AGOSTO 2022
(ingresos)
EL CLUB DE LOS NARRADORES
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“Árboles en la noche”
“Creo que ustedes saben de qué estoy hablando: la noche de Federico Sthal es la 666 de las mil y una noches de Sherezade, la noche love/hate del cazador, de la iguana y la notte de Antonioni, noche oscura del alma y Los Estómagos cuando el eclipse informático, la noche de Carlos Wieder y las hermanas Garmendia, la noche Solaris que pudo inspirar a Ferdinand el largo viaje hacia su final, la del día menos pensado y The night before del 65. Los árboles de Ramiro Sanchiz alucinan Pinamar en el verano de 1988 y exorcizan The blair witch project, son el árbol Bohdi de la iluminación Shiddarta, los árboles de Valinor y el bosque reptante de Birnam, el árbol de Sleepy Hollow, de Kaulder el ultimo cazador de brujas, los doce sicomoros de Twin Peaks cantados por Jimmy Scott, el ombú clonador de niños muertos en Punta de Piedra y el ombú portal hacia la oscura ciudad de Cacodelphia en Adán Buenosayres.”
Philip K. Dick
Salirse de uno mismo: el proyecto literario de Ramiro Sanchiz.
Las imitaciones, título de una de las novelas de lo que se puede llamar el período de madurez de Ramiro Sanchiz (que comienza, probablemente, con la publicación de El orden del mundo y se extiende hasta el presente), podría bien ser el nombre de todo su proyecto literario. Reiteraciones de esa misma idea están en otros libros, como El gato y la entropía #12 & 35, en el que los números finales —tomados de la canción de Bob Dylan— suponen la existencia (aunque sea potencial) de otras posibilidades, versiones, traducciones, o en el cuento aquí publicado, “Árboles en la noche”, que conoce ya varias iteraciones. En efecto, el nombre del texto designa una serie de variaciones que han sido publicadas, según una modalidad característica del autor, en diversas publicaciones a lo largo y ancho del mundo hispanófono y que ofrecen, en distintas tonalidades, un mismo tema.
Federico Stahl funciona de este modo como máquina narrativa, como entidad jamás idéntica a sí misma, como sujeto infinitamente maleable (y por eso, en algún sentido, anti-sujeto) en un multiverso siempre en expansión. Cada una de sus aventuras (y la palabra no es azarosa) se presenta así como un instante de un movimiento no continuo, fluctuante, como copia de copia que eleva la escritura a un arte del vaciamiento, estocada final contra la psicologización agonizante. En uno de los mundos posibles, de este modo, Stahl se apaga pero solo para eclipsar al resto en otro o para irradiar sobre alguna ficción pasada, que se retoma con cambios ligeros que la muestran, para seguir con la metáfora, bajo otra luz. Esto es puesto en práctica de forma condensada, por citar un cuento, en “All Tomorrow’s Parties”, en el que el fin del mundo superpone los muchos avatares de Stahl, que se abisma ante la monstruosa percepción de sí mismo, esa vista al espejo reveladora del hueco de una cara.
Eterno protagonista, Stahl está vinculado con insistencia a algún área de la creación (es alternativa o simultáneamente músico, periodista, escritor, etc.) que Sanchiz ha recorrido, lo que posibilita, entre otras cosas, que pueda ser leído además como un alter ego del autor, o como otra variante del escritor que deambula, a su vez, en ficciones como Guitarra negra con su nombre legal y otras máscaras. Esto, sumado a las múltiples menciones a personas de existencia histórica comprobable, hace que las interconexiones entre el mundo ficticio y el otro (el nuestro, por decirle de algún modo), sean a la vez evidentes y, por su carácter ligeramente interferido, ominosas. Así, la ciudad de Ventomedio, el balneario Punta de Piedra, o personajes como Emilio Scarone, escritor sin obra, apenas ocultan sus “referentes” y provocan el deseo en el lector curioso de intentar decodificarlos, llevándolo, en este intento, a ver las oscuras lagunas que los separan de la realidad que construye el realismo y las convenciones de lo verosímil.
Es que Sanchiz se mueve empecinadamente en los márgenes (ciencia ficción, weird, horror) y lo hace a la vez como crítico (en la prensa o en su vertiente ensayística), como traductor y como narrador, estableciendo en sus libros cada vez más dichosamente híbridos un linaje de pensamiento en el que participa de modo siempre conflictivo. En ese sentido, su trabajo está cuidadosamente articulado y siempre incluye (por momentos, en gestos de deliberado homenaje o de esa forma suprema del homenaje que es la parodia) citas y comentarios sobre la tradición en la que se quiere ubicar, una tradición que devora a los clásicos modernos —Melville, Mallarmé, Proust, Joyce— y los alea con los desperdicios más deslumbrantes de la sociedad de consumo. No son extrañas, por eso, las referencias culturales, en un sentido muy general, que incluye música pop, programas de TV, videojuegos, personajes literarios, películas.
En esa fascinación por la figura del ícono, en la producción incansable y en el espíritu reiterativo y secuencial, que rehúye del ideal romántico del “artista” inspirado, Sanchiz se puede ubicar en una constelación de artistas que, desde comienzos de la modernidad, han buscado destruir los cimientos que la sostienen sirviéndose de sus propios relatos y mitos de origen. Pero es, al mismo tiempo, esta obstinada preocupación por la construcción de la memoria y sus relaciones con la ficción (evidente en novelas como Verde, por ejemplo), su búsqueda constante de una problematización del binomio de oposición relativa “cultura/naturaleza” (discutido con maestría en la por el momento inédita Un pianista de provincias), su combate contra las definiciones corrientes de lo que nos define de manera siempre provisoria como humanos y la visión y ejecución de su ambicioso proyecto literario lo que lo convierten, más allá de las taxonomías, en un autor proteico y originalísimo.*
Francisco Álvez Francese
* Una versión de este texto fue publicada en el libro Narrativa Nativa, de Agustín Acevedo Kanopa, Lucía Germano y Mauro Martella (Montevideo: Estuario, 2018).
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