Drama familiar en la calle Tánger al 600

Aquella pudo ser la mejor crónica de mi vida y de haberla podido publicar en un país en serio, me hubieran dado el premio Pulitzer; era ese duende de artículo que te sale una sola vez en la vida, pasaporte vitalicio, pase libre para cambiarte la existencia de la noche a la mañana.

Mi sueño desde que tenía pantalón corto era entrar en la redacción de los grandes diarios capitalinos, codearme con los mejores periodistas de la ciudad y ser considerado uno de ellos, tentar si se daba la oportunidad de cruzar a Buenos Aires. Cualquiera que conozca el oficio por dentro lo sabe bien, cuando el proyecto titanesco naufraga no hay nada que hacer además de joderse y bajar la cortina sin chistar. Fue tanta la decepción en aquella ocasión que jamás lo volví a intentar. Desde entonces sigo yendo al Hipódromo de Maroñas a conversar con vareadores y veterinarios, siguiendo auge y matadero de tropillas de los stud, meterme en comilonas con otros burreros, medir cronómetro en mano tiempos de carrera para aconsejar a la gilada, fatigándome cuatro veces por semana en las ventanillas para apenas cambiar la plata. Podía ser peor, timbero dependiente después de todo es un destino como cualquier otro y todos sin excepción estamos destinados a cruzar el disco final. Es echarse diez polvos del páncreas tumefacto de tres minutos cada uno en la misma tarde. Me distraigo del mundo, me hace fantasear con otros países para conocer circos ecuestres y a veces hasta se gana algún billete. Fumo y chupo de manera inmoderada, por los bronquios o el hígado lo seguro es que voy a reventar en cualquier momento, puede decirse que doblé la última curva y voy en punta a galope tendido en la recta final.

Casi había olvidado el asunto. Es lo positivo que tiene una separación de pareja, te obliga a revolver papeles viejos y ahí te acordás que tenías una vida anterior al encuentro con la percanta amurada del incidente romántico. Fueron las notas lo que apareció de casualidad, apuntes guardados junto a recibos del alquiler y viejas postales navideñas de la UNICEF.

La crónica esa seguro que la tiré a la basura cuando salí recaliente del escritorio del petiso Ramos, que era el jefe de redacción en aquel tiempo. Me rechazó el artículo sin siquiera leerlo el muy hijo de puta, se hacía el apuradito ocupado y estaba cagado hasta los pelos por lo que pasaba en la calle.

-Elegiste mal día Negro, me dijo. Le hicieron la boleta a Charquero en el Parque Rodó y vos justo me venís con un crimen de familia. Estás fuera de onda negrito… el país se va a la mierda así como lo oís… yo que vos me quedaba piola en el deporte de los reyes, dejando de joder al prójimo con crímenes pasionales. Haceme caso, lo hago por tu bien…

Crímenes pasionales me subrayó, con su tonito sobrador el muy guacho de mierda y sin importarle un sorete me jodió varias semanas de laburo, haciendo añicos mis proyectos. En algo tenía razón el petiso, la cosa estaba que ardía en las calles de Montevideo. ¡Al menos pudo haber leído la nota hasta el final! Estoy convencido todavía de que era un golazo de media cancha. El asunto me había comido la cabecita como cuando te encajetás con una rubia teñida; estaba ciego, podían hacerle la boleta a Pacheco en el Palacio Estévez que a mí me importaba tres pepinos.

Hoy justo me lo crucé en el 175, calculo que estará viviendo por el rumbo de Las Piedras; está más viejo, es un hombre gastado, achicado, reducido acaso por el remordimiento y los años de encierro en Punta Carretas. Tenía la mirada perdida y aguachenta, el aspecto del albañil que se quedó sin trabajo. Temblé de sólo imaginar lo que podría contener la bolsa de arpillera que llevaba sobre las rodillas. Estaba sentado en el último asiento del ómnibus, mirando para afuera sin observar y me imaginé que estaría pensando en la noche aquella de la calle Tánger.

Era demasiada mala casualidad topar el mismo día con las notas y el tipo que las motivó, para la higiene de la memoria digo. Después que lo detuvieron al amanecer todavía con estrellas de la madrugada, nunca le seguí la pista ni supe lo que pasó con su vida. La última vez que lo vi venía clareando sobre esa parte de la ciudad y los patrulleros de la seccional estaban muy ocupados por lo ocurrido. Vinieron a buscarlo dos agentes en bicicleta, un gordo bigotudo con pinta de fajador y otro medio esmirriado, de la misma estatura que el detenido, que salió a la calle vestido con pantalón de pijama y camiseta sin mangas muy mugrienta. La mugre era lo de menos, tenía la ropa llena de sangre a medio secar y hubiera jurado que salió llevando en la mano un martillo con restos de cabellera.

Yo vivía en la misma calle, frente por frente a la casa del tipo, en la acera de los números impares. Las últimas semanas él me había confiado algunas intimidades pero creí que eran exageradas confianzas de mostrador, nunca supuse que llegaría tan lejos en su pasaje al acto cuando le saltaron los tapones. Podría imaginar el cuadro del interior de la casa, una verdadera carnicería, el cuerpo de la pobre hermana transformado en pulpa picada oscura, puñado de porquería color sangre marchita, una albóndiga sin harina. A su lado, el futuro cuñado que eligió la noche equivocada para quedarse a dormir.

Cuando se conocieron los hechos vistos con zoom -si bien de manera escueta y limitada a lecturas apuradas del parte policial- la opinión pública como lo hace habitualmente, se decantó por el trayecto de la facilidad, decidiendo que el hombre había tenido un súbito ataque de locura de la peor especie. Yo sabía que en esa casa de la calle Tánger al 600 había vivido el tipo que protagonizó una de las experiencias más alucinantes de las que tenía conocimiento. Tenía frente a mí un caso de patología criminal digno de figurar en los anales del género, en libros de texto de las academias de policía del mundo entero.

Era de ese horror que me propuse escribir, tratando de indagar más lejos de la puerta giratoria del morbo que abrió la crónica roja. Como siempre, chocaba con el descreimiento de mis compatriotas y para empezar de los compañeros de redacción. ¿Quién iba a creer que el ingenio perverso, la quintaesencia del mal modulada entre instinto asesino y farmacopea habitaba la anatomía de un modesto enfermero sin presupuestar? ¿Quién le creería a un mediocre cronista de hípicas que, harto de escribir sobre Blumun, Caciquillo, Erantes, Astronauta y La mañera, se atreve a citar el nombre de Thomas de Quincy sin destacar el crono que marca en la milla? Después de todo, el petiso Ramos era la voz cantante de un sentimiento generalizado. Además estaba en pleno lo de Charquero, trabajo fino que le dicen.

A mi vecino el enfermero lo llamaban del Hospital cuando había problemas gordos; era un tipo especial, capaz de trabajar treinta horas de corrido sin chistar ni hacerle asco a nada. Tenía por eso laburo asegurado para elegir y la aureola técnica indefinida de los eternos estudiantes de medicina que nunca terminan la carrera; los médicos curtidos para los que trabajaba decían que era bueno para lo que fuera, le podía sacar un bolo de mierda seca a un viejo parapléjico así como levantar puntos de sutura de una delicada operación al corazón, se comentaba que tenía a la vez las virtudes de un todo terreno de urgencias desprovisto de asco y la sutil vigilancia a los síntomas de un profesional recién recibido. «Si hubiera sido un poco mayor y rubio –me comentó un anestesista que lo trató de cerca- yo hubiera jurado que era un antiguo médico alemán disfrazado». La pinta terminaba por venderlo, era un enfermero atorrante y nunca disimuló la satisfacción de vivir en el barrio.

La casa y la tengo presente porque tuve la oportunidad de contemplarla por horas, era de esas típicas montevideanas que son medio rancho, construidas con un retiro importante de la vereda; esas que en verano son casi transparentes con cortinas gastadas de zefir Tom, ventanas abiertas por descuido, jardincito bastante prolijo, murito bajo con portón de hierro pintado de negro sin olvidar el perro ladrador. El portoncito chillaba cada vez que lo abrían, era así que yo sabía a la hora que llegaba el enfermero de su trabajo. Vivían allí con la hermana y ella tejía para afuera; la mujer salía poco a no ser algún día bien temprano para hacer las compras. Al menos él me dijo que era su hermana, y como ella tenía un pretendiente –un mozo medio albañil del barrio vecino- nunca me dio por desconfiar sobre la relación, aunque luego descubrí que aquello era tapadera de un drama que se equivocó de teatro.

Nunca supe con certeza cuáles eran sus verdaderos orígenes, al respecto recuerdo que lo cacé en un par de contradicciones sin importancia pero reveladoras; un día me contó de una chacra familiar a pocos kilómetros de Soca y otra vez me dijo que los padres vivían en Florida. Mientras fuimos vecinos nunca vino nadie a visitarlos; pocas veces vi juntos a los hermanos y cuando me los cruzaba a los dos, había ese no sé qué que los vendía, despertaban en mí un sentimiento impreciso, viscoso, algo vago… Estando juntos parecían ser hijos de una familia acomodada de Carrasco que, para fugarse de su mundo infantil sin salir de la ciudad, hubieran decidido disfrazarse y vivir como pobres. Hay más distancia entre avenida Arocena y Tánger al 600 que entre Caracas y Montevideo.

Ahí estuve torpe y falto de imaginación. Uno siempre se prende de la primera imagen y teniendo en cuenta el tole tole en que vivimos, lo único que se me ocurrió pensar fue que esos dos eran guerrilleros, que en el fondo de la casa a tres metros bajo tierra, había una de las cárceles del pueblo donde habían sucuchado a Pereira Revervel. Ahora que lo recuerdo me quiero arrancar la cabeza; alguna vez le busqué la lengua al respecto y el resultado fue decepcionante. Estaba frente el mejor comediante del mundo o de verdad el tipo era por completo indiferente a la política; ni tan siquiera a lo que después de meses nutría los enormes titulares de la prensa y empachaba el tiempo de los informativos.

Solíamos coincidir los domingos de mañana en el café que estaba junto a la parada del ómnibus, allí nos cruzábamos por algunos minutos; él venía de la guardia del sábado de noche del Pasteur, llegaba fundido por la variedad de la chapuza, orejas arrancadas a mordiscones, botellas de Bidú en el culo, triperío agujereado por aguzados rayos de bicicleta, conductores borrachos con costillas incrustadas en los pulmones. Vamos, el variado menú urgencias de un sábado cualquiera de la ciudad desnuda. Llegaba al boliche y lo primero que hacía era mandarse un gran tazón de café con leche con muchísima azúcar, decía que era lo mejor para antes de irse a dormir diez horas seguidas.

A esa hora yo estaba trajeado –alternaba un domingo el azul y otro el marrón- pronto para ir a Maroñas con las fichas de notas, bolígrafos de colores, el cronómetro y prismáticos de rigor para que nadie dudara de mis planes para el domingo. Creo que le agradaba esa coincidencia de los horarios, minutando la separación de nuestras vidas y acaso fue por ello que decidió ser mi conocido; estoy convencido que lo hizo porque a sus ojos, yo era termómetro de la realidad del mundo, la realidad a secas y le brindaba en el barrio la fachada de cierta sociabilidad respetable. En ese umbral de la amistad nos mantuvimos un cierto tiempo; parece una exageración de mi parte, pero el contemplar tanto y de cerca a los caballos, me dio cierta visión psicológica de la condición humana. Pasa por no meterme en la vida de nadie más allá de lo que muestra en el paseo preliminar y quedarme manso, pastoreando como un centauro sin prestarle importancia al ruido de la balacera. Reventó el Bowling de Carrasco, hay carreras de caballos los domingos, mataron a siete bolches como conejos en el Paso del Molino, hay carreras los domingos, murió una estudiante durante un hábil interrogatorio de las fuerzas conjuntas y habrá carreras los domingos. Siempre hay carreras los domingos y hasta el Apocalipsis será anunciado por caballos al galope. Esos pingos corriendo en nuestro hipódromo son animales sagrados, certifican la continuidad del universo probando el devenir del tiempo, son metáfora de la vanidad insustancial del hombre, un caballo pura sangre es lo único digno por lo que se puede cambiar un reino.

Cumplido el primer año de nuestros encuentros, el vecino consideró que había entre nosotros confianza suficiente para empezar a contar noticias de la periferia. Debí adivinar que si él buscaba un confidente y apelaba a un testigo, era que comenzaba a andar mal de la cabeza. Una fija para jugare todos los boletos: estaba en la pendiente sin remedio. Al principio me contó los sucedidos como si se tratara de la historia de otro tipo; yo le creí y cuando me avispé de la verdad era tarde. Me engrupió bien debute con el cuento y en ningún momento relacioné la historia escuchada con el personaje que la narraba; con oficio, supo inducir un abismo entre ambas situaciones e incluso la manera de contar fue evolucionando.

El día cuando cambió de estrategia logró sorprenderme. me habitué a llegar al mostrador del café un rato antes para prepararme a su charla y aquel domingo él llegó atrasado. Yo estaba escuchando en la radio un programa de preguntas y respuestas, había pedido un segundo Cinzano con Cinzano cuando lo vi llegar; venía excitado como si viniera de un electroshock, se acercó hasta donde yo estaba y antes de saludar preguntó: «¿Acaso eso que toma sirve para olvidar?» Lo dijo con una sonrisa de perverso que le veía por primera vez y mantuvo hasta el final de la entrevista. Capté al vuelo que la mano venía brava, al menos rarita y él ni tiempo me dio de responderle. «Un colega del hospital se enloqueció y se la agarró con la familia, aquello fue una carnicería.» me dijo. Al oírlo, pensé que la cosa venía más brava de lo que yo había supuesto; después encadenó frases sueltas, agregó detalles sin importancia para finalizar con un «pero hoy no lo jodo más, mejor lo dejamos para la próxima». Dicho lo cual agarró el vaso de mi vermú y se lo mandó a bodega de un trago sin pestañear.

Después que se fue intenté razonar sobre lo sucedido, la verdad era que ignoraba estar ante la primera manifestación pública de una forma inédita del deterioro: poco a poco pude ir armando el rompecabezas, trabajo que me llevó semanas y que continuó incluso después del rechazo del petizo Ramos. Estoy seguro que me faltan algunas piezas claves para llegar al dibujo completo; a la espera de una verdad improbable, nunca dejo de pensar en los fragmentos elocuentes que tuve la desgracia de ir juntando.

Los escasos hechos que pude verificar sin pretensión de erigirse en verdad, desagradables y desordenados fueron los siguientes. En el origen del drama estaba el gusto inmoderado y dependencia brutal de productos químicos, la debilidad por todo tipo de drogas. Desde las inocuas para aliviar catarros hasta las destructoras de los centros motores del cerebro, sujeción que tenía su causa en la vida antes del nacimiento. Según escuché en entretelas del expediente, la madre se inyectaba directamente morfina en el vientre cuando estuvo embarazada; una canción de cuna con química sintética y ella lo explicaba diciendo que era la única manera de soportar la deformidad que le provocaba la panza. Encantador detalle para iniciar la existencia; él declaró que esa escena intrauterina la recordaba en pesadillas y refería el sueño: se veía en conciencia de feto rechazado, girando en aguas amnióticas turbias de una documental de delfines amaestrados, en el interior de la penumbra donde, impedido de la visión, lo vivido se traducía en sensaciones confusas, una caja de resonancia biológica.

Un asco total; sostenía que los humanos descartamos de la memoria esos momentos intensos y como luego resulta que la vida es un basural, sería devastador vivir sabiendo que el paraíso fue una posibilidad cierta dejada atrás. Los que organizan la vida a la espera del Edén después de la muerte viven equivocados, venir al mundo supone estar expulsado del paraíso, «aunque en mi caso se trataba de paraísos artificiales, alternando con la conciencia repugnante de estar dentro de nada, formar parte del cuerpo de una piltrafa humana». Él hablaba así de su madre. Los únicos que conocen la verdad son los locos irreversibles –dijo- que entendieron la vida del hombre como viaje hacia una nada sin divinidad y los criminales reincidentes; ellos saben que la única esperanza legítima es adelantar el infierno a golpes de cuchillo.

Con la experiencia prenatal y una filosofía vital de historieta barata, el enfermero organizaba su existencia con el fanatismo propio de fascista convencido, inquisidor en Lima la horrible durante el ocaso de la colonia. De esa memoria degenerada de feto y percepciones anteriores -que la madre exacerbó con tres intentos caseros y fallidos de abortar- pero sobremanera, por lo que llamaba marea cristalina que había mecido el bote de su vida, nutriendo su manera de pensar. Un caso el tipo, que se entreveraba en la ciudad con tiroteos nocturnos y comunicados militares.

Duro comienzo, la mujer se inyectaba la primera porquería que encontraba y por el circuito de venas entre arterias, una parte nada desdeñable de la preparación le llegaba a mi futuro vecino en la dulce espera. Ese fue su primer alimento exterior, mucho antes de la leche en polvo cuando había. En un mundo atropellado, con millones de personas en Oriente que evocan con naturalidad la serie de reencarnaciones que hicieron posible su avatar humano, nada había de excepcional en que él recordara su envión original. Por supuesto, acotaba yo y pedía otro Cinzano con Cinzano doble; justificándose sin duda, era claro que desde la más tierna infancia el enfermero desarrolló una atracción maniática por el universo de las drogas.

Cuando estuvo en edad de hacerlo, leyó lo que pudo encontrar a mano sobre el tema. Decidió que un sanatorio, el ambiente limítrofe de clínicas y hospitales, era el más adecuado para entrar en trato directo con lo que denominaba el carnaval de las substancias. Ese objetivo pasaba -de hacerlo con propiedad- por el arduo camino de estudiar medicina, una pérdida de tiempo a su entender. Tomó el atajo, se propuso convertirse en enfermero, profesión que lo excluía de la primera línea de atención social asegurando el anonimato ajustado a sus intereses. Su cuerpo era el único laboratorio que le merecía confianza; dejó atrás niñez y adolescencia, atrás el recuerdo de la madre de agujas hipodérmicas y se fue a vivir a un barrio pobre. Hizo changas en cualquier cosa para pagarse los cursos indispensables y estudió enfermería con una verdadera pasión. Esa rutina se volvió su mundo, comenzó a hablar como enfermero, tenía relaciones con enfermeras, soñaba como imagino lo harán los enfermeros y comenzó a cuidar enfermos en el barrio; dar inyecciones a domicilio, tomar la presión, dispensar los primeros auxilios a accidentados para ir conociendo el oficio… tesón y paciencia fueron recompensados, obtuvo su diploma con las máximas calificaciones y de inmediato ganó un puesto a destajo sin presupuestar en el Hospital Pasteur.

Cuando le confiaron la llave de la farmacia del Hospital mi vecino vivió un momento de alegría desbordante, el puesto lo ganó a trabajo y honestidad; se trataba de saber organizar ese privilegio, realizaba su ilusión infantil y estaba metido en su carnaval de substancias. La convergencia de constelaciones lindaba con la perfección habiendo lo necesario iniciando una etapa deslumbrante: variedad de ingredientes en gradación milimétrica desde lo epidérmico hasta el logro de estados febriles, su cuerpo que cuidó como gimnasta de paralelas aspirante a medalla olímpica y la oportunidad barnizada del poder funcional abriendo puertas a lo inefable. El enfermero, podemos llamarlo Pedro porque erigió su propia iglesia, supuso, excedido de soberbia que pudiendo dominar la situación la voluntad sería más poderosa que el deseo. Enfrentado a la riqueza de abastecimiento su ebriedad incontrolada hizo que olvidara el proyecto inicial, el hombre que planificó ese momento hasta en sus mínimos detalles dejó de existir, lo olvidó en los meandros contaminados del cerebro. Alcanzar el objetivo lo pervirtió, las fuerzas abyectas resultaron más activas que las trincheras del control e inició su camino hacia la repugnancia. Era un plan digno de concebir, imposible de realizar sin estar dispuesto a ser la víctima privilegiada y su rosario de iniquidades es digno de recordarse. La inicial tuvo la excusa del cansancio por exceso de trabajo.

Desde las primera semanas el enfermero pidió una guardia en urgencia digna de caballo, tanto era el caos del hospital, que nadie llevaba la cuenta de las horas trabajadas siendo lo mismo si al final la suma cerraba. Ante la administración era indiferente seis días de ocho horas que 48 horas de un tirón, la contabilidad retenía la cifra final. En una de esas 48 horas, cuando avanzaba la segunda noche de guardia, sintiendo que no podía tenerse en pie cometió el primero de los robos. Sin demasiada prolijidad preparó un cóctel de potentes barbitúricos, se lo mandó a bodega como un vaso de malta Paisanita que ayuda al crecimiento. Esa sensación la había esperado desde siempre, en cuanto las cápsulas multicolores se deshicieron en el estómago, el cuerpo entendió estar ante el motivo por el cual seguía funcionando. Esa noche, con el efecto excitante del primer hurto a la farmacia cayeron los impedimentos morales y creció el proyecto de ir a fondo en ensayos, provocando el límite de los laboratorios, invadiendo fronteras sensibles del sistema nervioso.

De la tentación mi vecino pasó al desafío y del ensayo a la caída en picada. Pedro se volvió en pocas guardias ratero y depredador, un hombre carente de grandes salidas de arrebato enajenado. Las posibilidades de felicidad inducida quedaron encerradas con él en su atolladero de borrachos incurables y tullidos, gente pobre confrontada a muertes miserables, una puesta en escena de sábanas remendadas y camillas despintadas desde la guerra civil de 1904. Enormes cucarachas voladoras celadoras de baños infectos, instrumental de museo para vaciar pedregales en vesículas tumefactas, colchones desganados y viejos sucios sin cobija asignada, salas altísimas repletas de enfermos terminales que gimen en vano entre eructos de aguachentos caldos de zapallo verde, pedorreas fétidas desenmascarando podredumbres internas, olores reconcentrados de orines sifilíticos, viejas macumberas con várices abiertas y vagabundos reventados de una peritonitis aguda, médicos hastiados que pasan apurados por el círculo que falta en el infierno, la visión de sanguinolentos partos prematuros trayendo al mundo repugnantes criaturas deformes, aullando por asegurar su derecho a la existencia, preñadas sin dientes donde robar calcio y manos erizadas de sabañones, juntapapeles masturbados ornados con costras purulentas de pus inconcebible, pedazos de algodón salpicados de coágulos, gargajos verdosos reptando por el piso, esparadrapos si un tiempo blancos ahora basura, operaciones sin cicatrizar por error de sutura, fracturas expuestas donde la blancura del hueso es escándalo sobresaliendo de harapos superpuestos, extremidades que ya ni son, cosas mal vendadas de las que emergen uñas negras como garras de gárgolas con enfermedades venéreas, bocas entreabiertas y negras para que ingrese la muerte sin el obstáculo de los dientes, por donde salen alientos moribundos de guisos de garbanzo; mujeres golpeadas por su macho de turno, niñas violadas por el padre borracho, niños con el esfínter desgarrado por parientes cariñosos, secuelas ensangrentadas de abortos clandestinos hechos a muchachas mogólicas que llegan sonriendo de la carnicería consentida, sillas de ruedas anacrónicas con cagadera de porcelana blanca, bastones artificiales para compensar el peso de un cáncer a los huesos, muletas remendadas para avanzar sin apuro hacia la muerte, glandes enormes dignos de ritos inexistentes entre nosotros, cuerpos lacerados por males actuando por más de veinte años, cadáveres podridos como si en algún lugar del país hubiera estallado una epidemia de cólera turquesa, peste negra, viruela escarlata, llegaban hombres quemados cuyo cuerpo era una única llaga repugnante, mujeres con agujeros en la garganta hablando como parlante descompuesto, hombres con anos artificiales en el bajo vientre llevando una bolsita de nylon con excrementos y fascinados por la patología indirecta de su cuerpo enfermo, muchachos que traen en una caja de zapatos tres dedos que les cortó la máquina del aserradero donde eran aprendices, un cuerpo sin identificar adornado de cristales brillantes, perdiendo sangre por decenas de estigmas urbanos como imagen religiosa generando un milagro.

De pronto, del silencio de esa imagen silenciosa y la tela mostrando la vacuidad de toda felicidad surge un coro unísono de lamentaciones. El grito desesperado de dolor de aquellos que desconocen el estoicismo, creen que la vida a la que se aferran es un chorro de pus que están a punto de perder, aúllan excitados en conjunto para espantar la muerte, que si bien se distancia, lo mismo sentirá en su tregua la gran delectación de escucharlos.

Demasiado literario lo anterior… cuando lo que para otro podía ser la descripción de una aberración onírica era para Pedro su mercado mejor abastecido y fondo de comercio. En ese ambiente al borde de la autopsia peligrosa él traficaba con píldoras, cloroformo, jeringas repletas de reparadores líquidos traslúcidos, tabletas blancas y polvillos disolventes. Algunos episodios de su tráfico son inolvidables; dejando de lado canjes por paquetes de cigarrillos, refuerzos de milanesa, una chupada en los urinarios colectivos o una botella de caña, lo ofrecido en ese pandemónium era la calma asegurada. Pasar una buena noche para el acompañante y la posibilidad sin la intervención fastidiosa de un Pay de ver a San Jorge acorralando a la bestia siendo a la vez el dragón, como a los Oshiba y arcángeles, a Iemanyá conversando con la Virgen María, a Ogún y San Cristóbal, un mundo de sueños realizados para lo que bastaba ingerir tres gotas de aquello milagroso que Pedro dispensaba.

Primero fue la iniciación de un niño a las drogas, el muchachito estaba internado en la sala llamada de cuidados intensivos por una grave operación a la cabeza; tenía doce años, vivía con resignación su lamentable estado, era tímido y los padres lo maltrataban en su convalecencia, parecía ser culpa del niño haber producido el tumor que los fastidiaba. La recuperación del muchacho duró cerca de un mes, tiempo suficiente para los planes de Pedro. Durante esas semanas el enfermero le inoculó en las venas morfina de gran pureza en gradación constante y violenta; cuando fue dado de alta, el muchachito era un heroinómano programado para toda la vida. Los padres, que creían recuperar al hijo dócil de hacía un tiempo, se encontrarían en el hogar en pocos días con un ser desquiciado sin moral, alguien que haría lo inconcebible, tal vez hasta la suerte y justicia de matarlos con un hacha, para conseguir dinero necesario al tráfico. Eso lo hizo Pedro mientras él se aplicaba a la dosis de droga inconveniente y su conducta comenzaba a alterarse; cuando ingresó en la euforia de las posibilidades, el vecino desbordó los límites de la farmacia, fumó hachís y consiguió opio para las horas de reposo. Su vida se fue reconcentrando entre encierros en la casita de la calle Tánger y guardias en el Pasteur, era lo único que hacía y lenta inevitablemente se confundía con la corte de los milagros arborescente, que de mercado pasaba a ser la comedia de su mundo.

Sin la oportunidad de tentar variaciones se inventó un gusto especial por ciertas mujeres; en cuanto ingresaban al sanatorio él las adivinaba una forma de dependencia con las drogas. hacía lo imposible por retenerlas en el servicio, sirviéndose para ello de tratamientos propios que nadie de arriba controlaba, una pichicatera era poca cosa. Se trataba de supuestas curas de desintoxicación agresivas y dejando a las pacientes en estado permanente de delirio, escala superior a la dependencia arrastrada cuando llegaron al Pasteur buscando ayuda. A la semana, Pedro controlaba la situación;por unos pocos gramos de cocaína las prostituía en su beneficio, mediante un inyectable las obligaba a hacer lo que él quería y la decadencia de la mujer se hacía incontrolable. Era su concepción del amor mientras dura la peste; resultado de sus prácticas y manera de vivir, el enfermero estaba en los huesos. Puro pellejo que circulaba por el mundo con sistemas del cuerpo funcionando en piloto automático, se inyectaba una mezcla de afrodisíacos suecos y japoneses buscando erecciones interminables. Sus desmadres, que cada día tomaban más estado público empezaron a hundir el servicio en una charca de escándalo y con una de esas desgraciadas se le fue la mano en el tratamiento.

Una mañana que Pedro dejaba la guardia, vio que ella venía caminando desde la sala por el corredor donde había más tráfico de visitas y se dirigió hacia la mesa de entrada. Cuando estuvo frente a la telefonista la escuchó decir «no puedo más… ya no, por favor… ya no puedo más». Tenía las manos caídas al costado del cuerpo y había dejado en su avance –arrastrando los pies desnudos- un reguero de sangre señalizando el camino para evitar perderse a la vuelta. Pedro dio media vuelta y se fue para la casa. La infeliz se había abierto las venas con un cuchillo de cocina, cuando llegaron los primeros socorros se arqueó expulsando un vómito espeso producto del voraz envenenamiento y cayó muerta. El episodio fue lo bastante grave para justificar que se diera la alarma, preguntarse entre la jerarquía qué había pasado buscando culpables directos. Haciendo pesar abrumadores antecedentes de la paciente fallecida, Pedro pudo tapar las secuelas de la situación. De ella se podía esperar lo peor por su estado de salud irreversible y él perdió la protección de absoluta confianza que le tenían sus superiores. Hubo un error inadmisible y la actitud de la mujer escapaba a lo planificado por el enfermero, estaba confrontado por primera vez a un descontrol. Algo se rompió en el equilibro entre pacientes, substancias y su poder, quiebre de una deriva insospechada para el futuro del tráfico; se volvió hombre incapaz de dominar sus reacciones, estaba extraviado en un pantano de muerte y sexo, en la foresta animal del descontrol y la locura.

Otra etapa de su curiosa carrera se concretó cuando, por razones vagas de redistribución administrativa, mi vecino resultó destinado al corredor de enfermos terminales. El instinto gregario y una asociación difícil de argumentar hizo que los acompañantes, viendo llegar a Pedro de recorrida, supieran que uno de los pacientes moriría antes del alba. Lo miraban pasar con miedo y respeto de subordinado, temor limítrofe, admiración despertada por quien detenta una variable secreta del poder. Era la persona providencial de la situación, ayudaba a disminuir dolores insoportables y ganarle tiempo a la agonía. Vendía extremaunciones en sobrecito, daba hostias de bendición con aspecto de píldoras coloradas, ofertaba el tránsito hacia allá vestido de ángel con alas espolvoreadas de cocaína. Traficaba con el brebaje casero que eliminaría el dolor como la confesión in articulo mortis, siendo portador de la buena nueva del otro lado escrita en fórmulas químicas.

El sistema funcionaba en tanto era instrumentado discretamente, pudiendo implantarse con suceso entre viejos seniles y cancerosos finales. Incentivado por el suceso de esta etapa de su actividad, Pedro abrió otra línea de servicio consistente en ayuda instantánea al suicida potencial. El entrenamiento de frecuentar la totalidad de los sectores del hospital –sabiendo que utilizó su cuerpo como laboratorio- perfeccionó en mi vecino una cualidad infalible para detectar desesperados. Los ayudaba sin considerar el beneficio económico y lo hacía con la condición insólita de que contaran su historia completa, sin faltar a la verdad y dieran la razón determinante de adentrarse en el único problema digno de la filosofía.

La bulimia de historias hizo estragos en los primeros meses; era habitual que en corredores menos frecuentados del edificio, al fondo de los baños, escaleras de servicio, depósitos abandonados e incluso entre basuras de la cocina, apareciera un cadáver sin signos de violencia y que nadie se tomaba el trabajo de identificar. Pedro se volvió una presencia maligna dentro del hospital con fama supersticiosa de manosanta; hay quien llegó a decir que para estar tranquilo y aumentar su prestigio, él bajaba a drogarse entre los muertos en las catacumbas de la morgue. Otros murmuraban que iba y se conformaba con acariciar el vello púbico de las muertas, como si en esa urdimbre estuviera la cifra de la vida y residencia del alma, negando a dios o reduciéndolo a una cosa peluda. De donde la parusía será una diferencia de colores según la edad de una muerta, diferencia de rulos y espesores descubiertos al microscopio del tacto. De tanto traficar con droga mi vecino se convirtió en laboratorio maceración de la cabeza, de tanto cortejar la muerte de los otros trataba de hallar una pequeña diferencia en la serie. Percibirla entre su voluntad de inyectarse el antebrazo -inflando las venas por retención de sangre- para hundir la hipodérmica en el caño azulado, deshacer de un tirón el nudo de goma colorada y lo visto en otros cuerpos moribundos, tratados como viejos conocidos.

Tenía asumida la tentación de transitar a instalarse en otro estado de la materia viva. Lo sorprendente es que confiaba en forzar el regreso, estaba sumergido en tembladerales de locura y hubiera seguido sin detenerse hasta el final de su impudicia mórbida; pero un episodio providencial le recordó la persistencia física del mundo.

Una noche estando mi vecino de guardia llegó a la puerta de entrada un tipo que tenía una bala metida en la espalda, lo acompañaban dos hombres corpulentos, guardaespaldas que fueron sorprendidos también por el agresor. En aquellos tiempos que ya huelen a históricos, cuando llegaba a la asistencia un herido de bala siempre se pensaba lo peor y Pedro fue el primero en verlo. «Tengo plata suficiente para comprar el hospital con internados y todo. Nadie debe saber que tengo un plomo en la espalda. Quiero anestesia buena y silencio del mejor» dijo el herido, que apenas se podía tener en pie.

Era un armenio llegado cuando chico al paìs y entre muchos negocios nocturnos, regenteaba un cabaret donde la prostitución era el rubro menos redituable; fue allí que ocurrió el accidente de trabajo por diferencias de cotización con unos asiáticos. Pedro escuchó la versión del armenio, acostumbrado como estaba a manipular con miserias patológicas hasta la saturación y por cambiar al menos una vez de registro, decidió tomar el caso a cargo, hacerlo con mucho cuidado. Justo a él venirle con asuntos morales… además quedó impresionado por la prepotencia del armenio no exenta de lealtad, teniendo en cuenta que la herida era cualquier cosa menos superficial.

«Venga por aquí» dijo sin poner condiciones. Sin chistar trabajó tres horas para reparar el incidente laboral, el resultado fue impecable y para el armenio se trataba de un epílogo feliz. «¿Cuánto se debe por la changa?» dijo una vez que pudo articular saliendo de la anestesia. «Aquí no pasa nada, con decir gracias alcanza» respondió el enfermero. Se trataba de la satisfacción del deber cumplido, cierta arrogancia a la que no eran ajenas unas cápsulas verdes ingeridas después de haber extraído el proyectil, cuando comenzó a coser. Estaba divertido, hacía tiempo que no levantaba una camisa limpia para revisar una herida ni sentía al dar las últimas puntadas olor agradable a desodorante importado. El armenio sabía lo que vale una deuda y era de los que pagaban.

«Los tipos que rechazan la plata es porque hay otra cosa que les come la cabeza. Si por casualidad para vos son las putas, con la que te mandaste hace un rato estás cubierto por un tiempo largo. Tomá» le dijo antes de marcharse y le tendió la mano con una tarjeta. Pedro la recogió, sin mirarla la metió en el bolsillo superior del guardapolvos y volvió al mundo de sufrientes, picado con cierta curiosidad.

Mi vecino fue al cabaret del armenio una sola vez. Hace mucho tuvo un plan inicial para su vida pero lo olvidó, antes conocía la ciudad y ahora la zona del centro era para él territorio extranjero. Más de cinco años sin salir del perímetro del barrio de la Unión hicieron estragos en su sentido de la orientación. Eso había sido el sábado anterior, él dijo en sus primeras declaraciones que fue la abusiva intensidad de las luces, luego que lo insoportable de las músicas y el barullo de gente hablando sin parar. Habrá dicho que las mujeres risueñas con pelucas rubias, sí… las copas rotas y botellas de todos los colores, el sonido de piedras de hielo al caer en vasos de whisky, servilletas de papel con monograma del cabaret en relieve. Eso: taburetes de cuero colorado capitoneado, gestos incesantes del barman, las manos del armenio cargadas de anillos dorados con piedras gigantescas y su manera de hablar.

-Elegí la hembra que quieras sin disparates ni píldoras de colores, esto no es el hospital».

Pedro avanzó como el soldado Worzeck en una noche de asueto, caminó entre humo y luces hasta encontrar una mujer dicharachera y la señaló al armenio que dio la orden correspondiente.

En el hotel de al lado del cabaret que también era del armenio mi vecino hizo el disparate; se dice que tuvieron que tirar todos los muebles, pintar la pieza con tres manos de pintura y que el lugar quedó embrujado. Eso fue para los otros. Pedro, luego del disparate regresó al hospital a seguir con su trabajo como si nada hubiera pasado. La rutina de siempre, uno de los pacientes había muerto sin pedirle autorización igual que la desgraciada del hotel. Para él fue una cachetada, la muerte le decía que podía prescindir de sus servicios de intermediario y entendió la inutilidad de sus gestos de pasaje; a esa altura del precipitado el carnaval de las substancias pensaba por él, se lo había tragado por completo.

Eso fue el sábado, la noche antes de aquel domingo de mañana que mi vecino enfermero llegó tarde al bar y le puso mucha azúcar al café con leche.

Nos damos cuenta tarde de ciertas cosas, debí comprender cuando lo vi raro al vecino que estaba en la inminencia de alguna cosa brava. Había información clave que hasta el momento me era desconocida, lo distinto superficial fue que perdí la primera carrera del domingo, que por otra parte resultó un bodrio carente de emoción. El resto de la tarde, yendo y viniendo entre el palco de prensa y las ventanillas, sentí cierta inquietud de espíritu que atribuí a mis tripas en desacomodo. Después comprendí que se trataba de la sombra del desquicio de Pedro siguiéndome desde la mañana, locura en la que también estaba ingresado igual que invitado apreciado en olor de dudosa santidad.

Cuando terminaron las carreras programadas regresé directo a casa y me tiré a dormir un rato. Desperté sobresaltado en el medio de la noche, me levanté y tomé agua en abundancia, fui hasta el baño a mear, comí un pedazo de pascualina agria y fría, busqué la causa del desasosiego sin hallar respuesta satisfactoria. Nada especial, ni sospecha de la tragedia que se estaba desarrollando en la casa de enfrente; desperté una segunda vez a eso de las ocho de la mañana, la cabeza aturdida y resaca de otra cosa diferente al alcohol. Fue ahí que escuché ruidos de gente reunida en la calle.

Habíamos tenido allanamiento el mes pasado en la calle Tánger y fui hasta la ventana para curiosear. Primero me percaté que llovía y luego vi al tipo cruzando el portoncito del jardín, ensangrentado hasta los pies, escoltado por dos policías avergonzados de estar en esa situación lamentable. Contemplé en ese signo lo invisible a la vista: mi sorpresa con algo de reproche. También ya escrita en hojitas de papel cuadriculado, pronta para marchar a los talleres del diario, la historia sórdida del drama familiar de la calle Tánger al 600. La crónica que me sacaría del olor a bosta, reflejos de casaquillas de colores, veterinarios cirróticos, la especulación sobre el futuro prometedor de potrancas y potrillos. La vi todita escrita.

Carreras con carreras y se sabe lo que es eso de la mala suerte se gana o se pierde por una cabeza. Capaz que una tarde de estas y para cerrar la herida abierta todavía me largo hasta Las Piedras, antes que cierren el hipódromo y me tiro unos pesos a un pingo perdedor. En una de esas capaz que me encuentro con el vecino y nos ponemos a charlar de los viejos tiempos, cerca de donde salen los caballos cuando se dirigen a las gateras.

Capaz, quién le diga.

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