Lefaucheux II

David es un muchacho diferente, él llega de la capital todos los años a pasar los tres meses de vacaciones de verano entre nosotros. Viene a la casa del tío, el Pato, el dueño del boliche La última curda. Al mediodía el Pato sirve comidas caseras para alguna gente de paso por el pueblo, un plato por día, tallarines con estofado, milanesas con puré. Nosotros le decimos a David que para qué viene aquí que en verano es la muerte, que podría aprovechar las playas de allá de la capital tan enormes y lindas, como esa que se llama Malvín y hasta lo embromamos con las novias. David es así, él dice que allá está todo podrido y ya tendrá en pocos años su diploma de dentista, pero lo que él quiere de corazón es otra vida.

David estudia todo el año y trabaja duro preparando el verano. Siempre llega con ideas nuevas, un bolso lleno de publicaciones, revistas literarias, plaquetas de poesía, trae casetes que él mismo graba y los poemas. Con Fede son amigos desde chicos, se dan una manija loca con esas hojas sueltas que ellos llaman revista y ya sacaron tres números. Mi Fede lo único que tiene es la revista y entonces se da manija de verdad cuando reavivan el proyecto. David, es increíble, se lo toma en serio, dice que debemos seguir sacando la revista sin pensar en los sacrificios, está convencido de que desde aquí que es el esfínter del culo del mundo, podemos cambiar la idea de la poesía entre nuestros compatriotas. Están locos… Un año David organizó un taller de escritura poética, hasta trajo dos poetas jóvenes que leyeron sus textos y divagaron. Víctor Cunha que no me sacaba los ojos de encima y otro flaco de lentes que se fue a México, Eduardo se llamaba.

Yo también escribo un poquito. Hace años que vivo con Fede pero en verano también me enamoro de David y Fede no me reprocha nada, hasta hablaron entre ellos de la situación. Nunca nos acostamos los tres, duermo una noche con cada uno. Fede me ama cada día más y eso me gusta. En lo más íntimo yo creo que la historia le hace creer que vive adentro de una película. Fede es fuerte y David es tierno. Durante los meses que dura el verano soy la mujer más feliz del mundo. Nadie sabe lo nuestro, nos piensan un trío de loquitos obsesionados por editar la revista y está bien que sea así. Nosotros nos divertimos, es todo tan intenso entre ellos y yo que olvidamos el tedio y el calor, la miseria a la que fuimos arrastrados. Parece una historia de cine, pero a mí me da vergüenza tener siempre las mismas bombachitas de algodón como de niña. Soutien no necesito porque tengo poca teta, son tetitas de perrita, lindas pero chiquitas. Para compensar me cuido mucho el pelo, después de todo los calzones modestos logran que la situación sea más democrática, a veces igual sueño con puntillas negras y esas cosas de mujer fatal.

Habían pasado las fiestas de fin de año y todo el barullo. Los potentados del pueblo que tampoco son tantos, se fueron lejos y no volverían hasta mediados de marzo. Aquí nos quedamos los que no tenemos plata para el boleto de transporte ni para pagar un rancho en la costa, aunque sea una modesta casilla de chapa dolmenit. Nos quedamos los que tenemos la parentela y los viejos en el pueblo. Es así que por allá como terminando enero, es cuando los que quedamos aquí hacemos un pacto de pobres y caminamos por el pueblo en silencio. Hacemos las mínimas compras, estamos en un limbo de agonía hasta que llega el carnaval, empieza semana santa, semana de turismo dice David y el pueblo recobra el murmullo inconfundible de pueblo chico, de gusanería emanando del cadáver.

Los días de la siesta impuesta y la noche del pleno sol para empujarnos a permanecer en la sombra, nosotros leemos escuchando la radio, para seguir sabiendo que allá lejos atravesando el desierto que rodea el pueblo, continúa existiendo eso que llamamos mundo. Es recién cuando cae el sol y antes de que llegue del todo la noche que vamos al boliche del Pato. Allí nos encontramos todos, una linda barra y amigos de la resistencia. Ahí empieza la vida de verdad, leemos en voz alta, tomamos cerveza, caña y vino clarete fresco, intentamos marcar la línea editorial del próximo número de la revista creyendo que será editada. Nos cagamos en la mentalidad dominante del pueblo con lo poco que tenemos y escuchamos música venida de lejos. Por reacción comprensible le juramos un odio eterno a estribaciones telúricas de la comarca, sería tautológico dice Fede. Si estamos de acuerdo en todo, sostiene mi amoroso, para qué diablos hacer una revista a contramano. Decidimos escuchar músicas foráneas, destilaciones melodiosas de reventados alejadísimos, de tan lejos que parecen de otro planeta, con decir que Keith Jarret pasa por ser el más serio. 

El Pato es un tipo macanudo, nos soporta con cariño. Estoy convencida de que se gasta en verano lo que gana trabajando el resto del año y lo genial es que parece importarle un pepino. El Pato quiere mucho al sobrino. David es el único pariente que le queda, el Pato dice: «Cuando David se reciba vendo el boliche al mejor postor, le pongo un consultorio y después me mato, pero pienso llevarme alguno de por aquí en el camino».

David es diferente de todos nosotros. David lee mucho allá en la capital y yo sé que tiene talento, si se decide a trabajar en la poesía será uno de los grandes, como Marosa, Puig y como el Bocha. Eso si él lo quiere. Fede además de ser amigo lo admira. Un día Fede me preguntó si yo me iría con David y le contesté que si me lo preguntaba una segunda vez lo mataba, él se rió pero es verdad que si vuelve con esa tontería lo mato. Puedo pensar la vida que me espera, pensar mi futuro sin David pero no sin Fede. Fede es mi hombre. David es otra cosa, es como un hermano, un primo segundo. 

Durante los meses de verano vivimos en la casona que me dejó mi abuelo al morir en el barrio Las Manzanas. En invierno vivo en el centro del pueblo con mi madre, en verano vengo aquí a los arrabales a respirar un poco y disfrutar de mis hombres a gusto. A veces pienso que soy una zafada. Aquí tenemos una pieza especial para el trabajo, con carpetas para la correspondencia, una caja de zapatos que hace las veces de fichero y muchas cosas más. Está bastante bien para el lugar. Nunca supe cómo hacemos para convivir sin drama. Entre el baño tibio de la mañana, la compra del pan, el poner a calentar agua para el mate y el café, descolgar la ropa de la cuerda y sacar la manteca de la heladera, lo cierto es que cuando nos damos cuenta que estamos en un nuevo día nadie parece recordar en que cama durmió. Yo sí. Ellos son tan dulces cuando quieren que algunas mañanas me lo hacen dudar.

Era David el que venía dale que dale con el asunto ese del brulote, la última noche en el boliche del Pato fue cargada. Estaban excitadísimos por los acontecimientos recientes y yo creía, siempre la misma distraída, que al amanecer el asunto quedaría olvidado. Fue David que estaba en el origen del episodio para ayudar a Fede, fue David que estaba loco de feliz por lo ocurrido, fue él quien evocó la posibilidad del enfrentamiento honorable y él que le pidió a Fede practicar diciendo que estaba en juego el honor de la poesía nacional. Yo me reía cuando los escuchaba hablar del honor de los poetas. «Si fuera por tu honor flaca linda, aquí el Fede y yo sin consultarlo con nadie, sin medir consecuencias declararíamos una guerra mundial» decía David y a mí me encantaba escucharlo decir esas cosas.

Fede estaba firme, él sabía que la cosa terminaría mal en cualquiera de las variantes. Le decía que se dejara de joder con el honor y que las armas las carga el diablo. Yo estaba ahí cuando le dijo a David que el revólver de mi abuelo debería ser un arma anticuario del siglo pasado. Inservible para practicar y le aconsejé que para el verano próximo aprendiera artes marciales al estilo Okinawa. David insistía y en un último recurso apeló a la fibra militante chamuscada de Fede que un poco se calentó. David intentó la argumentación romántica para decidirlo, que estuviera en concordancia con nuestra situación amoroso atípica. 

Dijo que los poetas gringos tenían menos problemas porque se enculaban entre ellos en los baños públicos de Nueva York y que el viejo Burroughs había dado en la práctica su contundente opinión sobre las mujeres, en especial de las esposas. Estaba inspirado mi hermoso, después se lanzó en retóricas de reivindicación personal y recordó que hasta tenía un texto acorde a la situación, que él reivindicaba como lo mejor que había escrito en su vida. Hoy estaban peor que borrachos me parece que les dije. Esas fueron más o menos las palabras y lamento olvidar el resto. Fue la última vez que los vi juntos, qué horrible. Sin pedirme mi opinión me dejaron fuera de la conversación, así que me levanté y les dije que entraba a la casa a bañarme. Necesitaba refrescarme para tomar coraje y detener ese disparate, además había que hacer las compras del día y hasta con dos hombres en la casa la condición femenina se mantenía inmodificable.

Estaba necesitando estar un tiempo con mi cuerpo a solas, mirarme en el espejo desnuda y de perfil, preguntarme qué encanto tenían esas tetitas para hacerme tan feliz. Estar a solas para enjabonarme despacio la conchita y repetirme que era una mujer de suerte. Necesitaba meterme en la bañera y sentir el agua tibia hasta el cuello, levantar desplegando las largas piernas del agua como una estrella de cine y decir para mis adentros: si estas piernas hablaran y contaran lo vivido, mirarme los dedos finos y largos de poetisa posarse sobre los bordes de la bañera inmensa, hundirme en el agua tibia hasta el tabique de la nariz y pensar en los cuerpos bonitos de mis dos hombres discutiendo al sol del amanecer. Quería ponerme en la mano mucho champú con olor a almendras salvajes, esencias de los mares del sur, árboles exóticos del corazón de la Amazonia y desde el agua mirar colgadas en la ventana al aire fresco de la media mañana, golondrinas albinas anidadas en mi felicidad, las bombachitas de algodón secándose. En mis baños soñaba con los futuros sonetos de amor compartido, me imaginaba ser la autora de versos impregnados de una sensualidad nunca antes alcanzada, me veía yo toda y también mi cuerpo caliente en el agua tibia, siendo protagonista d’un roman d’amour insensato sólo destinado a mujeres lejanas, mujeres misteriosas y seductoras hasta el suicidio. Me sublimaba llevando un diario de verano tórrido escrito con la tinta invisible de mi sexo rosado, húmedo en todo momento, abierto como una breva madura para saciar la sed espesa de sumisos amantes insaciables, me leía siendo una mujer madura escribiendo su vida, que eran las memorias de un cuerpo dispendioso, contándole esta misma semana de mi vida a un amante reciente, muchísimo más joven que yo, de la edad de mis queridos y celoso de mi tenebroso pasado. En eso estaba, mientras él me reprochaba mis deslices consentidos y periódicos cuando oí el estampido. 

Lo primero que pensé fue que había sido él, mi joven amante que me había disparado por desesperación y celos, entonces me llevé la mano derecha al pecho para buscar la herida. Luego temí lo peor y salí corriendo desnuda hacia el patio. Tenía miedo de encontrar lo peor, estaba avergonzada de mi egoísmo que me empujó a dejarlos solos.

Cuando llegué al patio vi a David tirado en el piso con la cara ensangrentada. Me llevé las manos a la boca, grité su nombre y comencé a llorar como una Magdalena. Me senté de costado en el hormigón frío sin saber qué hacer y sabía que Fede estaría por ahí cerca con el revólver de mi abuelo en la mano. Por el momento rechacé la idea de que sería yo quien debería tomar las decisiones prácticas y alguna vez volvería a comprar el pan como si tal cosa. Sentí que me estaba orinando encima. Dios mío…

Título

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Encuentro fortuito en la librería colonial

Al otro día de la invitación a estar con ustedes por zoom tomé algunas notas para ordenar la charla convenida, puesto que el objetivo de la maniobra era evocar a la distancia la figura de Lautréamont. Durante el reparto de la tarea, alegué que sólo estaría cómodo hablando del enigma en tanto episodio personal, testimonio llano del asombro primero ante la obra del escritor, su influencia en otras lecturas y la traza indeleble en mi narrativa incluyendo la crónica biográfica; su obstinación espectral en el presente y otros proyectos que pudiera inspirar, incluyendo aquellos que quedarán por el camino.

Así fue que comenzó la charla organizada a distancia por la Academia Nacional de Letras, donde soy un espectral miembro correspondiente en la calle Dantzig después de los años vividos en Commandant Mouchotte; lo que debía ser una exposición sobre la valoración y actualidad de la obra de Ducasse, se volvió la reconstrucción de un recuerdo y que sólo podía asumir la forma de un relato. Ello sucede cada tanto en mi escritura, cruzando crítica y narración e ignoro si es exploración renovadora, estrategia instrumental o argucia dialéctica, valorando carencias que a esta altura de la existencia son incurables. Pudiera ser el mandato de tentar la ficción con los materiales que uno frecuentó desde muchacho y sin cambiar de categoría como sucede en el boxeo, un dominio donde la lectura equivale a dar la vuelta al mundo en ochenta días y dar la vuelta al día en ochenta mundos o embarcarse hacia la órbita del planeta Solaris, donde las pesadillas nocturnas se hacen realidad en cuanto los tripulantes despiertan. 

Sucedió en el abril pasado en época de pandemia respiratoria y conexión internet; acepté participar en un ejercicio colectivo que en otro tiempo se hubiera llamado surrealista, lejana herencia de los hermanos Lumière con gente en movimiento y para el cual carecía de gimnasia técnica. Hablé a una pantalla catorce minutos, sabiendo que siempre caigo en el desliz de considerar los asuntos literarios en mi condición doble de profesor y narrador, los años de docencia en todos los niveles me dieron cierta pericia para disertar ante un auditorio cautivo, aunque fue extraño eso de hacerlo sin retorno provocado. Unos días más tarde, el amigo Wilfredo Penco me pidió la versión escrita de la conversación para una publicación. Había olvidado si la versión hablada guardaba relación con las notas preliminares y decidí invertir el proceso, miré un par de veces el video, el emisor se volvió receptor, tomé nuevas notas de lo escuchado y trato ahora de reorganizar un relato dando un tono memorialista a las pausas de la oralidad.

El comienzo del vínculo con la leyenda Ducasse fue libresco a la antigua, incluso casual. La coincidencia de haber nacido en la misma ciudad del celebrado, con un poco más de un siglo de diferencia -casi nada en la economía del universo- crea cierta complicidad portuaria intemporal, así como el estar redactando el informe a unas diez estaciones de Metro de donde murió en Paris. El Conde es génesis del misterio más incandescente de nuestros asuntos literarios y meteorito poético, para el cual es insuficiente la crítica tradicional, siendo de esas sombras extrañas que forman un enigma inextricable al interior fractal de la literatura. Desde hace tiempo me interesaba la articulación en tríptico concentrada en su caso, exponiendo intereses exegéticos sensibles de la literatura contemporánea; el itinerario abreviado del autor entre dos lenguas, la marginación ante la industria cultural, muerte prematura y sin sepultura, iconografía monologante en discusión, proceso de legitimación por la vía del salón de los rechazados. Destaca y desde antes de abrir el libro, el ocultamiento sugerente del apodo Conde de Lautréamont; pocos seudónimos dieron lugar a tantas especulaciones, en su caso se trata de una novela folletín minada de celadas dentro del corpus crítico. Crea a Maldoror implicando narrador y personaje protagonista, anclado en la tradición de los gabinetes de curiosidades, capaz de anticipar la violencia exacerbada del relato moderno, abriendo puertas condenadas del abismo poético. Está la obra en papel viniendo de algún lugar excomulgado entre Tarbes y Montevideo, el objeto libro “Les chants de Maldoror” (1869) irrumpiendo como anomalía pendiente dentro de la lengua francesa, polizonte en una literatura densa por entonces, de poesía entre flores del mal, folletines complotistas, novela rojo y negro. Sedimentos y piezas herrumbradas de historias naturales iluminadas en latín e imaginerías incunables arrumbadas por excesos altivos del racionalismo, filamentos sensibles a la modernidad que se venía engendrando entre Marx y Helena Blavatsky. Así pues, ser uruguayo e interesarse por la literatura -ya sea como lector, estudioso del caso esotérico, poeta circunstancial o creador de ficciones- significa estar pronto a cruzar en algún momento la ruta virulenta de Maldoror.

En lo personal, de tal encuentro -lo fui urdiendo en plan de batalla- me cuento una fábula supuestamente verosímil que trata de casualidades y el azar absurdo guiando nuestros gestos; recuerdo, acentuando más la ironía, que en el liceo tenía problemas con las conjugaciones francesas, el tirón barrial era potente y nunca pensé que saldría en pie del ruedo ibérico. Tentando inventar una explicación retrospectiva, diría que el caso Ducasse fue el cruce de una conciencia aproximativa geo poética y la bifurcación hacia una vida doble, ofrecía una segunda tradición cosmopolita, con algo de tirada de dados que pude aceptar o repudiar y las luces que a lo lejos alumbran la ciudad de la Comuna trágica, aguardando al viajero del otro lado del viejo Océano. Estaba por entonces en las interrogantes del estudiante de literatura -sin olvidar las otras- y Ducasse invitaba a la absenta verde de la escritura propia, imponía casi el vivir una vida en estado de traducción ebria, como algunos barcos adolescentes.

Siendo estudiante del IPA, Alejandro Paternain -al que conocía desde el liceo- me llevó a visitar la librería Colonial en Guayabos y Dr. Juan A. Rodríguez, de Washington Pereyra el librero nigromante que falleció hace un par de años en Buenos Aires. Empecé yendo cada tanto como bachiller curioso y terminé trabajando -en condición de colaborador- sin horario, en lo que fue parte entrañable de mi educación literaria y libresca. Demasiado viejo para la picaresca entre ciegos y joven para pensar una situación sedentaria acaso todo era preparación para lo que vendría. La enseñanza secundaria había hecho su obra, el deporte colectivo y la música mostraron los límites de torpezas técnicas, reconocía una felicidad en caminar las librerías del centro, comenzando por Paideia cerca del túnel de 8 de Octubre, siguiendo hasta llegar a Monteverde en la calle 25 de mayo, que para nuestra secta fue el templo mayor; era un tiempo extraño, recuerdo la parada en la librería Arca en la calle Colonia, donde podía leerse la producción narrativa uruguayo del último trimestre. Así vista como una intervención en el tiempo, trabajar en una librería anticuario era visitar en 3D virtual un cuento de Borges, así como concretar la ilusión de alternar en universos paralelos, donde el planeta alternativo tenía configuración de librería montevideana. Mediante tres episodios creo que podría ilustrar esa modalidad de la educación liberaría laboral, que se sumaba a las horas de lectura y el orden epistemológico que luego darían los años en el instituto de profesores Artigas. Allí aprendí y de otra manera a valorar el período colonial del virreinato del Rio de la Plata y la provincia cisplatina, el nexo privilegiado con las letras francesas y a una visión sesgada de la cultura española que dejaría trazas durante años.

Conocí la pasión de los coleccionistas, hombre adinerados y discretos, generalmente argentinos, que hicieron fortuna en las actividades sorprendentes y viajaban por el día para comprar una edición rara, tres números de una publicación, la moneda de plata con tres ejemplares conocidos, algún parte de imprenta sobreviviente; sobre todo encuadernaciones de las misiones, relevamientos ilustrados de la fauna y flora de los viajeros europeos. Tenían algo del hombre temeroso de que alguno de los otros contrincantes que estaban en lo mismo pudiera adelantarse; recordaban en el trato a Charles Foster Kane, luego de las transacciones salían del local rápido, dignos, disfrutando por anticipado el momento cuando estuvieran a solas con el objeto deseado desde hace años: Rosebud. Invertir parte del presente que huye por un tiempo pasado, en períodos revolucionarios donde todo era la era que advenía y la orden del día la tabula rasa, ver esa pasión posesiva sensual por objetos mágicos -libros y ediciones- que sobrevivieron al desgaste del tiempo era lección de algo; acaso de forjarse una tradición persona -proveniente del país bárbaro- que imponía su reconocimiento antes de tentar la exploración narrativa de los posibles a los cuales nunca se llega sin espejo retrovisor. Activaban la pasión del objeto mágico, amuleto que abría otros posibles, talismán obligado para la trasmutación interiores, eran herederos tardíos de la tradición del libro sagrado, mágico, prohibido y maldito. Obsesión del objeto que se desplazó de espadas, coronas, tronos y anillos al libro; como si se hubieran inventado las bibliotecas con la finalidad de ocultar los pocos libros codiciados por la secta enemiga para destinarlos al círculo de fuego. De haber nacido argentino como algún de esos coleccionistas, quizá la relación de trabajo con otra lengua de la materna me hubiera inclinado a la literatura inglesa e interesado por W. H. Hudson, siendo oriundo de la Banda Oriental y sin que lo hubiera buscado, estaba norteado a la lengua francesa.

Este relato da cuenta de ese encuentro con la obra clave de la modernidad escrita por un montevideano; en esa librería escuché de los otros uruguayos franceses, conocí historiadores de la inmigración francesa al Uruguay, penetrando un campo magnético poético identitario precario en otras regiones del continente americano. Es curioso que el recuerdo de estas escenas relativas a la Librería Colonial llegue en el proceso de traducción de “Alcools” de Apollinaire y que fuera editado por un compatriota de orígenes polacos. En lo estricto del negocio había pues lo excepcional y la administración del cotidiano; de lo raro se encargaba el azar o la picaresca del librero, siendo cuestión de información, estar al tanto de cotizaciones, tener la agenda secreta y el sentido de oportunidad. Sin embargo, la fuerte principal y fue todo un descubrimiento, era la disolución de bibliotecas uruguayas particulares, el universo expansivo medido en libros había alcanzado su máxima expansión y comenzaba el sentido inverso. Hubo un tiempo del país cuando ese corpus excepcional se fue formando y luego llegaban los herederos, desatentes al patrimonio libresco, deseosos de ganar espacio en la casa familiar y parecía repetirse en maqueta la caída del imperio romano. Algunos mayores previsores, antes del desinterés de los hijos o la codicia indisimulada de los sobrinos, se encargaban ellos mismos de desintegrar esa suerte de disco duro intelectual montado en una vida o dos. La mayoría de las veces pasaba por los remates, algunas bibliotecas con nombre tenían la fortuna de ser ofertadas por lotes, la mayora era el caos al kilo en dunas de papel o aguardar una invasión de bárbaros desconsiderados. Podría decir que ingresé a esa conciencia algo temprano si consideramos la llegada espectacular de la informática o también que era tarde y el quiebre se produjo en algún momento que no logro precisar; se me hace a mediado de los años cuarenta y quizá el cruce coincida con la llamada generación del 45, creía estar trabajando con la quintaesencia de un país culto cuando en verdad estaba en medio del despilfarro. Mi deseo de ser profesor de literatura estaba en pleno decalaje, como que uno se preparara equivocado para un país que se distanciaba de las humanidades: yo vi durante la educación sentimental cerrar las mejores librerías de la ciudad de Montevideo una tras otra, hablé con Marcelina de Taranto, con Napoli, con Hugo de Losada, conocí a los hermanos Maestro y al manco del primer piso de Mosca. A veces tenía la felicidad que consistía en hallar libros excepcionales y que desaparecieron de circulación, y eran los restos del naufragio que no afectaba tan solo a mi país, quizá los estragos en España eran igual de extensos o más.

De repente llegaban a mis manos tesoros que nunca hubiera conocido por propia iniciativa, tuve en mis manos algún volumen de la Biblioteca Rivadeneyra, conservo El Quijote en la edición clásicos castellanos de La Lectura en ocho tomitos; entre regalos del patrón o adquisiciones a precio de lazarillo con crédito, conocí los trabajos de Marcelino Menéndez Pelayo, “Antología de poetas líricos españoles”, “Historia de las ideas estéticas en España” y la “Historia de los heterodoxos españoles”. Ahí se concentraban misterios que todavía me rondan cuando el asunto es la literatura española; primero la capacidad de trabajo de ese hombre sin soportes tecnológicos de nuestro siglo y luego que alguien, en la primera mitad del siglo veinte en Uruguay, había juntado esos volúmenes destinados a una librería de viejo. Aparte de las ficciones de brujería a exorcizar con crueldad, creo que la historia de los heterodoxos fue de los sacudones intelectuales más fuertes, que quise verificar durante la pandemia. Con los años pasados la impresión todavía fue más fuerte y de manera diagonal, me ayudó a entender la dimensión negra goyesca de la historia de España, de su poesía y narrativa. Algunas líneas pues para describir ese estupor que consistió en cambiar el punto de vista o pacto de lectura; en mis años de formación predominaban las lecturas estructuralistas (como el género en la actualidad y la robótica dentro de quince años) y la mayoría de inspiración sociológica, donde -digamos la novela- o el relato de ficción era una estrategia tangente de decir de la sociedad y los ejemplos abundan. Acaso en la impunidad solitario de la lectura yo hice trampas con los heterodoxos de don Marcelino; si la leía como ensayo mi condición de ateo y heredero de las luces pasaría pronto por la indignación, abandonado la lectura ante tanto postulado reaccionario. Previniendo las pesadillas de ser quemado vivo en una hoguera inquisitorial y post confesión forzada, escuchando increpaciones de exorcismo, donde el oficiante desafiara a los demonios Gramsci y Hauser que tomaron posesión de mi cuerpo, mientras los asistentes a manera de astillas demoníacas, pondrían a mis pies ediciones de Pueblos Unidos y las obras completas del húngaro Georg Lukács. En un acto mágico y por tanto según el autor demoníaco, procedí a un acto de Fe sublime y decidí que la “Historia de los heterodoxos españoles” es una de las novelas más formidables de la mejor narrativa en lengua castellana. Ese gesto de rebeldía imperdonable y liberador me condujo a experiencias de lectura donde descubrí capítulos memorables y una sinergia que, acaso, permitía entender la tragedia de la España moderna, el envión dispuesto por Dios de la conquista con voluntad imperial extendida a la totalidad del planeta y su población sobreviviendo en la ignorancia.

No es momento de detenerse en detalles, pero recuerdo el círculo sofocante de la Iglesia poderosa y complotista en los fueros internos, el funcionamiento infatigable de odios y celos, las relaciones tumultuosas con corona y papado, la aceptación de la justicia pragmática del Santo Oficio, la obediencia de la doctrina, el rigor ante las desviaciones detectadas, el celo para perseguir hasta el extermino ovejas descarriadas, tentada por la concupiscencia gregaria y pensadores franceses tóxicos. Su alabanza feliz de la Inquisición es inolvidable, el ataque en regla a la enciclopedia francesa obra del arte de la argumentación, los retratos ejemplares de desviados mordaces, precisos, luminosos por casi irrebatibles, la defensa de la poesía sagrada más emotiva que la tentada por los arcángeles. Esa inteligencia brillante sin embargo a veces tropezaba sin caer del todo, vacila dudando en el abismo del cotejo, ataca cuidando la retaguardia, avanza con espadas de fuego sin perforar el misterio; ello cuando los heterodoxos son legión en la península no por ambiciones de cátedra, teoría del lucimiento, malas traducciones condenadas de la cicuta afrancesada, sino personajes supersticiosos inspirados por las malas artes, las debilidades, los hechos, las orgías satanistas y el sacrificio; ahí la mano de don Marcelino titubea, porque si hay tamaña Fe en la divinidad, si es capaz de reconocer el complot desde la doctrina hermética y en toda su arborescencia europea, el seglar de Dios sabe que se enfrenta con fuerzas, que si bien serán derrotadas por la luz, rondan por el mundo, tientan la carne débil, emponzoñan las almas, contagian comunidades y ponen en entredicho los postulados de la Creación misma.

Haber trabajado en la librería colonia de Washington Pereyra, fue una temporada en el purgatorio, viendo debajo a los condenados aspirando a estar entre los elegidos, una beca esotérica, un postgrado sin programas previos y docentes aleatorios de la Universidad Cagliostro, un tatuaje invisible de un estudiante del instituto de profesores Artigas afortunado de iniciarse en ese mundo otro que estaba en el nuestro por el diablo Alejandro Paternain. Estar en ese ambiente de librería anticuario, donde se conjugan los tiempos en palimpsesto y con ese librero digno de la Comedia Humana, sumaba otras memorias; abría telones espesos a zonas discretas del Uruguay y puede que allí hallé, sin sospecharlo, algunos asuntos que redacté años después. Luego, la librería se mudó a la calle Ituzaingó frente a la sastrería La Silencieuse, cerca de Monteverde, el Café Brasilero y el Bazar del Japón. Pereyra me orientó a respetar los libros viejos, asistir a remates de Gomensoro y Castells tras colecciones raras, la agilidad del oficio y la intuición felina ante las bibliotecas, la pasión por ediciones princeps del “Martín Fierro” y “El cancionero gitano”. Asistía como escucha -práctica docente inesperada- a la peña heteróclita de algunos sábados en la librería -con vinillo de jerez y la crema de la intelectualidad…- donde llegaban tertulianos buscando su personaje. Armando Pirotto que solía sentarse en sillones papales, el Dr. Fernando Mañé Garzón, Jacques Duprey –“Voyage aux origines françaises de l’Uruguay”- Vicente O. Cicalese de nuestro viejo latín, otros visitantes esporádicos, y eso al comienzo de los años setenta que arrastrarían con todo.

Entre esos estantes en reacomodo permanente encontré por primera vez las obras de Ducasse, era una edición francesa de José Corti de 1953, que tiene un retrato del autor a los 19 años, obtenido por el método paranoico crítico de Salvador Dalí en el año 1937. Debió ser manifiesto mi interés, Pereyra me regaló el ejemplar que todavía me acompaña y a partir de aquellos días, debí ubicar la obra del vecino de la ciudad vieja en la tradición que me correspondía, con decisiones a tomar a manera del decálogo de Horacio Quiroga. Lo evocado fueron los capítulos iniciales y la memoria fichada compartida con los espectros, lo que quedó atrás para siempre como la juventud y cierta idea del amor apasionado por los libros en Uruguay. Lo que sigue, se asemeja a la información ordenada cuando se arma un CV, más conocida socialmente y localizable con facilidad; igual, siempre se pueden avanzar algunas astucias del zurcido invisible. Estaba convencido que la zona subversiva de la modernidad literaria comienza en Montevideo y había que alcanzarla transitando la lengua francesa; que debía adoptar más tarde que temprano en traducciones o mediante estrategias drásticas, cuyo último episodio es la versión en castellano uruguayo de “Alcools” del enorme Guillaume Apollinaire. La literatura uruguaya era esos ríos con dos fuentes como el Danubio, que exploró Claudio Magris en la lección magistral de paisaje e historia cultural que es su libro de 1986. Existía otra tendencia fluida derivando en la gauchesca, la construcción de la patria entre divisas enemigas, el mentado barbero Bartolomé Hidalgo y una segunda escrita en otra lengua, conectada a Paris que en las décadas Maldoror -al decir de Walter Benjamin- era la capital del siglo XIX. Esas dos fuerzas coexistían como problema en mis proyectos y necesitaban una solución pertinente.

Durante los años de formación, me acerqué a los textos del auge de la novela latinoamericana, sintiendo una mayor empatía lógica por la literatura rioplatense. Seguí los cursos del Instituto Artigas, desde la cólera del pélida Aquileo hasta la canción de amor de J. Alfred Prufrock comentada por Jorge Medina Vidal. Al decidir los doctorados universitarios opté por los papeles del país de Torres-García y Onetti; rondaba sin embargo la tentación sensual de la galería Vivienne, la ciudad de Balzac que contaba José Pedro Díaz, aquel tránsito entre pasajes del cuento “El otro cielo” de Cortázar, donde se cita a nuestro Lautréamont. Era el elogio a la vida clandestina, durante el día estaba al tanto de las colas de cerdo en Macondo y patriadas en taperas de Eduardo Acevedo Díaz; por las noches frecuentaba la poética alquímica de los hijos del limo, la nueva forma de nombrar la belleza de ese uruguayo muerto a los veinticuatro años. Luego respondí -buscando una salida al entuerto- a la convocatoria del concurso Jules Supervielle de la Alianza Francesa en 1984. El breve ensayo se titulaba “El arte de comparar” y analizaba variaciones en los Cantos de lo bello cotejadas con la circunstancia del autor; el premio fue un primer viaje a Paris y la edición del trabajo. Si sostenía que ahí había otra fuerte de la literatura uruguaya, debía asumirlo también en la ficción. El primer cuento del primer libro publicado se titulaba “Montevideo en video Ducasse”; narra el regreso en clave onírica del hijo pródigo muerto en 1870 a los muelles montevideanos en estado de sitio. En su momento lo sentí como escena fundadora, plan de ruta y programa en ciernes; uno nunca sabe si se trata del itinerario correcto, fue una combinación de mandato y circunstancias -derivando con felicidad- entre “Los tres gauchos orientales” de don Antonio Lussich y “Les chants de Maldoror”. Va siendo tarde para cambiar de librería, así que sólo me resta reincidir en partituras conocidas, el divino Conde está en las preocupaciones actuales de los cuarteles de invierno; fue por ello que en abril del año 2020 -en inesperada alineación de los planetas, antes de las alarmas mundiales y en mes de San Isidoro de Sevilla- abrí un sitio web donde reincidir en la literatura uruguaya, antídoto oportuno a la crisis editorial y circuitos culturales. Es un proyecto a plazo fijo que durará tres años y se presenta bajo la denominación de Cabaret Literario, se llama La Coquette, que fue como Ducasse denominó a su ciudad de nacimiento al evocar el Río de la Plata. Ahí reaparecen cuentos propios de hace años sin reedición a la vista y restaurados, artículos escritos en ocasión de actividades universitarios para revistas desaparecidas y textos de otros escritores uruguayos. Los visitantes son poetas y narradores, viejos amigos, jóvenes conocidos por mail que aceptan participar -La Coquette les agradece de todo corazón su aporte a todos y a cada uno- con fragmentos de sus creaciones. Me entusiasma en su progreso la coexistencia de estilos, sexos y generaciones, hace bien la presencia de autores de renombre y el entusiasmo de quienes comienzan la aventura. El escenario del Cabaret Literario acepta poesía e inéditos, cuentos y ensayos, manifiestos y correspondencia; la idea surgió en una charla con mi querido amigo Jorge Musto, que mandó la primera carambola de escritura abriendo el camino.

En el presente, el montevideano sigue siendo un estante de la biblioteca y reflexión obligada antes de emprender cualquier otro libro, tengo la tentación pendiente de pasar algunos en sus textos no tanto al español internacional sino al lenguaje de la Banda Oriental. Su ejemplo paradigmático -sumado al de Torres-García- me sirvió para hallar el fundamento a los cambios de código y vida cotidiana, de ciudad caminada y paisaje literario; aceptando los procesos históricos aleatorios y la vejez que aguarda sin estancarse en el planto. Ducasse es paradigma de varias situaciones; vaivén de ida y vuelta, conciencia con mandato del escritor uruguayo, batalla contra el tiempo y condiciones de producción, procesos de legitimación, armonía entra tradición y originalidad: todo el poder a la obra. Inicia el campo magnético algo desactivado entre Uruguay y la lengua francesa; el tríptico Laforgue, Supervielle y Ducasse se da por adquirido sin darle la importancia debida. Esa trinidad es una de las obras mayores de la literatura uruguaya; por fortuna, otros poetas jóvenes en perdición lo recuerdan, ellos y Arturo Bolano y Ulises Lima al comienzo de “Los detectives salvajes” citan poesías del montevideano en un bar de la calle Bucarelli, México D.F. Es comprensible que se trata de una filiación difícil de aceptar; les solía comentar a mis estudiantes: uno es azar, dos un error y tres crean un prodigio impar como es la dicha tituló Iván Kmaid. La prioridad central de Ducasse en el ícono francés proviene de una biografía fugitiva, la traza de una obra cismática aglutina saboteando la relación del escritor con su patria de nacimiento y la literatura que lo precede todos géneros confundidos.

Lautréamont dio todo lo que tenía para escribir, para publicar y pago con su vida el rescate exigido por los dioses; por eso, cuando el lector comienza a entender el horizonte de expectativa vuelve a distanciarse. Alguna vez y cada tanto pensé -como lo hizo Thomas de Quincey con Kant- novelar de un tirón los tres últimos días de Isidore Ducasse, fingir acaso que siempre hay un cuaderno que lo implica rondando la escritura de la semana próxima. Cuando eso ocurre necesito acercarse al barrio en París donde él vivió, en especial la Place des Victoires y cruzar sin apuro el pasaje cubierto Colbert. Tiene algo espectral asumido ese atajo del siglo XIX, conexión ilusoria de tiempos y espacios, pasillos y escalones gastados que –una vez sabido el itinerario secreto- conducen al tercer reino. Allí cada vez que me hago presente distingo una vidriera donde está escrito Librería Colonial; adentro, un hombre flaco fuma y bebe el cuarto café en pocillo de la mañana. Cuando ingreso al local, a pesar de los años transcurridos él parece reconocerme, sonríe y sin decir ni una palabra continúa escrutando la colección -perfecto estado de conservación y completa- de The Southern Star – La Estrella del Sur que tiene entre las manos.

Danza ficción

Nunca pensé hallarme en esta situación inexplicable de enviarte un último mensaje con la absurda esperanza de que atraviese el complejo espacio temporal, para que así escuches mi voz y sepas que alguna vez estuve vivo, al menos hasta este mismo momento. Intento los tres procedimientos a la vez asegurando la recepción; envío un mensaje dirigido a todos los posibles captores intermedios, que a su vez los puedan hacer llegar en efecto dominó o indirecto hasta la central fija de tu cerebro, que es el único destinatario deseado. Activé el procedimiento de grabación en un soporte audio con acciones automática, queriendo producir tres copias; una quedará aquí por si llega la misión de rescate que está en viaje, otra sellada en una cápsula que en siete años y si no hay coalición con un meteorito entrará en el campo gravitacional terrestre, una tercera la aplicaré en un chip cuántico y lo meteré dentro del cuerpo. Activé para asegurarme el procedimiento hasta lograr un soporte papel, deberá ser recibido el mensaje más como desvarío narrativo que testimonio de algo en verdad ocurrido; falta la opción paloma mensajera descartada por el momento por razones obvias.

Hola… hola…. hola… déjame ver… con estos aparatos nunca se sabe, crees dominarlos, lo supones hasta el convencimiento y siempre te hacen una mala jugada. Vayamos a lo increíble de primera, fui y sigo siendo uruguayo de nacimiento, soy el último sobreviviente de la misión espacial internacional del Mercosur que terminó mal y se destina al fracaso. Los demás tripulantes murieron por causas que por ahora desconozco y sería sencillo si pudiera afirmar que yo mismo los maté uno a uno. Algo que está entre nosotros e invisible al equipaje los suprimió con sistema y eso ignorado me dejó a mí con vida, considerándome inmune para que diera testimonio de lo ocurrido, sabiendo que nadie me creerá. Como me empeño en contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, cuando se evalúe esa versión subjetiva en un tribunal imparcial, los miembros del comité pensarán que enloquecí de tanto estar viajando en el vacío de la antimateria. Es una hipótesis medianamente aceptable.

Esa música que estás escuchando como telón de fondo es Ravi Shankar, entró por algún lado de la memoria del sistema central y borró todas las músicas programadas antes de partir. Dios o el capricho maligno de las fuerzas finales, al parecer le tomaron cariño inventando una melodía de intervalos irrepetible que acompaña el epílogo existencial. Al final no hay trompetas celestiales, jinetes en el cielo ni siete sellos que se abren sino música sitar de Ravi Shankar y un Raga Ganesh será mi Réquiem. Los contadores marcan 17 minutos exactos para que todo termine, se produjo una coincidencia armoniosa entre al aire restante, mi cerebro funcionando, tiempo para grabar y mecanismo en cuenta regresiva de autodestrucción planificada años antes de este momento. Quiera Ganesh que hubiera un prodigioso secreto final de la existencia, la materia, el origen del Cosmos, la divinidad o la Nada que mereciera ser rebelado y estuviera en mi poder. Nada de eso hay por el momento y el tiempo se agota, guardo la esperanza de que cuando los indicadores acordados lleguen en coincidencia al segundo final -al cero en todos los registros- ocurra una maravilla por la que valga la pena tanta angustia. Temo que el Ser Supremo con Cabeza de Elefante sea una especie de perro salchicha, con peineta de folklórica andaluza tocando castañuelas y bailando con gracia dudosa parado sobre las patas traseras.

Hablar es lo único que puedo hacer y con sentido, debo estar atento a cada una de estas palabras que tienen algo de final resuelto y está pendiente aquello manido de la comunicación: si uno no intenta contar y evocar hasta el final –recuerdo un cuento misionero de Quiroga con río, hombre moribundo en bote y serpiente venenosa- la gente que lo escucha te acusa de desamorado, vos el primero. Hace un tiempo que debía hacerlo, estando aquí arriba y fuera de la nada es como si se hubiera perdido la sucesión del tiempo. Decir once y veinte mirando mi Grand Seiko hasta tiene su gracia, lo mismo te veo la semana que viene o nací en 1924 hasta se puede entender. Desde que escapé de la fuerza gravitacional del sistema solar ingresé en otra escala de medida temporal ignorada por el conocimiento humano a nivel del mar. Adelantándome unos minutos a lo inevitable, lo sensato sería decirte que te escribo desde la muerte misma, instalado en una fecha anterior a la de mi nacimiento. Tampoco es para tanto tejemaneje… si el mensaje llega poco o nada interesan las condiciones de la emisión y como ahora mismo lo estás LEYENDO, YO SÉ que llegó a las buenas manos a las que estaba destinado, después de un viaje por las Estrellas de Treinta Años.

Lo determinante no es que nos hayamos conocido en otra vida sino el mensaje final, tampoco conocí a Milena la muchacha de Praga y la considero una buena amiga y que es –en esta cápsula con forma de libro: todo libro es cápsula para viajar por el complejo espacio temporal- compañera de viaje porque ella estuvo Allá y lo supo en carne propia. Lo necesario es que estés ahí permaneciendo hasta el final quieto y sin interrupciones, como si se tratara de la lectura del cuento de una sola sentada. Acaso creas que el mensaje es apócrifo y el destinatario del relato otro y ando equivocado en mi iniciativa, el destinatario nunca es otro, el único destinatario del mensaje transfigurado sigues siento tú, si es que sigues vivo y ello desde el lejano 1986. Pasaron treinta años, aquí estamos ambos mano a mano; hizo falta la catástrofe politeísta vivida luego de treinta años avanzando hacia allá, para que recuperara estos diecisiete años de soledad. Tanto para hacer a cada día y cada hora, más trece años desde el último despertar del letargo programado en la nave que ando abombado. Estoy bien de la cabeza de lo contrario no tendría conciencia de la situación, uno es duro de cocer a fuego lento. Siento que me voy aflojando y es el último mensaje antes de la disolución total, hablo para mantener la unidad previa a la explosión del planeta, por ahora sigo reconociendo y te recuerdo.

Emoción absurda, hace unos días ronda mi cabeza un pensamiento que vuelve y vuelve, siendo el perro obediente que trae la rama que les tiran a las olas en las costas de Rocha; es el dolor de estar lejos de los amigos que valen la pena, de esos que se pueden contar con los dedos de una mano. Antes de emprender el viaje fui algo alcohólico a mis horas, si bien ensayé técnicas para ocultarlo. Mi reino por un vaso de whisky de por lo menos 12 años de añejado que es el tiempo del último silencio; el recuerdo del whisky es lo que necesito para entrar en confidencias. Llegar a ser el único sobreviviente de una misión al último reducto del espacio –el espacio del cual hablamos tiene la dimensión temporal de una vida apenas- y para terminar en una confesión indirecta. Lo que tengo para decirte jamás lo diría por teléfono y tampoco en charla de café, ni a un confesor acreditado por el Vaticano, aunque sea de la familia y menos sonámbulo, ni bajo tortura lo que no deja de ser una ironía. Cosas que sólo se dicen cuando se es el último sobreviviente de una misión espacial en el fondo del Cosmos y donde casi nadie escucha tu grito, sucedidos que se cuentan una sola vez y este tiene la virtud de ser el del final, por eso se puede escuchar una sola vez.

Luego podrás destruirlo por el fuego y hacer “como que nunca existió algo así.” Podrás decir a los conocidos comunes “prefiero recordarlo como era antes del lanzamiento de la base espacial, cuando éramos jóvenes los dos.” Sigo siendo el mismo y en otra circunstancia. No estoy ahí ni sé dónde estoy ahora mismo, soy el sobreviviente por unos minutos y nadie vendrá en mi ayuda, en menos de una hora estaré muerto. Es como si vos fueras Dios y esta fuera mi catarsis seglar, última oportunidad de hallar un argumento que pueda acercarme al paraíso perdido, al infierno tan temido. Puedes tirar el contenido luego de haberlo escuchado, junto con el recuerdo de nuestra amistad, desde el puente que cruza ese río que visitas los domingos. Si hay alguien contigo dile que se vaya, también vos Graciela, esta vez es algo personal que no quiero que escuches; en otras circunstancias te daría la explicación que mereces, pero siendo el último sobreviviente en una misión tocada por la muerte desaparecen ciertas delicadezas. Estoy por explotar, la muerte se aproxima, la sospecho cerca siendo incapaz de explicitar la forma que tendrá, cuánto durará y si habrá sufrimiento. El Infinito es lo que tiene de indiferencia… hubiera querido enviarte un regalo que te gustara, la distancia recorrida en treinta años es enorme y los objetos teletransportados en pliegues no euclidianos siguen siendo un sueño de Cosmos irrealizado. Me podrías haber enviado tres kilos de yerba Nobleza Gaucha y algunos ejemplares de El Diario de la noche.

¿Por qué vos? Los frontones del Euskal Erría de pelota vasca mientras tomábamos el copetín y almuerzos en el Forte di Makalle, antes que lo cerraran por invasión de ratas en la cocina. El Carnaval de la infancia con murgueros de barrio de verdad y menos pretenciosas que al presente, cuando Montevideo era más linda, sin basura y había menos viejos malandrines dando lecciones de moral de la historia. Al final, ¿qué importancia? Condenados a esta disparidad, al menos que hallemos el secreto de viajar en el tiempo todo se altera hasta la duración de un cuento. Ahora quisiera encender un cigarrillo y meter los pies en el agua con hojas medicinales, beber un triple escocés luego de hacer sonar los cubitos en el vaso de cristal como caballeros. Sería bueno para iniciar una dulce borrachera y en esa impunidad –que se suma a la de ser el último sobreviviente de la expedición más allá de los anillos de Saturno- puedo contarte el sueño.

Viviré el sueño espectáculo una segunda vez y podré así comprobar que en realidad ocurrió, más porque dadas las características de lo ocurrido seguro que mañana lo olvidaré. ¡Pero qué tonto…! olvidaba que mañana es una noción improbable habida cuenta de mi actual situación. Si por rara maniobra azarosa de los corredores del tiempo estuvieras aquí a mi lado nos reiríamos de la situación que tiene algo de payasesco, como en los años que coincidimos en el mismo tramo de la historia nacional uruguaya. Quizá es ahora que estoy soñando y lo que voy a contar es la realidad. Soy un hombre en el último round de su existencia que soñó con una rata cantora; puede que esa rata inteligente que soñó (o está soñando en este instante) que es un hombre que soñó con una rata cantora y pretende contarle la experiencia a un viejo amigo extraviado en otra dimensión del tiempo sin que él lo sepa. Después de lo escuchado seguro que te llamas a silencio, te preguntarás si es eso lo que venís de escuchar, si eres tú el loco o soy yo que voy a contarlo. Estás ahí y es preferible, mejor paralaje que el mío, no es envidia y lo tienes merecido. La actual situación yo mismo la busqué, mis veinte abriles me llevaron lejos, locuras juveniles, la falta de consejos… tenía el virus de la aventura y jamás supuse que esto terminaría así. Como me conoces te pido unos minutos de confianza, un crédito de escucha sin exagerar. Olvídate en mí y a pesar de la situación desastrosa, consideraciones como flojera, delirio o cansancio de conciencia.

La verdad es que siento en la cabeza que llegando el final comienzan a suceder escenas raritas y la Gran Máquina se aburre de ser repetitiva, esa sensación insoportable de que todo será idéntico hasta el final. De pronto un tornillo se parte en tres pedazos, la máquina se desarregla y decís: al mundo le falta una tuerca… que venga un mecánico a ver si lo puede arreglar. Fue la gran noche a eso de las cinco de la madrugada, desperté con la sensación de haber soñado algo fuerte y haberlo olvidado, dejándome llevar por un resquemor de principiante. Como en Solaris de Tarskosky sobre Lem comencé a creer en los sueños y figuras que aparecían, si decían algo de mi interior se fueron a la infancia; no eran seres queridos los que irrumpían sino personajes de Tex Avery, animales HUMANIZADOS QUE SE VAN METAMORFOSEANDO a medida que avanzas las peripecias del dibujo animado. ¿Qué me contás?

El sueño estaba ahí delante de mí, comenzó y quería despertar para que terminara y continuara hasta el infinito, aportaba una felicidad extraña como desconocía desde que mi madre me llevaba al cine Metro de la esquina de Cuareim y San José. Estaba parado delante de mí y sentía, sabía que eso me conduciría a la locura, lujo que no podía darme siendo el último sobreviviente de la misión. Tenía miedo, murió el comandante de manera extraña y debí tomar la situación entre las manos, había muerto el médico de la nave y comencé a recetarme medicinas en la ignorancia; seguro que alguna de las pastillas, combinada con otra igual de extraña produce un efecto alucinógeno letal, el movimiento por los espacios afecta la estructura molecular de la química artificial.

Tal como ocurrió, la pesadilla debió haber salido de mí, era un retablo de OTRO y que me estaba destinado. Muerta el resto de la tripulación, nadie a quien pudiera tomar por testigo y decirle: “Miren, miren. ¿Ahora me creen? ¿Están viendo ustedes lo que veo ahora mismo?”

Creí buena la estrategia de cambiar por completo el contexto, creo que es la cuarta vez que cuento la historia y cada vez invento cosas para ocultar lo que tengo que decir. Una cosa es la verdad y otra la necesidad de contar; si pretendes saber la verdad, deberás ir a las maneras previas para observar cómo intenté contar la historia. Son años que pasan y capacidad de olvido, el mundo se cuenta de manera diferente una vez que pasamos los sesenta. Cuando lo hice por la primera vez, no habían inventado esta nave espacial virtual en la que me refugio al sentirme descompensado. Es increíble lo que se puede hacer con un casco y la tercera dimensión, al pasado que nunca volverá le damos una mano de pintura dorada de la imaginación y 1986 está bien lejos de nosotros. Siempre retorna lo rechazado, la historia de la muchacha muerta sigue vigente, yo hago que la olvidé y tengo derecho de olvidar, pero vos no pues conoces la razón. Lo ocurrido –lo sabemos y lo leímos- decidí olvidarlo como si pudiera, regresa sin necesidad de repetirse tal cual y está incrustado en esta nueva versión; eso sí: disfrazado en retablo de títeres de cordel y bajo la forma de pesadilla zoológica. Los viejos enemigos en el planeta Tierra acceden al poder y no son mejor que nosotros, en el mismo lodo todos manoseados; tenemos un ministro maravilla, el hombre nos entiende y con él se puede negociar. Cree que somos iguales y nos enfrentamos de igual a igual, un capo; en treinta años cambian los textos, también ellos y nosotros los de entonces ya no somos los mismos…

Nunca entendiste lo que te quise contar cuando entonces, así que ahora lo contaré como si fuera una murga que se presenta en el Teatro de Verano con pretensiones de ganar, vos de murgas entendés, si hasta saliste en una a marcha camión y seducido por el 7 y 3 con vino de damajuana. Cómo te conozco gran guacho… seguro que estas mirando para todos lados desde que escuchaste la fabulación de la misión espacial. Cerraste la puerta y colocaste los audífonos para que sólo vos puedas escuchar el cuplé de actualidad que tanto le gusta al pueblo. Estás esperando las palabras del Dios Momo, la despedida y otros tinglados que nos aguardan, agazapada comadreja de gallinero –estoy volviendo sin percatarme a las fuentes camperas del relato- estás esperando que comience con detalles ahora que ando con el pico caliente. No deberá llevarnos más que 17 minutos incluyendo detalles, siempre hay algo más para contar, aunque de la primera versión pasaron treinta años. Siempre puede aparecer un nombre más decías: un dato olvidado, una fecha curiosa como el 29 de septiembre de 1970 de la era Acuario, un lugar sin importancia en el barrio Carrasco, siempre hay algo más, aunque lo tapen con palabras y alguien marque un strike tapando la memoria de la historia. Atención que llegamos a los once minutos y viene lo esencial del sueño, escucha bien que vale la pena y te puede divertir si la noche se presenta aburrida.

Estaba durmiendo profundamente dentro del sueño, de pronto siento que me pegan un par de sopapos para despertarme. Costó abrir los ojos, al final desperté y encontré una enorme rata de dibujo animado vestida como maestro de ceremonias circense, la tenía a pocos centímetros de la cara y era enorme como rata. Con ese vestuario parecía un juguete de cuarenta centímetros, exacta medida del horror, la rata me dirigió la palabra interpelándome, considerándome espectador sobreviviente de la última comedia musical de la historia de la humanidad.

-Si bien el mundo abunda en número de pequeñas cosas, yo sé bien que todos deberíamos ser felices. ¿Lo somos realmente? ¡No! Ciertamente no, positivamente no. ¡Decididamente no! mmm mmm. Los chiquitos hacen caras largas y los altos achican el rostro. La gente grande tiene poco humor y ningún humor la gente común y corriente. Y en las palabras de aquel dios inmortal, Samuel J. Snodgrass cuando estaba llegando a la guillotina…

Eso fue para empezar como si se tratara de una pequeña introducción, quedaba sin iniciativa y parecía intrigado por ese galimatías que me dejaba sin voz. Tienes todo el derecho del mundo de preguntarte si no enloquecí, dadas las circunstancias es probable y también yo lo pregunto, las condiciones de los últimos tiempos –como si pudiera medirlos- lo hacen presumir. Tu recuerdo oportuno y mi iniciativa para probarme a mí mismo que tuve una vida anterior, la conciencia de ser el único sobreviviente de una expedición espacial que se cruzó con el horror indescriptible en el medio del viaje. Los últimos minutos que se suceden y la certeza de que no habrá expedición de rescate; si a ello le sumamos el sueño melodioso de la rata cantora, puede dar lugar a todas las hipótesis y que no estoy en esas condiciones épicas de la ciencia ficción. La historia de la rata es una forma cabaret del delirio y vos mismo escuchándome serías otra invención de sustitución, la trama rebuscada urdida por maléficos encantadores que buscan mi perdición, hasta es posible. Seguro que envejecí, me falta coraje para repetir la historia tal como fue consignada en versiones anteriores y a fuerza de querer olvidar se volvió quiste con ramificaciones incrustado en el cerebro. Luego de tres tragedias la cuarta versión tiene “la necesidad” de volverse paso de comedia.

A esa rata no había probabilidad de interrogarla, rogaba para que el número ese bastante divertido se terminara rápido y una vez concluido el sueño me permitiera despertar, retornar a la miseria del cotidiano. No podía sin embargo sacar los ojos de ese animal extraño que hacía enormes esfuerzos no exentos de talentos para llamar mi atención. De a poco comencé a verlo con simpatía; estaba en situación desesperada perdido en el espacio interestelar con compañeros de viaje muertos y me quedaban pocas horas de vida, en esas circunstancias a mi cerebro lo único que se le ocurrió urdir fue una rata cantora.

Daría lo que fuera por saber si es que sigo con vida al final del cuento, si esta penúltima versión te llegó como lo presumo y resististe al menos hasta este momento decisivo. Estoy sereno como si comenzara el cuarto vaso de Chivas, hablar con un viejo amigo que me conoce hace bien, sólo a ti podría contarte el sueño de la rata cantora haciendo su número musical. El asunto tal como viene “parece largo” pero en mis condiciones actuales cierta noción del tiempo se disolvió; como totalidad o secuencia progresiva y sólo queda ese imperativo de cuenta regresiva tic tac tic tac. ¡El espectáculo deber continuar! Si estás arrepentido de estar escuchando tampoco te hagas mala sangre, el mensaje una vez finalizado se autodestruirá en siete segundos; estará programado para que lo escuches y no para escucharlo una segunda vez.

La rata cantaba, la escuchaba y en el fondo como pantalla se desplegaba la escena que sucedía en una fábrica. Podía ser empresa de mudanzas, un depósito y también un Estudio pronto para filmar una escena. Había uno que otro operario de overol, lo que recuerda clarito es que había un piano de cola de esos de concierto del Sodre. De pronto la rata con la manito me señaló a un personaje que sale del lote y tocaba el piano y hacía caras raras como mueca deformando los rasgos, era flaco y tenía una gorra o un sombrero flexible; que se lo saca para golpear a otro. Después aparecen otros tipos con tablones largos cruzando la escena, el flaco de la gorra se sentó en un tablón, se tiró contra la madera y parecía que nadara en el aire moviendo los brazos de forma rara, de un sacudón los obreros lo tirarán al suelo. Por ahí había un sofá y pasaba por el cuadro más gente con tablones que el flaco esquivaba como podía siempre al borde del desastre, hasta que uno de los tablones le pegó en la nuca. Con el impulso el flaco se reventó contra otro operario y abrió una puerta que era falsa y estaba pegada a un muro de ladrillos sin salida. Sobre el sofá, estaba un enorme muñeco de trapo de tamaño humano que intrigó al flaco que vino a sentarme a su lado. El flaco y el muñeco de trapo se acercaron, bailaron y luego el flaco le agarró la mano al muñeco de trapo, lo quiso besar, el muñeco de trapo le propinó tremenda cachetada y el flaco igual se seguía riendo. No había salida: era aceptar la canción de la rata y mi locura propia al sobreviviente de la misión espacial. Sucede que después de la gimnasia coreográfica con el muñeco de trapo el flaco lo patea, se revuelca por el piso igual que si fuera un epiléptico en pleno ataque o el piso estuviera electrificado, que se puso a caminar de rodillas y lo intenta sin poder levantarse. Luego se arrastra y otro tablón que llega, el flaco toma velocidad hasta un corredor largo donde trepa con los pies por tablones verticales, subiendo paredes por un papel que se rompe y el flaco cayó de culo. Se ríe y cantaba hasta que cae de culo. La rata entonces me miró a los ojos dejándome tres segundos para pensar. “No hay esperanza y voy a morir en tres minutos. Nadie vendría a salvarme. Esa rata es la última imagen que tendré de mi pasaje por la vida. Si tuviera derecho a una última voluntad quisiera decir aquello de: lindo haberlo vivido pa poderlo contar, contártelo a vos y no me digas la razón, cuento con tu complicidad para entender la situación y la capacidad reconocida para liquidar asuntos que te incomodan. Dar vuelta la página como si fuera final de un cuento repetido y pasar a otra cosa.” La rata me dejó pensar esas palabras, me señaló con el dedito afilado donde había un anillo con una piedra verde y dijo:

– ¡Ahora sigues tú!

Lanzó de inmediato en el sueño el desplegado poético de la canción, la misma que después de treinta años no puedo sacarme de la cabeza y seguro que cuando empiece a cantarla la rata la reconocés:

make ’em laugh
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh?
ha ha!
my dad said “be an actor, my son
but be a comical one
they’ll be standing in lines
for those old honky tonk monkeyshines”
now you could stuy Shakesperare and be quite elite
and you can charm the critics and have nothin’ to eat
just slip on a banana peel
the world’s at your feet
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
male ‘em…
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh
my grandpa said go out and tell ‘em a joke
but give it plenty of hoke
make ‘em road
make ‘em scream
take a fall
but a wall
split a seam
you stary off by pretending
you’re a dancer with grace
you wiggle ‘till they’re
giggling all over the place
and then you get a great big custard pie in the face
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh
don’t you know… all the… wants?
my dad…
they’ll be standing in line
for tose old honky tok monkeyshines
make ‘em laugh
make ‘em laugh
don’t you know everyone wants to laugh?
ha ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha ha
ha ha ha ha ha ha ha ha
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh, ha ha!
make ‘em laugh
make ‘em laugh
make ‘em laugh!

Epístola final de Santa Fe

En estos días, cuando releo por debilidad en riguroso orden cronológico las anteriores cartas recibidas, durante las lecturas ligando en tinta y papel tantos buenos recuerdos, en recuerdos empañados del aliento de mi memoria malherida, desconfío de la veracidad de mis sentimientos hasta la duda ingrata: ¿algún día conocí en verdad a Magdalena? Unos cuantos sobres guardados, ocultos en el tercer cajón del escritorio parecen suspender la presunción del engaño, del primero de los engaños a que puedo apelar. A pesar de las frases dispersas entre fechas que conozco de memoria, puedo igual reconstruir cada detalle de la historia vivida con ella, decidido hoy a que suceda por última vez, reclinado en una convicción frágil y con temor de morir de reincidencia en el espejo de los días venideros.

Lo inobjetable en la situación presente es la sensación de permanencia y espesura inmaterial que reclaman los recuerdos, redivivos hasta en la barba que afeito mañana tras mañana. Densidad que tampoco se erosiona ni en la alevosa adición de mujeres diferentes, algunas hasta ingenuas, que buscando ser el perfecto artificio del olvido -lo que yo pretendía- se vuelven pitonisas reanudando el pasado. Tales son las discutibles ventajas de vivir la excelencia amorosa prematuramente, es la persistencia del dolor causado por la pérdida temprana y por fin la ironía que ocasiona la abusiva convivencia del pasado con recuerdos recientes; alterando el sentido del presente, el acto mismo de mi lectura final del manojo de cartas de Magdalena, la esperanza extraviada de un futuro con el alivio del olvido. Ambos de qué se trata, digamos que son incomodidades trastocando la vida afectiva sumando el bochorno, jamás envejecido, de presentir la inminencia de secretos descubiertos y que callé a mi propia conciencia; como será también último éste recuerdo de ella que dejaré por escrito.

Es grato ahora contemplar el cielo nublado, la luz llegando atenuada por un tramado de nubes suspendidas sobre la ciudad, despreocupadas de la duración relativa de la eternidad. Creo recordar que coincidimos por primera vez hace muchísimos años y sucedió en el centro de Buenos Aires; hasta hoy sólo ella y yo conocíamos los detalles irrelevantes del episodio, trivial por otra parte, encuentro bajo el alero publicitario de una confitería de la avenida Santa Fe. En aquellos tiempos -ahora soy yo hablando como un hombre abrumado por la edad- cruzar el charco era en mi vida situación frecuente. Más que del juego de las cotizaciones del peso de cada orilla del río, dependía de mis deseos de renovar parte del guardarropa, ponerme al día con repertorios de teatros de varieté… frivolidad juvenil, acompasar cambios de cartelera, estar al tanto de novedades de cada temporada. Como en el presente el dinero no sobraba, al contrario; otros tiempos aquellos estoy tentado de escribir, sería excesivo considerando el presente cuando los recuerdos fueron violentados y exilamos la persistencia de haber sido felices algún día.

En Derecho la ignorancia de la Ley nunca resulta el mejor de los alegatos para la defensa y en la tristeza de este día, siento aún la culpa de haber sido feliz. Más tarde o temprano la vida se cobra (en mi caso estaremos de acuerdo que de manera sutil y original) hasta unas escasas horas de euforia que fue la medida de lo compartido con Magdalena. Me disculpo, la última afirmación es injusta y mezquina, pienso el conjunto de cartas desparramadas sobre el escritorio y admito que una sola noche pudo inventar la esperanza durante largos años. Los desgarrones desparejos en algún borde de los sobres o matasellos mal entintados y difíciles de descifrar, testifican lo inexplicable de una alegría expandida a la distancia. Como si las horas de amor tan breves se hubieran concentrado ahondando cada segundo, expandiéndose en explosión de deslumbramiento cósmico, rompiendo la barrera del silencio, recobrando la velocidad inmedible de los años amor.

Volvamos al pasado… un modesto sueldo del Poder Judicial en atención a mis jóvenes años de vida y escasa obligaciones laborales me permitía, cada tanto, las escapaditas evocadas a Buenos Aires. Era por entonces agradable alardear fumando cigarrillos norteamericanos sobre la cubierta del Vapor de la Carrera, hacerlo durante esas las horas de navegación que separa ambos puertos; mientras silbatos prolongados, anclas levados y remolcadores acompañaban el barco saliendo del puerto, buscando el canal marcado por boyas de lamparillas rojas. Participando del juego crepuscular entre cielo y mar envolviendo el momento, sentía de verdad estar surcando cualquiera de los océanos, temiendo, en compañía de turistas belgas, espías portugueses e inmigrantes españoles, que del horizonte belicoso surgiera la silueta recortada del Admiral Graf Spee; sabiendo que su casco encajó los mortales embates de Ajax y Aquiles, hasta morir por ley de suicidio marino en aguas internacionales confinando la bahía de Montevideo. En esos minutos tenía ante mí el espectáculo de las estrellas guiando al timonel por si fallaba el instrumental a bordo. La proa rumbo a la dársena bonaerense, al puerto del día adicional con una fiesta patria –en mi estado de ánimo era indiferente si de ellos o nosotros- con desfile de infantería motorizada, vuelo rasante de aviones sobre la multitud y caballería criolla recordando los orígenes ecuestres de las patrias. Antes de embarcar caminé unos minutos por el muelle adoquinado, mientras las familias se despedían y el movimiento de la tripulación a bordo se intensificaba sucedía en mi cuidad otro atardecer de otoño. El sol traducía en rojos y naranjas de mutación la violencia ígnea de astro joven, salpicando un cielo virando sin término a tonos más intensos, como sólo puede contemplarse desde las calles de Montevideo. Al otro lado del río por generosidad del primo Rómulo, porteño de ley, me aguardaba una quinta en las afueras de la capital donde hospedarme durante la estadía y una butaca, tercera fila de tertulia, para el único recital que daría Horowitz en el teatro Colón; a esa edad pretendía que desde las corbatas hasta los recitales de piano tuvieran algo de espectacularidad.

La fortuna es a veces caprichosa. Mi salida tan pensada en Buenos Aires al otro mediodía del viaje me recibió con el primero de los chaparrones de la temporada otoñal que allá duran más; las fiestas patrias en otoño también son legado de la lluvia que parece disfrutar destiñendo uniformes de conscriptos. Sin obligaciones de ningún tipo ni urgido por horarios de bancos o dependencias públicas, miraba la lluvia rasante barrer la ciudad, disfrutando en lo íntimo esa simplicidad de la naturaleza, reconciliándome con una parte mía ensillada a vacaciones pasadas en el campo durante la infancia. A la espera de que la lluvia pasara -tenía pinta de ser pasajera- me cobijé debajo del alero de una confitería con el objetivo de proteger unos zapatos nuevos de cabritilla. Mi plan del lento y delicioso deambular desorientado por las calles del centro, sería un intermitente zigzag entre vidrieras y toldos. Faltándome cualquier predisposición para hacer algo concreto, en especial la libertad ejercida sin conciencia, daba a mis actos un toque de irreverencia excluyendo secuelas de cualquier tipo y nunca imaginé llamar la atención de una mujer distinta como fue Magdalena. En tal principio fue el empellón, encuentro donde el azar se descontrola; después de disculpas mutuas y torpes primero entre risas discretas, luego sonoras cuando un colectivo, en otro episodio bautizado travesuras del destino, empapó a un pituco que insultaba rabioso como si estuviera un domingo en la Bombonera. Después de evocarlo en varias cartas, tanto Magdalena como yo perdimos la certeza de saber quién atropelló a quien esa primera vez. Yo juraba que estaba quieto en el mismo lugar después de un buen rato y cuando intenté un giro del cuerpo, ella se me vino encima llevándome por delante. Magdalena olvidó si venía mirando hacia atrás cuando creyó reconocer a una amiga o saltó por un bocinazo alertando la cercanía peligrosa del tráfico; lo probado fue el golpe con la intensidad de dos cuerpos libres en el vacío, que no resultaron tan libres y en un vacío descubierto al correr de los años. La diferencia entre chubasco, llovizna y lluvia resulta difícil de establecer, la supongo oculta en la relación con el tiempo de caída del agua, densidad de las gotas, sensación de humedad de la tierra y baldosas desajustadas; la lluvia persistía y ni ella ni yo teníamos paraguas. Con las primeras palabras que nos dirigimos supimos que éramos uruguayos, después confesamos que cada uno por su lado hizo un arqueo rápido de conocidos por si encajábamos en uno de los círculos frecuentados en el pequeño país; pero no, éramos perfectos desconocidos. Es cierto que los uruguayos somos pocos, pero no tanto como para ir tropezando unos con otros a cada rato en el extranjero.

A esperar salpicándonos era preferible hacerlo tomando un café con canela en homenaje al añorado sol de la patria y desagravio público a la avenida Santa Fe, que no merecía el flagelo de esa llovizna molesta. Yo cargaba discos del joven Piazzolla comisionados por un compañero del juzgado, pionero fundador del club de la Guardia Nueva; mis compras estaban por el momento postergadas, era incómodo elegir camisas y calzoncillos en pleno temporal; Magdalena -ignoraba su nombre todavía- cargaba bolsas repletas de novedades de las tiendas elegantes de Buenos Aires. Por diferentes razones o en el fondo las mismas nos gustaba Buenos Aires, atracción irrazonable donde yo marchaba al encuentro de lo desconocido y ella huía de historias silenciadas. Desde la primera vez que la miré a los ojos me entregué atado de pies y manos a esa mujer, aceptando una variante apasionada del hipnotismo, desde ese instante fue descabellado pensar ni remotamente en seducirla. Magdalena imponía la aceptación de una distancia, cierta superioridad natural no tanto por la suposición de lo que podía haber vivido, sino por su utilización de los silencios. El inmovilismo que provocaba su presencia tampoco provenía del despliegue de vivencias ostentosas, sino de una elegancia retenida insinuando que todavía era posible algún riesgo de la imaginación. Su aplomo de saberse dominando la situación, la tranquilidad rescatada luego de la sorpresa del empellón me condujeron a una sinceridad rara en mí. Fui yo como si la conociera de siempre y a los pocos minutos, que estaba confesándome con sinceridad orbitando el ridículo y si en algún momento sucumbí en él, ella tuvo la delicadeza de no hacérmelo notar. A esa mujer era imposible mentirlo, ni siquiera intentarlo, de hacerlo cualquier gesto me hubiera delatado, al segundo mismo de la levedad pasaría a ser el hombre más desgraciado de la creación.

Ella escuchaba con cauto interés mis experiencias jurídicas poco gloriosas hasta el presente, interesada por expedientes de rateros vecinales como si se tratara del prontuario de famosos estafadores ingleses, talentosos falsificadores de cuadros impresionistas. Le narré la difícil convivencia con compañeros de trabajo que cuentan los días en rojo del calendario del año próximo, disfrutan con treinta años de adelanto su condición de jubilado igual que niños inmortales. Escuchó de mi lucha sin cuartel debatiéndome entre tomos inexpugnables de todos los Derechos existentes; disfrutaba sin sorna, observando desde su tramado protector que parecía cubrirlo casi todo y por siempre, el espectáculo desordenado del hombre a medio hacer. Impaciente, aguardé la llegada que sería imparable del espinoso asunto de la edad y poder quitarme de encima el peso de decir veintidós entre dientes, pasando rápido a otro tema; siempre y cuando no fuera ese el momento elegido por la desconocida para hundir la espada a fondo, dejarme tieso sobre la arena hasta que me cortaran orejas y rabo. Nunca preguntó mi edad, creo que realizó una rápida estimativa aproximada, terminó por atribuirme más años de los que tenía y puedo estar equivocado, en una de las cartas sin que viniera al caso, algo insinuó sobre su impericia para calcular edades: “ignoro cuánto tiempo es un año y casi nunca sé quiénes son las personas que me rodean. Calcular la edad de los demás cuando insisten en callarla, más que un juego de salón es una tontería.” Sentado frente a una extraña que guardaría esa condición por siempre, en una confitería de Santa Fe cambié mi creencia sobre que nunca pasaban episodios originales en mi vida. Se sucedían varias evidencias para entender el conjunto, la totalidad de experiencias de los pocos minutos iniciáticos del encuentro fugaz y luego vivencia prolongada a la distancia con final -este final impredecible- por más que tenga que aceptarlo en cada una de las oraciones que escribo.

Dudo si fue durante esa primera charla luego del incidente, cuando comencé a entender la razón por la cual esa tarde de lluvia porteña quedaría en mi por siempre. ¿Es ahora cuando comprendo que viví largos años sin conocer el efecto real de aquella tormenta? Magdalena, en la situación de nuestro primer café se comportaba de manera irreprochable, si es que a ese paréntesis podía llamársele situación. En un solo detalle la engañé y nunca me arrepentí; esa noche debería haber ido al teatro Colón. Entre los dedos de Horowitz abriendo acordes, prodigando escalas descendentes y extraviarme en mirar esas dos manos de mujer que jugaban con la cucharita para el azúcar no dudé ni un segundo. ¡Adiós Vladimir y la 5a. sonata de Scriabin! y pedí otro café para olvidar la tertulia del Colón. Ella comentó que regresaría a Uruguay por avión al otro día; tendría la tarde de mañana para comenzar a extrañarla, pero aquel hoy promediaba la tarde porteña y era grato ese estar con ella en una ciudad que sin ser la nuestra lo era. Buscando postergar el final del encuentro esgrimí el argumento del apetito, un pobrísimo recurso de principiante… no sé cómo, la cuestión es que terminé proponiéndole una absurda invitación a una pizzería que conocía. Cuando terminé ella rio de buena gana y dijo que yo era un caradura, era evidente que no tenía ni un peso partido al medio y era tiempo de saber qué tipo de mujer se invita a las pizzerías. Sin detenerme propuso un pacto entre compatriotas; separarnos en cinco minutos y en unas horas encontrarnos para cenar en forma, además se adelantó diciéndome que dejara de lado hacerme el uruguayo orgulloso y ofendido, la invitación de ella a cenar y pagar era su manera de retribuirme el café. “Estoy humillado como pocas veces en mi vida, contesté. El peso y evidencia de la realidad se impone y me inclino.” Era cierto lo dicho y dejó de preocuparme sentirme así.

Afuera la gente había cerrado los paraguas, se había levantado un viento frío barredor que sopló hasta dejar secas las veredas; el tiempo escaseaba para viajar a la quinta de Rómulo, cambiarme de ropa y regresar al centro si quería ser puntual. Me metí en el baño de un cine enorme para acomodarme lo mejor que pude el aspecto y peinándome, ajustándome el nudo de la corbata, odié a Piazzolla cuyos discos debía seguir cargando. Luego entré a ver una película olvidable para hacer tiempo, a lo que siguió un recorrido por cafés y librerías esperando la hora de encontrarnos; sin ocurrírseme pensar su ausencia aunque no había manera de ubicarla en la ciudad, típica torpeza de sobreentendidos en las despedidas, teléfonos mal anotados en papelitos y diarios, dejando a la deriva otras vidas posibles distintas a la que nos tocó en suerte.

Volvió mi alma al cuerpo cuando la vi llegar, fue puntual, regresó vestida con un elegante traje sastre, llevaba sombrero y zapatos de medio taco en combinación con la cartera pequeña que compró -dijo- después de despedirnos. Seguro que intuyó el tiempo y la escasa variación de vestuario en mi poder, curiosamente mi traje azul cruzado combinaba con su elección. Ateniéndome a su mirada sin edad, a mi bigote recortado al estilo de galanes de cine francés podíamos dar la impresión de estar más cerca en edad de lo que estábamos realmente, puede parecer bobada afirmarlo ahora, pero formábamos una linda pareja. Con naturalidad de viejos conocidos ella me tomó del brazo, caminamos por las calles porteñas con algo de insolencia recién estrenada, mirando vidrieras que decían de gustos parecidos, caracterizadas, algunas por la distancia entre preferencias y alcances económicos. Nos acompañaba, más a Magdalena que a mí el estado de alerta que aviva la incómoda eventualidad de cruzarnos con algún conocido, mi desdicha financiera que coincidíamos en considerar circunstancial, le hacía gracia; acaso mi manera de entenderla, de continuar la dieta de pizzerías -afirmó- en pocos años estaría en posesión de una sólida fortuna, siempre que matizara con la indigestión de tomos de Procesal y Civil. Fue allí, caminando del brazo que ella contó su matrimonio con un ingeniero agrónomo, tenían campos en algún lugar del departamento de Colonia que se guardó de precisar; escuchándola, creí entender que era una mujer feliz.

Cenamos en un pequeño restaurante alemán que ella conocía de viajes anteriores, le agradaba el lugar, la comida era estupenda y se podía conversar sin ser molestado; llegamos al restaurante después de caminar varias cuadras del brazo, luego tomados de la mano y buscando trayectos largos igual que dos adolescentes. Cuando la camarera luego de entregarnos el menú encendió la vela del centro de la mesa, nos miramos con Magdalena más de cinco segundos por primera vez de noche; en ese trasluz de una luz de fuego y tiempo huyendo, apenas la muchacha nos dejó solos, como lo más evidente del mundo le dije que me gustaría besarla durante horas y que esa misma noche hiciéramos el amor. Un disparate imposible de contener, ella sonrió y dijo que también. Eso dijo, pudiera ser por esa brusca irrupción de cuestiones importantes, la impertinencia de haber dicho lo querido en el inicio, durante la cena ni evocamos el futuro inmediato, las horas venideras, limitándonos a confesar esa parte de vida que queremos que el otro conozca, callándonos episodios que el otro no debería saber.

En aquellos días festivos la quinta del primo Rómulo quedó sin personal y allí nos amamos con Magdalena por única vez. Mis manos, contenidas durante días para aplaudir el recital de Vladimir Horowitz se inhibieron acariciando la piel de la mujer más hermosa que conocí. Dejemos de lado las intimidades; había pasado la madrugada cuando dijo que debía retirarse, insistí en acompañarla hasta el centro e hicimos el viaje en silencio apretándonos las manos. Cuando bajamos del taxi hacía muchísimo frío, la despedida fue breve, le suplicaba el volver a verla cuando apoyó su dedo índice enguantado sobre mis labios ordenando silencio. Desde lejos la vi entrar al Hotel y permanecí una hora parado en la calle aguardando inútilmente el segundo milagro de su salida para convenir otro encuentro. Estaba adentro de esa grata felicidad reciente, rotunda e indefinida cuando un pensamiento cruzó por mi cabeza confundida: hubiera sido mejor que nada de lo vivido hubiera sucedido. Unas pocas horas antes era el hombre más feliz del mundo en la ignorancia, con la promesa de una ciudad que adoro y ahora sabía de una dicha que sería irrepetible. En esa zona imaginaria de una frontera sin territorio, comenzaba a dudar si sucedió de verdad en mi esa mujer que entró al Hotel sin mirar hacia atrás, olí mis manos en el frío de la madrugada para tener un algo más de lo que ya nada tenía, inventando el perfume de la dicha perdida. Por el centro de Buenos Aires se podía vagar toda la noche sin estar solo si se acepta el cruce de otros desesperados, caminando por Corrientes creí que nunca más podría dormir para borrar la idea del ayer. Mañana a esta hora, pensé, ella habrá cruzado el Río de la Plata, entendí la persistente metáfora del río asociada al fluir del tiempo, lo del río asociado a la vida. Arrastrando el insomnio y a la vista del Obelisco, mañana seguía estando lejos de mi vida, mañana fue el día cuando gasté el dinero ahorrado para adquirir la dirección de Magdalena con un conserje del Hotel. Me sentí sucio por recurrir a ese procedimiento, pero fue más fuerte que yo y después fui mejorando; nunca supe utilizar la información cayendo así en una cobardía de la que jamás pude arrepentirme.

Con el tiempo me recibí de Abogado antes de lo previsto por docentes y familiares, sería trivial afirmar ahora que los manuales de procedimiento y fórmulas de contratos eran mi manera de tenerla a mi lado. Esas páginas protocolares fueron la barrera impidiendo reincidir en rutinas adquiridas, obsesivas, fijándome en un día concluido: escuchar a Piazzolla, buscar restaurantes alemanes para revivir cierta luz de candelabro, admitir que en cada mujer cruzada buscaba otro destello de Magdalena, un movimiento de cabeza que la evocara, la pollera de color parecido al que llevaba aquella noche, cierta manera de sonreír que se le pareciera. Terminados los estudios me apliqué al trabajo profesional con intensidad y a la militancia política en el Partido Nacional, asegurándome así una equidistancia histórica y concreta del poder verdadero, de ambiciones mayores; puede conjeturarse que esa era la suma de razones invocadas para mi olvido en formar una familia. El recuerdo era Magdalena y la totalidad del pasado, incluso después de hoy supongo no tener otra alternativa. La vida vale la pena vivirla para descubrirse débiles ante esas tonterías evocadas, la absurdidad para otros de concebir la vida concentrada en una única noche.

A la semana de cumplir mis treinta y cinco años recibí la primera carta de la serie que parecía cercana a la escena imborrable de la despedida. Con una prolija caligrafía donde se adivinaba el pasaje por el Colegio Sacré Cœr me informaban que, en algún lugar del departamento de Colonia una mujer, “revolviendo papeles viejos y recuerdos de los lindos” había dado con mi dirección anotada en una servilleta de papel del restaurante Dantzig y luego: “no sabría la íntima razón que me impulsa a escribirte. Ahora está lloviendo otra vez y tengo la secreta esperanza de que ya no vivas en esa calle.” Las pocas veces que fui discretamente feliz, escribía, se debió a impulsos repentinos bien esporádicos en su vida, “y a pesar de no estar ya en edad de sostener esa excusa” ella no podría negarse a lanzar ese mensaje “al encrespado mar de las memorias compartidas.” Hay cartas que fueron releídas cientos de veces, evité pensar -a veces fracasé- una vida diferente si hubiéramos continuado viéndonos luego del encuentro. Agradecí no sé a quién de superior que hubiera respondido a ese atropellamiento de escribir, atreverse a confiarme algunos secretos personales, tuvimos lo poco tenido y su recuerdo era una dicha dulcísimo. Nada de reproches tardíos ni deseos de encontrarnos temiendo la decepción, las cartas eran una invitación a tomar café guardando las distancias, contestar y contarnos sucedidos como viejos amigos que se pensaban desaparecidos. Las mujeres no siempre entienden lo que pueden en la vida de un hombre; a Magdalena no se lo supe decir con todas las letras, seguro que lo adivinó sin esfuerzo entre las decenas de cartas que le hice llegar y le agradó, si bien que nada podía hacer por cambiar esa evidencia. Estaba visto, mi vida afectiva se resignaba a repetir variaciones sobre un tema de amor creado en Buenos Aires. Por prudencia y honestidad al pasado, en la correspondencia jamás invocamos las horas pasadas en la quinta, con la nueva costumbre tenía más tiempo para el reencuentro con su mirada sin tener que peinarme en los lavabos de los teatros. Habiendo aprendido a cenar en restaurantes como aquel y deformado por fórmulas legales aprendidas de memoria, poco podía con la fragilidad y paciencia de escribir cartas importantes. Era más sencillo leer sentimientos de los otros que ensayar narrar en palabras digresiones cotidianas y requería un esfuerzo avanzar en mis reflexiones. Con tiempo y paciencia mejoré el estilo, nos contábamos tantas cosas a veces sin interés, que ahora, sin ella perdieron sentido y existen en mi apenas si recobro las fuerzas necesarias para escribirlas.

Hacia el año setenta y dos me intrigó un prolongado paréntesis de cartas de Magdalena, corte abrupto que ni siquiera podía atribuirse a los episodios tristes que ocurrían en el país. Caí en las dudas de un enamorado celoso sin razón; olvido súbito, traición, escándalo… hasta mandé dos breves misivas dolidas previas a una tercera pidiendo disculpas por mi comportamiento. En esas contradicciones estaba cuando recibí la esperada respuesta, en un estilo sobrio raro en ella anunciaba una fractura de brazo y mano muy dolorosa al caerse del caballo. El accidente le hizo perder sensibilidad en los dedos, “si no te molesta –decía en uno de los párrafos- desde ahora preferiría escribirte a máquina. Es una nueva habilidad adquirida por obligación estas últimas semanas. Me hace olvidar los dolores articulares y permite trabajar en otros proyectos que ya te contaré, para aguardar los años venideros evocando tiempos pasados.” Temí que estuviera mintiendo y la caída hubiera sido más grave de lo narrado allí, tardó en recuperar fórmulas y maneras inconfundibles de contarnos ciertos hechos, presentí que no era la misma mujer de antes; tampoco era yo el mismo hombre y si bien acepté felicidades que me salieron al paso después del incidente, seguí pendiente de la palabra de Magdalena a través de las cartas. Esperando en ellas la clave del tercer milagro que nunca conseguí enunciar con llaneza y relacionado con el deseo de verla.

Si acepto que jamás busqué desprenderme del pasado por caminos convencionales, igual provoqué la casualidad temida por años, concretada hace pocos días, en este agosto de mil novecientos setenta y siete. Un antiguo cliente me encomendó arreglar asuntos de herencia de campos, con partición de bienes conyugales, testamentos contradictorios esgrimidos por dos escribanos y un buen lío de papeles que tenía su epicentro cerca de donde vivía Magdalena; fue entonces que viajé a Colonia de inmediato, con el mismo entusiasmo que de mozo me provocó ir al encuentro con Horowitz. Llegué a la ciudad de Colonia una media mañana hace pocos días, por aprensión y escudándome en lo engorroso de trámites jurídicos necesarios, aplacé el llamado algunos días. Resultó sencillo adaptarme al cambio de vida lejos de Montevideo y recuperé una soledad que sentí verdadera, fue grato extraviarme en expedientes familiares y encontrarme conmigo por los callejones de la parte vieja de la ciudad que conserva su aspecto colonial, lo mismo ver el río allí donde el marrón es más intenso, adivinar la vida cotidiana dentro de casonas de ladrillos con rejas y faroles. Gozar el fresco navegable de la noche invernal, cuando sopla un viento ríspido cruzando pendientes empedradas perpendiculares a la orilla, desde donde pueden adivinarse las luces de Buenos Aires. Esa conjunción de árboles y silencio hicieron que renegara de negarme a transitar seguido las dos horas que separan Colonia de Montevideo, que pudieron alejarme de Magdalena, como si las distancias temporales fueran irreconciliables con las espaciales; la imaginé caminando por ese mismo barrio la noche previa al viaje del encuentro, la vi recorrer por vez primera esas pendientes coloniales después del amor en la quinta porteña.

Con porte de gentilhombre portugués y sin el sentido culposo de hace años, llegué una segunda vez a la recepción del Hotel en busca de señales de Magdalena. Pedí al encargado sin proponerle dinero a cambio esta vez la guía telefónica del Departamento de Colonia y me apronté a buscar; hubiera preferido no haber hallado la dirección. Allí estaba en el recorrido del dedo índice por el orden alfabético, anoté el número en un papel que doble con cuidado antes de guardarlo en el bolsillo del saco y me retiré a mi habitación sin llamar la atención. La estancia del segundo piso era cómoda y agradable, un ventanal daba al patio interior con flores que serían resistentes al invierno y asientos de madera pintados de blanco similares a bancos de los grandes paquebotes. Desde la primera llamada tampoco tuve suerte de que fuera número equivocado, del otro lado, una voz femenina que supuse de la servidumbre, atendió al tercer llamado de la señal y pregunté por la señora. La mujer, que sí era una doméstica contestó que seguramente estaba en un error puesto que la señora había fallecido. Me senté sobre la cama y confirmé el nombre con la esperanza tonta de un error o mudanza reciente, la confirmación fue más dolorosa; disculpándome argumenté un largo viaje por el extranjero y pedí, sin insistir demasiado, algún detalle de la tragedia que creía cercana. “Fue hace unos cinco años señor, dijo la mujer. La señora Magdalena se cayó del caballo y se desnucó. Pobrecita, que Dios la tenga en su gloria. Si lo desea, puede hablar con alguien más de la familia…”

-No, está bien, gracias, dije. Era un asunto particular y ahora perdió sentido… en realidad debo recibir instrucciones… gracias otra vez.

-Entiendo señor. Adiós.

¿Pero qué podía haber entendido la mucama? Pasado el desconcierto llegó la rabia de sentirme ridículo, traté de comprender en su plenitud el acto definitivo supuesto en la muerte de alguien tan amado. Quedaba sin pasado, tampoco había nada para insistir ni llorar, era inservible quejarse, ninguna forma que adquiriera la verdad será suficiente. Corresponde ahora escribir en el esfuerzo final escapando a la trampa de papel que construí yo mismo en buena parte. Renuncié a saber quién es, quién sos la persona que está leyendo esta última carta fechada Montevideo, miércoles dieciséis de agosto de mil novecientos setenta y siete. Hubiera preferido que nunca hurgaras entre mis cartas a Magdalena, la leída en estas páginas es la única verdad y así será por siempre. Ni te molestes en contestar pues romperé los sobres sin abrirlos y tampoco quieras mostrar tu cara alguna vez, menos inventar una historia indigente para justificarte. Hace cinco años que estoy en desventaja emocional y a partir de mañana no queda en mi nada que valga el esfuerzo descubrir.

Jamás te perdonaré el haber tomado el lugar de Magdalena y osado deslizarte en su sombra, nunca te agradeceré lo suficiente haberme hecho creer por cinco largos años que ella guardaba algunas horas nocturnas para escribirme. Será mejor así; cuando llueva durante días enteros o caiga un chaparrón de verano, yo recordaré que Magdalena está muerta, pero vos -seas quien seas. cada vez que releas esta carta y la recuerdes, sabrás que ella continúa viviendo entre nosotros.

Atte.