La diana del tiempo

Me embarqué afiebrado y con jaqueca persistente en un viaje –sin regreso al punto de partida y dentro de otro trip alucinante- una mañana sofocante en el puerto de Maracaibo, hace de ello una cantidad de semanas sin contabilizar. La situación inicial así resumida resulta incomprensible, podría hasta aceptarla por desidia en alguien sin ser yo mismo, cualquier personaje anónimo orbitando a ciegas en otra vida.

A comienzos de octubre del año pasado obtuve el diploma superior en Informática, con las mejores notas y felicitaciones del tribunal del examen final; consistió en la simulación verosímil de un hipotético sitio inexistente, sobre ofertas inmobiliarias de residencias de alto standing. Mi modesta ambición inmediata, era hallar una estabilidad laboral cómoda lo más pronto posible y por el resto ya vería. Con la técnica adquirida en siete semestres intensos, podría rondar por el mundo virtual abriendo contactos potenciales, cerrando pantallas superpuestas y sin necesidad de moverme del lugar de trabajo. El destino a la antigua idea aristotélica o algo programado con teclado que se le parece decidió lo contrario.

Desde que tuve el diploma entre las manos, los estímulos sedentarios se vieron contrariados por una serie de episodios salidos de un sofware desarreglado. Atacados por el virus del desánimo creciente, acelerando antagonismos a mis planes hasta configurar el conflicto irreversible: un lifegame hiperrealista de vidas virtuales paralelas que me atrapó en su interior. Clausurando en simultánea los portales de acceso y escape, haciendo que cada día de veinticinco horas permaneciera abierto e inacabado; y el sueño sedado prologara el imperativo “continuará” de incertidumbre al final de cada ciclo completo.

Un tío materno influyente en el medio, que apenas conocía de rumores, consejero fiscal de las más sólidas empresas financieras de plaza, me prometió, puede que a la ligera y por compromiso familiar, un cargo de responsabilidad con perspectivas de subir. Ascender repitió, escalar sin tropiezos, trepar pudo agregar en su propuesta, de promoción asegurada a niveles superiores luego de balances positivos en una de las firmas que él asesoraba. Dos días antes de la entrevista decisiva que cambiaría mi vida, separándome del mar picado de los mortales, mi tío falleció por una emboscada de la inasible relación causa efecto. Sin dejar explicaciones de su acto brutal al parecer inesperado y sin mensajes de despedida a los seres queridos, se lanzó al vacío desde el décimo piso del edificio donde funcionaba la empresa consultante. La esposa, desconsolada, repetía insana que fue un asesinato por contrato; ella alegaba en medio de la histeria acusadora, que su marido nunca manifestó tendencias suicidas, que la situación financiera y afectiva entre ellos estaban en regla. Nadie del entorno laboral ni de las autoridades consideró esa hipótesis de viuda desequilibrada con seriedad y optaron por rubricar el gesto espontáneo que todo lo clausura.

La única oferta que apareció, para sacarme del callejón laboral que se perfilaba luego de los funerales sin misa de cuerpo presente, llegó del extranjero. Fue así que en pocas horas mi situación cambió de andarivel; hallé la fuerza necesaria para salirme de la órbita conocida, al punto que terminé interrogando el sentido de habitar mi ciudad, la circunstancia amenazante que me acosaba y nutriendo por tanto la urgencia de partir lejos por una larga temporada. Busqué dónde en el mundo conocido podría estar esa irrupción de la movilidad y todavía con el trauma de la caída al vacío de alguien que prometió, por el contrario, la estratosfera amable de la sociedad ganadora.

Parecía cumplirse un circuito imperfecto dibujado durante la infancia: la lectura de libros de aventureros de levar ancla y esa obsesión que tenía mi abuelo paterno por el proyecto boicoteado del Submarino Peral. Yo prefería de niño –en el estante desordenado de las novelas familiares- la ilustrada por la fuga tras lo ignorado que la reciente próxima induciendo al suicidio. No es que mi abuelo fuera marino de guerra ni ingeniero naval que pudiera justificarlo, era un emigrante tipo comercial que terminó su vida laboral en el Correo y para distraer las vicisitudes de su alma peregrina por varias ciudades, se aferró como un talismán narrativo a la historia del ingeniero fallecido en Berlín un 22 de mayo, día de San Emilio. Isaac Peral tenía para mi abuelo algo sublimado, entre el héroe incomprendido que compensa las fallas personales y el modelo de una vida alternativa. Era el padre de mi padre y terminó mal de la cabeza; de cierta manera natural su sino presidía el azar de nuestra familia, originaria de Cartagena de allá a la cual un movimiento de la historia militar, las finanzas de acciones en caída y el comercio de una región siniestrada, la llevaron a ser americana. Educación laica con guardapolvo blanco, moña azul, cerebro formado con el gusto por la tecnología e indiferente a cuestiones escatológicas, él no tenía problemas de identidad vinculados a una historia desgarrada y la religión.

Me sentía ciudadano de la patria Google utilizando dos pasaportes indistintamente, más que de saber quién soy me preocupó -desde pequeño. programar lo que podría llegar a ser y hacer; menos buscaba papeles en archivos y parroquias, desandar la ruta tribal de mis ancestros de forma insistente por un presunto instinto del eterno retorno. El camino de Santiago se hace en un solo sentido marchando por etapas a campo traviesa, evitando embarcarse en un avión tubular sin quilla ni cubierta. Un botafumeiro ideal oscila en el aire trazando la línea imaginaria, el péndulo en las antípodas de los orígenes y que es donde empieza la senda interior que importa.

Estudié perseverando escala a escala, para navegar por océanos de mensajes con piratas emboscados en cada portal y el saber acumulado del mundo a tres maniobras de los dedos. Nací y vivía en una ciudad de puerto del Atlántico sur; entradas y salidas de barcos a los muelles, tirados por remolcadores negros como naves aqueas, anclados en aguas territoriales esperando turno, internados en astilleros para reparaciones de urgencia, estaban más fijadas en mí que las otras extensiones americanas. El corazón palpitante del desafío estaba más cerca del mar que de la selva.

“El complot, siempre el complot…” decía mi abuelo refiriéndose a las desventuras de Peral y Caballero ante la envidia de los mandos, malogrado inventor universal a quien la pasión de las profundidades y su estrategia bélica, le provocaron el mal invasor que termino por matarlo. Traidor torpedo cancerígeno, que hundió sus elucubraciones de batallas marinas decididas por el factor sorpresa. Las obsesiones persistentes lo que tienen es la capacidad de trasmitirse en secreto dentro de la familia. Ninguno de mis primos y hermanos recuerdan esa anécdota del abuelo, referida al prototipo conservado en Cartagena al aire libre; como si él mismo hubiera segmentado su vida, decidido legarle una escena precisa a cada uno de los herederos de la memoria. A mí me correspondió ese asunto del submarino postergado y que aguardaba el momento oportuno para salir a la superficie.

Mi combustible para desprenderme del duelo familiar se llamó Interim Ltda. y el capitán a cargo Mr. Hermann, un gringo emprendedor que reclutaba personal para la nueva sucursal de Maracaibo que estaba por abrirse. Allí fui sin hacerme preguntas y no hubo estafa porque nada me pidió a cambio. Entre mi aceptación inmediata y la llegada a Maracaibo, debió de suceder algo terrible en Austin, Texas, donde estaba la sede central de la empresa. El plan Interim Ltda. pensado para conquistar el mundo del futuro explotó en pleno vuelo, tocado por el misil del mercado fluctuante; algún contrato petrolero se vio en dificultades, una comisión quedó sin liquidarse a intermediarios rencorosos, un comando de mercenarios se alzó con el poder en un país impronunciable, hubo un conflicto de espionaje industrial, las acciones cayeron de un cierre para otro de la Bolsa americana, y me hallé por ello en el estudio del abogado encargado de gestionar el naufragio empresarial.

-Le pido disculpas en nombre de la empresa por las contrariedades ocasionadas, me dijo con un tono amable que mantuvo hasta el final de la entrevista.

-Es un escándalo, dije defendiéndome del despojo de mi paquete de acciones y planes de futuro. No me queda otro remedio que denunciarlo en la red, repliqué.

-Ni lo intente, dijo. Sería hombre muerto.

Era la primera vez en la vida que me amenazaban de muerte mirándome a los ojos. Si temí la probabilidad y condiciones efectivas del gesto, viví también un momento de plenitud, como si lo hubiera aguardado durante largo tiempo.

-Entiendo su situación, pero así son las cosas. Es lo más que podemos hacer por usted que viene de tan lejos, dijo y me extendió un sobre con dos mil dólares americanos en billetes de cincuenta. Tome por las molestias ocasionadas, agregó y ni siquiera me pidió firmar un recibo.

Preferí callar haciéndome el desentendido. Aquí no ha pasado nada, guardé el sobre que contenía el costo de mi vida en el mercado, la cotización de mis bonos al portador después de la quiebra. Valía menos que un mes de salario, ese dinero contenía una enseñanza sobre la que debería meditar a la brevedad. Aquello era una enormidad de dinero pensando en una semana de vida y de haber estado en mi ciudad natal. la situación habría desatado la angustia. En esa circunstancia debía estar alerta, ya que el sábado próximo quedaba bien lejos del presente.

Una hora después de la entrevista estaba bebiendo cerveza en una plaza con palmeras de oasis y tenderetes de feria con el minuto presente de acompañante. Nadie me esperaba en casa a miles de kilómetros; en el hotel de un segundo piso de un edificio de tres plantas, que estaba en mi horizonte visual aguardándome, había un cartel escrito en letras azules: HAY VACANTES. Alguno de los paseantes desconocidos podía ser el encargado de eliminarme si pretendía hacer el ridículo del experto ofendido; pudo haberlo hecho siete veces en esa media hora si el contrato por suprimirme se hubiera firmado. En esa circunstancia era un extranjero más en la ciudad, cuerpo vulnerable de paso, meteorito traslúcido sin masa específica. ¿Quién? Nadie, sudaba y comenzaba a oler a intruso desconfiado, lo que no me desagradaba mucho.

La situación parecía dominada habiendo sin embargo en esa plaza una anormalidad flagrante para mis sentidos. Era el encadenamiento de escenas vitalistas: colores chillones naturales salidos de la vegetación, gritos de vendedores callejeros, muros y pasivas pintados a la cal con algo de penitenciaría política, negras jóvenes bellísimas cargando niños de pocos meses, olores penetrantes de comida frita a la intemperie, plátano verde, alas de pollo, calamares picantes y lo indescifrable otro que sentía por primera vez, entendiendo al fin lo que fue la colonia durante cuatro siglos.mEn el momento mismo que saboreaba la independencia de mi nación personal, algo me hacía saber que estaba prisionero del Tiempo y la metrópoli distante era una inmensa máquina de relojería. Viajé con frecuencia no demasiado lejos pero nunca había visto antes esa luz del cruce del mediodía. La colonia no es territorio usurpado a la fuerza sino la noción a contramano del tiempo que nos encadena el deseo; el futuro es lo que menos importa en tales circunstancias del alma. El presente eran las dos horas circundantes: una dejada atrás, la otra que se aproxima exigiendo demasiado del cuerpo y los sentidos.

Hay tal implicancia con esa configuración irrepetible, que uno bebe sin casi respirar la tercera botella de lo que sea para evitar marearse de intensidad. Entonces la experiencia del pasado -de toda la vida que fluye entre los días y que era no más hasta hace tres días- se vuelve remota eventualidad, relato accidentado, objeto metálico extraviado de una cultura ignorada. Era mentalmente en la plaza esa, donde estaba por primera y última vez de mi vida; quizá por ello. cuando la crucé en diagonal un tanto desquiciado, tampoco acusé el temor de la extrañeza ni lo desconocido. Repetía gestos en los cuales me reconocía, moviéndome por las aceras con familiaridad, como si hubiera sido mío el puesto de Interim Ltda. desde hace meses y esa noche fuera a cerrar un contrato con los japoneses, sin temor a que me asaltaran dos navajeros en el camino.

Algo debió haber pasado entre que descubrí desde lejos el cartel y me dije: quiero dormir en ese hotel. Cuando llegaba a la recepción a negociar una habitación doble, que diera al patio interior y no necesitaba imaginarlo el conserje me extendió la llave de la habitación número 18.

-Señor Valle, llegó un telegrama para usted.

Aclarar la situación anómala rectificando el error, decirle al empleado que ese no era mi apellido y nunca había estado en la habitación número 18 sería más complicado de lo supuesto. Hubiera terminado detenido en la comisaría local sin cinto ni zapatos, intentando argumentar siete veces seguidas lo inexplicable. Tomé la llave que me daban como lo hubiera hecho Valle de haber venido cinco minutos antes y me dirigí a la habitación 18, aceptando que a partir de ese diálogo yo era el señor Valle.

Allí estaban mis pertenencias, nada faltaba y me reconocí en estos objetos de un huésped de paso. Por una vez y a pesar del desajuste las certezas no provenían del ordenador. Tampoco quería abrirlo por temor a la sorpresa; a esa hora de ese día equivocado, la informática estaba por inventarse y las mujeres blancas de pelo teñido usaban enormes capelinas. Lo que debía saber para programar los próximos días de mi vida me llegó por telegrama. La última vez que había recibido un telegrama fue cuando falleció mi abuelo, el guardián del templo Isaac Peral.

lamento incidente de reclutamiento por razones financieras. stop. algún día nos encontraremos. stop. es inevitable. stop. amigo valle aproveche para viajar y buena suerte. stop. hermann k. stop.

Una vez que se abre la puerta equivocada, allí dentro no hay descanso e incluso durmiendo sin roncar prosigue andando la máquina de ensoñación. Esa libertad del cotidiano que desconoce causas preliminares hace fluida la conexión entre deseos reprimidos, la acción como si la vida recobrara una actividad y dormir fuera el ensayo general del sueño de la muerte.

A la mañana siguiente la angustia matinal no fue el salario en dólares americanos de Interim Ltda. sino informarme del movimiento de los barcos que salían para Cuba ese mismo día.

-Por dios, tengo que calmarme.

Me dije cuando vi que estaba afeitándome con navaja, que daría lo que fuera por un trago de aguardiente de caña en el momento ese y tenía dólares en un sobre, billetes flamantes firmados por un tesorero de los Estados Unidos de comienzo de siglo. Hacía años que no tenía esa sensación de dinero tangible al punto de olerlo y escuchar el ruido cuando se los pasa rápido sopesando el fajo. Suficientes para poder ir al casino y jugar el pleno máximo al 17 siguiendo un pálpito infernal; pagarme la puta más cara de la ciudad por toda una noche, mandarme hacer tres pares de zapatos de cuero de cocodrilo y comprar monedas de plata Potosí por el placer de escuchar el ruido que hacen al entrechocarse.

Decidí que me dejaría crecer el bigote para parecerme a mi abuelo y alivianar la certeza de que emprendía el viaje a la isla lagarto que él nunca pudo hacer; Cuba era su sueño con fijación y él decía que era incomprensible. Presumí en aquel tiempo que se trataba del efecto mimético de la revolución barbuda, contrariando sus convicciones políticas; luego, me pareció que era insuficiente para entenderlo, ya que abuelo tenía un archivo de recuerdos anteriores a la Sierra Maestra. Como le gustaba la pesca, pensé en una emulación de cuentos marinos y cuando descubrí sus discos de juventud, después que falleció, imaginé que podría tratarse de la música. Ese viaje se lo estaba debiendo y cuando subí al carguero que aceptaba pasajeros, supe por telepatía que emprendía el camino equivocado. Me dirigía hacia alguna forma de perdición y tampoco me importó. Era más fuerte la pulsión de navegar que la prudencia, el único mar que me estaría destinado era ese que estaba mirando y los otros restantes serían para después.

De todas las posibilidades de argumentar mi viaje con una impostura, la de comprar cigarros al mayoreo me pareció creíble. El agente de viaje con el que traté las combinaciones fue eficaz, es probable que me haya estafado y cuando desembarcara no existiera el hotel convenido, ni el vuelo reservado para llegar a Santa Cruz de la Sierra como primera escala; menos aún el contacto con los tabacaleros autorizado por el gobierno a la exportación. Tampoco estaba convertido en un aventurero solitario deseoso de perderse en la jungla de lo que desconoce.

El barco y la tripulación responsable existían en alguna circunvalación de mis pensamientos; si el capitán pensaba suprimir a los pasajeros durante la travesía y robarnos antes de tirarnos fuera de borda, tendría que deshacerse de cuatro cuerpos en alguna de las horas que pasaríamos en alta mar. El tiempo en el mar fluye diferente y es el mar que fluye también de otra manera en el tiempo. Nunca supuse que los preparativos para zarpar duraran tanto y cuando servimos los primeros tragos del atardecer, persistía en el horizonte –era el horizonte- la línea de luz continua de Maracaibo iluminada. Ninguna intención tenía de adivinar la nacionalidad del capitán, ni me preocupé por conocer la entidad de la carga secreta que llevábamos en la bodega.

Lo extravagante resultamos los pasajeros reclutados y tal vez éramos el maquillaje superficial para encubrir tráficos menos mundanos. Quiero decir que esa manera de viajar no respondía al costo del billete pagado cash, sino a alambicadas motivaciones personales; más bien se trata de hacerlo para perfilar la decisión y el objetivo del viaje. Ignoraba si una vez desembarcado seguiría adelante con la farsa de los cigarros importados o buscaría discos de vinílico para completar la colección de mi abuelo. De la misma manera que yo mentía, seguro lo harían los otros tres pasajeros. Valía una vida la noche esa irrepetible en alta mar, era el encuentro de tres instancias absolutas del firmamento estrellado, el viejo océano y la soledad que se ignora para que filtren mejor los pensamientos. Sentía el paso material del tiempo hacia la muerte, lo que pudiera inventar con los recuerdos y aquello que me cobrara la voluntad.

Tuve hasta una evocación de entendimiento por el tío lejano que se tiró desde un décimo piso; en curiosa intersección a un deseo de fijación en lo absoluto, punto indeleble de cruce entre lo que era y aquello que hubiera deseado ser. Bastaba un golpe de timón sin brutalidad, desplegar una vela en cadencia, plegar otra de popa, marcar tres grados sobre el plano alterando la ruta original y la vida podría transformarse en novela de papel barato. Lo impensado anormal ocurrió hacia la una de la madrugada, que podían ser las tres, cualquier otra cifra para alguien ignorante como yo del cielo y su cartografía. Nada aguardaba de la noche predestinada, salvo que fuera hacia el final y si algo esperaba era cruzar un banco de ballenas rumbo a la desembocadura del río San Lorenzo. La irrupción en el cielo de un objeto luminoso sin poder identificarlo, elucubraciones de satélites y meteoritos, chatarra de estaciones espaciales de la URSS, atajos consoladores de mitos mecánicos de la ciencia ficción.

Repetí tres veces a manera de mantra tibetano: eso no estaba sucediendo. Fue cuando cruzamos -a unos setenta pies- un barco a vela de tres mástiles, que correspondía a otra época y no podía estar navegando en el presente. De cuando los lingotes de plata sellada, el escorbuto a bordo, tráfico de esclavos legal y amotinamientos por hambre una vez guisada la última rata polizonte. Sin ánimo a esas alturas para explicaciones fantásticas, acepté de buen grado la variante del turismo imaginativo a pesar de la hora tardía y descartando la piratería de las islas como hipótesis. No estaba en mis planes morir en el fragor de un abordaje bucanero, menos caminar por la plancha atado de manos para contento de tiburones y grumetes enardecidos en cubierta.

Me apacigüé sabiendo que el problema de identidad lo tendrían los pasajeros supersticiosos del otro barco, si estaba ocurriendo lo que yo suponía y ellos nos observaban a su vez, ignorando que nosotros veníamos de dos siglos después. La memoria y el pasado bifurcan sin percatarse, el futuro se nutre de ignorancia y regresé a una pequeña cubierta prevista para los pasajeros con calor. Las tumbonas estaban dispuestas sin orden, excepto uno de los pasajeros, parecía que el resto de los tripulantes estaba durmiendo a pata suelta en hamacas paraguayas, disfrutando la calma nocturna de la navegación; aunque la intensidad de la noche podía inclinarse por la hipótesis de la desaparición súbita.

-La vio pues, me dijo el otro pasajero.

-Así es, contesté, aceptando supuestos de sugestión, evitando explicaciones latosas concluyendo en deducción ridícula.

-No sucede siempre. Esta noche es especial, estamos en víspera de acontecimientos extraños para quienes vivimos la experiencia. La descubrí hace años, nunca falla en esta zona de tránsito y cruce de corrientes; la primera vez es imborrable, me sorprende que haya guardado la calma en su bautizo de ruta y en silencio. En general la gente se perturba queriendo ser persuasiva, hasta grita para ser creída en su versión.

-La aceptación en lo extraño es más apacible que la confusión de las interrogantes. ¿Va seguido a Cuba?

-Antes, sí. Este es mi último viaje, supongo. Voy a matar un traidor, contestó.

Supuse una provocación para divertirse a mis expensas, la indignación no tenía camarote reservado en ese barco. Para qué pedir explicaciones sobre lo dicho sin estar dispuesto a modificar lo planeado en detalle y que fuera enunciado con la infalibilidad de un oráculo. Sería una broma redundante de bebedor, seis horas de sueño podrían alterar los propósitos confesados con determinación sin gotas de arrepentimiento amontillado.

Consideré inoportuno indagar las formas del delito de confidencia que justificaba el plan; al menos que se tratara de un clásico ajuste de cuentas entre hampones y menos tenía razones recientes para alegar a favor de la vida. Si el declarante era un demente charlatán cualquier cosa que dijera agravaría el caso, de escuchar la historia de causas traicionadas y simpatía por el dinero del enemigo, quizá terminara aprobando la iniciativa avanzada.

-Con una noche así puede ser un desperdicio, dije.

El hombre sonrió, seguro pensó que no le había creído y yo lo consideraba tan fantasma e ilusión de mis sentidos como la nave descubierta hacía algunos minutos; me ofreció luego un cigarrillo y me pasó el encendedor. A los pocos minutos de estar fumando, pensando tal vez por centésima vez el orden de los movimiento cuando bajara a tierra, ajustando planes en la noche previa al gesto fatal, él se levantó y marchó al interior de la cabina.

-Hasta mañana, fue un gusto conocerlo, dijo.

-Esto es suyo, dije con el encendedor en la mano extendida.

-Se lo puede quedar, es un obsequio. Estoy pensando dejar de fumar.

Me pareció haberlo ubicado entre el equipaje cuando subimos a bordo y a la mañana siguiente al despedirnos del capitán, tampoco podría asegurar que hubiera sido posible identificarlo en un grupo de sospechosos alineados contra un muro iluminado. En el muelle había la traza de cirios rojos quemados, como si ese espacio al aire libre hubiera sido el sitio furtivo de un rito nocturno original, fusionando Toledo del arrepentimiento y el corazón de las tinieblas. Ninguna revolución altera por completo el desorden del mundo, siempre perduran fuerzas opacas negándose a cambiar; la realidad ancestral es más compleja que las materias primas y la propiedad de los medios de producción. Revolucionario acaso era mi abuelo, que odiaba a los mancos sin conocer las razones y yo pertenecía a una generación resignada. La vida no invertida al servicio de mutar la realidad, sino para que pase pronto y ocuparse de la otra que inducen los ordenadores. Mi capitán Nemo había sido Bill Gates.

Alguien interpretó mi indiferencia en los consulados del Tiempo y tenía en mi poder la visa temporal que duraba hasta la salida del próximo avión. Me la otorgaron condicionado a ciertas reservas que trazaban de mi estadía un itinerario regulado, ellos querían que supiera que estaba siendo vigilado, mi visita no era bienvenida y me consideraban un indeseado. Estando sin planes y bajo de iniciativas el tiempo asignado era suficiente; como nada esperaba de sorprendente antes del crepúsculo, si algo debía suceder en La Habana llegaría de manera ajena a la duración de la estadía.

Cuba me pareció en cuanto la olí más real que el sueño de Maracaibo donde comenzaron los desórdenes, los afanes aventureros de extraviarme por una temporada sin que nadie conociera mi paradero desaparecieron. El tráfico callejero del cambio de moneda, logró retrotraerme a la realidad de la economía; me asaltó el temor de hallarme falto de dinero y amnésico en la taberna de un pueblo sin nombre a cien kilómetros del presente. Agradecía al gestor venezolano, que conocía de memoria el repertorio de Carlos Gardel según me dijo con orgullo, pues recortándome libertad facilitó la visa traficada. Si el hotel reservado existía en un lugar de la ciudad, en la pista del aeropuerto estaría el avión calentando motores; si el avión despegaba sin fallas mecánicas con un atraso relativo, seguro hallaría la correspondencia de madrugada, y al aterrizaje de otro vuelo eventual el cierre del paréntesis laboral.

Me sentía hundirme en una intriga de apariencias donde me negaba a ser protagonista, ciertos hechos me incitaban a ser personaje con relieve y temía lanzar programas que escaparan a mi control. Los extras de la producción local me asediaban, parecía que hubiera comenzado la filmación y me estaba negado perder ni media hora de rodaje. Debería ser ostensible mi aspecto de extranjero con divisas escondidas, despreocupación por movimientos políticos internos y cierta disposición a usufructuar las fallas del sistema social. En algunos cruces el asedio era discreto por lo intercambiado y en otros brutal por la prisa que conlleva toda estafa, como si el tiempo faltara y fuera necesario concluir pronto con la transacción. La caída de la noche tampoco contribuía a recobrar el aliento; había por todas partes personajes de una Babel tropical en descomposición, hombres blancos de todas las edades decididos a beber sin tregua hasta el coma etílico, parejas impunes dispuestas a indagar los límites de la moral revolucionaria arrinconada. Como un ballet folklórico consagrado al canje, la noche de las calles se poblaba de conversaciones sin temor y era difícil imaginar la forma concreta del deseo. Había una fluidez donde circulaban cajas Cohíba de diversas dimensiones, personas queriendo ser sombras tomadas por la cintura, salidas en grupos a calles más desiertas para cenar en privado picadillo de carne con frijoles negros, acaso una forma de la curiosidad reprimida por escenas más osadas.

Buscando la soledad que pone las ideas en orden, me retiré a la zona alejada del bar del hotel. De permanecer en la flotación de la barra junto al barman, el circuito de la conversación sería imparable. Terminaría hablando con latinos parlanchines de safaris amazónicos y minas de cobre colgadas en los Andes, turistas de la revolución ajena turbados por la zafra de la nueva trova.

Opté por la tradición de los duros del cine, pedí una botella del mejor ron, hielo suficiente para vaciarla y me instalé en una mesa lejos del ruido.

-Que nadie me moleste, le dije al barman y le di una buena propina.

Fue mi mejor momento como si estuviera siendo filmado y la escena resuelta con la primera toma. Observaba a la gente siendo otra y su deambular excitado por la hora siguiente, escuchaba música del mundo intemporal paralelo, donde se oyen maracas afinadas preludiando bronces de mambo, caderas cubiertas con popelina, bajo vientres sudados, guaracha y cha cha cha. Bebía diciendo: esto es lo que quería; por primera vez pensé en lo que pudo ser mi vida del otro lado del cortinado, de haber tenido naipes ganadores en la mano cuando empezaron las apuestas. Quería haber sido el personaje de un relato que conocían los parroquianos de esa cantina cosmopolita para potentados. La historia del hombre que bebe ron añejo en un hotel para turistas de La Habana y a quien -en agradecimiento- el barman le envía aceitunas negras enormes, la prensa del día y le pregunta a otros parroquianos si conocen al hombre aquél. Es ahí que dejaba de actuar el casi funcionario de Interim Ltda. para ser personaje y el pasaje prodigioso se produjo en la página siete del periódico.

El capitán del barco que me trajo la víspera aparecía detenido entre dos policías, sus facciones habían cambiado de manera sorprendente, se evocaba un cargamento de vacunas vencidas y drogas financiando una red de infiltrados. La red del tráfico que me ponía por accidente en el centro de un asunto policial de espionaje; vendrían por mí necesariamente en las próximas horas. El nombre estaba en la agencia de Maracaibo, la lista de pasajeros, los papeles del cargo y las declaraciones inducidas del capitán; el nombre me definía más que mi historia y sería inútil justificar la procedencia de los dólares americanos que tenía en la billetera. Era extraño que todavía no estuviera detenido por averiguaciones. “¿El señor Valle?” me hubieran preguntado y quizá evocaran mi verdadero nombre, perdido en la travesía como objeto flotante. Polizonte que destrozó sus papeles verdaderos y se duerme antes de caer al Caribe en el rastro de popa.

Acaso el barman estaba al tanto y quiso avisarme o señalarme, cumpliendo su función convenida de indicador de los servicios. Lo curioso es que tampoco temí a la escena siguiente, aguardé apacible la evolución de los hechos que mi voluntad nunca pretendió provocar ni podía alterar; quedaba la posibilidad remota del malentendido generalizado. Desde semanas atrás, sospechaba el asedio de fuerzas hostiles queriendo hacerme descarrilar, precipitarme a una situación de desamparo. Por una razón desconocida acaso la venía mereciendo, mi tío lanzado al vacío fue la señal inicial y que alcanzaba ahora su sentido premonitorio.

Con la botella por la mitad me levanté del sillón llevándola conmigo como mascota inanimada, fue como pude hasta el ascensor tratando de estar listo por si alguien me interrumpía en el trayecto a la habitación 180. Descuidé la falta de costumbre de beber alcoholes duros con el estómago vacío sin respetar los tiempos, la ilusión me condujo a una secuencia de bebedor acostumbrado y el cuerpo contrariaba ese deslizamiento de los sentidos. En el ascensor, siendo apenas un par de pisos sentí los efectos devastadores a la vez en el cerebro y el hígado.

La cabeza me aconsejó que nada podría hacer con la mitad de la botella, el hígado me dio tiempo suficiente para llegar al inodoro a vomitar las dos horas pasadas. Lo intenté con el dentífrico y el gusto persistía, abrí las ventanas para respirar y al ser la configuración nocturna similar a las dos anteriores creí proseguir mi viaje en barco. Me tiré en la cama, a pesar del esfuerzo de concentración la habitación 180 continuaba dando vueltas, el mundo y mi vida se volvieron remolino lanzado al movimiento perpetuo.

La excepcionalidad de lo vivido, los mecanismos de defensa del cuerpo dormido operaron eficaces en estado de emergencia, fue evidente que forzaron las redes de alerta y desperté con renovada conciencia del presente. Estaba entendiendo el accidentado funcionamiento del mundo en su complejidad, con la lucidez de estar accediendo al programa madre de lo real y protocolos de lo aleatorio. El avión de línea regular saldría al otro día y si algo había triste excusando la brevedad de la aventura, era la intuición de una influencia intrusa. Lo que anunciaba la catástrofe era reconocer la circunstancia retrospectiva que me afectó en el puerto del sur; ello fue sensible cuando llegué a la sala comedor con la intención de desayunar, si es que mi estómago resistía algo sólido después de lo vivido.

Para otro pasajero designado al azar el movimiento entre las mesas era común y corriente, advertí por mi parte signos de anormalidad. Actividad urgida del personal: ocultamiento, individuos fuera de contexto, exceso de atención pretendiendo cubrir mudanzas graves que suelen definirse de sin importancia. Estaba convencido de que llegaría a dilucidar lo que ocurría, necesitaba preguntar, deseaba salir a la calle aprovechando la mañana espléndida y quería hacerlo sabiendo. Aquello era una película de intriga en plena filmación, lo único a que atiné fue desplazar trámites lógicos, adelantarme en el montaje a las reglas de juego, actuar como lo hubiera escrito un guionista en apuros, que debe resolver la próxima hora del personaje extraviado en mi situación.

Cuando llegó la camarera, apoyé mi dedo índice sobre un billete de diez dólares y pregunté en voz baja.

-Lo único que sabemos en la cocina es que mataron a un belga en el séptimo piso.

Renuncié a insistir, era lo que ella sabía del asunto y la muchacha estaba atemorizada. Suficiente para mí, avancé el billete hasta la jarra de jugo de naranja y le pedí que me sirviera otra taza de café. Recordé lo que me dijo el pasajero del encendedor, podía tratarse de una coincidencia sin ser el final, quizá otro episodio de la serie implicándome, pasando de mi opinión por el momento.

Las estaciones de la trama estaban dispuestas. Busqué imaginar dónde terminarían; por la lógica del razonamiento nada podría hacer, mi argumento lo estaba escribiendo otro y lejos de allí en ese momento, mientras me vigilaba extraviado en la indecisión. Aprovechando la fase de lucidez, sin acceder a los detalles quise saber hasta dónde alcanzaba la intuición de las grandes escenas. Con el sentido común rehecho y luego de dos cafés llegué a una certitud: mañana no subiría al avión que hace escala en Bolivia. Lo demás sería negociable en la eventualidad del mundo y podía dispensarme de probar la existencia de los ángeles; el error fue preguntarle a la camarera, incidente mínimo que sería integrado en una cadena de información que podía cercarme.

Logré salir del hotel y desprenderme de la información cercándome sin zafar del enredo. El día estaba espléndido, tampoco debía ser un agente secreto entrenado para saber que me seguían dos hombres, que en ningún momento pretendieron disimular ni trasmitir prisa por abordarme. Aguardaban que diera el mal paso inevitable del viajero que huye, imposible adivinar lo que esperaban que hiciera para pasar al siguiente capítulo. Sin escapatoria posible, lo que había a mi disposición sería descubierto por primera vez e intenté despreocuparme del asunto sin conseguirlo.

Si estuviera en la resolución de una novela de espías hubiera localizado mi Embajada, ingresado a toda carrera por la verja principal. La idea extrema del recurso diplomático me hizo sonreír, tenía curiosidad por saber cuál sería el mal paso de perdición; la situación creeada tampoco podía eternizarse y nunca pensé que pudiera ocurrir así.

Llegué a un puesto callejero de libros y publicaciones que me aguardaba e hice lo que estaba escrito en el guion: busqué viejas revistas de música y un minuto después extraje del montón una publicación del año 1939. En la doble página central había la foto con orquesta, una big band aproximativa con instrumentos y volados; parado en uno de los costados, había un hombre con trombón de vara parecido a mi abuelo o era su hermano gemelo.

Me quedé sin confirmarlo, unode los hombres que me seguía me abordó y dijo:

-Tiene fuego, por favor.

No respondí de inmediato, el corazón mío se aceleró, metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el encendedor que me regaló el pasajero del barco, que seguro tendría sus iniciales grabadas.

-Bonito encendedor señor Valle, me dijo. ¿Me permite?

– ¿Lo envía Mister Hermann?

El hombre quedó desconcertado al oír mi pregunta, como si hubiera visto una carabela de los siglos pasados navegando a la deriva orientada, de proa al malecón y sabiendo inevitable la colisión con el muelle de Montevideo.