reconoció aquí el amigo, y señaló al gordo de lentes negros espejados jugando con un mondadientes entre los labios. El muerto salió en la prensa con foto, es muy popular entre los aficionados al deporte, el otro estaba de ojitos abiertos descreyendo la realidad de lo último que miró en vida. Nos permitimos revisar los bolsos y aparecieron papeles de su patria, por eso llamamos… perdone las molestias causadas, la urgencia es comprensible… quizá ustedes saben algo y ayudan a zanjar rápido un asunto que se presenta feo. Deben hacerse cargo del occiso, avisar a la familia, etcétera, etcétera… dijo.

Avancé hasta las medias piernas sobresalientes de festones deshilachados, el gordo del escarbadientes acompasó la marcha con la esperanza de que la escena me hiciera vomitar. Cuando levanté las cobijas casi le doy esa satisfacción, detrás del olor dulzón subiendo prepotente y el asco con pátina de muerte instalada, era posible imaginar dos estatuas cretenses de bronce carcomido por siglos de sepultura, reventadas a martillazos de serafines posesos.

-En el carro había botellas para embriagar un regimiento y porquerías de carnaval, escuché.

Le pedí que mostrara las pertenencias del desconocido y sin esperar autorización revolví entre lo que quedaba, lo poco despreciado por quienes se llevaron el resto. Había un mapa del país, insignias de las que se colocan en las solapas y banderines de tela enrollados, busqué en los meandros de la mochila. Si el muerto era en verdad un compatriota por allí aparecería alguna cosa, en efecto, dentro de un falso bolsillo había algo cosido. Enganché con los dedos hasta arrancar lo que resultó ser un carné pequeño, lo abrí y desdoblé la hoja, vi la cara seria de un hombre joven como el muerto, debajo de la foto leí Domingo Gonçalvez y Oriental, veintitrés años, deportista de alta competición. En acto reflejo me volví a contemplar el cuerpo destrozado, digiriendo la sorpresa de que ese esperpento tirado por el suelo, pudriéndose desde hace una punta de horas era Míster Uruguay cuarteado a machetazos, como novillos vaciados en mataderos del frigorífico Swift detrás del Cerro montevideano. La musculatura estaba abierta en canal, su carne tumefacta y machucada se pudría sobre las losas frías y cuadradas de una dependencia judicial de quinta categoría. Necesité sentarme en un rincón sin que nadie importunara tratando de hacerme la composición de lugar, era urgente entender y aclarar una situación semejante a un mal sueño más que a la realidad cercándome. Creí escuchar que el grupo murmuraba, podía ser que amplificaba en el vacío del cerebro el zumbido goloso de moscas danzando, sobrevolando impacientes los bordes de heridas apetecibles donde los cortes profundos llegaban al blanco lunar de la osamenta.

Si hubiera dejado de ser carnaval por un par de minutos pude haber aceptado la irrealidad de la situación, estaba sudado del viaje por tierra, sucio, hastiado del calor y la garganta reseca, el cadáver de nuestro mejor ejemplar varonil cerca de la frontera al otro lado del desierto. Sin saber cómo proceder en tal situación, imprevista hasta por un alucinado redactor de manuales para funcionarios de Relaciones Exteriores; miré a los hombres que estaban impacientes por mi silencio, entendí que por propia iniciativa ninguno daría información útil ni aunque la tuviera, conformándose con que firmara cuanto antes un papel con aspecto de documento oficial, cargara al ciudadano metido en una bolsa plástica, dejara dinero para solventar molestias de los últimos días y baldeara -acaso- el patio hasta disolver la mancha colorada que seguía estancada en algún rincón del infeliz. Sabiendo que las instancias lógicas de negociación estaban clausuradas, quedaba el atrevimiento, mi impostada altanería de señorito fastidiado por lo sucedido.

-En buena están carajo, comencé a hablar dirigiéndome a cada uno, a nadie en particular. Por lo menos lío diplomático… mi gobierno exige un informe detallado, nadie piense que levanto ese muerto sin escuchar antes una explicación satisfactoria.

Ya de pie acomodé con displicencia el saco azul cruzado y me pasé la mano por el pelo lleno de tierra. Después de tan largo viaje mi aspecto era calamitoso, le imprimí algún detalle a esos gestos bordeando el desdén que pudo intrigarlos y supuse un sentimiento de indignación cuando se miraron entre ellos. Fue el gordo de lentes espejados quien se acercó hasta que nuestras caras estuvieran a pocos centímetros, desde donde puede reconocerse el espesor de los alientos.

-Y usted quién mierda se cree, dijo masticando las palabras.

-Me creo el embajador del país de ese ciudadano carneado en esta mierda región.

Al no recibir de inmediato un puñetazo en el estómago supe que la mentira había pasado, siendo necesario esperar unos segundos como con el efecto de anestesias locales; hasta que otro de los hombres que había permanecido en un segundo plano, introdujo las oportunas palabras de conciliación.

-Señores, cinco minutos para tomar aire. Luego nos reunimos y aclaramos malentendidos… calma caballeros, se los pido encarecidamente, estamos fatigados e irascibles… tengamos un poco de respeto por los muertos aquí presentes.

El que habló era un hombre joven y delgado, vestía como alguien con veinte años más habituándose temprano a su atuendo de funcionario en condición de juez de instrucción principiante, autoridad suficiente para los primeros trámites relacionados al muerto conocido. Habló con calma de licenciado nostálgico de oratorias periclitadas, articuló la intensidad de las frases mediante dicción parsimoniosa al límite del engolamiento e inclusive logró darle al lugar común del final una solemnidad de jaculatoria definitiva. Se acercó con otra noción de las distancias que tenía el gordo, movimientos y ritmos adecuados a la escena que estábamos viviendo. Con naturalidad de viejos conocidos apretó mi codo hasta la intensidad del duelo creíble, como si en silencio respetuoso viniera a darme el sentido pésame por la desgraciada pérdida de un ser querido.

-Si le sirve de algo, también los sucesos fastidiaron mis escasos días de reposo al año, dijo y apagó un tanto el tono de voz. Despreocúpese señor embajador, cuando los hechos tiene apariencia complicada terminan por aclararse de manera sencilla.

-Alguien debe saber algo de lo sucedido con esos pobres hombres, le dije en voz baja aceptando los términos propuestos para la plática.

– ¿Vio los cuerpos? preguntó consolidando la complicidad asimilada de buen grado. Una verdadera carnicería… le juro que jamás vi nada igual. Donde los encontraron, más durante los días de fiesta nunca faltan cuchillos y balazos; por tales incidentes nadie se molesta, esto es diferente… dijo siendo sincera su preocupación. Liquidar con esa saña a dos forzudos que no le hacían mal a nadie… mis hombres están cansados, le aseguro que trabajaron a conciencia yendo más allá de los límites aconsejables. Tampoco los juzgue mal señor embajador, los conozco y son buena gente, algo rudos pero conocen el oficio, tarde o temprano hallarán una pista. Tiene mi palabra, cuando surja la menor información ustedes en el consulado serán los primeros en enterarse… tanto cuerpo pobres muchachos y terminar despanzurrados como marranos.

Lo miré a los ojos unos momentos siendo imposible deducir si podía creerle por lo menos el trato cordial; él logró el objetivo de comprometerme en la situación y oía el susurro compasivo de traspasarme buena parte del problema. Era un hombre sin escapatoria y ambos lo sabíamos, miré hacia todos los lados y en cada rincón, objeto o rostro estaba la presencia de los muertos que permanecieron destapados. En vida tuvieron un color moreno de piel similar, su pigmento estaba teñido ahora del tono de la cera pasada por la llama que cuelga desbordando candelabros litúrgicos. Estaban depilados en todo el cuerpo excepto un triángulo pequeño, casi una motita, de los pendejos; por efecto de luz transversal filtrada por cortinas sucias de tramado abierto, parecían mover los músculos superiores, que desde dentro insistiera un corazón de toro bombeando sangre fresca para llevar a término un ejercicio de pectorales.

Tranquilo y resignado, viéndome ingresar en otra sucesión de hechos impredecibles acepté la versión del juez envejecido joven como la única a la que podía aspirar por el momento. Firmé sin leer el papeleo que fueron presentándome, quedaba por delante mucho carnaval y conocer el secreto de cómo a esos los disfrazaron de muertos de verdad. Una corazonada murmuró al oído que estaba comprometido en la historia más de lo prudente y llegaría a saberlo todo de ese muchacho Domingo, a rearmar las últimas horas de vida aunque fuera sólo en mi imaginación delirante.

Entre tres individuos sacaron el cuerpo de Domingo al sol de la vereda, con un envión de reses llegando al abasto lo metieron en la camioneta. Un funcionario trajo granos de café y los esparció en el interior de la bolsa de polietileno.

-Así hiede menos, doctor.

Les ofrecí las botellas de coñac que fui a buscar a la oficina en un pasado remotísimo y ellos aceptaron, anoté de apuro datos elementales asegurándome para el resto de mi vida los términos de la verdad vivida y evitar confundirlos con una pesadilla de mezcal. Saludé uno por uno al personal que estaba en el local menos al gordo de las gafas espejadas que se quedó adentro, aparentábamos ser un grupo de amigos despidiéndose al inicio de las vacaciones. El de manos huesudas sonreía, el licenciado hacía adiós apurándome para que me marchara, acomodé los espejos retrovisores siendo un gesto innecesario al conocer de antemano el cortejo que por años me seguiría de cerca sin decidirse a pasarme.

Puse primera, salí despacio buscando caminos de regreso, quería desandar senderos de fuga sorprendido por descubrir que en la patria teníamos un Míster, masa de músculos descalabrados metidos en una bolsa de basura con granos de café. Cuerpo quietito hinchándose, parecido a vacas ahogadas patas arriba que traen a la deriva correntadas de ríos crecidos en mis pagos de origen. Desde ahí, yo que manejaba tan bien, descifraba mapas y señales indicadoras, me extravié en un bordado de caminos vecinales. Atravesé en ambos sentidos caseríos de una sola calle, entré mal en autopistas, tomé carriles equivocados optando por atajos desconocidos, di rodeos extensos restituyéndome a los mismos cruces; y estuve tres días extraviado entre pasajes y galerías al aire libre, fumando, bebiendo café mientras el hedor a muerte contaminaba asientos, el tablero y cristales de la camioneta. Cargaba gasolina cuando llegaba a la reserva, sin preguntar a los despachantes por orientación alguna seguía adelante olvidado del tiempo transcurrido, de si llegaría a encontrar la salida. Estaba descubriendo mi recorrido futuro, forma imperfecta del escondite y revelación de conocimiento.

Entregaría el cuerpo de Domingo y volvería al norte lo más pronto posible a reconstruir el trayecto entre carreteras lindando las fronteras, llevando más lejos de donde anuncian los carteles. Ahora dudo si sabré volver a Moctezuma, si esa ciudad existe realmente sobre la tierra y te lo cuento a vos porque sé que esta historia morirá contigo.

*

-Así que usted es el charrúa.

Allá de donde había salido le pagaron un billete de avión en clase económica, el gerente de la Pan American local aficionado al deporte de competición, contribuyó con un descuento generoso. Llegó temeroso sin inconvenientes hasta la capital azteca, desde ahí a El Paso -le dijeron- era un par de horas en autobús. Domingo les creyó hasta que preguntó en el aeropuerto y entendió que por error sin mala fe de los dirigentes del comité olímpico, estaba perdido a cientos de quilómetros de El Paso, donde en una semana sería la apertura del Panamericano de fisicoculturismo 1958 donde que participaba por primera vez un uruguayo.

Domingo era medio brasileño y oriental nacido sobre la línea imaginaria que cruza la ciudad de Rivera al norte del país. En los ambientes deportivos se corrió la bola de los logros prodigiosos del musculoso fronterizo, a uno de los ingeniosos que nunca faltan se le ocurrió la idea de mandarlo a competir al exterior. Una embajada de dirigentes fue a entrevistarlo a la tierra de nadie dibujada por una sinuosa frontera hecha de arroyos, mojones y cuchillas enanas, de nombres que los escolares aprenden de memoria como ejercicios jesuitas. Una comarca donde quedan residuos de la antigua provincia cisplatina que fuimos y se oye en almacenes de ramos generales un portuñol atravesado, sobre la franja donde gaucho pasa a ser gaúcho, los acordeones riograndenses subliman la independencia del poder central y orientales centenarios recuerdan expediciones hasta un verde norteño tropical, cuando algún paisano corajudo a pura chuza, fusil de pedernal y caballo orejano llegó a las puertas de San Pablo.

-Domingo Gonçalvez para servirle, dijo el uruguayo con acento brasileño.

Cuando tomó distancia tangible con El Paso mesurando la imposibilidad de estar allí antes de varios días, buscó en los bolsillos del pantalón las pocas referencias que le dieron por si acaso y decidió ir hasta un gimnasio que podía ser terreno conocido. Salió del aeropuerto sudado y hambriento, caminaba aferrado a la valijita chiquita con relación al cuerpo trabajado, como lo era el saco azul que le dieron para los actos oficiales. Consiguió ignorar el tamaño inconcebible de la ciudad y olvidar el correr de las horas, remontó el desaliento cuando le indicaban trayectos interminables y pudo dar con la dirección. Llegó por fin a lo que podía parecer su destino, abrió las puertas del gimnasio y se paró delante del conserje.

-Buenos días. Busco a Policarpo Rojas, dijo.

Sin más información apelaba a la aristocracia de números clausus, cultores de divinidades con fibras musculares exigidas al máximo, identificándose con una clase anatómica de autoconciencia forjada delante de espejos, en lidia contra hierros pesados a la conquista del reinado de la deformación. El portero evaluó la medida de la caja torácica expandida del desconocido, miró botones tensados de la camisa, las orejitas pegadas al pelo por la presión ascendente de músculos del cuello y le dijo que esperara.

A los pocos minutos llegó un hombre enfundado en chándal con capucha y bombachos amplísimos.

-Mande, dijo.

-Vengo de Montevideo, voy a El Paso, usted sabe, el Panamericano. Nadie dijo que era tan lejos, tenía señas del gimnasio y su nombre. Vine caminando desde el aeropuerto, ando corto de plata sin idea de dónde hacer noche.

Domingo lo dijo de corrido sin pestañear ni un tantito de vergüenza, tampoco pedía ni buscaba avivar lástima, estaba ahí como albañil sin trabajo, peón rural en el atardecer. El otro lo miró pensando en una broma de algún chistoso para molestarlo, estaba entrenando fuerte con todas las comodidades y tampoco entendía los términos del credo de desamparo que venía de escuchar. Extraña situación y si aquello no era una guasa, delante suyo tenía a un competidor que en pocos días subido a la tarima de exhibiciones haría lo imposible por ganarle.

-Así que usted es el charrúa, dijo Policarpo Rojas.

-Domingo Gonçalvez para servirle.

-Algo se hará, respondió el mexicano. Estamos en medio del entrenamiento. ¿Gusta?

Domingo estaba agotado por el viaje interminable en el que aún seguía, acepto igual el tibio desafío del otro que pretendía conocer hasta dónde estaba dispuesto a pagar el charrúa. Después de las horas pasadas caminando la ciudad la sola idea de un afuera lo atemorizaba, las voces del gimnasio por el contrario, mezcladas con sonido de discos de metal entrechocándose, el aroma a eucaliptos del vapor de duchas calientes y toallas lavadas con poderosos detergentes, le llegaban en oleada parecida al amparo de una cocina amiga; el refugio providencial cuando comienza la furia de la tempestad.

-Hoy hago dorsales, dijo Domingo.

-A mí me toca piernas.

Policarpo acompañó a Domingo hasta los corredores del vestuario, lo dejó solo para que se cambiara y descubriera la salida hacia la sala de aparatos. Fue sencillo para Domingo seguir el rastro llevando al área de entrenamiento, apenas ingresó al lugar quedó maravillado, el único recuerdo parecido debió buscarlo en la infancia cuando visitó por primera vez la sección juguetes de la tienda London-París en la avenida 18 de Julio de Montevideo. Era la más linda y completa sala de aparatos de todas donde había entrenado, aceros cromados sin que la película metálica haya saltado en ningún punto, números arábigos recién pintados indicando el peso de los hierros redondos. Adosadas a los muros había bellas estructuras complejas de las que Domingo ignoraba las funciones específicas; recordó sus primeros pasos con fierros robados de ferrocarriles abandonados, soldados a soplete en el taller del tío, recordó el sótano del club L’ Avenir donde le permitieron entrenarse las últimas semanas antes de partir al Panamericano. Allí todo era más bonito, tenía la lindura de lo recién descubierto.

Una vez pasada la primera impresión con mirada de infancia, Domingo comenzó el calentamiento olvidado del hambre y la falta de azúcar en el cuerpo. Daba gusto templar la maquinaria con aparatos aceitados, sin chirridos constantes de fierro contra fierro ni desequilibrios en los extremos de las barras. Domingo sabía que Policarpo estaba concentrado trabajando muslos y pantorrillas, un olfato de animal de gimnasio le dijo que un número grande de ojos entrecerrados por el esfuerzo lo vigilaba. Como un toro, Domingo bajó la cabeza y arremetió sin tregua por espacio de cuarenta minutos de trabajo intensísimo, clavó su piel en la banqueta de cuero vacuno, organizó las cervicales de tal forma que quedaron firmes como cariátide para iniciar un juego despacioso y tenso del envión vertical. La seguridad del hierro entre las manos le hacía olvidar lo padecido hasta el presente, con cada diez series de diez Domingo aumentaba dos kilos de peso en los costados. Llegado el límite asignado para ejercicios de mantenimiento, en las dos últimas series sobrecargó de manera ostensible el kilaje al punto de concitar el silencio de otros por ahí mirando, que destacaba sonidos roncos de su respiración y quejas secas de asmático en crisis ayudándose en pesados empujes de la barra hacia el techo. En cada envión mantenía el peso a la máxima altura de los brazos extendidos y luego de contar hasta la eternidad de cinco, flexionaba los brazos despacio bajando centímetro a centímetro, dominando el descenso hasta la punzada aguda en los omóplatos, sentir en las pestañas la molestia de gotones nublando la visión, forzando a completar el ejercicio de ojos cerrados, guiándose por el ruido de los kilos golpeando el tope indicando el final.

Domingo salió bufando del sector dorsales, caminó hasta quedar delante del espejo grande, se descalzó y arremangó el pantaloncillo dejándolo de tamaño taparrabos. Con la camiseta recién sacada se enjugó el sudor de la cara, pecho y axilas, luego tiró a un rincón el trapo que cayó junto al cajón de talco para las manos. Enfrentado a la luna se aplicó al juego de respiraciones relajantes encontrando en su interior el soplo del descanso, el cuerpo de Domingo se infló esculpiéndose al saberse cotejado a la provocación de imagen reflejada, examinado por su doble del otro lado del azogue, sobre el mercurio sofocando transpiración del cristal. Quedó satisfecho con la confrontación luego del viaje en avión, seguía temiendo la flojera de los trapecios que parecían músculos de otro cuerpo, tenía una semana para mejorar su talón de Aquiles en la competición. Cuando aflojó la presión de ensayo general, Policarpo que estaba a su lado le alcanzó una botella de agua fresca.

-Mi cuñado tiene un cuarto libre. Si gusta por hoy… mañana hablamos, le dijo Policarpo. ¿De dónde me dijo que era?

Domingo quería decir que venía del barrio más lindo de Rivera pero el otro quedaría sin entenderlo.

– ¿Ubica Uruguay? dijo a manera de respuesta.

– ¿A poco? Maestro, que cabronada le hicieron a los vecinos en el año cincuenta en su propia casa.

Domingo sonrió, recordando que en la frontera cuando la final de Maracaná ellos festejaron y lloraron a la vez.

-Mire charrúa, los gringos se cagan del carnaval y armaron el Panamericano estos días. El asunto pasajes hacia el norte está bravo. ¿Le hace venir juntos a El Paso? Mi cuñado presta el Impala y vamos yendo despacito, con tiempo.

-Gracias, muito obrigado, respondió Domingo usando idiomas que se entreveraban cuando niño en la casa familiar, deseando duplicar por lo sencillo los agradecimientos de tanta suerte que venía encontrando desde que entró al gimnasio.

Esa noche Domingo rechazó por timidez la invitación de los anfitriones para salir a conocer la ciudad. Desde el aeropuerto hasta el gimnasio, entre preguntas, caminatas, camiones, extravíos del rumbo en un par de ocasiones y vuelta a pasar por rotondas que pensaba haber dejado atrás para siempre, echó el mismo tiempo que en ir de Rivera a Montevideo en remolques de ganado.

El deseo era llegar a El Paso y hacer lo imposible por salir adelante en la competición. De todo eso soñó cruzando su primera dormida mexicana y despertó más cansado que si hubiera pasado una noche de insomnio.

-Mañana llegamos, dijo Policarpo.

Esa vez el adiós al alba fue sin reporteros ni fotógrafos de prensa, la salida de ambos en amanecer de carnaval hizo de la escena cuadro de despedida familiar. La hermana de Policarpo preparó unos pastelitos para el viaje, el cuñado miraba preocupado el Impala recién pintado de un verde malva y en los vidrios del coche había adhesivos con banderas del país. El campeón local prefería viajar despacio, sintiendo en el cuerpo que era dueño del irse, el llegar y del tiempo intermedio; necesitaba horas suyas para concentrarse como los boxeadores antes del combate, escuchando su soledad previa al reencuentro con el alboroto del team de asesores, que lo esperaba en el clima de la competición y los halagos de la prensa que prometió una cobertura fenomenal.

Desde el retiro buscado y consentido Policarpo se sintió más cerca de Domingo, alejado de amigos y parientes que le dieran ánimos, venido caminando del país austral que el mexicano imaginaba lindando con selvas misioneras, iluminado por resplandores de la Buenos Aires nocturna que conocía de ver películas argentinas.

-Arriba ese ánimo, charrúa, dijo Policarpo y tarareó la rumba que dice “al carnaval del Uruguay…” Allí en el sur lo estarán pasando padre y nosotros aquí cuidándonos hasta los cojones por nada, agregó. El campeonato tiene dueño, los gringos piensan echarnos un negro impresionante… con suerte estaremos arañando el bronce.

-Puede, dijo Domingo.

Hablaron, hasta la lengua era músculo exigido en la coordinación del sistema, miología donde el conjunto ensamblaba reaccionando en rosario solidario desde los tríceps; organizando un dédalo rojizo hasta la galería central abdominal para luego perderse bifurcando en las piernas, bajando por la maciza pendiente de aductores, entroncando con gemelos responsables de tornearlas hasta los pies descalzos. Bajo la piel latía una estructura de fibras hipertrofiadas, orografía que ellos hacían emerger y retiraban a voluntad.

Cada tanto Domingo trataba de explicarse en qué momento comenzaron a dejarlo solo y lejos. “Es cerca Domingo… grande Domingo, usted puede… saque la garra charrúa, meta pechera y mátelos a musculatura.” Fue así, entre elogios lindando la grosería con despedida de oficina pública, vino clarete en damajuana y bandeja de sándwiches olímpicos, que le hicieron solemne entrega de media docena de banderines, unos mapas para evitar confusiones, cueros con gauchos repujados, estrofas del Martín Fierro y la sentencia “Recuerdo del Uruguay” grabada con clavos ardientes. Una réplica en metal dorado –“solamente si el tipo es importante y sacamos medalla” – del monumento a la carreta y un disco stender play del himno nacional envuelto en un pabellón de falsa seda: “nunca se sabe… por si trepa al podio de vencedores. Suerte Domingo, con usted ni el músculo duerme ni la ambición descansa.”

Buscando encerrar ese recuerdo donde cada detalle estaba retenido, Domingo se caló la gorra a fondo mirando con admiración la camisa de Policarpo igualita a las de Miguel Acevez Mejía, aquel charro con el mechón blanco y caballo bayo adiestrado que marcaba con patas delanteras el ritmo de las rancheras cantadas por el jinete.

-La clase, charrúa, dijo Policarpo intuyendo la intriga de Domingo por su camisa. Llegando allá como caballeros los impresionamos y si no fuera por el negro…

Pasaron horas para desentenderse del Distrito Federal, porfiando en quedar a los costados del camino como baba pegajosa de callejones recién abiertos, columnas de luz alumbrando el avance urbano, arrabales desamparados que eran ajenos a cualquier ciudad concebible. Cuando el único ruido provenía de la radio del coche, Domingo entendió que estaban en la ruta, mirando a ambos lados del camino temió quedarse a solas en el desierto de una frontera hostil. Le avergonzó aceptar que por primera vez veía de cerca el sol y Policarpo adivinó que ahorita mismo el compadre se estaba apendejando por la distancia que hay entre un punto y otro en tierras mexicanas.

-Estamos en México, le dijo, convencido de que una palabra podía explicar lo sentido por el otro.

*

El velocímetro indicaba cualquier cantidad de millas o quilómetros, Policarpo conocía de memoria el recorrido y en su caso se trataba de llegar pronto a alguna parte; para el otro, un paisaje sin montoncito de cipreses ni vaquillona rumiando referencias prologaba ese viaje hacia ninguna parte. Domingo hacía fuerza con los ojos, empujaba la mirada hacia delante y topaba con la línea del horizonte más lejana a medida que subía la temperatura de las chapas verdes del Impala, un reflejo insufrible de lejanísimas tormentas solares con densidad de arena molida se instalaba en sus párpados, hasta disolverse en la frente ablandando los huesos de la cara.

– ¿Falta mucho? preguntó.

-Hace tres horas que salimos, apenas. Tranquilo, igual al final está el toro negro.

Alguna vez durante el trayecto cruzaron otro carro que parecía venir andando sin parar hace más de un mes; graznaban pájaros de alas implantadas, Domingo vio a un costado de la ruta un cortejo de hembras, de varones en procesión lenta dirigirse a rendir tributo a cierta virgen local sin canonizar y él vivía el día más largo de su vida. Cada tanto detenían la marcha, bajaban a orinar o desentumecer cuerpos agarrotados, la musculatura pesada, incómoda como armadura de latón exigiendo frotarse con la fuerza y el ejercicio que hoy se posponía.

-Vamos a perder tonicidad.

-Tendremos cuatro días para recuperarnos, deje de llamar a la mala suerte con sus temores, le recriminó Policarpo.

El mexicano advirtió el miedo a lo desconocido pesándole al charrúa, el murmullo poseso de la superstición macumbera y se disgustó por descubrirse pensando que también él podía estar viajando por primera vez, a pesar de conocer carteles indicadores y ciudades cruzadas por las barriadas últimas.

-Puta madre, ese sol.

Algo se quebró cuando un zopilote atravesó el cielo. Había agua para beber, el motor del Impala respondía sin quejarse; en la radio cuando la onda de una broadcaster volaba, otra nuevecita se colaba para acompañarlos. Frecuencias de estaciones lejanísimas en ciudades fantasmas emitiendo canciones de Agustín Lara.

Igual algo se desgarró como tendón vital, anunciado por el vuelo rasante de ese zopilote y no de otro.

-Que llegar llegaremos.

Policarpo hundió la pierna en el acelerador, el horizonte dejado atrás se alejó otro poquito, pensando en el negro imbatible que prepararon los gringos abrió una botella y echó un trago largo de aguardiente caliente por el caño sediento del garguero. Se la pasó a Domingo, quien olvidando la abstinencia de los últimos días se zampó un buche generoso, dándole una excusa creíble a la borrachera de luz que lo tenía a maltraer, con ganas de vomitar como si tuviera algo en la barriga.

La tierra agrietada, el polvillo suspendido sobre los senderos borrados devoraban con sed ávida músculos y días de preparación, poses ante espejos, el desbordar la piel tensada hacia el espacio, empujando cuerpo afuera hasta ser un hombre depilado, aceitado, brillando en la luz de focos, en pupilas de jueces severísimos, despidiendo un haz de tornasoles epidérmicos indescriptibles.

-Pinche negro. ¿Conoce al brasileño?

-De oídas. Vi al chileno, al argentino. Bien, pero les podemos, del paraguayo ni noticias.

-Me hablaron del colombiano que se las trae, es primerizo como usted. Vivir al lado de los gringos tiene ventajas, uno termina por conocerles las mañas.

Domingo estaba en otro viaje donde esperaba encontrar los bigotazos de Pedro Armendáriz, a Lex Barker siendo Tarzán oxigenado ayudando a Esther Williams saliendo de la alberca y los cowboys de revistas leídas en Rivera; llegaría por fin al territorio de ranchos y haciendas donde arreaban miles de cabezas marcadas al rojo vivo. Marchaban por una carretera sin coyotes aullándole a la luna, emboscadas de apaches ni la sombra insurgente de los ponchos villistas. El desierto era diferente, quemaba recuerdos y lo mirado. Domingo pensó en esqueletos de vaca blanqueados por el sol del mediodía y picos ganchudos de pájaros rapaces, malogró arresto para preguntarle a Policarpo si la revolución terminó y por allí cabalgaban grupos resistentes detrás de los cerros; también el valor de confesarle que sabía de memoria la letra de La cucaracha y una vez en el biógrafo se hizo la paja mirando el pelo azabache y los hombros desnudos de la Katy Jurado.

Policarpo y Domingo llegaron a Chihuahua bien entrada la tardecita después de recorrer más de mil quilómetros de ruta. Esa noche se olvidaron del prólogo del dormir y pasaron directamente al sueño, tomaron una habitación en un hotel para lavarse, dejar los bolsos en seguridad y alivianados dar unas vueltas por la ciudad.

-Hijo de mil putas, negro de mierda.

A cada hora que pasaba, la masa de músculos que los esperaba al norte pasó de ser leal competidor a enemigo de estatura metafísica e invencible de antemano. Ambos avanzaban la escena del negro subiendo al proscenio a presentar su rutina con paso de triunfador, mostrando la dentadura mientras sin esfuerzo los músculos comenzaban a escapársele por los cuatro costados en aluvión incontenible, ofendiendo la platea cuando mandaba al frente el torso y a ritmo de Glenn Miller ordenaba danzar los pectorales, deslumbrando mujeres fumadoras, maricas lanzando grititos.

-Habría que matarlo, sentenció Domingo sin pensar que el rival estaba lejos; con suerte El Paso sería mañana, el otro domingo, nunca.

Todo en Chihuahua eran signos del carnaval, los hombres estaban bien y llegaron en los tiempos previstos, el Impala cumplió su misión a las mil maravillas, los grifos de la bañera funcionaban. Cada cosa que hacían tenía una leve pendiente hacia la perfección aventando contrariedades, era la generosidad rara de la vida, lo insoportable obsequiándoles breves alegrías a término antes de desampararlos en la soledad de El Paso.

– ¿El colombiano le podrá?

Salieron a las calles buscando que les pasara algo inesperado, las muchachas los miraban entregadas de antemano y en los bares en cuanto reconocían a Policarpo se negaban a cobrarles.

-No me gusta nada, dijo Policarpo. Nos tratan como si fuéramos muertos.

– ¿Cómo dice?

-Nada… mejor vamos a que nos meen los perros.

En todas las carreras de galgos recuperaron por lo menos la apuesta y en las dos últimas -a pesar de jugar a propósito a las patas de los más apestosos podencos- igual se apropiaron de unos miles de pesos que hubieran preferido perder. Domingo tenía en sus manos más billetes juntos de los que había visto en toda su vida.

-Mire.

-Olvídese que faltará tiempo para gastarlos. Hay que irse rápido, la Vieja viene por nosotros y nos está siguiendo.

– ¿Qué vieja? preguntó Domingo, que tenía dificultades para entender el susto del otro.

-La Vieja. Quiere impedirnos llegar a El Paso. ¿Usted cree en Dios?

-Creo en Yemanyá.

– ¿Y esa?

Salieron del canódromo, recogieron sus bultos en el hotel y montados en el Impala con la radio a todo volumen cruzaron en rojo los fuegos de la ciudad, creyendo que avanzando así sin mirar hacia atrás estarían salvados. Seguía golpeándoles en el cerebro el aullido de los perros nerviosos antes de la largada, hubieran querido ser flaquitos para andar más deprisa, huyéndole a la vieja que los codiciaba y tiempo para rezar pidiendo perdón por el pecado de tener tanto cuerpo. Domingo echó en falta el carnaval con gusto a cachaza en la boca y escolas do samba interminables por los bulevares, distintas a la fiesta inquietante con tanta calavera andando por ahí.

Excedidos de musculación ellos debían pasar la mascarada de costillas pintadas sobre camisetas negras y calaveras dibujadas sobre trapos raídos. Era tarde para abandonar en Chihuahua el pesado disfraz de musculoso, nada puede el sobrecargar la anatomía de horas fatigadas intentando esconder el esqueleto: Ella sabe que debajo de tanto bulto durito y bailarín, tanto aceite desparramado sobre el pellejo y tanto pendejo despendejado está la bolsita quebradiza de los huesos. Eso la Vieja lo conoce y es la causa de que mande correr a los galgos más flacos detrás de otra muerte, disfrazada de liebre peludita de juguete, mientras los hombres apuestan hasta lo que no tienen queriendo adivinar cuál perro, qué muerte numerada llega antes que otra.

– ¡Vamos mi perrito! había gritado Policarpo y Domingo que veía por primera vez correr así a los galgos, aprendió que después de ladrar los perros escoltan a la Muerte, galgos finitos, corredores enjutos puro hueso como hidalgos ociosos y flacos rocines trotando penosamente las más veces del año.

*

La guantera del automóvil estaba repleta de billetes y en el asiento de atrás había demasiadas botellas de tequila Cuervo, al cruzar un mojón del camino con el número comido por el polvo y el viento las voces de la radio del Impala cesaron, por ningún raquítico resquicio del dial se filtraba música alguna como si ellos hubieran penetrado en una comarca donde era innecesaria la palabra. Hacía rato que debían haber pasado por algún lado, pero seguían avanzando por la recta sin hablar entre ellos, calculando que estarían por llegar a la mitad de la primera mitad del trayecto final, cuando dieron con un cruce sin registrar en el mapa de la Texaco. A unos noventa metros y del lado derecho había restos abandonados de lo que pudo ser una gasolinera, una fonda, algunas casas. Convencido de que Domingo estaría de acuerdo Policarpo se metió por el camino polvoriento; ellos estaban muertos, el sol caía a plomo derretido licuando las sombras que se escurrían como lagartijas, perdiéndose por el suelo caliento. El camino se extraviaba en una lejanía indefinida de polvareda colorada, como si por aquel rumbo galopara sin poder avanzar una caballada desbocada, echaron un trago y no había nada que hacer.

El charrúa fue el primero en llegar hasta el coche, abrió el cofre y sacó su mochila, por los poros Domingo exudaba un sudor de hueso acuoso. Policarpo acompañó al otro Míster imaginando un vestuario cubierto con aire acondicionado, se vistieron sin prisa prontos a una sesión de entrenamiento; algo les había robado la noche, las ganas de descansar y callados, dando saltitos para entibiar el cuerpo recalentado se internaron en el caserío. a cada paso en el interior el lugar predestinado era más grande, como si fueran sumándose al conjunto casas deshabitadas invisibles a la imaginación. De la intersección del sol con el vacío se erigía una ilusión de vecindario, tornaron la cabeza corroborando con el Impala la persistencia de la realidad, lo habían dejado abierto de las puertas delanteras, el motor al aire y de lejos parecía que adentro estuvieran sus anatomías acomodadas para pudrirse en el desierto tentando la bandada de gavilanes. Al trote corto y torpe le siguieron unas flexiones, a los minutos de moverse estaban vestidos de calzoncillos, calzados con enormes zapatones negros, talco y vaselina eran prescindibles ahí. Un líquido espeso de humor desconocido les recorría la espalda y el sol: estaban condenados a desencontrarse con la sombra. El sol.

Maderas podridas, hierros herrumbrados hasta la desintegración y chatarra informe fueron trasmutadas en aparatos mágicos de musculación que ante la mínima exigencia se deshacían entre las manos cayendo a tierra, suspendiendo en el aire espolvoreadas limaduras del color del azúcar sin refinar. De proponérselo ambos podían disolver la escenografía, reducir las construcciones vacilantes a una paz tumbal después del abandono, reintegrándole a las casas deshabitadas su condición de arena memoriosa dejada por desidia y rencor al borde de la ruta. En ronda alrededor de la sombra del sol los cuerpos se arqueaban, centuplicaban contorsiones, brincos, gestos de saltimbanqui semejando langostas, convulsionando el cuerpo con ejercicios de obstinación, arrastrándose por el solar reseco siendo culebras retractiles despellejadas de escamado turquesa; dejando al aire cueros pardos y curtidos, estirados al máximo por el músculo encerrado, tensado como estaqueados al sol, descoyuntados por la fuerza de cuatro toros rejoneados.

Sin conciencia del ridículo era inevitable reproducir poses apropiadas de flexión de las piernas, la tensión del brazo y antebrazo paralela al ombligo, expandir el pecho agarrotando los tendones del cuello. Colocados a poquísimos metros uno era el espejo del otro, el fantasma recuperado del otro mirando un punto inexistente, formando una argamasa muscular achicharrándose lejos de Chihuahua. Olvidaron la carrocería del Impala, el certamen de El Paso pudo haber sido hace cuarenta años y ellos sobrevivientes de la tropilla taurina que después del fracaso decidió retirarse allá para morir, en un leprosorio de animales expulsados de gimnasios, exiliados de ferias, desterrados de carpas de circos ambulantes; eran fenómenos envejecidos desmemoriados, pretendiendo recordar en vano el sinsentido de los ejercicios juveniles.

Domingo calló que creyó ver tres mujeres vestidas de negro atravesando el fondo del callejón pasando de una casa a otra, Policarpo al uruguayo que había cerca un toro amarillo piafando y cuando alcanzó a identificarse con una sombra moviéndose borrachita de un lado a otro tomó su atadito de toallas y camisetas; el otro lo siguió, marcharon hacia el auto, escucharon conversaciones provenientes del Impala, lamentos, voces raras, rasgueos de guitarrones. Durante el entrenamiento al aire libre comenzó a funcionar una estación de las inmediaciones, de un pueblo real invisible; después de la musiquita un locutor se explayó sobre las conveniencias de una zapatería céntrica y recordó a los oyentes las pocas horas que faltaban para el inicio del baile al que sería imperdonable faltar.

Estaban sentados en un tapizado hirviendo, el volante circular quemaba las manos, Policarpo encendió el motor sin atender la dirección para la cual enfiló ni miraron hacia atrás.

-El Paso.

-Eso, allá.

Los hombres habían preparado el cuerpo para actos rituales, durante el día el alcohol fermentando en las tripas anestesió su cabeza de sacrificados encaminados a buscar lo faltante para la ceremonia.

-Era mediodía hace un rato.

-Vea. Luces.

– ¿Y eso? Para El Paso falta, dijo Policarpo.

En los bordes del pueblo sin nombre pronunciable dejaron el auto abandonado, estando cansados y confusos nadie se les acercaba, imponían el respetuoso temor de los elegidos viviendo las últimas horas; era inútil ocultar su cansino andar de cabezudos luego del desfile, la estampa de bueyes decapitados siguiendo al matarife con sus cabezas arrastradas de una guampa. Así pasaron entre el tropel de mascaritas que les tiraban agua de olor y papel picado yendo juntas hasta las puertas del festejo. Más distanciados venían dos disfrazados relegados del resto, Policarpo los descubrió y cuando estuvieron cerca se les paró delante impidiéndoles el paso, levantando la manota hasta fijarla en el pecho de uno de ellos.

-Mil pesos por los disfraces, dijo.

Una enormidad de dinero, así lo entendieron los otros que reían tomando a broma la oferta disparatada. Enfurecido por tamaña impertinencia, Policarpo prendió al desconocidos por el pescuezo y le gritó en la cara.

– ¡Dos mil mierda!

Sacó de los bolsillos puñados de billetes obligando al otro a apretarlos entre las manos, amontonados, sucios, cayendo entre los dedos. Atemorizadas ante la furia de Policarpo, las mascaritas se quitaron los guiñapos sin agacharse a levantar los pesos, perdiéndose de vista a toda carrera igual que perros apedreados.

-Tome, dijo el mexicano. Le toca ser vampiro. Vamos a por el negro gringo.

Solidario sin fisuras, convencido del buen rumbo que tomaban los acontecimientos Domingo se abrochó la capa negra de tela ordinaria como señorito de hacienda y ajustó como pudo la máscara que pretendía ahogarlo. Disfrazado de gallo de pelea Policarpo caminaba como llevando espolones de acero, sosteniendo la cresta de hule rellena de estopa suponiéndola un cetro. El vampiro meó contra un árbol y el gallo quería correr contra la noche y perseguirla para ganarle cada pie de cada milla. Ambos tenían la calma de parecerse a la gente, era sin importancia que los harapos le quedaran chicos y se rajaran hasta ser jirones comparado a la alegría de abandonar la orfandad de ser héroes cansados, condenados a errar sin bajeles velones ni dioses a favor.

– ¿Allá abajo dura mucho la noche?

Aturdido como estaba y la interferencia de creerse vampiro Domingo comenzó a sacar cuentas dudando del tiempo que consume la ausencia del sol en su frontera. Después que le contaron que El Paso estaba ahí nomás y del viaje cruzando el desierto por primera vez, él dudaba de la veracidad del tiempo entre distancias; de ese pasado de miedo y despedidas lo separaban demasiados días.

La luna gorda alumbró la caminata del gallo con la cresta ladeada de ave moribunda, herida por el pico y espolones con cuchillas de otro batarás azuzado en el reñidero. Policarpo aceptó el silencio como respuesta a la extensión de la noche y volvió sobre asuntos concretos.

-Barato dijo.

– ¿Qué barato?

-Dos mil pesos.

– ¿Los dos? preguntó Domingo.

-Eso.

-Pichincha.

Como el infinito menos algo era de larga la calle por la que caminaban. El auto se hizo innecesario pensando en su destino, ellos creían que con las piernas podrían salir de la ciudad innominada y llegar sin tardanza a la frontera conocida. Pasaban los minutos, nada se modificó en la estática de las constelaciones ni en el signo de Tauro. Domingo se dejó puesta la careta avergonzado por si alguien reconocía su cuerpo descuidado, degradado en relación a lo que debía ser y sintiera al acercarse el olor de tequila persistente después de escupir saliva rejuntada, luego de vomitar un hediondo chorrete blancuzco.

-Mire, dijo.

En las afueras del poblado bajo festividad, llegaron hasta una infranqueable red de alambres coronada de púas cortándoles el paso; cerca de donde estaban se oía el ladrido amenazador de perros adiestrados, los sentenciados podían estar en un cruce fronterizo ocioso vigilado, las inmediaciones de El Paso desplazado del centro para que nadie lo asocie a la muerte. Eran depósitos o podían ser almacenes igual que galpones, alguna fábrica clandestina y puede que apariencia camuflada de la última frontera, confusión de formas impidiendo distinguir lo ocultado del otro lado de los portones.  

– ¿Qué es eso?

-Sólo Dios lo sabe, igual vamos a hacerles algo.

– ¿Qué?

-Lo único que sabemos.

La luna redonda atravesando el desértico cielo tenía el brillo que ilumina las contradictorias corrientes del golfo las noches de verano, por otros costados inundaba la escena una claridad de signos propicios y podían distinguirse a lo lejos formas rojas mutantes: otra sangre coagulando, plumas de pájaros fantásticos, impaciencia de carbones rituales, la brasa de respiración del Montecristo de hoja húmeda fumado sin cesar detrás de portones electrificados. Los hombres exageraron el bamboleo del tequila sin sal ni jugo de limones verdes bebido a palo seco, con dificultades subieron a unas cajas de madera, ascendiendo escaleras piramidales de piedra despojados de todo exceptuando máscaras y la cresta ridícula. Tenían la euforia de los sacrificados estando frente a jueces entre semidioses del continente americano en las instalaciones del polideportivo de El Paso, después que se anunciase por los altoparlantes el deceso del gringo hallado muerto por sobredosis, habiéndose dispuesto que el cuerpo sin vida fuera repatriado a los barrios pobres de Chicago. Domingo y Policarpo presentaron su trabajo a la mirada de la muerte brutal agazapada, el mexica levantó los brazos formando una línea recta implicando hombros y cabeza para luego dibujar un ángulo recto doble con antebrazos y soltar las bolas de bíceps en simetría, el oriental dio la espalda a la oscuridad, imprimiendo soltura a sus movimientos acomodó los puños en la cadera desplegando un acordeón portentoso de músculos dorsales.

Desde lejos, contra la luz de una arqueológica Selene desértica eran siluetas de monigotes recortados por tijeras y cuchillos de obsidiana afiladísimos. Sus desplazamientos breves proponían una danza de mutación monstruosa, bichitos de latón en tiros al blanco de Luna Park de cinco por diez pesos, coreografía grotesca ofreciendo ejemplares exóticos de las selvas del sur. Una y otra vez con sus gestos desafiaban pasos de frontera, poses clásicas e innovaciones puntuables para la competencia se repetían, la estatuaria sanguínea se fue petrificando sin que se percataran del acoso ni la manera inhumana de cómo fueron mutilados.

*

“Eso fue lo sucedido en la versión de hoy. Mañana el tequila y el capricho del sol atormentado, la alucinación en fuga permanente me inducirá otra muerte diferente para los nietos deformes de Europa y el desgraciado compatriota que velé durante tres días sin dormir por este mismo norte que parece sin límites.”

-Así dicen que encontraron al muchacho de la musculación y al flaco Armando lo devoró el desierto. Los forzudos fueron vistos por última vez rumbo al norte camino a El Paso; es cierto que era carnaval y es dato pobre para explicar que confundieran la ruta hasta meterse por donde ni transitan sombras de los muertos, toros amarillos o perros flacos para ladrarle a uno. Me acostumbré los últimos años a convivir con la idea de que escapar es inútil, la sola tarea con sentido consiste en continuar matando de distinta forma los monstruos que inventamos ahuyentando la soledad cuando el alcohol es insuficiente. Muchas veces me pregunté por qué se negaba a darme explicaciones las veces que le pregunté por el asunto, mi padre insistía en recordarme la promesa de que una parte de la historia moriría por él. Así fue… para consolarme ante el muro infranqueable me viene a la cabeza lo de Ringo, que al final terminé viviendo en carne propia, es como empezar de nuevo… ese sí que era torazo en rodeo ajeno. ¿De verdad no se acuerda? Haga memoria… si anda con tiempo puedo contarle la historia de Bonavena… tiene lo suyo… qué otra cosa podemos hacer teniendo la noche por delante.