Felisberto y sus plantas parlantes

Este inédito andaba en la vuelta desde los años ochenta del siglo pasado y su origen se puede fechar un par de meses después de la muerte de Kennedy. Mirándolo con perspectiva 1964 sería un año de los interesantes; de lo que ocurrió en la superficie política la información es redundante y cuando se rememora los nombres implicados, reverdece una sensación de lejanía cósmica. La duda de si la aserción de que Oscar D. Gestido (luego sería presidente del Uruguay) integraba la minoría del Consejo Nacional de Gobierno, será benéfica para sortear con cordura los años de vida que me quedan. Los recuerdos que interesan al narrador son los propios -felices o dolorosos, de eso Felisberto sabía: lecciones de piano, cruce de la cordillera de los Andes…- y menos los injertados. De ahí un breve rodeo que me permito, consciente de que Jorge Pacheco Areco -alias “el Bocha”- hacía guantes en el gimnasio L’Avenir de la calle Maldonado, donde comencé a entrenar con dieciocho abriles que jamás volverán.

Tampoco entonces vi pasar el meteorito en el cielo inmediato porque mis intereses estaban cerca del tríptico Luis María Maidana, Pedro Alberto Spencer y Juan Joya Cordero: el 13 de enero de 1964 moría Felisberto Hernández a los 62 años. Al mes siguiente, el 25 de febrero cumplía trece años y escuché tarde en la noche la cabalgata Gillette la consagración de Cassius Marcellus Clay campeón mundial peso pesado contra Sonny Liston. Esa noche cambiaba la historia del boxeo, siendo mi bar mitzvah en relación al deporte, literatura y educación sentimental. La narrativa vendría por lecturas más organizadas y me inició la profesora Alicia Conforte en el liceo 14 de 8 de Octubre y Propios; como occidente comencé con La Ilíada en variante casual, no mediante la traducción Editorial Austral -del barcelonés Lluis Segalà i Estalella muerto en otra guerra- sino la del madrileño Juan Bautista Bergua. Primer alineamiento entonces de los astros en relación a Felisberto en cielito del 64 y la biblioteca seguiría complotando. La segunda etapa fue en ocasión del concurso de ingreso al Instituto de Profesores Artigas; uno de los nombres a preparar para la prueba escrita, además de los clásicos consagrados por el canon, era un autor compatriota viviendo en la misma ciudad de Montevideo. Mientra yo aprendía a caminar de la mano de Griselda yendo a la tienta London-París, él contraía nupcias – ¡por cuarta vez y luego de convivir desde Rusia con amor! – con Reina Reyes. Un estremecimiento eso de las oposiciones y siendo responsable José Pedro Diaz tutelando al jurado, docente que escuché con admiración tiempo atrás, glosando el cotidiano materialista de los Goriot en la rue de la Montagne Sainte Geneviève. Esa coincidencia soldó el nexo entre una poética del relato universal y la tradición propia de la cédula de identidad, nuestra Ítaca imbricada a una literatura menor en el sentido kafkiano.

Ocurría antes, uno se acercaba a los profesores admirados señalando un posible proyecto de vida, situaciones de amistad que fueron evocadas en otros escritos del Cabaret. Ahora interesa el caso de José Pedro Díaz asociado a la tercera articulación Hernández. La propuesta reactiva era desafiante y bonita, Amós Segala decidió hacer un volumen Archivos sobre Felisberto (conmoción en el avispero letrado) y designó a José Pedro comandante de la expedición (segunda conmoción: esplendores y miserias de los cortesanos). José Pedro Diaz alineó al equipo y crecen los rumores sobre desaciertos del casting, estando bien informado pues formaba parte de la tripulación. Creo que trabajamos dos años en el expediente y fueron meses que recuerdo con enorme cariño; cuando todo estaba pronto, cayeron excomuniones por intrigas e incompatibilidades varias con herederos bajo influencia. Estaba triste por mi querido profesor, yo tendría otros proyectos en carpetas pero igual quedé tocado por algún torpedo; como si se hubiera cruzado un gato negro, presentía en la obra de Felisberto un campo magnético amenazante del cual había que mantenerse a prudente distancia…

Los trabajos sobre Hernández para Archivos sin publicar me acompañaron en varias mudanzas, sin atreverme a tirarlos ni a presentarlos para una eventual divulgación y recelando que marcharían al fracaso; creo que pasó tiempo suficiente para alegar prescripción y todo Cabaret tiene algo de legión extranjera. “Felisberto y sus plantes parlantes” proviene de una de aquellas tesis estancadas y veremos la suerte que corre en su nueva temporada. El interés inicial -que otros estudiosos retomaron desde entonces- es la dependencia similar a la cultivada entre pianista y solfeo. Están los cuentos y novelas, fragmentos ocasionales y otros textos -aquí retengo para su análisis tres de los más interesantes- que, en el intento de explicar su poética, inventan otra tercera dimensión donde el relato es satélite de la articulación molecular de los relatos. En principio para iniciar a otros extranjeros y más patente para aclararse Hernández sobre eso que le caía de alguna parte como fruta madura. Apela con elegancia a explicaciones y metáforas, atajos retóricos, evidencias confesionales, campos lexicales de jardinería, analogías sensoriales comprensibles. La astucia más célebre entre ellas publicada en 1955, olvida los primeros propósitos formales y cultiva una flora ambiental casi mágica. Inspira el acto famoso de Eisenheim el ilusionista de Viena -interpretado por Edward Norton en el filme de 2006- que de una fruta con once gajos hace crecer de la nada una planta de híbridos. Con la luz exclusiva del pensamiento mágico, ante la mirada de espectadores hipnotizados, hombres y mujeres que escuchan sin chistar en sus butacas, sumando asombro con deseo de creer el prodigio ilusorio que están viendo. 

Buenos Aires como ciudad doliente

Este trabajo tiene unos cuantos años y fue preparado para una mesa redonda -en el ámbito universitario- sobre la literatura fantástica rioplatense. Creo que no hay traza de publicación alguna, circuló en ese tramado mutante de oralidad, desaparición de revistas con soporte papel y la subida de las contribuciones en línea en sitios inubicables. Afinando los criterios, creo recordar que el autor para los concursos del Capes y la Agregation español sección americana era Julio Cortázar. Dicté ese curso estando todavía en la universidad de Grenoble, contaba para ello con una buena base previa de lectura, que soporta buena parte de mi tradición doméstica, bibliotecas portátiles y filiación asumida de algunos relatos que luego fui escribiendo. Hasta podría decir que esa vertiente de ficciones me acompañó en diversas etapas de la educación literaria, a veces obturando otras experiencias que quedaron por el camino.

Horacio Quiroga inició las apuestas; partiendo de animales parlantes proponía una quebrada de oficio abierta a machete y el remake -un torrente vegetal bombeado desde el corazón de las provincias con mosquitos- de temas vectores del siglo XIX, como si se tratara de un avatar criollo de Edgar Allan Poe. Lo interesante con Quiroga, era que parecía extender lo fantástico a la novela vitalista del escritor y proponía, en su mentado “Decálogo del perfecto cuentista” los rudimentos del oficio exponiendo el taller de la escritura. Ese paso al costado, su manera de señalar la distancia en alguien donde vida y escritura resultan indisociables -pueden recordarse extenuantes marchas por París y las Misiones- fue una lección en cuanto a vidas paralelas y el esfuerzo lúcido por diferenciarlas. Con Felisberto Hernández la empatía fue más desconfiada: reconocía esos paisajes urbanos evocados en sus evocaciones porque eran los de mi ciudad. Los personajes -deambulando entre miseria, habitaciones sin ventana y desquicio avanzado- se parecían a familiares lejanos, vecinos de la manzana en la Curva de Maroñas: mi tía abuela Nieves Varacchi intentó en vano enseñarme el pianoforte, pero me acercó complot de profesoras de solfeo de barrios con tranvía. Ella dirigía el conservatorio Santa Cecilia y supongo que conoció a Clemente Colling, tenía dos alumnas virginales que venían de El Sauce, cantó en el Sodre Lucía de Lammermoor, se fugó a Buenos Aires con un novio carrerista y me anunció que de viejo me gustaría la música de Wagner. Felisberto formaba parte del programa del examen de ingreso al instituto de profesores Artigas, así que estaba fusionado a experiencias de pasaje de ser alumno de Alicia Conforte, a profesor en el mismo Liceo 14 donde conocí la cólera de Aquiles.

Luego llegaron como lo más natural las lecturas de Borges y Cortázar. Del primero me cooptó la erudición lidiando la expansión del mundo en ambas coordenadas, la versada resignación enfrentado a la ceguera y lo infinito de la biblioteca mundial, las caminatas por suburbios porteños; el peaje también entre poesía popular y sistemas filosóficos considerados como obras de ficción. En algún planeta hipotético, el obispo empirista George Berkeley tomaba mate con don Nicanor Paredes que fuma fuma y fuma sentado en el boliche. Claro que a los veinte años uno entre en ese fervor con ritos de iniciación; recuerdo haber comprado la primera edición de “Ficciones” (1944) y asistido a una conferencia en un teatro montevideano, haber viajado a Buenos Aires para asistir al congreso donde escuché a Roberto Paoli. El ciclo se cerró cuando fui a trabajar a Grenoble y compartí despacho con el querido Michel Lafon, que era sentir la presencia fantasmal de Borges en las horas puente. La aproximación con Cortázar se produjo más que por el fantástico practico, por la gira mágica y misteriosa de sus dos famosos Almanaques a los parajes con sirenas. El traductor de Poe al castellano hacia coexistir tango y box, el jazz con personajes delirantes, asesinos seriales con la historia del cine. Hallé en Cortázar la continuidad de Quiroga en cuanto a la reflexión sobre el cuento, lo fantástico en versión moderna e insertado en la realidad, así como algunos trucos para que la magia continúe.  Con esos nenes bien leídos, me sentía en condición de dictar el seminario para los concursos; quise igual buscar alguna variante, un ángulo de ataque agrupando los autores admirados y otros más, entonces me decidí por la ciudad de Buenos Aires.

En el trabajo sobre la ciudad doliente y misteriosa, avanzo razones por ese interés vinculados a la historia, la literatura y los tangos; las había uniformadas por la historia con fechas patrióticas y allí por Florida y Lavalle mis padres fueron felices siendo jóvenes; había los tangos sublimando el barrio de Boedo tan decarísimo y la avenida Corrientes la insomne, la tía Susana y el tío Armando que se fueron a vivir entre diagonales a La Plata, la configuración del imaginario infantil tan de varieté, comenzado cuando padre escuchaba los domingos “La revista dislocada” y madre me llevaba al Teatro 18 de Julio a ver sainetes del uruguayo Paquito Busto. Después el primer cruce en el vapor de la Carrera, en misión de trabajo con anticuarios de San Telmo; como cantaba Rivero en “pucherito de gallina”: con veinte abriles me vine para el centro… y entre otras cosas me daba por leer. En Buenos Aires viví una grata época de ediciones gracias al apoyo y la amistad de Alberto Díaz; cada vez que vuelvo a Montevideo salto el charco y paso unos días en Buenos Aires -me hubiera gustado vivir allí una temporada-, almorzamos con Alberto en la parrilla El Mirasol cerca de Buquebus, recuerdo que en la calle Chile vivían Juan María Brausen y Enriqueta Martí… esa es otra novela breve como la vida misma.

Lo decorativo y despiadado en la voz de Ireneo Funes

La obra de Jorge Luis Borges es una de las más generosas para el despliegue ilimitado de epistemes delirantes, egos críticos, bibliografías interminables, ediciones anotadas y programaciones universitarias. Con premisas aceptadas de un empaque serio e insinuando cierta ironía y sentido del humor, una malicia criolla ausente en los versos del Beowulf. Nos propone una multiplicación espejada de lo inesperado, donde la literatura afirma la condición humana, compitiendo en prodigios con el mundo y sus laberintos atigrados. Entona una poesía de lo concreto que huele a pulpería, una práctica ensayista de lo raro en el ámbito hispánico -tan refractario a los heterodoxos de otros credos-, la recuperación de aspectos crueles de la gauchesca, que puede llegar al degüello y otros vicios menospreciados por pruritos postmodernos. Absorbe las sirenas del lenguaje allí donde chisporrotea la poesía, desde el lunfardo en los carros tirados por caballos hasta el relato ferruginoso de mitologías escandinavas. La biografía de Borges intenta argumentar y refuta a la vez las equivalencias obra autor. Nos queda entre las manos el milagro secretos de cuentos circulando entre Bagdad, Toledo, las esquinas de Palermo y esos lugares comunes de hijo modelo ciego, hombre con gato, breve circuito con bastón en la trama céntrica porteña. Se agregan tigres dibujados en la infancia durante el aprendizaje del inglés, genealogías de montonera en retratos de la familia, alguna falla sajona en las fidelidades; sin embargo, esas esferas circulando nunca terminan de explicar el asombro conversacional de su escritura. Que tampoco abruma desanimando a jóvenes lectores con lo inalcanzable, lo ejemplar despectivo o el mandato ofensivo de lectura obligatoria. Al contrario, suscita el amor por las letras -de la noviecita adolescente hasta la pasión que embarra la vida, como en los tangos de Discépolo- y el fervor de Buenos Aires la dos veces fundada. Enseña a deletrear historias secretas de la eternidad y de la infamia, da a entender que la creación está al alcance de la mano, puede quemar las pupilas y anuncia la sospecha de que la realidad invasora sea apenas una maraña de ficciones.

Cuando lo leí en la adolescencia durante la educación literaria, lo hice con insistencia y admiración compartida. Borges nunca exige una lealtad absoluta exclusiva, pero yo compraba cuanto libro podía de Emecé; desde el Séptimo Circulo, también estimulaba la compañía de otros textos que pueden ser de Dante, Quevedo, el inventor del Padre Brown o novelas con títulos inolvidables como “El caso de las trompetas celestiales”. Invita a frecuentar otras bibliotecas circulares contenidas en la de Babel y harían falta tres vidas de lector para seguirle el tranco. Ahora que lo leo teniendo los años que nunca pensaba alcanzar cuando entonces, creo haber descifrado algunos trucos inocentes del oficio. Quedo sin respuesta -sin que tampoco importe- ante la fluidez del decir popular entre las seis cuerdas y admito que en la literatura -como en otras creaciones artísticas- se agazapan zonas de misterio y que es bueno que sea así. Esa ventaja de lector precoz, me ayudó en la redacción de varias contribuciones universitarias; permitiéndome vivir tiempos felices de investigación, como sucede en este trabajo sobre Ireneo Funes. Al decidirme por este relato, había de antes un aura natural y mutante, cierto perfume del fantástico paradigmático, oscilando entre al milagro con semidioses burlones y secuelas de accidentes domésticos. Irineo, además tenía esa condición de los jóvenes nacidos, criados o de paso por la Banda Oriental. Tercer reino entre la América Austral de cartografías italianas y el Uruguay con constitución y presidente; destinos como el de Richard Lamb e Ismael Velarde, sin olvidar la mirada interesada de viajeros europeos afectados por fiebres rioplatenses. Esa coincidencia geografía y siendo punto de partidam era insuficiente para un planteo metódico; tal vez es cierto que nacer uruguayo comporta alguna traza de fantástico involuntario, pero no tanto como para ser creído. Hoy día, proponerse trabajar sobre Borges supone admitir una bibliografía que inhibe desde el orden alfabético. Nadie está al abrigo que una iluminación interpretativa no haya sido resuelta antes por una tesina en la universidad de Uppsala. Me aconsejé buscar el nombre que tiene lo fantástico en otros ámbitos, y así el horizonte se poblaba de naves fantasmagóricas. Mitología, ciencia ficción, teorías del complot, religión, antropología comparada, física cuántica, realismo mágico, milagros o simpatía por el demonio, modelos del orden del universo, interpretación del universo, delirium tremes del alcohol, super héroes, algo a considerar entre Harry Potter y el espectro del padre de Hamlet. Hasta se diría que eso que no tanto se intenta distinguir de lo real, forma parte indisoluble de la condición humana. Entonces busqué en el pasado, traté de recordar en mi vida donde se hallaba ese hiato entre el orden natural y la ruptura de lo inexplicable. Lo hallé en la infancia, en un cine de barrio y en un mago aficionado; la magia de conejos entre pañuelos de colores, era la noción aglutinante y un relato. Aquello que se muestra y asombro receptivo, el imperativo de creer, intuición de que existe un plan secreto y requiere un viaje de iniciación. Después recordé -buscando las referencias pertinente- que para Borges lo mágico era algo que podía ser aceptado. El trabajo sobre la voz de Irineo Funes, fue el intento de ensamblar esas piezas, dar una versión oriental del número increíble del hombre transportado, el tullido que pasa del arrabal terroso fraybentino con madre planchadora, al pantano implacable de la memoria infinita del universo.

Mi primer Felisberto

Estamos aquí ante una operación de desplazamiento dentro del Cabaret Literario La Coquette; en el origen del breve ensayo rondando la literatura fantástica, se trataba de notas sueltas sobre la obra de Felisberto Hernández para una edición crítica que nunca se concretó. En la versión original revisada se advertía el paso del tiempo hasta el presente, igual consideré que había allí elementos interesantes que podían aun mantenerse, así que procedí a dos maniobras. En cuanto a los objetivos generales, volví a considerar la enseñanza de la literatura y procedí a transformar -al menos esa fue la intención- las notas en un manual de iniciación a la obra del autor compatriota, destinado a alumnos avanzados y docentes debutantes. De ahí el título que evoca los primeros libros de los estudiantes de música en conservatorios.

Hubo un proceso de retoques, afirmación de certezas y re escritura parcial, también avances personales conjeturales intuidos, puesto que ya no hay en el horizonte universitario tribunales humanos a quien dar cuenta de interpretaciones arbitrarias. Por ello, durante varios meses pasó el nuevo original por la sección El Astillero, como si fuera un taller literario de chapa y pintura, modulando un avance con tiempo adecuado a su forma presente, donde tiende más a abrir pistas que a cerrar conclusiones. Una vez terminada la redacción y su comentario correspondiente, el proceso se bifurca. La primera zona, el ensayo tal cual con su índice y notas, viene ahora a ubicarse entre los trabajos de reflexión teórica, pensamientos resultantes de la experiencia docente en todos los niveles y también con estudiantes franceses. Cada capítulo del ensayo, fue acompañado de un comentario más o menos extenso; una conversación en recuerdo tal vez a las estimulantes “Apostillas a El nombre de la rosa” de Umberto Eco, que tanto leí por los años ochenta del siglo pasado. La totalidad de esos materiales complementarios, se pueden encontrar en el Expediente correspondiente en la sección Archivos. Felisberto fue un aria central en el programa de preparación al examen de ingreso al instituto de profesores Artigas y fue retomado ahora, cuando llegó el tiempo de dejar las aulas. Dimos con el pianista la vuelta completa sobre el lomo del caballo perdido, que también podía ser una versión infantil pintada de la calesita del parque Rodó.

«Jacob y el otro»: cuenta el Tiempo

La primera versión de este trabajo fue un encargo en ocasión de la Edición Archivos del volumen “Novelas cortas” de Juan Carlos Onetti. El libro coordinado por el profesor Daniel Balderston se editó en el año 2009 y fue de suponer un trabajo de preparación paciente y riguroso; participar en ese evento fue una circunstancia feliz en la tarea de investigador por el autor compatriota frecuentado desde la adolescencia, el relato tan intenso a estudiar y la amistad con varios colaboradores, muchos de los cuales cruzaba en peripecias universitarias. Coincidía el proyecto con la etapa crepuscular del aura del signore Amos Segala al frente de la colección, personaje con enigmas renacentistas de iglesia y palacio, generoso e inventor de ediciones que son patrimonio bibliográfico y dicen de otros estudios literarios latinoamericanos. Fui invitado por el coordinador quizá porque en esos años tenía una vida activa en el malón de la literatura rioplatense; evocaría dos episodios pertinentes: una defensa de tesis sobre la obra de Onetti (1992) en la Sorbona y el inolvidable congreso en La Grande Motte (2001) sobre Juan José Saer organizado por Milagros Ezquerro. En esa interacción nunca se sabe qué determina estar en la lista de invitados, un día llega el mail con la propuesta, al otro sale la respuesta aceptando y comienza el trabajo. Olvidé o es sin importancia, si la asignación del texto a comentar fue decidida por el coordinador, si elegí con libre albedrío entre los cuentos restaban luego que los primeros reclutados indicaran sus preferencias. Aceptando cualquiera de las opciones barajadas los dioses me halagaron; si bien conocía meandros de Santa María y estrategias de ingreso a la ficción en portales montevideanos y bonaerenses, venía bien a mi imaginario la rareza de lo que llamé el efecto Jacob y claro que debía agregar a Orsini hablando la misma lengua que Amos Segala.

En principio tenía experiencia acumulada suficiente para escribir rápido y bien sobre el asunto, pero rondaba un misterio -lo mismo ocurre en “Los adioses”- que comenzó a preocuparme, algo fugitivo haciendo de ese cuento una perla rara en el conjunto de la obra. El asunto de lucha grecorromana itinerante parecía distante de mis intereses académicos, que fueron centrados en la presencia de Montevideo en el sistema narrativo de Onetti; hasta que un día entendí que sabía de esa historia entre vestuarios y entrenamientos desde antes de leerla. Reconocí sin bibliografía adicional elementos del exceso gimnástico y el itinerario del guerrero fatigado reconvertido en atleta exhibicionista; había algo de corporal separado de metáforas usuales del autor y otra musculatura de oficio actuaba en secreto ajustando nervaduras del relato, ensamblando lo grande con lo pequeño, haciendo que en cada línea sonara la hora justa. Esa búsqueda fue lo que llevó más tiempo, tampoco era cuestión de sumar lecturas del catálogo inabarcable de ensayos y tesinas, sino ponderar los aparatos puestos sobre la mesa de disección una vez más. Claro que en la infancia había visto “Titanes en el ring” mezcla de mitología, espectáculo y televisión animada por el armenio Martín Karadagián, que tenía el arma secreta en el golpe del antebrazo y un secretario llamado Joe Galera; mi padre me llevó a ver una apostasía de la troupe titanesca encabezada por Alí Bargach, cuyo nombre recuerdo como si lo hubiera visto la semana pasada en el Palacio Peñarol. Después vinieron los años en el Club L’Avenir de Maldonado y Paraguay en Montevideo, que fueron parte exigida de mi educación literaria; al menos para saber en carne propia que se siente pegarle a la bolsa de arena, vendarse las manos antes de calzar guantes y subir al cuadrilátero con otro tipo que te quiere llenar la cara de dedos. Era la atracción del alma del boxeo por razones curiosas de herencia paternal de relatos, los documentales sobre Joe Louis, el final emocionante de Gentleman Jim cuando se saludan Errol Flynn y Ward Bond; quizá porque Cassuis Clay ganó su primer cinturón de campeón mundial contra Sony Liston el día de mi cumpleaños trece y lo escuché en la cabalgata Gillette. Vi de pantalón corto al porteño Andrés Selpa boxear con la platea en contra (adelantando la técnica intocable de Nicolino Locche) y los comienzos -creo que la primera pelea- de nuestro vecino de manzana Enrique “cachete” Espert cuando debutó como boxeador. Pero una cosa es los recuerdo del álbum familiar y otra poner los sueños en relato; por eso me reservo como referencia de nexo el film en blanco y negro de Robert Wise “El luchador (The Sep-Up) con un impresionante Robert Ryan, que vi en la tele -puede que en el ciclo de cine que presentaba Jorge Ángel Arteaga en Canal 5 Sodre- a tal punto que su recuerdo se volvió relato y casi título de un libro de relatos que editó Trilce en Montevideo en 1991. Ahí se trataba del efecto filmado respetando la unidad aristotélica, el tiempo de película narra coincidiendo con el verdadero que se supone transcurre en la intriga, anulación de efecto especiales o flashback poniendo al espectador contra las cuerdas del cronómetro, mientras el cronos de proyección digiere el tiempo de la trama, incluyendo olores de linimento de vestuario sin agua caliente y callejones ciegos, errores de lectura de signos amenazantes de apostadores y traición de gimnasio por un puñado de dólares.

Quizá hablar de efecto era evocar ese misterio saltando la cuerda y la conciencia de utilizar “protocolos onettianos” al análisis crítico dejaban igual una sensación de insatisfacción; con la teoría literaria de la Academia Bakhtine más la suma de recuerdo personales veía el funcionamiento del después, faltaba la estrategia operada por el autor en el transcurso de la escritura. Debía boxear un factor común entre “durante” toda la noche de la pelea con el Ángel y la otra noche milagrosa de la operación del doctor Diaz Grey, el tiempo del embarazo de la muchacha, los tres minutos que rigen la pelea, el minuto de descanso; hasta el KO del adversario o propio se cuenta hasta diez y al sonar el gong se anuncia: segundos afuera en curiosa polisemia. Jacob y el otro era la relojería implacable dando a la vez la hora conmovedora de los distintos personajes, cronología pendular del relato y hora del lector. La gestión del tiempo ficticio es combinación de gancho al hígado, directo al mentón y macaco al piso. La trampa onettiana tan sustentada en espacios novelescos de la ficción, funcionaba esta vez entre engranajes, cuerdas, coronas y rubíes del tiempo; como la relojería tapadera de René, donde la banda de traficantes se refugia antes del final con disfraces de La vida breve:

en la plateada espera del reloj
las horas que agonizan, se niegan a pasar,
hay un desfile de extrañas figuras
que me contemplan con burlón mirar…

Ángeles sobre Ecuador

(apuntes sobre la prosa de Jorge Enrique Adoum)

La participación en coloquios y seminarios forma parte de las tareas del docente universitario francés, son ocasiones de profundizar en las respectivas áreas de especialización; consolida la presencia en el circuito de colegas activos, los docentes novatos toman la alternativa en esas lidas y para los más calculadores, es la oportunidad de organizar la trama oculta de influencias y promoción partiendo de las cátedras disputadas. Suelen ser momentos estimulantes de intercambio social saliendo de anfiteatros y correcciones, la ocasión de conocer profesores extranjeros, algunas ciudades que de lo contrario uno jamás visitaría. Cuando me apliqué algunas veces a ese ejercicio, traté de mantenerme en uno de esos protocolos que era el trato asiduo con la literatura rioplatense; en todo caso, porque acompañaba en las lecturas analíticas la zona creativa personal, siendo la mejor manera de permanecer en contacto con algunos centros de investigación que andaban en lo mismo.

En el año 2007 fui invitado al coloquio homenaje a Jorge Enrique Adoum en Boulogne-sur-Mer; acepté feliz por circunstancias que en mi suponían salir de la zona de confort epistemológica y por varias razones. Había cruzado al poeta ecuatoriano Ramiro Oviedo -el organizador de las jornadas- en comités selectivos para cargos en la universidad, asistí a la presentación/lectura de alguno de sus poemarios, me placía su tenacidad entrañable por defender la cultura de su país y a los autores ecuatorianos. Yo había dirigido en Grenoble una memoria -la estudiante del master venía con ese texto decidido de un largo viaje revelador a Ecuador- sobre “Porqué se fueron las garzas” del ecuatoriano Gustavo Alfredo Jácome. Jorge Enrique Adoum (1926-2009) era muy amigo de Jorge Musto, de cuando el ecuatoriano trabajó en la Unesco en París y entonces -si bien lo crucé pocas veces- sabía bastante sobre el personaje; el autor celebrado estaría presente en el evento, lo que es inusitado en esas situaciones y nos permitió pasar tres días de contento. Adoum tenía un reconocimiento más extendido como poeta -hacia allí se orientaban la mayoría de las ponencia del coloquio- y había publicado en 1976 (el año de Taxi Driver y la muerte de Lezama Lima) la bien experimental novela “Entre Marx y una mujer desnuda”. Opté por la de 1995 “Ciudad sin ángel”, quizá porque tengo el ejemplar dedicado y la leí con gran interés, atraído por la variedad de estrategias narrativas. Entre tantas actividades sociales, infinitas secuelas periodísticas sobre el boom y nacionalidades reiteradas, estar en el área ecuatoriana me agradaba por la empatía hacia los países pequeños; además -somo sucedió- podría conocer la casa del exilio del general San Martín, donde pasó los últimos años de su vida luego del encuentro con Bolívar en Guayaquil el 26 de julio de 1822.

Observaba en la silueta de Adoum acaso una visión espejada y al norte de lo ocurrido con nuestro Onetti; figuras satelitales del llamado boom de la novela latinoamericana que canonizó un puñadito de nombres, en algunos casos hasta la exageración ambigua. Luego de los escapados venía un pelotón de persecución, con reconocimiento trabajoso en las patrias respectivas y acceso a otras gratitudes acotadas, circunstanciales o efímeras. Visitas puntuales a universidades norteamericanas, alguna novela llevada al cine, suceso temporal a través de agentes y sellos editoriales en la España postfranquista, el juego casual de las traducciones -Francia, Italia y Alemania de preferencia- e incursiones en la universidad francesa (es la que vi y conozco) mediante tesis, mesas redondas y presencia de títulos en concursos de acceso a la enseñanza. Había en esa ronda subsidiaria tres vertientes visibles a grandes rasgos; una primera de sorpresa y eficacia narrativa con recetas acentuadas de lo real maravilloso o realismo mágico, redundante hasta la fatiga, una segunda testimonial fusionando con llaneza obra y destino del autor. Luego, proyectos marginales híbridos, dialéctico o callejones narrativos en aporía queriendo conectar testimonio y anhelo estético. En la novela de Adoum me interesó la fricción combativa dentro del texto, un cruce vertiginoso de pulsiones alternando erotismo y muerte, tortura y goce, Historia y biografía efímera de vidas breves. Poesía y horror del mundo siguiendo la caravana fatal de Rubén Darío, que aprendimos de adolescentes en el liceo: y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida y por la sombra y por / lo que no conocemos y apenas sospechamos / y la carne que tiente con sus frasco racimos, / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos…

La novela de Carlos Tomatis

La narrativa y en especial la novela, género que como ciertas especies animales está en peligro de extinción en su modalidad moderna -quizá a falta de renovación interna (como sucedió con la pintura) de expoliación del relato por la industria de información y entretenimiento, asunto tratado de manera estupenda en “Lo imborrable”- podrá sobrevivir si se fideliza a la misma fuente que el misterio del Cosmos y la Materia: su complejidad. Ello se constata en todas las actividades, la física cuántica, la arquitectura, la guerra y por tramos la sociedad del espectáculo; es un debate sobre el cual vale la pena insistir, sabiendo que quizá es inútil en ciertos anfiteatros y sólo resulta eficaz el convencimiento interior. Con la obra de Juan José Saer, considerando también su itinerario de escritor, pareciera que el cursor axiológico receptivo pasó por las estaciones ineluctables. Cierta indiferencia en el momento de salida a la biblioteca social (salvo contadas excepciones que son cicatrices significativas), aceptación lerda en medios universitarios fascinados por las derivas del realismo fantástico y la movida postmoderna en el ruedo ibérico, un nuevo grupo de lectores finito pero suficiente para la resistencia y alabanza. La muerte luego de Saer en 2005, que fortifica la zona teorizada por el escritor y la libera; la obra conoce desde entonces una incursión profunda en el canon (doble articulación de crítica y evidencia, olvido sobre otros autores, movimientos en tradiciones, fidelidad editorial, seducción sobre generaciones que llegan) ahora para reacomodarlo y quedarse. Son varios los ángulos desde donde la crítica lo lee al presente; si bien esa obra parece no adecuarse a las cuestionas urticantes del interés epistemológico rondando en la actualidad.

Es otra cosa para los protocolos invisibles de la tarea de creación, mientras se pronuncian los abismos casi irreconciliables entre críticas de influencia y artes de invención; a saber, si la obra renueva paradigmas o las posturas militantes satelitales doblegan al creador. El comentario, circulando en los campus y el periodismo, sigue los avatares dialécticos que las modas de pensamiento, la caravana del imperialismo que se desdobla en novedades del pensamiento filosófico. El centro o centros de intereses se desplazan en forma permanente, las marginalidades de otrora capitalizan reivindicaciones totalitarias, influencias de ámbitos de poder afectado estratos simbólicos, mimetismos sociales a falta de originalidad o éxito de la recepción, como si el sistema crítico abandonara al lector pasándose a promover intereses de la industria cultural, provocando un cortocircuito precipitando a las tinieblas categorías de las luces. El hiato antiguo entre iluminación y alienación de sesgo marxista se desactiva con complicidades varias; la obra de Saer, creada en el cruce de los siglos y la interacción de dos territorios, la fricción de varias lenguas y un sitial en la escena narrativa, tampoco pretendía ser un corpus útil para negar o legitimar especulaciones críticas. En la historia de la creación del relato ficticio es diferente, es ahí donde se observan y diferencian -volvemos a Saer- varias estrategias de escritura que responden a un plan, proyecto de obra con mucho de mandato, reflexión y asumiendo la situación heredara y elegida durante el trayecto; en eso Saer formulaba una lucidez implacable, que supuso en el argentino filtrarse en una doble tradición literaria. La argentina con Zama de Antonio de Benedetto o Macedonio, por ejemplo y la literaria a secas: E. E. Cumming, William Carlos Williams; partiendo de incurrir dentro del relato tras la originalidad, seguro de la elección temática en las modalidades del narrar. De ahí su confrontación con las artimañas publicitarias del mercado, los asuntos de aceptación pública efímera o éxito de ventas; la insistencia en el conjunto del proyecto propio, desde el primer libro publicado hasta las últimas oraciones que pudo escribir.

En otras ocasiones tuve oportunidad de explayarme en esos asuntos; ahora me contentaré con avanzar titulares relanzando la memoria y que explican la razón del trabajo sobre Carlos Tomatis. Juan José tenía varias fuentes de lecturas, más que pistas policiales buscaba atraer la atención empática del lector y tenía un conocimiento -dentro de lo que se puede de tan gran producción- de la literatura argentina sin limitarse a ello; diría que algo conocido anecdótico, un segundo frente inesperado y la tercera pasión secreta. Evocaría la amistad con Ricardo Piglia en territorio común y batallas diferentes, la complicidad con Alain Robbe – Grillet cabeza de puente del Nouveau roman francés moderno, el conocimiento intenso de la poesía americana del siglo XX. Del peso de esa fricción entre textos se encargaron otras generaciones críticas; aquí me detendría en la idea de sistema constelado de la mayoría de su narrativa, donde cada título se potencia en una trama de conexiones y sinergia de la totalidad. Suerte de comedia humana entrerriana o como él prefería decir un elenco estable, que en cada novela rotaba cometidos protagónicos, en avance o retroceso del relato de vida propio. El ónfalos de la ciudad de Santa Fe, la cercanía de Rosario, allá Buenos Aires y más lejos París; la creación de su “zona” de ambigua definición fronteriza y presentida, tal como les ocurría a los cartógrafos renacentistas, Apollinaire en la Paris de la belle époque y Stalker de Tarkosky. Algunas veces se permitía salir del encuadre fijo contemporáneo temporal (sin alterar el espacio del cronotopo regional, tal como sucede en “El entenado” y “Las nubes”) para visitar los orígenes, episodios coloniales o magma terrenal, así como indagaba la profundidad del pensamiento humano hasta los vagidos primeros de la especie. Mi preferencia de lector por “Lo imborrable” me llevó a interesarme por Carlos Tomatis, que escrutaba no tanto en sublimación heroica, sino como señal luminosa intermitente útil para ubicar a otros personajes. Me recordó al joven español de “El entenado”, grumete, cautivo entre los primeros de los indios durante años, que lo dejaron vivir porque sería su testigo y luego el narrador, cronista tardío en la lengua conquistadora que necesitaba cada tribu, para que su efímero paso por el mundo no desaparezca totalmente. Acaso Tomatis pudiera ser el alter ego de Saer, la considero una hipótesis aproximativa e insatisfactoria; cada uno de esos dos tenía claras sus funciones en el complejo. Carlos Tomatis sospecha que tiene algo de autor y mucho de personaje, para que ello funcione opera a corazón abierto, miente y guarda en secreto sus poesías, escucha y glosa a sus coetáneos, comenta y escribe; a veces da un paso adelante o queda en bambalinas de la función, puede ser el maestro de vida que traiciona la confianza del alumno, la parte emotiva que permaneció en la zona cuando los amigos andan por Europa. Tal vez era lo que Saer hubiera preferido si en la quiniela literaria le hubiera tocado ser personaje, pudo haber estado con el autor cuando es medianoche y el cabaret despierta; manipular el desprecio y la ironía evitando el lugar común, exponerse cuando asedia la depresión, encajar la muerte de los amigos y recordarlos, ser piadoso con el entorno poético literario, sabiendo que el héroe de la novela moderna es el hombre sin atributos. Padecer la historia, decirse que el mismo pronóstico del tiempo se puede aplicar a cada día que pasa, jugar al billar porque el sentido de la vida tiene algo de timba clandestina, de carambola con tacada amañada en un boliche de barrio.

La del estribo

“La del estribo” pudo haber sido un prólogo, pero se dice postacio porque fue ubicado al final luego del corpus principal del libro. El libro de marras es una versión con tonalidad uruguaya de “Alcools” de Guillaume Apollinaire; casi un ejemplo de eficacia de condiciones de producción, Apollinaire lo escribió a comienzos del siglo pasado, yo hice la más reciente traducción del francés y Gustavo Wojciechowski (editorial Yaugurú) fue el encargado de editarlo en Montevideo. Seguro que sin su cómplice comprensión este libre jamás hubiera existido, el trabajo de pasaje de una lengua a otra habría quedado en alguna libreta o llave USB. Esa es la historia visible del texto; en lo práctico fue Maca que expuso la pertinencia de unas líneas para orientar al lector nuevo, remasterizar la figura del poeta algo olvidado entre nosotros y recordar en el virreinato del Rio de la Plata la importancia que tuvo “Alcools” en la invención de la poesía contemporánea. Estuve de acuerdo, escribirlo me llevó varias semanas de lecturas y otras tantas de escritura condensado la enorme información; no tanto queriendo argumentar la vigencia de Apollinaire que podía prescindir de nuestra tarea, sino para reparar cierta amnesia consentida -como con otros grandes escritores- dentro de la ciudad letrada en lo que tiene de trasmisión.

Lo que había para decir del libro está dicho en el texto epilogal; me dije que era un desacato poner algo de cosecha propia antes de esa maravilla que es “Zone”, decidí que fuera ubicado al final y está bien así. Quizá sería bueno agregar algo sobre la historia invisible del proyecto; todo comenzó con el cruce entre Kafka y Apollinaire caminando las calles de Praga. Hallé en “Zona” una estrofa que era estupenda para iniciar otro trabajo sobre el cazador Gracchus, luego me dejé arrastrar por la épica personal y eléctrica del poema, siguiendo con el libro que despertaba en mí una suerte de llamado. Debía haberme encontrado con ese libro traducido cuando era un debutante estudiante de literatura, “Alcools” es de las experiencias fundadoras de lectura que anulan dudas y relativismos en cuando a la poesía, otras excitaciones de género y exime a la poesía de ponerse al servicio de grupúsculos, alejándose de aceptar la literatura como mera explicación de texto del real aparente. Después llegué al relato “El caminante de Praga”, que trasmitía el espíritu huidizo de una ciudad literaria, mágica y querida. Ignoro la razón para querer traducirlo, pero era íntima y venía trabajando el disco duro desde hace tiempo; estaba lejos de las obligaciones de la docencia universitaria, la resultante es que lo pasé a nuestro dialecto y con cierta felicidad. Ello me dio impulso para intentarlo con el poemario; no descarto -buscando pistas herméticas- la casualidad de que varias veces al mes debo cruzar el puente Mirabeau en ambos sentidos. Podía ser una nueva veta laboral para traducir acaso narrativa, pero es tarde para emprender esa ruta reconvertida y fue entonces que se produjo hace unos dos años la epifanía fortuita de querer transfigurar “Alcools” y sentir que podía hacerlo con cierta habilidad.

La idea ulterior era que el resultado saliera en Montevideo y contacté al único editor uruguayo que podía subirse el carro ese y así fue. En poco más de un año estaba pronta la traducción, en seis meses se preparó el posfacio de salida y se editó el libro; quizá una razón más terrenal era poner en circulación un autor y libro, que son magníficos, para la enseñanza de la literatura y despertar la pasión del misterio escrito entre los estudiantes. La biografía de Apollinaire es ejemplar por novelesca, desde el nacimiento hasta la doble muerte por causa de modernidad y en cada una de sus estaciones; es una aventura apresurada tras la identidad inalcanzable y el afán de ser distinto, no búsqueda estéril autorreferente consumiendo la existencia sino lo contrario: pragmática, activa, moderna tronchando las líneas permeables de demarcación. Apollinaire fue viajero urbano y de trinchera, enamorada vocacional, curioso de otras artes, caminante infatigable tras los misterios de París; dicta conferencias, funda revistas, es animador full time de la vida literaria en la urgencia, amigo y tertuliano, redacta críticas, se interesa por el teatro, crea la palabra surrealista, escribe un clásico de la novela erótica, dibuja los caligramas con lo visual en la poesía, se interesa por el cine, la música y las artes del espectáculo, combatió por el arte moderno, fue tocado en carne propia por la primera guerra mundial en la trinchera y tuvo la osadía de morirse -apenas pasado el medio del camino de la vida- de la peste española. Fue el literato que más se acerca a los grandes nombres, telas, performances, barrios, talleres, amistad, promoción y batallas estridentes de la revolución del arte moderno. Cuando recuerdo la relativa brevedad de su vida, sospecho que descubrió el secreto del tema del doble; tiene una obra inmensa que podía explicarse únicamente aceptando la hipótesis de dos vidas. Seguro que debí haberlo hecho antes pero no era todavía el tiempo; la hora llegó en el 2022 con un poco de atraso, tampoco podíamos dejar un poemario como “Alcools” tan lejos de estudiantes uruguayos y los vates en ciernes. Ya que el francés dejó de ser lengua habitual en nuestra enseñanza siendo pilar de nuestra historia literaria, al menos vislumbrarlo al sesgo, leerlo desde la otra cabeza del puente romano. Apollinaire nació en Roma pero pudo haber nacido en Montevideo, en la zona colonial de la ciudad vieja, allí en la brecha lingüística donde los versos de San Felipe y Santiago se afrancesan para denominarse La Coquette.

El arte de comparar

(bello como las rodillas de Isidore Ducasse)

Todo lo referente a este trabajo está consignado en el “Diario de la obra” que pasará a los archivos de La Coquette el próximo mes de diciembre. Se trata de un ensayo de juventud que quiso explorar la zona del encuentro fortuito de la literatura uruguaya con la lengua francesa. Isidore Ducasse ingresó con pleno derecho a la tradición de los hijos del limo, la mitología de los poetas malditos y la leyenda de los varios misterios: inspiración, fotografía, muerte y transfiguración. Es autor de uno de los libros decisivos del siglo XIX vinculado a todos los desarreglos de los sentidos y sacudimiento de las estrategias de lectura, por ello el ensayo provoca un cotejo incidental con los pensamientos de Pascal. Fue acaso un gesto de piratería oportunista más que de rehabilitación ofendida; me parecía y me sigue pareciendo, un derroche suicida dejar sin amarras montevideanas ese barco, a la deriva entre tiburones y sin timón en otras aguas internacionales, con flotas hostilas prontas a tomar por asalto el cargamento Ducasse, sin exigir ni siquiera un rescate desmesurado. 

Mi primer encuentro con Les chants de Maldoror en la librería Colonial de Montevideo donde trabajé una larga temporada, fue un momento clave en la educación literaria. Ese episodio quizá me facilitó el paso de la pedagogía y la hermenéutica a la ficción; el ensayo me hizo ganar un concurso de la Alianza Francesa y el premio bien recibido en su momento, que consistía en un billete aéreo para visitar París. La más reciente secuela del efecto mariposa vinculado a Ducasse, es la traducción de “Alcools” de Guillaume Apollinaire editada en Montevideo hace algunos meses por Yaugurú.

Desplazamientos y escrituras en la obra de Joaquín Torres García

Durante los años de Universidad mientras participaba en actividades colectivas de investigación -seminarios, coloquios o congresos- lo más frecuente fue que lo hiciera sobre temas literarios; es de esas intervenciones de las cuales conservé información detallada más precisa. Se advertía a partir de los años noventa un cambio sostenido de orientación en las cátedras y centros de interés, tanto de profesores como de estudiantes. Sumado ello -por razones financieras y de moda creo recordar- a la idea de lo interactivo, multidisciplinario, cruce epistemológico, que también podría llamarse alquimia textual omitiendo la piedra filosofal, carnestolendas sin dios Momo. Situación de la recherche forzando a malabares de organización, que algunas veces eran estimulantes y otras hacían surgir criaturas monstruosas. Se abatían barreras de especialización tanto del corte literatura/civilización, como las regiones geográficas o los tiempos en torciones ortopédicas que podían fusionar la Edad Media con postmodernidad. Pasé sin quererlo por el circuito de ese período de transición; justo para ver las últimas luces del apogeo de la novela latinoamericana y el entusiasmo cotrovertido por la revolución cubana. La España peregrina se plegaba ante la movida y la Leonor machadiana era travestida por las chicas Almodóvar; más a lo lejos se distinguían los estandartes multicolores del género y escuchaban los tambores post coloniales.

Es así que recuerdo haber participado en alguna actividad sobre emigraciones y exilios; era bien cierto que los golpes de Estado en América latina daban materia para todo ello, si bien la baraja crítica ya comenzaba a salir confusa. En esos casos había protocolos poderosos, testimonios tristes que desaniman toda controversia, confusión entre sociología y poética, muchas contribuciones equivalentes ante los cuales, al leer el título de la ponencia se adivinaba la tonalidad de las conclusiones finales, habiendo como una suerte aceptada de redención histórica. En aquella oportunidad traté de hacer un aporte que fuera a la vez pertinente y original, es decir con algo uruguayo que conociera de antes, se adecuase a lo pedido por los organizadores y orientara la focal hacia la abstracción. El caso de Joaquín Torres-García era luminoso y las razones están explicitadas en el ensayo; lo que el auditorio ignoraba, era que estaba sintetizando material utilizado para mi tesis sobre Torrse-García defendida en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Desde joven me interesó el personaje y su producción en varios registros; quizá la empatía sería sin secuelas personales si J T-G hubiera limitado su tarea al taller y los pinceles, al trato con discípulos y galeristas. Dejó por el contrario una obra escrita intensa, que primero leí con curiosidad al punto de procurarme la casi totalidad de sus primeras ediciones. Luego, al instalarme en Barcelona elegí ese corpus como tema del Doctorado. Las razones menos intelectuales pueden comprenderse fácil: el itinerario entre España y Uruguay similar en el tiempo al de mi propia familia, dos temporadas descubriendo la Barcelona que guardaba trazas del paso de Torres-García. Los murales magníficos de la Generalitat en el patio de los naranjos, bibliotecas comarcales de ciudades del interior catalán tras sus escritos, las mismas galerías de Arte del novecientos, cafés como “Els quatre Gats” de la calle Montsió y barrios recoletos de la ciudad que trepan por las colinas cercanas. Estando interesado de forma prioritaria por nuestra literatura, quería indagar en diagonal eso del ser uruguayo de otra manera que escribiendo y creo haberlo logrado. Si bien trabajé los papeles teóricos, me obligué para aprender a ver lo otro velado a estudiar estética y cambiar varias horas semanales de biblioteca por obras de Museos, lo que sumaba un universalismo reflexivo en expansión. Una vez dentro del sistema Torres-García fue fascinante observar su sana ambición por salir de la zona de confort. Batallando contra obstáculos sociales de todo tipo, determinado hasta el agotamiento por crear el espíritu de otra escuela/estilo que se midiera probándose con las escuelas pictóricas del siglo XX. Estoy convencido que la mirada torresgarciana sobre la pintura mejoró mis atributos de la lectura; después los acomodos azarosos de la existencia hicieron de lo suyo. Cuando compré en Montevideo la primera edición de “Historia de mi vida” ni pensaba que terminaría viviendo en París; en cuanto a la experiencia de New York es ya tarde en esta vida y prefiero dejarlo para la próxima reencarnación.