El episodio fue tan inasible que decidí dictarlo ante el taquígrafo del relato y aun así dudo de ser escuchado, porque creído sería otro cantar. Siempre asoma el big bang de palabras de todo cosmos narrativo y temo ser suprimido una vez habiendo accedido al secreto; seguro que lo mejor hubiera sido callar, el silencio ponderado debió de ser mi Musa inspiradora cuando comenzó el episodio Prufrock y no obstante lo ocurrido se impuso a mi voluntad.
Ningún humano puede alterar el ritmo de las mareas en las costas de Bretaña con olas de leyenda rodeando la tabla redonda, dos veces al día el nivel del mar se altera en varios metros cubriendo y ocultado los roquedales de la isla Avalon. Sabemos lo ocurrido con las mareas en abril de 1894 y el 17 de marzo de 1938 cuando las bombas fascistas mataron a Segalá y Estalella y los vigías marinos logran predecir a lo Tiresias con senos los caprichos del ponto cualquier atardecer, también pasado el 2051 cuando estemos muertos. Toda duda razonable es a descartar y un oceanógrafo novato conoce la explicación del fenómeno, deducida sin necesidad olímpica de Apolo o Poseidón, fuerzas que don Luis Segalá hizo hablar en castellano. La gente crédula necesita la superstición cotidiana para soportar la existencia y se inclina fácil ante ese enigma, contemplando miedosa el temblor caprichoso del mar hasta que se detiene llegado el momento por voluntad de los dioses exilados.
Fue por esa situación incomprensible que decidí suspender la vida rodando cuesta abajo, tomándome unos meses para entender y luego contarlo con la intención chamánica de sacarlo de mi vida. El informe final terminó siendo una novelita descosida todavía sin escribir que tal vez enviaré a un concurso dedicado a la Ciencia Ficción; coexistiendo entre monstruos mutantes con función de exterminación, quizá el episodio encuentre el reposo necesario. Supuso extraer un órgano maligno del cuerpo: todo sigue funcionando bien en apariencia, pero el equilibrio original está afectado. Si el gesto hubiera sido vocacional u otro asalto brutal inspirado… pero desde joven me conformé siendo traductor. Con mi nombre de nacimiento me gano bien la vida y vi pasar de una lengua a otra manuales de instrucciones, libros de divulgación, consejos de autoayuda e historietas de todo tipo. Para las traducciones de la quinta función del lenguaje y evitando el cambalache de las voces confusas, me asigné un seudónimo femenino; con el tiempo acumulado, más algunos aciertos intuitivos fui una sombra tipo Greta Garbo -con apellido asimismo travestido- la divina que se retiró en 1941, teniendo la edad de Dante cuando pisó la tierra del infierno.
Hoy decidí abrir el sobre que me será destinado al final del relato y antes de hacerlo quisiera dar una última vuelta por el laberinto calcando el trayecto recorrido. Adentro aguarda la misiva proveniente del Minotauro y privado de mi Ariadna que me abandonó por un actor cubano que cantaba boleros, marcharé a la revelación con el hilo trenzado de mis abuelos. Tener filiación paterna vasca y materna con abuela meiga -que evitó la hoguera viviendo en santidad de heterodoxa barrial curandera- me ayudarán a encontrar la salida. Todo comenzó cuando sentí que alguien me había robado la vida y esta sentencia digna de culebrón latino resultó la única manera de expresarlo.
El dominio del tríptico de tres lenguas atravesadas en ambos sentidos me permitía estar tranquilo por el trabajo, siguiendo permutaciones básicas tenía a disposición una autopista con seis carriles donde siempre había una salida abierta. Lo mismo nutría mis deseos reprimidos como cualquiera del oficio, proyectos quiméricos que se postergan pues ¿quién se metería a intentar eso? Las sirenas anunciadas por Circe me tentaban con “la canción de amor de J. Alfred Prufrock”, suponía que más adelante y en otra vida eso de escucharla en mi lengua materna podía justificarme cuando llegara el juicio final. Mi escondida senda era apacible, la pasaría del inglés al castellano buscando algo inalcanzable; lo digo pues, habiendo excelentes traducciones a disposición en el mercado ninguna terminaba de conformarme. Era lo rechazado obnubilando el criterio, el delirio con absenta de que en una noche futura y que me fuera destinada, orbitaba una versión castellana digna del original sin necesidad de apostillas fastidiosas. Algo del orden de la evidencia sacra, la traducción estaba motivada por fuerzas poéticas mágicas e invisibles; mi única empresa humana sería entrar en trance, purificándome para leerla y aceptando el sacrificio de poder transcribirla.
Pasaron las estaciones sin que jamás estuviera pronto, había algo de orgullo desmesurado en postergar la empresa sin considerar que alguien pudiera hacerlo; que tan inhumana parecía la tarea habiendo bastado con sacudir de mi vida la ceniza mezclada con escoria, aceptar la soledad de una ínsula retirada y el obstáculo habría sido superado. Desestimé la vida apartada, convertí en modo post moderno la noche del alma suponiendo por años que esa ambigüedad la podría negociar. Fue un error imperdonable pensar que la utilización del seudónimo es una inocente estrategia de marketing; tal vez espejaba la antigua dualidad con sus incontables declinaciones entre cuerpo y espíritu, rechazo a asumir la muerte como quiebre de nuestra contemplación de la deriva cósmica. Desde las querellas suscitadas entre la expedición de las mil ciento ochenta y seis naves a Ilión y el llanto por acariciar en Ítaca el perro del pasado, maceramos el deseo en esa encrucijada.
El pionero Ignacio García Melo firmaba algunas veces como Mariano de Anaya y los traductores tenemos nuestros santos patrones. Cuando viajamos a Roma somos errabundos humildes buscando la Iglesia de San Jerónimo y en pecado asumido, pues toda traducción hace sospechar herejía lingüística en potencia. Varias veces olvidé honrar esas tradiciones; la urgencia existencial, espacios abiertos en mi juventud a la sensualidad así como la ingenuidad de que era sencillo eso de cambiar el mundo mediante canciones prestadas, pusieron mi congoja pendiente de traductor en el ático del olvido. Repudié la capacidad de revancha que tienen las ilusiones perdidas y la fuerza de los complots resentidos: siempre pensamos ser responsables de maquinaciones mágicas o el listillo que denuncia, el radar esotérico detectando el rumor de fake news pululando nuestro campo magnético y jamás siendo la víctima.
Seguro se trataba de un puro azar digno del laberinto de Fortuna y fue ilusorio dejar de pensar que era el elegido. La noticia ardiente fueron treinta segundos, una hora intensa de búsqueda la siguiente, siete días de espera y esta secuela convaleciente en la cual todavía estoy rondando… si hasta razonaba en rumbita a lo Joaquín Sabina. Inusitado fue el diálogo en un sitio internet dedicado a las traducciones, al cual entro cada tanto por oficio, curiosidad e intención de divertirme. Ahí uno sabe del mercado actualizado, lo que saldrá en librería con varios meses de anticipación y ajustes de cuentas profesionales dignos de OK Corral en un mundo de ruda competencia entre mercenarios. Estaba atento al desarrollo de una conversación plural y anónima cuando un anónimo intrigante de ponzoña introdujo la cuestión: “¿Alguien tiene noticias de la reciente traducción de Prufrock al español?”
La luz de la luna llena entraba en mi desván y supuse que la colectividad vendría en mi ayuda. Vanas esperanzas pues nadie respondió, de cierta manera la pregunta me estaba dirigida y seguí conectado; como si de un error se hubiera tratado –nadie de la comunidad fue sensible a “ese” mensaje- esperé unos minutos, hasta que de pronto la tertulia virtual se disparó hacia otros derroteros una vez que el daño estuvo hecho. Preparé una copa y el daño estaba hecho, liquidé la correspondencia total el daño estaba hecho, me calenté un arroz chino en el micro ondas mientras abría una botella de vino blanco puesto que el daño estaba hecho. Creí que el episodio se solucionaría con un poderoso somnífero considerando que el daño estaba hecho, soñé que en un transbordador espacial de pesadilla había perdido el documento de identidad: el daño estaba hecho.
Al despertar de un curioso sueño a la mañana siguiente, estaba transfigurado en un insecto obsesivo sediento de respuestas. Como tantos de mi generación intermedia me dejé facilitar la vida laboral por la informática, quedó atrás la querella entre las armas y las letras desplazada por la parodia entre imprenta con guillotina e informática. Una Waterman 402 de colección sólo me sirve para firmar ciento treinta y tres veces ensayando la identidad evanescente y mi agenda Filofax con direcciones tiene apariencia de incunable. Cultivo la nostalgia de esperar la ronda del cartero que deja en el buzón desplegables de Leader Price, mientras todo lo paso por la dirección mail lo mismo que para trabajos contratados. Con esa confianza próxima a la salvación del milagro de quienes creen, bien de mañana me lancé a la búsqueda de información que llevaría menos tiempo que preparar un café con la Bialetti que me acompaña hace años.
Lo usual… a la primera falla uno lo reintenta alterando la estrategia de información, en la quinta frustración comienza la comezón de cuello y llegando la novena danzamos en la angustia discordante. Nueva mentalidad cibernética de la amenaza de muerte entre anonimato e ignorancia -era un desafío personal- la información sobre la traducción resultó un WarGames amenazante. Subí a una inercia que nunca logré reproducir, rosario de enlaces, encadenamientos, juegos desvíos o transferencias, olvidado del café y paso de las horas, de coordinar lo que restaba de la jornada luego de un juego de pantallas simulando: ataque furioso de hacker coreano, agonía de mi Mac emulando HAL 9000, efectos especiales dando cuenta del estar atravesando el continuum espacio temporal, lo que sería la mente disgregada a causa de una sobredosis de heroína preludiando el carromato de la muerte; algo así respondiendo casi nada a mandos manuales del ordenador.
De repente la epifanía, ahí estaba la versión poética en serie Fibonacci contando estrofas: 12 / 2 / 8 / 12 / 2 / 12 / 6 / 7 / 8 / 3 / 2 / 12 / 12 / 12 / 9 / 2 / 3 / 1 / 6… y los 133 versos en la nueva traducción de mi mayor secreto: el texto siendo más perseverante que el traductor polisémico y que lo sobrevive. A esa altura del contencioso había extraviado las nociones espacio temporales, sentía estar conectado en lo hondo del cíber espacio poético derivando hacia una situación no euclidiana. Fue viaje de preparación ante lo que avanzaba y cubriendo la pantalla estaba la nueva versión del poema que reconocí de inmediato, diferente a todas las otras que sabía de memoria siendo preámbulo a la percepción del horror. Madurez fatigada o acumulación del oficio, perdí en el camino la espontaneidad de la lectura inocente; eran dos operaciones subordinadas, junto a la recepción clásica irrumpe la crítica clonada. Cada vez menos en la vida topamos con algo que haga olvidar nuestros prejuicios, derivándonos a lo original proveniente de alguna nada previa. Comencé a leer suponiendo que era la primera vez que lo hacía y nunca había leído algo parecido, la cadencia se instaló en el primer tercio, en el segundo asomó la inquietud somatizada, llegado al final acometió el prodigio. Había alcanzado un punto deductivo que nunca ocurrió antes, era verosímil lo leído o diagnóstico de alteración del conjunto de mis facultades, quedé sin razonamiento ponderado habiendo una sola manera brutal para expresarlo: lo leído en castellano era la versión original del poema. Tal fue la sensación de cosa acabada, perfecta, inolvidable y la versión de T. S. Eliot era la traducción al inglés de una monstruosa perfección anterior.
La experiencia contrariaba la tendencia lúdica del oficio, recibí una certeza afilada que fui incorporando a otras noticias del mundo liberándome de la ignorancia, retorné al perímetro cotidiano confuso; ello ocurrió más tarde en las horas y en otro teatro. Faltaba al final del documento perturbador el nombre del traductor responsable, el tríptico TSE se transfiguró en LPD. Seguir adelante hubiera sido agotador y si tamaña tarea invertí para sacar el poema de la red turbia, conocer el nombre propio dentro las mayúsculas suponía un desafío infinito de permutaciones superior a mis capacidades. Como en el cuento tradicional de la computadora en el corazón del Tíbet tras el nombre de Dios, tarea eterna que aleja de intentar conocer el nombre de nosotros mismos y finaliza con la danza de Shiva destructor; por ello pactamos a escamotearlo e inventar un seudónimo de resurrección. ¿Era remordimiento o incentivo? ¿Algo se terminaba o el signo de la angustia era su comienzo? ¿Do I dare disturb the universe?
La voluntad era inoperante y cometí el pecado de poner la máquina en movimiento, algo que debí descartar me identificó durante mi iniciativa, demasiado lejos para volver atrás, cada gesto -siendo la existencia equilibrio dependiente- tiene consecuencias. Los poderes ocultos permitieron igual unas horas de sueño, suficientes para dudar si lo vivido en días posteriores sucedió en el mundo opaco o al interior de una pesadilla de la cual jamás despertaría. En los tiempos actuales se duplico la actividad nocturna y despertamos con dos interrogantes: ¿qué habré soñado y olvidé? Durante siglos ello estaba integrado con profecías de advertencia, desde 1900 nos interpela sobre nuestros abismos infantiles, las criaturas reprimidas que los habitan. ¿Qué nos enviaron como mail arcaico durante la noche? Perplejidad reciclada en 1971, cuando el ingeniero Ray Tomlinson envió el primer correo electrónico de la historia. Entre el tiempo de lectura y las siete de sueño mí noche dura ocho horas; la noche fuera de nosotros puede ser infinita cargada de millones de conexiones aéreas, el movimiento de las esferas celestes y el avispero infinito de comunicaciones.
Tengo la programación pronta para el tríptico información, trabajo y afectos; en afectos estoy pasando por el desierto de An-Nafud, cuestión trabajo venía en fase de rechazo al estar sobrecargado de traducciones y en cuanto a información consecutiva, recelo sobre qué suceso en el circo mundializado podría interesarme. Despertar sin sorpresa ni estar preparado a la irrupción en el estanque del cisne negro: el motivo decía MERA CURIOSIDAD. Podría ser un colega en apuros de regionalismos colombianos, invitación de un sito pornográfico con auténticas bellas dormidas japonesas o la promoción de los casinos de Malta a apostar en línea, la isla refugio de los primeros Templarios. “Estimado colega, logró emocionarme su afán por tratar de localizarme y quizá lo mejor sea que podamos conversar frente a frente. Suelo frecuentar el Ateneo de Madrid, usted decide día y hora y estaré allí esperándolo. Cordialmente, L. P. D.”
Dediqué un día a pensar la situación, intentar un intercambio precipitado de mensajes distantes hubiera sido humillante; estaba conminado a dar una respuesta en una sola línea dando por descontado que el remitente conocía detalles de mi vida. Mediante algunos editores lenguaraces o yo mismo -habiendo cedido al halago del periodismo adelanté demasiado de mí- como tantos fui deslizando con gusto mi estrategia del trabajo, la marca del reloj, restaurantes preferidos cuando viajo a París y la tienda de calcetines donde compro los de la casa romana Gammarelli; es posible que el signo zodiacal incluyendo el tercer decanato y por supuesto mi domicilio. Las redes sociales son nuestro confesionario semiótico irredento, avispero de soplones para los servicios mientras asistimos a una tendencia planetaria consistente en sonreír al mundo con una copa en la mano. El otro sabía pues que debería viajar, reservar un hotel y tampoco le importó; sabía o adivinó que en mis idas a Madrid marchaba al barrio de Cortes, que conocía la calle del Prado -donde se retiró el narrador de la novela “El malogrado” luego de abandonar el piano- buscaba la promoción estival del hotel Villa Real o una pensión limpia en la calle Ventura de la Vega. La ficha copiada de Don Marcelino Menéndez y Pelayo de los Heterodoxos venia al pelo: “En una reciente memoria sobre la poesía religiosa, leída en el Ateneo de Madrid donde tantos buenos ingenios naufragan y se pierden, he visto que se censura a la iglesia por haber acabado con los himnos de nuestros heterodoxos, y especialmente con los de los gnósticos, en sus ramas montanista, maniquea y priscilianista.” … “Muchas veces he dicho, hoy lo repito, que el Ateneo es la mayor rémora para nuestra cultura, por lo que distrae los ánimos de nuestra juventud, habituándola a hablar y discurrir de todo sin preparación suficiente y con lugares comunes.”
Decir Madrid sería viajar en el Tiempo y esa zona cerca del Retiro estaba asociado a recuerdos imborrables de noches de verano en la Villa insomne hasta el amanecer. Sentado ante el ordenador tentaba una conveniente alineación de los astros desde el sitio travelling de El Corte Inglés, miré la lista del mercado sin prisa jugando con el ratón, confronté hasta elegir ponderando la resultante e ingresé el número de la Visa. Cuando ellos enviaron el mail de confirmaciones horarias y reservas organicé la estrategia de respuesta, el encuentro sería dentro de seis días y respondí: jueves próximo a las 18 horas, cordialmente y agregando mis cuatro letras JCMV del cartollino. Resumir lo vivido durante esos días de espera sería sembrar en tierra yerma o escribir una novela de sesenta minutos sobre las horas muertas. En cuanto a lo ocurrido luego de la entrevista, lo sitúo en el domino vidrioso de la pura especulación, siendo el tercer personaje de la paradoja de la tortuga fondista y Aquiles holgazán, un alma enajenada mientras comprende que los teólogos escatológicos estaban en lo cierto.
Durante la entrevista que para un viajero venido del espacio intergaláctico y el camarero de la cafetería del Ateneo duró algo más de una hora, fue para mí la más intensa experiencia del segmento presente; el presente es sentir en carne propia que todos los tiempos -pasado y futuro- convergen aquí ahora en tanto la comprensión de mi vida, del Cosmos y la Historia trágica se justifican para esta experiencia irrepetible: lo que ocurre será irrepetible y nadie nunca leerá dos veces una misma oración.
-Lo hacía menos joven, recuerdo que dije.
– J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans, respondió; era un hombre seductor, atildado y cultivando la discreción de los herméticos.
-Ahora dirá que viene trabajando hace años en la Biblioteca del Ateneo.
-Desde hace dos siglos para ser exactos, cuando se abrió la institución, dijo. Pero usted está aquí por otros intereses.
Estaba en lo cierto, quería conocer el enemigo, la persona física que robó el alma de mis ilusiones con un movimiento de mosqueta con tres naipes marcados sobre el tapete verde.
-Quedé sin palabras con su traducción de la canción de amor, es algo que nunca pensé que podría lograrse.
-Debemos estar prontos para la maravilla, cuando lo cité estaba seguro de que vendría una mujer elegante y ya ve…
-Seguro que estaba al tanto del truco del seudónimo, pero eso es circunstancial.
Luego continuamos hablando con la pasmosa tranquilidad de pasajeros vintage en un crucero por el Nilo; estaría dispuesto incluso a asegurar que era condiscípulo de mi juventud, exilado en Montevideo para descifrar el misterio poético LSD: Laforgue, Supervielle, Ducasse y regresaba del virreinato del Río de la Plata con la pieza clave develando el secreto de la poesía contemporánea: silencio, exilio y astucia. Me tranquilizó al verlo beber su zumo de melocotón pensar que era un enviado agente doble y acaso impostor, brulote polizonte del verdadero traductor que sería una suerte de ermitaño ciego, utilizando discípulos fieles a manera de avatares para sobrevivir en un siglo de mentira y estulticia. Había casi el imperativo de inventar estrategias de iluminista para sortear la tontería imperante; haber elegido el Ateneo para la entrevista lo hacía cómplice de luces eléctricas contra tinieblas de las cúpulas y centinela de la tradición letrada ante pajarillos azules de Twitter, con abundante tributo de los cuervos de Alfred J. Hitchcock. Yo estaba ahí sentado para hablar de otro Alfred J. o tal vez de Miguel Ángel sin saber articular la conversación, y en el instante mientras comenzaba a dudar si valió la pena atravesar el cielo amarillo para venir hasta Madrid dio inicio el final.
-Hora de irnos tú y yo, dijo, En tanto la tarde se tiende contra el cielo como el anestesiado en su camilla.
– La hora ya es venida.
-Tenemos siete minutos.
Había pasado una semana pensado decenas de preguntas que formularía llegada la oportunidad y naufragaba en la oportunidad desaprovechada. Consideré asuntos técnicos de la traductología y todo epilogaba en un truco de sortilegio resumido a una fórmula que usurparían los teólogos, si por milagro invertido tuvieran la ocasión de hallarse ante sus dioses con derecho a esa única pregunta.
– ¿Cómo lo hizo?
Me miró sorprendido, quizá no esperaba eso sino la letanía de campos lexicales, polisemia y musicalidad respetada en los traslados, problemática de nombres propios, referencia al Infierno XXVII, incestos entre memoria y deseo, si ese octubre del poema y nuestro encuentro era de crueldad semejante al mes de abril.
-En la traducción operan idénticos mecanismos que en el número encantado del hombre trasladado, primero creer que la magia existe y luego que hay dos cuerpos que pueden renacer o desdoblarse. Para entender de qué se trataba el poema, antes debí estar en Wimbledon cuando Spenser Gore venció a William Marshall: toda empresa necesita dos cuerpo para alcanzar la inmortalidad, en ello incluyo la realeza, la traducción y el tenis.
-Usted reivindica demasiada Fe en un mundo infectado de apostasía.
-Lo sé… y lo que usted busca es la verdad improbable. Mañana seguirá su vida y nunca volveremos a encontrarnos.
-Me quedaré sin conocer el truco.
-Mi querido amigo, nunca hubo truco ficticio con tramoya sino transubstanciación hasta ser poesía, que es lo único que permanece cuando el resto se olvida… todo podemos tirarlo por la borda del Argo exceptuando el misterio.
Sonreí aceptado el juego, hasta ahí llegaría y confirmé mi sospecha de ser el objeto de una farsa inteligente. Mañana daría una vuelta por el Museo del Prado intentando hallarle aspectos positivos a la escapada madrileña y contemplar de cerca los misterios pendientes. El tiempo fugaba, tampoco deseaba proseguir en un dialogo destinado a sacar conejos de la galera y menos insistir ante las puertas entreabiertas del secreto. Algo venido desde lejos debería dar por terminada la entrevista; estaba torpe para los buenos modales y LPD – ¿habría una tarjeta para conocer su nombre completo? ¿se atrevería a decir quién era o estaba fingiendo? – dio vuelta el reloj de arena.
Ni siquiera conté con que él había tramado otra vuelta de tuerca, haciendo que el capítulo Ateneo madrileño pasara de ser algo simple confundido en la calle del Prado a los sucesos que acaecen por detrás del espejo: la voz esa entrometida me recordó la del recluta cantando el pasodoble “Suspiros de España” en la película “Soldados de Salamina”. El chico vino hasta la atención distraída de los parroquianos lectores de la prensa, anunciando que había en la barra llamada telefónica para un tal míster priscof o algo así. Entendí la coincidencia con toda la pasión de la incredulidad, para LPD fue grado cero de otra escena inminente que me estaba prohibido presenciar.
-Ha sido un placer, buen regreso a Perpiñán. ¿Sigue siendo el Centro del Cosmos?
-Hay mucha competencia en el presente.
El elegido del misterio sonrió y se dio media vuelta, entonces vi que había dejado un sobre color celeste sobre la mesa ratona donde estaba escrito mi nombre con todas las letras.